NotasHoy escribe Antonio Piñero El penúltimo libro, por ahora, que deseo comentar de la serie “En los orígenes del cristianismo” de la benemérita Editorial El Almendro, de Córdoba, España, es de un profesor holandés, C. J. den Heyer (atención: en los créditos de la traducción se escribe H. C. den Heyer, por despiste del editor), que escribe referentemente en inglés, y cuyo título es igual al que encabeza esta postal (original inglés de 2000: Paul. A Man of Two Worlds, SCM Press, Londres). Es un libro que me ha interesado mucho, porque es una visión bastante personal a la vez que es una destilación condensada de lo mejor que se ha escrito sobre Pablo en la inmensa bibliografía moderna sobre él. Complemento su ficha: 312 pp. ISBN: 84-8001-061-6. El autor parte de la idea obvia, pero no siempre tenida en cuenta de que Pablo es un autor de cartas, no de tratados de teología, y de cartas contextuales, condicionadas por los problemas de sus lectores. Además, escribió hace 2000 años, en un mundo tan diferente al nuestro que no es fácil entenderlo, ni sentir por qué se preocupaba de ciertos problemas omitiendo otros más candentes hoy día. Por tanto, para comprenderlo bien, hay que contextualizarlo: describir su época, su educación, su modo de vida y las circunstancias en las que vivió. De lo contrario, no se entenderá nada en profundidad.., sino sólo la superficie de las palabras, que en muchas ocasiones significan otra cosa de lo que parece hoy. Por ello el autor no adopta en este libro una actitud de “teólogo sistemático”, sino de historiador. Su aproximación es biográfica y cronológica e intenta no ver en el Apóstol –como se ha procurado- el Pablo católico, o luterano o simplemente “reformado”/protestante, sino lo que fue en verdad, un pensador original, difícil de entender a veces, porque ni él mismo tenía claras sus ideas, que las iba a veces generando mientras escribía y a impulsos de las circunstancias a partir de nociones base, a veces imprecisas, que debía ir perfilando. Por ello comienza Heyer haciendo un esquema de procedimiento que, por otra parte, es usual en muchos autores: ¿qué fuentes hay? ¿Me puedo fiar de ellas? ¿Qué cartas pueden ser en verdad de Pablo, y cuáles no y por qué? Es decir, lo normal en los inicios de un trabajo fundamentalmente histórico y de interpretación de un pensamiento de un personaje de la antigüedad. Sigue luego una información biográfica necesaria: Pablo, hombre cosmopolita, judío, de una ciudad ilustrada y amante de las artes, Tarso de Cilicia, “alumno de Gamaliel” (¿?), fariseo, celota, es decir, celador del cumplimiento por él y por los demás de la ley de Moisés, de su exacta observancia caiga quien caiga; un hombre fuerte y enfermo a la vez, aventurero, apasionado, colérico, apocalíptico, poco organizador, retórico en extremo, místico, etc. Sigue luego en el libro la típica disquisición acerca del contenido de la mal llamada “conversión” de Pablo y cómo su posible contenido cambió su vida; su “formación como cristiano”; cuáles fueron los temas principales que abordó en su reflexión continua durante los primeros años antes de lanzarse a predicar autónomamente a Jesús, y la descripción del ambiente literario y teológico de Antioquía como base de la modelación del pensamiento de Pablo. En la segunda parte del libro, y al hilo también de la cronología (presupone Heyer que Pablo nace en el año 15 d.C.; que la muerte de Jesús fue en el año 30, y la “conversión” en el 34; que escribió sus cartas desde el 50 al 55/56; que estuvo encarcelado en Roma en los años 59-61, y que luego se le pierde la pista, y muere, presuntamente como mártir, en Roma en la década de los 60), nuestro autor analiza el contexto y expone los temas principales de las cartas auténticamente paulinas, en el orden siguiente: • 1 Tesalonicenses; • Primera parte de la correspondencia con Corinto: diversas cartas • 1ª Carta a Filipenses • Carta a Filemón, • Segundo momento de la correspondencia con Corinto ¿cuántas cartas? • 2ª Carta a los filipenses • Gálatas (un tanto anormal este orden, pues la mayoría de los comentaristas la sitúa después de 1 Tes y antes de 1 Cor y 1ª Filipenses) • Romanos Y concluye con unas páginas, que se agradecen, de resumen de las ideas de su libro “A modo de recopilación”. A propósito de esta primera parte del libro debo observar: • El tratamiento cronológico y por orden evolutivo de la teología de Pablo me parece totalmente adecuado y oportuno; no puede hacerse otra cosa. • El tratamiento filológico-histórico usual de estudiar bien el contexto, los momentos de la vida de Pablo que generaron las cartas concretas, posible descripción de los adversarios de Pablo de modo que al entender su pensamiento se comprenda a su vez, la argumentación paulina…; el rechazar cartas de los discípulos (2 Tesalonicenses; Colosenses; Efesios; 1 2 Timoteo; Tito; Hebreos) como fuente de información directa, etc., me parece también correcto y también normal hoy. De igual modo el acostumbrado contraste entre la información de Hechos de los apóstoles y las cartas, se hace también: nada que objetar, sino alabar. · Por otro lado, no estoy nada convencido del tratamiento de Heyer a la hora de contrastar la información cruzada de Hechos-Pablo en materias como - Formación “teológico-rabínica de Pablo a los pies de Gamaliel”; - Descripción de la persecución de los “helenistas” (Hch 6-7) y participación en el asesinato de Esteban - Fecha de celebración y contenido (¿publicó la iglesia jerusalemita un decreto?) del llamado Concilio de Jerusalén, que Heyer sitúa después de la disputa entre él y Pedro en Antioquía (Gál 2), porque me parece poco crítica y ponderada. Heyer hace demasiado caso al autor de los Hechos, sin discutir de verdad, aunque lo diga, pero no lo hace, los puntos de vista muy idealista del autor de los Hechos, que cambian la realidad. Pienso que hay problemas fundamentales como el de la formación farisea de Pablo en Jerusalén ya como casi un adulto o el Concilio de Jerusalén, que no están en el libro que comentamos bien tratados desde el punto de vista histórico-crítico. En todos estos puntos me parece mucho más acertada la posición de Senén Vidal que hemos ya analizado y comentado en este blog. Pero seguiremos haciendo un resumen de su obra, aunque esta vez, como ahora mismo señalando las críticas, sin esperar al final, sino como voy presentando las ideas. Espero que queda claro qué es resumen, y qué es valoración. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Martes, 13 de Julio 2010
Comentarios
Notas
Hoy escribe Gonzalo del Cerro
La polimorfía del Señor Una mención ocasional de la que será heroína de estos Hechos, Drusiana, da ocasión para el desarrollo variado de la idea de la polimorfía del Señor (c. 87,1). Todo parte del hecho de la grandeza y multiplicidad de Dios. Ser omnipotente, lo es todo y todo lo posee. Después de una de las lagunas en el texto de estos Hechos, la narración continúa mencionando la perplejidad de “los presentes” ante la afirmación de Drusiana, a la que el Señor se le había aparecido en la tumba como Juan y como un jovencito (neanískos). Juan se sintió obligado a hacer la exégesis de las palabras de Drusiana. Recurrió en consecuencia a supuestas experiencias de su vida. Recordaba que cuando Jesús hubo elegido a Pedro y a Andrés, llamó también a Santiago y a su hermano Juan. Santiago había visto al Señor como a un muchacho (paidíon); Juan lo había visto como un “varón de buena presencia” (ándra éumorphon). Más delante, el Señor se apareció a Juan como un hombre casi calvo, pero con la barba larga y espesa; por el contrario, a Santiago se le mostró como un jovencito barbilampiño. Cuenta Juan que a veces se le apareció como un hombre pequeño y feo, que siempre tenía los ojos abiertos. Tuvo también la experiencia de apoyar su cabeza sobre el pecho del Señor, y unas veces lo sentía llano y blando, y otras duro como las piedras. Todos estos detalles tenían sumido a Juan en un estado de perplejidad. En el mismo contexto del tema de la polimorfía, cuenta Juan el suceso bíblico de la transfiguración. El Señor llevó a un monte alto a Pedro, Santiago y Juan. Vieron allí una luz que no es posible comprender ni explicar a ninguna mente humana. Autores, como Bonnet y Schimmelpfeng, suponen aquí una laguna, en la que debían darse detalles del suceso narrado en los Sinópticos. Sigue en el texto del Apócrifo el relato de otra transfiguración, de la que fueron testigos los tres discípulos predilectos de Jesús conducidos por él a una montaña. Como Juan se sentía especialmente amado por el Señor, se acercó hasta él con todo sigilo. Se dio cuenta de que “no llevaba ropa, sino que se había despojado de todos los vestidos con los que lo habían visto” (c. 90,2). Juan afirma que no era un ser humano, que sus pies eran más blancos que la nieve, que el suelo resplandecía debajo de ellos y que con su cabeza se apoyaba en el cielo. Gritó presa del terror, pero Jesús se volvió apareciendo entonces como un hombre pequeño. Jesús lo tomó por el mentón, lo atrajo hacía sí y le dijo: “Juan, no seas incrédulo, sino fiel (Jn 20,27) ni seas entrometido”. Juan sintió un fuerte dolor en el lugar del mentón por donde lo había cogido, dolor que le duró más de treinta días. Pedro y Santiago se sentían enojados mientras Juan hablaba con el Señor. Cuando volvió hasta ellos, le preguntaron quién era el anciano, que hablaba con el Señor en la cumbre. Juan acabó comprendiendo el misterio que intenta describir diciendo: “Caí entonces en la cuenta de su abundante gracia, de su unidad polimorfa y de su sabiduría que continuamente nos contempla”. La idea de la polimorfía del Señor aparece también en los HchPe 21,5-6 en el episodio de las viudas ciegas, que habían visto unas a un anciano, otras a un joven y otras a un niño cuando recibieron la luz que les devolvió la vista. Pedro dio una explicación del fenómeno diciendo: “Dios es mayor que nuestros pensamientos, según hemos podido aprender de estas ancianas viudas, que han visto al Señor de formas diversas”. Dentro del contexto de la polimorfía cuenta Juan una nueva experiencia que tuvo en Genesaret. Mientras los demás discípulos dormían, él observaba lo que hacía Jesús, que entonces se dirigió a él diciendo: “Juan, duerme”. Fingió Juan que dormía cuando vio que bajaba otro semejante a Jesús, que le recordaba que sus elegidos no acababan de creer en él. Cuenta igualmente que en una ocasión en que quiso tocar a Jesús, encontró sorprendido que tenía “un cuerpo material y sólido”, mientras que en otros casos su ser parecía sin sustancia, incorpóreo y como inexistente (c. 93,1). Recordamos que el Concilio II de Nicea contiene tres citas de los HchJn. La primera es la del retrato de Juan de los cc. 27-28a. La segunda se refiere el tema del docetismo (cc. 93,1-95,2a). La tercera, sobre la especial revelación del evangelio a Juan, va desde 97,1 hasta 98,2. Refiere Juan en su largo discurso que cuando Jesús era invitado por los fariseos, cada uno de los invitados recibía un pan, pero que Jesús repartía el suyo entre los discípulos. Con ello subraya lo que afirmaba en 90,2 cuando decía que “no era de ningún modo un hombre”, por lo que no necesitaba comer. Sigue a continuación el fragmento etiquetado por los críticos como “Revelación del verdadero evangelio”, que contiene el famoso Himno de la Danza”, que Jesús bailó en coro con sus discípulos antes de salir camino de Getsemaní. El autor refiere las circunstancias de la danza diciendo que Jesús animó a los suyos para que cantaran un himno: “Nos ordenó formar un círculo, y que nos cogiéramos unos a otros de la mano” (c. 94,1). El himno comienza y termina con una doxología: “Gloria a ti, Padre”. Se desarrolla, como es natural, de forma rítmica con las repeticiones habituales en himnos rituales: Gloria, yo deseo, tengo, soy. Entre los dedicatarios de esa ¡Gloria! figuran el Padre, el Verbo, la gracia y el Espíritu; entre las cosas que desea, considero interesantes la salvación, la liberación y el baño (del bautismo); entre lo que tiene y no tiene, menciona lugar y templo; entre lo que es, enumera lámpara, puerta y camino. Cuando en una segunda parte cambia el ritmo del himno, aparecen numerosos términos del campo semántico del conocimiento: aprender, comprender, saber, conocer, entender. El himno es, como todos los comentaristas reconocen, ajeno a la mano y a la mentalidad del autor original de los Hechos, y responde a la terminología y a la doctrina de la gnosis. Con los danzantes salmodia la Ogdóada única, y danza el número Doce (c. 95,2). Puede verse la excelente exégesis de M. Brioso “Sobre el Tanzhymnus de Acta Joannis 94-96”: Emerita 40 (1972) 31-45; igualmente nuestras notas en A. Piñero & G. Del Cerro, Hechos Apócrifos de los Apóstoles, Madrid, 2004, vol. I 343-355. Tras la danza, “salió el Señor”, mientras que los discípulos se dispersaron. Juan, por su parte, cuenta de su huida al Monte de los Olivos, donde tuvo un encuentro con el Señor que le habló de las circunstancias de la crucifixión, como de sucesos aparentes más que reales. Después de una exégesis de la pasión a la luz de la cruz luminosa y la consiguiente revelación esotérica, Juan concluye diciendo que “guardaba en sí mismo solamente la idea de que el Señor había hecho todo simbólicamente y según su plan en orden a la conversión y salvación del hombre” (c. 102,1). De una forma fuera de contexto, termina Juan su alocución aludiendo nuevamente a Drusiana y a su esposo, el general Andrónico, el conocido jefe de Éfeso, tan hostil antes a Juan, pero ahora en actitud de amistad íntima con el apóstol. Es evidente que en este lugar del Apócrifo había una laguna en la que se narraban sucesos, cuyos resultados aparecen ahora sin contextualizar. Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 12 de Julio 2010
NotasHoy escribe Antonio Piñero Concluimos esta miniserie con algunas apostillas a la obra de G. Vermes, La resurrección (“Ares y Mares” 2008). En conjunto estoy de acuerdo con la argumentación de Geza Vermes en sus líneas generales. Sigo pensando que los judíos, expertos en cristianismo y que a la vez conocen desde pequeños todo el corpus, inmenso, de literatura rabínica o prerrabínica: apócrifos del Antiguo Testamento, Qumrán, targumim, midrahism, Misná más aledaños (Tosefta, Sifra, Sifre), junto con los dos Talmudes, tienen una inmensa ventaja sobre los cristianos, no formados convenientemente en ese inmenso corpus (como mínimo varios centenares de veces más amplio que el Nuevo Testamento) desde pequeñitos. Esas lecturas, y su conocimiento a fondo del siglo I, hacen que tengan los eruditos judíos un “ojo” especial para interpretar el Nuevo Testamento, al fin y al cabo un producto netamente judío de la primera centuria, incluido Lucas (fuera o no converso… ni importa para el argumento). Quizá E. P. Sanders es el único entre los cristianos que puede igualarse a ellos hasta cierto punto en conocimiento, aparte del famoso Billerbeck (y su poco ético socio Strack, que sólo corrigió la obra y se puso el primero en el título), quien hizo un comentario al Nuevo Testamento en seis volúmenes aportando todos los textos paralelos del Talmud y de los midrasim . Por ello, por ejemplo, jamás pueden despreciarse sus interpretaciones por aventuradas y demasiado judías, sino que hay que estudiarlas y estudiarlas de nuevo. De ese modo, deben tenerse siempre en cuenta las interpretaciones de Jesús y del Nuevo Testamento de ilustres investigadores judíos como Klausner, D. Flusser, Ben Chorim, Hyam Maccoby, Paul Winter y tantos otros que me dejo en el tintero (el mismísimo Rudolf Schnackenburg publicó un extenso artículo acerca de la investigación judía sobre Jesús en el siglo XX). Y este es el caso del presente libro: Vermes es uno de esos estudiosos judíos a tener muy en cuenta. Sin embargo, tengo un “pero” fundamental respecto a él en esta obra: es un libro demasiado rápido y tajante. Con frecuencia, por el deseo de hacer un volumen popular, concentrado y breve, omite el análisis de textos claves, o indirectamente claves esparcidos por los evangelios, y emite juicios demasiado tajantes con pocas líneas de análisis. Así, por ejemplo, Vermes no discute el importante pasaje de “No beberé de nuevo del fruto de la vid hasta que se cumpla en el reino de Dios” (Lc 22,16, sin paralelos). Es éste un dicho probablemente auténtico -por el criterio de semejanza con otros dichos de Jesús que parecen indudablemente auténticos- y que encaja muy bien en la escatología del Nazareno. Pues bien, este dicho supone, previamente a 1 Tesalonicenses 4,13ss (que Vermes señala como inicio en el cristianismo de una conciencia plena de la resurrección de los cristianos muertos antes de la venida esperada del reino de Dios), que Jesús preveía su muerte y que participaba de una creencia, muy posiblemente común, no sólo en su grupo, de que los muertos fieles –él incluido- resucitarían antes de la venida del Reino, si se retrasase…, y resucitarían para participar en él corporalmente y gozar de sus bendiciones, tanto materiales como espirituales. Y esta noción, ciertamente popular –estimo- es la que soporta la creencia del milenio (es decir, en la tierra) en el Apocalipsis, el autor más judeocristiano del Nuevo Testamento. Y Vermes, al no tratar este pasaje clave de Lucas, se olvida también del pasaje de IV Esdras 7,26ss que menciona la realidad de que el mesías morirá al final del reino mesiánico en la tierra, y luego resucitará para participar en el Juicio y en el reino mesiánico definitivo, probablemente ultramundano. Aunque el paralelo de los textos (Lucas-IV Esdras) no sea totalmente exacto, sí apunta a la idea de que el concepto de mesías pudo albergar la idea de que había de morir antes de la instauración del reino de Dios y que, naturalmente había de resucitar… también corporalmente. También considero demasiado arriesgado por parte de Vermes el rebajar el nivel a casi a nada de la extensión de la idea de la resurrección entre el pueblo judío en tiempos, sólo porque lo albergaban únicamente los fariseos. Quizá Vermes minimiza (también con Sanders) el influjo de los fariseos entre el pueblo judío de la época. Igualmente Vermes se inclina a pensar que los esenios no defendían la resurrección corporal. Pero hemos indicado cinco textos claros (de 1QS, de 1QH y 4Q521: véase la postal II de esta semana) –entre otros muchos silencios y oscuridades…-, que creo que bastan para no eliminar tajantemente a los esenios de la defensa de esta creencia. En mi opinión, hay que contarlos entre los que creían en la resurrección de la carne y no sólo pensaban en la inmortalidad del alma. En otros casos también, los análisis me han parecido ultrarrápidos y carentes de la necesaria complejidad de matices. Son resueltos por Vermes de un “plumazo”, en dos frases o así, cuando se han escrito libros y libros sobre el tema que nos dejan entrever que la cuestión es más compleja. Igualmente veo que la prisa editorial lleva a Vermes a no ser tan preciso como debiera, como cuando habla que el “Nuevo Testamento relaciona a Juan Bautista con Elías resucitado (sic)” (p. 138). En verdad, en la tradición judía Elías no resucita porque no muere nunca. Es un caso, entro otros pocos como el de Henoc, de la noción luego tradicional (citamos 2 Reyes 2,1. 11) de una asunción al cielo sin muerte alguna. Elías no resucita, sino que como sigue vivo, bajará a la tierra a fungir el cargo de precursor del mesías, o bien –como en el caso de Eliseo, su discípulo, en el mismo capítulo de 2 Reyes- hará que una porción de su espíritu baje a la tierra por obra de Dios, y se introduzca en el cuerpo de otro hombre, Juan Bautista o Jesús mismo, por ejemplo. Pero aparte de imprecisiones, ciertas omisiones y prisas, el libro de Vermes es en extremo juicioso cuando juzga los textos neotestamentarios (la traductora del libro emplea el neologismo de “novotestamentarios” en múltiples ocasiones en vez del consagrado “neotestamentarios”) certeramente y deduce conclusiones tajantes y rápidas. Vermes se une a Reimarus, Strauss y Bruno Bauer cuando analiza concienzudamente los textos evangélicos y demás sobre la resurrección y apariciones y los considera confusos, mezcla de tradiciones inconciliables, y contradictorios. Si no fuera porque se trata del caso nuclear cristiano, la metodología histórica firmemente asentada hoy día consideraría –de un plumazo también y sin necesidad de pensar mucho, porque es evidente- que los testimonios aducidos en los textos del Nuevo Testamento sobre la resurrección de Jesús no prueban nada. Son iguales a otros juzgados muy duramente por los historiadores profesionales. Estos historiadores -cuando abordan otros casos similares de la historia antigua de tradiciones contrarias-, rechazan su historicidad como poco probables y espurios, porque tales textos son notablemente confusos, inconciliables y contradictorios. Creo que la solución a las cuestiones en torno a la resurrección apuntada por Vermes (experiencias místicas colectivas, reales, pero difíciles de explicar racionalmente), ciertamente no es original, pero es defendida por muchos investigadores. Considerar que la creencia en la resurrección física del cuerpo de Jesús es deudora de una mentalidad de la época que creía firmemente en toda clase de fenómenos espirituales (raptos del alma, viajes celestes, etc.) y que expresaba con el concepto de resurrección la sensación íntima de que el difunto, quien fuera, vivía entre el grupo de un modo real, pero espiritualmente, es muy razonable. Dijimos que Vermes, con muchos otros, considera las apariciones –sin entrar en más honduras- fenómenos realmente místicos, en este caso individuales y colectivos, como tantos otros en la historia de la mística. De hecho teólogos católicos como Torres Queiruga y R. Haight, y muchos otros más, caminan por estas vías, cuando destacan que, muy probablemente, las primeras ideas acerca de la resurrección de Jesús en sus primero seguidores no implicaban una resurrección del cuerpo de Jesús, sino una exaltación, elevación de su espíritu cabe el Padre de todos. Es decir, los primeros cristianos tenían una idea de la resurrección de Jesús más bien espiritual, no sensible. La “noticia” de la tumba vacía es una leyenda apologética cristiana que nace posteriormente, para defenderse de los judíos, quienes ante las afirmaciones por parte de los judeocristianos de que Jesús había “resucitado” y vivía espiritualmente entre ellos, comenzaron a propalar la idea de que el cadáver de Jesús había sido en realidad robado por sus propios discípulos (posible explicación del nacimiento fraudulento de la creencia, luego adoptada por Reimarus; en general hoy no se sostiene). Además, la idea de una resurrección con cuerpo “craso”, que aparece sólo en Lucas (Lc 24,30. 41) y en el Evangelio de Juan (cap. 21 sobre todo: Jesús como y bebe también) es muy tardía en el cristianismo, de finales del siglo I, y sirve sólo para fortalecer ante los increyentes la fe en la resurrección de Jesús. Antes, probablemente, de la aparición de los evangelios de Lucas y Juan (entre el 90-100 d.C.) no se había planteado así la resurrección entre los cristianos, como hemos sostenido. Y la diversidad de tradiciones sobre las apariciones se aclara posiblemente de un modo parecido al que he escrito en la Guía para entender el Nuevo Testamento (32008, pp. 228-229): "La disparidad e incluso contradicciones de los testimonios que nos hablan de la resurrección de Jesús (p. ) hace que muchos de los historiadores del cristianismo primitivo piensen que es imposible que la creencia en esta resurrección se generase en Jerusalén: un grupo cohesionado y pequeño no pudo dar lugar a tradiciones tan dispares y contradictorias. Pero este mismo argumento es válido para negar su nacimiento en cualquier otro lugar, Antioquía por ejemplo. A pesar de la disparidad de tradiciones textuales sobre este evento, no es imposible que tras un período de dudas se apoderara pronto del grupo apiñado en Jerusalén la idea de que el Maestro seguía vivo de algún modo: la vivencia era la misma en todos (la creencia en la resurrección), pero la expresión de esa vivencia (las tradiciones que hablan de ella) se realizó por personas diferentes y en lugares diferentes, allí donde se creía haber gozado de una aparición del Resucitado… en Emaús, en Jerusalén, más tarde en Galilea…." Esto “explica” más o menos que la vivencia de la resurrección fuera común a muchos, pero que se generaran tradiciones muy dispares: cada uno contaba su experiencia como le parecía. Ello dio origen a líneas diversas de tradiciones y leyendas complementarias; por ello los relatos de las apariciones son tan diferentes y contradictorios. Unos afirmaban que Jesús se había presentado ante sus discípulos como dotado de un cuerpo etéreo y casi transparente, que podía atravesar las paredes (Lc,24,36-37); otros que lo habían visto como un cuerpo real que podía comer (Jn 21,12) y ser palpado (Jn 20,17.25). Poco a poco a estos relatos de apariciones se unieron otras historias –también provenientes de diversas personas y por tanto diferentes— acerca de la tumba vacía de Jesús. Todo el conjunto se desarrolló durante decenios. En síntesis, pues, y a pesar de las prisas, libro interesante, complejo, superficial y denso a la vez, rico en ideas y sintético, de Geza Vermes sobre la resurrección. Digno de leerse. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Domingo, 11 de Julio 2010
NotasHoy escribe Antonio Piñero Seguimos con resumen y comentario al libro de G. Vermes sobre la Resurrección (Col. “Ares y Mares” de Editorial Crítica, Barcelona 2008). Respecto a los anuncios de Jesús acerca de su muerte y resurrección futura, repetidos seis veces en los Sinópticos (además de otras indicaciones breves como Mt 12,40: el Hijo del Hombre estará en seno de la tierra tres días y tres noches como Jonás en el vientre del monstruo marino) se extraña Vermes de que los evangelistas afirmen una y otra vez que los discípulos no comprendieran el anuncio de Jesús (Mc 9,10; 9,32; Lc 9,44 y 18,34) a pesar de tantísimas y claras predicciones. Algo falla aquí, sobre todo porque la última predicción directa de Jesús fue dos días antes de su crucifixión según Mateo: “Ya sabéis que dentro de dos días es la Pascua y el Hijo del Hombre va a ser entregado para ser crucificado (Mt 26,2)”. ¿Cómo pudieron olvidarla?. Afirma Vermes: “Más adelante nos enteramos de algo todavía más curioso. Las mujeres amigas de Jesús olvidaron incluso lo que parece ser la afirmación más trascendental de su Maestro hasta que dos ángeles con forma humana les refrescan la memoria” (p. 133). Finalmente, Vermes se detiene pausadamente en hacer un análisis de los relatos de la resurrección en los cuatro Evangelios canónicos y tabula los datos en una tabla amplia en una doble página, 176-177. El lector aprecia así claramente las diferencias y contradicciones entre los textos. En esa tabla distingue también el autor entre las noticias del final auténtico de Marcos -hasta el 16,8- y el añadido en el siglo II, 16,9-19, y la interpretación e importancia de la resurrección en los Hechos de los apóstoles, en las Epístolas paulinas y en los demás escritos del Nuevo Testamento. Aquí es notablemente duro nuestro autor con la fiabilidad de los textos evangélicos desde el punto de vista histórico y se sitúa en una posición muy crítica –con H. S. Reimarus- citando una frase de David Friedrich Strauss, el autor de la famosa “Vida de Jesús” (1835-6): “Rara vez un prodigio ha sido peor documentado y nunca ha resultado tan poco creíble” (Der alte und der neue Glaube (“La antigua y la nueva fe”), Editorial Hirzel, Leipzig, 1872, p. 72 (obra escrita dos años antes de su muerte). Sus críticas conciernen a las muchas dudas que suscitan las imprecisiones de los Evangelios (y de los Hechos, respecto a la ascensión en concreto), sobre la secuencia de los acontecimientos, la inseguridad de la identidad de los informantes y testigos, y la localización de las apariciones (pp. 147-175). Critica también Vermes la sustancia de los dos argumentos de la resurrección de Jesús, a saber la poca sustancia del hecho o del descubrimiento de la tumba vacía, y de las visiones y apariciones, pues siempre ocurrieron a testigos que no eran independientes, es decir, no se narra ninguna prueba de apariciones de Jesús a gentes que no pertenecieran a sus seguidores. Finalmente expone y critica Geza Vermes cinco teorías (escribe que son seis, pero en realidad no son más que cinco, pues una está duplicada) formuladas para explicar la resurrección de Jesús. En esta enumeración no cuenta, no considera –es decir, elimina a priori- dos puntos de vista que él cree extremos: “La fe ciega del creyente fundamentalista y el rechazo desmedido del escéptico inveterado. Los fundamentalistas no aceptan en realidad la historia tal como está escrita en el Nuevo Testamento, sino como ha sido modificada, transmitida e interpretada por la tradición eclesiástica. Éstos liman asperezas y se abstiene de hacer preguntas inoportunas. Los no creyentes, por su parte, tratan toda la historia de la resurrección como un producto de la imaginación cristiana primitiva. La mayoría de los investigadores con algunas nociones (sic) de historia de las religiones se situará entre estos dos extremos” (pp. 223-224). Las cinco teorías expuestas, analizadas y criticadas son: 1. Alguien que no tenía relación con Jesús se llevó el cuerpo de Jesús a otra tumba más apropiada 2. El cuerpo de Jesús fue robado por sus discípulos 3. El sepulcro hallado vacío no era la tumba de Jesús 4. Enterrado aún vivo, en estado cataléptico, Jesús abandona la tumba. Luego (5ª teoría) abandona Israel y se dirigió al Oriente en busca de las tribus perdidas y murió en Cachemira 5 (6). La resurrección fue espiritual y no corporal. Vermes considera que ninguna de ellas es válida para explicar en realidad qué ocurrió exactamente en el seno del grupo de seguidores de Jesús. Sin embargo, debe constatarse que llegaron a creer tan firmemente en la realidad de la resurrección, que es evidente que sin esta firme creencia no se explica de ningún modo el origen del cristianismo. Sin decirlo expresamente con palabras absolutamente claras, Vermes opina que desde “un punto de vista existencial, histórico y psicológico” (p. 237), la resurrección de Jesús fue una experiencia psicológica colectiva como la de los místicos de todos los tiempos (p. 233), y que la “Misteriosa e interna mano amiga que había dado fuerza a sus discípulos para seguir adelante con su tarea (proclamar el mensaje de Jesús) era la (verdadera) prueba de que él había resucitado de entre los muertos” (p. 238). Vermes suscribe el famoso párrafo final del libro de Paul Winter, El proceso de Jesús (original de 1974; edic. castellana, Muchnik, Barcelona): “Dictaron la sentencia; se lo llevaron. Crucificado, muerto y sepultado, resucitó pese a todo en los corazones de los discípulos que lo habían amado y lo sentían cercano. Juzgado por el mundo, condenado por la autoridad, sepultado por las iglesias que proclaman su nombre, resucitado de nuevo, hoy y mañana en los corazones de los hombres que lo aman y lo sienten cercano (p. 284 de Winter). La convicción de la presencia espiritual de Jesús viviente explica el resurgimiento del movimiento de Jesús después de la crucifixión: “Sin embargo, fue la destreza doctrinal y organizativa de Pablo la que permitió que el naciente cristianismo se erigiera en una poderosa religión mundial centrada en la resurrección” (p. 239) El próximo día haremos algunas apostillas a esta obra de G. Vermes. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Sábado, 10 de Julio 2010
Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Como decíamos en la nota de ayer, Vermes sostiene que el peso, en número de personas, de los que creían en la “resurrección de la carne” era escaso en el Israel del siglo I. En efecto, afirma, si tenemos en consideración que a los saduceos, negadores de la resurrección, hay que añadirle la mayoría de los sacerdotes de Jerusalén; si se duda de que los esenios abrazaron todos la creencia en la resurrección (véase la nota anterior); si se piensa que sólo los fariseos sostenían esta doctrina con toda seguridad, pero que eran poco más de seis o siete mil en toda Judea, y que había muy pocos en Galilea; si se piensa también que los judíos de la Diáspora sólo aceptaban la inmortalidad del alma –al modo griego- y no la resurrección del cuerpo, se llega claramente a la conclusión de que no eran muchos en Israel (que contaba en el siglo I con unas 600.000 personas) los que creían en la resurrección de la carne en tiempos de Jesús. Los testimonios de la arqueología (inscripciones en tumbas claramente judías) muestra un panorama similar. Normalmente para el siglo I aparece dibujada la menorá, candelabro judío de siete brazos del Templo) en los monumentos sepulcrales, o una rama de palmera o una cidra (fruto del cidro, árbol semejante al limón, pero cuyo fruto es muchas veces más grande y esférico), tenemos que confesar que tales representaciones suelen significar una creencia en la vida futura = inmortalidad del alma espiritual, pero no necesariamente en la resurrección de la carne; bastaba con esa idea de la inmortalidad del alma. Igualmente las palabras de despedida escritas en las tumbas (epígrafes o inscripciones sepulcrales) en catacumbas judías, en el cementerio de Beth Shearim y en otros lugares, pocas veces afirman claramente la resurrección de la carne, y se contentan también con expresar la inmortalidad (del alma) o un sentimiento aún muy judío de que con la vida aquí abajo se acaba todo. Además, en los textos rabínicos (Misná y similares) sólo parece claramente la creencia en la resurrección como bien común de la religión judía desde el siglo III d.C., cuando los sucesores de los fariseos y de los escribas dominaban ya completamente el pensamiento religioso judío. Total que –según Vermes- extraña un poco el que Jesús creyese tan firmemente en la resurrección de la carne y que los cristianos hicieran de la resurrección de Jesús uno de los centros de sus creencias. En esto eran especialmente de tendencia farisea. En su libro, Vermes estudia además la conexión de la idea de la resurrección con la de “vida eterna”, tanto en Jesús como en el pensamiento propio de los evangelistas (pasajes redaccionales), distinguiendo claramente lo que le parece más histórico -lo transmitido por los Evangelios Sinópticos acerca de Jesús- de la teología del evangelista “Juan”, que escribe a finales del siglo I y expresa más su teología que el pensamiento o las palabras de Jesús. Constata Vermes que tratamientos explícitos y expresos de la resurrección según el pensamiento seguro de Jesús (es decir, diferenciándolo de las predicciones de su propia resurrección, que son dudosas históricamente pro ser demasiado concordantes con lo que luego ocurrió) sólo hay dos textos. Uno muy general: Lc 14, 13-14: “13 Antes bien, cuando ofrezcas un banquete, llama a pobres, mancos, cojos, ciegos, 14 y serás bienaventurado, ya que ellos no tienen para recompensarte; pues tú serás recompensado en la resurrección de los justos”; y la disputa con los saduceos en Mc 12,18-25 (y su copia por Mt y Lc: La mujer que muere después de haber tenido siete maridos…). Vermes opina que este último pasaje no es auténticamente histórico, pues refleja un ambiente ficticio, más bien propio de las disputas de la iglesia primitiva judeocristiana con los saduceos, pero que la idea en sí de la resurrección encaja bien con lo que podría haber pensado Jesús. De todos modos, si se lee la versión de Lucas sobre todo, 20,27-36, se observará que Jesús insiste en que los que resuciten, los “hijos de la resurrección”, no se casarán, ni serán dados en matrimonio; serán como ángeles. Por tanto, concluye Vermes, en estricto sentido, cuando Jesús habla de la “resurrección”, no tiene estrictamente en cuenta el cuerpo; los hijos de la resurrección habrían de tener una realidad angélica, no corpórea. Al menos de este texto, pues, no se puede deducir que Jesús creyera en algo más que la inmortalidad del alma. El único texto que habla con toda claridad de la realidad de la resurrección universal, con cuerpo, y de premios y castigos, es la descripción del Juicio final según Mateo, 25,31-46 (ovejas y cabritos; unos van al cielo, otros, al infierno). Pero este texto no es atribuible al Jesús histórico, sino que refleja la creencia postpascual de un “Jesús como Hijo del Hombre celeste”, casi Dios, que juzga como lugarteniente de éste. Esta idea no pudo albergarla para sí mismo el Jesús histórico. Aquí –en este momento del razonamiento que trato de resumir-añadiría yo: los evangelios sinópticos hablan por lo menos seis veces del infierno eterno. Normalmente habría que pensar que las llamas y el crujir de dientes hacen clara alusión a sufrimientos corpóreos; por tanto, Jesús pensaba en la resurrección de la carne. Sin embargo, hay que decir que esta deducción no es segura, ni mucho menos. En efecto, si se leen los textos grecorromanos, de época anterior al cristianismo, o más o menos coetáneos), textos que son sin duda influyentes en las creencias judías y cristianas –el texto más “cristiano” sobre el infierno se halla en el Canto VI de la Eneida, ¡escrita por Virgilio unos cincuenta años antes de la vida pública de Jesús! (el poeta latino muere en el 19 a.C.)- se observará que aunque los autores hablan de penas corporales, no piensan en verdad en un cuerpo resucitado, sin sólo en el alma, pero en un alma que tiene “facultadas” para padecer, con penas que sólo pueden expresarse poéticamente como castigos corporales, pero que son en realidad espirituales. Pues lo mismo pudo pasar con el infierno de Jesús: castigos “corporales” para sólo el alma. Respecto al concepto de la resurrección según el Jesús del Evangelio de Juan, Vermes acepta –no puede menos- que ese Jesús del IV Evangelio promete la resurrección de la carne, indudablemente (Jn 6,38-40.44.54; 11,25: “Yo soy la resurrección y la vida”); 5,26-29 (quizás del redactor final; no del autor). Pero luego se espanta y se horroriza Vermes, como buen judío, de la fundamentación para esa resurrección prometida por el Jesús johánico: “comer su cuerpo y su sangre” aunque sea simbólicamente (Jn 6,35. 51 especialmente). Pero tal idea no puede atribuirse al Jesús histórico. Escribe Vermes: “Difícilmente puede atribuirse esta alegoría canibalística a Jesús cuando hablaba a su público de Galilea. Si hubiera escuchado estas palabras, la mayoría de los judíos de Palestina del siglo I habrían sentido náuseas” (p. 115). Recuerden, por favor, los lectores mi argumentación acerca de la eucaristía y su sentido, sentido recibido por Pablo –dice él en 1 Cor 11,23-16- por revelación directa de Jesús: es absolutamente imposible que el Jesús histórico y los judeocristianos de Jerusalén hubiesen interpretado así la Última Cena y la “fracción del pan”, como transmite Marcos también y sus sucesores Mateo y Lucas. Lo creo sinceramente imposible. Esa interpretación simbólico-realista de comer carne y beber sangre –humanas- es sólo propia y posible de comunidades paulinas, compuestas de gentiles sobre todo, y con una mentalidad de unión mística con la divinidad o semidivinidad (Jesús) de carácter propio de las religiones de misterios, imposible de postular en el judeocristianismo primitivo, en el transmitido por los primero capítulos de Hechos y los evangelios (sus restos) judeocristianos. Respecto a la noción de “vida eterna” -argumenta Vermes con los textos en la mano- que en la inmensa mayoría de los casos en el Jesús de los Evangelios sinópticos, “vida eterna” es equivalente a “entrar en el reino de Dios y vivir en él la vida”. Le resulta evidente a nuestro autor que “Jesús parecía menos interesado en los detalles de la vida futura que en los requisitos generales que permiten la entrada en reino de Dios” (p. 119). Incluso –como hemos indicado antes al hablar de los castigos del infierno- el pasaje de Mt 25,31-46 la vida eterna prometida a los justos por el Jesús mateano puede entenderse como inmortalidad del alma, no como resurrección. El Evangelio de Juan habla unas 25 veces de la vida eterna y para él este concepto significa ciertamente la “remuneración última de la fe en Jesús, Hijo de Dios” (p. 210). Pero ya hemos dicho que todo ello es teología del Evangelista, no de Jesús. Seguiremos con estas interesantes discusiones y argumentos. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Viernes, 9 de Julio 2010
NotasHoy escribe Fernando Bermejo Hoy comienzo a comentar brevemente un libro reciente de Karen Armstrong, En defensa de Dios. El sentido de la religión, Paidós, Barcelona, 2009 (he Case for God. What Religion Really Means<, Random House, London, 2009). El propósito de este libro de la prolífica ex-monja católica y sedicente “monoteísta freelance” es ambicioso, como muestra ya la combinación de título y subtítulo. Lejos de ser un tratado a favor de la existencia de Dios –que la autora, creyente, presupone– pretende constituir una respuesta a las críticas a la religión formulada por los “nuevos ateos” (y, de paso, a los fundamentalistas religiosos de toda índole). Los traductores Agustín López y María Tabuyo han hecho, como de costumbre, un buen trabajo. Pocos lapsus son detectables –la mención del s. XVII en lugar del VII (p. 62), la versión de una cifra errónea de musulmanes (“mil millones trescientos mil” en lugar de “mil trescientos millones”: p. 333) o la del adjetivo “superhuman” por el substantivo “superhombre” (p. 337)–, pero debe tenerse en cuenta que hay diversos errores ya en el texto original, varios de los cuales han sido subsanados en la versión castellana. Nos hallamos ante un libro de tesis: la religión en su forma tradicional –en diferentes culturas, ya desde las cavernas de Lascaux- habría estado caracterizada por una intuición que se ha perdido y debería ser recuperada: el único modo de acceder al Dios trascendente e irreductible a los esfuerzos humanos por aprehenderlo (“El Dios desconocido” se titula la primera parte del libro) es mediante una forma de vida que consiste en el cultivo de una praxis exigente y disciplinada y permite un modo diferente de consciencia, una forma especialmente sutil y profunda de experimentar la realidad. Según Armstrong, en algún momento de la modernidad (“el Dios moderno” es el título de la segunda parte) se habría producido una perversión de esa concepción: la conversión de la religión en un asunto de creencia, de tal modo que el asentimiento a ciertos dogmas, y no la praxis, determinaría el valor de la adhesión. En esta concepción –juzgada como reduccionista y errónea- de la religión como un conjunto de postulados sobre la naturaleza de Dios, el mundo y el ser humano coincidirían tanto los creyentes como los ateos modernos. Lo dicho permite entrever ya que el libro no es una obra de historia o filosofía, sino de teología: está destinado a rescatar la idea de Dios tanto de sus "denigradores" como de los más ardientes –en ocasiones, literalmente- fundamentalistas, de tal modo que sustrae la religión a toda posible crítica. La autora sugiere además que el ateísmo es algo llamado a ser superado (pp. 349ss y passim). Todo esto, con los arbitrarios juicios de valor que comporta, resulta sospechoso en alguien que no se presenta como teóloga, sino como historiadora de las religiones. En realidad, Armstrong no tiene talante de historiadora, aunque sí lo tiene, como veremos, de teóloga. Continuará. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Jueves, 8 de Julio 2010
Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Seguimos con el comentario al libro de Geza Vermes, La resurrección, de 2008. La noción de la inmortalidad del alma –muy probablemente, casi seguro, por influjo directo de la religiosidad y filosofía helénicas en tierras israelitas, a partir de la época tras la muerte de Alejandro Magno, 323 a.C.- aparece tardíamente en escritos del Antiguo Testamento. Sólo de modo esporádico, y durante y después del Exilio de Babilonia siglo VI a.C.) se inician tímidamente algunos tanteos. En realidad lo que aparece primero en la Biblia hebrea es la necesidad de una cierta vida de ultratumba de modo que la justicia divina equilibre las injusticias de la vida en la tierra. No se habla estrictamente de inmortalidad del alma ni mucho menos de resurrección de los cuerpos. Vermes cita en apoyo los textos clásicos Sal 73,23-24.26; Is 26,13-14. La estricta noción de la “resurrección de la carne” no se hace clara en el pensamiento judío hasta los años de la revolución macabea, hacia el 165 a.C., época de composición del Libro de Daniel: 12,2: “Muchos de los que duermen en el polvo se despertarán…”. La idea clásica, nuestra, de hoy día también, de resurrección, debe distinguirse de la “resucitación” (denominada también “resurrección”) de algunos fallecidos, que gracias a un intermediario divino vuelven de nuevo a esta vida y siguen en ella su transcurso normal hasta que vuelven a morir definitivamente. Este hecho aparece en historias muy antiguas del Antiguo Testamento de los profetas Elías y Eliseo, quienes devuelven a la vida a dos niños, el hijo de la viuda de Sarepta y el de la sunamita (Elías: 1 Reyes 17,17-22; Eliseo: 2 Reyes 4,18-37). Resucitar a un difunto podía considerarse como la culminación de una sanación milagrosa. Casos de Jesús: resucitación de la hija de Jairo (Mc 5,22) del hijo de la viuda de Naín (Lc 7,11ss) y de Lázaro (Jn 11,) Por el contrario, la resurrección propiamente, judía y cristiana, de la que trata el libro de G. Vermes e interesa al cristiano de hoy se refiere o bien al caso único de Jesús o bien a la “resurrección general de todos los difuntos, el último” día. Es decir, se trata de un evento del final de los tiempos, escatológico. También aquí pueden distinguirse dos casos, según las concepciones que aparecen en los textos: la resurrección de algunos difuntos para participar del reino de Dios en la tierra, en su primera fase; o bien la resurrección universal (no en todos los autores del Nuevo Testamento; en algunos, Lucas, por ejemplo, y en algún caso presentan la idea de la resurrección de solo los justos) para participar en el mundo de ultratumba, paraíso o cielo, o eventualmente para ser lanzados a los infiernos (tampoco en todos los autores del Nuevo Testamento). La creencia en la resurrección (de Jesús) tuvo su preparación en el tiempo, en ambientes religiosos tanto populares como cultos judíos, como se muestra por las historias del Antiguo Testamento que hablan de “traslaciones al cielo” -sin morir propiamente- de algunos, pocos, ilustres personajes. Así, el caso de Henoc (Gn 5,24 con prolongaciones en los midrasim y targumim judíos y en textos de Qumrán, en los apócrifos del Antiguo Testamento como el “Libro de las parábolas de Henoc” y en 2 y 3 Henoc eslavo y hebreo). Es también el caso de Melquisedec (deducido de Gen 14 y del Salmo 110), Moisés (excepción: ciertamente muere y resucita y es trasladado al cielo = apócrifo: “Asunción de Moisés”; y de Elías (2 Reyes 2,11 + Malaquías 3,24). Igualmente se prepara el terreno ideológico para la creencia en la resurrección de Jesús en ambientes judeocristianos la idea judía de que los mártires (judíos) que mueren por ser fieles a la Ley recibirán de Dios el premio de la resurrección (inicios muy oscuros en Oseas 6, 1-2; más claramente en el texto tardío [¿siglo IV a.C.] de Isaías 26, 19, y muy claro en Dn 12,2, como vimos; también en Salmos de Salomón 3,9.12: 2 Baruc (siríaco) 30,1. Para la época de Jesús tenemos textos judíos -más o menos contemporáneos- que nos dan también la idea de que las gentes estaban más o menos preparadas para aceptar con gozo la idea de la resurrección de los cuerpos. Desde luego, hay excepciones, como la de Filón de Alejandría (que muere hacia el 50 d.C.), de espíritu tan griego, que no presenta nunca en sus escritos la idea de la resurrección, aunque sí firmemente la de la inmortalidad del alma; pero su semicontemporáneo Flavio Josefo la afirma claramente. Josefo se contrapone con cierto desprecio a los saduceos y afirma que él como fariseo creía en la “resurrección de la carne” (Antigüedades XVIII 16, y Guerra II 165). La posición de los esenios, incluidos los del Mar Muerto = Qumrán, parece difícil de dilucidar, porque Josefo dice expresamente de ellos que no creían en la resurrección de los cuerpo (Guerra II 154-157), mientras que Hipólito de Roma, a comienzos del siglo III, afirma taxativamente en su Refutación de las herejías IX 27, que sí creían. Desde luego entre los manuscritos de Qumrán hay al menos tres textos más o menos claros que la afirman. Dos en la Regla de la Comunidad (1QS IV 7-8; XI 5-9); otros dos de los salmos o himnos atribuidos al Maestro Justo o “Maestro de Justicia” (1QH XIV 34-35; XIX 12) y sobre todo el famoso texto de 4Q521, del que transcribo lo principal: “Curará Dios a los heridos, revivificará a los muertos y traerá la buena nueva a los pobres” = ¡previo a Jesús! (Fragmento 2, 2, lín. 12). La posición de los fariseos es la más clara de todas. Los Hechos de los apóstoles (Pablo como fariseo, 23,6), F. Josefo (Guerra II 163; Antigüedades XVIII 14; Contra Apión II 217-218), etc. Sin embargo, Geza Vermes pone en duda –en contra de lo que se afirma corrientemente- que la creencia en la resurrección fuera usual y común en el Israel de los años de Jesús, es decir, que la idea de Jesús de la resurrección no era tan corriente, como se sigue pensando, en el siglo I. Lo veremos en la nota siguiente. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Miércoles, 7 de Julio 2010
NotasHoy escribe Antonio Piñero Es archisabido que la resurrección de Jesús es la piedra angular de la fe que fundamenta el cristianismo. Sin embargo, la cuestión de “¿En qué pruebas se basa uno de los fenómenos más milagrosos de las religiones actuales?” suscita interminables debates. Por ello me ha interesado la respuesta de Geza Vermes, el famoso autor judío que con sus libros fundamentales sobre Jesús (tres sobre todo), sobre su judaísmo y su religión, ha dejado una impronta notable en la investigación de hoy: la caracterización de Jesús de Geza Vermes como un rabino galileo, carismático, sanador, experto en la Ley, muy religioso, muy judío, al estilo de otras figuras galileas de época similar, como Haniná ben Dosa y Honí el trazador de círculos ha tenido un fuerte impacto en la investigación. El libro que comentamos esta semana trata precisamente sobre la resurrección dentro de una miniserie de obras pequeñas que abordan el nacimiento, la pasión y la resurrección de Jesús: Geza Vermes, La resurrección (de la Serie, o marca editorial “Ares y Mares” de Editorial Crítica), Barcelona, 2008, 261 pp. ISBN: 978-84-8432-982-4. Es éste un libro muy breve, de caja pequeña, escrito con claridad (a veces un poco oscurecida por la traducción castellana), apenas sin notas, al estilo de otros libros del autor. En ellos pretende hacer la presentación de un problema religioso que afecta a Jesús y a los orígenes cristianos, y su aclaración por medio del análisis de textos del entorno, grecorromano y judío especialmente que hablan de la misma cuestión y que aclaran los antecedentes ideológicos, junto con exposición y análisis de los textos principales de Jesús o del cristianismo primitivo y la obtención de claras y contundentes conclusiones (muchas de ellas sorprendentes, ya que en el cristianismo y judaísmo antiguos, como en otras disciplinas históricas de la Antigüedad, casi nada es como parece). La estructura general del libro es, pues, simple: I Exposición de las concepciones judías sobre el más allá en tiempos anteriores a Jesús: las concepciones bíblicas de la inmortalidad; cuándo aparece la idea de la resurrección en el Antiguo Testamento; qué relación tiene ésta con la simple inmortalidad del alma; martirio y sus relaciones con el tema de la resurrección en el judaísmo del Segundo Templo, para finalizar con las actitudes judías ante el más allá y en concreto la resurrección explícita de los cuerpos tal como la entendían las gentes en tiempos de Jesús. II La resurrección y la vida eterna en el Nuevo Testamento: enseñanzas del Jesús histórico al respecto; relatos de resurrección de personas distintas a Jesús; valoración de las diversas narraciones acerca de la resurrección (y la ascensión) en los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles, en Pablo de Tarso y en el resto de los escritos del Nuevo Testamento, y finalmente el significado profundo del concepto de la resurrección en el conjunto del Nuevo Testamento. Como ven, el tema es amplio, pero G. Vermes lo trata a pinceladas, escogiendo los textos principales con precisos y sintéticos comentarios, dejando al lado cuestiones accesorias. Basta comparar el escaso número de páginas de la obra que comentamos con el monumental volumen de N. T. Wright, obispo de Durham, The Resurrection of the Son of God (“La resurrección del Hijo de Dios”), SPCK, Londres 2003, que tiene más de 800 densas páginas en su original inglés. Por cierto, si no me equivoco, este libro ha sido traducido al español por la Editorial Verbo Divino. Vermes parte del supuesto de que Jesús existió, y ofrece un argumento similar a uno de los que he esgrimido en el libro ¿Existió Jesús realmente? El Jesús de la historia a debate, de Editorial Raíces, Madrid, 2009: las dificultades que plantea el hecho de negar existencia de Jesús exceden con mucho, desde el punto de vista de los métodos históricos, las que suscita el hecho de aceptarla. G. Vermes opina también que la fecha probable de la muerte (fallecimiento real; rechaza totalmente interpretaciones fabulosas modernas de supervivencia tras la crucifixión) de Jesús fue el viernes 7 de abril del 30 d.C. = 14 del mes judío nisán (a punto, pues, de comenzar el sábado hacia las 18 horas de ese día, pero para nosotros aún viernes hasta las doce de la noche), un sábado que coincidía además con la Pascua de ese año: 15 de nisán. Esta es –como es sabido- la cronología del Evangelio de Juan, según la cual la Pascua no caía en viernes (como suponen los Sinópticos), sino en sábado. Aquí se produce la confusión de siempre para nosotros, pues tanto los Sinópticos como Juan dicen que Jesús murió un viernes. Pero, para los primeros –los Sinópticos- ese viernes era 15 de nisán; para Juan era el 14 de nisán. G. Vermes “olvida”, o no se siente predeterminado por, las opiniones de autores precedentes respecto al tema de la resurrección, y procede de nuevo como un detective –así lo afirma él-, analizando desde el punto de vista de un judío que conoce bien el siglo I qué dicen realmente los autores del Nuevo Testamento de este evento, separando nítidamente la opinión de los textos de lo que la tradición interpretativa de la iglesia posterior les atribuye. Vermes recuerda que la idea de la resurrección debe distinguirse claramente de la noción de la inmortalidad del alma. Esta última –basándose desde el siglo IV a.C. en el argumento platónico del Fedón sobre todo- era casi unánimemente considerada espiritual en la Antigüedad que nos afecta y por tanto no sujeta a la muerte. El cuerpo, por el contrario, es considerado puramente material y sujeto a la generación y a la corrupción. La resurrección, pues, se refiere estrictamente al cuerpo: las almas no pueden resucitar puesto que son inmortales; el cuerpo fenecido sí. Hablar, por tanto, de la “resurrección de los muertos” se refiere a la suscitación de nuevo a la vida de los cuerpos ya fallecidos. Es ésta una idea muy judía, palestino/israelita en concreto, pues a griegos y romanos, y a los judíos de la Diáspora ni se les había ocurrido porque era perfectamente inútil…, ya que bastaba con la inmortalidad del alma. ¿para qué vale lo material ante un elemento puramente espiritual libre de los lazos carnales? ¿Para qué la resurrección de la cárcel del alma = el cuerpo? Bastante era con que el alma siguiera su curso libre del elemento corpóreo/material, con que no fuera condenada a sufrir espiritualmente en algún lugar misterioso tras separarse del cuerpo, y con que no tuviera necesidad de reencarnarse –nueva maldición, generalmente- en otro cuerpo una vez que hubiera sido liberada por Dios del dominio de la materia corpórea. El alma como tal tampoco admitía la “generación” humana, sino que era creada por Dios, ya desde toda la eternidad, o bien ya desde el momento en el que existía (como fuere) un ser humano. Pues bien, es sabido que en el judaísmo antiguo, hasta finales del siglo III a.C. no existía entre la generalidad del pueblo judío ni una ni otra concepción: ni la inmortalidad del alma, ni mucho menos la resurrección del cuerpo. Todo acababa en esta vida. El ser humano, era en esto igual a los animales. Y, como en la concepción griega, el “almicuerpo” del ser humano, conservando sus rasgos fisiognómicos distintivos, descendía al Sheol/Hades y quedaba allí en sombras sempiternas separado de Dios. Vermes cita textos clásicos que sustentan esta opinión en el Antiguo Testamento: Job 14,10.12; Sal 49,14; 1 Reyes 2,1; Ecles 3,19-20; 9,7-10; Is 14,9-11; Ez 32, 19-32, etc. Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com b[
Martes, 6 de Julio 2010
Notas
Hoy escribe Gonzalo del Cerro
El retrato de Juan El episodio del retrato de Juan fue objeto de análisis y condena en el Concilio II de Nicea, en el que se trató el tema de los iconoclastas. Las palabras de Juan, en las que reprendía el gesto de Licomedes de hacerle un retrato y venerarlo, fueron interpretadas por los Padres Conciliares como contrarias al culto de las imágenes. En casa de Licomedes se reunía una gran muchedumbre para oír la palabra de Juan. Licomedes tenía un amigo que era pintor y le pidió que hiciera un retrato del Apóstol sin que él se enterara. El pintor le pidió únicamente que se lo mostrara, que el resto corría de su cuenta. Situado en un lugar desde donde podía ver a Juan, el pintor dibujó los rasgos del Apóstol, lo coloreó y tuvo listo el cuadro en un par de días. Licomedes lo colocó en su alcoba y lo coronó con una guirnalda. Tuvo Juan conocimiento del hecho, por lo que interpeló a Licomedes preguntando qué hacía entrando y saliendo del baño y encerrándose solo en su dormitorio. Y bromeando con el buen hombre, entró en su dormitorio, donde vio la imagen coronada de un anciano y delante unas velas en un altar. Juan reprendió el gesto de su anfitrión, al ver que todavía tenía sentimientos paganos, pues daba culto a un dios extraño. La réplica de Licomedes dejó claro que consideraba al apóstol como un dios bienhechor que lo había resucitado de la muerte lo mismo que a su esposa. Ahora bien, “tú eres, padre, el que está pintado en ese cuadro, a quien corono, amo y venero como a mi guía bueno”. Todos estos datos, contenidos en el capítulo 27 y en la primera mitad del 28, fueron citados y condenados en Nicea. Por su parte, no podía Juan comprender que su aspecto fuera el que se reflejaba en el cuadro, por lo que Licomedes le acercó un espejo. La figura del cuadro se parecía no a Juan sino a su imagen carnal. Porque dibujar a una persona no es posible con los colores materiales. Por eso rogaba a Licomedes que fuera su pintor, pero con los colores que le pone a su disposición Jesús, el que nos pinta a todos nosotros para sí mismo. Los colores no eran otra cosa que “fe, conocimiento, piedad, amistad, comunión, dulzura, bondad, amabilidad, amor fraterno, pureza, sencillez, tranquilidad, serenidad, alegría, gravedad y todo el coro de colores que sirven para dibujar la imagen del alma” (c. 29,1). Juan saltaba en su dialéctica del arte material al de la alegoría espiritual. En el mismo sentido terminaba su veredicto sobre el cuadro diciendo: “Has pintado la imagen muerta de un muerto”. Discurso y curaciones en el teatro de Éfeso Juan pidió a su servidor Vero que reuniera a todas las ancianas de Éfeso. Licomedes y Cleopatra le ayudaban en la tarea. Las ancianas reunidas, más de sesenta, con excepción de cuatro de ellas, se encontraban aquejadas de diversas dolencias. El apóstol había recibido un mensaje de Jesús, en el que le pedía que las condujera al teatro. Allí las curaría con su ayuda, lo que produciría la conversión de algunos efesios. Junto a la casa de Licomedes se encontraba reunida una gran multitud, a la que Juan convocó para que fueran al teatro si querían ver el poder de Dios. Entre la multitud tomó asiento el procónsul. Aparece también entonces el general (stratēgós) Andrónico, que tenía una actitud hostil frente a Juan, pero a quien veremos más adelante convertido ya a la fe cristiana. Consciente de las acciones prodigiosas que prometía realizar el apóstol, le exigía entrar sin objetos en las manos y sin pronunciar palabras mágicas, como era concretamente el nombre de Jesús. Cuando las ancianas fueron llevadas al teatro, Juan pronunció una larga alocución. Afirmaba su intención de sembrar la verdad en las mentes de sus oyentes y de refutar la incredulidad del general devolviendo la salud a todas las ancianas presentes. Juan no había venido a vender ni a comprar, sino a dar gratuitamente y a librar a los efesios del error. Quiere que se cuiden de lo eterno más que de lo temporal y efímero. No deben robar ni acumular riquezas; han de evitar el adulterio; tienen el deber de compartir sus bienes con los necesitados; no cederán a la ira ni se dejarán llevar por la embriaguez, por la ambición y por vicios que conducen a las tinieblas y al castigo eterno. Tras haber pronunciado estas sentidas recomendaciones, como argumento decisivo de su discurso, “Juan curó por la virtud de Dios todas las enfermedades” (c. 37,1). Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 5 de Julio 2010
NotasHoy escribe Antonio Piñero Como prometimos, procedemos a la valoración de conjunto de esta obra, pues una estimación más precisa sería inabarcable en este blog. En primer lugar: la exégesis de Senén Vidal me parece muy inteligente y bien informada, y un intento notable de explicar en términos históricos un panorama de la misión y figura de Jesús que a la postre cuadra bastante bien con la exégesis más o menos tradicional, de siglos. Pero para ello ha de insistir en algunos aspectos de la misión del Nazareno, olvidando o dejando en la sombra otros. Por ejemplo, hay que dejar un tanto de lado la dilucidación de varias espinosas cuestiones de la autocomprensión de Jesús: ¿Qué relación tuvo con la divinidad? ¿En qué sentido pudo sentirse hijo de Dios? ¿Es el sintagma “Hijo de(l) Hombre” un título cristológico? ¿Lo “inventó” Jesús o lo diseñaron los evangelistas? ¿Predicó Jesús sólo la imagen de un Dios misericordioso, o se mostró intransigente y duro con aquellos que no aceptaban su predicación del Reino? Son cuestiones que quedan sin respuesta adecuada en mi opinión. Es cierto que el libro es admirablemente breve, pero siempre debería haber algunos párrafos claros para dilucidar estos temas. Por otro lado, estoy muy de acuerdo con el autor en su valentía en señalar, respecto al primer proyecto de Jesús, su encardinación en el mensaje escatológico-apocalíptico-profético judío de Juan Bautista. El haber sido discípulo de Juan Bautista sirve y mucho de encuadre fundamental para el pensamiento de Jesús, no sólo en su primera etapa, sino en las otras dos. No me parece ya tan acertado el calificar la misión autónoma de Jesús (en Galilea; segundo proyecto) como un cambio radical de estrategia y como “un proyecto muy diferente” del de Juan. Admito que se muda el escenario de la predicación (del desierto –Juan Bautista- a la tierra de Israel, Jesús) y de un modo de misionar a otro (las gentes van a Juan a bautizarse; Jesús deja de bautizar y busca a los pecadores). Pero el que el evangelista Mateo, sobre todo, señale que las palabras de la predicación de Jesús –Convertíos; se acerca el Reino- son al principio iguales a las del Bautista, indican una similitud profunda de fondo que –repito, creo- que no es valorada suficientemente por Vidal por su deseo de destacar la originalidad de Jesús, ya en su segundo proyecto. Tampoco estoy de acuerdo en la insistencia de Vidal en definir como “símbolo” el concepto del reino de Dios predicado por Jesús. El diccionario de María Moliner, y supongo que cualquier otro, indica que símbolo es un “objeto o cosa que representa convencional u originalmente a otra”. Ejemplo: “la azucena es el símbolo de la pureza y el olivo, de la paz”. Creo que llamar al “reino de Dios” un símbolo es imposible, porque el símbolo nunca es lo mismo que lo simbolizado. Y a lo largo del libro de Vidal se habla del reino de Dios no sólo como símbolo sino como realidad complexiva, es decir, el reinado de Dios como realidad sobre la tierra (que resulta transformada) que implica también el designio salvador divino y su actuación sobre el hombre (también transformación interna y externa, plenificación, consecución del objetivo para el que fue creado antes del pecado del Paraíso, etc.). Jesús creía a pies juntillas la realidad de lo que predicaba. No hablaba de un símbolo. Vidal insiste mucho en este aspecto y poco en la idea –tan contraria al cristianismo de hoy- que el reino de Dios de Jesús y del judaísmo de su época era ante todo una realización “aquí abajo”, y que del cielo y del paraíso se hablaba muy poco, o nada, en la esperanza de Israel. Cierto que lo afirma indirectamente al compararlo con el reino judío que nace con la fundación del Estado; pero esta insistencia en el aspecto político y social del red en Jesús es muy débil. En todo caso, teniendo en cuenta lo que Jesús afirma en Mc 10,26-30 (“En este tiempo [el discípulo de Jesús] recibirá el ciento por uno en casas, etc.; y en el mundo venidero, la vida eterna), debe insistirse en que el reino de Dios tiene claramente dos fases: una terrenal, larga y llena de bienes materiales y espirituales; y otra, ultramundana, en la predominarán los bienes espirituales. Y habría que señalar también que el concepto del reino de Dios en los Evangelios dista mucho de ser claro, porque se superponen -la mayoría de las veces en supuestas palabras puestas en labios de Jesús- dos conceptos del reino de Dios futuro: uno el judío; otro, el cristiano que está condicionado por el retraso de la “segunda” venida de Jesús o “parusía” y que afecta a la transmisión de los dichos de Jesús sobre el Reino. Tampoco veo que esté suficientemente fundada la insistencia de S. Vidal en la presencia real “ya y ahora”, en tiempos mismos de Jesús, del Reino. Ya hemos repetido hasta la saciedad que el número de textos sobre el reino “ya comenzado y existente en tiempos de Jesús”, es muy exiguo… quizás los únicos explícitos sean Lc 11,20 (“Pero si con el dedo de Dios expulso yo los demonios, entonces el reino de Dios ha llegó a vosotros” y Lc 17,20-21 (… no es observable la venida del reino de Dios…; el reino de Dios está ya entre vosotros/ a vuestro alcance), textos en extremo discutidos. Vidal defiende su postura afirmando que la mayoría de los textos que hablan de un reino de Dios futuro son creación, o remodelación, de la Iglesia primitiva… Que hay otros no tan claros pero que deben entenderse como “reino de Dios presente”… (ejemplo Mc 1,15 y Lc 10,9), que el reino de Dios es un proceso dinámico ya en marcha, y que el futuro significa sólo la plenitud de lo ya iniciado realmente en el presente de la vida pública de Jesús. Esta idea, bella por otro lado, me convence poco a la luz de los notables pasajes evangélicos que hablan clarísimamente de un reino de Dios futuro. Vidal los conoce (en un apéndice muestra reunidos todos los dichos sobre el Reino), pero tiene para ello una explicación. Por nombrar un par de ellos sólo, de cuya autenticidad Vidal no duda: “No beberé más del fruto de la vid hasta que llegue el reino de Dios…” Lc 22,18 y Lc 22,30 en donde Jesús promete que los discípulos se sentarán en 12 tronos para juzgar a las tribus de Israel cuando llegue el Reino. Y, por último, en el esquema de S. Vidal, ¿dónde colocar el Gran Juicio antes de la venida del Reino, si éste es ya una realidad presente? ¿Y los signos apocalípticos del Mc 13 antes del final, ¿cómo se entienden si el reino de Dios está ya en la tierra? También he discutido ya largamente en otras postales el sentido de la Última Cena y la Eucaristía. Vidal ni siquiera considera la posibilidad de que Pablo (1 Cor 11,23-26) sea el creador de la interpretación “dura” de la Última Cena, en la que Jesús habla de la ingestión de su cuerpo y de su sangre…, algo impensable en un judío piadoso como Jesús (cosa que afirma Vidal repetidas veces) porque –dijimos- haría saltar en pedazos su religión. Tampoco estoy de acuerdo en el concepto de “expiación” tal como lo explica Vidal aplicándolo a la muerte de Jesús, como si estuviere ya muy claro en el pensamiento de éste, y como si hubiera una perfecta continuidad entre el concepto de expiación en el judaísmo, en el de Jesús y en el cristianismo posterior. En mi opinión no es así, ni mucho menos. La expiación para el judaísmo de los años de Jesús –e igualmente para éste- sólo podía realizarse en el Templo; el sentido de expiación atribuido a la muerte de los mártires macabeos. Véase 2 Mac 6,8 y 7,37-38, que son los únicos textos para sustentar esta opinión: • “Que los jóvenes arrostren una muerte noble por amor a nuestra santa y venerable Ley…” • “Yo, lo mismo que mis hermanos, entrego mi cuerpo y mi vida por las leyes de nuestros padres, suplicando a Dios que se apiade pronto de mi raza…” En mi opinión estos pasajes no prueban nada. La expiación en el sentido de “morir en lugar de otros” y con ello eliminar el pecado ante Dios por ese sacrificio es, en mi opinión, un concepto totalmente ajeno a Jesús y al judaísmo, y es mucho más propio de la religiosidad greco-latina. El concepto de expiación en el judaísmo sólo puede restringirse a una especie de “eliminación de obstáculos” para que Dios actúe, una suerte de “meter prisa a Dios para que active sus actos de salvación”. Pero no es propiamente una expiación por los pecados, que en tiempos de Jesús sólo se lograba por el arrepentimiento interior y era sólo refrendada y confirmada externamente por un sacrificio en el Templo. Nada de esto queda claro en el libro de Vidal. Y por último, tampoco veo claro que el “mapa de la esperanza” en el cristianismo subsiguiente a Jesús no sea más que una prolongación consecuente del pensamiento de Jesús. Y no lo veo porque ya el concepto mismo de reino de Dios cambia profundamente en Pablo y en los cristianismos que dependen de él, y también cambia el concepto de paraíso y de cielo. En fin, admitamos que la esperanza en un futuro mejor, en el ámbito del reinado de Dios, sea idéntica en el cristianismo a la de Jesús, pero los medios para conseguirla cambian por completo en el cristianismo. Para Jesús, entrar en el reino de Dios suponía cumplir con la ley de Moisés, entendida en su esencia y profundidad… y ¿es éste el medio como el cristiano consigue el reino de Dios según la teología cristiana? De ningún modo. Hay, creo, un abismo de concepciones muy diferentes. Lo continuo entre Jesús y sus seguidores (al menos entre los “paulinos”) es poco; lo diferenciador es mucho. Pero, como otras veces, no deseo quedarme con el sabor de lo negativo. El libro de Senén Vidal también me ha gustado en otros aspectos y me hecho pensar; tiene percepciones magníficas y merece leerse, así como dije de su base (el volumen sobre “Los tres proyectos de Jesús”). Los dos hacen reflexionar sin ser en absoluto grandes mamotretos, sino breves, claros y sintéticos. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com ………………………………. Un aviso para los lectores radicados en España, sobre todo en Andalucía: se ha iniciado ya el período de preinscripción del siguiente magister/máster MÁSTER UNIVERSITARIO RELIGIONES Y SOCIEDADES CURSO 2010-2011 Organizado por la Universidad Internacional de Andalucía y la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Comité científico: Dr. Francisco Díez de Velasco Dr. Jaime Alvar Ezquerra Dr. Amador Vega Dr. José Antonio Antón Pacheco Dr. Julio Trebolle Barrera Dr. Antonio Piñero Dr. Emilio González Ferrín Dr. José Mª Contreras Mazario Objetivos generales La religión ha sido y es una de las claves de la Humanidad. A lo largo de la Historia y en el mundo actual, la religión se revela como una de las fuerzas que mueven al individuo y al grupo, que originan cambios políticos, que generan rasgos culturales. Por tanto, el objetivo más ambicioso de este máster es sin duda proporcionar a los estudiantes una perspectiva precisa del lugar de la religión y de las distintas religiones en la historia del mundo. Profundizar en el conocimiento de las religiones se ha convertido en algo urgente. Por una parte, el siglo XXI comienza marcado a fuego por conflictos que, bajo la etiqueta de “religiosos”, esconden un complejo entramado de factores que van mucho más allá de la religión, pero que están unidos a ella de manera indisoluble. Por otra, los movimientos migratorios son cada vez más frecuentes, y hoy somos conscientes de que la convivencia pacífica entre culturas exige tanto conocer la propia identidad, cuanto entender y respetar la identidad de los otros. El conocimiento científico de la génesis, del desarrollo y de la situación actual de las grandes tradiciones religiosas debe contribuir a la comprensión global del pasado y el presente, y sobre todo al diseño de las estrategias para el futuro. Entendemos que la educación ha de asumir su responsabilidad en la construcción de la paz, y que ahondar en el conocimiento de las religiones propias y ajenas es condición indispensable para eludir el conflicto. La actual política educativa ha reconocido todos estos aspectos y está comenzando a generar estrategias que promueven el conocimiento de la religión. En este sentido, el objetivo de este máster es triple: por una parte, contribuir a la formación de los docentes que enseñan religiones en los diferentes niveles educativos; por otra, presentar distintas líneas de investigación que puedan engendrar nuevos conocimientos sobre las religiones y enriquecer su estudio; por último –aunque no menos importante-, proporcionar formación sobre las tradiciones religiosas a todo el que desee profundizar en ellas y a quienes trabajan en contacto con diferentes culturas y religiones (políticos, diplomáticos, trabajadores sociales, cooperantes). Para lograrlo, los objetivos específicos de este máster son los siguientes: 1. Ofrecer conocimientos generales sobre la religión como sistema cultural y sobre la articulación de las creencias, los ritos y los códigos éticos. 2. Ofrecer un aparato metodológico para el análisis y la enseñanza del fenómeno religioso, mediante la presentación de las principales teorías y métodos de las distintas escuelas y la formación en el análisis de los testimonios. 3. Ofrecer conocimientos específicos sobre las principales tradiciones religiosas del mundo y favorecer el estudio comparado de todas ellas. 4. Promover el estudio interdisciplinar de la religión, incluyendo en su análisis otras disciplinas (historia, sociología, antropología, política, derecho) e incluyendo a la religión entre las categorías explicativas de todas ellas. 5. Promover el análisis de la situación de las distintas religiones en el mundo actual, mediante la reflexión sobre la relación entre la religión y la sociedad. 6. Apuntar líneas de investigación novedosas a los alumnos interesados en iniciarse en la carrera investigadora. Estructura académica Máster de carácter semipresencial (60 créditos ECTS), que consta de dos partes: 1. Módulo de formación teórica (45 créditos ECTS), dividido a su vez en: a) Fase de trabajo personal tutorizado de manera virtual (3 ECTS): programa de lecturas diseñado por los directores académicos del Máster y el comité científico, para la preparación de la fase presencial. Una vez realizadas las lecturas, habrá un control virtual que será necesario superar para pasar a la fase siguiente. b) Fase presencial: sesiones teóricas repartidas en 8 módulos y lectura de las obras recomendadas por el coordinador de cada módulo. Las horas presenciales podrán cursarse: 1 octubre 2010 -30 junio 2011 ( 8 meses). Tras cursar cada uno de los módulos, los alumnos deberán responder a las correspondientes pruebas virtuales, antes de pasar a la fase final del máster. 2. Módulo de investigación (15 créditos ECTS) durante el cual, de forma individual y bajo la dirección de uno o más profesores, se desarrollará el Trabajo de Investigación, cuya propuesta definitiva habrá sido previamente elaborada en la fase presencial. Este módulo está destinado a iniciar a los alumnos en las técnicas de investigación y en la exposición de sus resultados ante un público especializado. Con carácter optativo, los alumnos que lo deseen podrán cursar 1) Un módulo de “Didáctica de las Religiones”, que constará de 7 ECTS; en este caso, el Trabajo de Investigación al que se refiere el párrafo anterior equivaldrá sólo a 8 créditos ECTS. El módulo de Didáctica constará de sesiones presenciales (que tendrán lugar durante el mes de mayo de 2011 y culminará en la preparación y presentación de una Unidad Didáctica que versará sobre el tema elegido por el alumno para su Trabajo de Investigación. 2) Un módulo de “Laicidad y Derechos Humanos”, que constará de 7 ECTS; en este caso, el Trabajo de Investigación al que se refiere la introducción del apartado 2 equivaldrá sólo a 8 créditos ECTS. Contenido de la fase presencial Se trata de cursar los siguientes 8 módulos: 1. Teorías y métodos del estudio de la religión (5 ECTS) Tipo: Fundamental - Carácter: Obligatorio Sesiones de clase + tutorías virtuales Coordinador: Dr. Francisco Díez de Velasco (Univ. La Laguna) 2. Manifestaciones religiosas de la Antigüedad (4 ECTS) Tipo: Fundamental - Carácter: Obligatorio Sesiones de clase + tutorías virtuales Coordinadores: Dr. Jaime Alvar Ezquerra (Universidad Carlos III) Dra. Elena Muñiz Grijalvo (UPO) 3. Los monoteísmos, I: Judaísmo (4 ECTS) Tipo: Fundamental - Carácter: Obligatorio Sesiones de clase + tutorías virtuales Coordinadores: Dr. Julio Trebolle Barrera (Univ. Complutense) Dr. Juan Manuel Cortés Copete (UPO) 4. Los monoteísmos, II: Cristianismo (7 ECTS) Tipo: Fundamental - Carácter: Obligatorio Sesiones de clase + tutorías virtuales Coordinador: Dr. Antonio Piñero Sáenz (Universidad Complutense) 5. Los monoteísmos, III: Islam (7 ECTS) Tipo: Fundamental - Carácter: Obligatorio Sesiones de clase + tutorías virtuales Coordinador: Dr. Emilio González Ferrín (Univ. Sevilla) 6. Religiones orientales: Hinduismo y Budismo (4 ECTS) Tipo: Fundamental - Carácter: Obligatorio Sesiones de clase + tutorías virtuales Coordinador: Dr. Amador Vega (Univ. Pompeu Fabra) Dr. José Antonio Antón Pacheco (Univ. Sevilla) 7. Religiones en América: Tradiciones indígenas, cristianismos (4 ECTS) Tipo: Fundamental - Carácter: Obligatorio Sesiones de clase + tutorías virtuales Coordinador: 8. Religiones y sociedad actual (7 ECTS) Tipo: Fundamental - Carácter: Obligatorio Sesiones de clase + tutorías virtuales Coordinador: Dr. José Mª Contreras Mazario (UPO) Para mayor información, éntrese por favor, en la página web de la Universidad “Pablo de Olavide”, Sevilla: http://www.upo.es/historia_antigua/master_religiones/index.jsp http://www.upo.es/postgrado/detalle_curso.php?id_curso=263 http://www.emagister.com/master/master-religion-tematica-85.htm
Domingo, 4 de Julio 2010
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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