Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Comento esta semana un libro cuyo contenido, espero, pueda responder a las preguntas usuales que sobre el judaísmo posterior a la época de Jesús se formulan ordinariamente muchos de los lectores de este blog, los interesados en el tema de la conexión entre esta religión y el cristianismo: ¿Qué es exactamente este tipo de judaísmo? ¿A qué época se refiere cuando uno oye la mención del "judaísmo clásico"? ¿Por qué se llama también judaísmo "rabínico"? ¿Cómo estaba organizado? ¿Cuál era su mundo religioso? ¿Qué es eso de halaká y haggaddá? ¿Cómo se forma un rabino? ¿Qué poder tenía efectivamente? Etc. El libro, además tiene una amplia sección muy poco usual en este tipo de publicaciones, a saber, un amplio capítulo con seis secciones sobre el mundo cultural de este tipo de judaísmo. El título de la obra corresponde al de esta postal. El autor es Günter Stemberger, catedrático de judaística de la Universidad de Viena y una autoridad mundial en la materia. En España se ha publicado ya su “Introducción a al literatura talmúdica y midrásica” –realizada junto con H. L. Strack-, que ha tenido una acogida excelente: Biblioteca midrásica. Editorial Verbo Divino, Estella, 2º edición corregida por el autor y traducida y acomodada al español por el conocido biblista Miguel Pérez Fernández, catedrático, ya jubilado, de hebreo de la Universidad de Granada. La obra presente ha sido publicada por la Editorial Trotta, recientemente en 2011, sobre un original de 2009. Su ISBN: 978-84-9879-228-7; 278 pp. Traducción de Lorena Miralles Maciá. La versión es buena, salvo algunos pequeños detalles, y ha sido revisada por el propio autor. El judaísmo clásico, o “judaísmo rabínico” en sentido amplio va desde la destrucción del templo de Jerusalén en el 70 d.C. hasta el final de las academias rabínicas en torno al 1040. El elemento del período es la formación y el desarrollo del rabinato y de sus ideales. El rabino representa un judaísmo que tras la destrucción del santuario jerusalemita y tras la dispersión del pueblo judío, después de la segunda derrota ante Roma en el 132-135 cuando era emperador Adriano, se ve forzado a remodelar el modo de vivir de su religión, puesto que ya ni tiene templo ni vive en la tierra prometida. Además sabe muy bien que o reforma su modo de vida y su manera de entender su religión, o no sobrevivirá ésta ni tampoco el pueblo mismo judío. El ideal del rabino --el prototipo del maestro que transmite y enseña la religión judía que se va formando muy pronto en esta época-- es el de un judaísmo que sustituye la vida en torno al Tempo por el estudio y el cumplimiento de la Torá (la Ley) junto con la oración y la reunión social y religiosa de los fieles en torno a la sinagoga. Este judaísmo abandona por necesidad el sueño de tener un estado, lo que le permite adaptarse de verdad a una existencia en la Diáspora, incluso dentro de Palestina, pues se verá siempre como una minoría. Incluso en el antiguo Israel, los árabes de alrededor y otras gentes irán ocupando los huecos dejados por los judíos fallecidos o exilados, o vendidos como esclavos, a causa de las dos desastrosas guerras mesiánicas contra Roma. Pero, aunque renuncie a cualquier aspiración política (hasta finales el siglo XIX, en el que toma cuerpo el sionismo) este judaísmo no se satisface con ser una religión interiorizada; más bien va abarcando progresivamente con sus exigencias toda la vida de la comunidad judía dispersa. Este judaísmo no fue monolítico, es decir, no adquirió una forma concreta enseguida. No constituyó un cuerpo de doctrina compacta en poco tiempo ni formó un estilo de vida de de la noche a la mañana, sino que tardó muchos siglos en tornarse así. Hoy día además se ha caído en la cuenta de que su transformación no fue solo una evolución interna, sino que el entorno cultural en el que estaba inmerso influyó en ella más de lo que imaginábamos. Este judaísmo se adaptó en primer lugar al modo de vida del mundo grecorromano; luego al mundo dominado por el islam y por el de la cultura persa o la del norte de África según donde habitara; sufrió el influjo del arte y de la cultura contemporánea allí donde vivía; se enfrentó al cristianismo y fijó definitivamente las fronteras con éste; repensó algunas de sus ideas anteriores sobe todo al convivir con la cultura árabe durante siglos y a su vez influyó en ella; formó con el tiempo un cuerpo de comentarios a la Biblia, de teología y de doctrina moral interna imponente, compacto, que sigue ofreciendo hoy día una materia casi inagotable de estudio para los propios y para los extraños. En el milenio que abarca este libro introductorio a este tipo de judaísmo, se asentaron todas las bases que han marcado el judaísmo posterior, es decir, la vida judía hasta hoy día. El libro de Stemberger es un manual, sin notas, denso y sencillo a la vez, con una breve y útil bibliografía e intenta ofrecer lo esencial de cada tema. Para un lector apresurado, pero que desea informarse de la evolución y consolidación de una religión tan influyente en el mundo occidental como el judaísmo, me parece que este libro de Stemberger es ideal. No debe buscarse una profundización en ninguno de los temas abordados, pero no falta nada, absolutamente nada, ni tampoco un juicio razonado sobre lo que opina el consenso científico hoy sobre las cuestiones dudosas o debatidas. La primera parte proporciona una panorámica de los hechos más importantes que acontecieron durante este tiempo: desde la primera revuelta judía, con la destrucción del Templo; la segunda revolución antirromana, con la derrota de Bar Kochba en el 135; la expulsión de los judíos de Judea y Galilea; la conversión de Jerusalén en Aelia Capitolina; la cristianización del Imperio Romano y sus repercusiones en Palestina (por ejemplo, el intento fallido de reconstruir el Templo) y la invasión de los persas y el dominio posterior de los árabes. En la segunda parte se detalla la organización del judaísmo rabínico: el patriarcado, sanedrín, exilarcado (gobierno de los judíos en la Diáspora, sobre todo en Babilonia y Persia), la jurisdicción judía, el rabinato, la sinagoga la educación judía. La tercera se dedica al mundo religioso de los rabinos y a la explicación de sus temas teológicos más importantes: la revelación en el Sinaí; Ley oral y escrita; la interpretación de la Escritura y las reglas hermenéuticas; la halaká y la haggaddá; la mística rabínica. La cuarta y última parte se centra en el marco cultural en el que se desarrolló el movimiento rabínico: relación con el helenismo, con el cristianismo, con la gnosis; el arte judío y las influencias mutuas entre el judaísmo y el islam, bajo cuya férula ha vivido el judaísmo durante siglos. He manifestado ya parte de mi opinión sobre este libro: me parece en conjunto una excelente introducción a esa época del judaísmo: sencilla, clara, básica pero con todo lo esencial; despierta la curiosidad y ofrece respuesta a las preguntas que un buen lector se haría. Es superficial en algunas secciones (como relaciones con el cristianismo y la gnosis) pero en conjunto es más que suficiente. Más que recomendable en su conjunto. Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Martes, 18 de Octubre 2011
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Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Hecho IX (cc. 82-118): Migdonia, la mujer de Carisio (1) Aparece en este momento de la narración una de las mujeres más sobresalientes entre los personajes protagonistas de todos los Hechos Apócrifos. Me refiero a Migdonia, esposa de Carisio, ministro del rey. La predicación del apóstol llegaba a las zonas más elevadas de la pirámide de la población y a las zonas en que se podían provocar riesgos de conflictos importantes. El caso es que Migdonia quería conocer al nuevo Dios anunciado por el extranjero que moraba en la región. La noble mujer era transportada por servidores que trataban de acercarla lo más posible al apóstol. No era posible por la cantidad de personas que deseaban escuchar la palabra predicada por Tomás. Migdonia pidió refuerzos a su marido para hacer valer su autoridad. Fue la ocasión que aprovechó Tomás para reprender la insolencia de los poderosos a base de unas citas bíblicas, que garantizaban la aceptación por parte de Dios de todos los que están cansados y buscan alivio. Ni el poder ni la riqueza pueden tener preferencia en el trato dispensado a los hombres de parte del cielo. Una vez más, los escritos cristianos mencionan con respeto y altísima valoración la denominada regla de oro. Aquí se atribuye al Señor la recomendación de que no hagamos a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros (c. 83,2). Sigue una exhortación a la continencia y a la pureza, pero con especiales referencias al adulterio, al asesinato, al robo, a la calumnia y otros vicios representados por personajes de la Sagrada Escritura. En el camino contrario se encuentran virtudes que deben cultivar los que quieren conseguir la vida eterna. Entre ellas, figuran las que representan un estado de ánimo moderado y ecuánime como modelo de vida personal, con especial recomendación de la generosidad con los necesitados. La alabanza de la santidad (hagiosýnē) hace de ella ”la metrópoli de todos los bienes” (c. 85,2). La exhortación del apóstol tiene una ampliación, en la que insiste en ensalzar la mansedumbre, que es humildad en la versión siríaca. Narra luego el texto el gesto de Migdonia, que saltó de su carro y se postró suplicante a los pies del apóstol. Le pedía protección para que la misericordia de Dios viniera sobre ella a fin de que creciera su fe y pudiera recibir el sello. Tomás respondió orando por todos los presentes, para dirigirse después a Migdonia. La rogaba que se levantara del suelo y pusiera su esperanza en las cosas duraderas al margen de las efímeras e insustanciales. Así era el adorno inútil, la belleza del cuerpo, la elegancia de los vestidos y la generación de hijos. Tampoco valían de nada la fama, el honor o el poder. “Solo Jesús permanece siempre” (c. 88,2). Tomás despedía a Migdonia con un augurio de paz, pero ella le mostró su temor a que la abandonara emigrando a otras tierras. “Jesucristo estará contigo por su misericordia”, fue la respuesta del apóstol. Conflicto de Migdonia con su esposo El apócrifo cuenta a continuación el encuentro de Migdonia con su esposo Carisio, un encuentro lleno de pretextos por parte de la mujer que aseguraba reiteradamente que no se encontraba bien. Carisio la encontró en la alcoba cubierta con un velo. Él la descubrió, la besó y quiso que cenara con él y que con él se acostara según su costumbre. Migdonia repitió su excusa añadiendo que se encontraba aterrorizada. Carisio se quejaba de haber renunciado a cenar con el rey para que ahora su esposa no quisiera ponerse a la mesa con su propio marido. Al final, Carisio se retiró a otra habitación y se durmió (c. 90,2). Cuando Carisio se encontró con Migdonia, le narró los detalles de un sueño que había tenido. Estaba comiendo al lado del rey Misdeo, cuando un águila bajó del cielo y robó dos perdices que transportó a su nido. Bajó de nuevo volando sobre los comensales. El rey pidió un arco, pero el águila se llevó esta vez una paloma y un pichón. El rey disparó una flecha que atravesó al águila de parte a parte, pero sin causarle herida ninguna. Al despertar del sueño, Carisio se sentía triste porque había ya probado la perdiz, pero el águila no le permitió que se la comiera. Migdonia respondió a su esposo: “Hermoso sueño, pero tú comes perdiz cada día mientras que el águila no la había probado hasta ese momento” (c. 91,2). Se ha tratado de identificar a los actores del sueño del modo siguiente: El águila es Cristo/Tomás; las dos perdices serían Migdonia y Tercia, la esposa del rey; el pichón sería Vazán, el hijo del rey; la paloma, Mnesara, esposa de Vazán. Cuando amaneció, se vistió Carisio poniéndose el calzado izquierdo en el pie derecho. Dijo a Migdonia: “¿Qué significa este asunto? Pues mira el sueño y este detalle” (c. 92,1). Migdonia quitó importancia a ambos hechos. Carisio, por su parte, se lavó las manos y salió a saludar al rey. Migdonia madrugó igualmente y se dirigió a saludar a Judas Tomás. El apóstol estaba hablando al general y a una gran muchedumbre. Preguntaba precisamente quién era “la mujer que había recibido al Señor en su alma” (c. 93,1). Supo entonces que era la esposa de Carisio, pariente del rey Misdeo. Que su marido no veía con buenos ojos la nueva forma de vida que había adoptado. Tomás expresaba su convencimiento de que si había recibido la semilla sembrada por él, pronto dejaría Migdonia de preocuparse de la vida temporal. Tampoco Carisio podría impedir su conducta desde el momento en que aquel a quien ella había recibido en su alma era mucho más fuerte que su actual marido. Migdonia se sintió reconfortada con la esperanza de que la semilla plantada por el apóstol en su alma produciría los frutos deseados. Tomás pronunció entonces unas bienaventuranzas dedicadas a dos conceptos importantes en el conjunto de estos Hechos. Proclamaba especialmente bienaventurados a los santos, a los mansos y a los pacíficos. Unas palabras del apóstol que confirmaban la nueva disposición de Migdonia. Carisio regresó a su casa y preguntó por su esposa. Supo que había marchado para visitar al extranjero, lo que le causó un enfado notable. Cuando ella volvió por la tarde, le preguntó de dónde venía. -“Del médico”, respondió Migdonia. –“¿Es acaso médico ese extranjero?” Lo era en opinión de la esposa, ya que mientras los demás médicos curaban el cuerpo, éste curaba las almas. Saloudos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 17 de Octubre 2011
Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Evitar con esmero los antropomorfismos del texto original, o una cercanía demasiado próxima de Dios a los hombres, es otra característica de la versión, aunque no siempre consistente. Con esta tendencia los LXX se apartan de la imaginación vulgar griega —tan acostumbrada a los rasgos antropomórficos de los dioses del Olimpo— para acercarse a la mentalidad de los filósofos y los más ilustrados de los griegos. Ejemplos: • Así, en Is 38,11, donde el texto hebreo dice “No veré más a Yahvé en la tierra de los vivientes”, encontramos en los LXX: “No verá más la salvación de Yahvé”. • En Ex 24,11: “Él no blandió su mano entre los elegidos de entre los hijos de Israel, que pudieron contemplar a Elohim y luego comieron y bebieron” es reemplazado en los LXX por “Ninguno de los elegidos de Israel pereció; aparecieron en el lugar de Dios, y comieron y bebieron”. • En Dt 32,10 se lee en el cántico de Moisés que Dios cuida de su pueblo elegido, lo rodea con su ternura y lo atiende “como a la niña de sus ojos”. El pronombre posesivo es eliminado en la versión de los LXX, con lo que la frase queda así: “como la niña de un ojo”. Se ha señalado que precisamente una de las características de la versión griega del Deuteronomio es la eliminación de los pronombres posesivos. En este caso coincidiría esta tendencia del traductor con el deseo de apartar de Dios todo antropomorfismo. • Otro caso: en Nm 11,1 el hebreo afirma que Israel se quejó ante los “oídos” de Yahvé”, lo que se transforma en griego “en presencia del Señor” (por el contrario, la expresión es mantenida en Nm 14,28). Alguna vez que otra el ángel de Yahvé reemplaza a Yahvé mismo en una situación comprometida: “Acaeció que en el camino, en una posada, hízose Yahvé el encontradizo a Moisés, e hizo ademán de matarle...” (Ex 4,24); • En la versión de los LXX es un ángel (ággelos Kyríou) quien intenta tal acción (algo parecido en Jue 6,14. 16 [ambos textos A y B]). • “Los traductores de los LXX que siempre vierten heb. sur por gr. petra (ambos “piedra”) cuando ese vocablo no aparece en sentido figurado para designar a Dios, evitan por completo en este último caso la traducción literal (véase, por ejemplo Dt 32 4: heb. “Él es la Roca”; gr.: “Él es Dios”) no fuera a interpretarse como si la Roca fuera una imagen de Dios. • El Dios guerrero de Ex 15,3 e Is 32,13 (heb. 'iš milhamah, literal. “hombre de la guerra” se convierte en un Dios syntríbôn polemíous, “que tritura a los enemigos”; y el weyithallek Henok 'et ha-'Elohim de Gn 5,22 ('caminó Henoc en compañía de Elohim') por 'agradó Henoc a Dios', gr. euēréstēsen dè 'Enox tôi theôi'” (Fernández Marcos, Introducción a las versiones griegas de la Biblia, Madrid, CSIC, [1979] 302). En otros casos, con un tinte más filosófico, la “mano” de Dios se convierte en los LXX en su “potencia”. Así, la frase “Para que sepan todos los pueblos de la tierra que la mano de Yahvé es poderosa...” se convierte en “La fuerza de Yahvé es poderosa” (Jos 4,24). • En el pasaje de Is 9,5, que habla del futuro mesías como “consejero maravilloso, 'El (Dios) fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz”, los LXX —con la intención de acentuar la unicidad de Dios— traducen “mensajero del gran consejo” (gr. megálēs boulês ággelos). Espero que les resulte interesante, aunque aparentemente sea un tema árido. Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Domingo, 16 de Octubre 2011
Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Es también digno de señalarse cómo los LXX, con una tendencia contraria a la anterior, procuran apartarse cuidadosamente del ambiente helénico, evitando utilizar ciertos términos técnicos del vocabulario religioso pagano. Quizás pretendían así conscientemente ante los ojos de los griegos hacer una distinción entre la fe judía, verdadera, y la falsa, helénica, pagana. • Es bien conocido cómo al “inspirado” por Dios se la llama 'profeta' (prophétes) y jamás "mántis" (vocablo relacionado con “manía”, o “locura profética” (pérdida de la mente por invasión de la divinidad en el cuerpo del adivino) inspirada por Apolo sobre todo. Se distingue así entre el que “tiene el espíritu divino”, verdadero, y el que tiene el espíritu de los “dioses”, como dice Pablo de Tarso (1 Corintios 8,5), es decir, de los demonios o espíritus inferiores permitidos por Dios en este universo. • O cómo para designar el Templo se evita el vocablo hierón, usual incluso en los documentos oficiales griegos que hacen referencia al santuario en Jerusalén, y se emplea el término más raro naós (relacionado con latín navis, "nave" de un templo) , o se aborrece del vocablo ádyton (lugar recóndito, inaccesible, del santuario) que no se utiliza nunca para referirse al “santo de los santos”, sino sólo para los templos paganos. • La expresión típica helenística para designar la piedad hacia Dios (eusébeia) no aparece prácticamente en el Pentateuco (sólo un par de veces y para expresar el “temor de Dios” hablando de los gentiles: cf. Gn 20,11 y Ex 18,21). Un altar pagano es para los LXX un bômós; • El altar de Dios es siempre, por el contrario, thysiastērion, un término poco frecuente en las descripciones griegas de sus cultos. • El término normal griego para nación, éthnos, significa casi siempre los “paganos”, mientras que para la nación escogida se emplea el vocablo poético laós. • Para los dioses de los paganos los LXX emplean con todo propósito otros nombres como árchôn (“jefe” o “comandante”) o eídolon (“ídolo”) o glyptós (“estatua labrada”) o bdélygma (“abominación”), que expresan el desprecio por el politeísmo que sienten los monoteístas. El vocablo daimónion queda reservado para nombrar a los seres intermedios, demoníacos, que pululan entre Dios y los hombres. Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com b[
Sábado, 15 de Octubre 2011
Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Seguimos con ejemplos de la “helenización” de la versión al griego de la Biblia hebrea que, espero, interesen a los lectores porque afectan también a la comprensión del cristianismo. Hay otros casos de traducción de los LXX que suponen una atención más cuidada, expresa y profunda a la mentalidad helénica. • Así, por ejemplo, los traductores sustituyen el she'ôl hebreo (“el infierno”) por el Hades griego, fuertemente cargado de connotaciones mitológicas. La sustitución era fácil porque en el fondo las concepciones de uno y otro son muy similares: el sheol como depósito (en algunos casos provisional) de los “cuerpialmas” de los humanos convertidos en “humo” o “sombras”. • Los LXX evitan también cuidadosamente el sobrenombre Sebaoth de Yahvé, totalmente judío y relacionado con el ámbito de la guerra (“dios de los ejércitos”, y lo sustituyen por “Todopoderoso” (griego pantokrátor: ausente en el Pentateuco, pero utilizado unas 200 veces en el resto de los libros) con el propósito de corroborar el poder universal del Dios verdadero. • Cuando la Biblia hebrea trae a colación ciertos pueblos míticos (formados por personajes que superaban en ocasión a los humanos) como los nephilim, rephaim, anakim, o gibborim, los LXX vierten simplemente por “gigantes” en un esfuerzo por desmitologizar un tanto las connotaciones extrañas del texto semítico. • Quizás haya también una pretensión filosófica cuando la versión de los LXX traduce el nombre divino 'ehyeh 'ašer 'ehyeh, “Yo soy el que soy” (Ex 3,14; es decir, divinidad sin un nombre especial, pero cuya esencia es el ser pleno), por el griego egô eimí ho ôn, “Yo soy el existente”. • En Ex 24,10, en vez de verter “Y vieron al Dios de Israel” (lo que ofendería la trascendencia divina), los LXX traducen: “Vieron el lugar donde estaba el Dios de Israel”. • O en Dt 10,16, donde el texto hebreo dice: “Circuncidad el prepucio de vuestro corazón y no endurezcáis más vuestra cerviz”, los LXX evitan una metáfora extraña y un tanto salvaje para los griegos vertiendo: “Circuncidad vuestra dureza de corazón (sklērokardían)...”. • En Dt 7,16, en el contexto de las órdenes divinas de exterminio de la población cananea en territorio israelita, Moisés ordena: “Aniquilarás a todos los pueblos que Yahvé, tu Dios, te entregue...”, lo que sonaría sin duda demasiado fuerte para oídos griegos. En consonancia, los LXX vierten: “Y devorarás el botín (sk^yla) de los gentiles”, lo que es más concorde con el derecho internacional de la guerra. • En el extraño pasaje de Gn 6,2, en el que ciertos seres superiores son denominados “hijos de Dios” (bené ’Elohim) (“y observando los ‘hijos de Dios’ que las hijas de los hombres eran bellas...”), el texto griego traduce este sintagma por “ángeles” (revisor del codex Alexan¬drinus), lo que está más de acuerdo con la mentalidad de los ilustrados griegos. • Para el autor del Salmo 29,1, hebreo, los “hijos de Elohim” han de tributar a Yahvé gloria y poder; en algunos mss de los LXX estos 'hijos' se transforman igualmente en “ángeles”. Seguiremos con la enumeración y clasificación de estos ejemplso que son interesantes. Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 14 de Octubre 2011
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
Que las relaciones de Jesús de Nazaret con las autoridades políticas de las regiones que frecuentó no fueron precisamente buenas es cosa bien sabida. Si el prefecto romano lo hizo crucificar (con lo que parecen haber sido, desde el punto de vista de Roma, sobradas razones), el tetrarca de Galilea y Perea, Herodes Antipas, no parece haber tenido en alta estima al predicador galileo. Lo contrario es igualmente cierto: de las narraciones sinópticas se deduce que Jesús temió a Antipas y que –lejos de enfrentársele– huyó de él. Aunque este aspecto es a menudo oscurecido en los textos (los evangelistas no parecen haber sido proclives a decir claramente que su admirado héroe emprendió la huida), eso es lo que se deduce de ellos, como han reconocido diversos estudiosos. De hecho, en un pasaje interesante del Evangelio de Lucas en que se afirma que algunos fariseos advierten a Jesús de que Herodes anda buscándolo y no precisamente para invitarlo a alguna fiesta, sino para quitárselo del medio, el galileo lo calificó de “zorro” (alópex en Lc 13, 31). De las fuentes contemporáneas, pueden derivarse dos connotaciones del término “zorro”. Por una parte, el término connota insignificancia e inferioridad en término de poder directo (a menudo, presentado en contraste con el león). A esta luz, algunos estudiosos leen el pasaje como una ridiculización de Antipas, que no tendría el poder o la habilidad de intervenir en la vida de Jesús, quien actuará según sus propios planes hasta alcanzar su destino final, Jerusalén (cf. Lc 13, 32-33). Por otra parte, sin embargo, “zorro” designa también la inteligencia o la astucia que hace de este un animal destructivo, temido por su astucia y su capacidad para burlar a otros animales, además de por su codicia. En este sentido, Jesús estaría refiriéndose a la peligrosidad de Antipas, que no en vano había eliminado al individuo tan extraordinariamente admirado por aquel, Juan Bautista, el mayor entre los nacidos de mujer, el profeta de Dios. En todo caso, lo que queda claro es que Antipas a Jesús no le caía especialmente bien (en Mc 8, 15 Jesús previene también a sus discípulos de la “levadura de Herodes”). Que sepamos, nunca se tomó la molestia de ir a anunciarle la llegada inminente del Reino de Dios. No parece que el animoso predicador considerase a su señor terreno capaz de teshuvá, metánoia ni nada remotamente parecido. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Jueves, 13 de Octubre 2011
Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Tras las afirmaciones de la nota anterior, nuestra opinión es que sí puede hablarse con rigor de una cierta “helenización” de la Biblia hebrea al pasar al griego. Las concepciones judeohelenísticas condujeron con cierta frecuencia a los traductores a desviarse premeditadamente del sentido literal del modelo hebreo que tenían ante sus ojos. Comencemos por el ámbito de los contenidos superficiales: la versión de los Setenta contiene en este terreno variantes de traducción que suponen una helenización. Veamos tan sólo unos ejemplos de una lista que podría ser larga, pero cansina: • “La simple traducción de los términos tohûwwohu —expresión enigmática de probable contenido mítico— (Gn 1,2, 'yermo y vacío', versión de Cantera-Iglesias, o 'un caos informe', versión de Alonso Schökel), por el griego aóratos kaì akataskeúastos, 'invisible y desorganizado', constituye toda una helenización de la referencia bíblica” (Julio Trebolle, La Biblia judía y la Biblia cristiana, Trotta, [tiene varias ediciones; pero tengo la de 1993] 463). • Cuando el texto hebreo presenta al lector “entrañas” o “corazón” refiriéndose a un contexto de pensamiento, los LXX suelen presentar el vocablo diánoia (“pensamiento”), lo que indica sin duda un acercamiento al mundo más abstracto e intelectual de los griegos. • El traductor del libro de Job (42,14) ha sustituido el nombre de una de las hijas del paciente sufridor, llamada en el texto hebreo “Cuerno, o tarrito de afeites” (con el sentido de “suma de las esencias”, qéren-happuk) por el más helénico “Cuerno de Amaltea”, es decir, de la cabra que amamantó a Zeus niño en el Monte Ida, en Creta (cf. el apócrifo Testamento de Job, 52,4). • Los LXX, en Job 9,9, sustituyen los nombres hebreos de ciertas constelaciones (la Osa, las Siete Estrellas [?] y las Cámaras del Sur) por las “Pléyades, Héspero, Arturo y las Cámaras del Sur”. Otra muestra de helenización es la adopción por parte de los LXX de términos políticos griegos absolutamente inadecuados para representar las condiciones sociales y políticas de los hebreos, pero indispensables, quizás, para hacer accesible y comprensible a los lectores griegos el texto sagrado. De este modo, aparecen en los LXX términos como pólis (“ciudad”), démos (“pueblo” o “demarcación, distrito local”), ekklesía (“asamblea”) y phýle (“tribu”), que tienen en griego unas connota¬ciones radicalmente distintas a las del mundo hebreo. Por ejemplo: • En Gn 23,11 Efrón el hitita, hablando con Abrahán, llama a “los hijos de su pueblo” (heb.) ciudadanos en sentido griego (politôn). • Hay otros casos, por el contrario, en los que el empleo mecánico y continuo de un vocablo griego (por ejemplo psyché, “alma”), ensanchado forzadamente en su campo semántico para traducir otro hebreo, lleva a notables confusiones (en hebreo el término correspondiente, nepheš, significa a veces incluso un “cadáver”, lo que jamás ocurre en griego). En este apartado han de señalarse los notables cambios semánticos que a veces se llevan a cabo en algunos vocablos que aparecen cargados de un nuevo significado. • Es conocido el caso de dóxa que pasa de “opinión” a “gloria” (de Yahvé), el de anáthema, que se transforma de “ofrenda” en “anatema” (heb. hérem), • O el de eulogía, que pasa de significar “alabanza” a “bendición” (heb. berakhá). • Peculiar es el caso del heb. berít, “alianza”, término tan fundamental en la Biblia hebrea para significar la relación de protección y clientela que un superior regala a un inferior, que es traducido incomprensiblemente por diathéke, que significa “promesa”, “prenda” y de ahí “testamento”. Quizás los traductores quisieron reflejar en ese neologismo semántico la diferencia sustancial entre cualquier “acuerdo” o “alianza” respecto a la única “alianza” importante para el pueblo judío, la de Yahvé con Israel. Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Miércoles, 12 de Octubre 2011
Notas
Hoy escribe Andrés Torres Queiruga / (Antonio Piñero)
Amigos lectores: Transcribo fielmente la crítica a la crítica que acepto sinceramente. No he tocado, como es lógico, ni una coma. “Querido Antonio, Gracias por tu amplia recensión de mi libro sobre el mal. No siempre es fácil encontrar lectores que entren en el libro, lo lean y entren en un diálogo serio y demorado. Tu exposición en el primer bloque es exacta. Sólo fíjate —tú que seguramente sabes más griego que yo— en que pisteo-dicea, como bien explicas a continuación, deriva de pistis, -eos y dikaia (justificación de “fe” en sentido amplio, filosófico o cosmovisional). La crítica me pareció algo apresurada, pienso que seguramente que por falta de tiempo para una lectura con posibilidad de más tiempo y dedicación. La ponerología es estrictamente filosófica. Discutible, sin duda, como todo lo humano; pero sería preciso discutirla entrando en los argumentos concretos. No entiendo las razones que das para afirmar que el dilema de Epicuro es también hoy inevitable. Insistes en la incomprensibilidad divina (lo que iría –kantianamente-- tanto contra la argumentación teísta como contra la atea). Pero fíjate en que yo insisto en partir “desde abajo”, desde el mundo, desde lo controlable racional o razonablemente. Y sigo pensando, mientras no aparezcan razones convincentes, que un mundo-sin-mal es un constructo intelectual tan vacío y contradictorio (aunque menos claramente apreciable) como un círculo-cuadrado o una clase dividida-en-tres-mitades. En esto no pensaron --no por incapaces, claro está, sino porque lo dieron por supuesto (en esto todavía no modernos), ni Hume ni Kant, en cuya “autoridad” te apoyas). Después mi discurso cambia efectivamente de plano, porque ya quiere ser justificación de la respuesta cristiana, por ser la que más me convence. Es, pues un discurso teo-lógico (acentuando ambos extremos de la palabra). Y habrás notado que reconozco igual derecho a que las otras “fes” hagan lo mismo con sus respuestas, indicando que no entro en discusiones porque, aunque las conozco (más o menos) y atiendo sus críticas, les corresponde a ellas elaborar su “pisteodiciea”. Y, ahí sí, te confieso que cuando se trata de los razonamientos ya dentro de la “teodicea”, me ha asombrado bastante que me atribuyas un fundamentalismo teológico que considero a mil leguas de toda mi obra, incluida esta (por algo cuando otros juzgan mi libro de la Revelación, me acusan de inmanentista, reduccionista y otras curiosidades). Si lo repasas, verás que someto a crítica expresa y muy dura las opiniones que me atribuyes. Tengo la impresión de que ese punto te ha traicionado un poco el citar abruptamente párrafos de la Conclusión, que, acudiendo a un lenguaje simbólico (no diría mítico), ya previa y largamente aclarado, criticado y fundamentado en la parte última (lo hago, creo yo, en la misma dirección que tú indicas y practicas, aunque no coincidamos en las conclusiones), pudiera dar esa impresión, cuyo tenor me repugna tanto como a ti. Fíjate, para concretar, en el tema de la “subida a Jerusalén”. Yo insinúo la posibilidad –no la certeza- de que Jesús buscase una decisión divina (tú, en cambio, afirmas que fue allí seguro del triunfo). Después hipotizo algo en lo que me parece que estarás de acuerdo: es posible que Jesús, conforme a la mentalidad ambiental, “esperase” una intervención divina para salvar al justo en el último momento; y, como me he atrevido a escribir en el libro de la Resurrección, sigo hipotizando que esa fue “la última lección que Jesús tuvo que aprender” (así se realiza siempre, en mi parecer, el proceso revelador), a saber, que el apoyo y la acción divina se realiza no con intervencionismos milagrosos, sino en su sostenernos trascendentalmente, haciendo posible y apoyando nuestra libertad, pero dejándonos con todo respeto la decisión. “estoy a la puerta y llamo, si alguien me abre… (Apocalipsis). Esto es preservar, de verdad y sin caer en el deísmo la autonomía humana, tal como he tratado de aclarar en mi libro “Fin del cristianismo premoderno”. Hay después cuestiones que considero más secundarias, aunque pueden ayudar a la claridad. No sé hasta que punto das por seguro que, desde el resultado “ponerológico del mal inevitable, “la conclusión lógica sería: ¡Mejor no haber creado el universo!” Es una opinión que, efectivamente, han sostenido bastantes. Pero por lo mismo es también una “pisteodicea”, es decir, una conclusión cosmovisional, en principio legítima, pero que, igual que todas, necesita justificarse y responder a las objeciones; por ejemplo, al sentido de las víctimas la historia, que en ese caso serían para siempre irredimibles (algo tan importante en la discusión actual). Por eso creo que no puede defenderse que la “pisteodicea” representada por la “náusea” sartriana es simplemente “negativa”, diciendo que “toda afirmación negativa no necesita demostrarse.- Sólo necesita demostrase la afirmación positiva, a saber, la existencia de una esperanza religiosa que explique de verdad la necesidad y obligatoriedad de la existencia del mal”. Por un lado, la respuesta sartriana es ciertamente negativa como actitud de vida, pero como discurso es tan positiva y tan necesitada de justificación como la esperanza cristiana o como la postura agnóstica. Y, por otro, la invetabilidad (yo distingo con cuidado entre “inevitabilidad” y “necesidad” u “obligatoriedad”) del mal no es parte exclusiva de la respuesta cristiana, sino conclusión general, condición universal de la existencia finita, a la que, justamente por eso, todos tenemos que enfrentarnos. El problema es común, pues todos tenemos que vivir y encontrar sentido en un mundo con crímenes y sufrimientos. Diferentes son sólo las respuestas. Por eso necesitamos buscar la que nos parezca la más acertada. Y yo creo e insisto en que, siendo tan decisiva y tan difícil, es preciso buscarla entre todos, estableciendo un diálogo lo más colaborador y fructífero posible. Querido Antonio, tú lo has hecho tanto con tu recensión como con tu crítica. Y, como bien dices al final, el hecho de que el diálogo no llegue a la plena concordancia no implica desconocimiento y menos desestima de la labor del otro. Es simplemente el precio del respeto mutuo en el difícil “conflicto de las interpretaciones”. Según dicen los programas, pronto nos veremos en Porto, en el Congreso sobre "¿Quién fue (es) Jesucristo?" y seguramente tendremos ocasión de charlar largamente acerca de esta y de otras cuestiones, tal vez no menos interesantes. Hasta entonces, un fuerte abrazo, Andrés Torres Queiruga” Por mi parte, Saludos cordiales www.antoniopinero.com
Martes, 11 de Octubre 2011
Notas
Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Hecho VII (cc. 62-67): El general y su familia La fama de Tomás había trascendido lo suficiente como para que uno de los generales del rey Misdeo hubiera recibido noticia de su persona y de sus hechos. Tenía fama el apóstol de no aceptar recompensa alguna por sus buenas acciones, antes al contrario, todo lo que tenía lo repartía entre los necesitados. El general confesaba que era rico y que hacía el bien a todos sin haber hecho mal a nadie. Por ello estaba sorprendido de haber recibido el mal que lo acompañaba desde hacía tres años. Se trataba de una inoportuna y cruel posesión diabólica que padecían su mujer y su hija. Todo venía de una boda a la que había sido invitado por unos amigos. Él quiso que asistieran su mujer y su hija, aunque algo barruntaban ellas cuando preferían no participar en la fiesta de bodas. Llegada la tarde, envió lámparas y criados a esperar a ambas mujeres. De pronto se oyó un lamento uniforme: “¡Pobrecilla!”. Llegaron los criados con las vestiduras desgarradas y contaban lo sucedido. Un hombre había atacado a la mujer, y un muchacho a la hija. Ellos habían intentado defenderlas, pero sus espadas se les cayeron de las manos. Las dos mujeres cayeron a tierra rechinando los dientes. El general partió raudo y encontró a su mujer y a su hija tendidas en tierra. Las tomó y las llevó a su casa, donde tardaron un buen rato en volver en sí. A las lógicas preguntas del marido, respondió la mujer contando los detalles del suceso. Cuando se dirigían a la boda, vieron a un hombre negro que movía su cabeza en dirección a la mujer y a un muchacho semejante a su lado. Ellas huyeron de ellos, pero cuando ya regresaban de las bodas, sufrieron el ataque de los negros que las arrojaron a tierra. Estaba la mujer refiriendo el caso cuando volvieron aquellos hombres, que en realidad eran demonios, y las arrojaron al suelo. Desde entonces, sigue contando el general, no pueden salir de casa y permanecen encerradas en sendos aposentos, pues si las encuentran las golpean y las dejan desnudas. El general rogaba al apóstol que tuviera piedad de una casa que estaba poco menos que abandonada desde hacía tres años. Tomás quedó muy triste con el relato de lo sucedido a la mujer y a la hija del general. Pidió entonces al general la necesaria fe en Jesús para que sanaran las posesas. El general rogó a Jesús ayuda para la debilidad de su fe. El apóstol hizo que su diácono Jenofonte congregara a toda la multitud. Tomás, de pie en medio de todos, pronunció una larga alocución en la que postulaba a los suyos perseverancia en la fe y en la esperanza en Dios que nunca abandona. Si él tuviera que ausentarse por algún motivo, les dejaría al diácono Jenofonte que cuidaría de ellos. Abundaba en la idea de lo efímero de los bienes de este mundo; ni las riquezas ni la belleza permanecen. Debe prevalecer, a pesar de todo, la esperanza en el Hijo de Dios, el siempre amado y deseado (c. 66,5). Se despidió luego de los fieles a quienes encomendó a la misericordia del Señor y a la solicitud de Jenofonte. Para ellos pedía presencia, curación de las heridas de la vida y defensa frente a los lobos rapaces que acechan al rebaño del Señor. Hecho VIII (cc. 68-81): Episodio de los onagros El apóstol Tomás tenía que continuar su camino, lo que provocó el disgusto y las lágrimas de los hermanos. Todos le rogaban que no los olvidara, sino que se acordara de ellos en sus oraciones. Cuando ya se encontraba Tomás sobre la carroza, se acercó el general e hizo levantarse al cochero. Solicitaba, en efecto, la gracia de hacer de cochero del apóstol durante aquel trayecto. Dos millas más adelante, Tomás hizo levantarse al general y le pidió que se sentara a su lado mientras el cochero volvía a ocupar su puesto. Entonces los animales de tiro se sintieron fatigados por el calor de manera que no podían dar un paso más. El general pensó trasladarse a toda prisa para buscar nuevas cabalgaduras. Pero el apóstol dijo al general que no tuviera miedo, pues vería las maravillas de Dios. Había en las cercanías una manada de onagros que estaban pastando. Tomás ordenó al general que fuera a la manada y en su nombre hiciera venir a cuatro de ellos. Cuando oyeron la orden del general, llegaron todos los onagros corriendo hacia donde estaba el apóstol y se postraron ante él. Tomás pronunció una alocución, conservada solamente en la versión siríaca, en la que se contienen conceptos de la más estricta ortodoxia. Dice así el siríaco: “Sois uno en gloria, poder y voluntad. Sois tres, pero separados; sois uno aunque divididos. Todo en ti subsiste y todo te está sujeto” (c. 70,1). El griego continúa con el ruego del apóstol a los onagros: “Paz a vosotros. Uncíos cuatro de vosotros en lugar éstos”. Lo hicieron así los cuatro más fuertes cumpliendo la orden de Tomás. Los demás seguían con la caravana hasta que el apóstol los despidió para que regresaran a sus pastos. Los onagros arrastraron el carro con suavidad para no molestar al apóstol hasta que se detuvieron a las puertas de la casa del general. El apóstol pronunció una plegaria dirigida a Jesucristo reconociendo los favores que ha hecho a favor de los hombres. Los ha adquirido con su sangre como una posesión preciosa. Viendo que se había congregado una multitud, Tomás suplicó al Señor Jesús que se cumpliera lo que tenía que suceder. La mujer y la hija del general habían sufrido mucho por el poder de los demonios, de modo que los criados pensaban que no podrían recuperarse. Nadie había podido prestarles auxilio hasta que llegó a su casa el apóstol Tomás. Éste llamó a uno de los onagros uncidos al carro y le ordenó que entrara en el patio de la casa y en el nombre de Judas Tomás ordenara a los demonios salir de aquella casa. Pues había sido enviado para vencerlos y expulsarlos. Entró el onagro seguido de una multitud de gente y dirigió a los demonios un largo parlamento que terminaba con la orden de Tomás: “A vosotros os dice Judas Tomás: Salid ante toda esta muchedumbre y decidnos de qué raza sois” (c. 74,3). Salieron las dos mujeres en un estado lamentable. Tomás oró para que no hubiera perdón para demonios que no saben perdonar ni tener misericordia. Se produjo un debate entre el apóstol y el demonio, que resultaba ser el que había sido expulsado ya por Tomás de la otra mujer (cf. c. 46). El demonio expresó su sentimiento de impotencia ante Tomás y la diferencia que distinguía sus misiones y sus resultados. Los apóstoles venían para salvar, los demonios para destruir y condenar; los apóstoles aportaban la vida eterna, los demonios la eterna condenación. Como respuesta a las provocadoras palabras del demonio, el apóstol ordenó tajantemente a los demonios que abandonaran a las mujeres y no volvieran a habitar entre seres humanos. Lo mismo sucedería a todos aquellos que habitaban en los templos de los dioses falsos. De repente, los demonios se ausentaron, mientras las mujeres quedaban en el suelo como sin vida ni voz. Todos los presentes se mantenían en suspenso sin saber lo que iba a suceder. Los onagros no se separaban unos de otros, cuando el onagro, que había recibido el don de la palabra por el poder de Dios, dirigió un largo reproche al apóstol por su silencio y su inactividad en un momento como aquel. Pronunció luego un discurso de tipo kerigmático animando a todos a creer en el apóstol de Jesucristo, a creer en el Cristo nacido para traer la vida a los hombres y convertirse en maestro de la verdad. Tomás hizo una especie de glosa de las palabras del onagro. Se puso después al lado de las dos mujeres por las que oró diciendo: “¡Señor mío y Dios mío! Resuciten estas almas y vuelvan a ser lo que eran antes de ser heridas por los demonios”. A continuación rogó a los sirvientes que las tomaran y las introdujeran al interior de su casa. Llamó luego a los onagros, los condujo fuera de la ciudad y los despidió diciendo: “Marchad en paz a vuestros pastos”. El apóstol después de vigilar para que nadie los molestara ni les hiciera daño alguno, regresó a la casa del general (c. 81,3). Animales en el antiguo Egipto. Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Lunes, 10 de Octubre 2011
Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
Como ye he indicado, la traducción del Antiguo Testamento del hebreo al griego no sólo creó un libro que se podía usar en las ceremonias religiosas, o como norma jurídica de una comunidad política (griego políteuma) dentro de otra, sino que fue también la base para un nuevo despertar de la teología judía dentro de un ámbito cultural nuevo, e hizo posible que los fermentos para una renovación de diversos temas religiosos, ya presentes en ocasiones en la tradición de Israel, se desarrollaran dentro de los horizontes de la cultura y religiosidad del helenismo. Téngase en cuenta que la "teoría" y práctica de la traducción en ciertos sectores de la Antigüedad era muy curiosa para una mentalidad moderna. Si se trataba de una versión por escrito, se tendía a la literalidad servil; pero si tratada de una versión oral (como en la sinagoga, se hacían pequeñas paráfrasis o, en caso, omisiones. Estos dos fenómenos, bien estudiados, nos dan la pista de la mentalidad teológica subyacente de quien parafrasea u omite. Y, finalmente, a veces la versión escrita podía contaminarse de esta tendencia a la acomodación y actualización. Esto es precisamente lo que ocurre a menudo en los Setenta. En este sentido los LXX son el testimonio más preclaro de la helenización del judaísmo. Gracias a la terminología abstracta del griego, los contenidos bíblicos pudieron presentarse con una nueva luz y, a la inversa, el nuevo texto griego bíblico comenzó a ampliar y transformar el mundo de las nociones abstractas griegas de cuantos con él se familiarizaban. Precisamente por ello es importante plantearse la cuestión de si este fenómeno de la traducción de la Biblia hebrea al griego representó una cierta acomodación, o no a veces, sino un rechazo, a la mentalidad de la lengua receptora, la helénica. Si la contestación es positiva, hay que preguntarse en qué grado se llevó a cabo esta “helenización”. Responder a estas preguntas no es en absoluto tarea fácil, pues definir el grado de helenización de un libro bíblico, ya sea una traducción del hebreo, ya haya sido compuesto originalmente en griego, es bastante complicado: “No siempre se puede distinguir lo que pertenece a unas técnicas concretas de traducción y está condicionado por las diversas estructuras de las dos lenguas, de las modificaciones que se deben a las exigencias teológicas del traductor” (N. Fernández Marcos, Introducción a las versiones griegas de la Biblia, Editorial del Consejo Superior de Investigaciones científicas, Madrid, 1979; 2ª edic. 1989, 304. Recientemente tienden algunos investigadores a opinar que la posible “helenización” de los Setenta es una mera cuestión formal: la expresión es griega, se argumenta, pero el contenido no ha variado, sigue siendo hebreo; es tan profundamente judío que lo único que importa es la consideración de los LXX no como una versión de unos textos transida de espíritu griego, sino como eslabón entre la revelación del Antiguo Testamento en su lengua original por una parte y el testimonio del Nuevo Testamento por otra. Pero esta perspectiva no es propia de una historia de la literatura. Por ello, no es conveniente dejar de lado la cuestión de la posible influencia de la mentalidad transmitida por la lengua helénica en el moldeamiento de la mentalidad propia de la versión de un corpus de escritos que fue tan trascendental para muchas personas. Tal influjo pudo darse por el simple hecho de que se trata de una traslación entre lenguas muy dispares. Traducir es una empresa casi imposible si se procura una perfección absoluta, y especialmente lo es el paso de una lengua semita a otra indoeuropea, como ya lo notó en su momento (132 a.C.) el nieto de Ben Sira al confeccionar la versión al griego de la obra de su abuelo compuesta en hebreo (Eclesiástico, Prólogo, 20). Los vocablos de esos dos sistemas de comprensión del mundo tan distintos, el hebreo y el griego, casi nunca conllevan la misma constelación semántica, por lo que las palabras de la Escritura hebrea al trasladarse al griego perdieron una serie de asociaciones y en parte ganaron otras, mientras que —al mismo tiempo— los términos griegos utilizados en la traducción pudieron adquirir algo del valor de las palabras hebreas que representan. Esta afirmación no significa, sin embargo, caer aquí en las exageraciones de algunos (por ejemplo, T. Boman) cuando contrastan de manera implacable las dos maneras de pensar, la hebrea y la griega, estableciendo la casi imposibilidad de un puente entre ambas, por lo que la traducción necesariamente implicaría una “desviación”..., en este caso “helenización” en sentido peyorativo. Tal postura es exagerada. La versión de un sistema lingüístico a otro es siempre posible, porque lo que se traducen son conceptos no palabras. Aunque en ciertos casos alcanzar un grado notable de satisfacción con ese trabajo sea mucho más difícil que en otros. En el caso del hebreo al griego esa dificultad es un acicate para estudiar qué posibles alteraciones, y en qué sentido, se produjeron. Es preciso insistir en una observación importante. La versión de los LXX no puede considerarse de una manera simplista como una mera traducción de un texto hebreo siempre firmemente fijado e igual al que se posee hoy día. Cualquier persona mínimamente introducida en este tema señalaría en seguida que esta consideración sería una superficialidad y un dislate. El texto hebreo en la época no era fijo, sino fluido. Cuando el texto de los LXX y el hebreo que hoy suele imprimirse son discordantes, no siempre nos encontramos con una “desviación” o un “error” de traducción de los LXX, sino que en muchos casos se trata de la versión correcta por parte de los anónimos traductores de una base hebrea distinta a la nuestra. Y esto es en verdad sensacional. Los recientes descubrimientos de los Manuscritos del Mar Muerto, con sus múltiples libros bíblicos hebreos que presentan un texto bastante diferente del que luego sería canonizado y que coincide en muchos casos con el hebreo que subyace a los LXX, son un perenne aviso de que el valor de Septuaginta no es siempre el de enmendar o corregir el texto hebreo que hoy leemos, o de que la versión griega es un monumento a la incompetencia de los traductores antiguos, sino el testigo de un texto hebreo diferente. Así pues, en síntesis: aunque en algunos casos sean detectables ciertas deficiencias técnicas de los traductores, los LXX son ante todo, por una parte, un testimonio de un texto hebreo diverso, en muchos casos más antiguo y por lo menos tan venerable como el actual; y por otra, la representación de unas tradiciones teológicas peculiares propias del mundo de los traductores. Se ha argumentado, a propósito de las variaciones, o supresiones de pasajes, que muestran los LXX, por ejemplo en los libros de los Reyes (en el sentido de los LXX, que son cuatro: 1 2 Samuel; 1 2 Reyes = "1 2 3 4 Reyes") que la traducción griega pretendía expresamente eliminar ante los ojos de los griegos ciertos pasajes comprometidos en los que el pueblo elegido salía malparado. Pero no convence esta razón, ya que todas las supresiones de este estilo no responden a una lógica apologética consistente de este tenor. Más bien parece necesario admitir que las variaciones son por otro motivo --texto diferente, recensión diversa--más que por un afán apologético. Todas estas cuestiones son hoy del máximo interés y más para quienes estamos acometiendo la tarea de hacer una Biblia al español (La Biblia de San Millán; proyecto de cinco/seis años) que tenga en cuenta, en las notas, las variantes más importantes de los LXX, de modo que los lectores sean conscientes de que el texto de la Biblia en el siglo I era más fluido de lo que parece. Pasará por lo menos un siglo hasta que se "fije el texto" (es decir que se haga una edición crítica de las diferentes y posibles recensiones) que tenemos hoy a la vista. En realidad estamos en un momento importante, pero todavía perplejos. Saludos cordiales de Antonio Piñero. Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Domingo, 9 de Octubre 2011
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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