Notas
Hoy escribe Francisco Socas
En los estudios sobre la historia de la investigación del Nuevo Testamento y del origen de la religión cristiana se ha defendido siempre –desde Albert Schweitzer, en su obra “Historia de la investigación sobre la vida de Jesús”, escrita en los albores del siglo XX– que la investigación crítica sobre la vida del Jesús histórico comenzaba con Reimarus y que floreció al principio solo en suelo alemán. Pero esta afirmación no es verdadera porque siglo y medio antes Martin Seidel un polaco-alemán, de Silesia, había hecho ya afirmaciones muy parecidas y a veces con mejor fundamentación filológico-crítica que el mismo Reimarus. Es una gran suerte que uno de los dos editores de la obra de Seidel, en versión bilingüe (original latino / español) nos haya hecho totalmente accesible esta obra (“Origen y fundamentos de la fe cristiana) y que haya tenido la gran amabilidad de presentarla en este medio como una primicia de alto interés en los estudios de los orígenes del cristianismo. Desde aquí quiero agradecer a Paco Socas esta publicación, que dividiré en dos partes. He aquí la ficha del libro F. Socas y P. Toribio (eds.), Martin Seidel. Origo et fundamenta religionis christianae. Un tratado clandestino del siglo XVII, Madrid, CSIC, 2017, 291 pp. Arrancando desde los humanistas, el siglo XVI ofrece ya toda una pléyade de editores, traductores y comentaristas que no se permiten una mirada ingenua sobre la Biblia. Tras el impacto de Lutero, la fragmentación de las iglesias impone una fuerte tensión en sus doctores cuando discuten y examinan las Escrituras. El irenismo, el afán por una posición pacífica, y la cautela de un Erasmo no detendrá ni a los intérpretes fideístas ni a los racionalistas que siguen en sus empeños. Tras Lutero y Erasmo, Martin Seidel surge como un crítico radical de la religión cristiana, alguien que lee de otro modo los textos, reduce el cristianismo a una construcción imaginaria y propugna como alternativa un credo y un culto de extrema sencillez. Su obra circuló en copas manuscritas dentro de lo que se ha venido a llamar la literatura clandestina, cara oculta de las Luces y un fenómeno apenas estudiado hasta el último tercio del siglo XX. Ahora por vez primera este libro ofrece una edición crítica del tratado de Seidel, acompañada de traducción, estudio preliminar y aparato de notas e índices. Es poco lo que sabemos de la vida Martin Seidel. Nacido en la ciudad Ohlau de Silesia (hoy llamada Oława y perteneciente a Polonia), estudió en Heidelberg donde se matriculó el 4 de mayo de 1564, fecha que nos permite situar su nacimiento en torno al año 1545. Las sanciones académicas que se le imponen nos hacen ver que sostuvo y difundió muy pronto opiniones heterodoxas. En 1584, desde Lublin, dirige una carta a la asamblea de los Hermanos Polacos de Cracovia, conocidos también como antitrinitarios, unitarios o socinianos, seguidores de Lelio y Fausto Sozzini (Socino en su castellanización). En ella les pide hospitalidad y un empleo, dejando ver que durante años había intentado sin éxito difundir sus propuestas religiosas entre los alemanes, con peligro de la propia vida, y que se acerca a ellos, “porque os habéis acercado a la verdad más que todas las otras sectas” (recuérdese que los socinianos afirmaban la exclusiva naturaleza humana de Jesús, si bien lo reconocían como Mesías exaltado por Dios). Fausto Sozzini le oyó con respeto, pero su doctrina resultaba espantosa para la comunidad que presidía. En carta posterior Seidel los da por perdidos: “vosotros, al igual que los demás cristianos, no oís con gusto cuando alguien diserta sobre los fundamentos de la religión cristiana, no quiero molestaros”. Frustrado en sus intentos, regresa a su patria y se oscurece voluntariamente llevando una vida apartada como maestro de escuela. Esta retirada nos escamoteó para siempre tal vez la fecha de su muerte. Siendo Martin Seidel un buen conocedor del griego, el hebreo, el latín, más que el estudio de la documentación histórica pagana y cristiana, es el examen desprejuiciado de las Escrituras el que le lleva a convertirse, como dice uno de sus primeros lectores en “un individuo de opiniones monstruosas y más que herético”. Porque no eran simples cambios o reinterpretaciones del cristianismo lo que proponía el escrito que compuso y divulgó con el título de Origo et fundamenta religionis christianae (“Origen y fundamentos de la religión cristiana”. Era, como hemos dicho, su rechazo y suplantación por otro tipo de religión. Repasemos su contenido. El tratado presenta dos partes claramente diferenciadas. La primera, a la que corresponde propiamente el título general, se propone destruir los cimientos del cristianismo atacando sus principios bíblicos e históricos; la segunda, mucho más breve, constituye la parte constructiva, en la que diseña una nueva religión basada en la razón. En el arranque de la obra hace un minucioso análisis de textos veterotestamentarios que giran en torno a la idea de la descendencia y el reino prometidos por Dios a Abrahán y David. Luego pasa a bosquejar la historia del pueblo judío posterior a la cautividad de Babilonia hasta llegar a la dominación romana y la aparición de Jesús. Pese a la interrupción de la línea sucesoria de David, -nos relata-, Jesús habría sido visto por los suyos como rey mesías y ajusticiado por las autoridades romanas como un sedicioso más entre muchos otros que surgieron por entonces. Ante su fracaso, los discípulos imaginaron apariciones e idearon un reino celestial. La intrusión de Pablo de Tarso, Pablo, “un poquito más instruido que aquellos pescadores” provocó la ruptura con la sinagoga, siendo él quien “dio la forma última a la religión cristiana” (Christianam religionem... absolvit). Sin embargo, las creencias de Pablo habrían quedado lejos de ulteriores desarrollos dogmáticos. Del examen de sus cartas se desprende que nunca igualó a Jesús con Dios, pues sobreentendía la inferioridad y la subordinación de Cristo con respecto al Padre. El texto de Seidel sigue con un esbozo sobre la evolución del dogma desde los tiempos apostólicos hasta el Concilio de Nicea. Ahí pone de relieve que ciertos Padres de la Iglesia preniceanos como Orígenes, Tertuliano, Cipriano o Lactancio mantenían concepciones sobre la naturaleza y rango de Jesús que los cristianos posteriores considerarían heréticas. Al negar el entronque del cristianismo con las profecías hebreas y derribadas las bases del dogma del hombre-dios, pasa revista a otras doctrinas: la Trinidad, choca con el testimonio de Moisés y los profetas, y con la razón. El pecado de los primeros padres y la encarnación redentora del Logos es una pura invención. Su concepción virginal se apoya en el conocido pasaje de Isaías mal traducido al griego. El sacrificio de Cristo no está prefigurado por el sacrificio judío, que no siempre era sangriento ni purificatorio. Las pruebas extraídas del dudoso libro de Daniel no son válidas para apuntalar la fe cristiana, porque a la postre Daniel profetiza un reino terrenal y meramente judío. Los milagros de Cristo no demuestran su doctrina, pues la propia Escritura rechaza el milagro como prueba de verdad. Todo esto da pie para abordar la condición de los cuatro evangelios: Juan es en realidad un autor griego tardío, que se ve que está interesado en refutar herejías posteriores a los tiempos apostólicos. El evangelio de Mateo es acaso el más cercano a la verdad de los acontecimientos y más fiel a las doctrinas judías. Seidel niega que el enfrentamiento de Jesús con los fariseos fuera radical, al tiempo que justifica la política apaciguadora de los principes populi (“los jefes del pueblo judío”) frente al poder de Roma, a la que Jesús se enfrenta, perdiendo la vida en el empeño. Seguirá. Saludos cordiales de Francisco Socas
Jueves, 24 de Septiembre 2020
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Hoy escriben Sofya Gevorkyan & Carlos A. Segovia
Foto: El paciente Job Muy probablemente, lo que el autor del libro de Job se propuso fue discutir la idea de que las «buenas obras» son «recompensadas» por Dios, tal y como Paolo Sacchi defiende en su excelente Historia del judaísmo en la época del Segundo Templo. En el cristianismo, en cambio, Job pasará a ser un ejemplo —o, más bien, el ejemplo por antonomasia— de la «paciencia» que todo creyente debe cultivar ante los designios inescrutables de Dios, y, en última instancia, de «resignación» ante la voluntad divina. Frente a ello, Edipo se perfila como una figura incómoda, o bien abiertamente absurda: como muestra de la «fatalidad» pagana, que transforma a los hombres en algo así como marionetas de unos dioses caprichosos. Edipo, sin embargo, es algo más y muy distinto. *** «Cuando Edipo habla, a veces dice algo diferente o incluso lo contrario de lo que cree que está diciendo», observan Jean-Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet en su obra Mito y tragedia en la Antigua Grecia. Sin embargo, «la ambigüedad de lo que dice no refleja una duplicidad en su carácter, que es perfectamente consistente, sino, más profundamente, la dualidad de su ser. Edipo es doble. Él mismo es un acertijo cuyo significado únicamente logra adivinar cuando descubre que es en todos los aspectos lo opuesto de lo que era y parecía ser». Por otra parte, una tras otra, son varias las personas que tratan de disuadirlo de hacer lo que hace. En vano. «Él sigue adelante. Y al final del camino que él, a pesar y en contra de todos, ha seguido, encuentra que aunque él fue desde el primer momento quien movió los hilos, es él quien ha sido engañado de principio a fin». Pero «en el momento en que Edipo reconoce su propia responsabilidad ante sus desgracias, que ha forjado con sus propias manos, acusa a los dioses de haberlo preparado y hecho todo». Un protesta injusta, aunque es cierto que «los dioses [que] conocen y dicen la verdad la manifiestan formulándola en palabras que a los hombres les parecen decir algo muy diferente». Así pues, «dos tipos distintos de discurso, el humano y el divino, se entrelazan y entran en conflicto. Al principio son bastante diferentes y están separados entre sí; al final del drama, cuando todo se revela, el discurso humano se pone de cabeza y se transforma en su propio opuesto. Los dos tipos de discurso se vuelven uno y el enigma se resuelve. Sentados en las laderas escalonadas del teatro, los espectadores ocupan una posición privilegiada que les permite, como los dioses, escuchar y comprender a la vez esos dos tipos de discursos opuestos el uno al otro, siguiendo el conflicto entre ellos de principio a fin». Vernant y Vidal-Naquet nos proporcionan aquí una pista importante para comprender el Edipo Rey de Sófocles. Quizá ninguna otra tragedia griega ha llevado la lógica de la inversión (lo que Aristóteles llama περιπέτεια, «peripecia», literalmente «girar», «cambiar») tan lejos como el Edipo Rey de Sófocles. Inversión dionisíaca, ya que Dioniso, a quien se dedicaron todas las tragedias de la antigua Grecia, es el dios que cuestiona y subvierte los límites del mundo. Varias pruebas adicionales son igualmente elocuentes en este sentido: Edipo, que, como cualquier hijo, uno esperaría que dará en cuidar a sus padres, termina matando a su padre y acostándose con su madre. Si bien es recibido en Corinto como hijo de la fortuna, termina sus días como un maldito. A pesar de haber acudido al santuario de Apolo para adquirir conocimiento, no acumula más que ignorancia. En Tebas sabemos que es responsable de una plaga que devasta a sus súbditos, a quienes no puede proteger como debería hacerlo un rey. Y una vez rey, termina sus días como mendigo. Por último, el hecho de que Edipo se saque los ojos al final de la obra no solo debe verse como un castigo autoinfligido, sino que debe relacionarse, de nuevo, con la relación inversamente proporcional entre conocimiento e ignorancia que impregna esta admirable tragedia, porque si visión y conocimiento están íntimamente conectados en la antigua Grecia, la ceguera simboliza su opuesto. ¿Cómo y por qué queremos saber, es decir, cómo abordamos el conocimiento? ¿De qué sirve saber si uno no logra saber cuándo es necesario? Y, por último, ¿puede el conocimiento ser o convertirse en una arma de doble filo? Acaso por encima de cualquier otra cosa, el Edipo Rey de Sófocles formula y explora estas preguntas. Y lo hace de la manera más perturbadora imaginable. También parece estar en juego aquí una especie de inversión filosófica. Tiresias, el adivino, afirma lacónicamente: «Lo que no se conoce no es. Lo que se conoce, es». Estamos tentados a tomarlo como un juego de palabras con la ecuación de Parménides ser = pensar (= saber), en el sentido de que lo que no se conoce en un sentido no ser, pero puede aun así tener efectos bien tangibles en nuestras vidas, mientras que una vez que se conoce, puede resultar inútil, como inútil es aquello que no es. En cualquier caso, una interpretación existencialista del Edipo Rey de Sófocles sería engañosa. Pasolini lo ve muy bien cuando le dice decir a la Pitonisa (la sacerdotisa de Apolo en Delfos que entrega el oráculo a Edipo): «Matarás a tu padre y te casarás con tu madre. Ése es tu destino» (el subrayado es nuestro), mientras que le hace decir a la Esfinge en Tebas, cuando ésta se enfrenta a Edipo: «La oscuridad a la que quieres devolverme está dentro de ti» (el subrayado es nuestro también en este caso). De hecho Edipo, después de recibir el oráculo de labios de la Pitonisa, podría haber evitado matar a hombres mayores que él; y podría haber evitado acostarse también con mujeres mayores que él. Pero no lo hizo. Llevado por el miedo, Edipo trata de escapar a su destino en lugar de reflexionar sobre las palabras del oráculo, sobre lo que pueden implicar y lo que no. Dado que las cosas son siempre frágiles, el miedo a que puedan salir mal es necesario, pues que de lo contrario uno no cuidaría de ellas; pero un exceso de miedo le incapacita a uno para ocuparse de las cosas como es debido: cegado por el miedo, uno en vano se intenta eludir lo que, actuando así, se contribuye finalmente a precipitar. Por lo tanto, podemos deducir que el Edipo Rey de Sófocles nada ha de ver con la predestinación, ni con la arbitrariedad de los dioses paganos, no con la miseria humana. Los griegos no estaban interesados en la lógica de la providencia, ni en su reverso, que son temas cristianos posteriores, así como como también el pecado, la condenación, etc. La tragedia ática tenía como objetivo, ante todo, educar, y Edipo Rey no es una excepción a esto. Y la educación del hombre no puede consistir tampoco en actuar con resignación y paciencia, por más que esta última pueda ser recomendable en muchas situaciones. Pretender lo contrario sería como admitir de antemano nuestra derrota ante lo que mucho y variado que podemos aprender de las cosas. ¿Qué debemos saber? ¿Cómo y por qué queremos saberlo? ¿De qué nos sirve saber si no llegamos a saber algo cuando necesitamos saberlo? ¿Cómo podemos conocernos a nosotros mismos? ¿Puede el conocimiento estar marcado por la duplicidad? Esto es lo que Sófocles nos pide que pensemos. Como dice Heidegger, «la nobleza de cualquier palabra», y añadámoslo entonces también, de cualquier obra literaria, «se mide en términos de lo que ella puede aún decirnos»; esto es, en términos de lo que todavía puede darnos a pensar. (Más en http://polymorph.blog) Saludos cordiales
Jueves, 17 de Septiembre 2020
Notas
Si bien se creía en una diosa madre que habría dado a luz a las divinidades que ordenaban y recreaban el mundo en subsiguientes oleadas de ordenación frente al caos, en Mesopotamia no parece haber existido un culto del estilo observado en Egipto uniendo maternidad y agricultura.
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Editado por
Antonio Piñero
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Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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