Bitácora
EL MURO POR MADURO: LA OFERTA DE TRUMP
José Rodríguez Elizondo
El objetivo real o principal del Secretario de Estado Rex Tillerson, en su reciente gira latinoamericana, fue parchar los puentes rotos. Esto es, reducir el daño geopolítico que está significando la gestión de Donald Trump, para los Estados Unidos,
Seguramente, Tillerson no volvió diciendo “misión cumplida”, porque era una “misión Imposible”. Aunque se hubiera disfrazado de Metternich, las señales de Trump sobre nuestra región eran y siguen siendo disfuncionales al cariño. Para ese improbable líder de Occidente somos, más bien, “países de mierda”, que llenamos a su gran país de drogas, crímenes y malhechores de razas inferiores. De ahí que su gran issue, simbólico y de concreto armado, sea un Gran Muro, de reminiscencias honeckerianas, para mantenernos lejos, desde México hasta el Polo Sur.
Y un muro, como cualquiera sabe, es todo lo contrario de un puente:
MADURO POR EL MURO
Por eso, avispándose, el Secretario de Estado quiso disimular, consonantemente, el Muro con Maduro. Según él, lo que nosotros necesitábamos era llamar dictadura a la dictadura venezolana y unirnos para derribarla. Este bombón diversionista suponía ambientar una "intervención" hemisférica, con militares en la vanguardia -venezolanos o no-, con el fin de iniciar una transición democrática en ese arruinado país petrolero.
No le fue bien. Pero no porque en los gobiernos visitados -México, Argentina, Perú, Colombia y Jamaica- se crea que Maduro es un dictador ilustrado, convertible a regañadientes a la democracia, sino porque nunca ha sido creíble un diablo vendiendo cruces. Trump está demasiado lejos de Jefferson, Lincoln y Obama y demasiado cerca del Gran Dragón del Ku Klux Klan, para impresionar como apóstol de la Carta Democrática Interamericana. De hecho, la consigna tácita de la gira de Tillerson fue poner atajo a la creciente influencia regional de China y Rusia. Un objetivo estratégico y geopolítico que Trump fraseó a su modo: “América Latina no necesita de nuevos poderes imperiales que solo miran por su interés".
Bastaría con el poder imperial retrógrado, representado por él mismo.
NO SOMOS MENSOS
Desde esa perspectiva, impulsar la caída violenta de Maduro, vía intervención foránea, sería una maniobra antihistórica transparente. Un engañamuchachos.
Aunque el dictador venezolano sea un violador conspicuo de los derechos humanos, los demócratas de la región no pueden -no podemos- aceptar una “intervención militar” de los Estados Unidos, tradicional o a la panameña, como en el caso de Manuel Noriega. Una transición democrática para Venezuela es asunto de los civiles y militares venezolanos, quienes -dicho sea de paso- debieran repasar el legado de Bolívar en sus textos originales.
En definitiva, está bastante claro que una democracia para Venezuela, invocada por Trump, es más falsa que un billete de 113 dólares. La doctrina del “destino manifiesto” de la gran potencia del norte requiere un mínimo de estilo para ser reinvocada.
Todo lo cual indica que América Latina debe seguir abriéndose al mundo y que, como correlato, Vladimir Putin y Xi Jinping no tienen por qué preocuparse del viejo Monroe.
Gracias a Trump, tienen el plato servido en la región.
Seguramente, Tillerson no volvió diciendo “misión cumplida”, porque era una “misión Imposible”. Aunque se hubiera disfrazado de Metternich, las señales de Trump sobre nuestra región eran y siguen siendo disfuncionales al cariño. Para ese improbable líder de Occidente somos, más bien, “países de mierda”, que llenamos a su gran país de drogas, crímenes y malhechores de razas inferiores. De ahí que su gran issue, simbólico y de concreto armado, sea un Gran Muro, de reminiscencias honeckerianas, para mantenernos lejos, desde México hasta el Polo Sur.
Y un muro, como cualquiera sabe, es todo lo contrario de un puente:
MADURO POR EL MURO
Por eso, avispándose, el Secretario de Estado quiso disimular, consonantemente, el Muro con Maduro. Según él, lo que nosotros necesitábamos era llamar dictadura a la dictadura venezolana y unirnos para derribarla. Este bombón diversionista suponía ambientar una "intervención" hemisférica, con militares en la vanguardia -venezolanos o no-, con el fin de iniciar una transición democrática en ese arruinado país petrolero.
No le fue bien. Pero no porque en los gobiernos visitados -México, Argentina, Perú, Colombia y Jamaica- se crea que Maduro es un dictador ilustrado, convertible a regañadientes a la democracia, sino porque nunca ha sido creíble un diablo vendiendo cruces. Trump está demasiado lejos de Jefferson, Lincoln y Obama y demasiado cerca del Gran Dragón del Ku Klux Klan, para impresionar como apóstol de la Carta Democrática Interamericana. De hecho, la consigna tácita de la gira de Tillerson fue poner atajo a la creciente influencia regional de China y Rusia. Un objetivo estratégico y geopolítico que Trump fraseó a su modo: “América Latina no necesita de nuevos poderes imperiales que solo miran por su interés".
Bastaría con el poder imperial retrógrado, representado por él mismo.
NO SOMOS MENSOS
Desde esa perspectiva, impulsar la caída violenta de Maduro, vía intervención foránea, sería una maniobra antihistórica transparente. Un engañamuchachos.
Aunque el dictador venezolano sea un violador conspicuo de los derechos humanos, los demócratas de la región no pueden -no podemos- aceptar una “intervención militar” de los Estados Unidos, tradicional o a la panameña, como en el caso de Manuel Noriega. Una transición democrática para Venezuela es asunto de los civiles y militares venezolanos, quienes -dicho sea de paso- debieran repasar el legado de Bolívar en sus textos originales.
En definitiva, está bastante claro que una democracia para Venezuela, invocada por Trump, es más falsa que un billete de 113 dólares. La doctrina del “destino manifiesto” de la gran potencia del norte requiere un mínimo de estilo para ser reinvocada.
Todo lo cual indica que América Latina debe seguir abriéndose al mundo y que, como correlato, Vladimir Putin y Xi Jinping no tienen por qué preocuparse del viejo Monroe.
Gracias a Trump, tienen el plato servido en la región.
Bitácora
EL CENTRO TAMBIÉN EXISTE. CLAVES PARA LA VICTORIA DE PIÑERA.
José Rodríguez Elizondo
El resultado de la segunda vuelta presidencial, en Chile, demostró que "el legado de Bachelet" no calificaba. En una sociedad compleja, por tanto interconectada, no es tan fácil desmentir la realidad.
Publicado en El Mostrador, 22.12.2017
Esa tarde de domingo, ya asegurada la victoria de Sebastián Piñera, los telespectadores se asomaron a un raro momento de “imagen-verdad”. Michelle Bachelet -por error o desincronización de los operadores- se vio expuesta por largos segundos ante una cámara de videoconferencia, esperando la conexión para cumplir con el rito de saludar al vencedor. Los chilenos la vieron con su mirada perdida y más desencajada que en los peores momentos de su gobierno. Era el rostro vivo de la amargura, en contraste con las palabras de buena crianza que pronunciaría después.
Poco antes, en un hotel céntrico, el derrotado Alejandro Guillier, se había mostrado sereno, elocuente y empático, ante las cámaras, para reconocer su derrota con gallardía. Junto a su esposa saludó “el impecable y macizo triunfo” de Piñera, en su mejor estilo de comunicador fogueado. De paso, invalidó, su campaña previa de amenazas y temores catastróficos, llamando a una “colaboración eficaz” con Piñera. “Este es tiempo de renovación, no de retroceso”, sentenció.
Ese juego de imágenes confirmó que la pugna personalizada no se dio entre Guillier y Piñera, sino entre éste y la Presidenta. Los análisis electorales que siguieron toda la noche poco agregaron a esa realidad.
UNA SINOPSIS NECESARIA
Los enemigos de Bachelet le aplicarían, gustosos, el epígrafe lapidario que se inventara para Richelieu: “todo el mal que hizo lo hizo bien y todo el bien que hizo lo hizo mal”. Por su parte, los historiadores tendrán serios problemas para decodificarla. Baste señalar que su itinerario la muestra como una Presidenta de izquierdas dos veces victoriosa, dos veces derrotada por el centroderechista Piñera, más impermeable que consistente y más autoritaria que conductora.
Su biografía podría explicarla… al menos en parte. Ella no llegó a La Moneda como Salvador Allende, tras una larga carrera política mechada con teoría, ni con la sólida preparación académica de Ricardo Lagos. La suya fue una plataforma de simpatía personal, condición de género y dramática experiencia con la dictadura. Según sus camaradas socialistas era una “abnegada militante” que, bajo el embrujo de Fidel Castro, no temía relacionarse con los resistentes de la vía armada.
Con ese background, nunca se resignó a la prosa “reformista” de la Concertación. Tal vez por percibirlo, el patriarcal Patricio Aylwin desconfiaba de su “preparación política”. Pero -y tal vez por lo mismo-, Lagos la proyectó como su sucesora. Luego, instalada en La Moneda, algunos quisieron imaginarla como una réplica de Nelson Mandela. Con sus heridas cicatrizadas, sería la mejor líder para una reconciliación. Otros, proyectándose a sí mismos, apostaron a que seguiría la línea moderada y negociadora de sus predecesores. Pero, cuando quedó claro que no iba por ahí su ruta, los decepcionados acuñaron un lema de apariencia machista, para proteger su propia seguridad: “hay que cuidar a la Presidenta”. Léase, no debemos criticarla.
Es que la Bachelet Presidenta se identificaba más bien con el conde de Montecristo. Enarbolando el lema “realismo sin renuncia”, subestimó el legado económico de Andrés Velasco, toleró la imagen de la retroexcavadora, soslayó la reconciliación, buscó apoyo en las izquierdas duras, retrocedió en la política militar de sus predecesores, incorporó a los no renovados comunistas, alentó a los líderes de las izquierdas universitarias y siguió acusando a los dirigentes tradicionales por no funcionar “en clave ciudadana”.
La Concertación mutó, entonces, en Nueva Mayoría, con los dirigentes centristas en posición marginal, pero respetando la ley de hierro de los cargos asignados. En octubre pasado, enfrentando una funa de mujeres víctimas de la dictadura, la mandataria se arriesgó a mostrar la raíz profunda de esa performance: “Yo tampoco perdono ni olvido, soy hija de un ejecutado político y expresa política”.
A esa altura, ya estaba levantando y promocionando su legado propio.
GUILLIER COMO LEGATARIO
Como senador oficialista e independiente, con formación de sociólogo, periodista y masón, Guillier no lucía como el mejor legatario de Bachelet. Su cultura humanista lo endilgaba hacia una socialdemocracia revitalizada, en la huella de Lagos. Una proyección póstuma de la exitosa Concertación.
Sin embargo, su escuálido 22,7% de la primera vuelta lo descompensó. El oficialismo que representaba era socialmente minoritario. Además, a su izquierda había emergido un sorprendente y juvenil Frente Amplio, que casi lo igualaba en votación. En paralelo y como en el poema de César Vallejo la DC siguió muriendo.
En ese contexto, Piñera, con su 36,6%, representaba la minoría mayor, “el legado” bacheletista distaba mucho de convocar a la mayoría nacional y los electores del Frente Amplio no estaban dispuestos a cortarse las venas para impedir que ganara Piñera. Fue el análisis que Guillier debió hacer… pero no hizo. Optó por plegarse al de sus analistas y propagandistas más comprometidos con el gobierno. Según éstos, siendo Piñera “derecha pura”, Chile había producido el fenómeno más insólito de su historia política: el centro había desaparecido del sistema y el país estaba más izquierdista que en la mejor época de Allende.
Bachelet olvidando su rol de “pato cojo”, amadrinó con fervor esa tesis polarizante. Con aritmética simplista, sumó los votos de Guillier, del Frente Amplio, de la DC moribunda y de los candidatos testimoniales, obteniendo como resultado un 55%. Si esa masa no estaba totalmente con ella, sí estaría totalmente contra Piñera, a esa altura ya convertido en su Némesis personal.
A partir de ahí, Presidenta, vocera y equipo de gobierno se zambulleron en la campaña electoral. Guillier, desbordado, debió asumir los clichés de las izquierdas duras, con amenazas de “meterle la mano al bolsillo a los poderosos” y el eslogan guerrillero del Che Guevara “hasta la victoria siempre”. Su campaña de segunda vuelta proyectó, entonces, un cuadro ”posverdadero”, que retrotraía a los chilenos a los años del golpe y la dictadura.
PIÑERA RENOVADO
Piñera, por su lado, percibió que los chilenos de a pie y hasta el Guillier real estaban más cerca del centro “inexistente” que de los extremos ideológicos. Como ello ensamblaba con su propia personalidad política, pudo mostrarse más transaccional, más intuitivo, más templado, más presidencial, cero rencoroso y con trajes mejor cortados.
Aunque no dejó de proporcionar algunas “piñericosas”, ello le permitió enfrentar a propios y a extraños. Así logró controlar desde la egoagresividad del “Cote” Ossandón, hasta la agresividad publicitaria de los candidatos testimoniales, pasando por la descalificación subliminal de muchos periodistas, que jugaron a demonizarlo como “el candidato de los ricos”.
En paralelo, mostró una mirada escéptica sobre la vieja díada derechas contra izquierdas y aplicó un principio esencial de la física y química: lo que existe no desaparece, sino que se transforma. Si los centristas ya no tenían expresión orgánica en el Partido Radical y en la DC, es porque estaban a la derecha, a la izquierda y en todo lugar. Rumbo a ellos dirigió sus redes, tras encomendarse a Aylwin, el gobernante transversal, a despecho de la tibia e inútil protesta de los democratacristianos.
Sobre esa base, asumió que si bien podía valorar parte de la ejecutoria reformista de Bachelet, los chilenos no se cortarían las venas por una “refundación”, nombre sustituto de la vieja revolución. Ninguna aritmética electoral los haría olvidar a los operadores desprolijos, los empresarios coludidos, la judicialización rampante, la inseguridad ciudadana, los focos violentistas en germen, el “empate” como razón de Estado, el clientelismo sin disfraces y una corrupción que había permeado incluso al Cuerpo de Carabineros.
Esto significaba que, en la situación límite de una segunda vuelta, los electores expresarían ese malestar, optando por una mejor administración del Estado, que incrementara los indicadores de bienestar, sepultando la soberbia pretensión del realismo sin renuncia. Como contrapunto, aceptarían que Piñera conocía mejor las palancas de la economía y garantizaba esa mejor gestión. Lo que para el “legado” era un vicio, para la mayoría pragmática sería virtud.
Quizás por eso, Piñera no denunció con estrépito la intervención del gobierno en la campaña de Guillier. Tal vez entendió que su evidencia lo beneficiaba. De ahí que, en vez de poner a Bachelet en la picota de la denuncia internacional, optó por la denuncia sólo doméstica, personalizándola en Paula Narváez, la vocera presidencial. El resultado justificó esa presunta contención. Su victorioso 54,57% fue la cifra a que aspiraba Guillier y el 45,43 de éste, fue la que el oficialismo adjudicaba a Piñera.
Digamos que, por el momento, las fuerzas derrotadas no dan señales de reconocer su responsabilidad. Absurdamente algunos hasta quieren culpar a Lagos, por no haber apoyado “con entusiasmo” a los capitanes del fracaso. Por otro lado, otros quisieron negar la politicidad de lo sucedido: “no fue una derrota política, sino electoral”, dijo Narváez. Aunque a medias, salvó ese bache el reconocimiento noble del candidato derrotado y el gesto presidencial de saludar y luego visitar al vencedor, para “sana envidia” de un político argentino.
CINCO CONCLUSIONES AL PASO
Primera: las izquierdas han olvidado una gran lección pragmática de Lenin: “a la derrota hay que mirarla cara a cara”. Hasta el momento esa señal no se ha dado.
Segunda: aunque es cierto que el clivaje derechas-izquierdas ya no es el que era, la victoria de Piñera es correlativa a una crisis grave de las izquierdas renovadas y de las izquierdas a la antigua. Sus dirigentes, que ya habían confesado su impotencia al no presentar candidato militante, agravaron su fracaso dando a Guillier “el abrazo del oso”.
Tercera: en ese déficit manifiesto está la verdadera oportunidad de las nuevas izquierdas del Frente Amplio. Desde su posición y privilegiando la subestimada probidad, podrían generar liderazgos actualizados y contribuir a la instalación de un nuevo sistema político para Chile.
Cuarta: la brecha de la victoria indica que el tigre de la polarización tenía dientes de papel (por el momento) y da a Piñera una buena libertad para desplegarse, mejorar la calidad de la política y liberarnos de los oprobios del Estado clientelista o capturado.
Quinta: dado que una democracia eficiente necesita un centro sobre el cual pivotear, tanto las derechas como las izquierdas realmente existentes deben privilegiar sus centros respectivos. Sólo así, con Venezuela como advertencia, el sistema podrá impedir o amortiguar eventuales nuevas tendencias a la polarización.
Esa tarde de domingo, ya asegurada la victoria de Sebastián Piñera, los telespectadores se asomaron a un raro momento de “imagen-verdad”. Michelle Bachelet -por error o desincronización de los operadores- se vio expuesta por largos segundos ante una cámara de videoconferencia, esperando la conexión para cumplir con el rito de saludar al vencedor. Los chilenos la vieron con su mirada perdida y más desencajada que en los peores momentos de su gobierno. Era el rostro vivo de la amargura, en contraste con las palabras de buena crianza que pronunciaría después.
Poco antes, en un hotel céntrico, el derrotado Alejandro Guillier, se había mostrado sereno, elocuente y empático, ante las cámaras, para reconocer su derrota con gallardía. Junto a su esposa saludó “el impecable y macizo triunfo” de Piñera, en su mejor estilo de comunicador fogueado. De paso, invalidó, su campaña previa de amenazas y temores catastróficos, llamando a una “colaboración eficaz” con Piñera. “Este es tiempo de renovación, no de retroceso”, sentenció.
Ese juego de imágenes confirmó que la pugna personalizada no se dio entre Guillier y Piñera, sino entre éste y la Presidenta. Los análisis electorales que siguieron toda la noche poco agregaron a esa realidad.
UNA SINOPSIS NECESARIA
Los enemigos de Bachelet le aplicarían, gustosos, el epígrafe lapidario que se inventara para Richelieu: “todo el mal que hizo lo hizo bien y todo el bien que hizo lo hizo mal”. Por su parte, los historiadores tendrán serios problemas para decodificarla. Baste señalar que su itinerario la muestra como una Presidenta de izquierdas dos veces victoriosa, dos veces derrotada por el centroderechista Piñera, más impermeable que consistente y más autoritaria que conductora.
Su biografía podría explicarla… al menos en parte. Ella no llegó a La Moneda como Salvador Allende, tras una larga carrera política mechada con teoría, ni con la sólida preparación académica de Ricardo Lagos. La suya fue una plataforma de simpatía personal, condición de género y dramática experiencia con la dictadura. Según sus camaradas socialistas era una “abnegada militante” que, bajo el embrujo de Fidel Castro, no temía relacionarse con los resistentes de la vía armada.
Con ese background, nunca se resignó a la prosa “reformista” de la Concertación. Tal vez por percibirlo, el patriarcal Patricio Aylwin desconfiaba de su “preparación política”. Pero -y tal vez por lo mismo-, Lagos la proyectó como su sucesora. Luego, instalada en La Moneda, algunos quisieron imaginarla como una réplica de Nelson Mandela. Con sus heridas cicatrizadas, sería la mejor líder para una reconciliación. Otros, proyectándose a sí mismos, apostaron a que seguiría la línea moderada y negociadora de sus predecesores. Pero, cuando quedó claro que no iba por ahí su ruta, los decepcionados acuñaron un lema de apariencia machista, para proteger su propia seguridad: “hay que cuidar a la Presidenta”. Léase, no debemos criticarla.
Es que la Bachelet Presidenta se identificaba más bien con el conde de Montecristo. Enarbolando el lema “realismo sin renuncia”, subestimó el legado económico de Andrés Velasco, toleró la imagen de la retroexcavadora, soslayó la reconciliación, buscó apoyo en las izquierdas duras, retrocedió en la política militar de sus predecesores, incorporó a los no renovados comunistas, alentó a los líderes de las izquierdas universitarias y siguió acusando a los dirigentes tradicionales por no funcionar “en clave ciudadana”.
La Concertación mutó, entonces, en Nueva Mayoría, con los dirigentes centristas en posición marginal, pero respetando la ley de hierro de los cargos asignados. En octubre pasado, enfrentando una funa de mujeres víctimas de la dictadura, la mandataria se arriesgó a mostrar la raíz profunda de esa performance: “Yo tampoco perdono ni olvido, soy hija de un ejecutado político y expresa política”.
A esa altura, ya estaba levantando y promocionando su legado propio.
GUILLIER COMO LEGATARIO
Como senador oficialista e independiente, con formación de sociólogo, periodista y masón, Guillier no lucía como el mejor legatario de Bachelet. Su cultura humanista lo endilgaba hacia una socialdemocracia revitalizada, en la huella de Lagos. Una proyección póstuma de la exitosa Concertación.
Sin embargo, su escuálido 22,7% de la primera vuelta lo descompensó. El oficialismo que representaba era socialmente minoritario. Además, a su izquierda había emergido un sorprendente y juvenil Frente Amplio, que casi lo igualaba en votación. En paralelo y como en el poema de César Vallejo la DC siguió muriendo.
En ese contexto, Piñera, con su 36,6%, representaba la minoría mayor, “el legado” bacheletista distaba mucho de convocar a la mayoría nacional y los electores del Frente Amplio no estaban dispuestos a cortarse las venas para impedir que ganara Piñera. Fue el análisis que Guillier debió hacer… pero no hizo. Optó por plegarse al de sus analistas y propagandistas más comprometidos con el gobierno. Según éstos, siendo Piñera “derecha pura”, Chile había producido el fenómeno más insólito de su historia política: el centro había desaparecido del sistema y el país estaba más izquierdista que en la mejor época de Allende.
Bachelet olvidando su rol de “pato cojo”, amadrinó con fervor esa tesis polarizante. Con aritmética simplista, sumó los votos de Guillier, del Frente Amplio, de la DC moribunda y de los candidatos testimoniales, obteniendo como resultado un 55%. Si esa masa no estaba totalmente con ella, sí estaría totalmente contra Piñera, a esa altura ya convertido en su Némesis personal.
A partir de ahí, Presidenta, vocera y equipo de gobierno se zambulleron en la campaña electoral. Guillier, desbordado, debió asumir los clichés de las izquierdas duras, con amenazas de “meterle la mano al bolsillo a los poderosos” y el eslogan guerrillero del Che Guevara “hasta la victoria siempre”. Su campaña de segunda vuelta proyectó, entonces, un cuadro ”posverdadero”, que retrotraía a los chilenos a los años del golpe y la dictadura.
PIÑERA RENOVADO
Piñera, por su lado, percibió que los chilenos de a pie y hasta el Guillier real estaban más cerca del centro “inexistente” que de los extremos ideológicos. Como ello ensamblaba con su propia personalidad política, pudo mostrarse más transaccional, más intuitivo, más templado, más presidencial, cero rencoroso y con trajes mejor cortados.
Aunque no dejó de proporcionar algunas “piñericosas”, ello le permitió enfrentar a propios y a extraños. Así logró controlar desde la egoagresividad del “Cote” Ossandón, hasta la agresividad publicitaria de los candidatos testimoniales, pasando por la descalificación subliminal de muchos periodistas, que jugaron a demonizarlo como “el candidato de los ricos”.
En paralelo, mostró una mirada escéptica sobre la vieja díada derechas contra izquierdas y aplicó un principio esencial de la física y química: lo que existe no desaparece, sino que se transforma. Si los centristas ya no tenían expresión orgánica en el Partido Radical y en la DC, es porque estaban a la derecha, a la izquierda y en todo lugar. Rumbo a ellos dirigió sus redes, tras encomendarse a Aylwin, el gobernante transversal, a despecho de la tibia e inútil protesta de los democratacristianos.
Sobre esa base, asumió que si bien podía valorar parte de la ejecutoria reformista de Bachelet, los chilenos no se cortarían las venas por una “refundación”, nombre sustituto de la vieja revolución. Ninguna aritmética electoral los haría olvidar a los operadores desprolijos, los empresarios coludidos, la judicialización rampante, la inseguridad ciudadana, los focos violentistas en germen, el “empate” como razón de Estado, el clientelismo sin disfraces y una corrupción que había permeado incluso al Cuerpo de Carabineros.
Esto significaba que, en la situación límite de una segunda vuelta, los electores expresarían ese malestar, optando por una mejor administración del Estado, que incrementara los indicadores de bienestar, sepultando la soberbia pretensión del realismo sin renuncia. Como contrapunto, aceptarían que Piñera conocía mejor las palancas de la economía y garantizaba esa mejor gestión. Lo que para el “legado” era un vicio, para la mayoría pragmática sería virtud.
Quizás por eso, Piñera no denunció con estrépito la intervención del gobierno en la campaña de Guillier. Tal vez entendió que su evidencia lo beneficiaba. De ahí que, en vez de poner a Bachelet en la picota de la denuncia internacional, optó por la denuncia sólo doméstica, personalizándola en Paula Narváez, la vocera presidencial. El resultado justificó esa presunta contención. Su victorioso 54,57% fue la cifra a que aspiraba Guillier y el 45,43 de éste, fue la que el oficialismo adjudicaba a Piñera.
Digamos que, por el momento, las fuerzas derrotadas no dan señales de reconocer su responsabilidad. Absurdamente algunos hasta quieren culpar a Lagos, por no haber apoyado “con entusiasmo” a los capitanes del fracaso. Por otro lado, otros quisieron negar la politicidad de lo sucedido: “no fue una derrota política, sino electoral”, dijo Narváez. Aunque a medias, salvó ese bache el reconocimiento noble del candidato derrotado y el gesto presidencial de saludar y luego visitar al vencedor, para “sana envidia” de un político argentino.
CINCO CONCLUSIONES AL PASO
Primera: las izquierdas han olvidado una gran lección pragmática de Lenin: “a la derrota hay que mirarla cara a cara”. Hasta el momento esa señal no se ha dado.
Segunda: aunque es cierto que el clivaje derechas-izquierdas ya no es el que era, la victoria de Piñera es correlativa a una crisis grave de las izquierdas renovadas y de las izquierdas a la antigua. Sus dirigentes, que ya habían confesado su impotencia al no presentar candidato militante, agravaron su fracaso dando a Guillier “el abrazo del oso”.
Tercera: en ese déficit manifiesto está la verdadera oportunidad de las nuevas izquierdas del Frente Amplio. Desde su posición y privilegiando la subestimada probidad, podrían generar liderazgos actualizados y contribuir a la instalación de un nuevo sistema político para Chile.
Cuarta: la brecha de la victoria indica que el tigre de la polarización tenía dientes de papel (por el momento) y da a Piñera una buena libertad para desplegarse, mejorar la calidad de la política y liberarnos de los oprobios del Estado clientelista o capturado.
Quinta: dado que una democracia eficiente necesita un centro sobre el cual pivotear, tanto las derechas como las izquierdas realmente existentes deben privilegiar sus centros respectivos. Sólo así, con Venezuela como advertencia, el sistema podrá impedir o amortiguar eventuales nuevas tendencias a la polarización.
Bitácora
ELECCIONES EN CHILE: LA PELEA ES ENTRE MICHELLE Y SEBASTIÁN
José Rodríguez Elizondo
Las elecciones recientes, en Chile, dejaron a a la vista una realidad complicada y una segunda vuelta impredecible. La mala opinión sobre los partidos políticos del sistema se reflejó en una abstención sostenida y una votación fuerte para quienes emergieron, precisamente, criticando al sistema de partidos. Es lo que me permite sospechar que lo decisivo no fue el enfrentamiento entre el candidato centroderechista, Sebastián Piñera y el independiente oficialista. Alejandro Guillier. Es lo que trato de explicar a continuación.
Publicado en Caretas y en El Mostrador, 23.11.2017
Una foto rápida de las elecciones muestra al centroderechista ex Presidente Sebastián Piñera como ganador en la primera vuelta. Pero, visto su ajustado 36.6 % , lo tiene difícil en la vuelta que viene. No le bastará con sumar el 7.9 % de José Antonio Kast, testimonial candidato de la derecha “dura”.
La explicación de todo está en el laberinto de las izquierdas gobernantes. Esas que iniciaron la transición, envejecieron en el poder y hoy están desgastadas. Como las penas con cargos son menos, sus dirigentes se resignaron al “ninguneo” que Michelle Bachelet les propinó en su primer gobierno. Para sobrevivir, en el segundo, aceptaron un cambio de alto riesgo: dar pocos minutos de juego a la Democracia Cristiana, centrocampista tradicional; incorporar al siempre disciplinado Partido Comunista y coquetear con los jóvenes jacobinos del Frente Amplio (FA).
Los gastados dirigentes quisieron creer que el objetivo único de ese cambio era derrotar a Piñera. Es decir, se hicieron los zonzos o no asumieron que el PC chocaría con la DC. Peor, aún, no entendieron que los jóvenes del FA llegaban para “sanear la política”, tras auscultar la mala opinión sobre los incumbentes y mirarse en el espejo español del Podemos. De hecho, sus fundadores habían llegado a la Cámara de Diputados pidiendo reducir las altísimas remuneraciones que se hacen pagar todos los honorables.
El objetivo de parar a Piñera está funcionando en la aritmética. Al 22.7 % del ex periodista Alejandro Guillier –candidato oficialista- podría sumarse la notable votación de la candidata del FA y ex periodista Beatriz Sánchez (20.2%), y también la escuálida votación (5,8%), de Carolina Goic, la candidata de la DC. Este otrora poderoso partido superó, apenas, a las candidaturas izquierdistas juguetonas de Marco Enriquez-Ominami (5.7%), Eduardo Artés (0.5%) y Alejandro Navarro (0.3%), quedando al borde de un colapso italiano.
Pero, políticamente hablando, la suerte no está echada. Gracias a su sorprendente musculatura, el FA tiene hoy una llave maestra, que lo habilita para dar la victoria a Guillier o a Piñera, en la segunda vuelta. Es una encrucijada estratégica, en la cual sus diversos componentes deben definir si les conviene asumir la responsabilidad de un gobierno continuista de Guillier o resignarse a un gobierno débil de Piñera, para dar el salto directo a La Moneda, en cuatro años más.
LA DUDA DE AYLWIN
Es un lindo pasatiempo para historiadores el definir si en el origen de este proceso hubo o no una decisión estratégica de Bachelet. Los políticos del establishment -derechas e izquierdas unidas-, tienden a creer que no. Que los estropicios sistémicos y el auge del FA se deben sólo a su falta de oficio político. En esto los acompaña el patriarcal Patricio Aylwin, desde el más allá. En 2005 dijo que “Michelle es una mujer enormemente simpática, pero tengo dudas de su formación para un cargo como la Presidencia”.
Los opinólogos, tienden a confirmar esa dulce condena. Al efecto , mencionan un largo prontuario presidencial: desinformación sobre problemas importantes, opción por los leales sobre los inteligentes, equipos técnicos de bajo nivel, corrupción en la administración pública, reformas desprolijas, ausencia en los temas estratégicos de la política exterior, decisiones que se postergan sine die y, como remache, los “gustitos” que Bachelet se ha dado. Aquí mencionan su controvertida visita de homenaje a Fidel Castro y su política disimuladamente punitiva hacia las Fuerzas Armadas.
En síntesis, los expertos no conciben que exista método en la chapuza. Es decir, que desde el fondo de su alma ideológica, a Bachelet le importe un bledo dañar el sistema “neoliberal” que recibió. Sin embargo, es muy posible que, en este mundo de mercados invasivos, corrupción ecuménica e ideologías fracasadas, ella asumiera un modelo desafiante: de estirpe castro-bochevique, tal vez rústico, pero por cuenta propia. Manejándolo con terquedad y guiada por su intuición –o “mi sentido”, como dice ella-, ha desplazado a los políticos más cuajados y ha prescindido de los tecnócratas más conspicuos.
Sabe que sus reformas, aunque desprolijas, amarrarán el desempeño de cualquier futuro gobernante. En paralelo, si bien toleró la captura del Estado por los operadores de sus partidos, tal vez previó que así se debilitarían ante la opinión ciudadana. Por algo, su primer gobierno marcó el fin de la Concertación y el segundo está siendo el del fin de la Nueva Mayoría, sucesora de la anterior. En esa línea, quizás piensa que los jóvenes del FA vienen al rescate de su modelo ideológico, como la caballería de las viejas películas norteamericanas.
EL DILEMA DE PIÑERA
La clave estaba en la lealtad bacheletiana con las ideas, héroes y memorabilia de las izquierdas sesentistas. Castro, Guevara y Ho Chi Minh, junto al tema del género –con el “todos y todas” como gancho semántico- configuran la base de su legado en trámite. Ese legado será interesante, pero a su manera. Más por default que por tesis o por destino manifiesto. Y, si se agregan los datos dramáticos de su biografía personal, lo seguro es que su entrada en las enciclopedias tendrá más caracteres y espacios que la de Ricardo Lagos, su ex jefe y creador.
Por lo señalado, hoy suena francamente ridículo ese mantra indulgente de los veteranos de la Concertación, cuando trataban de enterrar sus errores: “Hay que cuidar a la Presidenta”, decían. Era un proteccionismo machista y desubicado, para sugerir que ahí estaban ellos, los políticos de verdad, para guiarla y rectificarla. Nunca captaron que Bachelet se cuidaba sola ni que, como Presidenta, era ella quien debía cuidarnos a los chilenos.
Piñera, cuya inteligencia y rapidez mental se reconocen, hoy debe saberlo mejor que nadie: el adversario que siempre tuvo al frente no fue Guillier ni Sánchez, sino Bachelet. Quizás resienta que no se considere la asimetría obvia, en cuanto a “formación para el cargo”. Pero así es la vida y su rivalidad mutua pasará a la historia como la clásica de Arturo Alessandri y Carlos Ibáñez.
Concluyendo: la segunda vuelta electoral sólo aparentemente será un duelo entre un ex destacado periodista y un ex Presidente de la República. El duelo real y al mismo tiempo simbólico, será entre Piñera, un político pragmático y sistémico y Bachelet, una romántica de la revolución.
Una foto rápida de las elecciones muestra al centroderechista ex Presidente Sebastián Piñera como ganador en la primera vuelta. Pero, visto su ajustado 36.6 % , lo tiene difícil en la vuelta que viene. No le bastará con sumar el 7.9 % de José Antonio Kast, testimonial candidato de la derecha “dura”.
La explicación de todo está en el laberinto de las izquierdas gobernantes. Esas que iniciaron la transición, envejecieron en el poder y hoy están desgastadas. Como las penas con cargos son menos, sus dirigentes se resignaron al “ninguneo” que Michelle Bachelet les propinó en su primer gobierno. Para sobrevivir, en el segundo, aceptaron un cambio de alto riesgo: dar pocos minutos de juego a la Democracia Cristiana, centrocampista tradicional; incorporar al siempre disciplinado Partido Comunista y coquetear con los jóvenes jacobinos del Frente Amplio (FA).
Los gastados dirigentes quisieron creer que el objetivo único de ese cambio era derrotar a Piñera. Es decir, se hicieron los zonzos o no asumieron que el PC chocaría con la DC. Peor, aún, no entendieron que los jóvenes del FA llegaban para “sanear la política”, tras auscultar la mala opinión sobre los incumbentes y mirarse en el espejo español del Podemos. De hecho, sus fundadores habían llegado a la Cámara de Diputados pidiendo reducir las altísimas remuneraciones que se hacen pagar todos los honorables.
El objetivo de parar a Piñera está funcionando en la aritmética. Al 22.7 % del ex periodista Alejandro Guillier –candidato oficialista- podría sumarse la notable votación de la candidata del FA y ex periodista Beatriz Sánchez (20.2%), y también la escuálida votación (5,8%), de Carolina Goic, la candidata de la DC. Este otrora poderoso partido superó, apenas, a las candidaturas izquierdistas juguetonas de Marco Enriquez-Ominami (5.7%), Eduardo Artés (0.5%) y Alejandro Navarro (0.3%), quedando al borde de un colapso italiano.
Pero, políticamente hablando, la suerte no está echada. Gracias a su sorprendente musculatura, el FA tiene hoy una llave maestra, que lo habilita para dar la victoria a Guillier o a Piñera, en la segunda vuelta. Es una encrucijada estratégica, en la cual sus diversos componentes deben definir si les conviene asumir la responsabilidad de un gobierno continuista de Guillier o resignarse a un gobierno débil de Piñera, para dar el salto directo a La Moneda, en cuatro años más.
LA DUDA DE AYLWIN
Es un lindo pasatiempo para historiadores el definir si en el origen de este proceso hubo o no una decisión estratégica de Bachelet. Los políticos del establishment -derechas e izquierdas unidas-, tienden a creer que no. Que los estropicios sistémicos y el auge del FA se deben sólo a su falta de oficio político. En esto los acompaña el patriarcal Patricio Aylwin, desde el más allá. En 2005 dijo que “Michelle es una mujer enormemente simpática, pero tengo dudas de su formación para un cargo como la Presidencia”.
Los opinólogos, tienden a confirmar esa dulce condena. Al efecto , mencionan un largo prontuario presidencial: desinformación sobre problemas importantes, opción por los leales sobre los inteligentes, equipos técnicos de bajo nivel, corrupción en la administración pública, reformas desprolijas, ausencia en los temas estratégicos de la política exterior, decisiones que se postergan sine die y, como remache, los “gustitos” que Bachelet se ha dado. Aquí mencionan su controvertida visita de homenaje a Fidel Castro y su política disimuladamente punitiva hacia las Fuerzas Armadas.
En síntesis, los expertos no conciben que exista método en la chapuza. Es decir, que desde el fondo de su alma ideológica, a Bachelet le importe un bledo dañar el sistema “neoliberal” que recibió. Sin embargo, es muy posible que, en este mundo de mercados invasivos, corrupción ecuménica e ideologías fracasadas, ella asumiera un modelo desafiante: de estirpe castro-bochevique, tal vez rústico, pero por cuenta propia. Manejándolo con terquedad y guiada por su intuición –o “mi sentido”, como dice ella-, ha desplazado a los políticos más cuajados y ha prescindido de los tecnócratas más conspicuos.
Sabe que sus reformas, aunque desprolijas, amarrarán el desempeño de cualquier futuro gobernante. En paralelo, si bien toleró la captura del Estado por los operadores de sus partidos, tal vez previó que así se debilitarían ante la opinión ciudadana. Por algo, su primer gobierno marcó el fin de la Concertación y el segundo está siendo el del fin de la Nueva Mayoría, sucesora de la anterior. En esa línea, quizás piensa que los jóvenes del FA vienen al rescate de su modelo ideológico, como la caballería de las viejas películas norteamericanas.
EL DILEMA DE PIÑERA
La clave estaba en la lealtad bacheletiana con las ideas, héroes y memorabilia de las izquierdas sesentistas. Castro, Guevara y Ho Chi Minh, junto al tema del género –con el “todos y todas” como gancho semántico- configuran la base de su legado en trámite. Ese legado será interesante, pero a su manera. Más por default que por tesis o por destino manifiesto. Y, si se agregan los datos dramáticos de su biografía personal, lo seguro es que su entrada en las enciclopedias tendrá más caracteres y espacios que la de Ricardo Lagos, su ex jefe y creador.
Por lo señalado, hoy suena francamente ridículo ese mantra indulgente de los veteranos de la Concertación, cuando trataban de enterrar sus errores: “Hay que cuidar a la Presidenta”, decían. Era un proteccionismo machista y desubicado, para sugerir que ahí estaban ellos, los políticos de verdad, para guiarla y rectificarla. Nunca captaron que Bachelet se cuidaba sola ni que, como Presidenta, era ella quien debía cuidarnos a los chilenos.
Piñera, cuya inteligencia y rapidez mental se reconocen, hoy debe saberlo mejor que nadie: el adversario que siempre tuvo al frente no fue Guillier ni Sánchez, sino Bachelet. Quizás resienta que no se considere la asimetría obvia, en cuanto a “formación para el cargo”. Pero así es la vida y su rivalidad mutua pasará a la historia como la clásica de Arturo Alessandri y Carlos Ibáñez.
Concluyendo: la segunda vuelta electoral sólo aparentemente será un duelo entre un ex destacado periodista y un ex Presidente de la República. El duelo real y al mismo tiempo simbólico, será entre Piñera, un político pragmático y sistémico y Bachelet, una romántica de la revolución.
Bitácora
DEMOCRACIA Y FF.AA.: LOS LÍMITES DE LA AMBIGÜEDAD
José Rodríguez Elizondo
La coyuntura a veces trae temas de la estructura profunda. Está sucediendo, en Chile, con el supuesto compromiso de la presidenta Bachelet de cerrar un penal exclusivo para militares que violaron los derechos humanos. Se discute si el compromiso existe y si es sólo un compromiso bipersonal. La Jefe de Estado, entretanto, se mantiene en medio de la ambigüedad
Publicado en El Mostrador de 13.11.2017
En ciertas materias y aunque luzca paradójico, la ambigüedad debiera tener límites claros. Si un tema como Punta Peuco es importante para la relación civil-militar –es decir, para el país-, es demasiado especioso estar discutiendo si el gobierno se comprometió o no a cerrar ese penal.
Podemos preguntarnos por qué Carmen Gloria Quintana, con toda la credibilidad que merece, contó lo que le habría dicho la Presidenta. Pero, mientras ésta no lo refrende, la realidad pública sólo tiene dos patas. Una de ellas corresponde a lo que dijo el ministro de Justicia Jaime Campos: el país no ha escuchado una declaración de la Presidenta Bachelet diciendo “me comprometo a cerrar Punta Peuco”. La otra pata consta a todo el mundo, ha sido escuchada de boca presidencial y de boca de vocera presidencial y dice que la Jefa de Estado “cumple sus compromisos”.
La ecuación final, entonces, es que estamos ante una ambigüedad deliberada respecto a un tema de Estado que, a mayor abundamiento, ha motivado una expresión pública y directa de las Fuerzas Armadas. Por lo mismo, si del presunto compromiso presidencial se pasa a una ejecución abrupta, sin una explicación a la ciudadanía, el legado militar de la Presidenta quedará irremisiblemente dañado.
Obviamente, dado que el derecho suele ser el primer refugio del eufemismo, puede adivinarse la reacción de los chilenos que se sienten entrampados por la ambigüedad. Los militares –dirán-, no tienen derecho a opinar y si lo hacen deliberan y si deliberan se ponen fuera de la ley.
VIEJOS, DIABLOS Y SABIOS
La pregunta irresistible, vista nuestra historia, es si los escapismo solucionan, postergan o agravan el problema. La respuesta posible está en nuestra historia contemporánea. Específicamente, en lo que hicieron los padres fundadores de nuestra transición, cuando comenzaron a levantar la democracia en medio de un vendaval de opiniones antipolíticas de las Fuerzas Armadas.
Contados fueron los políticos que entendieron, entonces, la relación directa entre el profesionalismo militar y la libertad de expresión. O, dicho de otra manera, entre la deliberación y la conspiración. Entre ellos estuvieron el Presidente Patricio Aylwin y su canciller Enrique Silva Cimma.
Por viejos, por diablos y por sabios, ambos sabían que los militares tienden a hacer “ruidos”, cuando creen que los gobiernos ponen en peligro el statu quo y no tienen canales abiertos para confirmarlo o desmentirlo. Mucho de eso lo aprendieron durante el gobierno de Salvador Allende, con la ventaja de haber estado en distintos lados de la barrera. Aylwin, como presidente de la Democracia Cristiana y líder político resignado al golpe de Pinochet. Silva Cimma, como personalidad del co-gobernante Partido Radical, hermano masón de Allende, Presidente del Tribunal Constitucional y exiliado después del 11-S.
Quizás esas circunstancias los llevaron a una moraleja en tres puntos. El primero les decía que la represión de la deliberación castrense era una escopeta de dos cañones y podía dispararse en reversa. El segundo les aconsejaba enterarse in actum del pensamiento político de los militares, para no llegar a conocerlo desde el receso político o el exilio. El tercero era una moraleja táctica y estratégica con base en la Constitución de 1980: los organismos en que los militares están en mayoría sobre los agentes del gobierno, no emiten opiniones sino diversas especies de ultimátum.
Fue el planteamiento que, con Pinochet respirándole en la nuca, Aylwin hacía a sus cercanos y que, en 1992, estimó del caso comunicar a la opinión pública. Entrevistado por Héctor Olave, director de La Tercera, contó que había invitado a almorzar a los comandantes en jefe, para informarlos sobre las reformas políticas en proyecto o en ejecución. Su explicación textual fue la siguiente: “Ellos tienen derecho a tener opinión. Son ciudadanos, y como instituciones la pueden hacer valer ante la autoridad, pero no son poder colegislador”. Agregó, precavido, que “sus opiniones son muy dignas de tenerse en cuenta, pero no son la última palabra”.
MILITARES CON DERECHO A OPINIÓN
Silva Cimma recogió y procesó la semilla. Lo hizo, primero, en debates de endogrupo, como desarrollo de las tesis de su libro Una democracia eficiente para Chile, de 1989. Luego, visto el progreso en la relación civil-militar, publicó en El Mercurio, como Presidente del Partido Radical, una primera aproximación a lo que ya denominaba, desafiante, “derecho a la deliberación”.
En ese texto reconoció el mérito del “nunca más” de Cheyre, en cuanto factor para la reinserción social de las Fuerzas Armadas. Éstas, conscientes, ya, de los errores y horrores del pasado dictatorial, habían mostrado “un grado muy fuerte de sensatez y objetividad (y) poseen hoy un vínculo más estrecho con la sociedad civil”. A partir de ahí anunciaba “un entendimiento mucho más fuerte, que derivará en un grado amplio de entendimiento y de trabajo en conjunto”.
Así llegó al tema de la libertad de expresión castrense. La base de su razonamiento fue que “las Fuerzas Armadas y las organizaciones civiles son estamentos de una misma sociedad dentro de la organización del Estado, con el Presidente de la República a la cabeza”. De esto colegía que, como los civiles y en un contexto de gobernabilidad y respeto, los militares “deben tener derecho a opinión”.
En cuanto jurista realista, también se ocupó de las interpretaciones con base en la Constitución de 1925, para denunciar el “profundo error” de vincular el deber castrense de obediencia con la prohibición de “emitir opiniones de interés público”. A su entender, las Fuerzas Armadas “no tienen por qué carecer de deliberación, ya que tienen en principio los mismos derechos que las autoridades civiles”. Esto le permitió precisar el concepto de deliberación como “el legítimo derecho a dialogar respecto de determinados puntos de interés público”.
En ese punto, el viejo maestro puso el colofón necesario, para vincular el derecho constitucional con la política: “es francamente incomprensible que, en el contexto de una democracia, aún existan estamentos que se vean coartados en su capacidad deliberativa, a pretexto de estar sometidos a la disciplina militar y de su porte de armas”.
TÉNGASE PRESENTE
Comentario: el liderazgo y sabiduría combinados de Aylwin y Silva Cimma, permitió que la Concertación enfrentara sin amurramientos, el problema de unas Fuerzas Armadas en estado de efervescencia antipolítica. La estrategia fue hacer de la necesidad virtud, enfrentando el estado de opinión sediciosa, inducido por Pinochet, para reconvertirlo en un estado de diálogo orientado a la normalización. Es decir, al estatus de subordinación al poder legítimo, propio de la democracia.
La buena noticia fue que eso se consiguió y se expresó en una relación que consagraba el profesionalismo militar subordinado, pero participativo. La mala noticia es que duró lo que duró la Concertación. Luego, Chile volvió al viejo síndrome del subdesarrollo exitoso y nos contentamos con tener militares bien equipados en sus bases y cuarteles y políticos instalados en sus instituciones, sin reflexionar si queríamos volver a los “compartimentos estancos” o seguir avanzando en el profesionalismo participativo.
Los tácticos del “realismo sin renuncia” -ese curioso lema de la Nueva Mayoría- posiblemente no se plantearon el problema, por tener como prioridad el reposicionamiento de la justicia absoluta. Por lo mismo, dado que ésta sigue elusiva, como suelen serlo las utopías, lo más seguro es que excluyan el tema militar del legado de Bachelet. El diferendo con las Fuerzas Armadas, dirán, sucedió en el último tercio de su segundo gobierno, fue un globo sonda que se desinfló solo y aquí no ha pasado nada.
Pero otros matizarán, diciendo que la opinión política de las Fuerzas Armadas de 2017, catalizada por Punta Peuco, fue un importante “téngase presente”. Como tal, debiera ser un tema prioritario en la agenda de Estado del próximo Presidente de la República.
Bitácora
LA TEORÍA DEL LOCO
José Rodríguez Elizondo
En el caso de la polémica a nivel nuclear, entre Donald Trump y Kim Il-un, Erasmo no habría encontrada nada que elogiar
El conflicto personalizado y marginal a la diplomacia que se está dando entre Kim Il-un y Donald Trump ha puesto de relieve la complejidad y sutileza de la estrategia de la disuasión.
Aquí estamos viendo, con toda claridad, sus dos posibilidades básicas: cómo amenazar con disparar, para que al enemigo se rinda sin guerra y cómo responder con la amenaza de que cualquier disparo llevará a una guerra. Lo novedoso y espantable es que, en este caso, como en la crisis de los misiles de 1962, en Cuba, estamos hablando de disparos nucleares.
La teoría dice que el éxito de la disuasión -y con mayor razón la que opera con armas nucleares-, se funda en la credibilidad de los antagonistas. Específicamente, en los niveles de firmeza que se reconocen, entre sí, respecto a la voluntad de ejecutar sus amenazas. La victoria sin guerra y la guerra nuclear, en la que todos pierden, cuelga de esa delgada línea sicológica.
En 1962 la disuasión nuclear funcionó desde ambos lados –la Unión Soviética y los Estados Unidos- porque sus gobernantes se inspiraban la credibilidad de la sensatez. En otras palabras, John F. Kennedy y Nikita Jruschov no se percibían, entre sí, en la condición sicológica necesaria para desatar una guerra nuclear, por una potencia menor como Cuba, Así, tras estirar casi al máximo la cuerda de la amenaza, ambos supieron “pestañear” a tiempo, para iniciar una negociación.
En este 2017, lo que está funcionando es parecido, en cuanto al nivel de la amenaza, porque su naturaleza nuclear subordina la enorme asimetría de poderes entre Corea del Norte y los Estados Unidos. Pero, ahora existe una diferencia sustancial en cuanto a la calidad de los gobernantes. A la inversa de Kennedy y Jruschov, los jefes de Estado Kim y Trump están apelando a la credibilidad de su insensatez. Ninguno se reconoce como gobernante responsable y se lo dicen cada a cara. Literalmente, ambos se definen como locos (“mad men”).
.Aludiendo a la “destrucción mutua asegurada”, propia de una eventual guerra nuclear, el pensador francés Raymond Aron escribió, en 1966, que era difícil soslayar la idea de que sólo un loco podía desatarla. Por lo mismo -vaya paradoja-, en un intercambio de amenazas disuasivas con carga nuclear, lo mejor sería hacerse el loco, para ser creíble.
Sobre esa base, la posibilidad de que se imponga la disuasión entre Corea del Norte y los Estados, estaría en una percepción de empate entre sus gobernantes. Esto es, en que ambos pestañeen, por creerse lo bastante locos como para activar la panoplia nuclear. En tal caso abrirían un espacio para que sus élites domésticas y los gobernantes más sensatos del planeta los obliguen a negociar en el interés del planeta.
Sin embargo, también cabe la siniestra posibilidad de que las amenazas que Trump y Kim han intercambiado no tengan a la disuasión como estrategia. Es decir, que no persigan evitar la guerra. En tal caso, la locura no sería un recurso sicológico, para inducir un pestañeo, sino un pavoroso dato de la realidad.
Editado por
José Rodríguez Elizondo
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
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