NotasHoy escribe Antonio Piñero Sigo explicando lo que creo que fue el inicio formal del proceso de formación del canon del Nuevo Testamento en lo que se ha denominado la Gran Iglesia o grupo mayoritario de cristianos del siglo II y III, proceso que terminó de cristalizar mucho más tarde. En el caso de alguna obra, como el Apocalipsis, tardó siglos. Hubo de ser un pacto expreso porque: • Se escogieron 4 evangelios, ni más ni menos, porque representaban los cuatro puntos cardinales de la tierra, la representación de toda la humanidad. Y Adán, en griego, es un acróstico –pretendido por Dios según los creyentes en la época- de los cuatro puntos cardinales: - Arkton (“Osa” mayor) = norte; - Dýsis: poniente, occidente, oeste; - Anatolé, naciente, oriente, este; - Mesembría, mediodía, sur = A-D-A-M. El evangelio tetramorfo debía estar compuesto de 4 y no de más evangelios. Esto implica una decisión expresa. Segundo, porque representaba también lo que debía afirmarse como sagrado del segundo y nuevo Adán que es Jesús, que representa también a la humanidad entera. • Se hizo, del conjunto de las cartas de “Pablo” que se tenían en la época (unas 13 o 14 que hoy consideramos auténticas, conservadas fragmentarias o completas) un grupo compacto de 7 + 7. Hubo dudas al principio, hasta el siglo IV acerca de cuál completaba el número 14. Sabemos que circularon al menos: una carta complementaria a los Corintios (conservada en el corpus de los Hechos apócrifos de Pablo); una carta a los cristianos de Laodicea; una carta a los cristianos “hebreos” (la “Epístola a los hebreos”). La que “ganó” fue esta última. • Del resto de los apóstoles se formó otro grupo de 7: 3 de Juan; 2 de Pedro; 1 de Santiago; 1 de Judas. • De entre los apocalipsis existentes se escogió sólo uno (el que hoy llamamos “Apocalipsis de Juan”, entre otras razones porque contenía en su seno 7 cartas a 7 iglesias de Asia Menor (cf. 1,20: “Las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias, y los siete candelabros son las siete iglesias”; y las siete cartas en los capítulos 2 y 3). Insisto en estos hechos desde otra perspectiva levemente distinta para recalcar que este proceso, que no pudo suceder por casualidad ni por un dejarse llevar por las circunstancias de que esas obras se leían ya como “sagradas” en las iglesias principales de la cristiandad, puede verse también desde el punto de vista de que hubo ciertos actos de "fuerza" o "imposición" (para ello tomo ahora material de la “Guía para entender el Nuevo Testamento, Trotta, Madrid, 3ª ed., 2008, pp. 51-52. Así pues, la formación del canon en su resultado deja entrever varios “actos explícitos de elección y de fuerza”: • Se forzó un canon complicado de cuatro Evangelios en vez de uno solo; se eliminaron otros muchos evangelios que podían tener a priori fundamentos para ser aceptados como el Evangelio de Pedro, el de Tomás o el los Nazarenos (no en su estado actual, manipulado después de la formación del canon, sino en el que suponemos primitivo); se dividió en dos partes una obra única: Evangelio de Lucas y Hechos de los apóstoles; quedaron barridos todos los escritos de talante claramente gnóstico. • La formación de la lista deja entrever también un proceso de negociación eclesiástico para admitir en ella obras de tendencias muy diversas dentro de la Gran Iglesia: cartas de Pablo y sus discípulos; escritos judeocristianos de tendencias muy opuestas al Apóstol como el Evangelio de Mateo, la Epístola de Santiago o el Apocalipsis; un Evangelio, el de Juan, que pretende positivamente superar a los otros tres. Fue, por tanto, una obra de consenso y una aceptación explícita de la pluralidad dentro de la Gran iglesia. • Además se intentó con el canon un cierto equilibrio entre las tendencias: frente al gran bloque de cartas paulinas se admitieron otros bloques de cartas que compensaran su influencia (tres cartas “católicas” atribuidas a las tres columnas de la Iglesia de Jerusalén: Santiago, Pedro y Juan, y un cierto número de cartas johánicas [tres de Juan más las siete del Apocalipsis] en contrapeso a las cartas paulinas); frente al bloque de los Evangelios Sinópticos se admitió el Evangelio espiritual o místico de Juan. ¿Dónde se dio este paso tan trascendental de política eclesiástica? Tampoco se sabe. Se sospecha que pudo ser en la misma Roma, donde ejerció Marción su ministerio y en donde todas las corrientes confluían. Si había algún sitio donde pudieran guardarse copias de los textos que las iglesias principales de la cristiandad leían los domingos, en sus oficios litúrgicos, como sagrados… ¡era Roma! Roma era ya la iglesia principal de la cristiandad y su lengua oficial era el griego, no el latín, a pesar de ser la capital del Imperio; por tanto estaba abierta a otras iglesias. Es verosímil que, debido a los múltiples contactos de los miembros de otras iglesias con la capital del Imperio, en las alacenas de la iglesia de Roma se hubieran almacenado esas copias aludidas de los principales escritos que circulaban sobre el Señor y sus apóstoles. Roma estaba en la mejor disposición para saber cuál podría ser el consenso común con otras iglesias y escoger entre los escritos cuáles le ofrecían la mejor confianza. Por tanto, es verosímil también que este proceso positivo –si se dio, como creemos— lo emprendiera la iglesia de Roma. Las circunstancias históricas de mediados del siglo II hasta el comienzo del III vinieron a ayudar en la toma de esta decisión por parte de la Gran Iglesia: durante sus primeros decenios de vida los grupos cristianos, sobre todo los de procedencia judía, se habían amparado bajo el manto legal del judaísmo para gozar libremente de los derechos de reunión y asociación que no tenían otros grupos religiosos en el Imperio. A partir de las revueltas de los judíos contra Roma en Chipre, Libia y Egipto, en época de Trajano (117 d.C.), estos privilegios fueron recortados. Con el triste final de la segunda revolución contra Roma en tiempos de Adriano (130-135 d.C.) tales privilegios fueron prácticamente anulados. A la vez fue una época en la los judíos se estaban replegando en sí mismos y no querían ya tener nada que ver con los que consideraban ya herejes redomados, los cristianos (minim: ¡que consideraban divino a Jesús!). En esos momentos los grupos cristianos no necesitaban seguir amparándose bajo el manto legal del judaísmo porque les reportaba más molestias que beneficios. Se siguió unido a Israel porque se tenía el mismo libro, la Biblia hebrea; pero la separación definitiva del judaísmo era ya un hecho. La circunstancia histórica estaba madura para que los cristianos, que tenían ya gran cantidad de literatura propia y que estaba en la práctica al mismo nivel de “sacralidad” que el Antiguo Testamento, hicieran que esta literatura se añadiera definitiva y legalmente a los textos del pasado de Israel con la misma consideración y respeto. Al adjuntarse al Antiguo Testamento los escritos cristianos considerados de igual valor como inspirados y como normativos se formó un nuevo canon de Escrituras y con ello pudo decirse también que la secta judía que fue en un principio los “nazarenos” y luego cristianos se convirtió plenamente en una nueva religión: el cristianismo. Para terminar una breve nota bibliográfica: Opino –y es mera opinión y debe ser modesta porque estoy implicado en lo que voy a decir- que nuestro autor, Santiago Guijarro, debería de haber tenido en cuenta más la bibliografía española, producto de la historiografía universitaria, en principio no confesional. Toda la historia del canon cristiano está expuesta con bastante detalle en dos libros de colaboración (aparte de la “Guía para entender el Nuevo Testamento”, por supuesto, donde está tratado con suficiente amplitud), ambos publicados por El Almendro, Córdoba, que el autor, S. Guijarro, no ha tenido en cuenta, pero que han tenido amplia difusión en España: • Orígenes del cristianismo, con múltiples reediciones desde 1991 hasta el presente, capítulo: “Cómo y por qué se formó el Nuevo Testamento, pp. 339-400”; • Libros sagrados en las grandes religiones: judaísmo, cristianismo, islam, hinduismo y budismo. Los fundamentalismos del 2007, capítulo “Cómo y porqué se formó el canon del Nuevo Testamento”, pp. 177-210. El tema de los “evangelios apócrifos” y otros como el uso del vocablo evangelio y la cuestión del genero literario de los evangelios cristianos fue tratado ampliamente y al día en su momento en largos capítulos de la obra colectiva, también editada por El Almendro: • Fuentes del cristianismo. Tradiciones primitivas sobre Jesús, de 1995. Cap. II: "Evangelio y Evangelios. Observaciones sobre el término y el género literario"; cap. 8: "El evangelio paulino y los restantes 'evangelios' del Nuevo Testamento"; cap. 9: "Los Evangelios apócrifos" (de cerca de 100 pp.). Al haber en este país tan poco bibliografía científica sobre estos temas, pienso que debían haber sido citadas estas aportaciones, al menos la del 2007, por parte de Guijarro. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Viernes, 23 de Julio 2010
Comentarios
NotasHoy escribe Antonio Piñero En la primera parte del libro de S. Guijarro se expone convenientemente el entorno del nacimiento de los evangelios por medio de una catálogo –muy buen sistema, para empezar el tratamiento- bastante completo de los Evangelios, o fragmentos, conservados hasta hoy, cuya composición puede considerarse en torno aproximadamente al 150 d.C., con los testigos que nos transmiten el texto (papiros) y los autores cristianos primitivos que dan testimonio de esos escritos evangélicos. La observación minuciosa de este catálogo revela rápidamente que ya hacia el 180/200 los evangelios mejor atestiguados son los atribuidos a un apóstol (incluidos el Evangelio de Pedro y el de Tomás, aunque mucho más débilmente), y revela también la “variedad de formas en las que cristalizó la tradición sobre Jesús”. Afirma con toda razón Guijarro una doble realidad que explica el estado fluido de lo que a finales del siglo II sería ya literatura cristiana “canónica”: A. Por un lado, la minuciosa crítica de la redacción de los Evangelios canónicos actuales revela con bastante nitidez que antes de que ellos circularan, hubo pequeñas colecciones escritas, temáticas, de dichos y hechos de Jesús que ellos, los evangelistas, utilizaron e incorporaron en sus obras: colecciones de dichos, de milagros, de parábolas y de breves discursos y diálogos de Jesús. Lo importante es que tales colecciones –por un lado- dejaron de generarse (y de copiarse en manuscritos aparte) porque fueron integradas en los evangelios. Por eso se perdieron. B. Pero a la vez, en grupos marginales del cristianismo, se siguieron produciendo nuevas colecciones sobre Jesús, o ampliando las ya existentes. La prueba está en el Evangelio gnóstico de Tomás, de Nag Hammadi, y de otras obras como el Diálogo del Salvador, también de Nag Hammadi. Éstas amplían dichos y discursos -o comentan- de Jesús en tono gnóstico, ya en pleno siglo II (¡más de cien años después de la muerte de Jesús!). Así, una colección de sentencias de Jesús, como pudo ser algo parecido al Documento Q, pudo ser ampliado una centuria después de haber aparecido ante el público cristiano. Hay que dudar del valor histórico de tales ampliaciones. En la sección dedicada expresamente a la “recepción” eclesial de los libros sobre Jesús, es decir, a la formación del canon, Guijarro hace una distinción interesante a la vez que se muestra poco concreto. Explico las dos impresiones que tengo como lector. Es fina la distinción porque resulta interesante separar entre “la valoración de un texto como Escritura” y “su reconocimiento como canónico”. Valorar un texto sobre Jesús como Escritura significa “reconocer que posee cierto estatus o importancia debido a su valor sagrado o a su autoridad”. Equivale a decir “Este texto posee autoridad sagrada”. Pero, al decir “canónico” se afirma: “Estos textos y no otros poseen autoridad normativa”. Y es poco concreta y poco práctica porque es más bien una distinción intelectual: no conduce luego en el libro de S. Guijarro a mostrar al lector claramente una historia de la formación del canon al menos en sus líneas generales. Esta historia sintética del proceso de formación está casi ausente del libro que comentamos, aparte de afirmaciones y noticias de tipo muy general. En la práctica de las iglesias del siglo II “valorar un texto como Escritura” y “reconocerlo como canónico” fue una misma cosa, fue algo más que un “proceso simultáneo y complementario por lo general”. ¿Por qué? Porque el signo externo de ese reconocimiento era el mismo, a saber iniciar una cita de una palabra de Jesús o de un apóstol con la frase “está escrito”, o “como dice el Espíritu santo”, o frases parecidas, cuando se leían en grupo, los domingos, en las “iglesias” cristianas. Lo que –creo- que ocurrió fue que ese proceso expreso de canonización casi explícita se comenzó a dar por separado en las diversas iglesias importantes del siglo II: Roma, Alejandría, Antioquía, Éfeso, quizás Cartago, o Corinto, etc. por medio del uso y lectura como texto litúrgico de los escritos evangélicos. Y luego hubo un momento claro y preciso –aunque no quede de ello un documento expreso- en el que por decisión de las iglesias en común, y por un acto formal y expreso de política eclesiástica, de entre lo que se consideraba ya “Escritura” en esas iglesias principales de la cristiandad se hizo una lista consensuada –también expresa y formal- de lo que debía tenerse por “Escritura normativa”. ¿Por qué afirmo que hubo de haber una suerte de pacto entre las iglesias principales, y añado que entre el 150 y el 170/180? En primer lugar porque a finales del siglo II tenemos ya una suerte de lista clarísima de lo que es canónico y de lo que no lo es en la obra de Ireneo de Lyon, la Refutación de todas las herejías; la tenemos también un poco más tarde (hacia el 200) en la obra de Tertuliano, y también hacia el 200 en el Documento llamado “Canon de Muratori”. Pero a la vez hay que afirmar que hacia el 150, época del florecimiento de la obra de Justino Mártir, esa lista aún no existía. En segundo lugar: porque el resultado de la canonización ofrece todas las pistas de ser un pacto armonizador de tendencias teológicas entre las diversas iglesias, y un pacto que tuvo mucho de filigrana y de juego con números que se consideraba sagrado: el siete. Tercero: porque en la iglesia principal de la cristiandad, Roma, se produjo un hecho que fue observado atentamente por las autoridades eclesiásticas y que significó un revulsivo o impulso decisivo: una iglesia herética y competidora de la gran iglesia, el grupo de los marcionitas, que tenía también su sede principal en Roma, había dado el paso de efectuar una declaración formal de un canon de las Escrituras cristianas: éstas “Escrituras” constaban de 1 evangelio, el de Lucas, y de 1 apóstol, Pablo. La gran comunidad cristiana de Roma, con sus dirigentes a la cabeza hubieron de observar atentamente lo que había ocurrido, algo novedoso e importante que contribuía notablemente a formar la identidad de grupo de la iglesia marcionita, aunque tardaron años en reaccionar ante él. Como este proceso es largo de explicar, lo vemos en la siguiente nota. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Jueves, 22 de Julio 2010
NotasHoy escribe Antonio Piñero Sobre el “Prólogo” y la “Conclusión”: Voy a adelantar como base a mi comentario sobre la obra de Santiago Guijarro que desde mi punto de vista -que intenta por todos los medios ser objetivo y atenerse a las normas, a veces no escritas, de lo que es un estudio histórico-, el Prólogo del libro me parece que apunta a una intención loable, pero que tal intención es ya más bien irénica (en el sentido de difuminadora de contrastes y diferencias) y concordista. Está bien señalar que la disociación que en ocasiones se establece entre unos y otro evangelios (Sinópticos/Juan), por lo cual se tratan por separado “no tiene en cuenta la importancia de los rasgos y elementos que poseen en común” (por ejemplo, incluyen la tradición sobre Jesús en un relato de carácter biográfico que concluye con un extenso relato de la pasión; o que Marcos y Juan tienen una actitud muy parecida hacia las palabras de Jesús, pues ambos insisten de diversas formas en la necesidad de interpretarlas)…, pero no me resulta evidente que se trate simplemente de dos formas distintas de conservar y transmitir la memoria de Jesús” (p. 11). Así dicho, me parece impreciso. Creo que hay una enorme diferencia entre “Marcos”, que interpreta a Jesús ciertamente y a veces modifica sus palabras, pero de cuya obra logramos extraer la mayoría de los datos que tenemos sobre el Jesús de la historia, y “Juan”, de cuya obra extraemos algunos datos externos, históricos, sobre Jesús, pero casi ninguno de sus discursos y diálogos. El primero, "Marcos", conserva, transmite y a veces recrea, interpreta y añade; el segundo, "Juan", apenas si conserva o transmite en la mayoría de los casos (en las escenas ideales, por ejemplo, al pie de la cruz; la conversación con Nicodemo y con la samaritana; la aparición de Jesús a María Magdalena), sino que recrea pura y simplemente palabras y situaciones para expresar lo que cree que era la identidad profunda y el pensamiento de Jesús. Para mí el peligro que ha sufrido, sobre todo hasta el siglo XIX, el pueblo cristiano –respecto a la valoración histórica de los Evangelios- ha consistido en que, al tener el Evangelio de Juan una estructura biográfica semi similar a la de los Sinópticos, y un relato de la pasión bastante parecido, no ha caído en la cuenta, en su inmensa mayoría, de que la presunta transmisión de la memoria de Jesús por parte de Juan podría calificarse como “apócrifa” si se compara a fondo ya con la de Marcos. Y si “apócrifo” es un término muy duro (la expresión no la he inventado yo), habría que decir “totalmente otra” e “incompatible”. Sobre este tema debemos volver cuando tratemos de la cristología expresada en los Evangelios. Y si algún lector cree que exagero, que pregunte a un cristiano normal de hoy día a ver si percibe las inmensas diferencias y contradicciones que hay entre las dos imágenes de Jesús –las de Marcos y Juan- comenzando por su identidad sustancial… Para Marcos, Jesús es un hombre normal que es “hijo de Dios” por adopción en el bautismo, acción divina complementada por la resurrección”… para Marcos no hay encarnación ni posibilidad de Trinidad alguna; y para Juan Jesús, es el Hijo de Dios desde toda la eternidad, preexistente, el Logos, la base para ser interpretada más tarde como una segunda persona de la Trinidad, y sí hay encarnación. Seguro que ese cristiano normal hasta se extrañará de la pregunta sobre las diferencias, a veces extremas, entre los evangelistas. Para él los dos evangelios, Marcos y Juan, son simplemente complementarios. O quizás ni siquiera caiga en la cuenta de esa complementariedad. Los verá quizá “un poquito distintos” sin más. Y empalmando con lo que decía en la nota de ayer, hacia el final: esta perspectiva del “Prólogo” del libro de Guijarro casa muy bien con la de la “Conclusión” o epílogo acerca del “misterio de la identidad de Jesús”, un misterio que está “más allá de las concepciones de los evangelistas” y “más allá de todos los caminos”… Creo que la interpretación de los datos textuales evangélicos se ve condicionada por la teología previa que estas frases expresan. Probablemente, sin embargo, esta postura no sea criticable, ya que el libro pretende ser no sólo un estudio histórico, sino una introducción confesional a unos textos de la antigüedad, los evangelios, que se aceptan como testimonios de fe. Yo lo admito. Pero los términos deberían estar más claros, porque el lector sencillo se cree que lo que le ofrece el autor de esta introducción a los Evangelios es pura historia. La radical novedad, la inventiva teológica, de Juan queda dulcificada basándose, pues, en una cierta concordancia entre los evangelistas, concordancia real, pero en la que no se destacan cuando se hace un resumen conclusivo en el libro. El “prólogo” (¡que se escribe al final, incluso después de la conclusión!, por tanto es en cierto modo conclusivo) no destaca debidamente las radicales novedades johánicas que impiden considerar al Cuarto Evangelio como histórico en su conjunto. Y si este evangelio se aleja radicalmente del Jesús de la historia, como admitiría el mismo Guijarro, ¿de qué me vale ponderar su excelsa teología? En el trasfondo estoy diciendo que esa teología carece de base histórica fidedigna. Este es un problema sustancial que debe abordarse con absoluta nitidez. Sin embargo, otras perspectivas del libro me parecen interesantes y algunas novedosas. Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Miércoles, 21 de Julio 2010
Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Comentaremos esta semana el último libro, creo, del conocido biblista Santiago Guijarro Oporto, profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca, publicado por Ediciones Sígueme, también de Salamanca (colección “Biblioteca de estudios bíblicos, 130), 2010, 575 pp. PVP: 34 €. ISBN: 978-84-301-1730-7. En conjunto, y lo adelanto ya, me parece un libro totalmente oportuno y necesario, aunque tiene sus limitaciones debidas sobre todo, como veremos, a que el autor -que es un buen historiador, y filólogo, inteligente y mesurado- no puede sobrepasar ciertos límites que impone su aceptación de las fronteras del círculo confesional. El libro fue concebido en principio como un manual de amplio espectro, que ha ido tomando a lo largo del tiempo un aspecto más de monografía especializada, pero sin perder las virtudes que caracterizan a los buenos manuales: visión de conjunto de la opinión de los especialistas, orden en la disposición de los materiales, claridad en la exposición gracias a un estilo sencillo, abundante información bibliográfica y opinión propia bien argumentada. “Los cuatro evangelios” parte del supuesto de que a finales del siglo II la Iglesia reconoció como sagrado el evangelio “tetramorfo”, es decir, lo que se definió como un “único” evangelio, predicado desde el principio, en “cuatro versiones” o perspectivas, en las cuales los seguidores de Jesús vieron reflejada plenamente la “buena nueva” de su Maestro. Desde esta realidad, la obra de Guijarro se construye a partir de la convicción de que los cuatro evangelios reclaman ser leídos y estudiados conjuntamente. La estructura del libro es la siguiente: una extensa introducción que sitúa a los evangelios en el contexto de la producción escrita sobre Jesús en la última mitad del siglo I, junto con la explicación de la historia del canon: por qué fueron seleccionados estos cuatro y no otros; es decir, qué criterios actuaron en su elección. Luego se aborda el tema del uso del término “evangelio” para designar los libros sobre Jesús y cómo se pasó del evangelio proclamado al evangelio escrito, junto con un breve tratamiento de los títulos de los Evangelios: ¿eran originales? ¿Cuándo nacieron y por qué? No podía faltar tampoco en este apartado la exposición de la problemática en torno al “género literario” al que pueden adscribirse los Evangelios. Tras estudiar los rasgos comunes a los cuatro y presentar su proclamación como un “kerigma cerrado”, Guijarro se decanta por situar los evangelio en el amplio marco de las biografías de época helenístico-romana, con algunas peculiaridades. Después de esta amplia introducción general viene una primera parte del libro que es como una continuación de los temas introductorios, aunque ya referidos a la problemática estricta de los cuatro evangelios canónicos concretos: A. Esta primera sección aborda las relaciones entre los cuatro Evangelios, comenzando por el problema de cómo ha llegado su texto hasta nosotros: • La crítica textual y sus limitaciones. • ¿Cómo abordar hoy el problema sinóptico?, es decir, qué relaciones mantienen entre sí los tres primeros evangelios? Aquí se decanta claramente Guijarro por la prioridad del Evangelio de Marcos y por la admisión de la “Teoría de las dos fuentes” o documentos: acepta como muy probable la existencia de la Fuente “Q”, como hipótesis más probable que su contraria. • La relación del sorprendente Evangelio de Juan con sus tres antecesores. B. Otro apartado importante está dedicado a dilucidar los antecedentes orales y escritos a los cuatro Evangelios. Guijarro destaca más que otros autores la importancia vital de la tradición oral en la formación de los Evangelios, en consonancia con el interés dedicado a este tema en artículos científicos suyos sobre este tema. Distingue aquí entre tres tipos de tradición oral, que empezó a formarse en tiempos de Jesús –tema discutible, como veremos-, la de la generación apostólica, tras la muerte del Maestro, y la postapostólica, tras el fallecimientos de los testigos oculares. Luego estudia la cristalización de la tradición oral sobre Jesús en las primera “hojas volantes”, primeras composiciones, normalmente muy breves, sobre dichos de Jesús y luego grupos de relatos y también de dichos: de milagros o de parábolas. Esta sección concluye con una pregunta sustancial: por qué y para quién se escribieron los Evangelios. C. En la tercera sección de este apartado Guijarro presenta los rasgos generales y el balance de la investigación actual sobre los tres posibles documentos escritos anteriores a los Evangelios actuales, de los que podemos tener noticia deductiva: • El Relato de la pasión previo a Marcos y a Juan; • El Documento “Q”, las pruebas de su existencia, reconstrucción, su contenido y contexto vital: qué comunidad, o comunidades había detrás de este documento perdido. • Y por último lo que desde R. Bultmann –en su comentario al Evangelio de Juan (en la famosa serie alemana Kritisch-exegetischer Kommentar über das Neue Testament)- se ha llamado “La fuente de los signos”, una posible composición que contenía no sólo un relato de milagros de Jesús, sino que quedó asociada posteriormente con un relato de la pasión, parecido al que tuvo ante sus ojos Marcos para finalizar su evangelio. La segunda parte del libro, un tercio más voluminosa que la primera, está dedicada a explicar cada uno de los cuatro evangelios, según el esquema siguiente: A. Transmisión textual; tradiciones previas; redacción y composición. B. Lectura del Evangelio: división en partes y una suerte de breve exégesis y comentario destacando lo más importante para la comprensión global del Evangelio. C. El contexto vital: autor, fecha y lugar de composición: situación en la que nació el Evangelio en cuestión; sus destinatarios y el lugar de cada Evangelio dentro del contexto del cristianismo primitivo. La síntesis final del autor, o “Conclusión”, no muy amplia, pero importante, recoge las ideas y perspectivas más sustanciales desgranadas a lo largo del libro. Al estar titulada tal conclusión “La memoria de Jesús” recuerda un tanto la línea del libro de J. S. G. Dunn, Jesús recordado (Verbo Divino), que hemos comentado anteriormente en estas páginas. El volumen se completa con una transcripción de las tres composiciones anteriores, escritas, a los Evangelios, todas ellas científicamente reconstruidas: a) “El Relato premarcano de la pasión”; b) El Documento “Q” y c) “La fuente de los signos”. Este apéndice es un buen servicio al lector. Me parece que la transcripción del último párrafo del libro merece la pena, porque indica la mentalidad con la que está compuesto el libro: « “El reconocimiento de los cuatro evangelios ponía de manifiesto que ninguna visión (es decir, concepción) de Jesús podía reflejar completamente el misterio de su identidad. La afirmación de que los cuatro constituían un único evangelio en cuatro formas situaba el ‘evangelio’ más allá de todos ellos, porque al ser necesarios los cuatro para manifestarlo se reconocía que ninguno de ellos lo contenía plenamente. El reconocimiento Dios que los cuatro eran necesarios muestra también que la pluralidad de visiones de (es decir, de concepciones sobre) Jesús es imprescindible para entrar en un misterio que está más allá de cada una de ellas. En última instancia la decisión de la Iglesia al proponer los cuatro evangelios como vía de acceso a Jesús expresaba una doble convicción: no hay un solo camino para llegar a él, y que él está más allá de todos los caminos” (subrayados míos) (p. 239). » El lector de este blog sabe de “qué pie cojeo”, y comprende también –creo- que no es necesario más que el subrayado en el texto transcrito, que es obra mía, para saber qué es lo que pienso al respecto. En las próximas notas ampliaremos aspectos que me parecen importantes en este libro y haremos nuestras modestas apostillas o comentarios. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Martes, 20 de Julio 2010
Notas
Hoy escribe Gonzalo del Cerro
El episodio de la perdiz de los HchJn En atención a un amable lector de nuestras notas adelanto lo que tendría que ir en un apéndice según mi proyecto original. En la edición de los HchJn, incluida en los Hechos Apócrifos de los Apóstoles (Acta Apostolorum Apocrypha) de R. A. Lipsius y M. Bonnet, aparece el episodio como capítulos 56-57 del texto (vol II 1, pág. 178-179). Un asterisco delante de los números de los dos capítulos y las referencias a ellos en la Introducción al volumen II 1, pág. XXIX, es una prueba de las dudas que fomenta el fragmento sobre su posibilidad de pertenecer a los primitivos HchJn. El fragmento se ha conservado en el códice Q de la Biblioteca Nacional de París (s. XI), en el contexto de otras tradiciones sobre el apóstol Juan. Junod & Kaestli dan por supuesto que no pertenece al conjunto primitivo de los HchJn, como pensaban la mayoría de los investigadores hasta entonces (1983). Sin embargo, no está claro que se trate de un fragmento totalmente ajeno a la obra. Además, el lugar en que suelen situarlo los editores es una de las lagunas detectadas en el texto, en la que podría encajar sin problemas la anécdota de la perdiz. En la edición de los HchJn del primer volumen de los Hechos Apócrifos de los Apóstoles de nuestra edición (de A. Piñero y G. Del Cerro) puede verse el texto griego del códice Q con su traducción española como Apéndice 1, págs. 456-457. El texto del códice Q ofrece una versión, que luego ha sido modificada por obra y gracia de los ascetas que le han dado un sentido distinto. Se encontraba Juan descansando cuando llegó volando una perdiz, que se puso a revolcarse en el polvo delante de él. Juan se entretuvo en contemplar la escena. Un sacerdote, que era oyente de Juan, cuando lo vio entretenido en un asunto tan poco trascendente, quedó escandalizado. Pensaba cómo era posible que un hombre tan importante se entretuviera en detalles tan poco dignos. Juan conoció en espíritu lo que pensaba el sacerdote y le dijo: “Mejor sería que te entretuvieras contemplando a una perdiz bañándose en el polvo en vez de mancharte con malvadas e impuras acciones”. Añadió que el Señor lo había traído hasta allí para obtener la conversión y el arrepentimiento. “La perdiz, en efecto, es tu alma”. El anciano se dio cuenta de que nada le pasaba inadvertido a Juan, quien le reveló secretos que ocultaba en su corazón. Se postró sobre su rostro, arrepentido de sus osados pensamientos, y le pidió que rogara por él. Juan le instruyó y lo envió a su casa. Se retiró a su casa dando gloria a “Dios que está sobre todas las cosas”. El episodio de la perdiz tiene una versión más interesante en las Colaciones de Casiano, asceta que vivió del 360/65 al 435 (Colaciones, 24, 20 (CSEL 13, 697,8s). Así suena el relato en el texto de Casiano: Se encontraba el apóstol Juan entretenido en jugar acariciando a una perdiz. Vino a él un filósofo vestido de cazador, que se sorprendió al ver a Juan ocupado en una diversión tan poco elevada. Le preguntó si era aquel famoso Juan, cuya fama lo había atraído con el deseo de conocerlo. Y sin más le espetó una pregunta que sonaba a reproche y acusación: “¿Cómo es que te ocupas en tan viles diversiones?”. Juan le contestó con una pregunta ad hominem, llena de intención: “¿Qué es lo que llevas en la mano?” “Un arco”, respondió el cazador. Juan insistió: “¿Y por qué no lo llevas siempre tensado y preparado para disparar?” El cazador se entretuvo en dar explicaciones propias de un profesional de la caza. No era conveniente llevar siempre el arco tenso, porque perdería potencia a causa de la rigidez. Llegado el caso, no se podría realizar el disparo con suficiente vigor por haber estado el arco sometido a una constante tensión. Por esa razón, el arco tenía que mantenerse continuamente en situación de relajación para mantener intactas sus cualidades. La respuesta de Juan no tenía vuelta de hoja. Él era cuna especie de arco que tenía como tarea la delicada misión de la evangelización con sus trabajos y pesadumbres. El alma necesitaba momentos de relajación para mantenerse en plena capacidad de esfuerzo y eficacia. Si no disponía de momentos de distensión, no podía obedecer a la exigente voz del Espíritu porque estaría agotada por el esfuerzo constante. Entretenimientos como el jugar con una perdiz y similares diversiones eran la mejor medicina para el cansancio y la debilidad del ser humano. Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 19 de Julio 2010
NotasHoy escribe Antonio Piñero Llegamos al final de nuestro comentario sobre el libro de C. J. Heyer, publicado por El Almendro en 2003 y sintetizamos lo que creemos que son ideas válidas del autor en su visión global de la figura y pensamiento de Pablo. Ante todo Pablo fue un judío muy judío, pero profundamente marcado por su cultura básica helenística. Fue un hombre de dos mundos: el judío y el grecorromano (no hay que suponerle, por tanto, influencias importantes del pensamiento egipcio o del la india lejana, budismo, etc.). Pablo esperaba la pronta destrucción de este mundo pecador. Su pensamiento estaba muy influido por la teología de los grupos judíos que llamamos apocalípticos. (A propósito, el modo de estudiar el pensamiento de estos grupos: aparte de escritos más bien tardíos del Antiguo Testamento como Malaquías, Daniel Is 26-29, etc., sobre todo a base de los Apócrifos del Antiguo Testamento y de los mss. de Qumrán). Tuvo una revelación (a las puertas de) Damasco cuyo contenido esencial fue que Jesús, el que había sufrido la muerte maldita de la crucifixión, había sido resucitado por Dios. Esto era el preludio de la era y la realidad mesiánica. El sentido del sacrificio de Jesús le fue revelado también, y Pablo lo interpretó de una manera compleja y rica: como salvación del pecado, renovación del hombre y del cosmos, filiación divina, libertad, amor, paz, justicia, camino a seguir y ejemplo a imitar. La doctrina de Pablo se fue desarrollando poco a poco y gracias al impulso del contexto en el que vivió. No hay en sus cartas ningún tratado sistemático ni nos ha dejado ningún resumen de su pensamiento esencial. A pesar de ser (probablemente) un fariseo, desde su juventud debió de acostumbrarse a pensar no sólo a base de sublimes ideas abstractas, sino también con un gran sentido práctico. Intentó dar soluciones a problemas que nunca antes se habían planteado en el judaísmo que él estaba interpretando a luz de lo ocurrido con Jesús. Pero las soluciones prácticas de Pablo van mezcladas con grandes dosis de sentimiento que pueden obscurecerlas. Significa que el Apóstol se tomaba a pecho los altibajos de sus comunidades, y que intentaba orientarlas, pero esas emociones que acompañan a sus ideas deben ser tenidas en cuenta y a la vez deben ser filtradas. Estuvo persuadido Pablo de que su misión de predicar el evangelio al mundo gentil era una consecuencia de su visión en Damasco. Pensó que al final de los tiempos Dios hacía pesar más en la balanza de su justicia la “Promesa a Abrahán” -que contemplaba una salvación universal (Gn 12,3)- que la estricta teología del “Pacto sólo con Israel” como pueblo elegido. Pero –según Pablo- los que se acogieran a la fe en Jesús como mesías no formaban una religión nueva, sino el verdadero Israel de los últimos tiempos. A pesar de su apostolado gentil, siempre intentó Pablo persuadir a sus connacionales judíos de la necesidad de la fe en Jesús como Cristo o mesías. No conoció Pablo a Jesús personalmente, sino por una visión. Y a partir de este momento esperó ardientemente la llegada de ese Jesús de nuevo. Pablo expresó su vínculo con Jesús de diversas maneras en sus cartas. A veces deseaba morir para estar ya con Jesús; en otras ocasiones tenía Pablo la seguridad de que su unión con Cristo era tan intensa que no necesitaba anhelar el futuro. Hay en Pablo una “mística de Cristo”, expresada por la frase “estar o actuar en Cristo”. Heyer da la impresión de que no cree en la divinidad real de Jesús: basta con leer su exégesis del himno a Cristo de Filipenses 2,6ss en pp. 196-202, en la que dice que Jesús era un mero ser humano, pero muy especial y que sus discípulos conservaron el recuerdo de que se sentía muy cerca de Dios. Y para expresarlo el autor del himno, un cristiano viejo anterior a Pablo recurrió a la imagen del Génesis: Jesús era un hombre según el corazón de Dios, no un hombre meramente terrestre sino como Dios quiso que fuera el ser humano al principio de la creación, en su condición divina” como imagen de Dios. Creo que aquí se equivoca Heyer al ponderar así el pensamiento de Pablo sobre Jesús en su conjunto: parece muy difícil concebir un sacrificio (la cruz) que aplaque verdaderamente a la divinidad si la víctima (Jesús) no es de algún modo divina. Segundo: la mística de la unión con Cristo (“en Cristo”), y la interpretación de la ingestión del pan y del vino en la Eucaristía, según Pablo, no se explican bien si el Apóstol no concebía que Jesús era el Hijo de Dios de verdad, divino…; no simplemente “divino” porque fue el único en verdad creado a “imagen de Dios”, como Éste quería. Me parece ésta una exégesis desesperada. Pablo vivía en la frontera de mundos diferentes. Su mente polifacética y su creatividad le facilitaban el situarse en el mundo de las ideas de sus lectores, de modo que trataba de hablar su lenguaje. El resultado de este esfuerzo era que el Pablo apocalíptico podía expresarse con términos e imágenes propios de un gnóstico. De ahí se explica la mezcla de apocalipticismo y gnosticismo temprano que hay en sus ideas. Añadiría: hay un deseo positivo en Pablo de presentar su mensaje sobre Jesús con el ropaje de las religiones de misterios helenísticas: Jesús era el verdadero salvador y ofrecía una salvación mejor, más fácil y más barata de conseguir que la ofrecida en las iniciaciones de las religiones de misterio. Su conversión de perseguidor de los que creían en Jesús a anunciador o proclamador de éste incluso entre los gentiles le llevó a preguntarse qué significaba la ley de Moisés para su empeño de atraerlos a Cristo. Aunque íntimamente podía estar de acuerdo Pablo en que la Ley debía imperar tanto entre los judíos como entre los seguidores de Jesús y los gentiles, la urgencia de la conversión de éstos le llevó, incluso, contrariando su deseo más íntimo, a negar el valor absoluto de la Ley. La circuncisión, la observancia del sábado y las normas de la pureza eran un estorbo para la aceptación de Jesús por parte de los gentiles, por lo que se vio obligado a relativizar su valor. De este modo, aunque su deseo era que judíos y creyentes en Jesús fueran uno, una sola comunidad, en la práctica los dos grupos se separaron definitivamente por “culpa” del Apóstol. Pablo nunca lo deseó y expresó su confianza de que en el futuro todos Israel sería creyente en Cristo. Por ello, estrictamente, nunca declaró totalmente abolida la Ley y pensó que la comunidad de creyentes en Cristo nunca habría sido viable sin haber sido injertada, como rama de oleastro, en el olivo verdadero que era Israel. Como las cartas de Pablo tuvieron la condición de documentos condicionados por el tiempo y el lugar en el que se compusieron, sus discípulos, al caer en la cuenta de su valor limitado, complementaron los escritos del maestro en varias direcciones. Es decir, compusieron nuevas cartas en nombre de Pablo. Los autores de las Pastorales se apoyaron en Pablo para fundar unas estructuras que ayudaran a la iglesia a mantenerse unida y bien organizada en este mundo. El autor de 2 Tesalonicense trató de corregir la creencia en un fin inmediato del mundo, relativizando esta concepción apocalíptica y alejándola hacia un futuro no inmediato. Los autores de Colosenses y Efesios complementaron la cristología y el sentido de la iglesia en el universo que no había tocado a fondo el maestro Pablo. Como el Apóstol no escribió sino cartas contextuales, ello obliga a plantearse la cuestión de la validez de su pensamiento para la época presente. Pablo no escribió para personas que iban a vivir 2.000 años más tarde. Por ello parte de sus cartas e ideas no tienen valor para hoy. Ha dejado de existir el Imperio romano; el pensamiento griego del helenismo es cosa remota; el judaísmo y el cristianismo se han consolidado como entidades muy distintas y separadas que han seguido caminos muy diferentes. La visión apocalíptica de los seres humanos y del mundo no inspira a casi nadie hoy día, en donde imperan nociones muy distintas a las de Pablo acerca de las relaciones personales, de la familia, de la sociedad, del matrimonio, de la situación de la mujer y del estado, etc. De todos modos, el libro de Heyer termina con una suerte de ditirambo que –creo- puede atraer a creyentes y no creyentes hacia el estudio de Pablo. “Lo extraño, sin embargo, es que la voz de Pablo sigue fascinando”…, escribe en la p. 311. Fue un hombre, cuyas ideas podían inclinarle hacia el pesimismo, pero se mantuvo optimista. Se esforzó por lograr la unidad entre judíos y gentiles, personas de tan diferente transfondo. Al estar seguro de haber visto al Jesús resucitado estuvo convencido que desde el momento de la resurrección de éste « “la vida y no la muerte tendría la última palabra, de que no iba a triunfar el pecado, sino el amor y la gracia de Dios, que la enemistad y el odio no seguirían dando el tono, sino que al final se impondría la paz y la reconciliación. Todo el que valore estos ideales afirmará que esto tiene que ocurrir pronto. No podemos acusar a Pablo de haberse equivocado en esto. Por encima de todo su estilo de vida y sus ideas todavía merecen ser tenidas en cuenta” (p. 312). » Creo que ideas semejantes inspiraron a Teilhard de Chardin. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Domingo, 18 de Julio 2010
NotasHoy escribe Antonio Piñero La segunda parte del libro de Heyer –que estamos comentando esta semana- está consagrada, hasta el final, a aclarar a los lectores en orden cronológico, el motivo, la estructura y la teología principal de Pablo tal como se va mostrando en sus cartas. VALORACIÓN En principio estoy muy de acuerdo con la división de las siete cartas genuinas de Pablo que se hace en este volumen, y con la explicación de las ideas paulinas. Aunque no con el orden cronológico de composición, como recalcaré más abajo: no pondría tan cerca Gálatas de Romanos; sin que dejaría más tiempo a Pablo para matizar y cambiar sus ideas sobre la validez de la Ley. En todo caso añadiría algo a la valoración general de esta segunda parte del libro: cuando se dispone de un cierto número de páginas, fijo, a disposición del autor, y el libro va dirigido, como éste, a un público general, no precisamente a especialistas, daría menos espacio a contar con detalle minucioso las andanzas de Pablo, a saber que si en este momento estaba aquí y allí, que tomó tal o cual dirección y daría más espacio a la dilucidación de las ideas. ¡Ojo! No estoy diciendo que estos prolegómenos, totalmente necesarios, se omitan, sino que se ofrezcan en una medida que no atosiguen al lector y que le permitan consagrar más tiempo a comprender la estructura y marcha del pensamiento paulino y menos a los detalles pequeños de “viajes, andanzas y compañeros”, que luego se le van a olvidar. Y esto es lo que creo que, en ocasiones puede ocurrir con este libro: la contemplación minuciosa de algunos árboles no dejarán contemplar el bosque en su conjunto. Si comparamos también este volumen, con el de Senén Vidal, que ya conocemos, dedicado a Pablo, observaremos que Heyer es mucho menos crítico a la hora de juzgar algunas frases, o a vece trozos enteros, que probablemente no vienen de la mano de Pablo, pero que se han introducido en sus cartas desde el principio del proceso de edición de ellas ya a finales del siglo I. Pongo un ejemplo: los famosos párrafos de 2 Cor 6,14-7,1, y su valoración por mi parte: « “No estéis unidos en yugo desigual con los incrédulos, pues ¿qué asociación tienen la justicia y la iniquidad? ¿O qué comunión la luz con las tinieblas? 15 ¿O qué armonía tiene Cristo con Belial? ¿O qué tiene en común un creyente con un incrédulo? 16 ¿O qué acuerdo tiene el templo de Dios con los ídolos? Porque nosotros somos el templo del Dios vivo, como Dios dijo: Habitaré en ellos, y andaré entre ellos; y seré su dios, y ellos serán mi pueblo”. 7, 1 Por tanto, amados, teniendo estas promesas, limpiémonos de toda inmundicia de la carne y del espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios”. » • No me parece sensato admitir que este fragmento sea auténticamente de Pablo: rompe el contexto y por sus ideas y vocabulario parece ser ajeno al pensamiento del Apóstol. Aparte de alguna palabra y de expresiones que no aparecen nunca en el resto del Pablo auténtico, lo más problemático es que contiene recomendaciones contradictorias, inconciliables respec¬to al trato con los paganos. Contrástese 1 Cor 5,9-11 con 2 Cor 6,14-16: « Al escribiros en mi carta que no os relacionarais con los impuros no me refería a los impuros de este mundo en general o los avaros, a ladrones o idólatras. De ser así tendríais que salir de este mundo. ¡No! Os escribí que no os relacionarais con quien llamándose hermano es impuro… (1 Cor 5,9-11). No os juntéis con los infieles. Pues ¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué unión entre la luz y las tinieblas? ¿Qué armonía entre Cristo y Belial? ¿Qué participación entre el fiel y el infiel? ¿Qué conformidad entre el santuario de Dios y el de los ídolos? (2 Cor 6,14-16). » La mayoría de los investigadores se inclina a pensar que el fragmento 6,14-7,1 no es paulino, sino que se introdujo muy pronto dentro de la colección de cartas de Pablo (se encuentra en todos los manuscritos), sin que podamos saber cómo y por qué. Los comentaristas suelen señalar que el tono del texto y la prohibición del trato con paganos (¡adiós a todo el ministerio paulino con los gentiles!) parece haber nacido de la pluma de un antiguo miembro del grupo esenio de Qumrán, pasado luego al cristianismo. De todos modos siempre se halla algún escape a este argumento, de modo que la posición contraria –es decir, que el fragmento pertenece originalmente a 2 Cor— no carece de defensores. • También indiqué al principio de mis comentarios mi extrañeza de que nuestro autor coloque a Gálatas cronológicamente al lado de Romanos. Creo que esta posición es defendida por los investigadores en mucho menor medida que el siguiente orden: 1 Tes; Gál; 1 Cor; Filipenses; Filemón; 2 Corintios y Romanos. La razón fundamental estriba en mi opinión en que hay una notable diferencia, o suavizamiento, de pensamiento respecto a la Ley en las dos cartas. Hay que pensar que Pablo necesitó más tiempo para madurar sus ideas y cambiar incluso de opinión. • Otra observación que veo ausente de Heyer es la falta de un necesaria insistencia de que las cartas de Pablo fueron seriamente editadas y manipuladas a finales del siglo I o principios del II (el pasaje de 2 Pedro 3,15 es en mi opinión una muestra de que ya se había editado el corpus: “Y considerad la paciencia de nuestro Señor como salvación, tal como os escribió también nuestro amado hermano Pablo, según la sabiduría que le fue dada”, de modo que los lectores caigan en la cuenta de que cuando los exegetas afirman: “esto o eso probablemente no es del Pablo auténtico” no se crean que los exegetas se están sacando cosas de la manga, y como se les acusa a veces, eliminando pasajes que no les interesan, por lo que sea… ¡es decir actuando deshonestamente! No es así. Se basa esta decisión en muchas horas de análisis y en el consenso de muchos exegetas expresadas muchas veces no en libros, sino en artículos de revistas especializadas que los que critican no han leído. • Y por último: para hacer reflexionar también a los lectores desearía añadir a este propósito que no tenemos manuscritos de Pablo –ni tampoco en líneas generales- de los Evangelios que sean anteriores al momento –entre los años 150 y 180- que el conjunto de las iglesia más importantes de la cristiandad, que eran todas paulinas, no judeocristianas, decidieron cuál era la lista básica de los escritos cristianos que debían considerarse canónicos. Quiero decir con ello que cuando nosotros examinamos los manuscritos más antiguos (con alguna excepción; quizá el Papiro 52, que contiene unas pocas líneas de Jn 18 y que quizás sea de +- de los años 125-150) del Nuevo Testamento ya ha tenido lugar la declaración canónica. Y así como fueron terriblemente editadas las cartas de Pablo (de unos 13 fragmentos de cartas auténticas se hicieron sólo 7 cartas con una mutilación y desorden de ideas a veces horrorosos e incomprensibles). • Del mismo modo debemos suponer que fueron severamente editados los Evangelios en el sentido de acomodarlos a la línea de pensamiento general que era paulina. Pienso que aquí, en los Evangelios la manipulación fue mucho menor que en las cartas de Pablo. No en vano se trataba de tradición sobre hechos y dichos del Señor… que había que respetar mucho más, mientras que Pablo era “simplemente” un apóstol suyo. Pero hay que suponer siempre que fueron editados de todos modos. Mañana concluiremos el comentario del libro de C. J. Heyer con una síntesis de su pensamiento global sobre la figura y pensamiento de Pablo. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com APÉNDICE Lista de glosas en las cartas paulinas (tal como aparecen impresas hoy día), según Senén Vidal • En 1 Tes: 2,15-16 5,1-11 • En Gálatas: 6,6 6,18 • En 1 Corintios: 1,2b; 1,16; 2,6-16; 7,21b; 11,2; 11,19; 12,31b-14,1b; 14,33b-36; 15,39-41; 15,56; 15,9-10; • En Filipenses: 1,1c; 2,21; 3,1b-4,1; 4,8-9; • En 2 Corintios: 1,1c; 6,14-7,1; • En Romanos: 2,16; 5,6-7; 6,17b; 7,25b; 10,17; 13,1-7; 14,12; 15,4; 15,33; 16,1-27
Sábado, 17 de Julio 2010
NotasHoy escribe Antonio Piñero Seguimos comentando el libro de C. J. den Heyer, Pablo, un hombre de dos mundos (El Almendro 2003). Nuestro autor se pregunta qué pensaba Pablo de la ley de Moisés en sus “años obscuros”, es decir, de “formación”, a la vez que hacía algunos escarceos misioneros, como predicador dependiente de la iglesia de Antioquía. Probablemente, nada –responde- ya que mientras se dedicó Pablo a predicar a los judíos no debió de tocar el tema de la Ley, y ni era necesario. Pero cuando se decidió a predicar plenamente a los gentiles, y esto fue más tarde, el judío helenístico que era Pablo, un hombre pragmático y más flexible que sus colegas fariseos de Palestina/Israel, debió de caer en la cuenta de que Dios tenía otros planes acerca de la salvación de los seres humanos: no podía llegar el fin del mundo y que al menos ciertos paganos buenos no participaran del mundo futuro. No se podían condenar en masa los paganos. Por ello, poco a poco, llegó al convencimiento de que la Ley –gran obstáculo para la conversión de los gentiles- sólo podía tener una validez temporal, hasta la venida de Cristo- y que sólo y en todo caso podría ser válida para los judíos. De hecho incluso llega a postular para ellos Pablo que podrían salvarse sólo con la fe en Jesús aunque dejaran de cumplir una Ley obsoleta (posición de Gálatas). Pero en la epístola a los Romanos, echa Pablo marcha atrás. Volvió a resurgir el judío Pablo e hizo una encendida defensa de la Ley, aunque con toda claridad admitiendo su validez sólo para los judíos. Heyer insiste en que la teología de Pablo era “contextual”: se pronunciaba, avanzaba y precisaba según las circunstancias de sus lectores y según las ocasiones. Heyer no obtiene aquí más consecuencias. Yo añadiría por mi cuenta que algunos investigadores (recuerdo de memoria un libro de H. Räisänen, aunque no me acuerdo del título exacto, en el que defiende que Pablo es un teólogo inconsecuente; casi lo tilda de un tanto inconstante y de opinión volátil, de cambiar de opinión según la audiencia que tenía ante sus ojos conforme a su dicho “Me hago todo a todos; con los judíos me muestro judío y con los griegos, griego”. También dentro de la etapa de Pablo en Antioquía, como es natural, discute Heyer la posición de Pedro y la de Pablo a propósito de la famosa disputa relatada en Gál 2,11-14: « “Pero cuando Pedro vino a Antioquía, me opuse a él cara a cara, porque era de condenar. 12 Porque antes de venir algunos de parte de Jacobo, él comía con los gentiles, pero cuando vinieron, empezó a retraerse y apartarse, porque temía a los de la circuncisión. 13 Y el resto de los judíos se le unió en su hipocresía, de tal manera que aun Bernabé fue arrastrado por la hipocresía de ellos. 14 Pero cuando vi que no andaban con rectitud en cuanto a la verdad del evangelio, dije a Pedro delante de todos: Si tú, siendo judío, vives como los gentiles y no como los judíos, ¿por qué obligas a los gentiles a vivir como judíos” » Pienso que al leer los comentarios de Heyer a esta disputa entre Pablo y Pedro se le nota un tanto la fobia antipetrina protestante (= iglesia romana) y su disposición interna, positiva, respecto a Pablo, pues destaca con rotundidad y nitidez la inconsecuencia de la posición de Pedro. En efecto, la negativa de éste a comer con los gentiles, convertidos ya en seguidores plenos de Cristo no casa, en primer lugar, con lo que transmite Mt 16,16-17: si Jesús fundó su iglesia sobre esa roca (= Pedro), éste debería comportarse como el jefe de todos los creyentes, no sólo de la facción judeocristiana más estricta. Segundo, el presunto espíritu universal de Pedro tampoco casa con el desprecio que mostró hacia los pobres “helenistas” que huyeron de Jerusalén tras la muerte de su jefe, Esteban. Pedro se quedó en la capital…, tan tranquilo, con lo que demostró que nada quería saber con esos “aperturistas” iniciales hacia los paganos. Tercero: el espíritu de Pedro reflejado en la disputa antioquena, que hemos transcrito arriba, tampoco casa con la escena que pinta Lucas en Hch 10, 1-48: Pedro recibe en visión divina la revelación de que todos los alimentos son puros (cf especialmente Hch 10, 15 “De nuevo, por segunda vez, llegó a él una voz: Lo que Dios ha limpiado, no lo llames tú impuro”. ¿Cómo es posible que este mismo Pedro que había recibido tal orden del cielo, y que llegó a bautizar al centurión Cornelio, ¡un pagano!, luego se retirara de comer con los paganocristianos, obedeciendo las órdenes de la gente de Santiago, venidas de Jerusalén, porque éstos comían “cosas impuras”? Heyer muestra en estas páginas de su libro que el autor de Hechos dulcifica o distorsiona la historia, pretendiendo en este caso mostrar una unidad imposible en la iglesia primitiva, haciendo que el verdadero “inventor” de la misión a los paganos fuera Pedro (¡y por revelación divina!) y no Pablo. El tema del “decreto” en el Concilio de Jerusalén Heyer apenas discute en profundidad el problema de cómo los Hechos de los apóstoles (cap. 15: “Concilio de Jerusalén”) afirman que Santiago, jefe de la iglesia jerusalemita, emitió un documento de consenso, compuesto de dos secciones Pablo ideas principales (más una tercera, de carácter práctico: dar limosna a los pobres de la comunidad madre, como muestra de unidad eclesial): a) podía continuarse la misión a los gentiles; b) éstos, sin embargo, debían cumplir ciertas normas de la Ley, las llamadas “leyes noáquicas” de Génesis 9,3ss, cuyo precepto más llamativo para un ex pagano era no ingerir carne con su sangre. Heyer afirma que Pablo aceptó y “firmó” ese convenio, pero que luego no lo nombra y no lo cumple asqueado como estaba por el incumplimiento de la cláusula a) del mismo decreto por parte de los judeocristianos de Jerusalén. VALORACIÓN: Hemos indicado en notas anteriores, de hace ya tiempo, cómo la solución para el absoluto silencio de Pablo (tanto en Gálatas, como en resto de su correspondencia) respecto a este famoso decreto con tres prescripciones, y su falta de cumplimiento por su parte se explica mucho mejor si se supone que el autor de Hechos está confundiendo las fechas y mezclando las cosas. Ese decreto se produjo más tarde, no en el Concilio de Jerusalén. En efecto, Pablo afirma rotundamente –y parece que tiene razón- en Gálatas 2, que en tal asamblea “Nada me impusieron”, es decir, que no hubo decreto alguno. En mi opinión, y en la de otros muchos, este decreto nació después de la Asamblea, y en la propia y sola iglesia jerusalemita, por su cuenta, cuando vieron que se disparaban las conversiones de gentiles que no guardaban la Ley. Fue entonces cuando enviaron emisarios a Antioquía a urgir ciertas normas que ellos habían pensado que debían cumplir los conversos del paganismo, es decir, las “Leyes de Noé”. Y fue entonces cuando Pedro les hizo tanto caso, tanto que desde ese momento desistió de participar en la mesa común con los paganocristianos. Y además, otros “pesos pesados” de la iglesia de Antioquía, como el antiguo compañero de Pablo Bernabé, se unieron a Pedro en el cumplimiento de ese decreto, que en el fondo consagraba la división entre paganocristianos y judeocristianos. Y entonces fue cuando Pablo se enfadó…, y pasado muy poco tiempo, dejó a Bernabé, a la comunidad de Antioquia, y con el refuerzo de Silas y Timoteo, inició su etapa de misionero independiente. Esta me parece ser la mejor hipótesis y no la de Heyer que sitúa el conflicto entre Pedro y Pablo antes del Concilio de Jerusalén y como causa inmediata de que éste se celebrara…, en contra de los datos proporcionados por la Epístola a los Gálatas. Concluiremos pronto. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Viernes, 16 de Julio 2010
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
El libro de Karen Armstrong, En defensa de Dios. El sentido de la religión, Paidós, Barcelona, 2009 (The Case for God. What Religion Really Means, Random House, London, 2009), cuyas tesis principales expuse brevemente en el post anterior está, lamentablemente, plagado no solo de interpretaciones muy discutibles de algunos datos históricos, sino también de simplificaciones y de errores manifiestos. En lo que sigue me limitaré solo a algunos de los límites que creo percibir en esta obra. Un problema básico es que la división de Armstrong, fundamental en su libro, entre dos visiones de la divinidad y la religión (una “premoderna”, en la que la praxis sería esencial para la religiosidad, y otra “moderna”, en la que la religión sería básicamente un asunto de creencia) es una simplificación tan gratuita como insostenible. De hecho, resulta muy obvio que las creencias tienden siempre a justificar ciertas praxis, y estas presuponen a su vez un conjunto de creencias. Las religiones parecen haber ofrecido siempre mito, ritual y simbolismo, pero también postulados concretos (v. gr. que Jesús es Dios encarnado, que murió por los pecados de la humanidad y resucitó de entre los muertos, que la Eucaristía es realmente su sangre y carne…). Así pues, que la religión es (también) un asunto de creencia no es una malinterpretación de sus críticos irreligiosos o de los fundamentalistas, sino un hecho, y algo aceptado (comprensiblemente) por la inmensa mayoría de los homines religiosi. Hasta tal punto es así, que la misma autora debe reconocer que la obsesión por la ortodoxia es un rasgo del cristianismo antiguo (p. 128). Este es solo uno de los muchos contraejemplos posibles (y demoledores) a la tesis de la autora. Por supuesto, el propósito de Karen Armstrong es manifiestamente apologético: aislar una presunta concepción pre-moderna de la religión, basada en la praxis (mejor dicho: en los aspectos de la praxis que a ella le resultan simpáticos, pues sobre otros de esos aspectos, más sangrientos o rocambolescos, prefiere convenientemente correr un tupido velo), le permite descuidar una nada desdeñable cantidad de creencias religiosas que no son otra cosa que puras insensateces. Lástima que el resultado de la autora sea una simple invención. Otro problema, asociado al anterior, es el uso constante de juicios de valor, identificando la autora ad libitum “religión” con “religión genuina” y ésta con una experiencia máximamente humanizadora (pp. 33-34), calificando Armstrong lo que no le gusta como "idolatría" o "aberración". Sin embargo, si la religión no es el súmmum de los males que pretende el anticlerical, tampoco es la panacea que ofrece el teólogo sofisticado. La arbitrariedad de Armstrong se transparenta por doquier. Acusa a los fundamentalistas de leer la Biblia selectivamente, pero no sólo ella hace lo mismo (v, gr. ignorando lo que en la predicación de Jesús de Nzaret hay de violento y agresivo), sino que no puede evitar reconocer la violencia del Apocalipsis, el Deuteronomio o de ciertas aleyas del Corán (p. 327). De hecho,el libro abunda en generalizaciones injustificadas y fácilmente refutables, como la de que “hasta comienzos de la época moderna nadie leyó una cosmología como un relato literal de los orígenes de la existencia” (p. 39), algo crasamente falso y francamente asombroso en alguien que se presenta como historiadora de las religiones. Así, en la tradición judía Ibn Ezra lo hizo, y también varios rabís en el Talmud. Los ejemplos de la tradición cristiana llenarían páginas. Ciertamente, es discutible si esa posición fue o no mayoritaria, pero la pretensión de Armstrong se halla en algún lugar entre la ignorancia y la deshonestidad intelectual. La erudición e imparcialidad de la autora no siempre son sólidas: Armstrong denuncia, con razón, la falta de fundamento de algunos mitos pertinaces –y ya desenmascarados tiempo ha, como el de la incompetencia del obispo Wilberforce en su disputa con Huxley sobre la teoría evolucionista-, pero en su intento por armonizar religión y razón perpetúa otros de naturaleza apologética, como cuando <strong>pone en el mismo plano de intolerancia a Galileo y a los eclesiásticos que le censuraron </strong>(pp. 211-214). La ligereza -y la injusticia- del tratamiento de Armstrong puede comprobarse en este caso, por ejemplo, leyendo la amplísima y magnífica monografía del historiador de la ciencia Antonio Beltrán, Talento y poder. En realidad, no sólo no es cierto que las críticas de los “nuevos ateos” sean tan ingenuas y superficiales como la autora pretende, sino que no resulta tranquilizador que Armstrong, que reconoce la existencia de otros ateos más sutiles (Daniel Dennett, pero también otros como V. Stenger o A. Comte-Sponville, a quienes no cita), no afronte sus críticas. Tal ausencia traiciona cierta carencia de hondura intelectual, y pone en cuestión incluso la honradez del enfoque. La calidad de esta estrategia puede evaluarse según un principio enunciado por la propia autora: “En cualquier estrategia militar es esencial enfrentarse al enemigo en su punto más fuerte; no hacerlo así pone de manifiesto que la polémica es superficial y carece de hondura intelectual”. Si todo lo anterior es ya signo de una falta de rigor impropia de una persona con vocación intelectual, no es aún lo más grave. La cosa empeora todavía, y raya la infamia, cuando la autora, hacia el final de su libro, decide acusar a los “nuevos ateos” de no interesarse por el sufrimiento humano y de que “no muestran ningún anhelo por un mundo mejor” (p. 340). Lo cierto es que, por poner solo un ejemplo, una obra como The God Delusion de Richard Dawkins (dejando ahora al margen la plausibilidad de sus argumentos) revela una profunda preocupación por el sufrimiento físico, psicológico y moral de los seres humanos (y no solo de ellos). Intentar desacreditar a los “nuevos ateos” con este tipo de añagazas es de una mezquindad obvia, y nos retrotrae a épocas y procedimientos en que los cazadores de herejes intentaban desacreditar la heterodoxia de sus adversarios acusándolos de ser individuos soberbios y egoístas. Para alguien que presume de unir rigor intelectual y fuerza moral, los resultados dejan bastante que desear. La autora diserta sobre casi todos los temas imaginables y llena su libro de nombres y obras, con lo que sin duda aspira a “épater le bourgeois” y a dar la impresión de una gran erudición. A costa, eso sí, de incurrir en arbitrariedades y errores flagrantes, tanto fácticos como interpretativos, e incluso en procedimientos éticamente deleznables. Un libro como este puede sin duda proporcionar materia de reflexión sobre los temas que aborda, pero la fragilidad de su defensa de la religión –que aquí no hemos podido sino esbozar grosso modo no se le escapará al lector que no haya puesto en cuarentena su sentido crítico. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Jueves, 15 de Julio 2010
NotasHoy escribe Antonio Piñero Continuamos comentando el libro de C. J. den Heyer, Pablo un hombre de dos mundos, de Editorial El Almendro. Heyer opina que Pablo es como un modelo de cuantos han experimentado un cambio radical en sus vidas. Opina –correctamente- que no se debe llamar “conversión” el cambio de Pablo (el Apóstol nunca lo hace), sino “llamada”. Cuando era perseguidor de los cristianos, Pablo los había asediado con saña porque –aunque vivían dentro de los límites del judaísmo- no eran cumplidores exactos de la Ley de Moisés, y además, como compañeros que eran de Esteban, ponían en duda la ley de Moisés y la eficacia del Templo (p. 72). VALORACIÓN Esta interpretación me parece bastante tópica. No dudo de que pudo haber un cierto transfondo de estas ideas expresadas por Heyer como motivo de la persecución y que aquí el autor de Hechos pudo apuntar certeramente…, pero sólo en parte, porque es posible también que el autor de Hechos esté exagerando, como acostumbra, y desee presentar a Esteban como una auténtico precursor de Pablo de modo que éste no quede como el “inventor” del rechazo a la Ley y al Templo como medio de salvación. Que esto es así se ve porque el autor de Hechos hace una paralelo de Esteban con Jesús, y de la muerte de aquél con la muere de éste. Es posible que Lucas desee establecer artificialmente el siguiente nexo: Jesús – Esteban – Pablo. Opino que lo que pudo provocar una cierta y verdadera oposición, dentro del ámbito sinagogal, y no tan dura como dan a entender los Hechos- fue que los judeocristianos estaban poniendo ya las bases, quizá sin pretenderlo exactamente, para una futura –como ocurrió- divinización de Jesús. Un mesías resucitado, y pensado como que está a la diestra de Dios Padre, adquiere pronto tintes de figura celestial. Pienso que esta suerte de inicios de “diteísmo” (adoración a dos dioses”) por mitigado que fuere, pudo ser el motivo de la saña del celota Pablo contra los judeocristianos, saña que él nunca negó, sino que se preocupó de resaltar (Gál 1,13) para que quedara también clara en él la acción de Dios que es capaz de “convertir” por su gracia al más malvado. SIGUE HEYER: Afirma nuestro autor que el contenido de la visión a las puertas de Damasco se redujo en esencia a lo siguiente (pp. 86; ): Dios le manifestó a su Hijo, a saber, que estaba vivo, que el crucificado había resucitado de entre los muertos, y que eso significaba que los perseguidos por él, los seguidores de Jesús, tenían razón. Jesús era el Cristo y cumpliría su misión, se acercaba el tiempo final. VALORACIÓN: Me parece correcto ese punto de vista, pero tiene en cuenta Heyer Gál 1,17 : “Ni subí a Jerusalén a los que eran apóstoles antes que yo, sino que fui a Arabia, y regresé otra vez a Damasco”, que sugiere que la conversión fue en Damasco mismo, donde él residía. SIGUE HEYER: Finalmente, en esta época de “años oscuros”, cuando después de su llamada Pablo pasó madurando sus nuevas ideas, es donde, con toda verosimilitud, sitúa Heyer la primera plasmación de la teología paulina cuyas ideas maestras eran: • Una mentalidad apocalíptica: el tiempo que resta es escasísimo; el fin del mundo es casi inmediato. Pero los que crean en el mesías Jesús se salvarán. Dios rescata a los justos de su ira terrible, venidera. Esos justos no son muchos; pertenecen al Israel de verdad. Aquí no hay nada que objetar. Sigue Heyer: • A pesar de sus novedades, Pablo perteneció fiel –en parte- a la tradición judía. “Saulo se convirtió en Pablo, pero dentro de Pablo permaneció siempre un poco de Saulo”. A pesar de sus novedades teológicas, nunca declaró Pablo que Dios había abrogado la Ley. · También Pablo permaneció fiel a ciertas tradiciones básicas judeocristianas, pocas, que había recibido de la comunidad de Antioquía, como se muestra, por ejemplo, en 1 Cor 15,3-5: “3 Porque yo os entregué en primer lugar lo mismo que recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; 4 que fue sepultado y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; :5 que se apareció a Cefas y después a los doce;”, etc. Según Heyer, un ejemplo claro de dependencia por parte de Pablo de la tradición cristiana es la transmisión de las palabras de Jesús en la Última Cena y la institución de la eucaristía. Sostiene Heyer que hay dos tradiciones distintas al respecto: por un lado, Marcos/Mateo; por otro, Pablo/Lucas. De estas dos piensa nuestro autor que la más antigua es la de Marcos, porque es la más sencilla (por ejemplo, no contiene la idea de repetición litúrgica: “Haced esto en memoria mía…”, que sí parece en Pablo/Lucas y que es secundario, proviene de la tradición litúrgica cristiana. El traductor al español, José Valiente Malla, o el editor, Jesús Peláez, en la revisión, utilizan aquí (si no me equivoco) la versión de 1 Cor 11,23 de Juan Mateos: “Porque lo mismo que yo recibí y que venía del Señor os lo transmití a vosotros…”, Versión en la que se ve claro que Pablo no transmite ninguna visión celeste, suya propia, sobre el sentido de la Eucaristía, sino una tradición cristiana que sólo puede provenir de los propios apóstoles, los únicos que estuvieron en la Última Cena (pp. 92-94). VALORACIÓN La traducción de J. Mateos de 1 Cor 11,23 es interpretativa y, en mi opinión, errónea. Lo que dice el texto es sólo “Yo recibí del Señor…” (sin intermedio de tradición comunitaria alguna). Los lectores ya conocen mi opinión al respecto, que sintetizo: a) “Transmitir”/”recibir” no significa siempre tradición comunitaria (ejemplo Misná, Abot, 1,1); puede significar recepción de Dios directamente; b) Los relatos de la Última Cena no son firmes, sino variados y hasta contradictorios; c) La interpretación de Pablo y de Marcos no es posible en el judaísmo de Jesús y de la comunidad primitiva; hubiera sido una blasfemia contra su religión; sólo es posible en una comunidad pagano helenística con mentalidad de religiones de misterios (como la corintia); d) La comunidad de Jerusalén, y tampoco la de la Didaché, no conoció la eucaristía tal como la interpreta Pablo; la fracción del pan es sólo una comida (común), semi solemne, de rememoración de la Última Cena, ciertamente, pero no de una Cena como la interpreta Pablo, en sentido de unión mística con Jesús. e) La tradición que transmite Marcos depende de Pablo, que es cronológicamente anterior; f) Es absurdo –conforme a la traducción de J. Mateos transcrita arriba y entendida al pie de la letra- que el iniciador de una “tradición” sea Jesús; la tradición vendría no de Jesús sino de los apóstoles que transmiten lo que oyeron a Jesús. Pero la interpretación paulina es imposible de concebir en la mentalidad de esos inmediatos e íntimos seguidores de Jesús, como hemos sostenido. g) Tal como aparece en los evangelios sinópticos, esa “tradición” es susceptible de ser analizada y de descubrir en ella dos estratos. 1. Una cena de despedida de Jesús con sentido escatológico. “Presiento que voy a morir; es la última vez que bebo en vida el fruto de la vid, la vez siguiente será, ya resucitado junto con otros fieles, en el reino de Dios”. 2. A ese estrato escatológico se añadió por influencia de Pablo y en comunidades paulinas la interpretación mistérica de esa Cena como ingestión, entendida simbólicamente en esos momentos, sin transustanciación (eso vendrá más tarde), de la carne y sangre del mesías. SIGUE AHORA HEYER: Pablo cayó en la cuenta –gracias a su visión de Damasco- de que Jesús, a pesar de que fue crucificado –lo que significa maldición divina Dt 27,26- es el mesías. El escándalo de la cruz se convierte así en el inicio de la reflexión de Pablo. No precisamente la consideración de Jesús como el “justo sufriente” en sí, sino precisamente crucificado, anonadado por esa muerte, por ese suplicio de esclavo. Pero la cruz/muerte no va sola. La clave es la unión con la resurrección. Ese bloque compacto es lo que forma el inicio del misterio de la redención-expiación, que Pablo irá desarrollando poco a poco en su teología. Aquí, en este punto, no hay apostilla o crítica alguna que hacer. Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero. www.antoniopinero.com
Miércoles, 14 de Julio 2010
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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