LA ODISEA DE SHACKLETON: Javier Cacho




Blog de Tendencias21 sobre su legendaria expedición a la Antártida

22 de diciembre de 1915
La Navidad es una de esas fechas invariables desde hace siglos, pero los supervivientes del Endurance lo vamos a celebrar hoy, 22 de diciembre, porque mañana nos vamos a volver a poner en marcha para -oficialmente- disminuir la distancia que nos separa de nuestra salvación. Pero yo creo que lo hacemos por otro motivo


Hoy 22 de diciembre celebraremos la Navidad
Hoy 22 de diciembre celebraremos la Navidad
Hace un par de días Shackleton nos ha informado que volveremos a intentarlo. Otra vez recogeremos lo indispensable, montaremos los botes en los trineos e intentaremos de nuevo avanzar algo más hacia el Norte.

No puedo decir que la noticia me haya alegrado, tampoco ha levantado las manifestaciones de alegría entre el personal. El recuerdo de lo que sufrimos para movernos unos miserables kilómetros está todavía muy presente en nuestros ánimos. Pero el Jefe ha dado una orden y la cumpliremos.

Aproximarnos a isla Paulet
Desde que naufragamos en el hielo este es el objetivo a alcanzar: isla Paulet. No sé si ya lo he contado, en los albores de este siglo junto a la primera expedición de Scott a la Antártida, hubo otra sueca a esta zona. Las cosas no fueron bien y el barco que tenía que rescatarles fue apresado por los hielos, como el nuestro, y se hundió.

Al no regresar el barco con los expedicionarios, los argentinos mandaron un barco a socorrerlos. Al frente del barco estaba un marino, Irizar, que estaba de agregado naval en la embajada en Londres. Allí se entrevistó con expertos británicos en la Antártida y, por sugerencia de Shackleton, se decidió instalar un depósito de comida en la isla Paulet.

Así, si otro barco naufragaba, al menos los supervivientes sabían a dónde dirigirse a encontrar alimentos. Supongo que Shackleton nunca podría imaginar que, unos pocos años después, iba a ser él quien se dirigiese a esa tabla de salvación.

La verdad es que las corrientes y los vientos nos dirigen en esa dirección, pero el Jefe nos ha dicho que es mejor acelerar el proceso poniéndonos a caminar hacia isla Paulet.

Yo no me lo creo
Como todos ustedes saben, no soy marino y nada entiendo de vientos, marejadas, hielos o navegación, pero no me parece lógico que lo volvamos a intentar después del mínimo avance conseguido la otra vez que lo intentamos.

Tampoco entiendo esas prisas por comenzar mañana mismo. Lleva cuandomos aquí desde que tuvimos que abandonar el barco hace casi dos meses. No entiendo por comenzar precisamente mañana, cuando parece que estamos moviéndonos bastante bien –sin esfuerzos- en dirección Noroeste.

No voy a decir que soy la persona que más conoce a Shackleton, no soy más que un periodista que tiene poco de hombre de acción en las venas. Pero creo que he ido calando en la psicología de Shackleton.

Por eso, al rato de hacer el anuncio me hice el encontradizo. Estaba dando órdenes a sus muchachos, como les llama. Percibió que quería preguntarle algo y nos apartamos un poco del resto.

Empecé a preguntarle cosas, como si quisiese ampliar la información para mis lectores. Le pregunté por los motivos de este nuevo intento, sobre el ánimo de la gente y mil cosas más de esas que se nos ocurren a los periodistas. Le di la mano agradeciéndole su tiempo e hice además de marcharme.
Ya se disponía a volver junto a sus hombres cuando me giré y le pregunté, o más bien afirmé.

-Supongo que de esta manera, cuando llegue el auténtico día de Navidad, los muchachos no sentirán la añoranza de sus hogares. ¿Verdad?

Abrió los labios de forma espontánea. Creo que estaba a punto de decir que sí, cuando estalló en una sonora carcajada que prolongó lo suficiente para encontrar otra respuesta.

-Alex –dijo por fin- aunque, como buen periodista, te gusta trabajar en solitario, serías un magnífico jefe.

Y volvió a echarse a reír.

-Pero esto…-dijo guiñándome un ojo- que quedé entre nosotros.

Me parece que he acertado, ¿no les parece a ustedes?
Ahhhhh, FELIZ NAVIDAD desde el mar de Weddell

15 de diciembre de 1915
Nunca hubiera podido pensar que un banjo pudiese servir para elevar nuestra moral, para mantener nuestra esperanza en que lograremos salir de ésta, para ayudarnos a formar un equipo. Y no sé cómo se le ocurrió todo esto a Shackelton, este hombre tiene una visión genial.


El valor de un banjo
Una vez más tengo que reconocer que me equivoque y que juzgue mal a Shackleton. Les cuento detenidamente. Hace ya bastantes semanas que abandonamos el barco, a veces tengo la sensación  de que eso ocurrió hace un siglo. Al día siguiente el Jefe nos exhortó a dejar atrás todas las cosas que no fueran necesarios, y prohibió llevar más de medio kilógramo de objetos privados por persona.

En una crónica ya les conté que sólo hizo tres excepciones: los diarios que algunos estaban escribiendo, las medicinas que llevaban los médicos y el banjo de Hussey. No puse objeciones a los dos primeros, las medicinas por motivos obvios, los diarios porque, como buen periodista, sé la importancia de esos testimonios personales escritos en el momento en que los hechos tienen lugar. Pero no estuve muy de acuerdo en el tercero.

Qué envidiosos somos los humanos
No dije nada a nadie, bastantes problemas teníamos para empezar yo a pedir explicaciones, pero pronto supe que a otros compañeros tampoco les gustó la decisión. Incluso a muchos también les parecía una soberbia tontería el permitir que se llevasen los diarios. Algunos llegaron a decir que le había dejado el banjo porque Hussey era su amigo.

Tengo que reconocer que mi máquina de escribir pesaba mucho más que el banjo, pero me había costado muy cara, y aunque en un primer momento no me costó mucho dejarla atrás, luego empecé a dudar si Shackleton habría obrado correctamente. Sin embargo, pocos días después me di cuenta de que me había equivocado.

Mientras que por las mañanas todos tenemos nuestras obligaciones, por las tardes el tiempo es libre y cada cual lo dedica a hacer lo que quiere: leer, charlar, jugar a las cartas…o a todas esas cosas una tras otra. Es decir que el tiempo se nos hace eterno.

O debería decir que “el tiempo se nos hubiera hecho eterno”…sin ese banjo que tanto hemos criticado algunos.

Porque todos, todos los días sin excepción. Hussey se pasa las tardes tocando el banyo. Siempre se pone junto a la tienda donde está la cocina, porque dice que con el calor de la llama del hornillo de grasa de foca, que siempre está ardiendo, y allí, hora tras hora toca y canta.

Y junto a él siempre hay gente que corea sus canciones.

Qué tendrá la música
No sé qué extraño poder tiene la música pero todo parece cambiar cuando escuchas una canción. Parece como si te transportase a otro lugar, o como si los recuerdos de otros lugares, momentos y personas los volvieras a vivir.

Ese banjo nos mantiene la esperanza de que saldremos de aquí. Nos da fuerzas para aguantar lo que haga falta.

Además, no sé si se habrán dado cuenta que cuando varias personas cantan la misma canción, se crea un vínculo entre ellas. Puede parecer ridículo pero lo estoy experimentado todos los días.
Ese nos ayuda a ser un equipo unido. Y eso es lo que he escuchado a Shackleton, que tenemos que ser un equipo, que tenemos que permanecer unidos y si lo hacemos… saldremos de ésta.

Qué equivocado estaba. Un banjo es más valioso que los diarios, porque nos ayudará a salir de esta aventura. Un banjo tiene más valor que las medicinas, porque en sí mismo es una medicina.

Sí, tengo que reconocer que este banjo vale más que mi máquina de escribir. Mucho más. Aquí y ahora tiene un valor incalculable.

Alexander V. O'Hara

8 de diciembre de 1915
Aunque en mis crónicas haya podido dar la impresión de que somos un grupo compacto, la realidad es que hay muchas tensiones que subyacen. Somos más de dos docenas de personas muy diferentes entre sí. De ahí que el mérito de Shackleton sea evitar que se produzcan roces entre nosotros. Y para eso tiene un don natural. Hoy les voy a dar un “botón de muestra”


Fue un ejercicio de psicología el agrupar a hombres tan diferentes en las tiendas.
Fue un ejercicio de psicología el agrupar a hombres tan diferentes en las tiendas.
Reconozco que como periodista suelo dar a mis crónicas un tinte épico. Según me enseñaron es la forma de conseguir lectores y que estos permanezcan pendientes de mis frases hasta el final.

Por lo tanto es posible que haya abusado de esta característica de mi forma de escribir y que haya sido demasiado homérico en mis consideraciones, en mi forma de transcribir para todos ustedes lo que aquí está pasando. Si es así…entono una “mea culpa”.

No sé si mi forma de contar las cosas les han dado la sensación de que todo aquí es sencillo, de que pese a las dificultades, hemos aprendido a sobrellevarlas sin rechistar. Si es así… puede que haya hecho un flaco servicio a mi narración.

También es posible que mi manera de hablar de hablar de Shackleton ha traslucido demasiado la admiración y el respeto que siento por él. Si es así…espero no haber caído en la adulación.

Por eso, hoy quería contarles que por aquí las cosas no son tan sencillas como yo he podido dar a entender. Somos muchos y muy diferentes en cultura, educación, estudios, comportamientos, aspiraciones vitales…

El reparto de tiendas
Por lo tanto, comprenderán que no es sencillo tratar de aunar voluntades y trabajar en equipo, máxime cuando las cosas están tan complicadas como lo están ahora. Y hasta la cosa más sencilla, como podría ser el reparto de tiendas, se convierte en un encaje de bolillos para juntar bajo la misma tela en condiciones durísimas a hombres tan dispares.

Y claro, pensarán que vuelvo a caer en lisonja si se les cuento cómo Shackleton decidió a quien poner cada tienda. Pero es que a mí, que me pidió que le ayudase para ir haciendo la lista, me ha parecido un ejercicio exquisito de inteligencia emocional y de conocimiento de las personalidades humanas.

En su tienda reunió al fotógrafo Hurley, un gran profesional con una mente extraordinariamente despierta, pero como persona de gran capacidad creativa, le gusta que le adulen y se sintió en la gloria por el hecho de compartir la tienda del Jefe.

También estaba James, el físico, un científico de gran valía, pero que es bastante desastroso para asuntos prácticos. Eso hace que con ese espíritu de lucha de clases, todos los marineros se rían de él, criticando su falta de preparación para el día a día. En este caso, lo que pretendía era protegerle de las bromas que podían ser hirientes y crueles.

Otra tienda la puso bajo el mando de su fiel lugarteniente Frank Wild y allí situó a McNeish, el carpintero, un gran trabajador, pero también una persona bastante conflictiva porque había viajado mucho y llevaba a gala que sabía tanto de las leyes del mar como el mejor de los abogados de Londres.

Puede que no fuera así, pero alardeaba de ello y siempre estaba buscando las vueltas a todo lo que se ordenaba. Era evidente que Wild neutralizaría cualquier actitud de crítica hacia las órdenes de Shackleton. Y en aquel ambiente ocioso y enclaustrado, las críticas son el peor de los venenos.

Así, uno a uno, fue eligiendo, con naturalidad, como si se le acabase de ocurrir, a todos y cada uno de los integrantes de las tiendas. En mi opinión el resultado fue magistral, ya que supo hacer que en cada tienda hubiera alguien chistoso para evitar que aquello se convirtiera en un velatorio.

Pero también a alguien de su total confianza para impedir que las conversaciones pudieran ir degenerando en actitudes críticas con sus propios compañeros o con el propio Shackleton, que pudieran terminar convirtiéndose en algún tipo de motín.

Supo ir entremezclando las diferentes personalidades para que el conjunto no produjese tiranteces  innecesarias. Bastante teníamos ya con lo que teníamos encima para que además se exacerbasen los ánimos.

Alexander V. O'Hara

30 de noviembre de 1915
Con aquellas sencillas palabras se cerraba una etapa de la expedición y de nuestras propias vidas. Todos supimos que se refería a nuestro barco y muchos no lograron impedir que las lágrimas corrieran por sus mejillas. Ahora sí que nos habíamos quedado solos en medio de la nada


Esto quedaba de unos barco hace unos pocos días
Esto quedaba de unos barco hace unos pocos días
Ocurrió al poco de haber enviado mi anterior crónica. Fue por la tarde, todos nos encontrábamos en nuestras tiendas jugando a las cartas, leyendo, charlando, pensando o dormitando, cuando escuchamos la inconfundible voz del Jefe “Se nos va, muchachos. Se nos va”.

En un instante todos estábamos fuera y sin necesidad de que nadie nos lo dijera mirábamos en la dirección donde estaba el Endurance. Allí, a unos tres kilómetros de distancia, nuestro barco vivía su agonía final.

Lo primero en desaparecer fue la proa, entonces el barco basculó y la popa se elevó en el aire, como si quisiera vernos por última vez. Luego se zambulló decidida, sin miedo, y desapareció. Un instante después, el hielo, como si fuera un sudario, se cerraba sobre el lugar donde había permanecido orgullosa pese a sus mortales heridas.

Fue un trago amargo
La distancia amortiguó los sonidos de aquella despedida. Pero quizás por eso la visión nos caló más hondo. Todos sabíamos que su fin estaba próximo. Poco quedaba ya de la gallarda figura que vi hace un año en el puerto de Buenos Aires.

Los mástiles rotos, el maderamente estallado, los cabos enmarañados… la destrucción se había apoderado de aquel barco que había sido construido años atrás para llevar turistas al Ártico, y que luego la inestabilidad económica previa a la guerra había permitido que Shackleton lo comprara a buen precio para la expedición.

En las últimas semanas su visión –objetivamente- podría resultar triste, deplorable, siniestra… pero seguía siendo nuestro barco. Sabíamos que el proceso destructivo era irreversible, pero seguía allí, a nuestro lado, recordándonos de dónde veníamos y hacia dónde tendríamos que luchar para volver.

Hoy todo eso ha desaparecido, engullido por las aguas heladas que un día atravesó con determinación.
La mala suerte se cebó sobre el Endurance y nosotros, pobres mortales, poco podíamos hacer para corregir la voluntad de un destino insidioso y cruel.

Me infundió esperanza
No sé si éste será el peor momento de mi vida, supongo que todavía me quedan muchas tristezas que contemplar. Pero si puedo decir que tenía un nudo en la garganta y que no pude evitar, como muchos compañeros más curtidos que yo por las adversidades, que las lágrimas corrieran por mis mejillas.

De alguna manera, aquel amasijo de maderas nos unía a la civilización y ahora había desaparecido para siempre. Hace unos días, pocos, tan pocos que hasta me da miedo contarlos, vivíamos de una forma ordenada, con ropa limpia, cama caliente y entorno confortable. Hoy parece que una mano cruel nos ha arrojado de un mandoble a una existencia de huérfanos, de náufragos que no saben qué será de ellos.

No tuve valor para entrar en la tienda y mirar las caras de mis compañeros o que ellos vieran la mía. Caminé sobre el hielo alejándome unos pocos metros que se me hicieron kilómetros. Allí permanecí un rato, no sé si largo o corto. Hasta que una voz me sacó de mi estado.

-Hola Alex –era la voz de Shackleton.

Creo que no le respondí. Se quedó a mi lado un rato, también en silencio. Al final comentó, como si hablase para sí mismo.

-Llegaremos. Llegaremos todos.

Por un momento me quedé desconcertado. No sabía a qué se refería. Hasta que volví la cabeza hacia él y lo comprendí. Tenía la mirada fija en la misma dirección en que la había tenido yo todo ese tiempo. En ese momento me di cuenta de que era el Norte, era mi hogar, mi país, nuestra civilización.

Le veía mover la cabeza en suaves movimientos afirmativos, como para convencerse a sí mismo. No sé si lo logró, pero al menos a mí me convenció.

Llegaríamos. 


Alexander V. O'Hara

21 de noviembre de 1915
Han sido días de un esfuerzo titánico. Nos empeñamos en salir de esa trampa a la que nos había llevado el destino, pero no logramos más que alejarnos un par de kilómetros a cambio de un agotamiento extremo. Pero Shackleton me dio una pista para comprender aquel aparente derroche de fuerzas.


Fueron horas de un trabajo agotador
Fueron horas de un trabajo agotador
Recuerdo que cuando Shackleton nos habló de avanzar caminando por aquel paisaje de hielos retorcidos, para tratar de escapar del lugar a donde nos había conducido nuestro infortunio, todos le respondimos entusiasmados.

No fuimos igual de entusiastas cuando nos alertó sobre la dureza de tirar de un trineo sobre el hielo o cuando nos advirtió de no llevar más un kilogramo de objetos personales por persona. Todos nos creíamos que un poco de peso más no importaba y sólo su ejemplo al deshacerse de lo superfluo nos hizo cumplir sus órdenes.

Estos días hemos comprendido ambas cosas, que cuando estás agotado al límite cada gramo se siente como una tonelada y que esta superficie, aparentemente blanca e inmaculada, se puede convertir en el peor de los terrenos para caminar, especialmente si arrastras un cargamento tan pesado como el nuestro.

La marcha más agotadora
Costó prepararlo todo para avanzar por aquel mar de helado donde la presión de los hielos había levantado obstáculos en todas partes.

Al final, cuando todo estuvo listo salió el primer equipo formado por Shackleton y tres hombres más, armados con picos, piquetas, palas y todo objeto contundente que pudiese romper el hielo. Su objetivo era seleccionar la ruta más cómoda y allanar o rellenar, según fuera el caso, todos los obstáculos que se iban encontrando.

Les seguían los grupos de los perros, que parecían no tener grandes dificultades en tirar de unos trineos que pesaban unos 400 kilogramos cada uno. Avanzaban, se les soltaba del trineo y volvían a tirar de otro. Todo entre un concierto de ladridos que sólo se acallaba cuando el esfuerzo de tirar les exigía toda su atención.

Después venían los dos grandes trineos donde en cada uno se había montado un bote salvavidas. Aquellos sí que era agotador. Nunca nos hubiéramos podido imaginar hasta qué punto.

Como los botes pesaban casi una tonelada, los trineos se hundían en la nieve multiplicando la resistencia al avance. El peor momento era ponerse en marcha. Éramos quince hombres tirando con todas nuestras fuerzas pero aquello parecía no moverse. Afortunadamente llevábamos arneses que nos permitían inclinarnos hacia adelante, en algún caso nos llegábamos a poner paralelos al suelo.

Cuando el trineo se ponía en movimiento, la resistencia de la nieve se hacía algo menor. Era el momento de avanzar. Tengo que reconocer que era una sensación maravillosa notar que aquel monstruo se movía. Pero bastaba encontrar un pequeño amontonamiento de hielo o que uno de los nuestros perdiera el pie y cayese, para que la comitiva se detuviera y hubiera que afrontar de nuevo el ponerla en movimiento.

Cuando habíamos logrado avanzar un centenar de metros, volvíamos a por el otro trineo cargado con el otro bote. Así hora tras horas de un esfuerzo agotador.

Campamento Océano
Así estuvimos dos días. Sudábamos por el esfuerzo y en cuanto nos quedábamos quietos el sudor se nos congelaba en la piel. Pero lo peor no fue ni el trabajo, ni el frío, lo peor fueron los resultados conseguidos. No avanzamos más de tres kilómetros por día, y puesto que muchas veces teníamos que cambiar de rumbo y rodear para evitar los grandes montículos, al final resultó que no hacíamos mucho más de kilómetro y medio en línea recta.

Era evidente que así no íbamos a ninguna parte y tres días después de haber empezado esta travesía, Shackleton decidió dar por terminado el intento. Buscó un tempano grueso, que garantizase en la medida de lo posible que no se fuese a romper de improviso, y dio la orden de dirigirse hacia él y acampar.

Reunió a los hombres, comentó que pese a los grandes esfuerzos el resultado era muy pequeño y que lo mejor era permanecer allí hasta que el movimiento del mar helado nos acercase algo más a tierra.

Personalmente me sorprendió la forma en que con total naturalidad reconoció que no tenía sentido seguir. Cualquier otro jefe hubiera seguido para demostrar que no se había equivocado o hubiese justificado de mil maneras lo que había pasado o hubiera echado la culpa a quien fuera. Él no. Reconoció que así no podíamos seguir y basta.

Mientras todos estaban ocupados montando el campamento, al que puso el nombre de Campamento Océano, estuve charlando un rato con él sobre todo esto. Le comenté, en un tono que traté que no sonara a reproche, el tremendo esfuerzo que habían hecho los hombres para nada, porque no habíamos avanzado ni tres kilómetros.

Entonces me miró con complicidad y me comentó que tenía razón, pero que desde aquí no veríamos la agonía del Endurance.

Aquí terminó la conversación, se dio la vuelta y se acercó al campamento danto órdenes a unos, bromeando con otros, echando una mano aquí y allá. Yo me quedé mirando los restos del barco. Medio ocultos por los bloques de hielo que se interponían en el camino que habíamos recorrido, los restos del barco no resultaban tan impactante como cuando, desde cerca, veías el amasijo en que se había convertido.
Tenía razón.

 

Alexander V. O'Hara
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Editor del Blog
Javier Cacho
Eduardo Martínez de la Fe
Javier Cacho es científico y escritor especializado en historia de la exploración polar.
Fue miembro de la Primera Expedición Científica Española a la Antártida, a donde regresó en otras cinco ocasiones, las últimas como jefe de la base antártica Juan Carlos I. Recientemente ha publicado “Amundsen-Scott, duelo en la Antártida” (2011), y “Shackleton, el indomable” (2013). En el blog, recrea la expedición de Shackleton a través de un periodista imaginario, Alexander Vera O’Hara.


La obra definitiva sobre la odisea de Shackleton. No te la pierdas.


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