Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
Si se comparan los párrafos relativos a la pena de muerte en el Catecismo de la Iglesia Católica con otros presentes en el mismo, se apreciarán toda una serie de flagrantes contradicciones, de las cuales no es la menos grave la existente entre la pomposa afirmación de la inviolabilidad de la vida humana y la condena implacable del aborto -al que se le mantiene, además, la pena de excomunión- y la legitimación de la pena de muerte para ciertos casos. Otra contradicción proviene del hecho de que el Catecismo enuncia con claridad el principio según el cual “No está permitido hacer el mal para obtener un bien” (nº 1756). Ahora bien, por muchos malabarismos dialécticos y distinciones escolásticas que se hagan, la ejecución de un reo en virtud de una sentencia judicial entraña, diríase, un cierto mal. Si se mantiene el principio mencionado, habrá que reconocer que la pena de muerte no es admisible. De nuevo se detecta una contradicción cuando se repara en que para legitimar la pena de muerte el texto invoca el “bien común de la sociedad”. Ahora bien, de una antropología cristiana no se deriva necesariamente que la sociedad sea el fin último, a expensas de la vida del individuo, por culpable que sea. De hecho, en el nº 1881 del mismo Catecismo se lee: “Cada comunidad se define por su fin y obedece a reglas específicas, pero el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana” (con cita de GS 25, 1). Con la pena de muerte este principio queda invalidado, pues la persona humana, supuestamente sujeto intocable, es sacrificada en aras de una comunidad determinada, con lo cual deja de ser el fin de las instituciones como se proclama en el principio enunciado. De la lectura del Catecismo se deduce que la Iglesia Católica, por medio de su jerarquía, no se decide a dar el paso de la abolición en el campo teórico, sino que se atiene a un retencionismo maquillado. Ahora bien, si el texto del CIC adolece de numerosas falacias e inconsistencias, ¿por qué me he referido igualmente -en otro nivel- a su coherencia? Lo veremos en próximos posts. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 14 de Noviembre 2012
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Notas
Hoy escribe Gonzalo del Cerro
El protagonista según la tradición El protagonista de este apócrifo es el apóstol enumerado entre los doce en las listas de los evangelios sinópticos. A diferencia de la noticia de los sinópticos, está la afirmación de los Hechos de Felipe, donde su compañero Bartolomé aparece identificado como “uno de los setenta discípulos del Señor” (HchFlp 108,1). Lucas refiere en su evangelio, con una formulación poco concreta, que “después de estas cosas, designó el Señor a otros setenta <y dos> y los envió de dos en dos” (Lc 10,1). Bartolomé aparece emparejado con Felipe en Mt 10,3 y en Lc 6,14. En el mismo Marcos 3,18, ambos apóstoles aparecen seguidos. El texto de Mateo es el que marca la unión en una formulación, en la que a las parejas de Pedro y Andrés su hermano, Santiago y Juan, hermanos también, sigue la pareja de Felipe y Bartolomé, separada de los siguientes miembros del grupo, pero unida con un καὶ copulativo. Ello podría explicar el coprotagonismo de Bartolomé en los Hechos de Felipe. Como también explica su unión con Mateo el detalle de que, tanto en Mc 3,18 como en los Hechos de los Apóstoles 1,13, aparezca Bartolomé formando bina literaria con Mateo. Sobre Bartolomé se cierne la sospecha, algo más que probabilidad, de su identificación con el Natanael del evangelio de Juan (1,43-51). Pues Natanael, que era natural de Caná de Galilea, no figura en las listas de los doce apóstoles. Sin embargo, es uno de los discípulos llamados por Jesús. En el contexto de su llamada, forma Natanael pareja con Felipe, que es quien lo condujo hasta Jesús. La escena tiene detalles tan plásticos como la rivalidad entre dos pequeñas aldeas vecinas, que eran Nazaret y Caná de Galilea. Pero el testimonio que Jesús da sobre Natanael expresa la idea de que se trata de un hombre cabal. En labios de Jesús: “Un auténtico (alēthôs) israelita, en el que no hay engaño” (Jn 1,47). Esta opinión, nacida de labios de Jesús, traza un perfil ideal del personaje. Tanto más cuanto que, según el autor del texto, Jesús tenía de Natanael un conocimiento que abarcaba sus más secretas intimidades. Descubierto presuntamente Natanael, se arrancó en una confesión de amplio espectro. Natanael reconocía en Jesús al “Hijo de Dios” y al “rey de Israel” (Jn 1,49). Ambos apelativos, unidos a la exclamación de “Rabbí” (Maestro), ofrecían una definición completa de la personalidad de Jesús en los textos. Los textos nos llevan a la conclusión de que Natanael formaba parte del elenco de los doce apóstoles de Jesús. Su vocación, rica en detalles, aparece en el contexto de otras vocaciones como las de de Simón Pedro, Andrés y Felipe. Natanael figura también entre los “discípulos” a quienes Jesús resucitado se aparece junto al mar de Tiberíades (Jn 21,2). Era por tanto tan “discípulo” como Pedro, Tomás y los hijos de Zebedeo. En su caso se da, en mi opinión, el mismo fenómeno que en la denominación de otros apóstoles. Por los Hechos Apócrifos de Tomás, sabemos que su nombre personal era Judas. Sin embargo, en los Sinópticos solamente aparece Tomás, nombre arameo que significa precisamente “mellizo”. Tomás no era, pues, el nombre, sino un apodo o sobrenombre debido a una circunstancia familiar. Juan es precisamente el que registra el dato en su evangelio. En el texto de Juan, Tomás es de forma reiterativa el “llamado Mellizo”. Es probable que suceda lo mismo en el caso de Bartolomé y Natanael, nombres de una misma persona. El nombre personal del apóstol sería Natanael, “Don de Dios”, mientras que Bartolomé designaría una circunstancia familiar: “Hijo de Tolomeo”. Juan es el único de los evangelistas canónicos que presta atención al detalle, lo mismo que en el caso de Tomás. Los primeros que dieron por cierta la identificación de Bartolomé y Natanael fueron los autores de la iglesia siria. Concretamente, el exégeta bíblico del siglo IX, Ischodad de Merw, nacido en Merw (Afganistán) y obispo que fue de Hadithah en las cercanías de Mosul (Iraq). (Icono de San Bartolomé, Apóstol) Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 12 de Noviembre 2012
Notas
Hoy escriben Claudio García Turza y Antonio Piñero
La semana pasada escribí sobre el monumental estudio la “Biblia en el teatro español” (Cilengua /Academia del Hispanismo, Vigo 2012). como complemento deseo semi transcribir hoy algunos párrafos de la presentación / prefacio de este libro, obra del Prof. Claudio García Turza, que me parecen en extremo interesantes, que se entienden por sí mismos, sin ningún otro comentario. Hacen alusión al método discursivo, razonativo, literario-histórico que hemos intentado siempre aplicar a los textos objetos de estudio de este Blog. 1. El proyecto “Biblias hispánicas” nace del espíritu estudioso que animó a los monjes de San Millán de la Cogolla. San Millán destaca ante todo por la entrega de sus monjes y clérigos a una labor filológica intensa… cuya esencia es aclarar, interpretar, desentrañar el sentido de los abismos de la intención creador y comprender la totalidad significativa de un texto… ello es solo factible desde una amplísima diversidad de enfoques… exige la aplicación de diversos métodos y formas de la ciencia y del razonamiento humano…; interpretar conlleva hacer accesible el pensamiento expresado, especialmente el recogido en los textos antiguos por la diferencia histórico-cultural que crea distancias entre los humanos. 2. La dimensión filológica del proyecto “Biblias hispánicas” Estoy convencido de la necesidad actual e incuestionable de aplicar al estudio de los textos antiguos el método filológico estricto. Últimamente, y por desgracia, incluso el nombre, ‘filología’ está bastante desprestigiado y desautorizado por muchos, acaso porque junto a su tradicional ambigüedad referencial, les invoca resultados y métodos que se consideran obsoletos. Si en su lugar optamos por valorar solo los resultados de las distintas críticas modernas (crítica textual, crítica de las fuentes, crítica histórica, sociológica y antropológica, crítica literaria y retórica), corremos el riesgo de que en esta prestigiosa profesión del arte de interpretar no haya nadie que recoja las síntesis de los estudios particulares; nadie que tras un análisis objetivo las interrelacione y, finalmente, las armonice a la luz del hábito cognoscitivo más alto, llamado en la antigüedad con tan buen criterio sabiduría. 3. Importancia de la Biblia para la cultura occidental Es notable el valor intrínseco de la Biblia misma para nuestra cultura. La Biblia es el libro más escrutado por el hombre y, sin embargo, aún inescrutable. De él se han hecho innumerables valoraciones encomiásticas, que vendrían a resumirse en esta: es el libro más importante e influyente del patrimonio humanístico y cultural de occidente. O en esta otra de Northrop Frye: ‘La Biblia es el gran código de la cultura universal’. A la Biblia pertenecen, en rigor, la interpretación y valoración de la existencia humana, cuyos grandes principios y conceptos , espirituales o morales han acabado siendo constitutivos de nuestra civilización. En este importante aspecto nos asalta el recuerdo de varios pensadores actuales, como Gianni Vattimo posmodernos y cristianos culturalmente o algo más. En sus propuestas filosóficas, la negación de la metafísica con bases necesariamente ético políticas deja el puesto en definitiva a la entronización del amor, un amor tal como se muestra en el Cristo de los evangelios, un amor que debería erigirse, sostiene Vattimo, en la verdadera dimensión religiosa de nuestro tiempo. Pero a mí, lo confieso, ninguna valoración del Libro por excelencia me impresiona tanto, y me invita a pensar como la que formuló, convencido, Goethe: ‘El Nuevo Testamento es la lengua materna de Europa’. Desde niños respiramos realmente una atmósfera de vivencias y representaciones cognoscitivas generada con fuerza irradiante en las fuentes profundas de la Biblia. Como ha dicho recientemente Joan Frances Mira: ‘Jesús de Nazaret y su madre María, su padre José el carpintero, sus compañeros Pedro, Santiago o Juan, Lázaro y María Magdalena, Poncio Pilato y tantos otros nombres son personajes que forman parte del imaginario popular europeo con más potencia y difusión que Hamlet, el Quijote o los hermanos Karamazov. Y las imágenes de la Anunciación a María, del nacimiento de Jesús en Belén, Pilato lavándose las manos, la crucifixión, la resurrección o las visiones alucinadas del Apocalipsis son escenas y temas narrativos no superados en difusión a través de los siglos. 4. Estudio e interpretación de la Biblia La Biblia se expresa en lenguas particulares; con palabras por tanto comprensibles a la humanidad; se expresa en formas literarias, en formas históricas, en concepciones ligadas a una cultura determinada. En el estudio de la Biblia es imprescindible tener en cuenta el modo de pensar, de expresarse, de narrar que se usaba en tiempo del hagiógrafo. Han de profundizarse con especial interés, los géneros literarios, pues la verdad se presenta y se enuncia de modo diverso en obras de diversa índole, histórica, profética, poética, o en otros géneros. Quede pues bien claro: si se ignora la identidad histórica y la personalidad propia de los autores, con sus facultades y talentos concretos, si se excluye esta dimensión carnal, humana de la Biblia, se cae necesariamente en el equívoco fundamentalista o en un vago espiritualismo o psicologismo. El lenguaje humano, sin embargo, para ser comprendido debe ser rigurosamente estudiado y descifrado. En el estudio de la Biblia se exigen todo tipo de análisis a través de distintos métodos y enfoques que se aúnan en la filología y críticas modernas. Estos análisis deben ser realizados por quienes tienen la preparación científica para hacerlo, es decir, los profesionales de las materias humanísticas necesarias para abordarlo. 5. La “Biblia de San Millán” Finalmente dentro del proyecto de las Biblias hispánica y como una de sus obras eminentes se halla la traducción, en marcha, de la ‘Biblia de San Millán’ que intenta aunar no solo la oferta de un texto base acomodado, al día respecto a los estudios críticos actuales, sino también una traducción esmeradamente cuidada en su literalidad y precisión, literariamente bella, y un acervo de notas histórico, literarias, filológicas en suma, que ayuden a comprender plenamente el texto. En el fondo este afán no es otra cosa que la manifestación hoy día del espíritu que impulsó antaño a los monjes de san Millán en sus afanes por el estudio de la Biblia. Saludos cordiales de Claudio García Turza y Antonio Piñero Universidad Complutense de Madrid / Universidad de La Rioja www.antoniopinero.com
Viernes, 9 de Noviembre 2012
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
Una vez admitida la licitud moral de la pena de muerte en ciertos casos, el Catecismo de la Iglesia Católica habla -en el segundo párrafo del nº 2266- de los efectos de las penas en general. Por consiguiente, también de los efectos esperados de la pena capital. Este texto está lleno de tópicos cuya razonabilidad es más que discutible. Así, se dice que su primer efecto es el de “compensar el desorden introducido por la falta”. ¿Qué significa esto en el caso que nos ocupa? En el caso de una condena por asesinato ¿acaso que matando al criminal vuelve a la vida el asesinado? Se afirma a continuación que “cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, tiene un valor de expiación”. Ahora bien, esto exigiría, en el caso de la pena de muerte, que el mismo reo pidiera o aceptara voluntariamente el ser ejecutado, lo cual equivale a una indirecta invitación al suicidio -contra el cual el propio Catecismo tiene palabras poco complacientes, dado que según la propia doctrina de la Iglesia constituye una ofensa gravísima contra el Dios vivo y un formidable escándalo-, cuando no a una aceptación masoquista de la sentencia de muerte. El tercer efecto de la pena consistiría en “preservar el orden público y la seguridad de las personas”. Sin embargo -y dejando a un lado que la seguridad de la persona del reo desde luego no se preserva-, es muy dudoso -por no decir insostenible- que un acto de violencia estatal sirva a la larga para preservar el orden y la seguridad del resto de los ciudadanos, y no más bien para embrutecer a la sociedad que inflige la pena. Finalmente, se afirma que la pena “tiene también un valor medicinal, puesto que debe, en la medida de lo posible, contribuir a la enmienda del culpable”. Ahora bien, aceptando la metáfora nosológica, ¿en qué medida puede la muerte ser la medicina adecuada para curar al enfermo?. Y si la pena de muerte puede ser considerada como medicina legal, ¿por qué no la eutanasia o el suicidio? La discusión en torno a la pena de muerte es decisiva para la concepción general de las penas y sus fines. Si las penas no tienen más finalidad que garantizar el orden jurídico y salvaguardar el orden moral universal (así el idealismo de Kant y Hegel), entonces la pena de muerte es la más alta expresión de las penas en general. Pero si se considera como objetivo de la pena la reinserción del culpable en la comunidad, la pena de muerte es absurda: es imposible regenerar a un ajusticiado. Se le expulsa definitivamente de la comunidad que, de esa forma, no podrá ya beneficiarse de su enmienda. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 7 de Noviembre 2012
Notas
Hoy escribe Gonzalo del Cerro
El martirio de Simón y Judas Llegados los apóstoles a la gran ciudad de Suanir, se alojaron en la casa de un discípulo suyo, llamado Sennes. Los sacerdotes tuvieron noticia de su llegada y se dirigieron muy de mañana a la casa donde se alojaban, pidiendo a gritos al dueño que los entregara. De lo contrario, amenazaban con prender fuego a la casa con sus habitantes dentro. Los Apóstoles tomaron la determinación de entregarse para evitar males mayores. Arrestados, pues, Simón y Judas, fueron conducidos al templo del Sol. Los demonios que moraban en el templo comenzaron a gritar: “¿Qué tenemos que ver con vosotros, apóstoles del Dios vivo? Desde vuestra llegada estamos consumidos por las llamas” (c. 21,2). En uno de los recintos del templo había una cuadriga del Sol fundida en plata, en otro recinto había una Luna fundida también en plata con una cuadriga de bueyes igualmente de plata fundida. Los sacerdotes forzaban a los apóstoles para que adorasen aquellos simulacros. Dijo entonces Judas a Simón: “Hermano Simón, veo a mi Señor Jesucristo que nos está llamando”. Simón le respondió: “Hace tiempo que estoy contemplando al Señor en medio de sus ángeles”. Contaba Simón que uno de los ángeles le dijo que los haría salir del templo y luego haría derrumbarse el edificio encima de aquellos sacerdotes. Simón le rogó que no lo hiciera, porque algunos se convertirían posiblemente al Señor (c. 22,1). Mientras los apóstoles mantenían esta conversación en lengua hebrea, se les apareció un ángel del Señor que les dio ánimo y les preguntó si preferían la muerte repentina de los sacerdotes del Sol o esperar pacientemente la palma del martirio. La respuesta estaba cargada de sentimientos de generosidad. Pedían, en efecto, misericordia para los sacerdotes y para ellos mismos. Como los pontífices ni veían ni oían nada de aquella conversación, los apóstoles eran apremiados para que adoraran los simulacros del Sol y de la Luna. Pidieron entonces silencio para poder dar al pueblo la respuesta adecuada. Hecho el silencio, explicaron cómo el sol y la luna no eran dioses, sino siervos del único Dios. Cumplían su destino de acuerdo con el mandato de Dios siguiendo sus órbitas fijas y sus tiempos determinados. Para demostrar lo que decían, Simón iba a ordenar al demonio oculto en el simulacro del Sol que saliera de su morada. Mientras, Judas haría lo mismo con el que moraba en la imagen de la Luna, que salieran de sus simulacros y los hicieran trizas tanto a los simulacros como a sus cuadrigas. Cuando Simón y Judas cumplieron su promesa, “aparecieron a la vista de todo el pueblo dos etíopes negros, desnudos, de aspecto horrible, dando alaridos y vociferando siniestramente” (c. 22,5). Los pontífices y el pueblo se abalanzaron contra los apóstoles de Cristo y en medio del tumulto los mataron. Fue una muerte por linchamiento, a la que los apóstoles llegaron gozosos por ser hallados dignos de sufrir por el nombre de Cristo. Los Hechos Apócrifos de Simón y Judas terminan con los datos concretos de la fecha de su martirio y el lugar de su sepultura. Murieron los santos apóstoles el día primero de julio, y con ellos murió su anfitrión el justo Sennes. En el mismo momento de su martirio, estando el cielo completamente claro, se desencadenó una tempestad de truenos y relámpagos, uno de los cuales electrocutó a los dos magos Zaroés y Arfaxat, que acabaron convertidos en carbón. Tres meses después envió el rey emisarios a la ciudad de Suanir con la orden de confiscar los bienes de los “no pontífices” y trasladar los cuerpos de los santos Simón y Judas hasta su ciudad. Ordenó luego construir una basílica octogonal “de seiscientos cuarenta pies de perímetro y ciento veinte pies de altura”. El edificio, construido de artísticos mármoles, tenía unas bóvedas cubiertas de láminas de oro. “En el centro del octógono colocó el sarcófago fabricado de plata pura, que contenía los cuerpos de los bienaventurados apóstoles” (c. 23,1). Construida la basílica en tres años, fue consagrada el día primero de julio. En el lugar se producen grandes beneficios a favor de los que acuden allá para implorar el auxilio de los apóstoles Simón y Judas. (Los Apóstoles santos Simón y Judas) Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 5 de Noviembre 2012
Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Más que una reseña quiero presentar hoy un libro que considero monumental y fundamental. Su título es, como otras veces, el de esta postal. Editores Francisco Domínguez Matito y Juan Antonio Martínez Berbel. Y la editorial: Academia del Hispanismo en colaboración con la Fundación San Millán de la Cogolla, Vigo 2012, 983 pp. ISBN: 978-84-15175-40-7. En primer lugar deseo destacar la tarea que para la cultura hispánica y bíblica están realizando las dos entidades que editan este impresionante volumen. La “Academia del Hispanismo” es una editorial sin ánimo de lucro –-simplemente subsiste para poder ejercer su función de expandir estudios sobre todas las facetas del hispanismo-- dirigida por el benemérito Profesor Titular (que merecería sin duda la cátedra de inmediato) de la Universidad de Vigo, Jesús González Maestro, reconocido estudioso de Teoría y génesis de la literatura, ámbito en el que ha publicado ya al menos siete volúmenes. La segunda es una Fundación de amplia temática, sostenida principalmente por el Gobierno de la Rioja y en mínima parte por el Gobierno de España, dedicada al estudio del español y su influencia. Tiene su sede en San Millán de la Cogolla (La Rioja) y de sus tres Institutos, el que ha promovido esta obra magna obra lleva el título de “Orígenes del Español”. Está dirigido por el Catedrático de Filología española Claudio García Turza, que entre otras actividades es el alma del proyecto “Biblias Hispánicas”. Su empeño es admirable y digno de toda loa. Este obra que presentamos ofrece unas 70 colaboraciones, todas de especialistas, que cubren desde la presencia de la Biblia en el teatro medieval español, a partir del siglo XI hasta nuestros días. Escriben los editores sobre el proyecto en general: “A nadie se le escapa el alcance de los textos de la ‘revelación’ judeocristiana en la vida, en el pensamiento y en todas las manifestaciones culturales de Occidente. Entre estas últimas, la literatura ocupa un lugar destacado, hasta el punto de que se ha llegado a afirmar en referencia a la Edad Media que toda su literatura vendría a constituir ‘una inmensa exégesis bíblica’. El juicio está lejos de la exageración, y aún habría que extenderlo quizás a buena parte del resto de la historia literaria”. “Nunca, sin embargo, que sepamos, se ha abordado en el contexto hispánico un estudio sistemático de la presencia bíblica en el teatro español… Por ello el Instituto de ‘Orígenes del español’, abriendo itinerarios en su proyecto general ‘Biblias Hispánicas’ ha convocado durante cinco años en diversos encuentros a investigadores españoles y extranjeros a encuentros científicos”, uno de cuyos frutos es el libro de esta semana. Deseo mencionar expresamente que en este denso volumen se ha abordado no sólo la literatura en castellano, sino también en catalán, lengua que entre las españolas es la que más ha generado obras en este ámbito. Los temas que se exponen son: El teatro catalán medieval de tema bíblico; El Misterio de Elche en sus diversas facetas; La adjetivación en el teatro bíblico catalán veterotestamentario y los “Hechos de los apóstoles en el teatro: pensamiento teológico y concepciones dramáticas en una Consueta mallorquina del siglo XVI”. La obra, de casi mil páginas, tiene seis partes: 1. La Biblia en el teatro medieval 2. La Biblia en el teatro renacentista 3. La Biblia en el teatro barroco. (Aquí hay estudios especiales dedicados a Lope de Vega, Calderón de la Barca, Cubillo de Aragón y Felipe Godínez; Mira de Amescua; Agustín Moreto y Tirso de Molina, Rojas Zorrilla y otros) 4. La Biblia en el teatro del siglo XVIII hasta nuestros días 5. Biblia y teatro europea (en especial en la literatura portuguesa, italiana e inglesa) 6. Una parte final miscelánea con el título “La visión desde los estudios bíblicos que es de interés especial para los propósitos de este Blog: “La visión desde los estudios bíblicos”. Los capítulos de esta última parte son los siguientes: • Olegario González de Cardedal: “Biblia y teatro. Dimensión dramática del pensamiento bíblico”. • Santiago G. Jalón, El concepto del ‘sentido literal’ en los siglos XIII y XIV” • Gregorio del Olmo Lete, “La Biblia y sus materias dramáticas”. • Miguel Pérez Fernández, “La escenificación de textos del Antiguo Testamento en los Evangelios”, y • José Manuel Sánchez Caro, “La Biblia en el siglo XVII”. Es tan inmenso el campo que este libro abre que los estudios contenidos en el volumen que comentamos “no significan ni el principio de una línea de investigación, ni agotan un camino que a loa vista de las numerosas aproximaciones que lo integran ofrece todavía un e3xtenso recorrido”. “Sus aportaciones más útiles pueden consistir en el planteamiento panorámico al que responden y en la apertura de nuevas perspectivas en el estudio del teatro español” y en la influencia de la Biblia como moldeadora, en nada desdeñable, de nuestra cultura (pp. 12-13). Me detengo aquí en esta presentación general. En una próxima entrega quisiera ponderar el interés del proyecto “Biblias Hispánicas”, del Instituto CILENGUA, y su enorme peso e importancia para los estudios bíblicos hoy día, en concreto, para la oferta de instrumentos básicos de comprensión del texto bíblico en español. Estos son, ante todo, una buena traducción española, a partir del mejor texto crítico que tenemos hoy día (atención, porque en el Antiguo Testamento, sobre todo desde los descubrimientos de los Manuscritos del Mar Muerto y gracias a otros estudios muy recientes, hay notables novedades en el texto veterotestamentario que habría que editar hoy día), con una versión al español revisada en cuanto a su pulcritud lingüística por gentes adscritas al ámbito de la Real Academia Española. Esta versión debe ir acompañada imprescindiblemente de unas notas abundantes aunque breves, claras y a la vez densas en contenido, que expliquen al lector de hoy cómo debía entender el lector que tomaba entre sus manos el texto bíblico en torno al siglo I de nuestra era, algo fundamental para la comprensión del Nuevo Testamento, que naturalmente es lo que más interesa al lector cristiano de hoy día. El espíritu del trabajo bíblico del los monjes de San Millán de la Gogolla fue desde siempre el deseo de aclarar el texto. Que los lectores loe entiendan bien, ante todo, a veces con toda su complejidad. Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 2 de Noviembre 2012
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
Como hemos visto, el Catecismo de la Iglesia Católica incurre en una falacia al tratar la cuestión de la pena de muerte en el contexto de la legítima defensa. Pero también cabe detectar otra falacia si se tiene en cuenta que el Catecismo excluye la pena de muerte del homicidio voluntario. Objetivamente hablando, “homicidio voluntario” es la muerte de cualquier ser humano, inocente o culpable, por decisión y a manos de otros seres humanos. No se necesita mucho para darse cuenta de que la pena de muerte implica la muerte real y total del reo en virtud de una decisión libre tomada por un tribunal de justicia, tras una calculada deliberación. El catecismo condena de manera tajante como “gravemente pecaminoso” todo homicidio directo y voluntario (nº 2268), aseverando -en una curiosa cita veterotestamentaria- que “el que mata y los que cooperan voluntariamente con él cometen un pecado que clama venganza al cielo (Gn 4, 10)”. Así pues, condena aquello que en él mismo se permite. Por otra parte, en el Catecismo de la Iglesia Católica se acepta explícitamente que la doctrina tradicional de la Iglesia ha reconocido la justificación de la pena de muerte, pero ¿acepta y reconoce en la actualidad el derecho y el deber de la legítima autoridad para imponer este castigo? Es curiosa la redacción: el verbo principal se utiliza en pretérito -ha reconocido- en lugar del presente -reconoce-, como la emplea de ordinario en otras afirmaciones, incluso cuando se trata de hechos pasados que ahora se valoran de forma distinta (cf. por ejemplo el nº 2298 en relación con la tortura). No sería extraño que se haya dejado intencionadamente con una cierta ambigüedad para no tener que condenar, por una parte, al pasado que admitió sin mayores problemas esta práctica, ni a los que todavía hoy aceptan su licitud; pero sin querer confirmar, por otra, la moralidad de tal procedimiento en el mundo actual. ¿Tal vez porque la condena taxativa de la pena de muerte significaría una condena de la propia historia de la Iglesia? La ambigüedad también es patente en el inciso “en casos de extrema gravedad”: pues la extrema gravedad podría referirse al delito -un crimen extraordinariamente grave justificaría la pena de muerte- o a casos extremos en los que -se pretendería- no se puede defender con eficacia a la sociedad, sin eliminar al culpable. Por lo demás, solo personas muy poco lúcidas pueden darse por satisfechas con tales concesiones, habida cuenta de la facilidad con la que resulta posible interpretar una expresión tan indeterminada. Aunque la pena de muerte es presentada como un cáncer benigno, aparentemente inofensivo, cualquiera que tenga memoria histórica y conocimiento de la mente humana puede comprender sin dificultad que en las formulaciones del Catecismo se agazapan posibilidades reales de metástasis ominosas. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 31 de Octubre 2012
Notas
Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Falsa acusación contra un diácono Por recomendación del rey y del general Varardach, residían los apóstoles Simón y Judas en Babilonia realizando toda clase de prodigios a favor de los necesitados. Daban vista a los ciegos, oído a los sordos, curaban a los leprosos y arrojaban a los demonios de los cuerpos de los posesos. Gracias a la protección del rey, tenían todas las ventajas para predicar su doctrina y hacer numerosos discípulos. Además, ordenaban presbíteros y diáconos por las ciudades y fundaban iglesias. Sucedió, pues, que un diácono de nombre Eufrosino, hombre casto y piadoso, fue acusado falsamente de incesto. Una vecina, hija de un sátrapa, perdió su virginidad y acusó al diácono de haberla violado. Los padres de la joven arrestaron al diácono con intención de aplicarle el consiguiente castigo. Enterados los apóstoles, se dirigieron a los padres de la muchacha que se pusieron a clamar contra el diácono acusándolo de ese crimen. Los apóstoles hicieron traer al recién nacido y al diácono objeto de la acusación. Cuando estuvieron en su presencia, preguntaron al infante en el nombre de Cristo si aquel diácono había cometido tal iniquidad. El infante respondió con un lenguaje perfecto: “Este diácono es un varón santo y casto, y nunca ha mancillado su carne” (c. 18,4). Los padres de la joven insistían para que los apóstoles preguntaran al infante quién había sido el culpable. Pero los apóstoles respondieron que ellos tenían la obligación de liberar a los inocentes, no de acusar a los culpables. Los tigres amansados Mientras los apóstoles ejercían su ministerio en Babilonia, sucedió que dos feroces tigres escaparon de sus jaulas y fueron devorando cuanto encontraban a su paso. Las gentes del pueblo acudieron a los apóstoles en demanda de auxilio. Los apóstoles, invocando el nombre de Jesucristo, ordenaron a los tigres que fueran con ellos a la casa donde vivían, en la que permanecieron tres días. Convocaron a la multitud a la que dirigieron una alocución explicando cómo los animales resultaban más juiciosos que los humanos. Aquellos tigres, que habían vivido siempre como salvajes, al oír el nombre de Cristo, habían adoptado una actitud de perfecta mansedumbre y se habían convertido en mansos corderos. Pero los hombres no acababan de comprender que las imágenes de oro y plata, piedra o madera, a las que dan culto, no son dioses sino ídolos vanos fabricados de materia inerte. Por el contrario, ignoran al único Dios verdadero, creador de cielo y tierra, dueño del mundo, que da la lluvia a su tiempo y hace que nazcan los frutos. Aquellos animales ofrecían una prueba de que Jesucristo es ese Dios, ya que se convierten en mansas ovejas al escuchar su nombre de boca de los apóstoles. Demuestran con su comportamiento que los persas deben abandonar el servicio de los ídolos para dar culto solamente a Jesucristo Dios. Los tigres vivirán pacíficamente en la ciudad mientras los apóstoles marcharán por pueblos y provincias a predicar la palabra de Dios. La anunciada ausencia de los apóstoles sembró la desolación en las gentes del pueblo, que suplicaron a Simón y Judas que no se marcharan. Los apóstoles, movidos por el llanto y los ruegos de la gente, permanecieron en Persia un año y tres meses. Bautizaron durante aquel tiempo a sesenta mil hombres, sin contar a mujeres ni a niños. Entre los bautizados estaban el rey y todas las autoridades. El autor, con un cierto humor maximalista, termina el relato diciendo que, al ver los milagros que los apóstoles realizaban con su palabra, abrazaron todos los ciudadanos la fe cristiana, destruyeron los templos de los ídolos y construyeron iglesias (c. 19,4). El relator cuenta que los apóstoles nombraron obispo de Babilonia a su discípulo Abdías, que había venido con ellos desde Judea y había conocido personalmente al Señor. La ciudad se llenó de iglesias que los apóstoles organizaron antes de salir para recorrer las doce provincias de Persia en compañía de numerosos discípulos y más de doscientos varones. La historia de sus hechos fue recogida en una larga narración por Cratón, discípulo de los mismos apóstoles, en trece volúmenes, que fueron traducidos al latín por el historiador Africano. J. A. Fabricius, en su edición del Codex Apocryphus Novi Testamenti, p. 388, notas e y g, expresa la opinión de que en el lugar de este Cratón debe ponerse Abdías. Además, en contra de la sugerencia del texto, cree Fabricius que la obra original no fue escrita ni en hebreo ni en griego, sino directamente en latín. El presunto autor de la colección escribe de sí mismo y de su obra: “Seleccioné unos pocos de los muchos sucesos, para que el que lo desee pueda conocer cómo fue el avance de la predicación o con qué final abandonaron el mundo los apóstoles Simón y Judas” (c. 20,2). En el curso de su ministerio, los apóstoles se volvieron a encontrar con los magos Zaroés y Arfaxat. Estos magos cometían diversos delitos por las ciudades, y aunque se consideraban y afirmaban que eran de la estirpe de los dioses, huían siempre de la presencia de Simón y Judas. Cuando estos apóstoles llegaban a una ciudad, escapaban los magos, pero los apóstoles ponían de manifiesto sus delitos y demostraban que su doctrina era un engendro de los demonios enemigos del género humano. Los magos buscaron el apoyo de los setenta pontífices de los templos que había en la ciudad de Suanir. El autor califica a los pontífices no sólo de falsos, sino de “no pontífices”. Recibían del rey una libra de oro siempre que celebraban la fiesta del Sol, lo que hacían cuatro veces al año, en el principio de cada estación. A estos pontífices se dirigieron los magos para decirles que iban a llegar unos hebreos que eran enemigos de todos los dioses. Si lograban implantar el culto a un solo Dios, los pontífices perderían sus facultades y privilegios. Debían, por lo tanto, incitar al pueblo para que obligaran a esos hebreos a ofrecer sacrificios a los dioses. De lo contrario, quedaría claro que lo que pretendían era llevar a los pontífices “a la ruina, al despojo y a la muerte” (c. 20,4). (Miniatura de los santos Apóstoles Simón y Judas. Siglo XV) Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 29 de Octubre 2012
Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
El conocido biblista hispanoamericano Ariel Álvarez Valdés acaba de publicar un libro breve --cuyo título es el de esta postal-- en la Editorial San Pablo, Librería Virtual, 2012, 160 pp. Formato: 14x21 cm.; ISBN: 9870901969, que encaja muy bien con los temas en torno a Juan Bautista que publicó en este Blog hace tiempo Fernando Bermejo. Me parece una buena obra, interesante, que he leído con gusto, obra que mezcla historia, investigación, descripción, ciertos elementos de reconstrucción del personaje y rasgos de teología, en el sentido de aplicación a la vida del cristiano de hoy de enseñanzas obtenidas de la figura de Juan Bautista. En este ámbito no entro naturalmente, y me parece bien que lo haga quien se reconoce ante todo como teólogo. Sí es importante que aquello que se aduce como imitable o transportable a la vida actual del creyente esté bien fundado en la historia y no sea un eiségesis introducida en el texto. Que al autor está decidido a emplear la critica histórica y que no le importe que algunas de las aserciones de esta obra sobre la figura del Bautista pueda molestar a los guardianes de la tradición se muestra en los dos subtítulos del libro que rezan así: “Porque así como el hablar imprudente lleva al error, también el silencio imprudente deja en el error a los que tendrían que ser instruidos” San Gregorio Magno (Regla Pastoral, II, 4); “Debemos evitar el escándalo. Pero si el escándalo se produce por la verdad, antes que abandonar la verdad se debe permitir el escándalo” (San Gregorio Magno (Homilías sobre Ezequiel, VII, 5). Álvarez Valdés en un valiente respecto al ambiente eclesiástico en el que se mueve y es digno de encomio por ello. La obra está articulada sobre preguntas y respuestas, en el supuesto que las cuestiones son las que se haría un ser humano deseoso de saber sobre el personaje, Juan Bautista. Son las siguientes: 1. ¿Cómo fue su infancia? 2. ¿Por qué predicó en el desierto? 3. ¿Era un esenio? 4. ¿Para qué inventó el bautismo? 5. ¿Anunció la llegada del fin del mundo? 6. ¿Por qué comía langostas y miel silvestre? 7. ¿Fue precursor de Jesús? 8. ¿Lo bautizó a Jesús? 9. ¿Fue maestro de Jesús? 10. ¿Era el profeta Elías reencarnado? 11. ¿Cómo murió? 12. ¿Quién fue la bailarina que lo hizo degollar? 13. ¿Dónde fue decapitado? El autor procura que su libro sea muy inteligible. Véase como por ejemplo cómo formula la síntesis de la predicación del Bautista, quien predicaba “cuatro ideas de Moisés: a) les hacía ver los errores de su vida pasada (Mt 3,7); b) los invitaba a arrepentirse y cambiar de vida (Mt 3,8); c) les anunciaba un castigo divino que caería sobre quienes no se convirtieran (Mt 3,10); d) les revelaba la llegada de alguien, detrás de él, que vendría para hacer cumplir la Palabra de Dios (Mt 3,11-12). En líneas generales estoy de acuerdo con los resultados de Ariel, e incluso con conclusiones respecto a las que otros investigadores son más escépticos. Por ejemplo, se puede aceptar que “Lo único que podemos saber con cierta seguridad de la infancia de Juan es que era el hijo único de un sacerdote”. Otro caso: “Vemos pues que, a pesar de las aparentes semejanzas, el pensamiento de Juan el Bautista era absolutamente diferente al de la comunidad de Qumrán, de modo que resulta imposible suponer que haya sido alguna vez un esenio”. Muy valiente, para la línea de exégesis “normal” que acepta sin rechistar el sesgo de los evangelistas, Ariel formula lo siguiente: “Todo esto nos lleva a concluir que históricamente el Bautista no fue precursor de Jesús, ni testigo suyo, ni anunció su llegada, ni lo presentó ante la gente como el Mesías e Hijo de Dios. Juan siempre esperó a otro “más Fuerte”, que nunca llegó.” Es interesante la propuesta, basada en hallazgos arqueológicos seguros de que “Maqueronte no era únicamente una fortaleza sino también una ciudad. Y el castillo de Maqueronte había tomado el nombre de la ciudad baja de Maqueronte. Este descubrimiento hizo posible pensar que, muy probablemente, Juan no estaba detenido en las mullidas y lujosas dependencias del palacio herodiano de la cima, sino más bien en alguna de las casas de la ciudad baja”. Esta propuesta explica la facilidad de acceso al encarcelado, que muestran los evangelios, cosa casi imposible si Maqueronte hubiese sido simplemente una terrible fortaleza inexpugnable. En otros momentos quizás en los que formula hipótesis y conclusiones debería ser –opino- aún más hipotético y no expresar esas opiniones con demasiada contundencia. Por ejemplo: “¿Por qué entonces Lucas dice que Zacarías fue castigado? Es que, como dijimos, la mudez de Zacarías en el texto original era un elogio” y que Lucas lo mudó en un castigo… Es posible, sin más. Otro ejemplo: “Pero ¿para cuándo prometía Juan el perdón? En realidad su bautismo no tenía el verdadero poder de absolución. Lo que Juan otorgaba a cuantos se zambullían en el Jordán era sólo una promesa, una garantía divina de que serían perdonados en el futuro, cuando llegara el fin de los tiempos, que según él estaba cerca. Él mismo lo aclaraba antes de bautizar: “Yo los bautizo con agua; pero el que viene detrás de mí es más fuerte que yo; y no soy digno de llevarle las sandalias. Él los bautizará con Espíritu Santo y con fuego”. (Mt 3,7-12; Lc 3,7-9.15-18). Pienso aquí que el autor podría expresar estas ideas más hipotéticamente porque si entiendo bien el muy conocido pasaje de Flavio Josefo sobre el Bautista en las Antigüedades de los judíos, el historiador daba a entender que el Bautista participaba de la doctrina común judía de que los pecados estaban ya perdonados con el arrepentimiento y que el bautismo era sólo una muestra externa de la verdad de ese arrepentimiento y del propósito del cambio de vida. Tampoco afirmaría tan rotundamente que Juan Bautista, con su bautismo “Rompió así con el Templo y con todo el sistema de purificaciones y perdones que en él se ofrecían”. Pienso que es de suponer que no fue así: si el Bautista se encardinaba en un pensamiento profético típico e Israel, si incluso con su vestimenta intentaba imitar a los profetas de antaño, Elías, en concreto, parece poco probable que quisiera atraer a las masas “rompiendo con el Templo”. O tampoco sostendría con rotundidad lo siguiente: “Porque finalmente apareció aquél “más Fuerte”: era Jesús de Nazaret”, ya que muchos especialistas sostienen que el más fuerte para el genuino Bautista podrís ser Dios mismo y no Jesús. Un caso en el que Ariel presa demasiada credibilidad a la escena del Evangelio de Marcos (muy contraria a lo que pinta Flavio Josefo que fue la muerte del Bautista) del baile de Salomé como totalmente histórico: “Salomé no fue una mujer perversa. Parece haber sido una buena hija, una buena esposa y una buena madre. Y el episodio más famoso de su vida ni siquiera fue querido por ella sino que se debió a los deseos de venganza de su madre, que la utilizó para sus propósitos”. ¡Demasiado contundente y demasiado benévolo para con la versión de Marcos! Por último, para no cansar al lector, pienso que hay demasiada teología en la siguiente afirmación que afecta al modo cómo cada evangelista sucesivo remaneja y reinterpreta, creo que abusivamente, el hecho incómodo para la Iglesia del bautismo de Jesús: “Así es como un hecho histórico, realmente sucedido en la vida de Jesús fue contado de modos distintos por los cuatro evangelistas, según los problemas que las comunidades destinatarias tenían. Sin distorsionar la verdad, sin cambiar el mensaje ni modificar lo esencial, cada autor supo acomodarlo para que los lectores pudieran entenderlo y aprovechar al máximo la riqueza escondida en este suceso de la historia de Jesús”. Esta opinión es demasiado suave: Lucas trata de escamotear al lector el bautismo de Jesús colocándolo en su evangelio después de la muerte de Juan, y el Cuarto Evangelio lo omite totalmente y hace que su Bautista dé únicamente testimonio de Jesús, y un testimonio que pertenece al teología del evangelista no a la de Juan Bautista.” He ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Esto no es contar “un hecho histórico sin modificar lo esencial”. Como momentos del libro puramente teológicos, llenos de entusiasmo, puede ser el siguiente: “Muchos siguen esperando que aparezca de una buena vez ese ‘más Fuerte’, que pueda poner orden en la sociedad. Creen que el mundo necesita, hoy más que nunca, una mano dura, una Autoridad Mundial que termine con la inseguridad, con los gobernantes corruptos, con los políticos inescrupulosos, con los sindicalistas que se enriquecen a costa de los trabajadores, con los jueces que fallan por sobornos, con los grandes capitalistas que manipulan los mercados financieros para hundir empresas sin importarles el desempleo. Y piensan que hasta que no aparezca ese poderoso señor, el mundo no va a cambiar. Es que tienen el defecto de Juan. No han entendido que la posibilidad de un cambio social no viene del poder y el autoritarismo. Las sociedades no cambian por la fuerza. La capacidad transformadora reside en los que, como Jesús, son capaces de amar, perdonar, ayudar, hacer el bien, servir, dar desinteresadamente. Quienes viven esos valores, aunque no lo sepan, desencadenan unas fuerzas poderosas que luego cobran vida propia, se vuelven imparables, arrasan cuanto se pone delante de ellos y generan un profundo impacto. Sólo que no creemos que eso sea verdad. Nos parece pura fantasía. No queremos apostar por los valores de Jesús, y seguimos esperando al ‘más Fuerte’. Sin embargo, para quienes siguen creyendo en las utopías, en que otro mundo es posible si se lucha por él, y en que podemos cambiar la historia en vez de sufrirla, siempre estará a mano la poderosa fuerza del Amor”. Volviendo al libro en su conjunto, yo lo recomiendo vivamente porque me parece muy correcto en líneas generales; está escrito muy claro y ordenado y el autor procura no omitir sus respuestas a un buen monto de cuestiones que sobre el Bautista nos generan los parcos relatos evangélicos. Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 26 de Octubre 2012
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
Es interesante, en primer lugar, atender al contexto en que se hallan los parágrafos sobre la pena de muerte en el CIC. De las 4 partes en que se divide el Catecismo -Profesión de la fe, Celebración del Misterio cristiano, Vida en Cristo, Oración cristiana-, se hallan en la Parte 3ª, Sección 2ª (“Los Diez Mandamientos”), Capítulo 2º (“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”), Artículo 5º (Comentario al 5º Mandamiento), en el apartado sobre la legítima defensa, que comprende los nn. 2263-2267, y fuera del apartado sobre el homicidio voluntario, que se encuentra a continuación. Esta contextualización nos permite ya comenzar a abordar de manera sistemática los contenidos del texto. En efecto, que la pena de muerte sea tratada en el contexto de la legítima defensa evidencia ya la confusión mental -y al parecer también la confusión moral- de los redactores del Catecismo. ¿Por qué? Se invoca con frecuencia el concepto de legítima defensa como el mejor fundamento de la licitud moral de la pena de muerte. Esta invocación evidencia su debilidad cuando se repara en que el concepto de legítima defensa es válido únicamente aplicado a la reacción de un individuo particular o un Estado frente a una agresión directa y firme, estribando la legitimidad del uso de la violencia para defenderse en el hecho de que en tal caso no es posible ninguna otra respuesta para hacer frente al agresor. Ahora bien, la pena de muerte no es un acto de legítima defensa frente a una amenaza inminente contra la vida: consiste, por el contrario, en dar muerte de forma premeditada a un preso que podría ser castigado con otros métodos menos gravosos e igualmente eficaces. Una ejecución constituye una agresión extrema contra la integridad física y mental de una persona que se encuentra indefensa a disposición de las autoridades. Esto muestra ya aquí hasta qué punto llega el carácter inconsistente de todo ordenamiento jurídico que legitime la pena de muerte, pues los mismos ordenamientos jurídicos han establecido que el crimen premeditado es más grave que el pasional. Hay incluso quien ha argumentado que la pena capital es el más premeditado de los asesinatos, al cual, al menos en cierto sentido, no puede compararse ningún acto criminal. Pues, para que hubiera una equivalencia, la pena de muerte tendría que castigar a un criminal que hubiese avisado a su víctima de la fecha en la que le infligiría la muerte y que a partir de ese momento la hubiera encerrado a su merced durante semanas, meses o años. Significativamente, tales casos no se dan (o apenas) en la vida privada, pero sí en la acción punitiva de los Estados. Así pues, la legitimidad de la “legítima defensa” está dictada por el hecho de que al agredido no le es posible ninguna otra respuesta para hacer frente al agresor que emplear a su vez la violencia, por lo que ésta adquiere un carácter de necesidad que minimiza o suprime su carácter arbitrario. Aun admitiendo que desde el punto de vista cristiano pueda sostenerse la legitimidad de una defensa en la que algún tipo de violencia sea usada, la pena de muerte no es un acto de legítima defensa contra un agresor frente al cual nos encontramos indefensos, sino más bien al revés: consiste en dar muerte de forma premeditada a una persona que se encuentra indefensa a disposición de las autoridades. No se trata de defendernos de un daño gravísimo que se nos viene encima, sino de exigir responsabilidades por delitos pasados con plena libertad para juzgar y determinar la pena que se considere más oportuna. La inclusión de la pena de muerte en el contexto de la legítima defensa, y el empleo de la analogía del recurso a las armas en caso de ataque -tal como hace el CIC- constituyen, por tanto, penosas falacias jurídicas. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 24 de Octubre 2012
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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