CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
La cena del Señor, la eucaristía, como rito de paso en el cristianismo primitivo  (06-10-2019 - 1092)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Los textos básicos son 1 Cor 10,16-18 y 11,23-26, que conviene tener presentes:
 
 
«La copa de bendición que bendecimos ¿no es comunión con la sangre de Cristo?; el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo?17. Porque siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan18. Fijaos en el Israel según la carne. Los que comen de las víctimas ¿no están en comunión con el altar?».
 
 
«Porque yo recibí del Señor lo que os transmití: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó
pan24, y después de dar gracias, lo partió y dijo: “Éste es mi cuerpo por vosotros; haced esto en recuerdo mío”25. Asimismo también la copa después de cenar diciendo: “Esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío”26. Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga27. Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente será reo del cuerpo y de la sangre del Señor».
 
 
El sentido general de la interpretación de la Última Cena de Jesús con sus discípulos, transmitida por Pablo, es que la ingestión de vino y pan en comidas comunitarias, celebradas en rememoración de la cena del Señor antes de su prendimiento, representa una participación, o mejor identificación real aunque místico-simbólica, del creyente con el Mesías, como indica 1 Cor 10,3-4 que había ocurrido ya con los israelitas en el desierto como «tipo» de la eucaristía del final de los tiempos, sería el «antitipo», o cumplimento de lo que se anticipa en el «tipo»:
 
 
«Todos (los israelitas que caminaban por el desierto) comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo». 
 
 
En la eucaristía, el creyente evoca al Mesías en su acto trascendental redentor, la muerte, y a la vez anticipa espiritualmente su venida (11,26: «Anunciáis la muerte del Señor hasta que venga»). El Mesías, como ser humano corpóreo, aunque ya espiritual (1 Cor 15,43: «Se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual»), a través del pan y del vino, se hace presente simbólicamente entre los miembros de la comunidad. La unión con el Mesías en la interpretación paulina de la Última Cena es tal que no es compatible en absoluto con cualquiera otra unión:
 
 
«La copa de bendición ¿no es comunión con la sangre de Cristo?; el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan… No podéis beber de la copa del Señor y de la copa de los demonios. No podéis participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios. ¿O vamos a provocar los celos del Señor?» (1 Cor 10,16-22).
 
 
Es una unión tan íntima que su rompimiento provocaría celos en el Señor mismo. La participación del cuerpo de Cristo en la celebración eucarística es para Pablo absolutamente superior a cualquier tipo de participación que los que aún siguen siendo paganos puedan tener con sus divinidades: 
 
 
«Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente será reo del cuerpo y de la sangre
del Señor. Examínese cada cual y coma así del pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el cuerpo come y bebe su propia sentencia». (1 Cor 11,27-29). 
 
 
El sentido de una cena, con estas características de unión/participación con una entidad ya divina como Resucitado y Exaltado, y una comunión con el Espíritu del Mesías (indirectamente en 2 Cor 13,13 y Flp 2,1) es totalmente ajeno a la mentalidad judía del siglo I, y en la de antes y después: ingerir místicamente el cuerpo del Mesías para hacerse uno con él es anómalo, sumamente extraño en el judaísmo: tal fusión con el mesías no existe en el judaísmo.
 
 
En verdad, el significado de la Cena del Señor, según Pablo, que este proclama a sus lectores altamente espirituales de Corinto, solo encuentra una analogía efectiva dentro del Mediterráneo oriental del siglo I en las comidas sagradas presididas por un dios. Por ejemplo, Anubis («Las comidas de Anubis»), en las que el comensal se unía místicamente al dios, o bien en la ingestión del cabrito troceado vivo, sangrante, en la bacanales dionisíacas, que significaba una unión cierta de la bacante/ménade con el dios Dioniso / Baco, o quizás también en la ingestión del ciceón –bebida a base de agua, harina de cebada y poleo– en los misterios de Deméter y Perséfone, que suponía cuanto menos una cercanía extrema a la divinidad que moría en invierno y resucitaba en primavera. En el caso de Perséfone es posible que la comparación sea imperfecta ya que al parecer la ingesta del ciceón era anterior al día de la iniciación propiamente tal. Por ello es posible que la bebida no contuviera solo la idea de unión con la divinidad –que sí la tenía de todos modos–, sino ante todo de preparación y manifestación del paso del ámbito normal de la vida del creyente al de la diosa, generadora de los cereales, y de la participación en su peripecia vital de «muerte y resurrección» sui generis. De cualquier manera el iniciando se sentía íntimamente unido a la diosa. 
 
 
No parece una casualidad que la explicación de la Última Cena se encuentre en la Primera carta a los corintios, habitantes de una ciudad en la que la religiosidad de los cultos de misterios, el contacto espiritual con la divinidad y una cierta atmósfera que podríamos denominar «protognóstica», podría ser moneda corriente entre aquellos inclinados a tal tipo de espiritualidad. Pero de ningún modo esta afirmación significa que propongamos que la interpretación de la «Cena del Señor» ofrecida por Pablo a sus lectores de Corinto esté influida, ni mucho menos conscientemente copiada de la «misteriosofía» de los cultos de misterio. Hemos afirmado anteriormente que nada nos permite afirmar que Pablo calcara con todo propósito el sistema de tales cultos. Esta formulación estaría totalmente alejada del pensamiento genuino del Apóstol. 
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
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Domingo, 6 de Octubre 2019
El bautismo como rito de paso en el cristianismo primitivo (29-09-2019.- 1091)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Seguimos con el tema iniciado en la postal anterior.
 
 
Hay otra rama importantísima en el cristianismo primitivo que surgió ante todo de la predicación independiente de Pablo de Tarso. Él mismo nos cuenta que después de la llamada divina (no conversión al cristianismo, que aún no existía) que le hizo pasar de perseguidor del judeocristianismo a compartir las ideas de estos sobre la mesianidad de Jesús; de pasar unos tres años de retiro, junto con los inicios en la proclamación del mesías Jesús; de convivir unos catorce años de estancia con el grupo judeocristiano, pero de lengua griega, de Antioquía de Siria y de participar en su revolucionaria idea de proclamar la mesianidad de Jesús no solo a los judíos, sino también a los paganos , decidió emprender por su cuenta el cumplimiento de su tarea.
 
 
Como Pablo mismo cuenta en Gálatas 1-2, Dios le había elegido y lo había separado ya desde el seno de su madre para revelar en su persona a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles. Ese encargo, o proclama, es decir, el Evangelio anunciado por él no lo había recibido ni aprendido de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo. Era ciertamente una proclama especial solo para los gentiles (los paganos) evangelización de los incircuncisos, que lo había transformado literalmente en apóstol de los gentiles.
 
 
Pablo indica en la misma carta que había una diferencia de contenido entre la proclamación de Jesús a los judíos, de la que se encargaba especialmente Pedro (Gal 2,8) y la suya. Eran, pues dos «evangelios» distintos. Esto puede explicar ya, entre otras muchas cosas, que el rito de paso, o ingreso, en el grupo de gentiles creyentes en el mesías judío, fuera algo diferente, o contara con nuevos elementos.
 
 
Las características de esta proclamación peculiar paulina del mesías Jesús a los paganos se entiende bien si se considera que a Pablo, preocupado intensamente por el fin cercano del mundo y de la historia (1 Tes 4,13-17) le interesaba ante todo la salvación de Israel, y que la conversión de los gentiles –más exactamente de algunos gentiles– era solo un complemento necesario para esa deseada salvación de Israel al final de los tiempos. Pablo es muy claro al afirmar, por una parte, que su misión consiste en conducir a los gentiles hacia el Dios de Israel proclamándoles lo que el Cristo ha obrado para ellos. Pero también es muy claro, al menos para el que conozca bien su pensamiento, que pretende con ello en último término, y como buen judío apocalíptico que en nada reniega de su religión, es que se cumpla la Promesa de Dios a Abrahán y que se salve el Israel restaurado del final. La Carta a los romanos 9-11 recuerda a los gentiles que para salvarse tienen que injertarse en el nuevo Israel mesiánico. Los profetas de la restauración de Israel después del exilio en Babilonia, Ezequiel, pero sobre todo Isaías, ya habían predicho que al final Israel será la luz de las naciones (Is 49,6) y que, en la era mesiánica, al final de los tiempos, incluso algunos gentiles se harían plenamente judíos y algunos llegarían a ser sacerdotes y levitas (Is 66,21).
 
 
Otro punto interesante a considerar en la misión paulina a los paganos y que afecta radicalmente a los ritos de paso, que básicamente son el bautismo y la eucaristía, es que Pablo –consciente del poco tiempo que restaba para el final– buscó entre los paganos aquellos que eran más fáciles de convertir a la fe en un mesías que al fin y al cabo venía de Israel. Estos paganos eran de dos tipos. En primer lugar, la enorme masa de gente –como ocurre siempre– más o menos indiferente en materia de religión, o bien solo interesados en que los dioses les protegieran de la mejor manera posible (en un sistema de “do ut des”, te ofrezco sacrificios y honra y tú me das protección). En segundo, la amplia minoría obsesionada por la salvación. Jamás en la historia religiosa del Imperio habían proliferado tanto las divinidades – sobre todo venidas de fuera– que ofrecían un plus a una vida que terminaba aparentemente en este mundo. A esta segunda clase fue a la que dirigió Pablo de Tarso su mensaje.
 
 
Los deseosos de la salvación eran de muchas clases, pero entre ellos destacaban dos grupos: 
 
 
A) El de los “temerosos de Dios”, paganos muy afectos al judaísmo y que se sentían atraídos por su monoteísmo, ética y solidaridad. Todo lo que viniera de Israel, un mesías debidamente desjudaizado y universalizado, todo lo que procediera de las Sagradas Escrituras de Israel, era muy bien venido.
 
 
B) Los adeptos a los cultos de misterio, que estaban dispuestos a gastar enormes sumas de dinero por iniciarse en los misterios y asegurar así su salvación en el mundo futuro.
 
 
La oferta de Pablo a los «ansiosos de la salvación» de las dos clases era seductora ya que contenía todo aquello que podía considerarse atractivo. Se ofrecía lo mismo que otras religiones en el mercado religioso del siglo I, pero asegurando que su efectividad y seguridad eran máximas y garantizadas: vida gloriosa después de la muerte; experiencia muy reconfortante de grupo cerrado y unido: carismas espirituales, gozo de las comidas en común; consuelo y satisfacción de una devoción religiosa bien formada; una enseñanza ética y espiritual y bien estructurada en tradiciones escriturarias como la Biblia hebrea con todo su peso, complementadas y mejoradas; una suerte de «seguridad social» interna que cuidaba de sus miembros como ninguna otra institución del mundo antiguo, etc.
 
 
Para dirigirse especialmente a los del segundo tipo de «ansiosos de salvación», los adeptos a los cultos de misterio, mucho más separados del judaísmo que los «temerosos de Dios», Pablo optó por la técnica de utilizar su propio lenguaje. De ahí que se haya observado desde hace siglos una gran semejanza entre el vocabulario y mentalidad de las religiones mistéricas y el «cristianismo» procedente de Pablo. Tanto es así que tal parecido es un tema recurrente desde el siglo XIX a partir de los estudios comparativos de la “Escuela de la historia de las Religiones”, en la que se afirmaba, como norma general, que la religiosidad cristiana copiaba directamente de las religiones paganas contenidos e interpretaciones de ritos, y nociones tan importantes como la eucaristía, el bautismo o el cuerpo místico del Mesías. 
 
 
Hoy día se ha llegado a una posición más matizada: no es necesario postular una copia o influjo consciente y positivo, sino más bien un enfrentamiento directo entre dos religiosidades, en una atmósfera religiosa común, con la utilización de un mismo vocabulario elemental que estaba en el ambiente y con esquemas mentales comunes. Insisto, pues, en que no debe postularse una copia o imitación, sino en la necesidad de comprender que se vivía una época con intereses religiosos comunes. Por ello Pablo utiliza dialéctica y pragmáticamente un mismo vocabulario para ser entendido y para conseguir adeptos para su proclamación.
 
 
I.- EL BAUTISMO 
 
 
El bautismo en Pablo debe entenderse dentro del marco general del ambiente religioso del siglo I en Israel y fuera de él. Como rito sigue Pablo las directrices del judeocristianismo anterior a su llamada. Por ello, como hemos afirmado, el bautismo que él predica como rito de paso para integrarse en el grupo de creyentes en el Mesías es igualmente una herencia de Jesús, el cual a su vez lo recibió de Juan Bautista, quien probablemente fue el «inventor» de la idea que concibe el bautismo como un paso de las abluciones generalizadas y purificatorias del judaísmo (por ejemplo, de los esenios) al acto único como signo de que los pecados han sido perdonados y de que se está dispuesto a ingresar, con el cumplimiento de los requerimientos convenientes, en el reino de Dios que viene. 
 
 
Indicamos arriba cómo en Hch 2,41 Pedro invita no solo al arrepentimiento, sino a la recepción de un bautismo, probablemente ya «en el nombre del Mesías». Y según Pablo, el bautismo entra en la cadena de actos para lograr la apropiación de los beneficios del evento de la cruz, después de haber oído con fe/confianza la proclamación del evangelio. La secuencia, según 1 Tes 1,5-6, era la siguiente: escucha de la predicación; aceptación con fe de la proclamación; recepción del Espíritu; bautismo. Los dos últimos términos podían invertirse, y conviene señalar que el bautismo era en algunos casos posterior a la recepción del Espíritu (Hch 10,44.47 ; 11,15-17) . De todos modos, en el acto del bautismo se confirmaba la recepción de nuevos dones del Espíritu, haciendo del bautizado templo del Espíritu (1 Cor 6,19). 
 
 
El significado del rito bautismal era dejar constancia de la eliminación del vínculo con el Pecado, del paso a ser propiedad del Mesías, quien era su señor (1 Cor 12,3) y de la recepción del sello del nuevo propietario, como reconocimiento de ese acto de cambio de propiedad. En Pablo es ya seguro que el bautismo es «en el nombre de» con el significado de cambio de dueño, y de que la vida anterior no tenía ya valor ni sentido. Textos que abundan en esta idea son 1 Cor 1,13-154 y 2 Cor 1,21-22 .
 
 
Según Pablo, el bautismo hace que el creyente participe de la «nueva creación» del Mesías –el tiempo mesiánico que acabará con la tierra y el cielo antiguos– que ya ha comenzado, y es ante todo un símbolo de la participación mística del creyente en la peripecia vital del Mesías: sufrimientos, muerte y resurrección:  
 
 
“¿Qué diremos, pues? ¿Permaneceremos en el pecado para que abunde la gracia? ¡De ningún modo! Quienes hemos muerto al pecado ¿cómo seguiremos viviendo en él? ¿Acaso ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, para que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva. Pues si hemos sido injertados con él en una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante” (Rm 6,1-5).
 
 
Es este uno de los pasajes más claros en Pablo de la comprensión del bautismo como participación del creyente en la peripecia de una entidad divina que muere y resucita, típica de los cultos de misterio. Por tanto, el bautismo sirve también como rito de incorporación al cuerpo místico de Cristo: «En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. 28. No hay ya judío ni griego; no hay esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, puesto que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús (Gal 3,27-28); «Pues al igual que el cuerpo es uno aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, que son muchos, no son más que un solo cuerpo, así también el Mesías. Y pues en un único Espíritu hemos sido todos nosotros bautizados para constituir un único cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres, y todos hemos bebido de un solo Espíritu (1 Cor 12,12-13). 
 
 
El bautismo es un acto público donde se confiesa en alta voz la fe en el Mesías. El siguiente pasaje no nombra explícitamente el bautismo, pero es casi seguro que se refiere a él: «Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para la salvación» (Rm 10, 9-10). 
 
 
A este sentido misteriosófico del bautismo añade Pablo un elemento muy judío, que sigue los pasos de la Biblia hebrea, de Juan Bautista y de Jesús: ese acto es también un símbolo de la purificación y del perdón de los pecados, incluido dentro de la imagen del lavado por medio del agua lustral. La escena se refiere al paso de Israel por el desierto, tras el éxodo de Egipto: «No quiero, pues, que ignoréis, hermanos, que nuestros padres todos estuvieron bajo la nube y que todos atravesaron el mar; y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; 4 y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo [...] Todo esto les acontecía en figura, y fue escrito para nuestra corrección, para quienes ha salido al encuentro el final de los siglos (1 Cor 10,1-4.11). 
 
 
En el acto del bautismo había lugar también para la exhortación moral, destinada a resaltar la fidelidad consecuente, en la vida, de la fe proclamada, como da a entender Rm 6,3 (¿Acaso ignoráis…). Ahora bien, en Corinto al menos los fieles estaban convencidos de que la recepción del bautismo era como una garantía absoluta, casi mágica, para evitar la condenación eterna y conseguir la inmortalidad, independientemente de las obras del cuerpo, por ejemplo, frecuentar prostitutas. Esta creencia explica la costumbre de que los vivos se bautizaran por segunda vez en sustitución de los creyentes fallecidos, pero aún no bautizados (1 Cor 15,29).
 
 
Se ha propuesto que la circuncisión espiritual preconizada y defendida por Pablo para los gentiles (Flp 3,3) es el bautismo. Este rito sustituiría a la circuncisión carnal de los judíos. Pablo lo interpretó así porque de este modo solucionaba un problema centenario del judaísmo: formalmente la admisión de mujeres gentiles en el judaísmo, es decir, su transformación en prosélitas, no podía hacerse fisiológicamente por el rito de la circuncisión. Si ese rito era sustituido por el bautismo en el nombre de Cristo quedaba el problema resuelto. La idea es muy sugerente, aunque no tenemos testimonios directos en las cartas paulinas para defenderla. En realidad pasa igual que con la propuesta de que la “justificación por la fe” es la circuncisión espiritual, puesto que en ninguna parte Pablo se expresa con claridad. Los textos básicos, Flp 3,3  y Rm 2,27-29  pueden ser invocados para defender cualquiera de las dos posturas, aunque el segundo no mencione el bautismo para nada. 
 
 
Un texto de Colosenses, escrito por un discípulo de Pablo, Col 2,11-13, parece relacionar bautismo con circuncisión: «En él, en el Mesías, fuisteis también circuncidados con la circuncisión no quirúrgica, sino mediante el despojo de vuestro cuerpo mortal, por la circuncisión en Cristo. Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que resucitó de entre los muertos. Y a vosotros, que estabais muertos en vuestros delitos y en vuestra carne incircuncisa, os vivificó juntamente con él y nos perdonó todos nuestros delitos».
 
 
Pero otro de Gálatas (3,2-5) parece defender lo contrario, pues cuando Pablo habla ahí, directa o indirectamente de la circuncisión espiritual menciona la recepción del Espíritu: 
 
 
«¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la Ley o por la escucha de la fe? ¿Sois tan insensatos como para empezar por el espíritu y concluir ahora por la carne? ¿Habéis padecido en vano tantas cosas? Ciertamente ¡en vano! Así pues: el que os otorga el Espíritu y obra prodigios entre vosotros, ¿lo hace porque observáis las obras de la Ley o por la escucha de la fe?».
 
Si no siempre es el bautismo el momento de la recepción del Espíritu, que puede ocurrir antes y, en segundo lugar, puesto que la tradición cristiana habla del bautismo como sello confirmatorio de que ya se pertenece al Mesías al haberlo aceptado la fe en él, es también posible que para Pablo la circuncisión espiritual fuese unida a la «justificación por la fe», es decir, que el acto de creer firmemente en el Mesías y confirmarlo en el mesías es un acto de fe. La cuestión sigue abierta. 
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
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Domingo, 29 de Septiembre 2019
Ritos de paso e iniciación en el cristianismo primitivo. Bautismo y eucaristía  I (22-09-2019.- 1090)
Escribe Antonio Piñero

 Foto de Cecilia Banco Muñiz
 
Como complemento a la información sobre el más que interesante libro “Morir antes de morir” (información bibliográfica en la postal número 1087 del 1/09/2019) voy a presentar el capítulo que me correspondió en esta obra de colaboración. No me cabe duda de que quienes hayan leído mi libro sobre Pablo, “Guía para entender a Pablo. Una interpretación del pensamiento paulino”, 2ª edición de 2018, Trotta, Madrid, este tema le sonará conocido. Pero no vine mal recordarlo. Y espero que sea interesante para quienes lo hayan leído ese libro.
 
 
El cristianismo de hoy no fue al principio –es decir, inmediatamente tras la muerte de Jesús ocurrida quizás en abril del 30 d. C.– más que una rama, tendencia, o en todo caso secta, del pluriforme judaísmo del siglo I. Creer que Jesús de Nazaret era el mesías que había aparecido ya sobre la tierra, que lo era a pesar de su aparente fracaso en la cruz, que había sido resucitado por Dios y trasladado al cielo para colocarlo a su diestra como su agente, no era más extraño a los ojos de un judío increyente en estas ideas que la figura de un saduceo estricto. Este último no creía en el alma inmortal, ni en la resurrección para otra vida mejor, que conllevara el juicio divino que retribuía las acciones, buenas o malas, perpetradas en la tierra. 
 
 
Ambas opciones eran ciertamente raras, pero no podían causar asombro verdadero alguno en el Israel del siglo I. Tampoco era una opción extraña, aunque aún más rara si cabe, la de los esenios en general, quienes vivían en las afueras de las ciudades formando grupos apartados de todos y con normas de observancia de la ley mosaica mucho más severas que cualquier otro. Ni tampoco la de los fanáticos esenios de asentamiento en Qumrán, muy cercano al Mar Muerto, cuya vida y creencias eran todavía más rígidas.
 
 
Sin embargo, para profesar como saduceo o como esenio en general (salvo entre los qumranitas del mar Muerto, como diremos) no era necesario, que sepamos, ningún rito de paso estricto. Pero sí lo era entre los judeocristianos y los esenios de Qumrán. Para estos últimos el rito de paso era muy largo y podía durar casi tres años. En ellos el aspirante a formar parte del grupo era sometido por lo menos a un par de exámenes, incluso fisiológicos (para comprobar que no tenían ningún defecto físico excluyente), y escrutinios de sus ideas y costumbres por un consejo denominado los «Numerosos» (Regla de la Comunidad VI 14; IX 12-16; Flavio Josefo, Guerra de los judíos II 8,7). Posteriormente debía pronunciar un juramento de fidelidad a las normas del grupo (Regla de la Comunidad V 7-11). Al final, tras un año de espera, participaba en una liturgia solemne de entrada el día de Pentecostés, en el que toda la comunidad juraba fidelidad a la alianza de Israel con Yahvé según el modo de entenderla el grupo, y con ella lo hacía también el candidato (Regla de la Comunidad 1,16-2,18).
 
 
La primitiva comunidad judeocristiana de Jerusalén, por boca de Pedro (según el autor de Hechos 2, 38-41) afirma que el ingreso en el grupo de creyentes en Jesús exigía un acto triple: arrepentimiento de los pecados, confesión de fe en Jesús como mesías y aceptar un bautismo como signo de perdón y símbolo de la entrada. Dice Pedro a sus compungidos coetáneos que preguntaban «¿Qué hemos de hacer, hermanos?». Y Pedro les contestó: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo… Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil almas».
 
 
Este bautismo ha de entenderse en el marco de la enseñanza de Juan Bautista, ya que Jesús había sido bautizado por él y muy probablemente se quedó en su compañía hasta que fundó su propio grupo y se lanzó por su cuenta a predicar le inmediata venida del reino de Dios. No es posible entender de otro modo un bautismo en los primerísimos momentos del judeocristianismo. Jesús se mantuvo siempre fiel a su mentor, Juan, y tuvo de él un altísimo aprecio, como señala Lc 7,25-28: «Cuando los mensajeros de Juan se alejaron, se puso a hablar de Juan a la gente: “¿Qué salisteis a ver en el desierto? … ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta… Os digo: Entre los nacidos de mujer no hay ninguno mayor que Juan; sin embargo el más pequeño en el Reino de Dios es mayor que él”».
 
 
Mejor que los Evangelios describe Flavio Josefo el sentido del bautismo de Juan Bautista en su obra Antigüedades de los judíos XVIII, 116-117:
 
 
«Herodes lo mató, aunque [Juan] era un hombre bueno y [simplemente] invitaba a los judíos a participar del bautismo, con tal de que estuviesen cultivando la virtud y practicando la justicia entre ellos y la piedad con respecto a Dios. Pues [sólo] así, en opinión de Juan, el bautismo [que él administraba] sería realmente aceptable [para Dios], es decir, si lo empleaban para obtener, no perdón por algunos pecados, sino más bien la purificación de sus cuerpos, dado que [se daba por supuesto que] sus almas ya habían sido purificadas por la justicia» (Traducción de F. Bermejo).
 
 
Parece lógico pensar que Jesús cuando bautizaba (él o sus discípulos según Jn 4,1-2: “Cuando Jesús se enteró de que había llegado a oídos de los fariseos que él hacía más discípulos y bautizaba más que Juan, aunque no era Jesús mismo el que bautizaba, sino sus discípulos…”) lo hacía según este tipo de teología porque el Evangelio no indica cambios en Jesús. Por tanto, según Josefo, «la justicia» ante Dios del pecador –es decir el cambio de enemigo de Dios a hacerse amigo suyo– se lograba por el arrepentimiento previo. Luego el bautismo era como un signo y señal de haber hecho ese acto de arrepentimiento y de haberse unido al conjunto de los que esperaban la inmediata venida del juicio final y el advenimiento del Reino.
 
 
Así parecen recogerlo tanto Hechos de apóstoles como la Didaché, o Doctrina de los Doce Apóstoles.
 
 
El primero, que podemos fechar entre el 110-115, menciona la «fracción del pan» en diversos pasajes: 2, 42.46; 20, 7.11; 27, 35. El más interesante es 2, 46: “Diariamente acudían unánimemente al Templo, partían el pan en las casas y tomaban su alimento con alegría y sencillez de corazón”. El resto de los pasajes dice exactamente lo mismo, «partir el pan», sin ninguna mención a lo que hoy entendemos por eucaristía con su referencia al cuerpo y sangre de Cristo. Se trataba por tanto de una mera comida en común de los que esperaban el segundo advenimiento, definitivo, del mesías sin ningún tipo de alusión a que se estaba conmemorando la muerte de Jesús, ni se mencionaba por lo más remoto el posible sentido de esa muerte como salvación para todo el género humano, comunión con el cuerpo y sangre del mesías o el establecimiento den una nueva alianza entre Dios y su pueblo. Nada hay de eso, porque si así fuera, una novedad tan importante estaría bien documentada en ese pasaje. 
 
 
La Didaché es aún más clara al respecto. Se trata de un documento judeocristiano, ajeno al movimiento de los discípulos de Pablo, muy antiguo (se suele afirmar que es del 110 aproximadamente, aunque no hay argumentos constriñentes, anterior incluso a la Segunda Epístola de Pedro, compuesta hacia el 120/130) y que a punto estuvo de entrar en el canon de Escrituras sagradas del Nuevo Testamento. Menciona una liturgia judeocristiana primitiva, que se llamaba justamente «eucaristía», en los capítulos 9 y 10. El autor describe una ceremonia sensiblemente igual a una comida comunal judía en un día festivo, un sábado por ejemplo, denominada qiddush. Esta constaba en primer lugar de una bendición sobre el vino, como paso previo y anterior a la comida propiamente dicha, y de una bendición sobre el pan (en hebreo “pan” significa a veces todo tipo de alimento, comida en general), que era el inicio de la comida propiamente tal. 
 
 
En el texto de la Didaché sobre la «eucaristía» hay oraciones de acción de gracias a Dios, hay plegarias por la Iglesia y se expresa el anhelo cristiano común en esos momentos de que se acabe el mundo cuanto antes y que venga el Señor Jesús. Tampoco hay mención alguna a la sangre y cuerpo de Jesús, ni a «comunión» alguna, tal como entendemos nosotros la eucaristía después de leer a Pablo y el relato evangélico de la institución en una tradición que sigue hasta hoy día.
 
 
Por tanto, puede afirmarse con buena seguridad que en la rama judeocristiana del cristianismo primitivo no había más rito de paso que el bautismo, y que las comidas en común no eran más que actos semilitúrgicos judíos que afianzaban la cohesión del grupo.
 
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Domingo, 22 de Septiembre 2019
“Ritos de iniciación y experiencias místicas en la historia de la cultura”. Prólogo de “Morir antes de morir”  Segunda  parte (15-09-2019.- 1089)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Como prometí en mi postal anterior, transcribo  la segunda parte del excelente prólogo de los editores del libro que comenté en ella, ya que me parece muy informativo sobre lo que hay en el libro y no lo he encontrado en Internet. Recuerdo para lectores que se incorporan hoy el título y la ficha del libro:
 
Subtítulo como en el título que lleva esta postal: “Ritos de iniciación y experiencias místicas en la historia de la cultura”; Está editado por Javier Alvarado Planas  y David Hernández de la Fuente. Editorial DYKINSON, S. L. Meléndez Valdés, 61 -28015- Madrid en 2019. ISBN: 978-84-1324-294-1. Precio 27,85€. 435 pp. 17x24 cms.
 
 
Así pues, esta –segunda– es la última entrega del Prólogo
 
 
Manuel Salinas de Frías analiza desde una perspectiva global las sociedades iniciáticas y mistéricas del mundo helenístico y romano, con especial atención a su adaptación de los cultos egipcios. 
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La antigüedad tardía, un momento clave, como han estudiado Peter Brown y su escuela, para la transformación de las ideologías y del conglomerado heredado desde la Antigüedad grecorromana y al medievo, es abordada por José Antonio Antón: es un tránsito fundamental para la historia de la filosofía y de la religión que atestigua corrientes como el gnosticismo, el hermetismo o el neoplatonismo de los oráculos caldeos.
 
Abundando en el estudio fundamental de la deriva mística del platonismo en la antigüedad tardía, Marco Alviz Fernández colabora con un estudio sobre esta escuela concebida como grupo iniciático en torno a un maestro de sabiduría de dimensiones casi divinas.
 
 
La transformación de los esquemas iniciáticos desde el mundo antiguo al medieval, ciertamente, no se puede comprender sin la acción del cristianismo sobre la herencia del mundo grecolatino. Por ello, Antonio Piñero nos ofrece una interpretación del Bautismo y de la Eucaristía como ritos iniciáticos por excelencia del cristianismo primitivo.
 
 
En la misma línea, pero adentrándose en el misticismo cristiano y en el medievo, Mercedes López Salvá estudia el origen del hesicasmo en el cristianismo tardoantiguo y su desarrollo medieval, como línea clara de continuidad de una tradición mística de hondas raíces. 
 
 
Versando ya sobre el pleno medievo, Victoria Cirlot recoge los temas iniciáticos en la novela artúrica, que suponen otra interesante herencia – literaria y caballeresca– de estas tradiciones en la Edad Media.
 
 
Por su parte, y también en un marco temporal similar, Pere Sánchez Ferre examina analiza el caso de la Cábala como experiencia espiritual entre el judaísmo tardoantiguo (desde la divulgación del primer texto cabalístico en el siglo VII) y el medieval, trazando un completo panorama de su historia.
 
 
Su complemento desde el punto de vista del mundo islámico es la contribución acerca del sufismo, y en concreto de la iniciación como recuperación del estado de inocencia primordial en un tratado de Ibn Arabí, a cargo de Pablo Beneito.
 
 
Por su parte, Joaquín Pérez Pariente recupera la antigua simbiosis pitagórica entre ciencia y religión con su estudio de la experiencia alquímica como camino espiritual y, a la par, como origen de la moderna química. Raimon Arola presenta, por su lado, un panorama de los rosacruces, que se da a conocer en el siglo XVII, como recopiladora de la antigua tradición esotérica de la muerte del beso de Dios (“que me bese y que me toque con el santo beso de su boca”, Cantar 1,2), porque ese beso que mata el falso “yo” proporciona la consciencia de la propia inmortalidad, lo que equivale a matar a la muerte misma.
 
 
En la parte más moderna del recorrido, Pedro Vela del Campo estudia el silencio y el rito de iniciación desde la perspectiva del místico René Guènon, proporcionando un útil catálogo de definiciones de conceptos básicos (“tradición”, “iniciaciones”….),
 
 
Javier Alvarado Planas presenta una visión de conjunto de la manera en la que la masonería supone, en pleno Siglo de las Luces, una revitalización, recepción y transformación de los antiguos esquemas iniciáticos que se han visto hasta el momento.
 
 
Finalmente, en la contribución que tiende puentes hacia el mundo actual, Jacobo Núñez Martínez compara la tradición iniciática que tiene la muerte como centro de la experiencia espiritual con las llamadas experiencias cercanas a la muerte que han sido investigadas por la medicina en los últimos decenios. 
 
 
Como puede verse, todos los hitos que jalonan este recorrido, necesariamente parcial pero con pretensión panorámica, y que han ocupado a místicos, poetas, filósofos y visionarios desde la más remota antigüedad hasta hoy, abordan la eterna pregunta sobre los estados póstumos del Ser y si es posible conocer y experimentar en vida lo que nos aguarda más allá de la muerte. La ascensión o camino hacia el saber supremo, que aguardaría en ese otro lado, ha sido descrito por maestros del conocimiento, de todas las épocas mencionadas, en sociedades y contextos iniciáticos como los anteriores: la idea de experimentar una muerte anticipada en vida que proporcione la certidumbre de la inmortalidad está presente no solo en las religiones sino también en sociedades de la tradición iniciática universal, desde los órficos y los pitagóricos hasta la caballería medieval, la alquimia, los rosacruces o la masonería.
 
 
Pero también la ciencia y la medicina se han ocupado de los umbrales entre la vida y la muerte mediante el estudio de las llamadas experiencias cercanas a la muerte (ECM), es decir, de aquellas personas que por una grave enfermedad se encuentran a las puertas de la muerte y regresan para contarlo. Ya desde la antigüedad, estas experiencias sirvieron como inspiración de los temas iniciáticos y para trazar una geografía del más allá. Tales experiencias pueden rastrearse en imágenes artísticas, símbolos y temas de la mitología y la literatura. Desde luego que el tema del morir antes de morir, como resulta ya evidente, es riquísimo desde todos los puntos de vista, antropológico, religioso, filosófico, literario, artístico y científico
 
 
El panorama que se quiere ofrecer aquí, en definitiva, pretende superar la vieja y artificial escisión que, desde hace un par de siglos al menos, se ha querido establecer de modo espurio entre las disciplinas científicas y humanísticas. Junto a la imprescindible interdisciplinariedad en el campo de las humanidades, sería muy deseable potenciar una colaboración profunda con las disciplinas científicas que permitieran obtener una perspectiva amplia y comparativa, psicológica, médica o antropológica, que ilustrara cómo las religiones, las sociedades iniciáticas o las diversas culturas han afrontado el viaje al más allá con ciertos ritos y tradiciones y ver en qué sentido la ciencia –antigua o moderna– las ha intentado o las intenta explicar. El tema  de la experiencia de la muerte y de la nada y de la disolución de la identidad no solo es vital para el estudio de las antiguas religiones del Mediterráneo y del mundo euroasiático o para su recepción en los grandes monoteísmos posteriores, sino que sigue siendo un tema crucial para el conocimiento del ser humano.
 
 
Tal vez haya faltado en el libro algún capítulo final dedicado a las pervivencias y mutaciones actuales de la mentalidad iniciática y, más propiamente, de las recreaciones (¿parodias?) modernas que nos ilustran sobre los afanes e intereses (¿derivas?) de cierta parte de la población que busca obtener la felicidad o la salud mental. Algunas escuelas de psicoanálisis podrían ser un buen ejemplo de ello, pero en la versión de las nuevas orientaciones dedicadas no a universalizar abusivamente el resultado de la investigación de la psique de enfermos, sino el de la psique de personas sanas y, especialmente, de personas reconocidas o tenidas por especialmente espirituales.
 
 
Igualmente dignas de comentario podrían ser las modernas aventuras cosméticas y dietéticas, en las que el antiguo concepto de salus espiritual ha sido sustituido por el de salud corporal que gestionan médicos, dietistas y esteticistas como nuevos sacerdotes comerciales. La sana doctrina del gurú o la penitencia del sacerdote ha sido trocada por la receta farmacológica del psiquiatra o la dieta severa del nutricionista que hay que cumplir escrupulosamente para ser salvado y formar parte del selecto grupo de quienes lucen un cuerpo apolíneo o una mente inmunizada ante las cuitas existenciales. El elixir de la eterna juventud ya no se encuentra en un bosque o templo abandonado, sino en asépticas (limpias de malos espíritus, es decir, bacterias) clínicas y gimnasios robotizados en los que, en vez de libaciones de óleo sagrado o velas de cera, los iniciandos sacrifican su propia grasa humana o se someten a drásticas operaciones quirúrgicas y estéticas con una determinación y valor ejemplares.
 
 
Entre las nuevas formas cultuales de hedonismo mediático destaca también el arte y ciencia culinarios, cuyos gurús-chef descubren sus fórmulas mágicas y recetas físico-químicas a discípulos y comensales con un lenguaje técnico y preciso. En todo caso, todo este bagaje ilustra cómo el ansia de trascendencia del hombre moderno, en el marasmo de su escepticismo y de la pérdida de toda tradición, ha generado toda una oferta multimedia de maravillosismo en que espiritualidad y mercadotecnia (dos términos aparentemente incompatibles) parecen convivir, lo cual, nos llevaría a otro tema no menos relevante que el de la iniciación, aunque igualmente complejo y discutido, el de la “contra-iniciación”. Pero de todo ello tal vez hablaremos en otra ocasión.
 
 
Saludos cordiales de Javier Alvarado Planas David Hernández de la Fuente
y subsidiariamente de Antonio Piñero
 
Domingo, 15 de Septiembre 2019
Interesante Prólogo de “Morir antes de morir”  Primera parte (8-09-2019.- 1088)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Como prometí en mi postal anterior transcribo el excelente prólogo de los editores del libro que comenté en ella, ya que me parece muy informativo sobre lo que hay en el libro y no lo he encontrado en Internet. Así que –salvo error por mi parte– lo creo de utilidad para los lectores.
 
Lo voy a dividir en dos entregas para que no sea cansino a los lectores
 
 
PRÓLOGO DE LOS EDITORES
 
 
“Dijo el mensajero de Al·lâh [el Profeta Muhammad] a los suyos: Morid antes de morir y pedíos cuentas a vosotros mismos antes de que se os pidan" (Hadîz recogido por Al-Tirmidhî).
 
 
“Preguntaste, cíclope, cuál era mi nombre glorioso y a decírtelo voy, tú dame el regalo ofrecido: ese nombre es Nadie” (Homero, Odisea IX, 364-366).
 
 
Desde la más remota antigüedad, el hombre ha tratado de descifrar el más descomunal y misterioso enigma de la existencia; ¿qué será de mí tras la muerte? En todas las culturas y civilizaciones encontramos doctrinas que explican las vías para salir de este mundo, considerado pasajero y, por tanto, ilusorio. Se trata de una peculiar forma de fuga mundi o salida del reino de la desemejanza y la multiplicidad, que proporciona la experiencia de que hay algo de nuestro ser que sigue existiendo, y es testigo, en otro estado, de la existencia post mortem. Ese estado, que es superación de todos los estados y, por tanto, no es propiamente un estado, es descrito con toda clase de paradojas; el espacio y el tiempo humanos se han abolido, los límites de la individualidad humana quedan rebasados y la nada del ego es trascendida en una Nada supraesencial en la que hay una consciencia de todo en Todo.
 
 
“Morir antes de morir”, sobre todo morir al yo, es una indicación tradicional para aquellos que quieren emprender el camino iniciático que lleva a la contemplación del Ser o a la feliz reunión con lo Uno. El experimentador de un tal estado sin estados se encuentra con la dificultad de describir y racionalizar su viaje iniciático pues ¿cómo poner calificativos a una experiencia en que la misma mente es trascendida? ¿Cómo puede dar cuenta la mente de una situación en la que ella no estaba? Y es que la vía iniciática es un camino preñado de paradojas que avisan al buscador que aquello que constituye su más anhelado objetivo carece de parcelas ontológicas; allá donde quiere ir, no hay un tú ni un yo, ni sucesión o causalidad, sino pura unidad. Por eso, la mors mystica, en efecto, implica ante todo la experiencia de disolución del yo y de la toma de posesión de los estados superiores del Ser hasta alcanzar el último peldaño que de da, precisamente, sin pies. Ya las primeras manifestaciones artísticas de este proceso, los sellos preindoeuropeos de Mohenjo-Daro (Pakistán occidental) en los que aparece un asceta sentado en la postura del loto (padmasana), constituyen un ejemplo de las aspiraciones del buscador que, para obtener una experiencia anticipatoria de la muerte, intenta reproducir los síntomas de la muerte; permanece en absoluta inmovilidad, lentifica la respiración casi hasta detenerla, y fija su atención en un solo objeto para suprimir o “matar” el pensamiento. Como explicaba Mircea Eliade, si tales actos son tan contrarios a la vida ordinaria es porque la “muerte” que se busca es preludio de un renacimiento que confiere la experiencia de la inmortalidad y de la liberación en vida (jivanmukta).
 
 
En todo caso, la vía tiene dos momentos clave; el paso del umbral (la llamada “liturgia de la puerta”), y la experiencia de la Unidad del Ser (o “éxtasis”). Respecto al primero, la historia de la literatura y de las religiones ofrece notables ejemplos del momento culminante en el que el aspirante, después de diversas prácticas ascéticas o piadosas o de pruebas de todo tipo, es interrogado acerca de su verdadera identidad o sobre la naturaleza del guardián del umbral (“¿Quién eres?”, “¿Quién dice la gente que soy yo? Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”). Urgido ante una puerta simbólica o en una situación extrema, el iniciando ha de responder adecuadamente para demostrar que se ha desprendido de la ilusión de la separatividad y de que reconoce lo divino en uno mismo y en el otro. Las respuestas correctas en las tradiciones religiosas son también muchas (“Yo soy nadie” “Yo soy tú y tú eres yo”, “Yo soy el que soy”, “Tú eres”….) y sirven para franquear la puerta celeste. Desde la E de Delfos a los textos de los iniciados órficos, de Pitágoras a los rosacruces, de los brahmanes a Yahvé –en cuyos nombres late etimológicamente la pregunta por la identidad–, de Cristo a Mahoma, todas las tradiciones hablan de ese momento de reconocimiento de la auténtica y suprema identidad.
 
 
Si, de alguna manera, la iniciación consiste en un viaje consciente al mundo del sueño profundo, de donde nacen los arquetipos o, más propiamente, a la consciencia universal, que no hay que confundir con la consciencia colectiva (mientras la primera es la fuente homogénea y sin partes, la segunda es una creación de la psicología moderna que consiste en una suma de partes que mantienen su individualidad), ¿cabe la posibilidad de ir más allá de la consciencia?
 
 
Sobre este sutil dilema y proceso versaron sendos cursos que tuvimos el honor de dirigir los editores que suscriben en el Centro Asociado a la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) de Madrid en 2017 y 2018. El primero, precisamente bajo el título Morir antes de morir: sociedades y experiencias iniciáticas a lo largo de la Historia proponía un recorrido histórico por las sociedades y experiencias iniciáticas que, desde el mundo antiguo hasta el siglo XVIII, se han basado, como fundamento sapiencial de sus saberes ocultos, en la esta noción de procurar un conocimiento previo del paso al más allá. El segundo curso, titulado Yo soy tú: el paso al Mas Allá, la experiencia de la Nada, la extinción del "Yo" y otros viajes iniciáticos en la historia de la cultura, continuaba el anterior centrándose específicamente en la evocación de la muerte como extinción simbólica de la personalidad y en el descubrimiento de la inconsistencia del ego en el "paso al más allá". 
 
 
Ambos cursos reunieron a un nutrido grupo de especialistas de diversas disciplinas que se centraron en estos dos momentos clave de la vía desde el punto de vista de la historia de las religiones, de las sociedades fraternales e iniciáticas, desde la antigüedad, donde surge está rica y diversa tradición, hasta la edad moderna. De ahí nació la idea de elaborar un volumen conjunto que diera cuenta, de la forma más completa posible, de estos temas. Más allá de recoger algunas de esas conferencias por escrito, hemos pretendido elaborar un volumen colectivo para ofrecer un panorama con materiales para la reflexión. Veamos ahora en breve los diversos capítulos que articulan este recorrido histórico-cultural por los temas expuestos.
 
 
En primer lugar, Julia Mendoza Tuñón se centra en la antigua India, y en concreto en el más antiguo estrato de su religión, testimoniado por los textos védicos, para establecer un marco y a la vez un preámbulo general en la experiencia de la muerte y la identidad.
 
 
A continuación, José Ramón Pérez-Accino estudia el concepto de la muerte y el desarrollo de los conceptos sobre la identidad y la conciencia en la otra gran cultura fundacional de la antigüedad extraeuropea, el antiguo Egipto.
 
 
El zoroastrismo y la muerte como reunificación son estudiados por Juan Antonio Álvarez-Pedrosa, que nos proporciona a la perspectiva de la religión irania por excelencia, en un imprescindible tercer pilar de la orientalística.
 
 
A continuación, Raquel Martín Hernández retoma el tema cruzando el umbral hacia Occidente, con el caso de los misterios griegos, cuya relación con Oriente y Egipto siempre es atractiva y disputada, y se ocupa de la idea del morir como iniciación.
 
 
En el marco de los misterios griegos, pero concretamente acerca de las especificidades de los misterios llamados órficos, Miguel Herrero de Jáuregui ofrece un texto que recoge precisamente la idea de muerte como renacimiento en el marco de esta influyente secta. 
 
 
Pasando de los misterios a la filosofía griega, David Hernández de la Fuente trata la escuela pitagórica como sociedad iniciática entre la experiencia mistérica y las iniciaciones filosóficas en unas comunidades sapienciales relacionadas con el conocimiento del más allá.
 
 
Otro tanto hace David Hernández Castro con su amplio estudio sobre la figura de Empédocles en el marco de la filosofía suditálica, como expresión concreta de una religión apolínea más rigurosa y específica, y mostrando la fina línea divisoria entre misterios y filosofía, mito e historia.
 
 
 
La adivinación como iniciación se examina en el capítulo que dedica Mario Agudo Villanueva al famoso oráculo de Trofonio, con su experiencia de catábasis subterránea, que sigue el patrón inconfundible de los ritos de paso.
 
 
Saludos cordiales de Javier Alvarado Planas David Hernández de la Fuente
y subsidiariamente de Antonio Piñero
 
 
Domingo, 8 de Septiembre 2019
"Morir antes de morir"  (1-09-2019. 1087)
Escribe Antonio Piñero
 
 
El libro que comienzo a comentar hoy lleva como subtítulo “Ritos de iniciación y experiencias místicas en la historia de la cultura”; Está editado por Javier Alvarado Planas  y David Hernández de la Fuente, dos estupendos colegas míos de la Universidad. El primero es Catedrático de Historia del Derecho y de las Instituciones de la Universidad Nacional de Educación a Distancia; y el segundo es  Profesor Titular de Filología Griega de la Universidad Complutense. Editorial DYKINSON, S. L. Meléndez Valdés, 61 -28015- Madrid en 2019. ISBN: 978-84-1324-294-1. Precio 27,85€. 435 pp. 17x24 cms.
 
 
Me parece que la mejor iniciación a este volumen, que creo espléndido, es hacerles accesible un breve comentario al contenido del libro, transcribiendo el índice y el Prólogo de los editores que ilustra perfectamente sobre el interés del libro.
 
 
ÍNDICE
 
 
“Muerte e identidad en el Más Allá en la religión védica antigua” (Julia M.
Mendoza)
 
 
“Como un átomo fisionado. El ‘yo’ y la muerte en el Egipto antiguo” (José
Ramón Pérez-Accino)
 
 
“El encuentro consigo mismo: la experiencia de la muerte en el Zoroastrismo”
(Juan Antonio Álvarez-Pedrosa)
 
 
“La experiencia de la muerte como proceso iniciático. El caso de los miste-
rios griegos” (Raquel Martín Hernández)
 
 
“Acabas de morir y de nacer”: las especificidades del orfismo (Miguel
Herrero de Jáuregui)        
 
 
“La escuela pitagórica entre mito e historia” (David Hernández de la
Fuente)     
 
 
“Buscando a Empédocles. Vivir y morir como un cantor de Apolo” (David
Hernández Castro)
 
 
“El oráculo de Trofonio en Lebadea: una iniciación entre la cosmología y la
Escatología” (Mario Agudo Villanueva)
 
 
“Fraternidades, Iniciaciones y Misterios en el mundo Helenístico y Romano:
los cultos egipcios” (Manuel Salinas de Frías)
 
 
“Iniciación y Tradición en la Antigüedad Tardía” (José Antonio Antón
Pacheco)  
 
 
“Tοῦτον ἐζήτουν. Esto buscaban. Algunos ejemplos de iniciación filosófico-religiosa en los
βίοι  (Vidas) de hombres divinos de Porfirio de Tiro y Eunapio de Sarde” (Marco Alviz Fernández) 
 
 
“Ritos de paso e iniciación en el cristianismo primitivo: Bautismo y Eucaristía” (Antonio Piñero)     
 
 
“La plegaria en los Padres hesicastas y sus antecedentes” (Mercedes López Salvá)     
 
 
“Iniciación y transformación en la novela artúrica” (Victoria Cirlot)     
 
 
“La Cábala. Exégesis y experiencia espiritual” (Pere Sánchez Ferré)  
 
 
“En la matriz del universo: el nonato espiritual en el sufismo de Ibn ʿArabī de Murcia” (Pablo Beneito)       
 
“La experiencia alquímica como itinerario redentor” (Joaquín Pérez Pariente)
 
 
“Los Rosacruces y la muerte del beso” (Raimon Arola)
 
 
“El lenguaje del silencio, el rito iniciático como mediador privilegiado del es-
píritu según René Guénon” (Pedro Vela del Campo)     
 
 
“El rito de iniciación en la Masonería” (Javier Alvarado Planas)
 
 
“Las Experiencias Cercanas a la Muerte y las iniciaciones” (Jacobo Núñez
Martínez)
 
 
 
Espero que los temas, al menos algunos, les parezcan interesantes. Y espero también que muchos de los autores les sean conocidos.
 
 
Seguiremos.
 
http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Domingo, 1 de Septiembre 2019
 Ariel Álvarez Valdés y sus  "Nuevos enigmas de la Biblia” (25-08-2019. 1086)
Escribe Antonio Piñero
 
 
En esta tercera y última entrega sobre los dos interesantes libros de Ariel Álvarez Valdés, publicados este mismo año por PPC, cuya lectura he recomendado. Voy ahora a desgranar algunas de las razones de mi recomendación analizando brevemente un capítulo del segundo libro: “¿Tenía la cruz de Jesús un cartel en tres idiomas?” (II pp. 135-149), referido naturalmente al denominado técnicamente “titulus crucis”, cuya autenticidad histórica ha sido negada por la hipercrítica, en opinión de Ariel que yo comparto, sin razón convincente por casi todo apunta a su autenticidad histórica.
 
 
En primer lugar: es interesante el capítulo porque de una manera sencilla defiende la autenticidad del pasaje  (Mc 15,26: “El rey de los judíos” / Mt 27,37: “Este es Jesús, el rey de los judíos” / Lc 23,38: “Este es el rey de los judíos” / Jn 19,19: “Jesús Nazareno, el rey de los judíos”) por medio del llamado “criterio de dificultad”, cuya utilidad parece evidente –aunque también sea discutido; todo se somete a la lupa de la crítica en temas bíblicos–: no parece ser un invento de los evangelistas el titulus crucis porque
 
a) Era una costumbre relativamente, bien probada históricamente, que los condenados a muerte a cruz como escarmiento portaran en algún sitio –no siempre el mismo– el porqué de su condena. Era un acto ejemplarizante y de propaganda, por tanto tenía que ser entendible;
 
b) Porque los cristianos, que consideraban a Jesús el príncipe de la paz no empleaban para este la denominación “rey de los judíos”, ya que era un título político y anti imperial (¿le gustaría al emperador Tiberio que alguien sin su permiso se autotitulara rey de los judíos?) y peligroso, porque hacía de Jesús un sedicioso contra las leyes en vigor del Imperio. Por tanto, si los evangelistas coinciden en afirmar que así ocurrió, es porque la tradición era tan fuerte que no se podía negar. Otra cosa diferente es la interpretación que se diera de acuerdo con las ideas de los que lo pusieron –los romanos– o la de los evangelistas, que lo transmitieron.
 
 
El que el título sea solo coincidente en lo sustancial y muestre pequeña variantes en cada evangelio  nos indica que la tradición recordaba el núcleo del título, pero no con toda exactitud su contenido. Eso es una muestra de tradición oral, pero no es una dificultad contra la autenticidad básica del título, ya que su núcleo es coincidente.
 
 
En segundo lugar: porque Ariel hace un análisis filológico detallado de las variantes de cada evangelista; podríamos decir que exprime con sencillez y rigor cada palabra del título, sitúa las frases con sus variantes dentro del contexto literario y teológico de cada evangelista, indica cómo deben entenderse y cuál es el mensaje que quiere transmitir cada autor al presentar el título en la forma que ha escogido. Pongo ejemplos:
 
 
1. Marcos, que conserva la versión más corta, parece ser la original, o la más cercana a la que pudieron escribir los romanos. Su significado es, según Ariel, que Jesús fue condenado como mártir por su pueblo, algo consecuente con su predicación sobre el reino de Dios de inminente llegada.
 
 
2. Mateo precisa que fueron otros los que redactaron el título “Pusieron sobre su cabeza escrita su acusación”… No dice expresamente quiénes la escribieron, pero hemos indicado que tuvieron que ser los romanos, ya que ellos eran los responsables de la crucifixión. Precisar “Este es Jesús” –señala Ariel– es típico de la teología de Mateo, quien escribe el nombre del mesías, Jesús, unas ciento cincuenta veces en su evangelio. Jesús Yehoshúa, en hebreo, significa “Dios salva”. La mención del nombre significa, pues, para Mateo la siguiente: “Este Jesús, con su muerte, está realizando el acto supremo de la salvación de los hombres pensada por Dios”. La designación “este”, y no otro, es importante para Mateo. Por ejemplo en la trasfiguración se oye una voz del cielo que dice “Este es mi hijo amado…” (Mt 17,5).
 
 
3. Lucas omite el nombre propio “Jesús”, y escribe “este es el rey”. Con ello señala que Jesús es en verdad “rey” (entiéndase ya al modo cristiano), e indica además que Jesús se declaró rey ante Poncio Pilato Lc 23,3), hecho que omiten los otros evangelistas. Según Ariel, “Lucas con el cartel (así redactado) pretende proclamar que finalmente Jesús ha subido al trono y ha comenzado a reinar”. Todo ello es, naturalmente, teología cristiana y puede que no se corresponda exactamente con lo que pensaba el Jesús histórico. Pero en este momento, lo que le interesa al autor moderno, una vez admitida la historicidad sustancial del hecho, es meterse en la piel del evangelista y mostrar qué significaba para él, y para sus primeros lectores, el titulus crucis, según Lucas “puesto sobre él” = Jesús (sobre su cabeza  en la cruz/ o sobre él, en su propio  cuerpo).
 
 
4. La versión de Juan es la más amplia y completa y llena de explicaciones para el lector. Es la siguiente:
 
 
“Pilato redactó también una inscripción y la puso sobre la cruz. Lo escrito era: «Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos.» Esta inscripción la leyeron muchos judíos, porque el lugar donde había sido crucificado Jesús estaba cerca de la ciudad; y estaba escrita en hebreo, latín y griego. Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: «No escribas: “El Rey de los judíos”, sino: “Este ha dicho: Yo soy Rey de los judíos”». Pilato respondió: «Lo que he escrito, lo he escrito»”.
 
 
Aquí Ariel hace unas precisiones filológicas muy interesantes al desentrañar el simbolismo pretendido por el evangelista. Por ejemplo, no es muy verosímil que fuera el prefecto Pilato mismo, en persona, el que escribiera el título, ni tampoco el que lo pusiera en la cruz. Pero Lucas indica así, cuando se lee literalmente, la importancia del condenado… un ser tan importante como para que Pilato descuidara otras obligaciones y dejara constancia de que estaba ante un rey de verdad. Co ello se quita la razón a lo comentaban negativamente los jefes de los judíos… también presentes en el Gólgota en vísperas de la gran fiesta de la Pascua, lo cual es de nuevo inverosímil…, pero que tiene gran significado teológico.
 
 
En una palabra en muy pocas páginas, nuestro autor, Ariel, con rigor y buen método histórico-crítico sabe diferenciar entre lo que pudo ser hipotéticamente probable como realidad histórica y la interpretación teológica de ella. De este modo sitúa al lector moderno en un punto ideal de observación. Si su lector es creyente, como se supone, tendrá una fe que no es “la del carbonero”, sino refinada, una fe razonada que va a los sustancial del mensaje evangélico. Y no es creyente, le interesará el respeto por la verdad ahistórica que muestra el autor moderno.
 
El capítulo presente del segundo de los dos libros de Ariel sobre “Enigmas de la Biblia”, que he comentado brevemente, termina con una aplicación a la vida diaria del lector recordándole que el evangelio no pretende ser una biografía de Jesús en el sentido moderno (aunque sí podría serlo en el sentido que le daban los autores de la época, siglo I, que se fijaban sobre todo en las virtudes y realizaciones morales de sus biografiados) sino “una buena noticia”, de modo que en realidad el mensaje evangélico es optimista, aunque lo que sucediera fuera histórica y aparentemente una tragedia.
 
 
Enhorabuena, pues, por mi parte, al autor y a la Editorial por haber publicado estos dos libros que están, sin duda, en la línea de la crítica histórico-literaria de los textos, pero que a la vez intenta obtener de ellos cosas muy provechosas para la vida de los lectores actuales… después de casi dos mil años.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
 
Domingo, 25 de Agosto 2019
"Nuevo enigmas de la Biblia II", de Ariel Álvarez Valdés (18-08-2019. 1085)
Escribe Antonio Piñero
 
 
En mi postal anterior, de hace unos días, comentaba la aparición de dos libritos, verdaderamente interesantes, del teólogo argentino, afincado en España, que lleva un nombre muy bíblico, Ariel: “Dios (’El) es mu león”, lo cual quiere decir: “Dios es mi fortaleza; no una persona humana”. Estos libros son interesantes por varios aspectos. En primer lugar, porque el autor saca partido literario-teológico de las prisas actuales: los libros se hacen cada día más breves y con letra un poco mayor. Se pasan rápidamente los capítulos y el lector tiene la impresión de que ha leído mucho en poco tiempo. Segundo: porque la temática de cada capítulo está expuesta muy clara y ordenadamente. La dificultad o el “enigma” es más que claro. Tercero: porque el texto tiene su pizca de “suspense” al ir exponiendo Ariel dificultades del pasaje bíblico que va a comentar, o mejor  esclarecer, para luego pasar rápidamente a la solución de las dificultades. Y, finalmente, cuarto, porque la última parte de cada capitulito suele tener una aplicación del texto bíblico a la vida actual, espiritual, del lector cristiano.
 
 
Él pasaje que deseo comentar hoy brevemente es el Magníficat (Lucas 1,46-55), capítulo quinto del segundo libro. Ciertamente, el autor expone con total claridad, según he dicho, lo que la crítica bíblica ha ido desgranando como comentario al texto desde finales del siglo XIX hasta nuestros días. En el caso del Magníficat resalta Ariel con los críticos la belleza y potencia literaria del texto, pero al punto expone las dificultades que genera su lectura atenta: el Magníficat no alude a la visita que María hace a su pariente Isabel (no “prima”: el texto no lo dice; lo de “prima” es una interpretación medieval, si no me equivoco); no menciona la reciente concepción virginal, ni el embarazo de Isabel, ni la futura maternidad de María, ni el anuncio del ángel… Nada tiene que ver en el Magníficat con el motivo de la presunta visita de la madre de Jesús a su pariente.
 
Para que se entienda la cuestión el autor explica a continuación, también brevemente, el contenido del himno, y pasa rápidamente a exponer tres  posible soluciones a las cuestiones planteadas. Estas no son eludibles, sostiene; hay que encararlas y ofrecer respuestas. De lo contrario, la fe en la inerrancia absoluta del texto bíblico haría que el lector adoptase la actitud de la “fe del carbonero”. Hoy ya no es posible.
 
La primera solución es: fue María misma la que compuso el himno. El autor, junto con la casi totalidad de los estudiosos rechaza esta idea. Las razones las leerá el lector provechosamente en el libro. Pero, en síntesis: el himno es una composición tan elaborada con temas y alusiones bíblicas tan precisas y bien encadenadas que es imposible, o muy inverosímil, una composición “a bote pronto” por parte de María. Se rechaza, pues.
 
La segunda solución: el himno fue compuesto por el propio Lucas, utilizando material propio. Se trataría no de un préstamo, sino de una elaboración de primera mano utilizando motivos bíblicos. Lucas era un buen biblista. El autor, Ariel, rechaza también esta segunda solución sobre todo por las dificultades que presenta el texto para encajar en el contexto del capítulo 1 del Evangelio, donde está situada. Tiene, además, ciertas dificultades sintácticas. Lucas no pudo ser tan torpe. ¡Rechazada!
 
Y la tercera es que el autor primario no fue Lucas, sino que este utilizó un himno anterior, judeocristiano, compuesto por alguien de su comunidad, un himno judío elaborado por alguien que conocía al dedillo la Biblia hebrea. O bien que Lucas la tomó prestada esta composición del Magníficat de una comunidad judeocristiana vecina. Lucas sólo tuvo que hacer una breve labor de encaje. Así el himno fue “empotrado” por el tercer evangelista dentro de su propio material previo, el capítulo 1 de su Evangelio, aunque esta tarea de taraceado literario no le salió demasiado bien.
 
 
Opino: si el Evangelio de Lucas se compuso en Éfeso, la hipótesis de una comunidad de judeocristianos vecina es muy posible…, ya que probablemente también el Evangelio de Juan se redactó, por partes, en esa misma ciudad. Era fácil, pues el trasvase de material. Además, la hipótesis del préstamo explica que las hazañas de Dios descritas en el Magníficat vayan dirigidas  a Israel, el pueblo elegido, y que la salvación se narre en el himno en pasado, no en futuro… Es decir,  la salvación ha ocurrido ya; fue obra de Jesús (pensaría el autor judeocristiano), ya muerto y resucitado, que está en la derecha del Padre. Por tanto la salvación ya ocurrió…, aunque en el momento en el que Lucas la pone en boca de María, aún embarazada de Jesús, esa salvación será en el futuro.
 
 
Otras razones y razonamientos más completos los leerá el lector en el texto de Ariel, de muy fácil lectura y comprensión.
 
Personalmente estoy de acuerdo básicamente con esta tercera solución, aunque añade algunas precisiones de mi propio coleto, pero compartidas con la crítica:
 
1. Me parece imposible que fuera el mismo Lucas quien añadió el Magníficat. Incluso si se me apura, creo que no fue él (Lucas es un personaje desconocido) quien añadiera ni siquiera los dos capítulos primeros de su Evangelio. Este empieza con toda claridad, me parece, (como una obra de historia de aquella época del Impero Romano helenístico con precisiones temporales e históricas para situar bien en esa historia contemporánea al héroe del relato, Jesús, y de su predecesor, Juan Bautista, del que “Lucas” hablará inmediatamente:
 
“En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene; 2 en el pontificado de Anás y Caifás, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. 3 Y se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, 4 como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas; 5 todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos. 6 Y todos verán la salvación de Dios”.
 
2. Los personajes del Evangelio propiamente tal (capítulos 3-24) no tienen la menor idea de las maravillas ocurridas con María, de la concepción virginal, del nacimiento prodigioso, del episodio de los pastores…, etc. Por supuesto, María misma no lo sabe. Todo eso se explica si fue alguien distinto a Lucas el que añadió estos dos capítulos primeros, una vez que el Evangelio estaba ya redactado al completo. Esto debió de ocurrir pronto, porque el Evangelio completo aparece en los testimonios manuscritos más antiguos.
 
3. La teología implícita del himno, militarista y gloriosa, muy judía, del futuro mesías, Jesús, nada tiene que ver con la teología del resto del Evangelio; este argumento se refuerza si se piensa en el cántico de Zacarías, padre de Juan Bautista, que sigue en este capítulo al cántico de María (1,68-79). El “Benedictus” es mucho más judío aún y más militarista; más judío. Este cántico está impregnado de las esperanza mesiánicas totalmente judías, que no serán las del cristianismo –ni mucho menos– que se desarrollarán bien pronto: la de un Jesús pacífico, no militarista, manso y humilde de corazón, presente en los evangelios de Mateo y de Lucas.
 
4. Tanto el Magníficat como el conjunto de los dos primeros capítulos del Evangelio de Lucas (al igual que los de Mateo) son muy legendarios. Están trufados del espíritu literario que se hará visible más tarde en el Evangelios apócrifos: el deseo de rellenar  a base de fantasía lo que no se sabe de la concepción, nacimiento, infancia y adolescencia del héroe, Jesús, porque cuando se compone el Evangelio respectivo, hacia la década 80-90 del siglo I d. C., nadie sabía nada de esos momentos de la vida de Jesús. En mi opinión, los evangelios apócrifos comienzan con Mt 1-2 y Lc 1-2. Por tanto dentro del Nuevo Testamento mismo.
 
 
Pero dejadas aparte estas dificultades mías, que no son muy ortodoxas, pero que están de acuerdo con la crítica común, el lector de Ariel Álvarez Valdés disfrutará muchísimo con la lectura a de este segundo libro de los “Nuevos enigmas bíblicos”. El espíritu didáctico del autor es evidente y saludable. Pero que sepa el lector que la apertura a la crítica bíblica seria, como se hace en esos libritos conduce al escepticismo.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Domingo, 18 de Agosto 2019
"Nuevos enigmas de la Biblia", de Ariel Álvarez Valdés (14-08-2019. 1084)
Escribe Antonio Piñero
 
 
Acabo de terminar de leer dos interesantes libritos del conocido y estimado investigador / escrudiñador de la Biblia, y especialmente de los “secretos” o enigmas que presenta la Biblia, un libro tan inmenso, variado y difícil que tiene páginas cuyo último sentido no es fácil desentrañar. Paso a darles la ficha de dos nuevos libros  Nuevos enigmas de la Biblia, PPC, Madrid, 2019. ISBN: 978-84-288-3405-6 / 978-84-288-3406-3. 19x12 cms., 172 pp. cada uno. Precio 16 euros cada libro.
 
 
Ariel Álvarez Valdés nació en Santiago del Estero, Argentina, en 1957; ha sido profesor de Sagrada Escritura en su país y tiene una sólida formación científica en el estudio de la Biblia ya que su licenciatura la consiguió en la conocida Escuela Bíblica Franciscana de Jerusalén y su doctorado en la Universidad Pontifica de Salamanca. Le pregunté qué número hacían estas dos últimas entregas de sus enigmas bíblicos aclarados, y me dijo que ya antes en Argentina  habían salido nada menos que 18 tomitos de esta serie. Por tanto, no exagero cuando afirmo que Ariel es un verdadero explorador de la Biblia y desentrañador de sus secretos.
 
 
Antes de hacer un breve comentario a estos dos libros, deseo presentar su contenido muy variado e interesante; cada uno de ellos explica/aclara, diez enigmas.
 
El primero trata de:
 
1. ¿Era Lilit un demonio bíblico?
2. ¿Cómo nació el relato del éxodo? 
3. ¿Por qué la Biblia cuenta tres muertes del rey Saúl? 
4. ¿Cuál es el libro más triste del Antiguo Testamento? 
5. ¿Predicaba Jesús con parábolas o con alegorías? 
6. ¿Cuándo se escribió el episodio de la adultera? 
7. ¿Entró Jesús en Jerusalén aclamado por la multitud? 
8. ¿Estuvo la Virgen María junto a la cruz de Jesús? 
9. ¿Por qué Marcos abandonó a Pablo en su primer viaje?
10. ¿Escribió Judas un libro de la Biblia?
 
 
El segundo tiene los temas siguientes:
 
1. ¿Quién es la única profetisa que lideró una guerra?
2. ¿Era homosexual el rey David?
3. ¿Quién fue el primer falso profeta?
4. ¿Cuál es el salmo más triste de la Biblia?
5. ¿Compuso María el himno del Magníficat?
6. ¿Por qué María no acompañó a Jesús durante su vida pública?
7. ¿Por qué enseñó Jesús la parábola del sembrador?
8. ¿Qué sucedió en la transfiguración de Jesús?
9. ¿Tenía la cruz de Jesús un cartel en tres idiomas?
10. ¿Dónde está la «carta con lágrimas» que escribió san Pablo?
 
Ya ven que no exagero y que no hay tema en estos dos libros que deje de suscitar la curiosidad del lector. Comento hoy solamente la primera historia/enigma del primero de los dos libros, porque casualmente en el Seminario sobre investigación moderna acerca de Jesús que doy a mis amigos los dos primeros lunes de mes, en La Ramallosa-Baiona, donde paso la mayor parte del año, me preguntaron el lunes pasado por el “personaje” (sic) bíblico Lilit y qué sabía yo de ella. Me informaron que había sido la primera mujer de Adán. Ni idea sólida por mi parte. Como esta historia de la primera mujer del protoplasto comienza en torno al siglo X d. C. yo no sabía nada prácticamente…; evidentemente se salía de mi ámbito de trabajo. Sólo conocía directamente a Lilit por su única mención en la Biblia en Isaías 34,14 en un oráculo profético contra Edom. Indirectamente sí me había preocupado algo por Lilit por haber editado en castellano, con traducción, introducción y notas aclaratorias, el Testamento de Salomón, un apócrifo del Antiguo Testamento nacido en torno a los siglos IV  o V de nuestra era (antes de la redacción del Talmud), pero con materiales antiguos (Apócrifos del Antiguo Testamento; vol. V, Cristiandad, Madrid, 1987, pp. 325-387). En este libro no aparece Lilit, pero sí un demonio femenino parecido, Onoscelis, hermosísima de aspecto, pero con piernas de mula (que a disimulaba con habilidad para unirse carnalmente a veces con sus víctimas, a las que luego mataba). Naturalmente me informé algo sobre demonios femninos.
 
Así pues, no pude responder nada concreto a mi preguntante. En verdad prácticamente nada sobre Lilit, salvo que la conocía por la Biblia, donde hay unas veinte o treinta clases de demonios, y de sus siete u ocho jefes. Le dije que ese demonio, o lo que fuere Lilit, había desaparecido del relato  bíblico, ya que los demonios se van reuniendo en una clase “los demonios” y con un solo jefe Satán o el Diablo. Y se acabó toda mi “ciencia”.
 
Y he aquí que me encuentro con el libro Uno de estos “Enigmas” de Ariel Álvarez Valdés y el tema primero ¡es sobre Lilit! ¿Qué era exactamente?, se pregunta el autor. ¿Un demonio bíblico? Así que devoré rápidamente las páginas dedicadas a ella (pp. 7-21) y me enteré de todo…, como para poder hablar un ratillo sobre lo que había leído: cómo ya en el mundo sumerio existía una “Lilitu”, demonio femenino perverso, que pasa rápidamente al lenguaje semita acádico-babilónico; cómo aparece en la Biblia (solo una vez) y por qué; cómo se interpreta ese pasaje de Isaías; cómo va evolucionando su figura desde la Biblia al Talmud (siglos V-VII); como se incorpora luego a las leyendas judías; cómo se inventa la idea de que fue la primera mujer de Adán y por qué; como sigue evolucionando hasta convertirse en un “atractivo” y peligrosísimo demonio… hasta hoy…, pues Lilit sigue teniendo su papel en el folklore judío actual. Se lo debo al breve capítulo de Ariel. Así que me resultó muy ameno y muy instructivo.
 
Seguiremos en otro momento comentando estos dos interesantes libros.
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
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Miércoles, 14 de Agosto 2019
La idea del mundo condicionó la mentalidad de Jesús y de Pablo (6-08-2019. 1083)
Escribe Antonio Piñero
 
Foto:  de nuevo, la imagen del mundo según los acadios-babilonios.
 
 
Concluíamos en nuestra postal anterior que la concepción del universo sumeria-acádica-babilónica, tan pequeña y manejable, tiene enormes consecuencias en uno de los sustentos del cristianismo paulino de hoy: la teoría de la redención (muerte en cruz del hijo de Dios) del ser humano, que como hijo del primer hombre ha estropeado el designio divino a la hora de la creación. Y añado en cuanto a Jesús de Nazaret que el sentido de familiaridad con Dios, la fuerte impronta en su teología sobre la filiación divina solo es posible en un mundo en el que el Dios alejado y trascendente, teóricamente, está a la vez al alcance de la mano. La comunicación con Dios es posible; el interés de Dios por el mundo, igualmente; por medio de la oración es posible que el profeta de Galilea esté absolutamente seguro de que conoce la voluntad de Dios que complementa la palabra de este en las Escrituras. Todo es posible en un universo pequeño.
 
 
Y si Jesús hubiese nacido en el siglo XXI, muy probablemente no habría tenido esta concepción acerca de su comunicación con Dios. Y tampoco el primer evangelista, cronológicamente, Marcos, habría llegado a imaginar que en el bautismo de Jesús, el héroe e su relato, se abren –mejor “se rasgan”, indicando la cercanía– los cielos, y una voz declara a Jesús hijo de Dios, (por adopción, naturalmente).
 
 
Y respecto a Pablo esta cosmovisión explica aspectos esenciales de su teología, como he explicado en mi obra “Guía para entender a Pablo. Una interpretación del pensamiento paulino, Trotta, Madrid, 2ª edición, 2018:
 
 
No es de extrañar que el pecado del primer ser humano, Adán –concebido como la enemistad y separación del hombre de la divinidad creadora– genere en la mente divina graves problemas, ya que el hombre es lo más preciado de lo salido de entre sus manos (Salmo 8): la enemistad y el distanciamiento humanos respecto a Dios –debidos al pecado de Adán– distorsionan el diseño creativo de aquel. Así se explica el enorme interés de la divinidad por rescatar al hombre, al precio que fuere, de las consecuencias de su lapso, pues su caída repercute además en la creación entera. Es preciso borrar esa falta de Adán. Dios, pues, hará lo que fuere necesario por restablecer los lazos rotos por el pecado, hasta lo máximo.
 
 
Según Pablo, Dios decide enviar a su Hijo al mundo para que intervenga en él y lo restaure. Y así lo decide. Para que el envío sea efectivo, este Hijo adoptará una forma como la de los hombres para que estos lo sientan más cercano. Dios hace que la idea de mesías (de Israel y del mundo, añade Pablo) que prexiste en la mente divina antes de la creación del universo se encarne en un ser humano, perfecto por su obediencia a Dios y a su Ley, un hombre escogido de la estirpe de David (Romanos 1,3-4) y que es constituido plenamente “Hijo de Dios” con poder, según el Espíritu de santidad, después de su resurrección de entre los muertos, y exaltación a los cielos a la diestra de su Padre.
 
 
Pero al actuar en el mundo, el Hijo se encuentra con dos potentes enemigos, el Pecado y la Muerte, a los que derrota. El Hijo derrota al Pecado viviendo sin pecado y siendo obediente al máximo, incluso hasta la muerte. Y gracias a la victoria de su resurrección y vuelta al ámbito celeste, derrota a la Muerte, al ser el la primicia de los que habrán de resucitar para una vida eterna sin muerte alguna. El Hijo, tan preciado por su Padre, perece en una suerte de ofrenda voluntaria de su vida. Pero este acto de obediencia perfecta calma la ira de la divinidad por el pecado de Adán y sus descendientes y logra que se restituya la amistad primigenia entre la divinidad y su criatura. La creación entera salta de gozo y comienza su restauración.
 
 
Este es el marco en el que se desarrolla el tiempo mesiánico de Pablo, momento de la solución definitiva al problema del pecado primigenio descrito en Gn 3, según proclama su evangelio y en el que él vive. El sentido sacrificial de la muerte del Hijo, el Mesías, según Pablo se comprende muy bien si situamos el sacrificio de su muerte dentro del ámbito de este universo pequeño, semita, que hemos descrito y dentro igualmente dentro de las ideas de los habitantes del Mediterráneo oriental sobre el valor de la sangre como purificadora redentora,  en el sacrificio.
 
 
En mi libro sobre Pablo pongo como ejemplo  para entender la mentalidad paulina el caso del rey Jiel de Betel, que se cuenta en la Biblia hebrea. En Josué 6,26, tras la conquista de Jericó por los israelitas, se lee: “En aquel tiempo Josué pronunció este juramento: ¡Maldito sea delante de Yahvé el hombre que se levante y reconstruya esta ciudad (Jericó)! ¡Sobre su primogénito echará su cimiento y sobre su pequeño colocará las puertas! Y en 1 Reyes 16,34 se narra cómo se cumple la profecía: “En su tiempo Jiel de Betel reedificó Jericó. Al precio de Abirón, su primogénito, puso los fundamentos, y al precio de su hijo menor Segub, puso las puertas, según la palabra que dijo Yahvé por boca de Josué, hijo de Nun”.
 
 
Este par de textos presenta las siguientes perspectivas: rey – grave problema - hijo muy querido - sacrificio de éste - solución del problema. La interpretación de la muerte del Mesías como sacrificio tiene los mismos elementos: rey (celestial) – grave problema (falta de Adán; pecado; muerte; separación/enemistad de la criatura respecto al Creador) – hijo muy querido (enviado a la tierra) – sacrificio (muerte en cruz) – solución del problema (restauración del orden: Creador y criatura vuelven a la amistad).
 
 
Las circunstancias son distintas, pero el esquema mental es muy similar. Me parece muy plausible que Pablo, como buen judío, albergara una concepción parecida; y en concreto que, como judío helenístico, tampoco le repugnara la noción sacrificial en sí, porque en su entorno el sacrificio y la sangre, incluso el sacrificio humano, vicario, de una persona para que otras no tuvieran que morir, eran considerados manera habitual de solucionar problemas entre las divinidades y los humanos. Así, desde Agamenón y su hija Ifigenia, en Áulide, o de Creonte, en la tragedia “Las Fenicias” de Eurípides, preparado para la muerte para redimir a su patria (v. 969), o de la bella Alcestis, dispuesta a morir para salvar la vida de su esposo: “Alcestis” vv. 155. 284.
 
 
La cosmovisión semítica, de un mundo muy pequeño con un Dios al alcance de la mano y que mira constantemente hacia su creación, puede iluminar también otros varios aspectos de la ideología de Pablo:
 
 
· Así, la elección de un pueblo, dentro de una tierra muy pequeña, que esté dispuesto a obedecer a Dios y a llevar adelante sus designios, a pesar de los fracasos del resto de los humanos, y que sirva como de faro a la humanidad. De este modo, al menos una parte de creación en cuanto a su parte principal, los hombres, estará con Dios en la historia y el resto tiene un ejemplo al que atenerse.
 
 
· En un diseño holístico, global, como es el de este universo tan abarcable, el vocablo “todo” significa muy probablemente el “conjunto del diseño”, no las partes. Por ello el problema del mal no es absolutamente grave ya que el que lo padece, el individuo, carece de entidad respecto al Todo. Tampoco lo es el que bastantes de los humanos se condenen, con tal de que el Todo se salve.
 
 
· Pablo puede acusar a los gentiles de ciegos y empecinados al no ver la hermosura y la perfección de lo creado y de no dar honra a la gloria divina, que así lo hizo, estando todo ello tan a su mano. Los gentiles han sustituido voluntariamente la adoración del Dios creador por la veneración de falsos dioses, entidades inanes e intramundanas.
 
 
· Si la divinidad suprema ocupa la cúspide de la Totalidad, la obligación absoluta del resto de los habitantes del universo, hombres y espíritus, es obedecerla. Ni paganos ni judíos tienen excusas para no obedecer a la escucha de la proclamación del mesías que es el último acto del diseño creativo global.
 
 
· En este universo con una divinidad tan “accesible” es fácil de comprender la posibilidad de la revelación. La divinidad se comunica constantemente con los hombres por sí misma o por intermediarios, y algunos seres humanos pueden también llegar a comunicarse directamente con la divinidad. Pablo es uno de ellos. Como receptor de revelaciones divinas, además de siervo privilegiado del Mesías, puede afirmar que su evangelio procede directamente de Dios, no de los hombres, e interpretar los oráculos divinos, la Biblia, como un profeta inspirado por la divinidad.
 
 
· El eje vertical del diseño, con su parte celestial, divina, luminosa, buena, arriba, aclara también en parte –otra explicación puede ser el platonismo vulgarizado de la época– otras concepciones paulinas como la dicotomía, u oposición, entre carne, tinieblas, maldad, abajo, y espíritu, luz, bondad, arriba. Los ejemplos podrían multiplicarse.
 
 
Una reflexión final a propósito de este marco. La cosmovisión de Pablo, propia de una sociedad acádico-babilónica-hebrea-griega (en parte) de hace más de tres mil quinientos años, no se modificó sustancialmente, al menos entre la gente sencilla, desde el siglo I hasta finales del XIX o incluso mediados del siglo XX. Y mientras la cosmovisión no se modifique, la ideología sigue siendo válida.
 
 
Por el contrario, en ambientes cultos, a partir de la Ilustración y sobre todo en el siglo XX, una nueva concepción del mundo, una cosmología radicalmente distinta, gobernada por la ciencia, se ha ido implantando en círculos sobre todo occidentales, o influidos por Occidente. El cambio de punto de vista tiene enormes repercusiones a la hora de verter el pensamiento de Pablo en moldes de nuestros días. Parte de las ideas, ligadas indisolublemente a tal cosmovisión, no son comprensibles para el hombre moderno.
 
 
Ahora bien, si Pablo, como Jesús, depende mentalmente de este tipo de concepción del mundo y de una intelección al pie de la letra de su Biblia, no parece razonable cualquier intento de sacarlo violentamente de este ámbito y trasladarlo sin las pertinentes explicaciones a las ideas modernas, pues sería forzarlo. No puede pretenderse una desmitologización absoluta de sus conceptos, pues ello supone arrancarlo de su entorno. Y no puede negarse que Pablo albergar ciertas concepciones porque estas no sean del gusto de hoy. La misión de un intérprete moderno no es acomodar el pensamiento del Apóstol a nuestros días, sino entender qué quiso decir él a los lectores de su tiempo y con las ideas de su tiempo.
 
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
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Martes, 6 de Agosto 2019
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Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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