Bitácora
Posibilidades de la democracia en la pospandemia (III)
José Rodríguez Elizondo
Esta tercera entrega es sobre el tema más soslayado en épocas de normalidad democrática y el más maltratado en temporadas de crisis: el del comportamiento debido o eventual de las Fuerzas Armadas. Por eso, incluso después de las duras experiencias que hemos tenido en Chile, hay civiles para quienes éste “no es tema”, pues los militares serían simples funcionarios del Estado y, claro, porque nunca leyeron a Maquiavelo.
Publicado el 30 agosto, 2020 en El Libero
Los militares bajo la lupa
En cualquier país -y Maquiavelo lo explicó a cabalidad- la relación de los gobernantes con la fuerza institucional está en la base misma de su poder. En las dictaduras el fenómeno es transparente, pues sólo la fuerza les permite sobrevivir. En las democracias la situación es distinta, pues en ellas se da una tensión estructural entre el pluralismo político -con su panoplia de libertades- y la capacidad de control social coercitivo.
En épocas de normalidad, cuando la relación entre los gobernantes y la fuerza transcurre sin sobresaltos, esa tensión es socializable. Se acepta que los militares existen para velar por la seguridad del país y los policías, por la de sus habitantes. Incluso pueden ser nombrados ministros de carteras poco políticas, en virtud de alguna tecnicidad especial.
Distinta es la situación en épocas convulsionadas, pues entonces la fuerza institucional emerge como la última ratio o la némesis de las fuerzas políticas en pugna. Fuera de los golpes clásicos, hay dos ejemplos de antología en América Latina. Uno es el “gabinete de seguridad nacional”, instalado por Salvador Allende en 1972, integrado por los comandantes en jefe de las tres armas y el director general de Carabineros. El otro es el copamiento del poder político por las Fuerzas Armadas de Uruguay, en 1973, tras un pacto tácito con el Presidente Juan María Bordaberry.
La mala noticia es que la normalidad democrática post Guerra Fría apenas duró década y media. Comenzó a deteriorarse antes de la pandemia, cuando la desaparición del “enemigo estratégico” y la resurrección de algunos ideologismos revolucionarios indujeron la desvalorización del establishment militar. En el nuevo contexto, era menos funcional como base logística para la superpotencia hemisférica, y menos necesaria como factor dirimente en los conflictos políticos nacionales. Esto se reflejaría en protocolos oficiales normalizados, presupuestos públicos más ajustados y la ascensión de Donald Trump al gobierno de los Estados Unidos.
Pero también hay causas remotas de mayor impacto, con Chile como paradigma penoso. Tras casi medio siglo, el síndrome de las heridas abiertas durante la dictadura del general Pinochet sigue vigente y encarna en dos minorías coherentes que se reciclan: la de las víctimas de la dictadura y la de los seguidores supérstites del dictador. La irreductible vigencia de ambas minorías puede explicarse por múltiples razones, entre las cuales la falta de voluntad política para cerrar las heridas, la soberbia de determinados violadores castrenses de derechos humanos, la decadencia de un poder espiritual idóneo para arbitrar la reconciliación, el ideologismo de quienes conciben a las Fuerzas Armadas como simple instrumento de represión de una clase social, la ignorancia de los políticos sobre la capacidad polivalente de los militares, el impacto en los militares de los privilegios que se autoconceden los políticos y el impacto en los civiles de los casos de corrupción en los militares.
Asimetría en la base
Aquel clivaje está muy en el talante chileno, caracterizable por soslayar lo anómalo, hasta que se enquista y se vuelve intratable. Lo singular es que, en paralelo con el síndrome de rechazos sectoriales, la realidad ha potenciado la autoestima militar y mostrado el aprecio de las mayorías civiles. Es lo que emana de las encuestas antes mencionadas.
Aquello sucedió por la percepción de un contraste en desarrollo. Del lado castrense estaban la coherencia, tecnicidad y disciplina, propias de su profesionalidad cerrada. Por parte político-civil estaban la profesionalidad escasa, la ineficiencia en la administración del Estado y el desprestigio creciente de los partidos y sus políticos.
La plataforma de ese contraste está en los distintos sistemas educacionales. El de los militares, con redes de colegios, academias e institutos, hoy está produciendo jefes y líderes bajo la presión del perfeccionamiento continuo. Esto implica segundo idioma, estudios homologables con los de la enseñanza superior, posgrados universitarios, intercambios con academias civiles y, en todo momento, calificaciones institucionales que permiten mantener la forma de la pirámide, sin trucos ni interferencias demasiado visibles.
También está la internacionalización programada. Comprende destinación a misiones diplomáticas, intercambio con otras academias militares, conferencias internacionales de altos oficiales y prestación de servicios a la ONU y organismos de su sistema. Como resultado, los intelectuales castrenses ya no se limitan a los autodidactas y se ha reducido el grave riesgo de los altos mandos rústicos (“espadones” o “militarotes” en la jerga regional).
Los civiles, por su lado, son víctimas de un sistema educacional en crisis desde el nivel preescolar al superior. La tardanza y/o falta de consenso político para actuar sobre el problema lo ha agravado a ritmo casi exponencial. Ya vimos, respecto al sistema universitario, como determinadas reformas menoscabaron la calidad de la formación académico-científica y, por tanto, la calidad de los políticos del futuro.
El personal civil de la administración del Estado, por su parte, no cuenta con los incentivos propios de una carrera con pautas objetivas de ingreso y promoción. Los sistemas de calificación suelen aplicarse con más resquicios que rigor. En el horizonte funcionario no está el aprendizaje de idiomas, los estudios de perfeccionamiento sólo por excepción tienen patrocinio fiscal y la administración de las becas suele estar aportillada por la ineficiencia o el nepotismo. En cuanto a la internacionalización funcional, básicamente se limita a la designación (por riguroso cuoteo) de “agregados” a las misiones diplomáticas. Como su nombre lo indica, son marginales a la carrera diplomática e incluso pueden ser ajenos a la administración del Estado.
En estas circunstancias, el servicio público civil tiende a ser escenario de una pugna entre “los apitutados” y “los que trabajan”, que retroalimenta la corrupción. Los altos cargos de confianza política son demasiados y, en casos de inepcia, suelen seguir donde están o ser asignados a otros cargos importantes, pues no hay nada que se parezca a la responsabilidad del mando. Sólo las denuncias de la prensa más un fuerte rechazo de la opinión pública puede inducirlos a que se autocastiguen “dando un paso al costado”.
Fuente principal de esta asimetría laboral ha sido el clientelismo de los partidos políticos y su derivado: la falta de profesionalismo en la administración civil del Estado.
La politicidad militar
Desde la perspectiva de su rol primario, las instituciones castrenses son parte del continuum política-estrategia y, por su deber de obediencia al poder legítimo, configuran un subsistema político de facto.
Sobre esa base, es imposible que los militares sean neutrales respecto a las crisis del sistema político que los comprende. Se han escrito bibliotecas al respecto. Se comprenderá, por tanto, que en el delicado momento actual de las democracias, agudizado por la pandemia, la no deliberación sea una especie de arcaísmo. Es más plausible ese “derecho a la opinión” por conducto regular que les reconocía en Chile el excanciller Enrique Silva Cimma.[[1]]url:https://ellibero.cl/opinion/jose-rodriguez-elizondo-posibilidades-de-la-democracia-en-la-pospandemia-iii/#_ftn1
Dada esa realidad, la actitud de los políticos –y de los civiles por extensión- no debiera reducirse a la exégesis de los textos jurídicos. Desde antes de Maquiavelo se sabe que la legitimidad de los ejércitos suele prevalecer sobre la legalidad de sus acciones. Por ello, los gobernantes sabios debieran intervenir los legados de antagonismo entre las minorías coherentes antes mencionadas y promover políticas que potencien la educación cívica. Resignarse a una mala relación civil-militar no es una opción inteligente y la reconciliación no debiera ser vista como una utopía.
De manera simultánea, esos gobernantes deben aprender a decodificar las señales de neutralidad que emiten los altos mandos. No siempre garantizan que se mantendrán como espectadores de procesos que estimen atentatorios contra la integridad del Estado. En un contexto de políticos impopulares, ciudadanos inseguros, administración ineficiente, economía apremiante y pandemia catalítica, pueden significar algo distinto. Por ejemplo, que ya no es viable el tipo de intervención ideologizada y brutal que lideraron los dictadores militares emblemáticos. Para buenos entendedores, esto significa que puede haber intervenciones de otro tipo.
Por lo demás, es una decodificación con precedentes a la vista. Ahí está la presencia de ex altos mandos brasileños en ministerios estratégicos del gobierno de Jair Bolsonaro. Y ya se ha visto -antes y durante la pandemia- que la acción por omisión puede ser una forma sofisticada de intervención castrense. Fue lo que definió el exilio del ex Presidente boliviano Evo Morales y facilitó al Presidente peruano Martín Vizcarra la disolución del Congreso.
El deslizamiento
¿Y qué sucedería si gobernantes y políticos siguen optando por la inercia?
Dado que la supremacía del poder civil y la subordinación del poder militar hoy cuelgan de un hilo cultural, las democracias supérstites podrían chocar con una mala alternativa, proyectable al mundo de la pospandemia. Una sería el estancamiento precario en el equilibrio inestable, con todas sus incertezas y amenazas. La otra sería ese deslizamiento del poder político, que antes de la pandemia definí como “pasar desde el control civil del poder militar al control militar del poder civil, sin ruido de sables ni quebrazón de leyes y hasta sin necesidad de ‘pronunciamiento’”. [[2]]url:https://ellibero.cl/opinion/jose-rodriguez-elizondo-posibilidades-de-la-democracia-en-la-pospandemia-iii/#_ftn2
Esta hipótesis no equivale a esos episodios en que las Fuerzas Armadas, sin llamar a zafarrancho de combate, se incorporaron al poder político, como en los casos de autogolpe del presidente peruano Alberto Fujimori, de 1992, y el ya mencionado del presidente uruguayo Bordaberry en 1973. En ambos casos no hubo deslizamiento del poder, sino golpes militares consensuados con los gobernantes incumbentes. Tampoco equivale al caso de los militares venezolanos, quienes, tras apoyar el gobierno autoritario del coronel Hugo Chávez, hoy son la fuerza política real tras la dictadura del civil Nicolás Maduro.
Este es uno de los efectos colaterales más retrógrados de la relación político-militar de la post-Guerra Fría.
[[1]]url:https://ellibero.cl/opinion/jose-rodriguez-elizondo-posibilidades-de-la-democracia-en-la-pospandemia-iii/#_ftnref1 V. mi libro Historia de la relación civil-militar en Chile, Editorial Fondo de Cultura Económica, 2018, págs. 208-212.
[[2]]url:https://ellibero.cl/opinion/jose-rodriguez-elizondo-posibilidades-de-la-democracia-en-la-pospandemia-iii/#_ftnref2 V. mi libro Historia de la relación civil-militar… cit., pg.218.
Los militares bajo la lupa
En cualquier país -y Maquiavelo lo explicó a cabalidad- la relación de los gobernantes con la fuerza institucional está en la base misma de su poder. En las dictaduras el fenómeno es transparente, pues sólo la fuerza les permite sobrevivir. En las democracias la situación es distinta, pues en ellas se da una tensión estructural entre el pluralismo político -con su panoplia de libertades- y la capacidad de control social coercitivo.
En épocas de normalidad, cuando la relación entre los gobernantes y la fuerza transcurre sin sobresaltos, esa tensión es socializable. Se acepta que los militares existen para velar por la seguridad del país y los policías, por la de sus habitantes. Incluso pueden ser nombrados ministros de carteras poco políticas, en virtud de alguna tecnicidad especial.
Distinta es la situación en épocas convulsionadas, pues entonces la fuerza institucional emerge como la última ratio o la némesis de las fuerzas políticas en pugna. Fuera de los golpes clásicos, hay dos ejemplos de antología en América Latina. Uno es el “gabinete de seguridad nacional”, instalado por Salvador Allende en 1972, integrado por los comandantes en jefe de las tres armas y el director general de Carabineros. El otro es el copamiento del poder político por las Fuerzas Armadas de Uruguay, en 1973, tras un pacto tácito con el Presidente Juan María Bordaberry.
La mala noticia es que la normalidad democrática post Guerra Fría apenas duró década y media. Comenzó a deteriorarse antes de la pandemia, cuando la desaparición del “enemigo estratégico” y la resurrección de algunos ideologismos revolucionarios indujeron la desvalorización del establishment militar. En el nuevo contexto, era menos funcional como base logística para la superpotencia hemisférica, y menos necesaria como factor dirimente en los conflictos políticos nacionales. Esto se reflejaría en protocolos oficiales normalizados, presupuestos públicos más ajustados y la ascensión de Donald Trump al gobierno de los Estados Unidos.
Pero también hay causas remotas de mayor impacto, con Chile como paradigma penoso. Tras casi medio siglo, el síndrome de las heridas abiertas durante la dictadura del general Pinochet sigue vigente y encarna en dos minorías coherentes que se reciclan: la de las víctimas de la dictadura y la de los seguidores supérstites del dictador. La irreductible vigencia de ambas minorías puede explicarse por múltiples razones, entre las cuales la falta de voluntad política para cerrar las heridas, la soberbia de determinados violadores castrenses de derechos humanos, la decadencia de un poder espiritual idóneo para arbitrar la reconciliación, el ideologismo de quienes conciben a las Fuerzas Armadas como simple instrumento de represión de una clase social, la ignorancia de los políticos sobre la capacidad polivalente de los militares, el impacto en los militares de los privilegios que se autoconceden los políticos y el impacto en los civiles de los casos de corrupción en los militares.
Asimetría en la base
Aquel clivaje está muy en el talante chileno, caracterizable por soslayar lo anómalo, hasta que se enquista y se vuelve intratable. Lo singular es que, en paralelo con el síndrome de rechazos sectoriales, la realidad ha potenciado la autoestima militar y mostrado el aprecio de las mayorías civiles. Es lo que emana de las encuestas antes mencionadas.
Aquello sucedió por la percepción de un contraste en desarrollo. Del lado castrense estaban la coherencia, tecnicidad y disciplina, propias de su profesionalidad cerrada. Por parte político-civil estaban la profesionalidad escasa, la ineficiencia en la administración del Estado y el desprestigio creciente de los partidos y sus políticos.
La plataforma de ese contraste está en los distintos sistemas educacionales. El de los militares, con redes de colegios, academias e institutos, hoy está produciendo jefes y líderes bajo la presión del perfeccionamiento continuo. Esto implica segundo idioma, estudios homologables con los de la enseñanza superior, posgrados universitarios, intercambios con academias civiles y, en todo momento, calificaciones institucionales que permiten mantener la forma de la pirámide, sin trucos ni interferencias demasiado visibles.
También está la internacionalización programada. Comprende destinación a misiones diplomáticas, intercambio con otras academias militares, conferencias internacionales de altos oficiales y prestación de servicios a la ONU y organismos de su sistema. Como resultado, los intelectuales castrenses ya no se limitan a los autodidactas y se ha reducido el grave riesgo de los altos mandos rústicos (“espadones” o “militarotes” en la jerga regional).
Los civiles, por su lado, son víctimas de un sistema educacional en crisis desde el nivel preescolar al superior. La tardanza y/o falta de consenso político para actuar sobre el problema lo ha agravado a ritmo casi exponencial. Ya vimos, respecto al sistema universitario, como determinadas reformas menoscabaron la calidad de la formación académico-científica y, por tanto, la calidad de los políticos del futuro.
El personal civil de la administración del Estado, por su parte, no cuenta con los incentivos propios de una carrera con pautas objetivas de ingreso y promoción. Los sistemas de calificación suelen aplicarse con más resquicios que rigor. En el horizonte funcionario no está el aprendizaje de idiomas, los estudios de perfeccionamiento sólo por excepción tienen patrocinio fiscal y la administración de las becas suele estar aportillada por la ineficiencia o el nepotismo. En cuanto a la internacionalización funcional, básicamente se limita a la designación (por riguroso cuoteo) de “agregados” a las misiones diplomáticas. Como su nombre lo indica, son marginales a la carrera diplomática e incluso pueden ser ajenos a la administración del Estado.
En estas circunstancias, el servicio público civil tiende a ser escenario de una pugna entre “los apitutados” y “los que trabajan”, que retroalimenta la corrupción. Los altos cargos de confianza política son demasiados y, en casos de inepcia, suelen seguir donde están o ser asignados a otros cargos importantes, pues no hay nada que se parezca a la responsabilidad del mando. Sólo las denuncias de la prensa más un fuerte rechazo de la opinión pública puede inducirlos a que se autocastiguen “dando un paso al costado”.
Fuente principal de esta asimetría laboral ha sido el clientelismo de los partidos políticos y su derivado: la falta de profesionalismo en la administración civil del Estado.
La politicidad militar
Desde la perspectiva de su rol primario, las instituciones castrenses son parte del continuum política-estrategia y, por su deber de obediencia al poder legítimo, configuran un subsistema político de facto.
Sobre esa base, es imposible que los militares sean neutrales respecto a las crisis del sistema político que los comprende. Se han escrito bibliotecas al respecto. Se comprenderá, por tanto, que en el delicado momento actual de las democracias, agudizado por la pandemia, la no deliberación sea una especie de arcaísmo. Es más plausible ese “derecho a la opinión” por conducto regular que les reconocía en Chile el excanciller Enrique Silva Cimma.[[1]]url:https://ellibero.cl/opinion/jose-rodriguez-elizondo-posibilidades-de-la-democracia-en-la-pospandemia-iii/#_ftn1
Dada esa realidad, la actitud de los políticos –y de los civiles por extensión- no debiera reducirse a la exégesis de los textos jurídicos. Desde antes de Maquiavelo se sabe que la legitimidad de los ejércitos suele prevalecer sobre la legalidad de sus acciones. Por ello, los gobernantes sabios debieran intervenir los legados de antagonismo entre las minorías coherentes antes mencionadas y promover políticas que potencien la educación cívica. Resignarse a una mala relación civil-militar no es una opción inteligente y la reconciliación no debiera ser vista como una utopía.
De manera simultánea, esos gobernantes deben aprender a decodificar las señales de neutralidad que emiten los altos mandos. No siempre garantizan que se mantendrán como espectadores de procesos que estimen atentatorios contra la integridad del Estado. En un contexto de políticos impopulares, ciudadanos inseguros, administración ineficiente, economía apremiante y pandemia catalítica, pueden significar algo distinto. Por ejemplo, que ya no es viable el tipo de intervención ideologizada y brutal que lideraron los dictadores militares emblemáticos. Para buenos entendedores, esto significa que puede haber intervenciones de otro tipo.
Por lo demás, es una decodificación con precedentes a la vista. Ahí está la presencia de ex altos mandos brasileños en ministerios estratégicos del gobierno de Jair Bolsonaro. Y ya se ha visto -antes y durante la pandemia- que la acción por omisión puede ser una forma sofisticada de intervención castrense. Fue lo que definió el exilio del ex Presidente boliviano Evo Morales y facilitó al Presidente peruano Martín Vizcarra la disolución del Congreso.
El deslizamiento
¿Y qué sucedería si gobernantes y políticos siguen optando por la inercia?
Dado que la supremacía del poder civil y la subordinación del poder militar hoy cuelgan de un hilo cultural, las democracias supérstites podrían chocar con una mala alternativa, proyectable al mundo de la pospandemia. Una sería el estancamiento precario en el equilibrio inestable, con todas sus incertezas y amenazas. La otra sería ese deslizamiento del poder político, que antes de la pandemia definí como “pasar desde el control civil del poder militar al control militar del poder civil, sin ruido de sables ni quebrazón de leyes y hasta sin necesidad de ‘pronunciamiento’”. [[2]]url:https://ellibero.cl/opinion/jose-rodriguez-elizondo-posibilidades-de-la-democracia-en-la-pospandemia-iii/#_ftn2
Esta hipótesis no equivale a esos episodios en que las Fuerzas Armadas, sin llamar a zafarrancho de combate, se incorporaron al poder político, como en los casos de autogolpe del presidente peruano Alberto Fujimori, de 1992, y el ya mencionado del presidente uruguayo Bordaberry en 1973. En ambos casos no hubo deslizamiento del poder, sino golpes militares consensuados con los gobernantes incumbentes. Tampoco equivale al caso de los militares venezolanos, quienes, tras apoyar el gobierno autoritario del coronel Hugo Chávez, hoy son la fuerza política real tras la dictadura del civil Nicolás Maduro.
Este es uno de los efectos colaterales más retrógrados de la relación político-militar de la post-Guerra Fría.
[[1]]url:https://ellibero.cl/opinion/jose-rodriguez-elizondo-posibilidades-de-la-democracia-en-la-pospandemia-iii/#_ftnref1 V. mi libro Historia de la relación civil-militar en Chile, Editorial Fondo de Cultura Económica, 2018, págs. 208-212.
[[2]]url:https://ellibero.cl/opinion/jose-rodriguez-elizondo-posibilidades-de-la-democracia-en-la-pospandemia-iii/#_ftnref2 V. mi libro Historia de la relación civil-militar… cit., pg.218.
Bitácora
Posibilidades de la democracia en la pospandemia (II)
José Rodríguez Elizondo
En previa divagación sobre las posibilidades de mantener la democracia en América Latina, después de la pandemia, comencé analizando el rol de los políticos incumbentes. Ahora es el turno de un segundo actor estratégico: los jóvenes que los reemplazarán. Luego veremos qué pasará con los militares.
Publicado el 23 agosto, 2020 en El Libero
JOVENES BAJO LA LUPA
Visto que la biología es inexorable, entre los estudiantes universitarios de hoy están los dirigentes políticos del futuro. Por tanto, también deben ser puestos bajo la lupa, para saber si son o no funcionales a la reafirmación de la democracia amenazada y a la recuperación de su capital cultural.
Lo primero observable es que ya no estamos ante la brecha generacional de antaño, que “se solucionaba” con la adultez. Para entenderlo, basta contrastar a los estudiantes de hoy con los de la Guerra Fría que, militantes o no, se autorreconocían como relevo natural de los políticos adultos y se entregaban con pasión a las grandes causas. En ese contexto leían la prensa afín, sabían que su mérito académico los calificaría como actores públicos, asumían el sistema democrático a su modo y manejaban tesis doctrinarias de manera coherente. Además, se insultaban poco, ignoraban el bullying, dialogaban con sus profesores y no se les ocurría maltratar los símbolos de la nación ni vandalizar sus campus y ciudades.
Aquello forjó una noble tradición de simbiosis entre la cultura universitaria y la política. En la Universidad de Chile esto se reflejaría en el “Edificio de los Presidentes” (exalumnos de la Facultad de Derecho) y en rectores tan eminentes como Juvenal Hernández, Juan Gómez Millas, Eugenio González y Edgardo Boeninger, cuya sensibilidad universitaria se superponía a sus distintas sensibilidades políticas.
En ese marco los jóvenes independientes veían a los políticos adultos como un referente (bueno o malo) y los militantes los miraban como sus jefes naturales. Respecto a una eventual resistencia contra “el sistema”, se reducía a los jóvenes ultrarradicalizados de izquierdas y derechas, que solían interpotenciarse.
Agréguese que muchos jóvenes de entonces -en especial los con militancia de izquierdas- fueron víctimas de las dictaduras o salieron al exilio. Esto hizo que la mayoría de los sobrevivientes y retornados revalorizara la democracia perdida y entendiera que no era simplemente formal.
Puede que la Historia recuerde esa época como la de mayor valoración de la democracia en toda la región.
LA UNIVERSIDAD TAMBIÉN CAMBIA
Cuatro décadas después, aquellos jóvenes ya no son lo que eran. Son jóvenes nuevos, que no dimensionan la amenaza que se cierne sobre la institucionalidad democrática, por cinco razones principales: carecen de memoria propia sobre las dictaduras, la Guerra Fría es un recuerdo de sus abuelos, en vez de “grandes causas” tienen causas temáticas, los sistemas educacionales les escamotearon contenidos cívico-humanistas y los partidos políticos dejaron de formar “cuadros”.
Sin esos anclajes, su aprendizaje político ha sido empírico y doméstico. Fue como si los grandes poderes hubieran decidido que, sin enemigo estratégico a la vista, la democracia era un valor evidente per se, que les llegaría sin necesidad de conocer la Historia. Esto es, sin pasar por los tamices del pensamiento crítico, el debate contradictorio ni la información prolija. Sin “relato”, como dicen los simplificadores.
Reciclada con la ideología del Estado subsidiario, esa negligencia fukuyamesca encarnó en los jóvenes universitarios llamados a asumir la conducción política del futuro. En lo académico, se reflejaría en la opción por acceder más rápido a los mercados laborales, mediante controles más leves, “carreras” más cortas, inclusión masiva y búsqueda afanosa de autofinanciamiento. En lo político, se reflejaría en la pasión transitoria por las causas temáticas y el alejamiento de los partidos tradicionales, vistos como bolsas de trabajo para gente no calificada.
Ha sido un proceso de renuncia a la excelencia profesional o científica y de resignación a un profesionismo simple, en detrimento del ethos propio de una “enseñanza superior”. Como resultado, la comunidad universitaria de antaño, con autoridades y maestros que privilegiaban el saber, jerarquías estamentales claras y respetos mutuos, hoy es una formulación retórica. Ha sido reemplazada por clivajes triestamentales de estudiantes, maestros y funcionarios, con intereses políticos más de facción que de progreso-país.
En esta nueva realidad, los campus ya no son el espacio natural para que los estudiantes protagonicen debates políticos con respeto a la libre expresión. Hoy suele imponerse la violencia del verbo, “tomas” y “funas”, con su derivado ineludible de autocensura. Esto explica por qué demasiados jóvenes “no están ni ahí” con la institucionalidad política. También explica el predominio de quienes combaten “el sistema”, en supuesta representación de “el pueblo”, ante la pasividad de una mayoría que (se supone) privilegia la opción de estudiar.
Es la clásica hegemonía de las minorías coherentes sobre las mayorías inorgánicas. Una reposición de lo que, hace un siglo, el sabio alemán Max Weber definiera como la incompatibilidad entre el científico y el político. El uno con vocación incondicional por la verdad y el otro… con la verdad sólo en la medida de lo posible.
FUENTE DEL PODER JUVENIL
El ágora de los nuevos jóvenes políticamente activos es “la calle” y su panoplia está en los teléfonos inteligentes. Celular en mano, algunos actúan liderando manifestaciones ciudadanas de protesta, junto a diversos actores sociales. Otros actúan de consuno con políticos antisistémicos y social-marginales, levantando barricadas, aplicando el fuego purificador, destruyendo mobiliario ciudadano y derribando las estatuas que se les pongan por delante.
Antes y durante la pandemia y con motivaciones diversas, lucieron una gran capacidad de convocatoria y liderazgo en América Latina, los Estados Unidos, Europa e incluso en ciudades asiáticas como Hong Kong. La clave de esa capacidad -mayor que la de los políticos incumbentes-, está en las RR.SS. y su batería instrumental de emails, blogs, facebook, twitter, instagram, youtube y whatsapps. Tecnologías sintomáticamente creadas por jóvenes universitarios, como Bill Gates y Mark Zuckerberg, que sólo han sido asumidas -parcialmente y con retardo- por los adultos menos ancianos.
Son espacios de libre navegación, sin editores con voluntad de discernir entre la verdad y el error, lo bueno y lo malo. De ahí que, navegando por ellos, los nuevos jóvenes terminaron inventando un paralenguaje oral, escrito e icónico que hoy es su lengua materna. Iniciaron, así, la fase de la comunicación online (COL), la cuarta en la historia de la comunicación social, tras las de la oralidad, escritura y audiovisualidad. Para calibrar su impacto, baste consignar que, según encuestas especializadas, sólo en los Estados Unidos, dos tercios de las personas se informan en las redes sociales (RR.SS.) y un 50% lo hace como su primera fuente de información.
En la base del fenómeno está una característica imponente: su inédita rapidez. COL mediante, la información se procesa ipsofácticamente, sintetizando los clásicos tres tiempos de la prensa-papel: el del acontecimiento, el del procesamiento y el de la distribución. Esto tiene un colofón que puede ser un prefacio si aceptamos, con Marshall McLuhan, que los medios no son sólo rutas de información. Simultáneamente, modelan y modulan el pensamiento.
En efecto, hoy es evidente que los mensajes vía COL facilitan o inducen una manera de pensar diferente, idónea para crear culturas propias y nuevos posicionamientos. Ahí estaría la clave de ciertas opciones gruesas de los nuevos jóvenes, entre las cuales las siguientes tres: Primera, el mejor político es el que menos político parece. Segunda, en vez de sistemas políticos obsoletos, hay que crear una politicidad propia. Tercera, las formas de esa politicidad están lejos de las que emplean los políticos de izquierdas y derechas tradicionales.
Desde este análisis, la politicidad de los nuevos jóvenes es un enigma en desarrollo, muy lejano al viejo aforismo sobre el corazón rebelde juvenil y la sensata cabeza de los adultos. Equivale, más bien, a una ruptura generacional que nos interpela a todos.
Lo único que puede estar claro es que esa politicidad en fragua viaja por senderos que se bifurcan. Uno puede conducir a la reinvención de las democracias debilitadas y el otro, a una confrontación ruda con resultados variables. Si la primera opción puede mantener lo esencial de los sistemas democráticos, nada garantiza que la segunda abra paso a una democracia mejor.
Por cierto, nada indica que los políticos de nuestra primera entrega estén preocupándose de estos detalles.
JOVENES BAJO LA LUPA
Visto que la biología es inexorable, entre los estudiantes universitarios de hoy están los dirigentes políticos del futuro. Por tanto, también deben ser puestos bajo la lupa, para saber si son o no funcionales a la reafirmación de la democracia amenazada y a la recuperación de su capital cultural.
Lo primero observable es que ya no estamos ante la brecha generacional de antaño, que “se solucionaba” con la adultez. Para entenderlo, basta contrastar a los estudiantes de hoy con los de la Guerra Fría que, militantes o no, se autorreconocían como relevo natural de los políticos adultos y se entregaban con pasión a las grandes causas. En ese contexto leían la prensa afín, sabían que su mérito académico los calificaría como actores públicos, asumían el sistema democrático a su modo y manejaban tesis doctrinarias de manera coherente. Además, se insultaban poco, ignoraban el bullying, dialogaban con sus profesores y no se les ocurría maltratar los símbolos de la nación ni vandalizar sus campus y ciudades.
Aquello forjó una noble tradición de simbiosis entre la cultura universitaria y la política. En la Universidad de Chile esto se reflejaría en el “Edificio de los Presidentes” (exalumnos de la Facultad de Derecho) y en rectores tan eminentes como Juvenal Hernández, Juan Gómez Millas, Eugenio González y Edgardo Boeninger, cuya sensibilidad universitaria se superponía a sus distintas sensibilidades políticas.
En ese marco los jóvenes independientes veían a los políticos adultos como un referente (bueno o malo) y los militantes los miraban como sus jefes naturales. Respecto a una eventual resistencia contra “el sistema”, se reducía a los jóvenes ultrarradicalizados de izquierdas y derechas, que solían interpotenciarse.
Agréguese que muchos jóvenes de entonces -en especial los con militancia de izquierdas- fueron víctimas de las dictaduras o salieron al exilio. Esto hizo que la mayoría de los sobrevivientes y retornados revalorizara la democracia perdida y entendiera que no era simplemente formal.
Puede que la Historia recuerde esa época como la de mayor valoración de la democracia en toda la región.
LA UNIVERSIDAD TAMBIÉN CAMBIA
Cuatro décadas después, aquellos jóvenes ya no son lo que eran. Son jóvenes nuevos, que no dimensionan la amenaza que se cierne sobre la institucionalidad democrática, por cinco razones principales: carecen de memoria propia sobre las dictaduras, la Guerra Fría es un recuerdo de sus abuelos, en vez de “grandes causas” tienen causas temáticas, los sistemas educacionales les escamotearon contenidos cívico-humanistas y los partidos políticos dejaron de formar “cuadros”.
Sin esos anclajes, su aprendizaje político ha sido empírico y doméstico. Fue como si los grandes poderes hubieran decidido que, sin enemigo estratégico a la vista, la democracia era un valor evidente per se, que les llegaría sin necesidad de conocer la Historia. Esto es, sin pasar por los tamices del pensamiento crítico, el debate contradictorio ni la información prolija. Sin “relato”, como dicen los simplificadores.
Reciclada con la ideología del Estado subsidiario, esa negligencia fukuyamesca encarnó en los jóvenes universitarios llamados a asumir la conducción política del futuro. En lo académico, se reflejaría en la opción por acceder más rápido a los mercados laborales, mediante controles más leves, “carreras” más cortas, inclusión masiva y búsqueda afanosa de autofinanciamiento. En lo político, se reflejaría en la pasión transitoria por las causas temáticas y el alejamiento de los partidos tradicionales, vistos como bolsas de trabajo para gente no calificada.
Ha sido un proceso de renuncia a la excelencia profesional o científica y de resignación a un profesionismo simple, en detrimento del ethos propio de una “enseñanza superior”. Como resultado, la comunidad universitaria de antaño, con autoridades y maestros que privilegiaban el saber, jerarquías estamentales claras y respetos mutuos, hoy es una formulación retórica. Ha sido reemplazada por clivajes triestamentales de estudiantes, maestros y funcionarios, con intereses políticos más de facción que de progreso-país.
En esta nueva realidad, los campus ya no son el espacio natural para que los estudiantes protagonicen debates políticos con respeto a la libre expresión. Hoy suele imponerse la violencia del verbo, “tomas” y “funas”, con su derivado ineludible de autocensura. Esto explica por qué demasiados jóvenes “no están ni ahí” con la institucionalidad política. También explica el predominio de quienes combaten “el sistema”, en supuesta representación de “el pueblo”, ante la pasividad de una mayoría que (se supone) privilegia la opción de estudiar.
Es la clásica hegemonía de las minorías coherentes sobre las mayorías inorgánicas. Una reposición de lo que, hace un siglo, el sabio alemán Max Weber definiera como la incompatibilidad entre el científico y el político. El uno con vocación incondicional por la verdad y el otro… con la verdad sólo en la medida de lo posible.
FUENTE DEL PODER JUVENIL
El ágora de los nuevos jóvenes políticamente activos es “la calle” y su panoplia está en los teléfonos inteligentes. Celular en mano, algunos actúan liderando manifestaciones ciudadanas de protesta, junto a diversos actores sociales. Otros actúan de consuno con políticos antisistémicos y social-marginales, levantando barricadas, aplicando el fuego purificador, destruyendo mobiliario ciudadano y derribando las estatuas que se les pongan por delante.
Antes y durante la pandemia y con motivaciones diversas, lucieron una gran capacidad de convocatoria y liderazgo en América Latina, los Estados Unidos, Europa e incluso en ciudades asiáticas como Hong Kong. La clave de esa capacidad -mayor que la de los políticos incumbentes-, está en las RR.SS. y su batería instrumental de emails, blogs, facebook, twitter, instagram, youtube y whatsapps. Tecnologías sintomáticamente creadas por jóvenes universitarios, como Bill Gates y Mark Zuckerberg, que sólo han sido asumidas -parcialmente y con retardo- por los adultos menos ancianos.
Son espacios de libre navegación, sin editores con voluntad de discernir entre la verdad y el error, lo bueno y lo malo. De ahí que, navegando por ellos, los nuevos jóvenes terminaron inventando un paralenguaje oral, escrito e icónico que hoy es su lengua materna. Iniciaron, así, la fase de la comunicación online (COL), la cuarta en la historia de la comunicación social, tras las de la oralidad, escritura y audiovisualidad. Para calibrar su impacto, baste consignar que, según encuestas especializadas, sólo en los Estados Unidos, dos tercios de las personas se informan en las redes sociales (RR.SS.) y un 50% lo hace como su primera fuente de información.
En la base del fenómeno está una característica imponente: su inédita rapidez. COL mediante, la información se procesa ipsofácticamente, sintetizando los clásicos tres tiempos de la prensa-papel: el del acontecimiento, el del procesamiento y el de la distribución. Esto tiene un colofón que puede ser un prefacio si aceptamos, con Marshall McLuhan, que los medios no son sólo rutas de información. Simultáneamente, modelan y modulan el pensamiento.
En efecto, hoy es evidente que los mensajes vía COL facilitan o inducen una manera de pensar diferente, idónea para crear culturas propias y nuevos posicionamientos. Ahí estaría la clave de ciertas opciones gruesas de los nuevos jóvenes, entre las cuales las siguientes tres: Primera, el mejor político es el que menos político parece. Segunda, en vez de sistemas políticos obsoletos, hay que crear una politicidad propia. Tercera, las formas de esa politicidad están lejos de las que emplean los políticos de izquierdas y derechas tradicionales.
Desde este análisis, la politicidad de los nuevos jóvenes es un enigma en desarrollo, muy lejano al viejo aforismo sobre el corazón rebelde juvenil y la sensata cabeza de los adultos. Equivale, más bien, a una ruptura generacional que nos interpela a todos.
Lo único que puede estar claro es que esa politicidad en fragua viaja por senderos que se bifurcan. Uno puede conducir a la reinvención de las democracias debilitadas y el otro, a una confrontación ruda con resultados variables. Si la primera opción puede mantener lo esencial de los sistemas democráticos, nada garantiza que la segunda abra paso a una democracia mejor.
Por cierto, nada indica que los políticos de nuestra primera entrega estén preocupándose de estos detalles.
Bitácora
POSIBILIDADES DE LA DEMOCRACIA EN LA POSPANDEMIA
José Rodríguez Elizondo
Entre cuarentenas, desabastecimientos y miedos, algunos terrícolas nos estamos preguntando qué irá a pasar con los sistemas democráticos vigentes, cuando la pandemia se haya ido. Vista la falta de unidad interna e internacional para enfrentar la catástrofe, mi pronóstico no es demasiado optimista
El tema político más complicado de la pandemia, en América Latina, es el de cómo preservar los sistemas democráticos realmente existentes.
Los gobernantes legítimos que logren pasar a la pospandemia, ya no podrán administrar una abundancia desigual, tolerar o fomentar el consumismo ni tratar de mitigar la pobreza. En vez de esa normalidad deficiente, tendrán que equilibrarse en una cuerda floja, que tiene un extremo en la anarquía y el otro en el vacío de poder.
Tironeados desde las derechas, las izquierdas y los temáticos, chocarán con violentistas irreductibles, nacionalistas beligerantes, separatistas étnicos y delincuentes organizados. Los sucesos chilenos de octubre serán vistos como una anticipación orwelliana.
Para efectos de cualquier prognosis, esto obliga a poner bajo la lupa el comportamiento de tres actores estratégicos de la democracia representativa: los políticos profesionales incumbentes, los jóvenes que los reemplazarán y los jefes de la fuerza institucional.
En este texto nos abocaremos sólo a los primeros.
POLÍTICOS BAJO LA LUPA
En vez de las rutinas de la normalidad deficiente, los dirigentes políticos del próximo futuro tendrán que administrar la escasez, bajo presión social ecuménica. Los sectores de estatus superior rechazarán medidas que les parezcan restrictivas o expropiatorias. Los sectores medios rechazarán todo lo que, a su juicio, pueda devolverlos a niveles de pobreza. Los sectores de la pobreza, se percibirán entre el desempleo, el asistencialismo y la delincuencia.
Ante esa hoja de ruta, los gobernados de la región tendremos a la vista un espejo prepandémico con (entre otros) los siguientes antecedentes deplorables:
No son pocos quienes, visto lo anterior, están cuestionando aquel aforismo según el cual “sin partidos políticos no hay democracia”. La ciudadanía actual lo percibe como una identificación abusiva.
Es que, penosamente, los políticos profesionales no han sido representantes cabales de los distintos segmentos de la sociedad civil. Es un vacío que están llenando organizaciones sociales de carácter temático y políticos antipolíticos, promovidos desde los medios y las redes sociales.
El fenómeno ha sido advertido –y no sólo en nuestra región- por muchos analistas y medido por casi todos los encuestadores. Timothy Snyder, académico de la Universidad de Yale, ha escrito que “la democracia está fracasando no sólo en gran parte de Europa, sino en muchos otros lugares del mundo”.[[1]]url:#_ftn1
Según reciente informe del Centro para el Futuro de la Democracia de la Universidad de Cambridge, desde Europa hasta África, así como en Asia, Australia, América y Oriente Medio, la proporción de personas insatisfechas con la democracia ha aumentado desde el 47,9% al 57,5%, a contar de mediados de los años 90. En los Estados Unidos la insatisfacción ha aumentado un tercio desde la década mencionada y está alcanzando de lleno a democracias de países gigantes, como Brasil o México, y a una democracia tan histórica como la del Reino Unido. [[2]]url:#_ftn2
En América Latina la encuesta Latinobarómetro había llegado a similares resultados. En su informe de 2017, respecto a la pregunta de si es posible erradicar la corrupción de la política, dijo que el 50% de los encuestados responden que “sí” y el 43% que “no”. En relación con ello, las demandas de “mano dura” (autoritarismo político) estaban alcanzando cotas altas, incluso en los tres países con mayor tradición democrática: Costa Rica (78%), Chile (75%) y Uruguay (71%). En varios países de la región, más del 50% de la población creía que no era dable recuperar la credibilidad de la política. En cuanto a las ideologías políticas, afirmaba que “la izquierda y la derecha siguen existiendo, pero su incidencia en lo que sucede es cada día menor”.
La encuesta de 2018 ratificó la mala imagen de los políticos, con la consiguiente desconfianza hacia los partidos y el alto nivel de inconformidad con la democracia. También incluyó una advertencia ominosa: “lo que cinco años atrás era tolerable, hoy no lo es”.[[3]]url:#_ftn3
La última encuesta, de este año, ubica a los partidos políticos en el último lugar del aprecio ciudadano, con 9 puntos. Como referencia, las Fuerzas Armadas están en el tercer lugar, con un 51% y el Cuerpo de Carabineros en el sexto, con un 37%.
EN LA DESAPRENSIÓN ESTÁ EL PELIGRO
Ante análisis y mediciones como los anteriores, los operadores de los partidos solían expresar (o fingir) tranquilidad. Daban a entender que se podía surfear sobre los pesimismos y las malas cifras pues, incluso en el marco de una democracia poco representativa, la gente es libre para votar o no votar. Añadían que, a diferencia de los ciclos dictaduras/democracias, hoy sólo estamos hablando de democracias más o menos imperfectas. En cuanto a la corrupción, serían gajes del desarrollo. En todas partes existe y “otros países están peor”.
Ante tamaña desaprensión, cabe recordar que en los ciclos democracias/dictaduras, antes de y durante la Guerra Fría, se valoraba culturalmente la democracia, por su propio mérito y también como objetivo final. Para los dictadores, parafraseando a Oscar Wilde era “el homenaje que el vicio rinde a la virtud”. Por otra parte, la tolerancia con las “imperfecciones” tiene límites y éstos ya fueron definidos precozmente por Guy Hermet: “a veces son preferibles regímenes autoritarios liberalizados a las seudodemocracias corrompidas”.[[4]]url:#_ftn4
Hay que asumir, por tanto, que la pandemia cayó sobre Occidente en una etapa de desvalorización de la democracia. Cuando los hechos negaban, incluso, el aprecio minimalista de Karl Popper, para quien su mérito esencial es que permite zafar de los malos gobernantes “sin derramamiento de sangre, por medio de una votación”.
Como se sabe, hay gobernantes elegidos que, para mantenerse en el poder, se muestran más que dispuestos a asumir la ordalía de la sangre.
PRECEDENTES E INTERROGANTES
En cuanto catástrofe global, la pandemia acentuó el descrédito de los políticos. Algo similar sucedió en el marco de las dos Guerras Mundiales, cuando intelectuales de prestigio denunciaron que los partidos, débiles o renuentes para sostener la democracia, habrían catalizado las grandes conflagraciones.
Un ejemplo emblemático para América Latina fue un resonante discurso de 1914, del intelectual argentino Leopoldo Lugones. Arremetiendo contra la democracia representativa, planteó que “ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada (…) esta hará el orden necesario que la democracia ha malogrado hasta hoy”.[[5]]url:#_ftn5
En Francia, durante la Segunda Guerra Mundial, la reconocida intelectual Simone Weil, produjo un texto condenatorio para la democracia de partidos: “el único fin de todo partido político es su propio crecimiento y ello sin el menor límite (…) el hecho de que existan no es en absoluto un motivo para conservarlos”.[[6]]url:#_ftn6
Actualmente, el historiador norteamericano Federico Finchelstein ha manifestado su temor a la ineficiencia de los partidos políticos democráticos. Observando el proceso italiano, alertó sobre la posibilidad de “pasar del populismo al fascismo, una formación política que pretende destruir la democracia mediante la violencia política y la dictadura”.[[7]]url:#_ftn7
Hoy el fenómeno se está reproduciendo, quizás con más fuerza, dado que la desconfianza en los políticos profesionales está coexistiendo con la hiperfragmentación social, fruto principal del crecimiento demográfico, las inequidades sociales y las nuevas tecnologías de la información.
De esa complejización deriva la tendencia a imponer posiciones mediante las distintas variables de “la funa” y la normalización de lo que antes parecía rechazo simple o simple extravagancia, como la candidatura de la rinoceronte Cacareco a la alcaldía de Sao Paulo, en 1959.
Actualmente, es muy difícil el debate político culto en los medios, las universidades y hasta en las tertulias. Por otra parte, a los cargos de representación política, incluyendo jefaturas de Estado, están llegando figuras de la farándula, rostros de la televisión, blogueros de las redes y deportistas más o menos famosos.
Es un cuadro que induce las siguientes interrogantes específicas:
¿Podrán los partidos y políticos realmente existentes sostener los sistemas democráticos, durante y después de la pandemia, sin antes efectuar una profunda reingeniería sobre sí mismos?
Trataremos de abordarla en un próximo episodio
Los gobernantes legítimos que logren pasar a la pospandemia, ya no podrán administrar una abundancia desigual, tolerar o fomentar el consumismo ni tratar de mitigar la pobreza. En vez de esa normalidad deficiente, tendrán que equilibrarse en una cuerda floja, que tiene un extremo en la anarquía y el otro en el vacío de poder.
Tironeados desde las derechas, las izquierdas y los temáticos, chocarán con violentistas irreductibles, nacionalistas beligerantes, separatistas étnicos y delincuentes organizados. Los sucesos chilenos de octubre serán vistos como una anticipación orwelliana.
Para efectos de cualquier prognosis, esto obliga a poner bajo la lupa el comportamiento de tres actores estratégicos de la democracia representativa: los políticos profesionales incumbentes, los jóvenes que los reemplazarán y los jefes de la fuerza institucional.
En este texto nos abocaremos sólo a los primeros.
POLÍTICOS BAJO LA LUPA
En vez de las rutinas de la normalidad deficiente, los dirigentes políticos del próximo futuro tendrán que administrar la escasez, bajo presión social ecuménica. Los sectores de estatus superior rechazarán medidas que les parezcan restrictivas o expropiatorias. Los sectores medios rechazarán todo lo que, a su juicio, pueda devolverlos a niveles de pobreza. Los sectores de la pobreza, se percibirán entre el desempleo, el asistencialismo y la delincuencia.
Ante esa hoja de ruta, los gobernados de la región tendremos a la vista un espejo prepandémico con (entre otros) los siguientes antecedentes deplorables:
- Gobernantes con aversión a la alternancia en el poder; gobernantes que no pudieron completar el período de su mandato; gobernantes prófugos, procesados, condenados y encarcelados por corrupción;
- Partidos políticos que acentuaron su tendencia al clientelismo, abandonando o postergando los proyectos-país y, por añadidura, sus proyecciones positivas en la política exterior. Mención especial, aquí, para el Partido Republicano de los Estados Unidos, que si no es de la región es del hemisferio.
- Personal político que, huérfano de liderazgos de calidad, se configuró como clase con intereses propios, adicta a privilegios exorbitantes y administrada por operadores.
- Administración pública progresivamente más frondosa e ineficiente, como efecto directo del clientelismo de los partidos y la resignación o ineficiencia de los gobiernos.
- Delincuencia nativa que, con base en la debilidad del poder político, comenzó a empalmar con la delincuencia organizada transnacional, desbordando a policías y jueces,
- Policías y jueces que, ante la impotencia del poder político, se dejaron atemorizar o corromper, contribuyendo al incremento de la inseguridad ciudadana.
- Inmigración en crecimiento exponencial, que liberó a gobernantes autocráticos de sus “excedentes políticos” y complicó la gestión de los gobernantes receptores, quienes no levantaron una política eficiente o una réplica conjunta.
- Fuerzas Armadas bajo presión endógena y exógena para su intervención directa, con síntomas de corrosión y tensionadas por una difícil relación histórica con la autoridad civil.
No son pocos quienes, visto lo anterior, están cuestionando aquel aforismo según el cual “sin partidos políticos no hay democracia”. La ciudadanía actual lo percibe como una identificación abusiva.
Es que, penosamente, los políticos profesionales no han sido representantes cabales de los distintos segmentos de la sociedad civil. Es un vacío que están llenando organizaciones sociales de carácter temático y políticos antipolíticos, promovidos desde los medios y las redes sociales.
El fenómeno ha sido advertido –y no sólo en nuestra región- por muchos analistas y medido por casi todos los encuestadores. Timothy Snyder, académico de la Universidad de Yale, ha escrito que “la democracia está fracasando no sólo en gran parte de Europa, sino en muchos otros lugares del mundo”.[[1]]url:#_ftn1
Según reciente informe del Centro para el Futuro de la Democracia de la Universidad de Cambridge, desde Europa hasta África, así como en Asia, Australia, América y Oriente Medio, la proporción de personas insatisfechas con la democracia ha aumentado desde el 47,9% al 57,5%, a contar de mediados de los años 90. En los Estados Unidos la insatisfacción ha aumentado un tercio desde la década mencionada y está alcanzando de lleno a democracias de países gigantes, como Brasil o México, y a una democracia tan histórica como la del Reino Unido. [[2]]url:#_ftn2
En América Latina la encuesta Latinobarómetro había llegado a similares resultados. En su informe de 2017, respecto a la pregunta de si es posible erradicar la corrupción de la política, dijo que el 50% de los encuestados responden que “sí” y el 43% que “no”. En relación con ello, las demandas de “mano dura” (autoritarismo político) estaban alcanzando cotas altas, incluso en los tres países con mayor tradición democrática: Costa Rica (78%), Chile (75%) y Uruguay (71%). En varios países de la región, más del 50% de la población creía que no era dable recuperar la credibilidad de la política. En cuanto a las ideologías políticas, afirmaba que “la izquierda y la derecha siguen existiendo, pero su incidencia en lo que sucede es cada día menor”.
La encuesta de 2018 ratificó la mala imagen de los políticos, con la consiguiente desconfianza hacia los partidos y el alto nivel de inconformidad con la democracia. También incluyó una advertencia ominosa: “lo que cinco años atrás era tolerable, hoy no lo es”.[[3]]url:#_ftn3
La última encuesta, de este año, ubica a los partidos políticos en el último lugar del aprecio ciudadano, con 9 puntos. Como referencia, las Fuerzas Armadas están en el tercer lugar, con un 51% y el Cuerpo de Carabineros en el sexto, con un 37%.
EN LA DESAPRENSIÓN ESTÁ EL PELIGRO
Ante análisis y mediciones como los anteriores, los operadores de los partidos solían expresar (o fingir) tranquilidad. Daban a entender que se podía surfear sobre los pesimismos y las malas cifras pues, incluso en el marco de una democracia poco representativa, la gente es libre para votar o no votar. Añadían que, a diferencia de los ciclos dictaduras/democracias, hoy sólo estamos hablando de democracias más o menos imperfectas. En cuanto a la corrupción, serían gajes del desarrollo. En todas partes existe y “otros países están peor”.
Ante tamaña desaprensión, cabe recordar que en los ciclos democracias/dictaduras, antes de y durante la Guerra Fría, se valoraba culturalmente la democracia, por su propio mérito y también como objetivo final. Para los dictadores, parafraseando a Oscar Wilde era “el homenaje que el vicio rinde a la virtud”. Por otra parte, la tolerancia con las “imperfecciones” tiene límites y éstos ya fueron definidos precozmente por Guy Hermet: “a veces son preferibles regímenes autoritarios liberalizados a las seudodemocracias corrompidas”.[[4]]url:#_ftn4
Hay que asumir, por tanto, que la pandemia cayó sobre Occidente en una etapa de desvalorización de la democracia. Cuando los hechos negaban, incluso, el aprecio minimalista de Karl Popper, para quien su mérito esencial es que permite zafar de los malos gobernantes “sin derramamiento de sangre, por medio de una votación”.
Como se sabe, hay gobernantes elegidos que, para mantenerse en el poder, se muestran más que dispuestos a asumir la ordalía de la sangre.
PRECEDENTES E INTERROGANTES
En cuanto catástrofe global, la pandemia acentuó el descrédito de los políticos. Algo similar sucedió en el marco de las dos Guerras Mundiales, cuando intelectuales de prestigio denunciaron que los partidos, débiles o renuentes para sostener la democracia, habrían catalizado las grandes conflagraciones.
Un ejemplo emblemático para América Latina fue un resonante discurso de 1914, del intelectual argentino Leopoldo Lugones. Arremetiendo contra la democracia representativa, planteó que “ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada (…) esta hará el orden necesario que la democracia ha malogrado hasta hoy”.[[5]]url:#_ftn5
En Francia, durante la Segunda Guerra Mundial, la reconocida intelectual Simone Weil, produjo un texto condenatorio para la democracia de partidos: “el único fin de todo partido político es su propio crecimiento y ello sin el menor límite (…) el hecho de que existan no es en absoluto un motivo para conservarlos”.[[6]]url:#_ftn6
Actualmente, el historiador norteamericano Federico Finchelstein ha manifestado su temor a la ineficiencia de los partidos políticos democráticos. Observando el proceso italiano, alertó sobre la posibilidad de “pasar del populismo al fascismo, una formación política que pretende destruir la democracia mediante la violencia política y la dictadura”.[[7]]url:#_ftn7
Hoy el fenómeno se está reproduciendo, quizás con más fuerza, dado que la desconfianza en los políticos profesionales está coexistiendo con la hiperfragmentación social, fruto principal del crecimiento demográfico, las inequidades sociales y las nuevas tecnologías de la información.
De esa complejización deriva la tendencia a imponer posiciones mediante las distintas variables de “la funa” y la normalización de lo que antes parecía rechazo simple o simple extravagancia, como la candidatura de la rinoceronte Cacareco a la alcaldía de Sao Paulo, en 1959.
Actualmente, es muy difícil el debate político culto en los medios, las universidades y hasta en las tertulias. Por otra parte, a los cargos de representación política, incluyendo jefaturas de Estado, están llegando figuras de la farándula, rostros de la televisión, blogueros de las redes y deportistas más o menos famosos.
Es un cuadro que induce las siguientes interrogantes específicas:
- ¿Son los partidos políticos los únicos proveedores posibles de personal para la gestión de las democracias?
- ¿Puede recuperarse el prestigio de la democracia representativa en los “países periféricos” sin el apoyo de las democracias de los “países centrales”?
- ¿Es válida como alternativa una “democracia autoritaria”?
- ¿Qué contenido tiene hoy la díada derechas/izquierdas?
- ¿Puede funcionar un sistema democrático sin un “centro-bisagra”?
- ¿Qué rol está jugando la información política de las redes sociales?
- ¿Qué rol está jugando el sistema educacional en todos sus niveles?
- ¿Es dable seguir soslayando que la crisis de los políticos potencia el rol político de los militares?
¿Podrán los partidos y políticos realmente existentes sostener los sistemas democráticos, durante y después de la pandemia, sin antes efectuar una profunda reingeniería sobre sí mismos?
Trataremos de abordarla en un próximo episodio
[[1]]url:#_ftnref1 Timothy Snyder, Sobre la tiranía, publicado en castellano por Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2017, pg.139.
[[2]]url:#_ftnref2 Global Satisfaction with Democracy 2020. Centre for the Future of Democracy. Cambridge, United Kingdom, January 2020.
[[3]]url:#_ftnref3 http://www.latinobarometro.org/latNewsShow.jsp
[[4]]url:#_ftnref4 V. Presentación: ¿la hora de la democracia?, en Revista internacional de Ciencias Sociales, junio de 1991.
[[5]]url:#_ftnref5 https://www.youtube.com/watch?v=C1kmJysoxMU
[[6]]url:#_ftnref6 Simone Weil, Nota sobre la supresión general de los partidos políticos. José J. de Olañeta Editor, España, 2014.
[[7]]url:#_ftnref7 Federico Finchelstein, Italia: los fantasmas del fascismo, Clarin, 22.2.2018
Bitácora
LOS BARBAROS… ¿LLEGARON YA?
José Rodríguez Elizondo
La pandemia en curso ya no se reduce a un tema sanitario. Como otras calamidades globales, está potenciando calamidades previas. Entre estas se encuentra la guerra comercial de las superpotencias; la intolerancia de los políticos oportunistas, que ven en el covid-19 una buena oportunidad para derrotar a sus adversarios, y la ignorancia de sus seguidores de poco alcance intelectual. Como resultado, no hay enemigo común que una y el astuto virus que nos acosa sigue su marcha triunfal.
Publicado en El Mercurio, 8.7.2020
Como espectador del planeta, propongo actualizar con un like el viejo aforismo del marqués de Santillana: los pueblos que ignoran su historia están condenados a destruir sus estatuas.
El tema estaba en el aire pero, como buenos y astutos occidentales, queríamos reducirlo a los espacios talibánicos. Esos donde una minoría de odiadores resuelve todas las contradicciones vigentes, polarizando a sus sociedades, destruyendo los hitos del pasado y autoerigiéndose como únicos constructores del futuro.
Vía conteo de muertes, el coronavirus ha recuperado para Occidente ese talante barbárico. Lo está haciendo a partir de una extraña paradoja: nadie sabe cómo enfrentarlo sanitariamente, pero muchísimos saben que quienes mandan lo están enfrentando mal. Por esa vía, la pandemia está profundizando los conflictos vigentes, en busca de su victoria más insidiosa: erosionar nuestro esqueleto cultural para destruir el hueso duro de nuestras democracias.
De ahí que hoy asistamos a episodios donde el pasado es juzgado con las pautas de “lo políticamente correcto” actual… y no con buenas maneras. En los EE.UU, con un Presidente funcional a la incultura, no sólo se han decapitado los monumentos a Cristóbal Colón y vandalizado los de líderes del sur esclavista durante la Guerra de Secesión. También se están protegiendo los monumentos, ya atacados, de Thomas Jefferson, George Washington y Abraham Lincoln, padres fundadores de su democracia. En el Reino Unido la autoridad está protegiendo, como puede, las estatuas de Winston Churchill, líder decisivo para derrotar a los más poderosos racistas del último milenio.
A semejanza de lo anticipado por George Orwell en su distópico 1984, esto ha permeado otras manifestaciones artísticas, como se ha visto con la censura al clásico filme Lo que el viento se llevó. A 80 años de su estreno, los combatientes de la ortodoxia descubrieron que no promovía la igualdad racial y los distribuidores se rindieron: los nuevos espectadores tendrán que verlo con un letrerito que les advierta sobre ese inadvertido pecado original.
Desgraciadamente, en Chile no somos la excepción. Más bien fuimos los adelantados de esa perversión orwelliana. Esto se reflejó, entre otros casos, en el cuestionamiento contrafactual de Pablo Neruda y en los ataques a las estatuas y bustos de Pedro de Valdivia, Manuel Baquedano Bernardo O’Higgins y Arturo Prat. Ni siquiera salvó de esa furia iconoclasta el Museo de la entrañable Violeta Parra ¡por tres veces incendiado!
El catalizador de tal síndrome ha sido el impacto acumulativo de la pandemia con el previo “estallido social”. Esa mezcla indistinguible de inequidades socioeconómicas, decadencia de las instituciones, corrupción a ritmo acelerado, privilegios espurios de los políticos, debilidad docente del humanismo y proyecto insurreccional oculto. Todo ello en el marco de un presidencialismo jurídicamente fuerte, pero demasiado proclive al error no forzado.
Como indeseable producto tenemos una desestabilización de la democracia, en pleno desarrollo y con un carácter histórico regresivo. En lo principal, porque es tributaria de aquellos que aplacaban la ira de sus dioses ofrendándoles sangre fresca de la tribu o aplicando todo tipo de tormentos a quienes pensaban con cabeza propia. “Nadie debe degradarse mostrando tolerancia con los herejes de cualquier clase”, rezaba una norma fundamental de la Santa Inquisición.
Por eso, hoy es decisivo sostener el respeto a la diversidad, recuperando las formas del debate culto. Y hacerlo en todas partes. En las universidades, academias castrenses, medios de información, webinars, centros culturales, clubes deportivos y hasta en las tertulias ciudadanas.
Antes de que sea demasiado tarde debemos impedir que la pandemia catalice un futuro oscurantista. Uno donde, en lugar del “hombre nuevo” de las escatologías, suframos la resurrección de los bárbaros de ayer.
Como espectador del planeta, propongo actualizar con un like el viejo aforismo del marqués de Santillana: los pueblos que ignoran su historia están condenados a destruir sus estatuas.
El tema estaba en el aire pero, como buenos y astutos occidentales, queríamos reducirlo a los espacios talibánicos. Esos donde una minoría de odiadores resuelve todas las contradicciones vigentes, polarizando a sus sociedades, destruyendo los hitos del pasado y autoerigiéndose como únicos constructores del futuro.
Vía conteo de muertes, el coronavirus ha recuperado para Occidente ese talante barbárico. Lo está haciendo a partir de una extraña paradoja: nadie sabe cómo enfrentarlo sanitariamente, pero muchísimos saben que quienes mandan lo están enfrentando mal. Por esa vía, la pandemia está profundizando los conflictos vigentes, en busca de su victoria más insidiosa: erosionar nuestro esqueleto cultural para destruir el hueso duro de nuestras democracias.
De ahí que hoy asistamos a episodios donde el pasado es juzgado con las pautas de “lo políticamente correcto” actual… y no con buenas maneras. En los EE.UU, con un Presidente funcional a la incultura, no sólo se han decapitado los monumentos a Cristóbal Colón y vandalizado los de líderes del sur esclavista durante la Guerra de Secesión. También se están protegiendo los monumentos, ya atacados, de Thomas Jefferson, George Washington y Abraham Lincoln, padres fundadores de su democracia. En el Reino Unido la autoridad está protegiendo, como puede, las estatuas de Winston Churchill, líder decisivo para derrotar a los más poderosos racistas del último milenio.
A semejanza de lo anticipado por George Orwell en su distópico 1984, esto ha permeado otras manifestaciones artísticas, como se ha visto con la censura al clásico filme Lo que el viento se llevó. A 80 años de su estreno, los combatientes de la ortodoxia descubrieron que no promovía la igualdad racial y los distribuidores se rindieron: los nuevos espectadores tendrán que verlo con un letrerito que les advierta sobre ese inadvertido pecado original.
Desgraciadamente, en Chile no somos la excepción. Más bien fuimos los adelantados de esa perversión orwelliana. Esto se reflejó, entre otros casos, en el cuestionamiento contrafactual de Pablo Neruda y en los ataques a las estatuas y bustos de Pedro de Valdivia, Manuel Baquedano Bernardo O’Higgins y Arturo Prat. Ni siquiera salvó de esa furia iconoclasta el Museo de la entrañable Violeta Parra ¡por tres veces incendiado!
El catalizador de tal síndrome ha sido el impacto acumulativo de la pandemia con el previo “estallido social”. Esa mezcla indistinguible de inequidades socioeconómicas, decadencia de las instituciones, corrupción a ritmo acelerado, privilegios espurios de los políticos, debilidad docente del humanismo y proyecto insurreccional oculto. Todo ello en el marco de un presidencialismo jurídicamente fuerte, pero demasiado proclive al error no forzado.
Como indeseable producto tenemos una desestabilización de la democracia, en pleno desarrollo y con un carácter histórico regresivo. En lo principal, porque es tributaria de aquellos que aplacaban la ira de sus dioses ofrendándoles sangre fresca de la tribu o aplicando todo tipo de tormentos a quienes pensaban con cabeza propia. “Nadie debe degradarse mostrando tolerancia con los herejes de cualquier clase”, rezaba una norma fundamental de la Santa Inquisición.
Por eso, hoy es decisivo sostener el respeto a la diversidad, recuperando las formas del debate culto. Y hacerlo en todas partes. En las universidades, academias castrenses, medios de información, webinars, centros culturales, clubes deportivos y hasta en las tertulias ciudadanas.
Antes de que sea demasiado tarde debemos impedir que la pandemia catalice un futuro oscurantista. Uno donde, en lugar del “hombre nuevo” de las escatologías, suframos la resurrección de los bárbaros de ayer.
Bitácora
EL ODIO QUE POLARIZA TODO
José Rodríguez Elizondo
Los idealistas piensan que catástrofes como el coronavirus unen a los políticos. Desgraciadamente eso no es cierto. A veces se asumen como la oportunidad para ganar posiciones políticas... o para mantenerlas. Para ese efecto se unen con la mala memoria. En Chile esto me ha hecho recordar algo que sucedió en junio de 1970 y que debió marcar a fuego a la democracia chilena.
Publicado en El Mercurio 19.6.2020
Por definición, el odio es un sentimiento antipolítico y, por tanto, su espacio natural está en las dictaduras. La mala noticia es que también suele aflorar en los sistemas democráticos en crisis.
En ese sentido, fue paradigmático el asesinato de Edmundo Pérez Zujovic por un comando terrorista, a inicios del gobierno de Salvador Allende. No sólo fue secuela de un odio planificado, como ha recordado su hijo Edmundo Pérez Yoma. Además, fue el hito N° 1 de la polarización política y, por tanto, precuela de la corta marcha hacia el colapso de la democracia.
Ese odio reflejaba la convicción de las izquierdas fundamentalistas de que había llegado la hora de las acciones armadas, para las cuales el Presidente Allende no daba el ancho. Pero no era un sentimiento vernáculo ni coyuntural. Nos llegaba desde La Habana, inducido por Fidel Castro, quien no soportaba la idea de un reformismo chileno exitoso, en un marco político pluralista, conducido por el democratacristiano Eduardo Frei Montalva. Con su verba encendida, el líder guerrillero denostaba al Presidente chileno como “un pobre hombre”, definía su gobierno como “la prostituta del imperialismo” y sentenciaba que, “tras prometer una revolución sin sangre, está dando sangre sin revolución”.
Ese mal sentimiento bloqueó, de partida, el proyecto de Allende de producir una “segunda vía a la revolución”, en plena guerra fría y dentro de la institucionalidad democrática. Para concretarse, aquello exigía no una tabula rasa, sino una base social y política ampliamente mayoritaria. Dicho en corto, suponía un rechazo a los verticalismos ideológicos, una estrategia presidencial acatada, un distanciamiento social con Castro y un apoyo pragmático del centro, dominado por la entonces poderosa Democracia Cristiana.
Tras el asesinato de Pérez Zujovic, el odio sepultó la apertura hacia el centro. En lo fundamental, porque la víctima no era el monstruo reaccionario creado por el imaginario revolucionarista, sino un demócratacristiano pragmático y funcional a la utopía. De hecho, había propuesto en su partido participar en el gobierno de Allende, para densificar el poder de la centroizquierda como “una manera segura de cautelar el sistema democrático”.
Fue el cardenal Raúl Silva Henríquez quien vio, más claro que todos, el significado de ese crimen. Ante el féretro del asesinado y recordando el anterior asesinato del general René Schneider, dijo con su vozarrón: “Dos veces, dos hombres: ¡ya es demasiado! Tenemos que matar el odio antes de que el odio envenene y mate el alma de Chile”.
Como nuestros dirigentes políticos no son célebres por su clarividencia, el cardenal no fue escuchado y Allende debió gobernar con y contra lo que había. Por una parte, con una Unidad Popular desgarrada por “la polémica de las izquierdas” y hasta con “doble militancia” con los castristas. Por otra parte, contra la coalición inevitable de la centroizquierdista DC con el derechista Partido Nacional, liderado por Sergio Onofre Jarpa, cuya estrategia apuntaba al término anticipado del gobierno.
En ese contexto la antipolítica tuvo vía libre, se envenenó el alma de Chile -acertó el cardenal- y nos llegó la “tragedia griega” pronosticada por Radomiro Tomic. Así lo reconocería Frei Montalva, en 1982 cuando dijo que “el país no volverá a ser nunca más lo que fue” y el destino también le dio la razón. Según duros antecedentes judiciales, ese mismo año murió asesinado.
Lo peor es que hoy, en plena pandemia y como no hay memoria que dure cien años, los chilenos estamos ante una racha de intolerancia política que afecta a todos los que piensan con sentido de la historia. Para algunos intolerantes lo principal es denostar al gobierno. Para otros, el coronavirus sería un simple intermedio del eufemístico “estallido social”. Para los ideólogos de la extrema izquierda, dicho estallido es un franco “proceso insurreccional”. Son tres categorías en una misma trinchera, que nos colocan al borde de la cornisa del odio y que se reflejan en una crisis de la política, la democracia, el derecho, la sensatez y hasta del sentimiento patrio.
Por eso, habría que releer lo que dijo Perez Yoma, hace pocos días, en este mismo diario: “no repitamos los errores trágicos del pasado”. Escuchémoslo, por favor.
Editado por
José Rodríguez Elizondo
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
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