Bitácora
Chile, país de pronósticos políticamente inservibles
José Rodríguez Elizondo
Algunos analistas chilenos describen hoy a Chile como un país políticamente desmoralizado. Los pesimistas dicen que las instituciones ya no funcionan. Los optimistas dicen que funcionan, pero mal. Los misóginos culpan a las mujeres gobernantes, invocando los casos de Cristina Kirchner y Dilma Rousseff. Pocos asumen la necesidad de una autocrítica política inteligente y sanadora, dado que los síntomas del mal fueron captados y anunciados por lo menos desde el año 2.000. Esto demuestra, una vez más, que poco importa lo certero que sean los diagnósticos de los intelectuales si no hay líderes políticos que los sepan aprovechar.
Publicado en El Mostrador, 17.5.2016
La actual crisis en cascada de la representación política, de los partidos políticos y de los políticos chilenos, tan visible en este año 2016, es un síndrome largamente anunciado, concienzudamente analizado y prolijamente soslayado… por los políticos.
Es la mezcla de cortoplacismo y negacionismo de la realidad que otrora nos convirtiera en “un caso de desarrollo frustrado” y que en las últimas décadas nos ha convertido en “un caso de subdesarrollo exitoso”. Un avance mediocre, si es que puede medirse como tal. Pero, en todo caso una mezcla que muestra lo absurdamente optimistas que son los cientistas sociales chilenos, cuando tratan de señalizar desde los baches hasta los precipicios que existen en el camino. Como prueba de esa triste levedad de nuestro ser, reproduzco los siguientes párrafos -políticamente incorrectos- extractados de un libro publicado a inicios de este milenio.
PARTIDO IGLESIA Y PARTIDO INSTRUMENTAL
PRIMERO, la historia política de Chile enseña que, en materia de reestructuraciones y refundaciones, las izquierdas y centroizquierdas son conservadoras y las derechas son revolucionarias.
En efecto, en los partidos reformadores y revolucionarios parece regir, con mayor fuerza, el patriotismo partidista paralizante, como se pudo apreciar en el dramático proceso de la Unidad Popular. Las escisiones de la poderosa Democracia Cristiana fueron solo eso -escisiones- y no cambiaron el mapa político. La división del Partido Radical sólo se produjo cuando estaba en trance de extinción y no podía alterar el balance estratégico. Nadie pudo convencer al Partido Comunista para que, consecuente con su estrategia viapacifista, tomara distancias con el leninismo y derogara su “dictadura proletaria”. Salvador Allende enfrentó primero la muerte antes que una división formal del Partido Socialista. En definitiva, la Democracia Cristiana se resignó al golpe que las derechas preparaban y los partidos de la Unidad Popular aceptaron un funeral vikingo. Distintas maneras de optar por el suicidio, antes que por un sinceramiento refundacional.
Las derechas, de su lado, parecen tener bastante más claro el carácter instrumental de sus partidos. Tras su rendición ante la Democracia Cristiana de Eduardo Frei Montalva, en los años 1964-65, se desprendieron de sus históricos partidos Liberal y Conservador para crear el Partido Nacional. Después de la caída de Allende, no vacilaron en disolver el nuevo (y exitoso) referente, para apoyar una institucionalidad política hegemonizada por las Fuerzas Armadas, que representaba mejor sus intereses. Todo lo cual confirmaba, avant la lettre, lo que hoy reconoce Herman Chadwick: la derecha sociológica no es sentimental.
LAS ALIANZAS NO SON INTANGIBLES
SEGUNDO, es bueno tener presente que en los planteos sobre refundación y finiquito se da un wishful thinking especial: el de esos entrenadores de fútbol que creen que los equipos contrarios no juegan.
Un proyecto político nacional liderado por una Concertación de centroizquierda o por una liberal-centrista, se enfrentará, necesariamente, con el proyecto de centroderecha de Allamand y hasta con el de la duroderecha-centroderechizada de Lavín... salvo que en el intertanto surja una nueva alternativa como la que –dicen- estaría fraguándose en los sectores liberales de la derecha y de la Concertación.
A este respecto, puede rastrearse una llamativa declaración de Jorge Schaulsohn, postulando una nueva mayoría democrática, progresista y liberal: “La convergencia entre el mundo de la Concertación y este sector progresista que está más allá de ella, es una tarea que hay que acometer con miras a lo que viene” (Entrevista en Qué Pasa, 18.8.2001).
LA CORRUPCIÓN IMPORTA
TERCERO, los demócratas, dentro y fuera de la Concertación, debieran entender que los debates políticos superestructurales se están produciendo al borde de la cornisa.
Mientras los dirigentes cuentan sus estrellas, como el personaje de El Principito, su base social se debilita peligrosamente. En lo principal, le hacen mella los síntomas o casos de corrupción que se denuncian, al margen de que lo políticamente correcto sea minimizarlos (como se sabe, tenemos un país con bajos índices en la materia). En relación con ello, ya no acepta la salida exculpatoria del “empate” –la corrupción en el régimen de Pinochet- pues, ha pasado una década larga y, como dijo Alejandra Matus, las democracias deben cotejarse con las democracias.
Reflejando lo señalado, las encuestas dicen que, hoy por hoy, la opinión pública asigna los más bajos índices de confiabilidad a los políticos y a sus instituciones. Habría más confianza ciudadana en el sistema mediático, la Iglesia y las Fuerzas Armada.
DEMOCRACIA DEVALUADA
Coherentemente, la adhesión de los chilenos al sistema democrático resulta cada vez menos robusta. Una encuesta de 1996, de Latinobarómetro, realizada en 17 países de la región, mostró que el rango de adhesión de los chilenos a la democracia era inferior al de los uruguayos (80%), argentinos (71%), bolivianos (64%), peruanos (63%) y venezolanos (62%). En Chile, un 54% prefería la democracia a cualquier otra forma de gobierno, un 19% optaba por un régimen autoritario y a un 23% “le da lo mismo”.
Más sugerente fue el resultado de un ítem que consultaba por la decisión de defender la democracia. Aquí, los encuestados bolivianos marcaron el nivel más alto (84%) y los chilenos estuvieron en los últimos lugares: sólo el 53% dijo que defendería el régimen democrático y el 35% aseguró que no lo haría.
En este año 2001, los resultados de Latinobarómetro han sido peores. El 54% de chilenos que apoyaba la democracia ha descendido a un 45%, ubicándose en el sector bajo de la media regional (48%). Por contraste, un 59% dice preferir el desarrollo económico a la democracia, ubicándose en la parte alta de la media regional (51%).
Notablemente, Chile aparece como el país latinoamericano donde existe mayor confianza en la televisión. Su 69% en el rubro, muy por sobre el promedio regional de 49%, confirma la relación directa entre un sistema mediático desequilibrado y el debilitamiento de la democracia.
De lo señalado se desprende que, en nuestra involución, estaríamos creando un escenario similar al que existió en Argentina, cuando los militares sacaron a Arturo Illia de su despacho presidencial y en el Perú, cuando los militares sacaron a Fernando Belaúnde de su dormitorio. En ninguno de esos dos países la civilidad se conmovió de manera democráticamente significativa.
EL RIESGO DEL OPTIMISMO BOBO
Conviene, entonces, poner distancia con el optimismo bobo y advertir los riesgos políticos de nuestra ola subcultural.
Primero, porque los pueblos suelen preferir las dictaduras a la corrupción. Es decir, no se plantean la cuestión de que una dictadura puede ser más corrupta, pues ojos que no ven corazón que no siente. Segundo, porque -como lo detectaron los europeos comunitarios- los movimientos o ideologías que hacen virtud de la irracionalidad se nutren más de una cultura nacional deprimida que de los debates estrictamente políticos. Es lo que se puede leer en el Informe de la Comisión de investigación del ascenso del facismo y el racismo en Europa, publicado por el Parlamento Europeo, en diciembre de 1985.
Ergo, la hipótesis de un cataclismo institucional renovado, repudiado por una mayoría clara del sistema partidista, pero asumido con indiferencia o resignación por una población aletargada, no es hoy, en Chile, una fantasía de política-ficción.
Bitácora
LA POLITICA INTERNACIONAL DE PATRICIO AYLWIN
José Rodríguez Elizondo
La muerte de Patricio Aylwin permitió verificar que los buenos políticos existen, son espontáneamente recordados por la nación y pueden pasar a la Historia como estadistas,
Publicado en El Mostrador, 26.4.2016
Ni al asumir ni después supo el Presidente Patricio Aylwin Azócar que el legado vecinal de Augusto Pinochet tenía una bomba de tiempo escondida. El dictador nunca le informó que, en 1986, el gobierno peruano le había advertido que no existía frontera marítima definida entre nuestros países. Guardó el tema como un paradójico secreto personal y se mantuvo al mando del Ejército como guardián de ese y otros misterios.
Ese ocultamiento de información estratégica al interior del Estado explica, en parte, la sorpresa que se llevó Ricardo Lagos cuando su homólogo peruano, Alejandro Toledo, actualizó el tema a inicios de este milenio. Pero también explica un fenómeno más grave por su dimensión de futuro: sin peligro estratégico a la vista, al inicio de la transición, no había motivo dramático para priorizar la profesionalización de la dañada diplomacia que dejara Pinochet.
Por lo señalado y haciendo de la necesidad virtud, Aylwin debió trabajar con una Cancillería política y diplomáticamente débil. Con su innato realismo, partió entonces por potenciar su andadura comercialista, que venía del régimen militar. Lo hizo mediante una compacta red de acuerdos y tratados de libre comercio (TLC) que lideraron de consuno –con algunas discrepancias, pero con talante noble y ejemplar- su Ministro de Hacienda Alejandro Foxley y su canciller Enrique Silva Cimma.
Paralelamente, Aylwin optó por una reprofesionalización gradual, que permitiera a la Cancillería asumir un rol moderno, sin las jactancias propias del excepcionalismo chilensis y en su “medida de lo posible”. Con esa orientación, Silva Cimma integró el factor cultura al quehacer normal de los diplomáticos, convocó a reuniones de análisis sobre una futura reforma, reintegró exonerados meritorios e inyectó al servicio un grupo de internacionalistas y embajadores “políticos” de excelencia. Todas medidas paliativas, pero urgentes, para “mejorar la mezcla” y recuperar el ethos diplomático.
El balance dice que, así enfocada, la función comercial dio excelentes dividendos políticos, bajo la fórmula del “regionalismo abierto”. El aggiornamento diplomático, por su lado, hizo que la crispación vecinal comenzara a esfumarse y se cumpliera, antes de lo previsto, el objetivo de “la reinserción internacional de Chile”.
Sin embargo, como la política exterior siempre tiene desarrollos desiguales, hubo un retroceso acotado en 1994, cuando árbitros de la región asignaron Laguna del Desierto a Argentina. Obviamente, la oposición de la época puso el énfasis en esa pérdida, contribuyendo a oscurecer el gran éxito que significó la solución de 22 sobre 24 puntos conflictivos con el vecino del Este. Por otra parte, confirmando los peligros de un profesionalismo débil, en 1992 estalló el mayor problema internacional del período: Clodomiro Almeyda, histórico líder socialista, lúcido canciller de Salvador Allende y a la sazón embajador en Rusia, dio asilo político sin previa consulta a Erich Honecker, defenestrado y fugado jerarca de la ex República Democrática Alemana.
Ese gesto atrajo contra Chile la irresistible presión conjunta de dos potencias mundiales: los gobiernos de Alemania unificada y de la propia Rusia, cuyos líderes exigieron se les entregara el asilado, para ser juzgado en Berlín. Tras duros debates al interior de la coalición chilena gobernante, que culminaron con la rechazada renuncia de Silva Cimma y el reemplazo de Almeyda por James Holger, diplomático de carrera, Honecker debió abandonar la embajada. Según versión del líder socialista Ricardo Núñez, fue sacado de la embajada por “fuerzas especiales rusas”. Como digresión, en todo ese enconado escenario, interno y externo, Aylwin se las arregló para sostener su vieja amistad con Almeyda, sin perder la amistad de su canciller. Como pocos políticos, entendía que la política también se hace con sentimientos.
Por lo señalado, no fueron pequeños los éxitos ni pocas las tensiones internacionales que debió enfrentar Aylwin. Supo enfrentarlos con su reconocido talento para aplicar el gradualismo y ´pudo así entregar un legado ejemplar. Administrándolo con inteligencia y buenos cancilleres, su sucesor, Eduardo Frei Ruiz-Tagle, fortaleció una excelente relación con Argentina e inclusive con Perú, pues también ignoraba la latencia de un conflicto por la frontera marítima. Hasta pudo tentar un acercamiento con Bolivia, cuyo gobierno temió verse aislado, tras la exitosa reinserción vecinal de Chile.
Estas son parte de las razones por las cuales Don Patricio, como todos le decían, ya comenzó a instalarse en la Historia. Y no sólo como un buen político de andar por casa, probo, austero, caballeroso y enérgico. También como un estadista sabio, que supo desempeñarse con dignidad en el resbaloso mundo de la política internacional.
Ni al asumir ni después supo el Presidente Patricio Aylwin Azócar que el legado vecinal de Augusto Pinochet tenía una bomba de tiempo escondida. El dictador nunca le informó que, en 1986, el gobierno peruano le había advertido que no existía frontera marítima definida entre nuestros países. Guardó el tema como un paradójico secreto personal y se mantuvo al mando del Ejército como guardián de ese y otros misterios.
Ese ocultamiento de información estratégica al interior del Estado explica, en parte, la sorpresa que se llevó Ricardo Lagos cuando su homólogo peruano, Alejandro Toledo, actualizó el tema a inicios de este milenio. Pero también explica un fenómeno más grave por su dimensión de futuro: sin peligro estratégico a la vista, al inicio de la transición, no había motivo dramático para priorizar la profesionalización de la dañada diplomacia que dejara Pinochet.
Por lo señalado y haciendo de la necesidad virtud, Aylwin debió trabajar con una Cancillería política y diplomáticamente débil. Con su innato realismo, partió entonces por potenciar su andadura comercialista, que venía del régimen militar. Lo hizo mediante una compacta red de acuerdos y tratados de libre comercio (TLC) que lideraron de consuno –con algunas discrepancias, pero con talante noble y ejemplar- su Ministro de Hacienda Alejandro Foxley y su canciller Enrique Silva Cimma.
Paralelamente, Aylwin optó por una reprofesionalización gradual, que permitiera a la Cancillería asumir un rol moderno, sin las jactancias propias del excepcionalismo chilensis y en su “medida de lo posible”. Con esa orientación, Silva Cimma integró el factor cultura al quehacer normal de los diplomáticos, convocó a reuniones de análisis sobre una futura reforma, reintegró exonerados meritorios e inyectó al servicio un grupo de internacionalistas y embajadores “políticos” de excelencia. Todas medidas paliativas, pero urgentes, para “mejorar la mezcla” y recuperar el ethos diplomático.
El balance dice que, así enfocada, la función comercial dio excelentes dividendos políticos, bajo la fórmula del “regionalismo abierto”. El aggiornamento diplomático, por su lado, hizo que la crispación vecinal comenzara a esfumarse y se cumpliera, antes de lo previsto, el objetivo de “la reinserción internacional de Chile”.
Sin embargo, como la política exterior siempre tiene desarrollos desiguales, hubo un retroceso acotado en 1994, cuando árbitros de la región asignaron Laguna del Desierto a Argentina. Obviamente, la oposición de la época puso el énfasis en esa pérdida, contribuyendo a oscurecer el gran éxito que significó la solución de 22 sobre 24 puntos conflictivos con el vecino del Este. Por otra parte, confirmando los peligros de un profesionalismo débil, en 1992 estalló el mayor problema internacional del período: Clodomiro Almeyda, histórico líder socialista, lúcido canciller de Salvador Allende y a la sazón embajador en Rusia, dio asilo político sin previa consulta a Erich Honecker, defenestrado y fugado jerarca de la ex República Democrática Alemana.
Ese gesto atrajo contra Chile la irresistible presión conjunta de dos potencias mundiales: los gobiernos de Alemania unificada y de la propia Rusia, cuyos líderes exigieron se les entregara el asilado, para ser juzgado en Berlín. Tras duros debates al interior de la coalición chilena gobernante, que culminaron con la rechazada renuncia de Silva Cimma y el reemplazo de Almeyda por James Holger, diplomático de carrera, Honecker debió abandonar la embajada. Según versión del líder socialista Ricardo Núñez, fue sacado de la embajada por “fuerzas especiales rusas”. Como digresión, en todo ese enconado escenario, interno y externo, Aylwin se las arregló para sostener su vieja amistad con Almeyda, sin perder la amistad de su canciller. Como pocos políticos, entendía que la política también se hace con sentimientos.
Por lo señalado, no fueron pequeños los éxitos ni pocas las tensiones internacionales que debió enfrentar Aylwin. Supo enfrentarlos con su reconocido talento para aplicar el gradualismo y ´pudo así entregar un legado ejemplar. Administrándolo con inteligencia y buenos cancilleres, su sucesor, Eduardo Frei Ruiz-Tagle, fortaleció una excelente relación con Argentina e inclusive con Perú, pues también ignoraba la latencia de un conflicto por la frontera marítima. Hasta pudo tentar un acercamiento con Bolivia, cuyo gobierno temió verse aislado, tras la exitosa reinserción vecinal de Chile.
Estas son parte de las razones por las cuales Don Patricio, como todos le decían, ya comenzó a instalarse en la Historia. Y no sólo como un buen político de andar por casa, probo, austero, caballeroso y enérgico. También como un estadista sabio, que supo desempeñarse con dignidad en el resbaloso mundo de la política internacional.
Bitácora
RETIRARSE O NO DEL PACTO: ESE ES EL DILEMA
José Rodríguez Elizondo
El retiro de Colombia del Pacto de Bogotá, sumado al fallo en que la Corte Internacional de Justicia (CIJ) asumió competencia para procesar la demanda de Bolivia contra Chile, han promovido un fuerte debate en mi país. Comienza a discutirse si Chile debe seguir vinculado a un Pacto, que obliga a asumir la jurisdicción de una CIJ que suele privilegiar la equidad sobre la aplicación del "estricto derecho". Es una discusión de trámite urgente pues, por el solo hecho de dar tramitación a la demanda boliviana, la CIJ afectó la doctrina tradicional chilena de la “intangibilidad de los tratados”, aplicada al de 1904 de límites con Bolivia.
Publicado en El Mostrador, 23 de marzo 2016
Aceptada a tramitación la demanda boliviana y para evitar un segundo hecho judicial lamentable, planteé la posibilidad de una “excepción definitiva de competencia”. Esto significaba que, en lugar de proyectarnos desde la litis, con excepciones formateadas por la propia CIJ, debíamos marginarnos del proceso ahorrándonos, de paso, viajes, contramemoria, dúplica y honorarios de abogados. Como ganancia extra, nuestra diplomacia liberaría energías y recursos para dedicarse a temas de su agenda normal.
Por cierto, era una manera política de afirmar soberanía, pero también era la manera jurídica de hacerlo, pues estaba prevista en el numeral uno del artículo 53 del Estatuto de la CIJ, que dice lo siguiente:
“1. Cuando una de las partes no comparezca ante la Corte, o se abstenga de defender su caso, la otra parte podrá pedir a la Corte que decida a su favor”. Agrega esta norma que, antes de pronunciarse, la CIJ deberá asegurarse de su propia competencia y de que la demanda está bien fundada.
Aplicar esta opción no significaba renunciar a la defensa, en general, sino a la específica defensa ante la CIJ. Además, nada impedía que, junto con acogerse al artículo 53, Chile adjuntara al tribunal todos los antecedentes, -jurídicos y no jurídicos- por vía informativa, con copia al Secretario General de la ONU. En paralelo, podía ejercer otros recursos defensivos (políticos, diplomáticos y comunicacionales), ante cualquier otra instancia, comprendida la propia ONU. En esas circunstancias, la CIJ tendría que pronunciarse de oficio sobre su competencia propia y la juridicidad de la demanda, pero con el aparato político onusiano sobre aviso.
La ventaja mayor, según mi análisis, sería política, comunicacional y diplomática, pues eliminaba el “punto de prensa” estable que significaba un largo juicio, para un Presidente tan audaz como Evo Morales. Obviamente, no era una opción sin riesgo. Eso no existe. Pero era un riesgo menor al de un fallo inaceptable.
SORPRENDENTE REACCIÓN
La verdad es que tuve éxito cero. Al entonces agente chileno Felipe Bulnes le pareció “una tesis francamente sorprendente”. Dijo que le costaba entender que se propusiera el no defendernos. Otros opinantes arguyeron que invocar el artículo 53 equivalía a colocarnos “en rebeldía”. Algunos, soslayando tecnicismos, dijeron que Chile no tenía la envergadura política suficiente para tamaña aventura.
Como contrapartida, lo de la “rebeldía” me sorprendió a mí. Sería una paradoja enorme que, tras abrir a los Estados demandados la posibilidad de no comparecer, la CIJ después los considerara “Estados rebeldes”. Era una objeción propia de quienes ven el derecho internacional como una extensión analógica del derecho privado doméstico, aunque omitiendo que en éste la rebeldía requiere expresa declaración judicial.
Tal vez no hubo el celo suficiente para investigar una opción distinta a la comparecencia judicial. Anoto dos omisiones “técnicas”. La primera, la falta de un informe en derecho sobre el artículo 53 y su jurisprudencia, única manera rigurosa de argumentar tan tajantemente contra su aplicación. Agrego que el artículo 53, invocado en varios casos importantes, ha producido resultados variados, entre los cuales el desistimiento del Estado demandante y la declaración de incompetencia, de oficio, de la CIJ. Antonio Remiro Brotóns -abogado español de Bolivia-, reconoció indirectamente lo señalado en su libro Derecho Internacional Público (edición 2010, pg. 654), al informar que en la mitad de los casos la CIJ se ha declarado competente para conocer del fondo del litigio. El que en la otra mitad haya tenido éxito la invocación del artículo 53 me parece muy digno de consideración.
La segunda omisión radica en el olvido de “la historia fidedigna del establecimiento de la ley”, según la cual la razón de ser del artículo 53 radica en el carácter voluntario ab initio que tiene la jurisdicción de la CIJ y en el rechazo a las “cuestiones de naturaleza esencialmente política”. Todo ello a partir de la recomendación hecha en 1943 por un comité interaliado de juristas convocado por el Reino Unido.
Consecuente con su historia, la CIJ no podría aceptar que cualquier grupo de Estados dejara sin efecto una cualidad de su esencia –la voluntariedad-, en el marco de actuaciones políticas que no le conciernen. En esa situación, precisamente, se encuentra el Pacto de Bogotá, por el cual diversos países latinoamericanos se comprometieron a someter sus conflictos a la CIJ, no sin antes condicionar tal sumisión con una buena cantidad de “reservas”.
Es un tema que, por complicarla ontológicamente, la CIJ considera propio de la facultad declarativa de los Estados, en el artículo 36 de su estatuto. Haciéndolo, oscila entre la simpatía, porque el tema fortalece su poder institucional y la ambigüedad, pues sabe que no puede imponer su propia jurisdicción a ningún Estado. De esto deriva, a mi juicio, que el control de la obligatoriedad o de la “rebeldía” de los firmantes de Bogotá sólo puede corresponder a ellos. No a la CIJ.
¿DEMASIADO POCO, DEMASIADO TARDE?
Como fue previsto, tras instalar su demanda Morales desató una fuerte ofensiva política y comunicacional contra Chile. Y, aunque mucho desinformó, tuvo algunos éxitos notorios, como la comprensión del Papa Francisco y la solidaridad del Presidente peruano Ollanta Humala.
En medio de esa ofensiva, la CIJ rechazó nuestras excepciones preliminares de competencia por 14 votos contra 2, desatando en Chile una inquietud inédita. Reconociéndolo, el canciller Heraldo Muñoz incorporó tres personalidades calificadas al equipo chileno y anunció que nuestro país pasaba a una nueva etapa, con mayor proyección política, diplomática y comunicacional.
Sin embargo, esas buenas señales no impidieron que se alzaran voces importantes, unas con apoyatura en el artículo 53 y otras, aún más audaces, impugnando el Pacto de Bogotá. En la primera posición estuvieron el ex ministro de Defensa Jaime Ravinet y connotados intelectuales castrenses. Para Ravinet “lo cuerdo es decir ahora que la Corte no tiene jurisdicción sobre este tema, que no aceptamos su fallo, que el fallo es inoponible”. Entre quienes apuntan que el incordio no está en la CIJ misma, sino en el Pacto de Bogotá que la alimenta, están ex embajadores de carrera de nuestra Cancillería. Entre estos Carlos Klammer, Juan Salazar, Benjamín Concha, Cristián Maquieira, Fabio Vio (ex embajador en el Perú) y Jorge Canelas (ex cónsul general en Bolivia).
Estos y otros diplomáticos plantean que es necesario retirarse del proceso y “denunciar, urgentemente, el Pacto de Bogotá”.
Sobre ese tema tengo una posición algo más matizada, ya expuesta en otros medios, pero creo que, en definitiva, estamos ante un buen incentivo para agarrar al animal por los cuernos y no por la cola. Esto es, para subordinar a la realidad nuestra fe jurídica en “la santidad de los tratados”, intentando una acción política y diplomática consistente respecto al cíclico conflicto con nuestro vecino del norte.
Bitácora
LA REVANCHA BOLIVIANA DEL SIGLO
José Rodríguez Elizondo
El siguiente texto es extracto de un capítulo de mi próximo libro -aun sin título definitivo- sobre Bolivia y sus conflictos con Chile y el Perú. Lo adelanto para hacer honor a una coyuntura interna especial, en la cual vuelven a cruzarse el actual Presidente Evo Morales y el ex Presidente Carlos Meza.
La designación de Carlos Mesa Gisbert como vocero de la demanda boliviana fue otra de las jugadas audaces de Evo Morales. Pero esta vez le salió el tiro por la culata. El ex presidente se esmeró en separar su apoyo a la causa de su apoyo al presidente contribuyendo, así, a su reciente derrota en el referéndum. Si a esto se agrega que, como ya se sabe, Morales también usó su poder para darse “gustitos” –no fue muy sincero cuando dijo que solo estaba casado con Bolivia– la futura lucha por el poder ya está servida.
Es bueno saber que Carlos Mesa no llegó a la política desde la política, sino cooptado como vicepresidente por Gonzalo Sánchez de Lozada, en cuanto historiador, escritor y periodista de excelencia. A partir de ahí y siguiendo una ambivalencia clásica, su tendencia a profundizar en la realidad, propia del intelectual calificado, comenzó a coexistir con la tendencia, propia del político, a reconocer y desconocer la realidad según sus conveniencias.
En el Mesa gobernante primó el factor oportunidad en su relación con Chile. En efecto, como intelectual, él tenía conciencia clara del tríptico recuperacionista boliviano: el irredentismo, que definía como “la lógica del lamento y del lloriqueo”; el odio a Chile inserto en el sistema educacional, y la revancha, concebida como “el mandato imperativo de la recuperación del mar perdido”.
Pero, como presidente de emergencia –tras la caída de Sánchez de Lozada–, él no vio ese tríptico como un lastre, sino como la argamasa de la unidad nacional. Textualmente, “la conclusión no razonada y permanente en los corazones bolivianos es que Chile es el enemigo, todo lo chileno es malo para Bolivia”. Así, haciendo del estigma virtud, el trinomio del mal se convirtió para él en “el gran cohesionador espiritual del país” y “la idea fuerza que alimenta el patriotismo”.
El duro aprendizaje
La pregunta pertinente es si Mesa sigue siendo ese político tan “normal”.
La respuesta sería positiva si él mismo se estimara como un intelectual gramsciano, inserto en la “orgánica” de un partido. Pero, siendo evidente que es un intelectual con brillo y sin partido, parece inevitable que esté en proceso de cambio y que anhele una segunda oportunidad. En esa vía, parece lógico que quiera dos cosas mínimas: rescatar a su país para la democracia alternante y aplicar su experiencia a las realidades que malinterpretó y no pudo controlar.
Desde ese supuesto, quizás hoy esté consciente de su máxima paradoja: como presidente logró detener el derrumbe de lo que quedaba de la institucionalidad boliviana, solo para que llegara Morales y la convirtiera en otra cosa. Esto implicaría admitir que su sucesor se subió por el chorro de su beligerante política hacia Chile, para liderar, como conductor vitalicio, la refundación del Estado.
Si no ha escrito ni verbalizado al respectode manera directa, puede obedecer a la más simple de las razones: nadie está obligado a acusarse a sí mismo y menos si está volviendo a aparecer en las encuestas del poder.
Vocero en conflicto
Por cierto, el que Mesa hoy sea vocero de la demanda contra Chile, dificulta la hipótesis autocrítica, pero no la invalida. Asumo que aceptó ese cargo por sentido del deber nacional, pero también a sabiendas de que lo repondría en el gran escenario político. Como digresión, nuestraTVN fue su mejor trampolín mediático. La entrevista que le hizo Juan Manuel Astorga fue decisiva para reposicionarlo en el tablero boliviano de los presidenciables alternativos.
Fue en ese contexto que Mesa osó manifestar su desacuerdo con la pretensión de Morales de seguir gobernando para siempre. Sorpresiva y públicamente, dijo que votaría “no” en el referéndum del 21 de febrero, porque valoraba la alternancia democrática y porque “no hay personas imprescindibles, solo las causas son imprescindibles”.
Ese desplante le valió una amonestación del vicepresidente Álvaro García Linera y la decisión presidencial secreta de rebajarle su perfil público interno. A ese efecto, fue excluído de reuniones importantes ¡del equipo de la demanda cuyas movidas él debe comunicar! Luego, cuando los cómputos dijeron que Morales había perdido elreferéndum, vino la reacción inelegante –por decir lo menos– del propio mandatario, quien trató de ningunearlo en estilo infantiloide.
Ignorando que fue él mismo quien designó a Mesa como vocero, lo acusó de falta de ética al haber asumido ese rol por conveniencia política personal. También dijo que su objetivo (de Mesa) fue evitar que el mandatario se convirtiera en un líder “inalcanzable” y que “los indios” siguieran gobernando. Su voto por el “no” habría sido un mero “acto de mezquindad”, fraguado con “su equipo”. Incurrió, además, en el agravio personal, al describirlo como un ex presidente “interino”, que renunciaba a su cargo “cada semana”.
Líder alcanzable
Para buenos entendedores, si Mesa se jugó el cargo de vocero, Morales se jugó el respeto público dentro y fuera de Bolivia. De ese modo odioso –y desgraciadamente característico–, reconoció haber convertido la demanda contra Chile en una causa política personalísima, orientada a terminar con la alternancia democrática. Por eso, tras verificar que Mesa no se alineaba detrás suyo, no quiso asumir que al designarlo configuró una realidad compleja, en la que jugaban el interés nacional y el riesgo electoral propio.
En efecto, fue bueno para Bolivia que el ex presidente aportara la densidad intelectual que el presidente no tiene. Eso configuró una
dupla complementaria en la cual este emitía un alegato emocional, no siempre veraz y diplomáticamente inaceptable, y aquel brindaba una narrativa coherente, en el marco de lo racional y diplomáticamente correcto.
En cuanto al riesgo, Morales sabía que ese gran comunicador que es Mesa tendría a su disposición todas las cámaras y micrófonos disponibles, con el consiguiente impacto a su favor en las encuestas. Pero, en paralelo, confiaba en que una victoria rotunda, con una cifra superior al 60 por ciento, lo convertiría en ese líder “inalcanzable” que verbalizó en un típico lapsus freudiano.
En ese contexto, lo de Morales fue una apuesta audaz entre la ganancia que le significaba Mesa, en una causa que ya había patrimonializado, y la posibilidad de que el vocero se convirtiera en un próximo rival político. Al decidir como decidió, mostró esa fe ciega que se tienen todos los líderes mesiánicos y todos los aprendices de brujo.
Su problema, ahora –cuando se escriben estas líneas– es cómo enfrentar dos misiones imposibles. Una, la de quitarle la vocería a Mesa sin que se note. La otra, como encontrar un líder sustituto y sin agenda propia, capaz de ganar la guerra interna y entregarle la victoria en bandeja.
En resumidas cuentas, Bolivia es hoy una novela política en la cual vuelven a encontrarse dos viejos protagonistas: el ex presidente Mesa, que ya no es el político desbordado por el líder opositor Morales, y el presidente Morales, que ya no es el líder invencible, desbordado por la superioridad intelectual de Mesa. En términos boxísticos, lo que se está preparando en Bolivia es nada menos que la revancha del siglo.
Es bueno saber que Carlos Mesa no llegó a la política desde la política, sino cooptado como vicepresidente por Gonzalo Sánchez de Lozada, en cuanto historiador, escritor y periodista de excelencia. A partir de ahí y siguiendo una ambivalencia clásica, su tendencia a profundizar en la realidad, propia del intelectual calificado, comenzó a coexistir con la tendencia, propia del político, a reconocer y desconocer la realidad según sus conveniencias.
En el Mesa gobernante primó el factor oportunidad en su relación con Chile. En efecto, como intelectual, él tenía conciencia clara del tríptico recuperacionista boliviano: el irredentismo, que definía como “la lógica del lamento y del lloriqueo”; el odio a Chile inserto en el sistema educacional, y la revancha, concebida como “el mandato imperativo de la recuperación del mar perdido”.
Pero, como presidente de emergencia –tras la caída de Sánchez de Lozada–, él no vio ese tríptico como un lastre, sino como la argamasa de la unidad nacional. Textualmente, “la conclusión no razonada y permanente en los corazones bolivianos es que Chile es el enemigo, todo lo chileno es malo para Bolivia”. Así, haciendo del estigma virtud, el trinomio del mal se convirtió para él en “el gran cohesionador espiritual del país” y “la idea fuerza que alimenta el patriotismo”.
El duro aprendizaje
La pregunta pertinente es si Mesa sigue siendo ese político tan “normal”.
La respuesta sería positiva si él mismo se estimara como un intelectual gramsciano, inserto en la “orgánica” de un partido. Pero, siendo evidente que es un intelectual con brillo y sin partido, parece inevitable que esté en proceso de cambio y que anhele una segunda oportunidad. En esa vía, parece lógico que quiera dos cosas mínimas: rescatar a su país para la democracia alternante y aplicar su experiencia a las realidades que malinterpretó y no pudo controlar.
Desde ese supuesto, quizás hoy esté consciente de su máxima paradoja: como presidente logró detener el derrumbe de lo que quedaba de la institucionalidad boliviana, solo para que llegara Morales y la convirtiera en otra cosa. Esto implicaría admitir que su sucesor se subió por el chorro de su beligerante política hacia Chile, para liderar, como conductor vitalicio, la refundación del Estado.
Si no ha escrito ni verbalizado al respectode manera directa, puede obedecer a la más simple de las razones: nadie está obligado a acusarse a sí mismo y menos si está volviendo a aparecer en las encuestas del poder.
Vocero en conflicto
Por cierto, el que Mesa hoy sea vocero de la demanda contra Chile, dificulta la hipótesis autocrítica, pero no la invalida. Asumo que aceptó ese cargo por sentido del deber nacional, pero también a sabiendas de que lo repondría en el gran escenario político. Como digresión, nuestraTVN fue su mejor trampolín mediático. La entrevista que le hizo Juan Manuel Astorga fue decisiva para reposicionarlo en el tablero boliviano de los presidenciables alternativos.
Fue en ese contexto que Mesa osó manifestar su desacuerdo con la pretensión de Morales de seguir gobernando para siempre. Sorpresiva y públicamente, dijo que votaría “no” en el referéndum del 21 de febrero, porque valoraba la alternancia democrática y porque “no hay personas imprescindibles, solo las causas son imprescindibles”.
Ese desplante le valió una amonestación del vicepresidente Álvaro García Linera y la decisión presidencial secreta de rebajarle su perfil público interno. A ese efecto, fue excluído de reuniones importantes ¡del equipo de la demanda cuyas movidas él debe comunicar! Luego, cuando los cómputos dijeron que Morales había perdido elreferéndum, vino la reacción inelegante –por decir lo menos– del propio mandatario, quien trató de ningunearlo en estilo infantiloide.
Ignorando que fue él mismo quien designó a Mesa como vocero, lo acusó de falta de ética al haber asumido ese rol por conveniencia política personal. También dijo que su objetivo (de Mesa) fue evitar que el mandatario se convirtiera en un líder “inalcanzable” y que “los indios” siguieran gobernando. Su voto por el “no” habría sido un mero “acto de mezquindad”, fraguado con “su equipo”. Incurrió, además, en el agravio personal, al describirlo como un ex presidente “interino”, que renunciaba a su cargo “cada semana”.
Líder alcanzable
Para buenos entendedores, si Mesa se jugó el cargo de vocero, Morales se jugó el respeto público dentro y fuera de Bolivia. De ese modo odioso –y desgraciadamente característico–, reconoció haber convertido la demanda contra Chile en una causa política personalísima, orientada a terminar con la alternancia democrática. Por eso, tras verificar que Mesa no se alineaba detrás suyo, no quiso asumir que al designarlo configuró una realidad compleja, en la que jugaban el interés nacional y el riesgo electoral propio.
En efecto, fue bueno para Bolivia que el ex presidente aportara la densidad intelectual que el presidente no tiene. Eso configuró una
dupla complementaria en la cual este emitía un alegato emocional, no siempre veraz y diplomáticamente inaceptable, y aquel brindaba una narrativa coherente, en el marco de lo racional y diplomáticamente correcto.
En cuanto al riesgo, Morales sabía que ese gran comunicador que es Mesa tendría a su disposición todas las cámaras y micrófonos disponibles, con el consiguiente impacto a su favor en las encuestas. Pero, en paralelo, confiaba en que una victoria rotunda, con una cifra superior al 60 por ciento, lo convertiría en ese líder “inalcanzable” que verbalizó en un típico lapsus freudiano.
En ese contexto, lo de Morales fue una apuesta audaz entre la ganancia que le significaba Mesa, en una causa que ya había patrimonializado, y la posibilidad de que el vocero se convirtiera en un próximo rival político. Al decidir como decidió, mostró esa fe ciega que se tienen todos los líderes mesiánicos y todos los aprendices de brujo.
Su problema, ahora –cuando se escriben estas líneas– es cómo enfrentar dos misiones imposibles. Una, la de quitarle la vocería a Mesa sin que se note. La otra, como encontrar un líder sustituto y sin agenda propia, capaz de ganar la guerra interna y entregarle la victoria en bandeja.
En resumidas cuentas, Bolivia es hoy una novela política en la cual vuelven a encontrarse dos viejos protagonistas: el ex presidente Mesa, que ya no es el político desbordado por el líder opositor Morales, y el presidente Morales, que ya no es el líder invencible, desbordado por la superioridad intelectual de Mesa. En términos boxísticos, lo que se está preparando en Bolivia es nada menos que la revancha del siglo.
Bitácora
EL DÍA QUE “EL GAUCHO” DESENVAINÓ.
José Rodríguez Elizondo
Aporte periodístico para la historia del Perú
Publicado en revista IDL-REPORTEROS, Lima, 3.3.2016
Tras hundirme sin respirar en La distancia que nos separa, de Renato Cisneros, se lo agradezco a Cecilia Bákula. “Tienes que leerlo”, me dijo imperativa y obedecí al toque. He llenado de anotaciones la última página y me pregunto en qué lugar de mi biblioteca lo deposito. Novelas es lo primero que se me ocurre. Pero también podría estar en la sección Perú… ¿sub-sección biografías, autobiografías, reportajes, política, historia, revolución militar?
Complicado es encasillar esta obra en una sola categoría. Sería como aceptar que Hamlet sólo cabe en el anaquel violencia intrafamiliar. Con razón Vargas Llosa, que bien sabe lo que es contar historias de parientes, la definió con el genérico más genérico y el adjetivo más espontáneo: “un libro impresionante”.
Es que este descendiente del Gaucho Cisneros ha escrito todo sobre su padre, pero con una amalgama literaria estupenda, que ofrece lecturas diferenciadas para cada lector. Por ejemplo, yo hice una lectura muy personal, vinculada a la guerra de las Malvinas, Caretas, el legendario Enrique Zileri y un golpe de Estado que no fue.
EL GRITO DE ZILERI
Nunca olvidaré esa mañana de mayo de 1982 cuando Zileri, irrumpiendo a la sala de redacción, me interpeló en su registro más alto:
- ¿Y tú, por qué dices que Argentina va a perder la guerra?
- Pues, porque va a perder.
Lo raro fue que Zileri asimiló mi respuesta tontísima, dio media vuelta y se fue mascullando (¡maldita sea!) hacia su oficina. No me reemplazó como editor del bloque sobre la guerra, ni me dijo que pasara del tono neutro-realista, a uno neutro-optimista. Tampoco se escudó en los lectores abrumadoramente parcializados a favor de Argentina. Menos me explicó por qué este país podía ganar.
¿Entonces qué?... ¿Para qué su pregunta estentórea?
ALERTA ROJA
De a poco entendí que no fue pregunta, sino alerta roja. Nuestra cobertura sobre la guerra estaba en la mira de alguien con poder. Quizás había molestado al almirante embajador argentino. Hacía poco me había saludado cortés, pero inamistoso. Supuse se había quejado al canciller y éste había endosado la queja a Zileri: “el chileno de Caretas quiere que Argentina pierda la guerra”.
Pronto desestimé esa sospecha. Curtido en la lucha fiera por la libertad de expresión, Zileri, no iba a escenificar una rabieta para darle gusto a un simple embajador de una feroz dictadura. Luego, mis fuentes propias me soplaron que el lector quisquilloso podía ser el más importante de todos: el general Luis Cisneros Vizquerra, ministro de Guerra de Fernando Belaunde, apodado “el Gaucho” no por argentinófilo, sino por argentino. Nacido, educado y formado como oficial de Ejército en Argentina. Camarada de toda la élite terrorífica de esa dictadura, comenzando por Leopoldo Fortunato Galtieri. Peruano sólo por familión.
Se decía que ese gravitante general –que como ministro del Interior de Francisco Morales Bermúdez ya había encarcelado a Zileri- estaba usurpando el rol del canciller y sobrepasando al presidente. Dentro y fuera de los cuarteles, opinaba que el Perú debía apoyar con todo a los argentinos y no sólo con declaracioncitas de paz ni gestiones diplomáticas ante Ronald Reagan o Margaret Thatcher. Su propuesta incluía el envío de la flota a través del Estrecho de Magallanes, provocando -literalmente de paso- a su admirado Pinochet.
En otras palabras, el Gaucho no estaba tratando de quebrar la línea de Caretas. Estaba tratando de quebrar al gobierno. La austral guerra de los otros se había convertido en un tema interno que, proyectado, se relacionaba con otro acabóse de la democracia y la inmersión en una guerra expansible a todo el Cono Sur.
CON EL SABLE EN LA MANO.
Por mi parte, afirmé la calidad de mi bloque con la opinión expertísima de Edgardo Mercado Jarrín, general con ® pero con más jerarquía militar e intelectual que el Gaucho. Zileri, fiel a su carácter, decidió enfrentar la amenaza metiéndose en la boca del lobo. En la siguiente reunión de pauta decidió que el entrevistado político de la semana sería el mismísimo ministro de Guerra, con énfasis en su solidaridad extrema con Argentina. El fotón para ilustrarla –nuestro líder antes pensaba en las fotos que en los textos- debía mostrarlo en posición de combate. Eliminando un riesgo obvio, dispuso que la entrevista no fuera en el bloque Malvinas, que yo dirigía, sino en Política nacional.
Ahí comprendí a fondo lo que hubo tras su grito. En esa grave coyuntura, Zileri ya no trataba de buscar con humor y distancia la mejor nota internacional posible. Lo que ahora le importaba era exponer, urbe et orbi, el peligrosísimo talante político del Gaucho. Su objetivo, a fuer de periodístico, era ayudar a bloquear un nuevo golpe de Estado.
Acertó Zileri. También fiel a su carácter, el general habló claro y duro y su entrevista remeció el ambiente político. Dentro y fuera del Perú. En abierta discrepancia con Belaunde, dijo que el país debía liderar el apoyo militar latinoamericano a Argentina, con todos los medios a su alcance. Como si el canciller no existiera, se planteó altivo y regionalista frente al binomio Reagan-Thatcher y desdeñoso hacia la diplomacia que impulsaba el presidente. Por cierto, insistió en enviar aviones, pertrechos y toda la panoplia necesaria, incluyendo buques y submarinos a través del Estrecho de Magallanes. La foto de la entrevista, que fue portada, lo mostraba con un sable que le había regalado Perón, bajo el título “El Gaucho desenvaina”.
En síntesis, una metáfora a todo color y otra edición histórica de Caretas.
EL GOLPE QUE SE DILUYÓ
Renato Cisneros, entonces de seis años, da cuenta de esos hechos que conoció, seguro, por tradición oral paterna. Lo que reproduce deja claro que su padre quería humillar a Belaunde, desafiar al binomio Thatcher-Reagan y poner en aprietos a Pinochet, para ir abrazarse con Galtieri. En ese marco, cuenta que el Gaucho, sin permiso del presidente (“sin coordinar” dice, piadoso), declaró en conferencia de prensa que el Perú debía enviar a Argentina todo lo que este país requiriera. Agrega que Caretas le dedicó una portada.
Yo (perdón Renato) apostaría que fue al revés. Precisamente porque Caretas hizo ese gran reportaje, el Gaucho debió asumir su responsabilidad ante los demás medios y Belaunde se atrevió a desautorizarlo en vivo y en directo. Es lo que explica el siguiente contrapunto crispado, que recrea en su libro:
- En cuanto a usted general, le rogaría que pusiera menos pasión en sus declaraciones cuando se refiera a la ayuda militar para la Argentina.
- Perdone usted, señor presidente, pero yo no pongo pasión en mis declaraciones. Yo pongo pasión en mis ideas, sobre todo cuando son justas.
Al final salió del ministerio por jubilación. Ni él pudo botar a Belaunde ni éste pudo botar al Gaucho. ¿Extrema debilidad de Belaunde? Seguro que eso pensarán los lectores de hoy y parece plausible. Pero sucede que entonces la democracia peruana llevaba apenas dos años recuperándose, tras un docenio en que los militares fueron los actores excluyentes, siendo el Gaucho el general políticamente más importante. Sepamos, comparando con los primeros años de la transición chilena, que Pinochet amenazó a Patricio Aylwin por dos veces con propinarle un golpe de Estado. Y no por motivos castrenses, sino para cubrir las espaldas financieras de un hijo. Luego asumió como senador designado y sólo desapareció de la escena política cuando en Londres lo atrapó el juez Garzón.
Termino mi lectura de este “libro impresionante”, esperando que los historiadores peruanos lo tomen en cuenta para asomarse a esos meses de 1982, cuando el país entero estuvo caminando al borde de la cornisa. Tal vez lleguen, entonces, a la misma conclusión que este periodista y testigo:
El día que Zileri gritó no fue sólo en defensa de la libertad de expresión de Caretas, sino en defensa de la paz y la democracia en el Perú.
Editado por
José Rodríguez Elizondo
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850
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