Rafael Díaz-Salazar: Desigualdades internacionales. ¡Justicia Ya! Barcelona: Icaria, 2011 (96 páginas).
En este breve texto, el profesor Rafael Díaz-Salazar expone la siguiente paradoja: “a pesar de la crisis económica, en el mundo hay una gran riqueza acumulada por una minoría de millonarios y empresas transnacionales”. En consecuencia, el problema no es la escasez de “bienes económicos, sino su injusta distribución”.
Con datos extraídos de un importante y variado elenco de instituciones internacionales, el autor ilustra la enorme desigualdad reinante en la sociedad internacional. Por ejemplo, la desigual distribución de la riqueza de los hogares muestra que los más ricos constituyen sólo el 10%, pero poseen el 85% de los activos mundiales (en dólares); los más pobres ascienden al 50%, pero sólo disponen del 1% de esos activos; y el 40% restante se tiene que conformar con el 14%.
La tendencia a la polarización socioeconómica es una de las características que más llama la atención del momento actual. Los que más tienen, tienen más; y los que menos tienen, tienen menos.
De manera que, pese a la crisis, el número de las personas más ricas del mundo ―con una fortuna por encima de 1.000 millones de dólares― se ha incrementado. Estos 1.210 multimillonarios poseen 4,5 billones de dólares, cifra superior “al PIB de Alemania y cuatro veces el de España”.
La concentración de la riqueza se advierte también en una serie de empresas transnacionales que, como denominador común, operan en el sector energético: petróleo y electricidad, principalmente. Su estructuración en red está diseñada para sortear los controles fiscales, de manera que sus beneficios no se reinvierten ni redistribuyen en forma de riqueza, ni se emplean para reducir la desigualdad ni la pobreza.
Es igualmente significativo que tanto la minoría de multimillonarios como la mayoría de estas empresas residan en los principales países del Norte; y también en los denominados BRIC (Brasil, Rusia, India y China), que poseen sistemas fiscales muy débiles en coexistencia con una enorme desigualdad social.
En suma, la desigualdad se ha ensanchado, afectando a los sectores sociales más vulnerables, entre los que destaca el autor a los parados, mujeres, hambrientos y las personas atrapadas en la “pobreza absoluta”. Ante este desolador diagnóstico, el profesor Rafael Díaz-Salazar considera que no se puede vencer la pobreza “luchando directamente contra ella, sino interviniendo en los factores desigualitarios que la producen”.
Más allá de los tradicionales instrumentos de la cooperación internacional al desarrollo, se debe ―en su opinión― establecer un programa de justicia social global, con una economía orientada hacia un “nuevo orden más justo e igualitario”.
En esta misma línea, aboga por un nuevo paradigma cultural, recogiendo numerosas iniciativas y alternativas: comercio justo, condonación y reinversión de la deuda externa, fiscalidad internacional orientada a la redistribución mundial de la riqueza, reconocimiento y restitución de la deuda ecológica, desarme para el desarrollo y ecodesarrollo.
En definitiva, frente a la política de la globalización neoliberal, propone una política de la civilización, con nuevas fuentes éticas ―e incluso religiosas― anticapitalistas y emancipatorias.
En este breve texto, el profesor Rafael Díaz-Salazar expone la siguiente paradoja: “a pesar de la crisis económica, en el mundo hay una gran riqueza acumulada por una minoría de millonarios y empresas transnacionales”. En consecuencia, el problema no es la escasez de “bienes económicos, sino su injusta distribución”.
Con datos extraídos de un importante y variado elenco de instituciones internacionales, el autor ilustra la enorme desigualdad reinante en la sociedad internacional. Por ejemplo, la desigual distribución de la riqueza de los hogares muestra que los más ricos constituyen sólo el 10%, pero poseen el 85% de los activos mundiales (en dólares); los más pobres ascienden al 50%, pero sólo disponen del 1% de esos activos; y el 40% restante se tiene que conformar con el 14%.
La tendencia a la polarización socioeconómica es una de las características que más llama la atención del momento actual. Los que más tienen, tienen más; y los que menos tienen, tienen menos.
De manera que, pese a la crisis, el número de las personas más ricas del mundo ―con una fortuna por encima de 1.000 millones de dólares― se ha incrementado. Estos 1.210 multimillonarios poseen 4,5 billones de dólares, cifra superior “al PIB de Alemania y cuatro veces el de España”.
La concentración de la riqueza se advierte también en una serie de empresas transnacionales que, como denominador común, operan en el sector energético: petróleo y electricidad, principalmente. Su estructuración en red está diseñada para sortear los controles fiscales, de manera que sus beneficios no se reinvierten ni redistribuyen en forma de riqueza, ni se emplean para reducir la desigualdad ni la pobreza.
Es igualmente significativo que tanto la minoría de multimillonarios como la mayoría de estas empresas residan en los principales países del Norte; y también en los denominados BRIC (Brasil, Rusia, India y China), que poseen sistemas fiscales muy débiles en coexistencia con una enorme desigualdad social.
En suma, la desigualdad se ha ensanchado, afectando a los sectores sociales más vulnerables, entre los que destaca el autor a los parados, mujeres, hambrientos y las personas atrapadas en la “pobreza absoluta”. Ante este desolador diagnóstico, el profesor Rafael Díaz-Salazar considera que no se puede vencer la pobreza “luchando directamente contra ella, sino interviniendo en los factores desigualitarios que la producen”.
Más allá de los tradicionales instrumentos de la cooperación internacional al desarrollo, se debe ―en su opinión― establecer un programa de justicia social global, con una economía orientada hacia un “nuevo orden más justo e igualitario”.
En esta misma línea, aboga por un nuevo paradigma cultural, recogiendo numerosas iniciativas y alternativas: comercio justo, condonación y reinversión de la deuda externa, fiscalidad internacional orientada a la redistribución mundial de la riqueza, reconocimiento y restitución de la deuda ecológica, desarme para el desarrollo y ecodesarrollo.
En definitiva, frente a la política de la globalización neoliberal, propone una política de la civilización, con nuevas fuentes éticas ―e incluso religiosas― anticapitalistas y emancipatorias.