Ignacio Álvarez-Ossorio, Isaías Barreñada y Laura Mijares (eds.): Movilizaciones populares tras las Primaveras Árabes (2011-2021). Madrid: Los Libros de La Catarata, 2021 (256 páginas).
El paso del tiempo brinda una perspectiva más sosegada para analizar los hechos y acontecimientos que se suceden tanto en nuestro entorno como en el conjunto de la sociedad mundial. Semejante reflexión no desmerece la que se realiza sobre la marcha acerca de esos mismos episodios, aunque aquélla cuenta con la señalada ventaja del transcurso del tiempo, unido a una mayor disposición de información, de la evolución experimentada y, en suma, de las reflexiones suscitadas a lo largo del proceso objeto de seguimiento.
Con ese propósito, se celebró el pasado mes de febrero en la sede de Casa Árabe en Madrid el Congreso Internacional sobre “La primaveras árabes diez años después: retos sociales, políticos y económicos”. Fruto de ese encuentro, que reunió a un nutrido grupo de especialistas, es este texto, junto a otras publicaciones en revistas especializadas y libros igualmente colectivos en proceso de edición.
Con una introducción a modo de estudio preliminar de los editores y miembros del comité organizador del citado Congreso: los profesores Ignacio Álvarez-Ossorio, Isaías Barreñada y Laura Mijares, esta obra colectiva aborda tanto la ola de movilizaciones registradas hace una década en Oriente Medio y el Norte de África como las reproducidas a lo largo de la misma, ubicándolas en ese inicial ciclo de protestas o revueltas antiautoritarias que conoció la región entonces.
En su estudio, los editores ponen de relieve esa perspectiva temporal para advertir un mayor énfasis en las “particularidades nacionales”, “la relevancia de las demandas socioeconómicas”, “el papel desempeñado por activistas con experiencia organizativa” o “las diversas expresiones de las protestas en el medio urbano, provincial y rural”; unido a las debilidades concretadas básicamente en la ausencia de un “programa alternativo y de dirección organizativa, así como el limitado papel de las fuerzas políticas oficiales”. Sin olvidar los elementos comunes, como las incumplidas “demandas” y “expectativas de cambio”, el colapso de algunos Estados (Libia, Yemen y Siria); además del deterioro de la situación en los países en los que sobrevivieron los gobiernos autoritarios o las limitaciones en los que se formaron nuevos gobiernos de transición, sin producirse ninguna transformación significativa más allá de la rearticulación de “los grupos de poder tradicionales”.
A su vez, la persistencia de esta frustración política y económica explicaría la reemergencia de las movilizaciones de protesta a lo largo de este decenio. Un lugar destacado ocupan los agravios socioeconómicos (desempleo, desigualdad, pobreza, precariedad, medidas de austeridad y corrupción), acrecentados durante cerca de los dos últimos años por el Covid-19; y a los que se suma el malestar político por la ausencia de expectativas de democratización y refuerzo del autoritarismo.
En este nuevo repertorio de la acción colectiva se advierte el aprendizaje de los movimientos sociales respecto a experiencias anteriores, como señala en una obra clásica Sidney Tarrow: El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política (Madrid: Alianza Editorial, 1997). En este sentido, cabe destacar la apuesta por rebasar las fracturas sectarias en las movilizaciones registradas en el Líbano e Irak, o bien rehuir temas que dividan al movimiento o formalizar su estructuración política por el riesgo de fragmentación o desaparición en el caso de Argelia.
Sin embargo, en el medio internacional todo parece indicar que sus principales actores no han querido aprender ninguna lección, reproduciendo las mismas pautas que antaño, de seguir apostando por “los regímenes autoritarios”, como supuestos garantes de la estabilidad y seguridad; además de considerarlos —en teoría— aliados en el combate contra el terrorismo y la contención de las migraciones, sin querer advertir que esos mismos regímenes se han vuelto disfuncionales desde hace tiempo y que, paradójicamente, producen las consecuencias no deseadas de la acción e incluso las contrarias: radicalización, violencia e inestabilidad. En suma, las mismas tendencias o resultados que se quieren evitar.
Del mismo modo, desde una perspectiva transversal, como subrayan tanto editores como autores, si bien dichas movilizaciones partieron de una situación regional semejante (falta de desarrollo, autoritarismo, represión, frustración de expectativas) y de un repertorio similar (manifestaciones pacíficas, ocupación del espacio público, utilización de las redes sociales, reivindicaciones de caída o reforma del régimen), no es menos cierto que cada país respondió a sus propias y particulares condiciones. Dicho de otro modo, el efecto de contagio o concatenación experimentado en un primer momento no fue equivalente a un mero mimetismo ni reproducción de pautas idénticas. Por el contrario, cada país, régimen político y contendientes siguieron itinerarios propios y únicos, que no se pueden extrapolar, pese a que también —como se ha indicado— participaron de situaciones y elementos comunes.
En consecuencia, lejos de una mirada uniforme o reduccionista, el texto esboza una inexorable visión caleidoscópica, asentada en las diferentes experiencias, que sin duda contribuye a enriquecer la comprensión de este ciclo de protesta antiautoritaria. Siguiendo la propia estructura interna del libro, conviene —sin ánimo exhaustivo— resaltar las tesis principales de las distintas contribuciones.
Para el caso de Egipto, la profesora Bárbara Azaola Piazza centra su investigación en la regresión autoritaria experimentada en este país, en concreto, en la “estrategia de reconstrucción del autoritarismo puesto en marcha por el régimen de al-Sisi”; y enmarca esta segunda oleada de protestas en una tendencia global contra el incremento del autoritarismo y el deterioro de las condiciones sociales y económicas, recogiendo la particular senda egipcia con la movilización de los más desfavorecidos y de las mujeres; además de las protestas nacionalistas por la transferencia de soberanía a Arabia Saudí de los dos islotes egipcios del mar Rojo, Tirán y Sanafir. Movilizaciones que, entiende la autora, expresan cómo las sociedades árabes no han renunciado a un cambio significativo de sus regímenes políticos y estratificación social.
En esta segunda oleada, el profesor Ignacio Gutiérrez de Terán se ocupa del caso de Sudán, centrando su atención en la “reinvención de régimen tradicional árabe”. Sostiene que, a semejanza de lo sucedido “antes en Egipto y luego en Argelia”, en Sudán se observa “la reorganización del régimen árabe tradicional, rehén aquí de la cúpula castrense”. Considera, siguiendo la máxima de Lampedusa, que había que cambiar algo para que todo siguiera igual. Esto es, que “los compañeros de armas sacrificaron a al-Bachir para rehabilitar la imagen exterior del país y, sobre todo, salvaguardar los principios fundamentales del régimen”, evidenciando la reproducción de las élites del poder.
La profesora Itxaso Domínguez de Olazabal analiza el-Hirak al-Shababi en la Palestina histórica. Recoge las iniciativas colectivas e individuales entre 2011 y 2013, de claro sesgo generacional, “tercera generación post-Nakba”, de jóvenes “nacidos entre mediados de los 80 y finales de los 90”, procedentes de “todo el espectro político palestino”. Con un “funcionamiento descentralizado”, su movilización en la red se multiplicó e implicó la cooperación de grupos de la diáspora y de los palestinos del 67. Crítico con la división entre Fatah y Hamás, el creciente autoritarismo de la Autoridad Palestina y sus políticas económicas neoliberales, centró su denuncia en la ocupación y el apartheid israelí. Pese a su erosión, este movimiento deja abierta algunas interesantes líneas de actuación sobre “nuevas técnicas y estrategias de resistencia no violenta”, que pone de manifiesto la relevancia de la sociedad civil palestina, alejada de la dirección política oficial.
La periodista Ethel Bonet, con un conocimiento de primera mano por su larga experiencia sobre el terreno, analiza las movilizaciones en el Líbano. País que también ha protagonizado la segunda oleada de protestas, pese a las dificultades que supone el “singular sistema confesional libanés”. Precedidas por la movilizaciones de 2015 por “crisis de la basura”, “mala gobernabilidad y corrupción”, considera que las de 2019 adquirieron un carácter más político, generalizado y horizontal: sin líderes, dirección ni concreción de programa político (mostrando su debilidad). Ante una élite gobernante corrupta, de “apenas 200 familias que acaparan el poder y la riqueza”, y que ha llevado al país a la bancarrota, emergió una acción colectiva significativa en una sociedad que exige superar el confesionalismo. En particular, los más jóvenes desean “deshacerse de su identidad sectaria y abrazar una identidad nacional secular”.
El profesor Juan Carlos Castillo Quiñones se ocupa del sectarismo, la securitización y la resilencia en el Irak posbaazista. Su tesis destaca “cómo ha permanecido la acción colectiva pacífica” en un entorno de “inestabilidad y violencia sistemática”. Pese a esa enorme adversidad, destaca el revulsivo que han supuesto los factores socioeconómicos y políticos para las movilizaciones en el Irak posterior a la intervención estadounidense. En particular, subraya la demanda de “reforma de todo el sistema político” y el deseo de trascender las divisiones confesionales y étnicas que, a su vez, son utilizadas por las élites políticas para desmovilizar a la sociedad iraquí. Un correlato similar ha experimentado el movimiento kurdo frente a unas élites corruptas e ineficaces, inmersas en el clientelismo político y responsables del deterioro económico.
El profesor Moisés Garduño García analiza las nuevas dinámicas de las protestas en Irán. Advierte su creciente radicalización no sólo entre las clases medias y educadas, junto a los sectores tradicionalmente empobrecidos, sino también entre los precarizados que sufren “la inflación, el desempleo y las limitaciones de la economía informal”. Este sector, “el precariado”, “no se reconoce pobre ni como clase media”. Está integrado por una población joven, educada y conectada al mundo. Aspira a engrosar la clase media, pero vive en condiciones precarias. Su subsistencia se asienta en el apoyo familiar y en trabajos precarios, de baja consideración social. Y ha protagonizado las movilizaciones de los últimos años (2017-2020) frente a un discurso oficial que sigue haciendo recaer toda la responsabilidad en los actores y factores externos (en particular, la política de sanciones impuesta por la administración estadounidense).
El profesor Miguel Hernando de Larramendi indaga en las movilizaciones y los movimientos sociales en el Túnez posrevolucionario, donde advierte tres importantes diferencias. Primera, entre las clases populares (proletariado y precariado) y las clases medias (educadas, urbanas y profesionales). Segunda, de prioridades o agenda, pese a que ambas clases sociales compartieron el objetivo común de “acabar con el régimen de Ben Ali”, los sectores populares enfatizaban los cambios económicos y sociales, mientras que las clases medias priorizaron los políticos e institucionales. Y tercera, la espacial, debido a los “desequilibrios entre las regiones del centro y del sur y las del litoral y la capital”, con los consecuentes agravios comparativos por el abandono, exclusión y desposesión de la periferia, carente de infraestructuras y de servicios (sanidad y educación), duplicación del desempleo y empobrecimiento.
En suma, el caso tunecino es una claro ejemplo de la denominada democracia de baja intensidad (Barry Gills y Joel Rocamora, 1992) o restringida (Jorge Rodriguez Guerra, 2019), donde cambian los procedimientos políticos mientras se mantiene intacta la estructura social, reproduciendo la pobreza, la desigualdad, la precariedad y la injusticia social. A lo que se suma los últimos acontecimientos políticos, con el autogolpe de este verano, que cuestiona la excepcionalidad tunecina.
La profesora Laurence Thieux analiza el Hirak en Argelia. Aunque su detonante fue la “enésima” humillación de la sociedad argelina por “el anuncio de un quinto mandato del presidente Buteflika”, inscribe dicho movimiento en el malestar socioeconómico y político acumulado desde la década de los ochenta, que cuestionaba “el modelo de gobernanza” y la “ruptura del contrato social entre el Estado y el pueblo”. Además de encuadrar el movimiento de protesta en esa “secuencia histórica más larga”, señalando los puntos de inflexión en la evolución de la sociedad civil argelina, destaca su horizontalidad, transversalidad y renuencia a estructurarse o formalizarse como organización política. Precedida por “microrevueltas espontáneas”, de orden económico y social, por las deficiencias de las infraestructuras, de servicios sociales básicos y la corrupción, entiende Thieux que las movilizaciones son también fruto de las transformaciones de la sociedad argelina. Sin olvidar el aprendizaje de su movimiento social con un comportamiento “pacífico y ordenado”, una “estrategia autónoma del poder” y, entre otras lecciones asumidas, no dejarse engatusar “por los cambios superficiales” como la dimisión de Buteflika.
Por último, el profesor Adil Moustaoui Srhir y la investigadora Nur Kouss Gutiérrez abordan el Hirak en el Rif. Por el “activismo político y social” desplegado en los últimos años, otorgan al Hirak un protagonismo similar al que tuvo el Movimiento 20 de Febrero. Consideran que persiste un profundo malestar, “provocado por el vacío político, la corrupción, la pobreza, la falta de expectativas para la juventud, la desconfianza en las instituciones, la opresión policial y desánimo generalizado (…)”, que explica la continuidad o reemergencia de los movimientos sociales de protesta en Marruecos. El detonante en el Rif fue la muerte de Mouhsine Fikri, triturado por un camión de basura cuando intentaba rescatar su mercancía (que recordaba simbólicamente la inmolación del tunecino Bouzizi en 2010). Pero el trasfondo de las movilizaciones estaba nuevamente en la acumulada “indignación y descontento” socioeconómico y político, además del cultural, que sufre la castigada región del Rif de manera particular. Junto a las estrategias discursivas y de comunicación empleadas, los autores recogen también las movilizaciones registradas en la diáspora europea, en particular, en Madrid.
En suma, estamos ante un texto imprescindible en la compresión no sólo de las revueltas antiautoritarias que conoció la región de Oriente Medio y el Norte de África entre finales de 2010 y principios de 2011, sino también de la segunda oleada de protestas que han continuado a lo largo de este decenio. En conjunto, dichas movilizaciones comparten elementos comunes, pero también particulares, que remiten a los respectivos itinerarios políticos, económicos y sociales nacionales. Mientras persistan las causas estructurales y el malestar sociopolítico y económico que provocan, seguirán persistiendo a su vez las movilizaciones. No cabe llamarse a engaño, la securititización de la pandemia sólo es un paréntesis en esas tensiones, que amenazan con agravarse por el empeoramiento de la situación socioeconómica y el incremento del descontento político.
En consecuencia, no resulta arriesgado afirmar la continuidad de las movilizaciones colectivas a lo largo de la geografía árabe, con sus correspondientes altibajos como en todo ciclo de protesta. En esta dinámica, una cosa parece cierta, en el futuro o en la próxima década, cuando se revisen nuevamente las revueltas autoritarias de 2010/2011, es muy probable que se adviertan en éstas el inicio de un ciclo largo de protestas en el que las sociedades árabes rebasaron el umbral del miedo; y que, pese al incremento de la represión, el refuerzo del autoritarismo, los Estados fallidos, las guerras y la violencia, dichas sociedades no han renunciado al cambio político, social y económico por una vida más digna, justa y libre. De eso se trataba, de dignidad, justicia y libertad.
El paso del tiempo brinda una perspectiva más sosegada para analizar los hechos y acontecimientos que se suceden tanto en nuestro entorno como en el conjunto de la sociedad mundial. Semejante reflexión no desmerece la que se realiza sobre la marcha acerca de esos mismos episodios, aunque aquélla cuenta con la señalada ventaja del transcurso del tiempo, unido a una mayor disposición de información, de la evolución experimentada y, en suma, de las reflexiones suscitadas a lo largo del proceso objeto de seguimiento.
Con ese propósito, se celebró el pasado mes de febrero en la sede de Casa Árabe en Madrid el Congreso Internacional sobre “La primaveras árabes diez años después: retos sociales, políticos y económicos”. Fruto de ese encuentro, que reunió a un nutrido grupo de especialistas, es este texto, junto a otras publicaciones en revistas especializadas y libros igualmente colectivos en proceso de edición.
Con una introducción a modo de estudio preliminar de los editores y miembros del comité organizador del citado Congreso: los profesores Ignacio Álvarez-Ossorio, Isaías Barreñada y Laura Mijares, esta obra colectiva aborda tanto la ola de movilizaciones registradas hace una década en Oriente Medio y el Norte de África como las reproducidas a lo largo de la misma, ubicándolas en ese inicial ciclo de protestas o revueltas antiautoritarias que conoció la región entonces.
En su estudio, los editores ponen de relieve esa perspectiva temporal para advertir un mayor énfasis en las “particularidades nacionales”, “la relevancia de las demandas socioeconómicas”, “el papel desempeñado por activistas con experiencia organizativa” o “las diversas expresiones de las protestas en el medio urbano, provincial y rural”; unido a las debilidades concretadas básicamente en la ausencia de un “programa alternativo y de dirección organizativa, así como el limitado papel de las fuerzas políticas oficiales”. Sin olvidar los elementos comunes, como las incumplidas “demandas” y “expectativas de cambio”, el colapso de algunos Estados (Libia, Yemen y Siria); además del deterioro de la situación en los países en los que sobrevivieron los gobiernos autoritarios o las limitaciones en los que se formaron nuevos gobiernos de transición, sin producirse ninguna transformación significativa más allá de la rearticulación de “los grupos de poder tradicionales”.
A su vez, la persistencia de esta frustración política y económica explicaría la reemergencia de las movilizaciones de protesta a lo largo de este decenio. Un lugar destacado ocupan los agravios socioeconómicos (desempleo, desigualdad, pobreza, precariedad, medidas de austeridad y corrupción), acrecentados durante cerca de los dos últimos años por el Covid-19; y a los que se suma el malestar político por la ausencia de expectativas de democratización y refuerzo del autoritarismo.
En este nuevo repertorio de la acción colectiva se advierte el aprendizaje de los movimientos sociales respecto a experiencias anteriores, como señala en una obra clásica Sidney Tarrow: El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política (Madrid: Alianza Editorial, 1997). En este sentido, cabe destacar la apuesta por rebasar las fracturas sectarias en las movilizaciones registradas en el Líbano e Irak, o bien rehuir temas que dividan al movimiento o formalizar su estructuración política por el riesgo de fragmentación o desaparición en el caso de Argelia.
Sin embargo, en el medio internacional todo parece indicar que sus principales actores no han querido aprender ninguna lección, reproduciendo las mismas pautas que antaño, de seguir apostando por “los regímenes autoritarios”, como supuestos garantes de la estabilidad y seguridad; además de considerarlos —en teoría— aliados en el combate contra el terrorismo y la contención de las migraciones, sin querer advertir que esos mismos regímenes se han vuelto disfuncionales desde hace tiempo y que, paradójicamente, producen las consecuencias no deseadas de la acción e incluso las contrarias: radicalización, violencia e inestabilidad. En suma, las mismas tendencias o resultados que se quieren evitar.
Del mismo modo, desde una perspectiva transversal, como subrayan tanto editores como autores, si bien dichas movilizaciones partieron de una situación regional semejante (falta de desarrollo, autoritarismo, represión, frustración de expectativas) y de un repertorio similar (manifestaciones pacíficas, ocupación del espacio público, utilización de las redes sociales, reivindicaciones de caída o reforma del régimen), no es menos cierto que cada país respondió a sus propias y particulares condiciones. Dicho de otro modo, el efecto de contagio o concatenación experimentado en un primer momento no fue equivalente a un mero mimetismo ni reproducción de pautas idénticas. Por el contrario, cada país, régimen político y contendientes siguieron itinerarios propios y únicos, que no se pueden extrapolar, pese a que también —como se ha indicado— participaron de situaciones y elementos comunes.
En consecuencia, lejos de una mirada uniforme o reduccionista, el texto esboza una inexorable visión caleidoscópica, asentada en las diferentes experiencias, que sin duda contribuye a enriquecer la comprensión de este ciclo de protesta antiautoritaria. Siguiendo la propia estructura interna del libro, conviene —sin ánimo exhaustivo— resaltar las tesis principales de las distintas contribuciones.
Para el caso de Egipto, la profesora Bárbara Azaola Piazza centra su investigación en la regresión autoritaria experimentada en este país, en concreto, en la “estrategia de reconstrucción del autoritarismo puesto en marcha por el régimen de al-Sisi”; y enmarca esta segunda oleada de protestas en una tendencia global contra el incremento del autoritarismo y el deterioro de las condiciones sociales y económicas, recogiendo la particular senda egipcia con la movilización de los más desfavorecidos y de las mujeres; además de las protestas nacionalistas por la transferencia de soberanía a Arabia Saudí de los dos islotes egipcios del mar Rojo, Tirán y Sanafir. Movilizaciones que, entiende la autora, expresan cómo las sociedades árabes no han renunciado a un cambio significativo de sus regímenes políticos y estratificación social.
En esta segunda oleada, el profesor Ignacio Gutiérrez de Terán se ocupa del caso de Sudán, centrando su atención en la “reinvención de régimen tradicional árabe”. Sostiene que, a semejanza de lo sucedido “antes en Egipto y luego en Argelia”, en Sudán se observa “la reorganización del régimen árabe tradicional, rehén aquí de la cúpula castrense”. Considera, siguiendo la máxima de Lampedusa, que había que cambiar algo para que todo siguiera igual. Esto es, que “los compañeros de armas sacrificaron a al-Bachir para rehabilitar la imagen exterior del país y, sobre todo, salvaguardar los principios fundamentales del régimen”, evidenciando la reproducción de las élites del poder.
La profesora Itxaso Domínguez de Olazabal analiza el-Hirak al-Shababi en la Palestina histórica. Recoge las iniciativas colectivas e individuales entre 2011 y 2013, de claro sesgo generacional, “tercera generación post-Nakba”, de jóvenes “nacidos entre mediados de los 80 y finales de los 90”, procedentes de “todo el espectro político palestino”. Con un “funcionamiento descentralizado”, su movilización en la red se multiplicó e implicó la cooperación de grupos de la diáspora y de los palestinos del 67. Crítico con la división entre Fatah y Hamás, el creciente autoritarismo de la Autoridad Palestina y sus políticas económicas neoliberales, centró su denuncia en la ocupación y el apartheid israelí. Pese a su erosión, este movimiento deja abierta algunas interesantes líneas de actuación sobre “nuevas técnicas y estrategias de resistencia no violenta”, que pone de manifiesto la relevancia de la sociedad civil palestina, alejada de la dirección política oficial.
La periodista Ethel Bonet, con un conocimiento de primera mano por su larga experiencia sobre el terreno, analiza las movilizaciones en el Líbano. País que también ha protagonizado la segunda oleada de protestas, pese a las dificultades que supone el “singular sistema confesional libanés”. Precedidas por la movilizaciones de 2015 por “crisis de la basura”, “mala gobernabilidad y corrupción”, considera que las de 2019 adquirieron un carácter más político, generalizado y horizontal: sin líderes, dirección ni concreción de programa político (mostrando su debilidad). Ante una élite gobernante corrupta, de “apenas 200 familias que acaparan el poder y la riqueza”, y que ha llevado al país a la bancarrota, emergió una acción colectiva significativa en una sociedad que exige superar el confesionalismo. En particular, los más jóvenes desean “deshacerse de su identidad sectaria y abrazar una identidad nacional secular”.
El profesor Juan Carlos Castillo Quiñones se ocupa del sectarismo, la securitización y la resilencia en el Irak posbaazista. Su tesis destaca “cómo ha permanecido la acción colectiva pacífica” en un entorno de “inestabilidad y violencia sistemática”. Pese a esa enorme adversidad, destaca el revulsivo que han supuesto los factores socioeconómicos y políticos para las movilizaciones en el Irak posterior a la intervención estadounidense. En particular, subraya la demanda de “reforma de todo el sistema político” y el deseo de trascender las divisiones confesionales y étnicas que, a su vez, son utilizadas por las élites políticas para desmovilizar a la sociedad iraquí. Un correlato similar ha experimentado el movimiento kurdo frente a unas élites corruptas e ineficaces, inmersas en el clientelismo político y responsables del deterioro económico.
El profesor Moisés Garduño García analiza las nuevas dinámicas de las protestas en Irán. Advierte su creciente radicalización no sólo entre las clases medias y educadas, junto a los sectores tradicionalmente empobrecidos, sino también entre los precarizados que sufren “la inflación, el desempleo y las limitaciones de la economía informal”. Este sector, “el precariado”, “no se reconoce pobre ni como clase media”. Está integrado por una población joven, educada y conectada al mundo. Aspira a engrosar la clase media, pero vive en condiciones precarias. Su subsistencia se asienta en el apoyo familiar y en trabajos precarios, de baja consideración social. Y ha protagonizado las movilizaciones de los últimos años (2017-2020) frente a un discurso oficial que sigue haciendo recaer toda la responsabilidad en los actores y factores externos (en particular, la política de sanciones impuesta por la administración estadounidense).
El profesor Miguel Hernando de Larramendi indaga en las movilizaciones y los movimientos sociales en el Túnez posrevolucionario, donde advierte tres importantes diferencias. Primera, entre las clases populares (proletariado y precariado) y las clases medias (educadas, urbanas y profesionales). Segunda, de prioridades o agenda, pese a que ambas clases sociales compartieron el objetivo común de “acabar con el régimen de Ben Ali”, los sectores populares enfatizaban los cambios económicos y sociales, mientras que las clases medias priorizaron los políticos e institucionales. Y tercera, la espacial, debido a los “desequilibrios entre las regiones del centro y del sur y las del litoral y la capital”, con los consecuentes agravios comparativos por el abandono, exclusión y desposesión de la periferia, carente de infraestructuras y de servicios (sanidad y educación), duplicación del desempleo y empobrecimiento.
En suma, el caso tunecino es una claro ejemplo de la denominada democracia de baja intensidad (Barry Gills y Joel Rocamora, 1992) o restringida (Jorge Rodriguez Guerra, 2019), donde cambian los procedimientos políticos mientras se mantiene intacta la estructura social, reproduciendo la pobreza, la desigualdad, la precariedad y la injusticia social. A lo que se suma los últimos acontecimientos políticos, con el autogolpe de este verano, que cuestiona la excepcionalidad tunecina.
La profesora Laurence Thieux analiza el Hirak en Argelia. Aunque su detonante fue la “enésima” humillación de la sociedad argelina por “el anuncio de un quinto mandato del presidente Buteflika”, inscribe dicho movimiento en el malestar socioeconómico y político acumulado desde la década de los ochenta, que cuestionaba “el modelo de gobernanza” y la “ruptura del contrato social entre el Estado y el pueblo”. Además de encuadrar el movimiento de protesta en esa “secuencia histórica más larga”, señalando los puntos de inflexión en la evolución de la sociedad civil argelina, destaca su horizontalidad, transversalidad y renuencia a estructurarse o formalizarse como organización política. Precedida por “microrevueltas espontáneas”, de orden económico y social, por las deficiencias de las infraestructuras, de servicios sociales básicos y la corrupción, entiende Thieux que las movilizaciones son también fruto de las transformaciones de la sociedad argelina. Sin olvidar el aprendizaje de su movimiento social con un comportamiento “pacífico y ordenado”, una “estrategia autónoma del poder” y, entre otras lecciones asumidas, no dejarse engatusar “por los cambios superficiales” como la dimisión de Buteflika.
Por último, el profesor Adil Moustaoui Srhir y la investigadora Nur Kouss Gutiérrez abordan el Hirak en el Rif. Por el “activismo político y social” desplegado en los últimos años, otorgan al Hirak un protagonismo similar al que tuvo el Movimiento 20 de Febrero. Consideran que persiste un profundo malestar, “provocado por el vacío político, la corrupción, la pobreza, la falta de expectativas para la juventud, la desconfianza en las instituciones, la opresión policial y desánimo generalizado (…)”, que explica la continuidad o reemergencia de los movimientos sociales de protesta en Marruecos. El detonante en el Rif fue la muerte de Mouhsine Fikri, triturado por un camión de basura cuando intentaba rescatar su mercancía (que recordaba simbólicamente la inmolación del tunecino Bouzizi en 2010). Pero el trasfondo de las movilizaciones estaba nuevamente en la acumulada “indignación y descontento” socioeconómico y político, además del cultural, que sufre la castigada región del Rif de manera particular. Junto a las estrategias discursivas y de comunicación empleadas, los autores recogen también las movilizaciones registradas en la diáspora europea, en particular, en Madrid.
En suma, estamos ante un texto imprescindible en la compresión no sólo de las revueltas antiautoritarias que conoció la región de Oriente Medio y el Norte de África entre finales de 2010 y principios de 2011, sino también de la segunda oleada de protestas que han continuado a lo largo de este decenio. En conjunto, dichas movilizaciones comparten elementos comunes, pero también particulares, que remiten a los respectivos itinerarios políticos, económicos y sociales nacionales. Mientras persistan las causas estructurales y el malestar sociopolítico y económico que provocan, seguirán persistiendo a su vez las movilizaciones. No cabe llamarse a engaño, la securititización de la pandemia sólo es un paréntesis en esas tensiones, que amenazan con agravarse por el empeoramiento de la situación socioeconómica y el incremento del descontento político.
En consecuencia, no resulta arriesgado afirmar la continuidad de las movilizaciones colectivas a lo largo de la geografía árabe, con sus correspondientes altibajos como en todo ciclo de protesta. En esta dinámica, una cosa parece cierta, en el futuro o en la próxima década, cuando se revisen nuevamente las revueltas autoritarias de 2010/2011, es muy probable que se adviertan en éstas el inicio de un ciclo largo de protestas en el que las sociedades árabes rebasaron el umbral del miedo; y que, pese al incremento de la represión, el refuerzo del autoritarismo, los Estados fallidos, las guerras y la violencia, dichas sociedades no han renunciado al cambio político, social y económico por una vida más digna, justa y libre. De eso se trataba, de dignidad, justicia y libertad.