Bitácora
PUNTA PEUCO NO ES EL PUNTO
José Rodríguez Elizondo
Tras la larga dictadura del general Pinochet hubo acuerdo político, en el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, para construir una cárcel especial para los militares condenados por violación de derechos humanos. No fue un acuerdo fácil, pues ese penal, llamado Punta Peuco, necesariamente, tendría mejores condiciones que las hacinadas cárceles del país. Décadas después el tema volvió al escenario del debate y la Presidenta optó por anunciar el cierre del penal, lo que catalizó una delicada situación con las Fuerzas Armadas. Los comandantes en jefe en retiro emitieron un pronunciamiento público, criticando esa disposición presidencial. A eso me reiero, a continuación.
Publicado en El Mostrador, 21.9.2017
Imagino que entre los ex comandantes en jefe hubo un debate muy fino, para componer su texto colectivo. Quizás sobre cómo evitar que luciera amenazante o a quienes excluir para que no pareciera provocativo. Tal vez sobre la necesidad de no gastar todas las municiones en un gobierno que termina o de qué manera equilibrarse entre la judicialización aceptada en la Mesa de Diálogo y la judicialización criticada de hoy.
Lo más importante, en todo caso, debió ser lo medular: cómo dejar en claro que el tema de fondo no era el muy puntual de Punta Peuco, sino el muy estructural de la relación civil-militar (RCM) en regresión.
Precisamente por eso, es inquietante que ese debate lo gatillara una promesa presidencial a una víctima emblemática de la dictadura y una respuesta eufemística a la periodista Matilde Burgos, ante las cámaras de televisión. Antes de esa coyuntura, ya estaba claro que la normalización de la relación civil-militar (RCM), iniciada con la Mesa de Diálogo del gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, se había convertido en una relación complicada. Los militares del “profesionalismo participativo”, de 2006, ahora deben justificar su polivalencia con las catástrofes naturales. Las contribuciones castrenses en materias de política exterior suenan a intromisión. El general Cheyre, del “nunca más”, está bajo proceso judicial.
Comunicacionalmente, el tiempo ya no juega a favor de la justicia sin venganza. La imagen pretérita de un furibundo general Contreras, conducido forzadamente a la cárcel, es reemplazada por la imagen de un condenado nonagenario que ignora lo que le está sucediendo.
SICOLOGÍA PRESIDENCIAL
Visto que no ha existido coraje político –algunos dirán, el patriotismo necesario- en las centroderechas y en las centroizquierdas, para detener la regresión de la RCM, llegamos a lo que sucedió: la Presidenta no estuvo en condiciones de ejercer el carisma del mando ante quienes están entrenados para obedecer y quedó con su supremacía civil encasquillada. Se indignó sin tomar medidas, convalidó tácitamente lo obrado y complejizó la posibilidad de un futuro diálogo con los militares, desde posiciones de autoridad.
Muchos se sorprendieron por lo abrupto del conflicto. Confiaban demasiado en que este país tan agitado, marchoso y delincuencial en la calle, debía mantenerse inmóvil y silencioso en los cuarteles. Quizás por eso, distintas personalidades, civiles y militares intentaron interpretaciones sicológicas. El ex comandante en jefe de la Armada, almirante Jorge Arancibia, subrayó la relación amor-odio de la Presidenta con la Fuerza Aérea, por el caso de su padre. Para el ex comandante en jefe de la Fuerza Aérea, General Ricardo Ortega, quienes rodean a la Presidenta habían exacerbado los ánimos, “porque estamos próximos al término del gobierno (…) y pretenden apurar cosas que no van en el ánimo de pacificar a la ciudadanía”. Felipe Agüero, académico y experto en temas de la defensa, opinó que la buena relación de Bachelet con los militares “va a terminar en un pie de incertidumbre”. Añadió que ha tenido ministros de Defensa “extremadamente débiles como autoridad política”. Francisco Javier Cuadra, cientista político y ex ministro de Pinochet, aludió a una manera de zafar de su desprolijidad gobernante y del impacto desmoralizador del caso Caval, volviendo al clima cohesivo de la lucha contra la dictadura. El ex ministro de Defensa Jaime Ravinet culpó a una personalidad bifurcada: “La Michelle Bachelet que llegó en este período es otra (…) perdió los nexos con el mundo militar o con las amistades que tenía allí”. Carlos Ominami, ex ministro de Lagos e hijo, como Bachelet, de un general allendista de la Fuerza Aérea, dio una nota sicológica propia: no quiso creer que el trato había empeorado, porque “ella tiene un aprecio histórico por las Fuerzas Armadas (y) vivió muy mal el desencuentro durante el régimen militar”.
Esa búsqueda de claves en la personalidad profunda de la mandataria, refleja lo difícil que es explicar su mal manejo del tema. Al priorizar y emblematizar el cierre de Punta Peuco, lo convirtió en el punto más alto de la regresión de la RCM, a contar de las “estupendas relaciones” (con ella como ministra de Defensa) reconocidas por Izurieta Ferrer, en 1998. Por cierto, el mismo general que encabezó el texto crítico de los ex comandantes en jefe.
LA PUNTA DEL ICEBERG
La problemática de la personalidad y el poder, teorizada por Max Weber desde hace casi un siglo, no debe ocultarnos la gravedad de lo sucedido en este Chile de 2017. La coyuntura refleja dos procesos paralelos, en lo político y en lo social. Primero, el de las heridas en proceso de cicatrización (lenta), que se reabrieron (de sopetón) en este segundo gobierno de Bachelet. Segundo, el tránsito desde la Mesa de Diálogo, que apuntaba a la reconciliación con desarrollo, a un emplazamiento militar sin diálogo, que podría conducirnos a una nueva polarización agria de la sociedad. Algo que nunca tiene buen pronóstico.
Eludir esta realidad buscando refugio en la ley –eventual sanción al comandante en jefe en activo, general Humberto Oviedo, por haber opinado de manera similar el día del juramento a la bandera-, habría equivalido a colocarse en el punto ciego de dos artefactos romanos. Entre el dura lex sed lex (la norma a rajatabla) y el summum ius summa injuria (aplicar la norma ya no sirve). Por lo demás, es muy posible que tanto Oviedo como los generales ® hayan tratado de descomprimir el estado de ánimo de todos los uniformados, que puede estar más cercano a la crudeza que a la sofisticación.
Visto así el panorama, Punta Peuco es la punta del iceberg conflictivo de la transición y la pos transición. Uno cuya masa sumergida contiene momentos escalofriantes: boinazos, ejercicios de enlace, revelación de crímenes espantosos, asesinato de Frei Montalva, jueces extranjeros procesando a Pinochet por default, el “nunca más” del general Cheyre, el suicidio del general Odlanier Mena, las acusaciones al ex Presidente Lagos por el silencio de las víctimas del informe Valech …
Es un cúmulo de sentimientos potentes, transitoriamente reprimidos y de políticas públicas imprescindibles, que nunca se intentaron. Factores, todos, que eclosionaron en este segundo gobierno de Bachelet, para tratar de imponer la voluntad política de las minorías coherentes por sobre la voluntad de las mayorías decadentes.
Es un síndrome político de la mayor gravedad pues, en su deriva, esa masa sumergida nos está alejando del derrotero fijado por los primeros gobiernos de la Concertación. Aquel que conduce desde la simplicidad de las dicotomías ideológicas a la complejidad de una reconciliación imperfecta.
Un derrotero que obliga a rectificar rumbos hacia la normalización de la RCM, para no volver a los “compartimentos estancos” y al antagonismo civil-militar.
Bitácora
LO MUCHO QUE OLVIDAMOS TRAS EL GOLPE DE PINOCHET. APUNTES PARA UNA MEMORIA
José Rodríguez Elizondo
A fines de los años 80 los chilenos iniciamos una transición a la democracia, que fue complicadísima, pero bastante eficiente. La mantención de Pinochet a la cabeza del Ejército explicó muchas imposibilidades, pero no todas. Algunas muy importantes, quizas decisivas, quedaron en el tintero oculto de la historia.
Si Napoleón pudiera ver en qué estamos, tras casi medio siglo del golpe de 1973, seguro nos aplicaría su famoso dictum sobre los Borbones. Los chilenos, diría, no han olvidado nada, pero tampoco han aprendido nada.
Es que la política que estamos haciendo y sufriendo se parece demasiado a la que nos llevó a esa crisis terminal. La similitud se concentra en el comportamiento de los partidos políticos que, ensimismados en sus juegos de poder, vuelven a subordinar el interés nacional y se sienten más cómodos en los juegos de suma cero que en los de ganancias compartidas.
Entonces, ese antijuego terminó con el propio sistema político, abriendo paso a la supremacía del subsistema militar. Las derechas republicanas, con líderes como Francisco Bulnes Sanfuentes, mutaron en derechas subversivas, lideradas por Sergio Onofre Jarpa. La Democracia Cristiana tras dos escisiones que enrumbaron a la Unidad Popular –el Mapu y la Izquierda Cristiana- estaba tensionada entre los resignados al golpe, con Eduardo Frei Montalva y Patricio Aylwin y los contrarios a cualquier tipo de intervención militar, con Radomiro Tomic, Bernardo Leighton y Renán Fuentealba a la cabeza. La Unidad Popular, más que una coalición de gobierno, era un logo sólo para uso externo. El Partido Radical y el Mapu se habían dividido. La Juventud Radical se agregó el redundante adjetivo “Revolucionaria”, para autonomizarse. El Partido Socialista mostraba agrupamientos polimorfos, bajo la dirección de Carlos Altamirano, partidario del “enfrentamiento inevitable”. Los comunistas se mostraban consistentes en su apoyo a Allende, pero no renunciaban a su ortodoxia marxista-leninista –la dictadura proletaria-, que era como borrar con el codo lo que escribían con su práctica. En ese mar de fondo, emergían grupos antisistémicos, de izquierdas y derechas, con tanto protagonismo como el MIR y Patria y Libertad.
EL ERROR DE LOS OTROS
Tras el golpe la derecha política se fue a su casa y a sus empresas, mientras se desataba una producción cuantiosa de debates polémicos, en la Unidad Popular y en la Democracia Cristiana, Sus protagonistas fueron los dirigentes en el exilio, la clandestinidad o la disidencia y sus temas se concentraban en recusar el error de los otros.
La autocrítica sin eufemismos -el golpe en el pecho propio- fue una excepción. Ahí estuvo el democratacristiano Fuentealba: “Tengo que luchar porque no regresen los partidos políticos con sus mismos vicios y errores, porque los viejos políticos tengamos la generosidad de abrir el camino a hombres nuevos, limpios, no comprometidos”. Jaime Castillo Velasco, pensador emblemático del mismo partido, llegó a conclusiones semejantes. En 1982 pude interrogarlo como periodista, sobre la terquedad con que los dirigentes seguían apernados y me respondió que debían “buscar de nuevo su representatividad, sin presuponer que los que fueron grandes el 70 siguen siéndolo”. En esa línea estuvo la mismísima Tencha Bussi, Quizás recordando las últimas palabras de Allende –“superarán otros hombres este momento gris y amargo”-, pidió abrir el espacio a las nuevas generaciones: “pido a los políticos chilenos que dejen a un lado sus pretensiones y demandas, para que dejen paso a nueva gente, que es la que debe asumir la dirección del país”.
CATARSIS DE LOS INTELECTUALES
En la base militante, sobre todo en los intelectuales, la autocrítica fue descarnada y se convirtió en catarsis pública. Era su oportunidad para que los dirigentes, en vez de utilizarlos, los escucharan. José Antonio Viera-Gallo, mapucista a la sazón, dio la pauta cofundando la revista Chile-América y abriéndola a un debate respetuoso, pero sin concesiones. Ahí criticó la falta de iniciativa y de coherencia política de los dirigentes establecidos, acusándolos porque su acción se mueve “en el estrecho círculo de la denuncia y se alimenta de un lenguaje sectario”.
El fenómeno fue particularmente notorio en el Partido Comunista, pues implicó sobrepasar el “centralismo democrático”. Para el sociólogo Luis Razeto, los partidos políticos “tienen que comprender que se espera de ellos una modernización de sus criterios, una democratización de sus estructuras internas y una profunda renovación espiritual e intelectual de sus dirigentes”. Reprendido por no haber discutido antes su texto con la dirigencia, Razeto presentó su renuncia al partido. Más sanguíneo –y más previsor- fue el médico Alfonso González Dagnino, quien formuló su crítica envuelta en su dimisión: “Es una desvergüenza que haya directivas que, involucradas en la hecatombe de 1973, aún no hayan renunciado”. El más prolijo fue Sergio Vuskovic, profesor de filosofía y ex alcalde de Valparaíso, quien criticó “el uso y abuso de la censura”, el “no reconocer los errores cometidos” y la mantención en sus cargos de “los mismos dirigentes (…) por décadas o aún por más de medio siglo”. Agregó una advertencia con sabor a noticia en desarrollo: “la necesidad de reivindicar la validez de la política, para que recupere la credibilidad ante una parte importante de la opinión pública”.
LOS INCORREGIBLES
Un salto en el tiempo nos muestra un sistema actual de partidos tan lamentable como el descrito, aunque sin la coartada de un proceso revolucionario, en el marco de la guerra fría y bajo la amenaza de un enfrentamiento con sangre.
En parte es un remake anunciado, pues los partidos prohibidos iniciaron la transición con los mismos dirigentes de 1973, sin sus intelectuales molestosos y con una fractura sociológica en el medio: no tenían las juventudes políticas de antaño. Estas habían envejecido o desaparecido en la lucha contra la dictadura. Los partidos de derechas, por su lado, nacieron desde la misma dictadura y, por tanto, con un vacío en la memoria democrática. Por lo demás, no tenían mucha vocación por el manejo de “la Cosa Pública”.
Por excepción hubo viejos dirigentes, como Jarpa, que se resignaron al trabajo real, dejando el espacio a los nuevos políticos de las derechas. O como Altamirano, quien fue capaz de la más real de las autocríticas: la renuncia efectiva al protagonismo político. Y también hubo un Aylwin que acumuló la sabiduría y la humildad necesarias para reconstruir la democracia, mientras tragaba los sapos que le servía Pinochet desde el Ejército. Pero, por lo general, el escarmiento de los dirigentes profesionales del pasado no mutó en cultura política de calidad, ni en la forja de generaciones de reemplazo. En su mayoría, fueron derrotados por la concupiscencia del poder recuperado.
De ahí que la Concertación, pese a su éxito con Aylwin, Frei Ruiz-Tagle y Lagos, fuera derrotada en el mediano plazo por Sebastián Piñera y luego reemplazada por la Nueva Mayoría. La misma que hoy se encuentra dividida, con una relación deteriorada con los militares (incluído el del “nunca más”) y agotando su habilidad en la necesidad de sobrevivir. Esto significa, en lo inmediato, impedir una segunda victoria de Piñera.
El retorno borbónico está culminando, de este modo, con una sublimada pero muy genuina crisis terminal.
Bitácora
LOS CHILENOS SOMOS INCORREGIBLES
José Rodríguez Elizondo
¿Cuánto puede durar el escarmiento de una experiencia dramática, en la memoria de una sociedad?
En cualquier país democrático de buen ver, los militares pertenecen a un subsistema del Estado, y eso los condiciona. No pueden ni deben intervenir en la operatoria del sistema político que los encuadra, pero no pueden ser ajenos a lo que ellos llaman "Política con mayúscula". En Chile ni siquiera es una práctica tácita, sino una convicción doctrinaria. En 1914, hace más de un siglo, la recordaba, así, un oficial del Ejército:
"Los gobiernos que piensan dar al Alto Comando la verdadera importancia debieran acercarlo a las distintas ramas de la política, pues así él se informaría mejor de la verdadera situación del país, abarcaría más intensamente todo aquello que pueda relacionarse con las alternativas tácticas o estratégicas".
Sin embargo, en el imaginario vulgar eso no está claro. Muchos creen que solo los civiles y sus políticos pueden pensar la Política y que si lo hacen los militares, caen en pecado de deliberación. El peligro de esa dicotomía aparece de soslayo: cuando esos civiles creen que sus políticos son incorregibles (suele suceder), pueden pedir que intervengan en la Política quienes no deben pensarla.
En el fondo de ese absurdo late una ficción cándida -que un erudito vincularía con las tesis de Karl Popper-, según la cual los civiles pueden despedir a sus representantes políticos cuando quieran y como quieran, mientras los militares se mantienen silenciosos en sus cuarteles. Obviamente, es una ficción jurídico-idealista, pero, al menos en Chile, con un fondo sicológico innegable: nuestros civiles han vivido tan desinteresados de los militares -y viceversa-, que cuando tienen episodios de confusión política tienden a olvidarlos.
Podría creerse que el golpe de 1973 terminó con ese olvido patológico, pues eso ya no fue un episodio. Fue una era trágica. Entonces, los militares salieron de sus cuarteles, enviaron a los civiles a sus casas, sus oficinas, las cárceles o el exilio (hubo cosas peores) y su jefe máximo no dio señales de querer volver a la normalidad. Percibiendo la novedad del cuadro, Gabriel Valdés, uno de nuestros políticos de envergadura real, reconoció, en 1985, la gran culpa compartida:
"En Chile, por décadas, los militares y los civiles vivieron separados en compartimentos estancos. Recíprocamente se ignoraron, desarrollando al interior de nuestro mismo país dos culturas separadas. Ni los civiles sabíamos nada de los militares, ni ellos tenían, tampoco, mayor conocimiento de nosotros".
Lo dijo en plena dictadura, en tono de escarmiento, pues esa separación nos había llevado hacia "un abismo que ha sumergido al país en sufrimientos atroces". Pero, fantásticamente, ese escarmiento ya se olvidó. Duró solo lo necesario para afirmar los mecanismos básicos, electorales, del sistema democrático, pero no lo suficiente para conectarlo con el subsistema militar.
Para decirlo de la manera más directa: pese a la larga dictadura sufrida, seguimos soslayando hasta qué punto una pésima relación civil-militar explicó su emergencia, protagonismo y auge. Y no solo eso. Seguimos soslayando hasta qué punto puede marcar -o está marcando- los límites de nuestro actual desarrollo democrático.
"Los gobiernos que piensan dar al Alto Comando la verdadera importancia debieran acercarlo a las distintas ramas de la política, pues así él se informaría mejor de la verdadera situación del país, abarcaría más intensamente todo aquello que pueda relacionarse con las alternativas tácticas o estratégicas".
Sin embargo, en el imaginario vulgar eso no está claro. Muchos creen que solo los civiles y sus políticos pueden pensar la Política y que si lo hacen los militares, caen en pecado de deliberación. El peligro de esa dicotomía aparece de soslayo: cuando esos civiles creen que sus políticos son incorregibles (suele suceder), pueden pedir que intervengan en la Política quienes no deben pensarla.
En el fondo de ese absurdo late una ficción cándida -que un erudito vincularía con las tesis de Karl Popper-, según la cual los civiles pueden despedir a sus representantes políticos cuando quieran y como quieran, mientras los militares se mantienen silenciosos en sus cuarteles. Obviamente, es una ficción jurídico-idealista, pero, al menos en Chile, con un fondo sicológico innegable: nuestros civiles han vivido tan desinteresados de los militares -y viceversa-, que cuando tienen episodios de confusión política tienden a olvidarlos.
Podría creerse que el golpe de 1973 terminó con ese olvido patológico, pues eso ya no fue un episodio. Fue una era trágica. Entonces, los militares salieron de sus cuarteles, enviaron a los civiles a sus casas, sus oficinas, las cárceles o el exilio (hubo cosas peores) y su jefe máximo no dio señales de querer volver a la normalidad. Percibiendo la novedad del cuadro, Gabriel Valdés, uno de nuestros políticos de envergadura real, reconoció, en 1985, la gran culpa compartida:
"En Chile, por décadas, los militares y los civiles vivieron separados en compartimentos estancos. Recíprocamente se ignoraron, desarrollando al interior de nuestro mismo país dos culturas separadas. Ni los civiles sabíamos nada de los militares, ni ellos tenían, tampoco, mayor conocimiento de nosotros".
Lo dijo en plena dictadura, en tono de escarmiento, pues esa separación nos había llevado hacia "un abismo que ha sumergido al país en sufrimientos atroces". Pero, fantásticamente, ese escarmiento ya se olvidó. Duró solo lo necesario para afirmar los mecanismos básicos, electorales, del sistema democrático, pero no lo suficiente para conectarlo con el subsistema militar.
Para decirlo de la manera más directa: pese a la larga dictadura sufrida, seguimos soslayando hasta qué punto una pésima relación civil-militar explicó su emergencia, protagonismo y auge. Y no solo eso. Seguimos soslayando hasta qué punto puede marcar -o está marcando- los límites de nuestro actual desarrollo democrático.
Bitácora
DIPLOMACIA, DEFENSA Y LIDERAZGO
José Rodríguez Elizondo
La relación política entre civiles y militares es, desde siempre, la clave última del poder y, en especial, del poder con expresión internacional. Aludo a los casos de conflicto. Por lo mismo, resulta sintomático que los políticos civiles eludan tratar el tema, contagiando a los analistas. Estos lo analizan todo, menos los problemas conjuntos de la Defensa y la Diplomacia. Hay en esto una mezcla curiosa de eufemismo y temor, muy característica de las democracias poco desarrolladas.
Publicado en El Mercurio de 8 de junio 2017
Según la Constitución y la realidad, la política exterior es tema tanto de la Cancillería como del Ministerio de Defensa, en niveles diferenciados. Simplificando, la primera está para hacer amigos y el segundo para disuadir enemigos. No son objetivos divididos por una muralla china. Ambos servicios deben reflejar la continuidad del binomio Política-Estrategia, que corresponde definir al Jefe (a) de Estado.
Parte importante de lo que nos viene sucediendo, es producto de que esa continuidad no existe. No hay una decisión política que imponga un trabajo conjunto, en lo estratégico, entre ambas instituciones. Quizás por eso, es inútil buscar información relevante sobre el tratamiento de los conflictos vecinales, en los mensajes o cuentas de los jefes de Estado. Esa carencia deja a la vista un vacío, que algunos tratan de llenar con posiciones más simpáticas para Evo Morales que para el interés nacional.
En 2004, mostrando una interesante evolución militar, el general Juan Emilio Cheyre reconoció que “la soberanía es un concepto que jamás es absoluto” y que “uno es soberano en sus límites, en su sistema político (…) pero es completamente dependiente en muchos otros aspectos”. Esto se reflejó en la Ordenanza General de su arma, que ratificó a la institucion como “efectiva contribuyente a los propósitos de la política exterior del país” y planteó considerar a los vecinos como “socios y amigos en proyectos comunes”. En paralelo -fruto de una correcta política de los primeros gobiernos de la Concertación-, las FF.AA se autopercibieron como “exportadoras de paz”, con base en sus misiones internacionales.
Para buenos entendedores, esto implicaba un escarmiento con doble aprendizaje:
- La realidad podía flexibilizar la ponderación estratégica de la defensa, en beneficio de la diplomacia.
- La relación diplomático-militar no debía ser de competencia, sino de complementariedad en la diversidad.
Tal predicamento fue impugnado por académicos y especialistas –de los cuales no me excluyo-, pero la mejor expresión de sorpresa se la leí en 2010 al periodista Fernando Paulsen: “Si los tratados de límites no son negociables, que ha sido la posición intransable de Chile, ¿por qué 15 magistrados extranjeros (…), a cargo del máximo tribunal de Naciones Unidas, revisarán las razones de peruanos y chilenos para su disputa limítrofe, tomando una decisión que efectivamente podría alterar lo que para Chile jamás era negociable?”
En ese cuadro de diplomáticos hoscamente jurídicos y guerreros afectuosamente flexibles, que evocaba la unamuniana sanchificación del Quijote y la quijotización de Sancho, los militares se percibieron fuera del juego. Formados en la valoración realista de la correlación de fuerzas, no los convencía una “firmeza” que sólo se expresaba en argumentos jurídicos a cargo de abogados extranjeros. Para ellos, anulaba la capacidad de disuasión defensiva, que es eminentemente diplomática y supone un marco previo de negociación.
La percepción castrense de exclusión no dio origen a “amurramientos”, sino a un proceso creativo. Con base en sus unidades académicas, los militares comenzaron a procesar los hechos y las doctrinas. Ejemplificando, la Academia de Guerra del Ejército de Chile publicó, en 2015, La punta del iceberg, una excelente investigación multidisciplinaria, con aporte de civiles, identificando los escenarios políticos y económicos bolivianos, actuales y de futuro. En 2016, el general ® Fernando Hormazábal publicó una prolija historia de la relación chileno-boliviana, con párrafos críticos respecto a nuestro “formalismo jurídico”.
El riesgo es obvio. La percepción de ajenidad castrense, en los temas estratégicos, podría inducir una situación de “cuerdas separadas” con la Cancillería. En paralelo, sería una regresión literalmente estratégica para la relación civil-militar, tal como fue concebida por los primeros gobiernos de la Concertación.
Nada de esto puede evitarse con el soslayamiento. Las instituciones permanentes de Chile no van a llegar a una ecuación común, en línea con el interés nacional, sin una conducción superior que ejerza el liderazgo estratégico e informe claramente a la ciudadanía.
Bitácora
LA RELACIÓN CIVIL-MILITAR: UN TEMA OLVIDADO
José Rodríguez Elizondo
Dicho en difícil, cuesta calzar la ecuación entre la gobernabilidad del Estado Democrático y la complejidad filosófica y funcional del poder castrense. Dicho en forma sencilla, como corresponde, todavía nuestros políticos no aprenden a relacionarse con los militares. Por eso, trato de recordar, en el siguiente texto, la amarga autocrítica de los intelectuales chilenos golpeados por Pinochet en 1973 y los propósitos de enmienda de sus representantes políticos, entonces en el silencio o en el exilio. A más de cuatro décadas de esos reconocimientos, de aquello no se habla y la correcta relación civil-militar sigue siendo un tema especulativo.
Publicado en El Mercurio 28.1.2017
Diversos artículos y cartas en este diario han planteado el tema de la relación civil-militar, en su versión actual. Sin embargo, para una mejor comprensión del presente, habría que recordar cómo reaccionaron, después del 11 de septiembre de 1973, los intelectuales de izquierda –militantes o no, disidentes o del exilio-, cuando percibieron la magnitud del tema que no habían estudiado.
Dado que se abocaron a esa asignatura pendiente con la mente abierta, todos comenzaron admitiendo que la dogmática marxista-leninista era de un simplismo insostenible. Las FF.AA modernas, en cuanto organizaciones sofisticadas y altamente tecnificadas, eran irreductibles a la instrumentalización clasista de los manuales. Pretender dividirlas y derrotarlas sobre esa base, como incitaba Fidel Castro, suponía una homologación espuria: la de un ejército sesquicentenario y con veteranía de guerra, con un ejército como el de Fulgencio Batista, corrupto, sin solera y sin moral de combate.
Mucho ayudó a la riqueza del debate la paralela emergencia del eurocomunismo. Sus tesis “revisionistas” (inspiradas en la experiencia de Chile), que rompían con la dictadura del proletariado y valoraban el pluralismo de la democracia, fueron un gran estímulo para un nuevo enfoque. También fue funcional el aporte de los militares chilenos del exilio y el diálogo con los intelectuales realistas del campo socialista. Entre estos destacaba el historiador Manfred Kossok, de la Universidad Karl Marx de Leipzig, para quien los militares disfrutaban de una “autonomía social relativa”.
En el corto plazo, los nuevos analistas influyeron tanto en la renovación como en la división de los socialistas. Compartiendo sus descubrimientos, los dirigentes renovados actualizaron el legado institucionalista de Allende y valoraron la política militar de los gobiernos socialistas de España y Portugal, con Felipe González y Mario Soares a la cabeza. En paralelo, comenzaron a entender que, para recuperar la democracia, tendrían que dialogar y entenderse no con nuevos militares, sino con los militares realmente existentes. Los otros dirigentes se mantuvieron críticos al legado de Allende y se proyectaron en la línea del “enfrentamiento armado inevitable”. Según ellos, la dictadura sólo caería por la fuerza lo cual, paradójicamente, dejaría a Chile más cerca que antes de la revolución socialista. En esto, obviamente, se sentían mejor interpretados por Castro que por González y Soares.
En cuanto a los comunistas, sus estudiosos chocaron de inmediato con “revelaciones” sorprendentes producidas en Moscú. Leonid Breznev, tras haber defendido la vía institucional de Allende, les reveló que la Unidad Popular no había sabido defenderse. El golpe, dijo, “pilló desprevenida a la revolución chilena”. Sus ideólogos orgánicos explicaron tamaña distracción por la falta de preparación militar propia. El analista castrense Anatoli Shulgovski dio pistas casi surrealistas, sugiriendo que el problema estuvo en que los uniformados chilenos no se parecían a los peruanos. A su juicio, éstos ya no eran “baluarte de las clases dominantes” y, por eso, exigir que volvieran a sus cuarteles resultaba “una consigna provocadora”.
Es que, aunque a regañadientes, la dirigencia soviética se había volcado hacia las posiciones de Castro. El legendario agente secreto Iosif Grigulevich dio una clara señal a un interlocutor chileno: “loco será Fidel, pero supo defender su revolución”. Como efecto inmediato hubo discrepancias serias en la cúpula del Partido Comunista y deserciones importantes en su hasta entonces rico sector intelectual. Pero, en definitiva, los dirigentes se mantuvieron en la fe soviética, se marginaron de la renovación con que los tentaba el eurocomunismo e iniciaron contactos operacionales con Castro. En esta línea aprobarían una línea militar propia, con cuadros formados en Cuba y otros países del campo socialista.
El proceso dejó un corpus intelectual riquísimo, expresado en innumerables libros, revistas, tesis, papers y seminarios, producidos en distintos lugares del planeta y con la participación eventual (y enriquecedora) de militares chilenos exiliados. Entre otros temas, en esa producción se reconocían las especificidades de la vida militar; se llamaba a distinguir entre la impunidad, la revancha y la necesidad de hacer justicia en materia de derechos humanos; se postulaba la inserción castrense en la sociedad (fin del “compartimento estanco”) y se convocaba a dialogar con los militares que quisieran dialogar, con énfasis en los temas estratégicos y de política exterior.
Fueron trabajos que mostraron el otro lado del espejo de la relación civil-militar y su espíritu podría sintetizarse en un perceptivo hallazgo del destacado sociólogo Augusto Varas: “En la medida que la civilidad aleja a los militares de los problemas públicos, ella misma termina automarginada de las materias castrenses”.
Parte de ese material fue captado, con fines policiales, por los servicios de inteligencia de Pinochet. Pero también fue asumido por los militares que, sin perjuicio de la verticalidad del mando, buscaban una salida democrática a la dictadura.
Diversos artículos y cartas en este diario han planteado el tema de la relación civil-militar, en su versión actual. Sin embargo, para una mejor comprensión del presente, habría que recordar cómo reaccionaron, después del 11 de septiembre de 1973, los intelectuales de izquierda –militantes o no, disidentes o del exilio-, cuando percibieron la magnitud del tema que no habían estudiado.
Dado que se abocaron a esa asignatura pendiente con la mente abierta, todos comenzaron admitiendo que la dogmática marxista-leninista era de un simplismo insostenible. Las FF.AA modernas, en cuanto organizaciones sofisticadas y altamente tecnificadas, eran irreductibles a la instrumentalización clasista de los manuales. Pretender dividirlas y derrotarlas sobre esa base, como incitaba Fidel Castro, suponía una homologación espuria: la de un ejército sesquicentenario y con veteranía de guerra, con un ejército como el de Fulgencio Batista, corrupto, sin solera y sin moral de combate.
Mucho ayudó a la riqueza del debate la paralela emergencia del eurocomunismo. Sus tesis “revisionistas” (inspiradas en la experiencia de Chile), que rompían con la dictadura del proletariado y valoraban el pluralismo de la democracia, fueron un gran estímulo para un nuevo enfoque. También fue funcional el aporte de los militares chilenos del exilio y el diálogo con los intelectuales realistas del campo socialista. Entre estos destacaba el historiador Manfred Kossok, de la Universidad Karl Marx de Leipzig, para quien los militares disfrutaban de una “autonomía social relativa”.
En el corto plazo, los nuevos analistas influyeron tanto en la renovación como en la división de los socialistas. Compartiendo sus descubrimientos, los dirigentes renovados actualizaron el legado institucionalista de Allende y valoraron la política militar de los gobiernos socialistas de España y Portugal, con Felipe González y Mario Soares a la cabeza. En paralelo, comenzaron a entender que, para recuperar la democracia, tendrían que dialogar y entenderse no con nuevos militares, sino con los militares realmente existentes. Los otros dirigentes se mantuvieron críticos al legado de Allende y se proyectaron en la línea del “enfrentamiento armado inevitable”. Según ellos, la dictadura sólo caería por la fuerza lo cual, paradójicamente, dejaría a Chile más cerca que antes de la revolución socialista. En esto, obviamente, se sentían mejor interpretados por Castro que por González y Soares.
En cuanto a los comunistas, sus estudiosos chocaron de inmediato con “revelaciones” sorprendentes producidas en Moscú. Leonid Breznev, tras haber defendido la vía institucional de Allende, les reveló que la Unidad Popular no había sabido defenderse. El golpe, dijo, “pilló desprevenida a la revolución chilena”. Sus ideólogos orgánicos explicaron tamaña distracción por la falta de preparación militar propia. El analista castrense Anatoli Shulgovski dio pistas casi surrealistas, sugiriendo que el problema estuvo en que los uniformados chilenos no se parecían a los peruanos. A su juicio, éstos ya no eran “baluarte de las clases dominantes” y, por eso, exigir que volvieran a sus cuarteles resultaba “una consigna provocadora”.
Es que, aunque a regañadientes, la dirigencia soviética se había volcado hacia las posiciones de Castro. El legendario agente secreto Iosif Grigulevich dio una clara señal a un interlocutor chileno: “loco será Fidel, pero supo defender su revolución”. Como efecto inmediato hubo discrepancias serias en la cúpula del Partido Comunista y deserciones importantes en su hasta entonces rico sector intelectual. Pero, en definitiva, los dirigentes se mantuvieron en la fe soviética, se marginaron de la renovación con que los tentaba el eurocomunismo e iniciaron contactos operacionales con Castro. En esta línea aprobarían una línea militar propia, con cuadros formados en Cuba y otros países del campo socialista.
El proceso dejó un corpus intelectual riquísimo, expresado en innumerables libros, revistas, tesis, papers y seminarios, producidos en distintos lugares del planeta y con la participación eventual (y enriquecedora) de militares chilenos exiliados. Entre otros temas, en esa producción se reconocían las especificidades de la vida militar; se llamaba a distinguir entre la impunidad, la revancha y la necesidad de hacer justicia en materia de derechos humanos; se postulaba la inserción castrense en la sociedad (fin del “compartimento estanco”) y se convocaba a dialogar con los militares que quisieran dialogar, con énfasis en los temas estratégicos y de política exterior.
Fueron trabajos que mostraron el otro lado del espejo de la relación civil-militar y su espíritu podría sintetizarse en un perceptivo hallazgo del destacado sociólogo Augusto Varas: “En la medida que la civilidad aleja a los militares de los problemas públicos, ella misma termina automarginada de las materias castrenses”.
Parte de ese material fue captado, con fines policiales, por los servicios de inteligencia de Pinochet. Pero también fue asumido por los militares que, sin perjuicio de la verticalidad del mando, buscaban una salida democrática a la dictadura.
Editado por
José Rodríguez Elizondo
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
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