Bitácora
LOS SILENCIOS DEL ESTALLIDO
José Rodríguez Elizondo
Lo que por conocido se calla, por callado se olvida. Es un viejo aforismo que debemos recordar los chilenos. En especial, quienes entendemos que no solo valen las diferencias entre el estallido social de octubre pasado con el estallido de 1973, sino que también valen las semejanzas
Publicado en El Mercurio, 31.1.2020
Como veterano del 73 recuerdo las dos interrogantes estratégicas de entonces: ¿cómo hacer para que los militares intervengan? y ¿cómo hacer para que se queden en sus cuarteles? Cuando fueron resueltas de facto, surgió una tercera interrogante. La del poeta Juvenal en el siglo I: ¿Quis custodiet ipsos custodes? (¿quién vigilará a los vigilantes?)
Dado que somos un país de memoria sesgada, también quiero recordar la reacción de los intelectuales más afectados. Es decir, los de izquierdas, militantes o no, disidentes o del exilio. Tras el golpe, algunos se abocaron a estudiar a concho la relación civil-militar, (no la “cívico-militar” que es otra cosa). Por lo general, lo hicieron con la mente abierta, admitiendo que la dogmática marxista-leninista era insostenible.
Descubrieron, así, que las FF.AA modernas, altamente tecnificadas, en un mundo sociológicamente distinto, son irreductibles a la simplificación clasista. Pretender dividirlas y derrotarlas sobre esa base, como incitaba Fidel Castro, suponía homologar un ejército chileno sesquicentenario, con veteranía de guerra e intervenciones políticas de tipo arbitral, con esa guardia pretoriana corrupta que era el ejército cubano del sargento Batista.
Ayudó a la riqueza del debate la emergencia del eurocomunismo, con sus tesis “revisionistas” -inspiradas en la experiencia de Chile-, que rompían con la dictadura del proletariado y valoraban el pluralismo democrático. También fue funcional el aporte de académicos extranjeros, incluso del campo socialista, para quienes los militares disfrutaban de una “autonomía social relativa”.
Aquello influyó en la renovación y en la división de las izquierdas. Unos actualizaron el legado institucionalista de Allende, valoraron la política militar de los gobiernos socialdemócratas europeos y asumieron que debían dialogar con los militares realmente existentes. Otros se mantuvieron fieles al “enfrentamiento armado inevitable”, máxime cuando Castro les ofrecía instrucción militar a nivel profesional. Para estos, la dictadura sólo caería por la fuerza conjunta de obreros, campesinos, estudiantes, soldados y “oficiales patriotas”.
Hubo un parteaguas ideológico especial, cuando el jefe soviético Leonid Breznev, tras haber avalado la vía institucional de Allende, aseguró que el golpe “pilló desprevenida a la revolución chilena”. Sus ideólogos orgánicos explicaron tamaña distracción por la falta de preparación militar. El Kremlin había dado una vuelta de carnero y el legendario agente secreto Iosif Grigulevich lo justificó así a un interlocutor chileno: “loco será Fidel, pero supo defender su revolución”.
Los estudios de los intelectuales dejaron un rico legado en libros, papers y seminarios, producidos en distintos lugares del planeta, con la participación eventual de militares chilenos autorizados. También hubo textos bajo seudónimo, en la revista argentina Estrategia, supuestamente escritos por el general Carlos Prats. En ese legado se reconocía la especificidad de la vida militar, con su disciplina jerárquica y su universo simbológico; se llamaba a distinguir entre la revancha y la necesidad de hacer justicia en materia de derechos humanos; se postulaba la inserción castrense en la sociedad y se convocaba a dialogar con los militares que quisieran dialogar. Ese talante, que permeó a la Concertación, se sintetiza en una perceptiva frase del destacado sociólogo Augusto Varas: “En la medida que la civilidad aleja a los militares de los problemas públicos, ella misma termina automarginada de las materias castrenses”.
Son pasas para la memoria. Muy necesarias, pues el tema de la relación civil-militar, hoy sólo se ha reposicionado bajo formato técnico. Unos impugnan y otros defienden la doctrina del “profesionalismo participativo”, también llamada de la polivalencia, que justifica la actuación de uniformados en roles no estrictamente militares.
Así, pese al momento que vivimos, del tema político castrense no se habla ni siquiera al nivel de interrogantes. En lugar de éstas percibo tres silencios distintos: el de quienes creen que la correcta relación civil-militar ya se dio y agotó con la Concertación, el de quienes piensan que las democracias en estado de desencanto pueden defenderse solas, y el de quienes apuestan a que el sector castrense no intervendrá, aunque los símbolos nacionales y el país se destruyan a golpe de estallidos.
Quizás haya un cuarto silencio que nadie se atreve a frasear.
Dado que somos un país de memoria sesgada, también quiero recordar la reacción de los intelectuales más afectados. Es decir, los de izquierdas, militantes o no, disidentes o del exilio. Tras el golpe, algunos se abocaron a estudiar a concho la relación civil-militar, (no la “cívico-militar” que es otra cosa). Por lo general, lo hicieron con la mente abierta, admitiendo que la dogmática marxista-leninista era insostenible.
Descubrieron, así, que las FF.AA modernas, altamente tecnificadas, en un mundo sociológicamente distinto, son irreductibles a la simplificación clasista. Pretender dividirlas y derrotarlas sobre esa base, como incitaba Fidel Castro, suponía homologar un ejército chileno sesquicentenario, con veteranía de guerra e intervenciones políticas de tipo arbitral, con esa guardia pretoriana corrupta que era el ejército cubano del sargento Batista.
Ayudó a la riqueza del debate la emergencia del eurocomunismo, con sus tesis “revisionistas” -inspiradas en la experiencia de Chile-, que rompían con la dictadura del proletariado y valoraban el pluralismo democrático. También fue funcional el aporte de académicos extranjeros, incluso del campo socialista, para quienes los militares disfrutaban de una “autonomía social relativa”.
Aquello influyó en la renovación y en la división de las izquierdas. Unos actualizaron el legado institucionalista de Allende, valoraron la política militar de los gobiernos socialdemócratas europeos y asumieron que debían dialogar con los militares realmente existentes. Otros se mantuvieron fieles al “enfrentamiento armado inevitable”, máxime cuando Castro les ofrecía instrucción militar a nivel profesional. Para estos, la dictadura sólo caería por la fuerza conjunta de obreros, campesinos, estudiantes, soldados y “oficiales patriotas”.
Hubo un parteaguas ideológico especial, cuando el jefe soviético Leonid Breznev, tras haber avalado la vía institucional de Allende, aseguró que el golpe “pilló desprevenida a la revolución chilena”. Sus ideólogos orgánicos explicaron tamaña distracción por la falta de preparación militar. El Kremlin había dado una vuelta de carnero y el legendario agente secreto Iosif Grigulevich lo justificó así a un interlocutor chileno: “loco será Fidel, pero supo defender su revolución”.
Los estudios de los intelectuales dejaron un rico legado en libros, papers y seminarios, producidos en distintos lugares del planeta, con la participación eventual de militares chilenos autorizados. También hubo textos bajo seudónimo, en la revista argentina Estrategia, supuestamente escritos por el general Carlos Prats. En ese legado se reconocía la especificidad de la vida militar, con su disciplina jerárquica y su universo simbológico; se llamaba a distinguir entre la revancha y la necesidad de hacer justicia en materia de derechos humanos; se postulaba la inserción castrense en la sociedad y se convocaba a dialogar con los militares que quisieran dialogar. Ese talante, que permeó a la Concertación, se sintetiza en una perceptiva frase del destacado sociólogo Augusto Varas: “En la medida que la civilidad aleja a los militares de los problemas públicos, ella misma termina automarginada de las materias castrenses”.
Son pasas para la memoria. Muy necesarias, pues el tema de la relación civil-militar, hoy sólo se ha reposicionado bajo formato técnico. Unos impugnan y otros defienden la doctrina del “profesionalismo participativo”, también llamada de la polivalencia, que justifica la actuación de uniformados en roles no estrictamente militares.
Así, pese al momento que vivimos, del tema político castrense no se habla ni siquiera al nivel de interrogantes. En lugar de éstas percibo tres silencios distintos: el de quienes creen que la correcta relación civil-militar ya se dio y agotó con la Concertación, el de quienes piensan que las democracias en estado de desencanto pueden defenderse solas, y el de quienes apuestan a que el sector castrense no intervendrá, aunque los símbolos nacionales y el país se destruyan a golpe de estallidos.
Quizás haya un cuarto silencio que nadie se atreve a frasear.
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EL CINE DE NETFLIX
José Rodríguez Elizondo
Este texto, con plataforma en antiguas andanzas como crítico de cine, muestra cómo la trashumancia de los cineastas, las nuevas tecnologías, la internacionalización de las sociedades y el morbo del crimen organizado, cambiaron los contenidos y la ritualidad del espectáculo cinematográfico. En esta línea asoman nuevas tendencias en la industria, un nuevo tipo de filmes y un espectador que oscila entre la desconfianza y la fascinación. Agrego que fue escrito para sacudir, en parte, ese estado de frustración con la realidad real, que nos abruma a los chilenos desde el 18-O.
PUBLICADO EN aNALES DEL iNSTITUTO DE cHILE, 2019
El cine negro norteamericano de los años 30, en su versión gangsters, fue el pilar estético de la cosa nostra made in Hollywood. Sus historias, que tenían como protagonistas a los descendientes de inmigrantes que inauguraron el crimen organizado, fueron narradas y embellecidas gracias al “punto de vista”. El espectador las apreciaba más desde la perspectiva de quienes vivían peligrosamente, como Al Capone, Frank Costello o Lucky Luciano, que desde la mirada de sus víctimas y de la policía, con la relativa excepción de Elliot Ness y sus “intocables”.
Con los años, ese cine llegó a versiones tan sofisticadas como El Padrino, de Francis Ford Coppola (1972), con su gang de inmigrantes italianos arribistas y Érase una vez en America, de Sergio Leone (1984), con sus mafiosos hijos de la diáspora judía. En ambos casos, la ambición autoral desbordó en tan larguísimos metrajes (más de seis horas), que fueron improyectables en versión unitaria. Si una sola película duraba el equivalente a las tres sesiones canónicas, los exhibidores tendrían que haber triplicado el precio de los tickets (obviamente, nadie insinuó reducir sus ganancias).
Previendo el dilema, Ford Coppola se resignó a presentar su obra en tres partes, para no sacrificar metraje. Confió en la memoria adictiva de los espectadores. Leone, por el contrario, siguió el consejo de Federico Fellini según el cual “una emoción no se interrumpe”. Aceptó podar metraje, reduciendo su película de seis a cuatro horas para Europa y a dos horas y media para los Estados Unidos. Por lo mismo, el resultado fue diferenciado. Mientras la versión europea permite apreciar su filme como una obra maestra, la versión norteamericana la reduce al nivel de cualquier película de pistoleros, aunque con música de Ennio Morricone.
SISTEMA PARA UN CINE RENOVADO
Sucede que hoy ni siquiera existe esa mala opción entre dividir y mutilar, impuesta por los exhibidores. En las multisalas con sede en los grandes malls, se proyecta cine de consumo más popcorn y el cine de autor es una rareza casi absoluta. Además, de caerles en suerte un larguísimometraje de calidad, nadie controlaría si son recortados para ajustarlos al formato estándar. Películas y horarios son tan interadaptables como las piezas de un lego.
¿Significa esto que ya no hay plataforma idónea para los creadores audaces y de largo aliento?
Afortunadamente, siempre hay un chapulín a mano para salir de apuros y, en este caso, el primero fue Netflix y su oferta. Mediante la conjunción de los “culebrones” (teleseries latinoamericanas) con el streaming, abrió un forado en los sistemas de exhibición, independizando los filmes de los horarios y, por añadidura, de las multisalas. Se descubrió, así, un nicho gigante que tolera desde cortos de animación y documentales, hasta filmes y series de cualquier duración y de cualquier procedencia. Como aquí es el abonado quien decide cuanto tiempo dedicar al visionado, el menú del sistema incluye, por ejemplo, las tres partes de El Padrino, para que sean vistas en diferido o en una sola maratón. También estuvo disponible el filme de Leone en su versión europea.
Por cierto, Netflix y sus competidores actuales exhiben más cine-chatarra que de calidad. Pero lo importante es que, por razones de prestigio o lo que sea, indujeron una segmentación benigna en el mercado del entertainment. En su sistema hay nicho tanto para “los clásicos”, que tanto apreciaron los nobles chiflados del cine de autor, como para filmes de buena factura, producidos en abierta competencia con los estudios tradicionales.
Sobre esa base, el nuevo sistema está realizando el sueño de Gabriel García Márquez: producir “culebrones” de alta calidad técnica, con base en cualquier sociedad nacional. Al efecto, abrió una trocha para productos cinematográficos que, más que horas, requieren días, semanas y hasta meses de visionado. Es lo que se llama “temporadas”, novísimo equivalente audiovisual de lo que, en la viejísima literatura, se conocía como folletines.
Y, como la necesidad crea el órgano, la larga duración de las teleseries del streaming ha llevado a una sorprendente pluralidad directoral. Las “temporadas”, incluso los episodios independientes, hoy pueden tener distintos directores, con lo cual está naciendo el cine de autor colectivo. Para ejemplificar, ahí están Homeland y House of cards, ya incorporadas a la cultura global del plasma.
DEL MUNDO DE VITO CORLEONE…
Por otra parte y de refilón, el nuevo sistema ha redescubierto el alto rating que tenían los filmes de la contrasociedad delictual, con su dotación de hijos mafiosos de inmigrantes.
Hoy por hoy, algunos de los mejores culebrones netflixianos tienen que ver con la contracultura supranacional del crimen organizado y del terrorismo. Si entre los años 20 y 40 mostraban a los gangsters de ala ancha y acento italiano, que creaban imperios barriales y hasta nacionales, burlando “la prohibición”, hoy los exhibidos son los talibanes, los agentes secretos y los políticos coludidos con los narcotraficantes transnacionales. Por añadidura, el espectador-target es, ahora, de carácter global, por la masificación del turismo y porque los grandes desplazamientos humanos, que se sintetizan en las migraciones, han aportado una mayor receptividad hacia los mundos transfronterizos.
Impresiona la cantidad de teleseries que exploran esa veta. La notable Fauda, producción israelí, es de un realismo brutal respecto a la guerra subterránea entre los agentes secretos del Mossad y de Hamas. Otras tienen como referente la vida, pasión y muerte del capo colombiano Pablo Escobar. Entre estas destaca La Reina del Sur –primera temporada- por su perfecto ensamblaje del culebrón caribeño con la calidad técnico-actoral que demanda el streaming. En sus 63 episodios muestra la contrasociedad del narcotráfico organizado, con escenarios en altos y bajos fondos de México, Marruecos, España y Colombia. Como en el caso de El Padrino, la raíz de la proeza es literaria. Está en la novela homónima del español Arturo Pérez-Reverte, quien suele aplicar lo aprendido en los grandes folletines del pasado.
La puesta en cine de la novela, producida por Telemundo, muestra a “buenos” que son malos y a “malos” que son pésimos. En ese reparto amoral, la reina metafórica es Teresa Mendoza (a) “la mexicana”, niña abusada en su infancia, cambista callejera en su juventud y pareja de un traficante que resultó ser agente de la DEA. Tras el asesinato de éste, dispuesto por el capo del cartel de Sinaloa, ella inicia una carrera delictual hacia la venganza. Un coro de “guaruras” o guardaespaldas -la fuerza de represión de esa sociedad subterránea- completa el frondoso reparto.
… AL MUNDO DE LA NO FICCIÓN
Inevitablemente, aquello induce identificaciones confusas. Con certeza, el abonado de Netflix solidarizará en más de una secuencia con los narcotraficantes “buenos” de la Reina del Sur. No quiere que la policía descubra los cargamentos que transportan. Agréguese que la confusión tiene un fuerte anclaje en la realidad misma. Por ejemplo, cuando el narcotraficante de ficción -capo del cartel de Sinaloa- postula a la Presidencia de México, comienza por asesinar a su rival. Es un episodio que reproduce, fielmente, el asesinato de Luis Donaldo Colossio, el “destapado” del PRI en 1994. Además, la actriz Kate del Castillo -“la reina” de la ficción- terminó proyectando su personaje a la realidad, cuando entró en cariñosa relación con “el mero mero”, como dicen los mexicanos. Es decir, con Joaquín “el Chapo” Guzmán, capo de carne y hueso del cartel de Sinaloa.
Es que, como en el blanco y negro del viejo cine, la fórmula sigue siendo la de homologar, subliminalmente, los códigos de la sociedad establecida con los de la contrasociedad transnacional. Y, como en el teatro de Bertolt Brecht, tanto homologar termina produciendo efectos sociales y políticos confusos.
Habría que investigar, por tanto, si la homologación confusa seguirá siendo lo que era, o si producirá impactos de nuevo tipo, con base en la globalización y las nuevas tecnologías. La interrogante ya está planteada respecto a los inmigrantes y a los conflictos valóricos, ideológicos, económicos y políticos que ha traído su masividad. Pero, además, está llegando al meollo mismo de los sistemas políticos con plataforma democrática.
Es lo que está sucediendo en Brasil, tras las dos temporadas de El mecanismo. Una teleserie de audacia sorprendente, en cuanto muestra una “versión libre” de la colusión de gobernantes, parlamentarios, empresarios y tecnólogos de la delincuencia organizada, en el marco de la operación Lava Jato. El hecho de que se estrenara poco antes del juicio que llevó a la cárcel al ex presidente Lula da Silva, fue denunciada por algunos como una estrategia de marketing. De hecho, hubo partidarios de Lula que llegaron a pedir a los suscriptores de Netflix que cancelaran su cuenta, como protesta.
CONCLUYENDO
Por lo visto, hay un nuevo cine, de buena factura, que muestra la fraternidad subterránea que une a Don Corleone con el Presidente norteamericano Frank Underwood, de House of Cards. Esto, con el añadido de que algunos gobernantes de la vida real se esmeran en actualizar las semejanzas.
Es cierto que no cabe exigir corrección política o ideológica a obras que califican como cine legítimo. Es una vieja discusión que hoy luce superada. Pero ello no impide sospechar que, éticamente hablando, están al margen del objetivo onusiano de “fomentar entre las naciones relaciones de amistad”.
De ahí que, si los inmigrantes italianos del siglo pasado no lo pasaban bien cuando se los identificaba con los gangsters de Al Capone, algo similar está sucediendo con los inmigrantes árabes o “hispanos”, vistos al trasluz de los filmes sobre narcos y terroristas islámicos. En muchos espectadores éstos dejan un sedimento de desconfianza hacia todo extranjero “geográficamente incorrecto”.
Por todo lo señalado, el cine vía streaming es una ventana de oportunidad para los viejos cineaficionados. Bienvenido sea. Pero, en paralelo y aunque se asimile en solitario, parte de él tiene un impacto social y político discriminatorio, al margen de la voluntad de sus autores actores, técnicos y distribuidores.
Es un fenómeno que requiere atención pues, por lo que vemos en la vida real, hay políticos dispuestos a interpretar, chauvinista y xenofóbicamente, las malandanzas que los personajes extranjeros escenifican desde las pantallas.
El cine negro norteamericano de los años 30, en su versión gangsters, fue el pilar estético de la cosa nostra made in Hollywood. Sus historias, que tenían como protagonistas a los descendientes de inmigrantes que inauguraron el crimen organizado, fueron narradas y embellecidas gracias al “punto de vista”. El espectador las apreciaba más desde la perspectiva de quienes vivían peligrosamente, como Al Capone, Frank Costello o Lucky Luciano, que desde la mirada de sus víctimas y de la policía, con la relativa excepción de Elliot Ness y sus “intocables”.
Con los años, ese cine llegó a versiones tan sofisticadas como El Padrino, de Francis Ford Coppola (1972), con su gang de inmigrantes italianos arribistas y Érase una vez en America, de Sergio Leone (1984), con sus mafiosos hijos de la diáspora judía. En ambos casos, la ambición autoral desbordó en tan larguísimos metrajes (más de seis horas), que fueron improyectables en versión unitaria. Si una sola película duraba el equivalente a las tres sesiones canónicas, los exhibidores tendrían que haber triplicado el precio de los tickets (obviamente, nadie insinuó reducir sus ganancias).
Previendo el dilema, Ford Coppola se resignó a presentar su obra en tres partes, para no sacrificar metraje. Confió en la memoria adictiva de los espectadores. Leone, por el contrario, siguió el consejo de Federico Fellini según el cual “una emoción no se interrumpe”. Aceptó podar metraje, reduciendo su película de seis a cuatro horas para Europa y a dos horas y media para los Estados Unidos. Por lo mismo, el resultado fue diferenciado. Mientras la versión europea permite apreciar su filme como una obra maestra, la versión norteamericana la reduce al nivel de cualquier película de pistoleros, aunque con música de Ennio Morricone.
SISTEMA PARA UN CINE RENOVADO
Sucede que hoy ni siquiera existe esa mala opción entre dividir y mutilar, impuesta por los exhibidores. En las multisalas con sede en los grandes malls, se proyecta cine de consumo más popcorn y el cine de autor es una rareza casi absoluta. Además, de caerles en suerte un larguísimometraje de calidad, nadie controlaría si son recortados para ajustarlos al formato estándar. Películas y horarios son tan interadaptables como las piezas de un lego.
¿Significa esto que ya no hay plataforma idónea para los creadores audaces y de largo aliento?
Afortunadamente, siempre hay un chapulín a mano para salir de apuros y, en este caso, el primero fue Netflix y su oferta. Mediante la conjunción de los “culebrones” (teleseries latinoamericanas) con el streaming, abrió un forado en los sistemas de exhibición, independizando los filmes de los horarios y, por añadidura, de las multisalas. Se descubrió, así, un nicho gigante que tolera desde cortos de animación y documentales, hasta filmes y series de cualquier duración y de cualquier procedencia. Como aquí es el abonado quien decide cuanto tiempo dedicar al visionado, el menú del sistema incluye, por ejemplo, las tres partes de El Padrino, para que sean vistas en diferido o en una sola maratón. También estuvo disponible el filme de Leone en su versión europea.
Por cierto, Netflix y sus competidores actuales exhiben más cine-chatarra que de calidad. Pero lo importante es que, por razones de prestigio o lo que sea, indujeron una segmentación benigna en el mercado del entertainment. En su sistema hay nicho tanto para “los clásicos”, que tanto apreciaron los nobles chiflados del cine de autor, como para filmes de buena factura, producidos en abierta competencia con los estudios tradicionales.
Sobre esa base, el nuevo sistema está realizando el sueño de Gabriel García Márquez: producir “culebrones” de alta calidad técnica, con base en cualquier sociedad nacional. Al efecto, abrió una trocha para productos cinematográficos que, más que horas, requieren días, semanas y hasta meses de visionado. Es lo que se llama “temporadas”, novísimo equivalente audiovisual de lo que, en la viejísima literatura, se conocía como folletines.
Y, como la necesidad crea el órgano, la larga duración de las teleseries del streaming ha llevado a una sorprendente pluralidad directoral. Las “temporadas”, incluso los episodios independientes, hoy pueden tener distintos directores, con lo cual está naciendo el cine de autor colectivo. Para ejemplificar, ahí están Homeland y House of cards, ya incorporadas a la cultura global del plasma.
DEL MUNDO DE VITO CORLEONE…
Por otra parte y de refilón, el nuevo sistema ha redescubierto el alto rating que tenían los filmes de la contrasociedad delictual, con su dotación de hijos mafiosos de inmigrantes.
Hoy por hoy, algunos de los mejores culebrones netflixianos tienen que ver con la contracultura supranacional del crimen organizado y del terrorismo. Si entre los años 20 y 40 mostraban a los gangsters de ala ancha y acento italiano, que creaban imperios barriales y hasta nacionales, burlando “la prohibición”, hoy los exhibidos son los talibanes, los agentes secretos y los políticos coludidos con los narcotraficantes transnacionales. Por añadidura, el espectador-target es, ahora, de carácter global, por la masificación del turismo y porque los grandes desplazamientos humanos, que se sintetizan en las migraciones, han aportado una mayor receptividad hacia los mundos transfronterizos.
Impresiona la cantidad de teleseries que exploran esa veta. La notable Fauda, producción israelí, es de un realismo brutal respecto a la guerra subterránea entre los agentes secretos del Mossad y de Hamas. Otras tienen como referente la vida, pasión y muerte del capo colombiano Pablo Escobar. Entre estas destaca La Reina del Sur –primera temporada- por su perfecto ensamblaje del culebrón caribeño con la calidad técnico-actoral que demanda el streaming. En sus 63 episodios muestra la contrasociedad del narcotráfico organizado, con escenarios en altos y bajos fondos de México, Marruecos, España y Colombia. Como en el caso de El Padrino, la raíz de la proeza es literaria. Está en la novela homónima del español Arturo Pérez-Reverte, quien suele aplicar lo aprendido en los grandes folletines del pasado.
La puesta en cine de la novela, producida por Telemundo, muestra a “buenos” que son malos y a “malos” que son pésimos. En ese reparto amoral, la reina metafórica es Teresa Mendoza (a) “la mexicana”, niña abusada en su infancia, cambista callejera en su juventud y pareja de un traficante que resultó ser agente de la DEA. Tras el asesinato de éste, dispuesto por el capo del cartel de Sinaloa, ella inicia una carrera delictual hacia la venganza. Un coro de “guaruras” o guardaespaldas -la fuerza de represión de esa sociedad subterránea- completa el frondoso reparto.
… AL MUNDO DE LA NO FICCIÓN
Inevitablemente, aquello induce identificaciones confusas. Con certeza, el abonado de Netflix solidarizará en más de una secuencia con los narcotraficantes “buenos” de la Reina del Sur. No quiere que la policía descubra los cargamentos que transportan. Agréguese que la confusión tiene un fuerte anclaje en la realidad misma. Por ejemplo, cuando el narcotraficante de ficción -capo del cartel de Sinaloa- postula a la Presidencia de México, comienza por asesinar a su rival. Es un episodio que reproduce, fielmente, el asesinato de Luis Donaldo Colossio, el “destapado” del PRI en 1994. Además, la actriz Kate del Castillo -“la reina” de la ficción- terminó proyectando su personaje a la realidad, cuando entró en cariñosa relación con “el mero mero”, como dicen los mexicanos. Es decir, con Joaquín “el Chapo” Guzmán, capo de carne y hueso del cartel de Sinaloa.
Es que, como en el blanco y negro del viejo cine, la fórmula sigue siendo la de homologar, subliminalmente, los códigos de la sociedad establecida con los de la contrasociedad transnacional. Y, como en el teatro de Bertolt Brecht, tanto homologar termina produciendo efectos sociales y políticos confusos.
Habría que investigar, por tanto, si la homologación confusa seguirá siendo lo que era, o si producirá impactos de nuevo tipo, con base en la globalización y las nuevas tecnologías. La interrogante ya está planteada respecto a los inmigrantes y a los conflictos valóricos, ideológicos, económicos y políticos que ha traído su masividad. Pero, además, está llegando al meollo mismo de los sistemas políticos con plataforma democrática.
Es lo que está sucediendo en Brasil, tras las dos temporadas de El mecanismo. Una teleserie de audacia sorprendente, en cuanto muestra una “versión libre” de la colusión de gobernantes, parlamentarios, empresarios y tecnólogos de la delincuencia organizada, en el marco de la operación Lava Jato. El hecho de que se estrenara poco antes del juicio que llevó a la cárcel al ex presidente Lula da Silva, fue denunciada por algunos como una estrategia de marketing. De hecho, hubo partidarios de Lula que llegaron a pedir a los suscriptores de Netflix que cancelaran su cuenta, como protesta.
CONCLUYENDO
Por lo visto, hay un nuevo cine, de buena factura, que muestra la fraternidad subterránea que une a Don Corleone con el Presidente norteamericano Frank Underwood, de House of Cards. Esto, con el añadido de que algunos gobernantes de la vida real se esmeran en actualizar las semejanzas.
Es cierto que no cabe exigir corrección política o ideológica a obras que califican como cine legítimo. Es una vieja discusión que hoy luce superada. Pero ello no impide sospechar que, éticamente hablando, están al margen del objetivo onusiano de “fomentar entre las naciones relaciones de amistad”.
De ahí que, si los inmigrantes italianos del siglo pasado no lo pasaban bien cuando se los identificaba con los gangsters de Al Capone, algo similar está sucediendo con los inmigrantes árabes o “hispanos”, vistos al trasluz de los filmes sobre narcos y terroristas islámicos. En muchos espectadores éstos dejan un sedimento de desconfianza hacia todo extranjero “geográficamente incorrecto”.
Por todo lo señalado, el cine vía streaming es una ventana de oportunidad para los viejos cineaficionados. Bienvenido sea. Pero, en paralelo y aunque se asimile en solitario, parte de él tiene un impacto social y político discriminatorio, al margen de la voluntad de sus autores actores, técnicos y distribuidores.
Es un fenómeno que requiere atención pues, por lo que vemos en la vida real, hay políticos dispuestos a interpretar, chauvinista y xenofóbicamente, las malandanzas que los personajes extranjeros escenifican desde las pantallas.
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EUFEMISMOS CHILENOS SELECCIONADOS
José Rodríguez Elizondo
En medio del "estallido" chileno, un amigo me advirtió, amargo, que vivir dos veces en una vida una crisis de alta intensidad "es un abuso de confianza". Es lo que nos está sucediendo a los chilenos mayores y tiene mucho parangón con lo que nos sucedió en 1973. Supersticiosamente no nos atrevemos a confesarlo y recurrimos a la vieja institución del eufemismo chilensis.
Publicado en El Mercurio, 19.12.2019
No es casual que hoy evoquemos a George Orwell, su distopía “1984” y esa “neohabla” que afirmaba la tiranía en la ignorancia del idioma. Lo hacía eliminando vocablos inconvenientes e inventando términos sustitutos, para “hacer impracticable cualquier otro modo de dar forma al pensamiento”.
¿Les suena esto?
Lo pregunto pues mi hipótesis de trabajo es que la neohabla es una variable del eufemismo chilensis. Se le ocurrió a Orwell en una visita ignorada, que le permitió estudiar nuestra capacidad para soslayar, verbalmente, cualquier realidad ingrata.
Para muestra actualizada los siguientes ocho botones:
1.- A más de 50 días de destrucción empírica de Chile, muchos –sobre todo en la tele- siguen hablando de “manifestaciones pacíficas”. Calza perfecto con el primer lema orwelliano: “La Guerra es Paz”.
2.- En vez de “subversión” –voz lexicológicamente más certera- hemos escuchado, sucesivamente, “protesta social”, “resistencia” y “estallido”. Sólo una fuerza política se acercó a la franqueza, planteando que el Presidente debía renunciar.
3.- El adjetivo “complejo”, es el gran comodín del evento. Hoy todo es complejo: Reemplazar al supermercado incendiado. Saber dónde se detiene el metro. Atravesar calles sin semáforos. Retener a los delincuentes. Llamar a la policía en casos de apuro privado. Combinar una agenda social con una de seguridad. Sesionar en un Congreso rodeado por “manifestantes pacíficos”. Un político dio la nota máxima al decir que “sería complejo” destituir al Jefe de Estado.
4.- Algunos manifestantes no se caracterizan por el patriotismo. Arrastran la bandera nacional por el suelo, la pintan de negro, asaltan la embajada argentina, destruyen bustos y monumentos de héroes epónimos (palabra que tal vez ignoran). El paradigma es el monumento al general Baquedano que lo tienen hecho un asco. Tal vez por eso, en un alarde de eufemismo total, quieren que el lugar pase a llamarse Plaza Dignidad.
5.- Quienes promueven (de soslayo) la amalgama manifestantes-saqueadores, rechazan una tipificación penal que separe la paja del trigo. Equivaldría a “criminalizar la protesta social” y “el derecho a la desobediencia civil”. En esa línea, las barricadas serían expresiones legítimas de “resistencia”. Ignoran que la palabra “resistencia” tiene una acepción beligerante, por lo cual también merece un eufemismo.
6.- La inepcia de quienes se ocuparon (despreocuparon) del tema “inteligencia política”, está ampliamente asumida. Dejaron pasar, colados, la bomba en una estación del metro, las bombas molotov de “los mamelucos blancos”, el colapso del Instituto Nacional, la disciplina militar de “los capuchas” y los funerales estruendosos de los narcos. Por lo mismo, tal déficit parecía imposible de esquivar semánticamente… ¡pero se pudo! Según una descripción del fenómeno, “Chile carece de un sistema institucionalizado de análisis prospectivo”.
7.- El eufemismo anterior se relaciona con la subestimación de quienes han diseñado, en modo dinámico, la estrategia y tácticas del “estallido”, incluso con métodos terroristas. Según eufemismo subordinado, serían pequeños grupos anarquistas que saben usar las redes sociales. Algo así decían el zar y sus agentes respecto a Lenin y Trotsky, quienes ni siquiera disponían de internet.
8.- Aunque la crisis macro de 1970-73 fue muy diferente en lo político, sería tonto ignorar que devino en ingobernabilidad, liquidó el Estado de Derecho Democrático y la crisis actual podría apuntar a lo mismo. Es una semejanza que se trata de ocultar con tres eufemismos funcionales: entonces estaba la guerra fría, los partidos políticos representaban corrientes de opinión y la economía socializada era una opción real.
DIAGNÓSTICO: asumiendo que la democracia no está asegurada y que las demandas sociales en curso son justas, masivas y acumuladas, la solución de la crisis exige un sacrificio supremo, aplicable incluso a Su Excelencia: hay que sincerar el lenguaje. Haciéndolo, será más fácil reconocer que la sociedad de mercado es incompatible con el humanismo, que cuidar la fuerza legítima del Estado es un deber político-patriótico y que debemos afirmar la institucionalidad vigente para no arriesgar una nueva dictadura.
Por último, como en Chile hay que hacer alguna cita para ser tomado en serio, termino con la siguiente de mi maestro Jorge Millas: “La enajenación del hombre, en la sociedad de masas, implica la destrucción de la sociedad misma”.
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VISTAZO AL REPARTO Y TRES CITAS DEL PASADO
José Rodríguez Elizondo
A cuarenta días del reventón, la violencia no amaina y los partidos políticos chilenos de talante democrático no asumen que la situación es gravísima. Esa democracia que tantos costó recuperar, otra vez se está equilibrando al borde la cornisa. Es lo que percibimos, con mayor agudeza, los veteranos del golpe de Estado de 1973
Publicado en El Mercurio, 28.11.19
Para opinantes extranjeros, a partir del 18 de octubre Chile mutó de “oasis” a “espejismo”. Nosotros, buenos cultores del eufemismo, preferimos hablar de “malestar social” (los minimalistas) o de “estallido social” (los maximalistas).
Profundizando en la veta propia y ante la ausencia de alternativa socialista, los actores económicos heterodoxos reconocen la justicia de algunas demandas y vuelven a descubrir la economía mixta de Paul Samuelson. Los ortodoxos optan por una autocrítica acotada y asumen que los brillantes indicadores ocultaban la opacidad oligopólica de los mercados, con el abuso o colusión de los malos empresarios. También se asoman a realidades como el estrés del endeudamiento fácil, el crecimiento de las desigualdades y la arrastrada crisis cultural con epicentro en la enseñanza. Los más audaces aceptan que Lord Keynes no estaba del todo equivocado. Algo tendría que hacer el Estado en temporada de crisis.
Los actores políticos oficialistas, no se meten en esas honduras. Asumen la penuria de la inteligencia civil y el carácter acumulativo de los procesos. Esto significa que el reventón se incubó hace 30 años y, por tanto, todos son responsables. Los díscolos añaden el autoritarismo presidencial.
Desde la oposición todos exploran la consabida “oportunidad de la crisis”. Para la derecha extrema, ayudaría a llegar al poder sin concesiones demagógicas. Las izquierdas, por su lado, apuestan a sacar las castañas de su malestar sectorial con la pata de un gobierno debilitado. En esa línea impulsan “un nuevo pacto social”, con base en la Constitución que soñaron a inicios de la transición. De paso, dan un coscorrón al expresidente Ricardo Lagos, por haberse limitado a modificar la Constitución de Pinochet.
Los políticos antisistémicos están en otra. Para ellos la oportunidad apunta a la defenestración de Sebastián Piñera, quien hoy sería nadie y a quien nadie defendería. Ergo, pese a sus vándalos, saqueadores, profanadores, incendiarios y terroristas, el clima del estallido y de su espectáculo televisivo debiera mantenerse. Para ese efecto, la violación de derechos humanos en democracia, por parte de policías -formalizados o formalizables-, equivaldría a la violación sistemática e impune producida en dictadura.
¿Y después de Piñera qué?
En ese futurible, los émulos de Bakunin visualizan la libertad absoluta del anarquismo, los sostenedores locales de Nicolás Maduro saborean su venganza y los doctrinarios trotskistas, stalinistas y leninistas sueñan con una réplica del asalto al Palacio de Invierno. Sólo una tesis los une: buscar la unidad nacional sería “incorrecto”, pues afirmaría el sistema.
En resumidas cuentas, los chilenos mayoritarios estamos pagando la factura de quienes subestimaron los equilibrios macropolíticos y, en paralelo, descuidaron la relación con la fuerza legítima del sistema. Fue fatal –lo estamos viendo- haber ignorado la corrupción de los altos mandos del Cuerpo de Carabineros y fue imprudente haber discontinuado la buena relación civil-militar, simbolizada en el “nunca más” del hoy procesado general Juan Emilio Cheyre.
Por eso, el “estallido” es un escapismo para ocultar la amenaza de una ruptura institucional o –algunos lo han dicho- de una guerra civil. En rigor semántico, hoy estamos ante una crisis del sentimiento patrio, la política, el derecho, la democracia y, por ende, del Estado de Derecho Democrático de Chile. Y si esto no se frasea así, es porque no hay memoria que dure cien años o porque nuestros ciudadanos jóvenes no tienen la vivencia de 1973.
Esto último ya lo han apuntado contemporáneos, entre los que me incluyo, que vivieron y sufrieron esa experiencia traumática. Por eso, hoy prefiero remitirme a dos líderes demócratacristianos de entonces que, desde distintas posiciones, describieron la precuela y lamentaron la secuela de nuestro 11-S. El primero fue Radomiro Tomic, cuando advirtió, en agosto de 1973, que “todos estamos empujando a la democracia chilena al matadero (lo cual) amenaza sumergir al país tal vez por muchos años”. El otro fue el ex Presidente Eduardo Frei Montalva, nueve años después, cuando convirtió la profecía de Tomic en un triste augurio: “el país no volverá a ser nunca más lo que fue”.
Ante esas palabras escalofriantes, me tienta poner en forma interrogativa y paritaria una de las últimas frases de Salvador Allende:
¿Superarán otros hombres y mujeres este momento gris y amargo?
Para opinantes extranjeros, a partir del 18 de octubre Chile mutó de “oasis” a “espejismo”. Nosotros, buenos cultores del eufemismo, preferimos hablar de “malestar social” (los minimalistas) o de “estallido social” (los maximalistas).
Profundizando en la veta propia y ante la ausencia de alternativa socialista, los actores económicos heterodoxos reconocen la justicia de algunas demandas y vuelven a descubrir la economía mixta de Paul Samuelson. Los ortodoxos optan por una autocrítica acotada y asumen que los brillantes indicadores ocultaban la opacidad oligopólica de los mercados, con el abuso o colusión de los malos empresarios. También se asoman a realidades como el estrés del endeudamiento fácil, el crecimiento de las desigualdades y la arrastrada crisis cultural con epicentro en la enseñanza. Los más audaces aceptan que Lord Keynes no estaba del todo equivocado. Algo tendría que hacer el Estado en temporada de crisis.
Los actores políticos oficialistas, no se meten en esas honduras. Asumen la penuria de la inteligencia civil y el carácter acumulativo de los procesos. Esto significa que el reventón se incubó hace 30 años y, por tanto, todos son responsables. Los díscolos añaden el autoritarismo presidencial.
Desde la oposición todos exploran la consabida “oportunidad de la crisis”. Para la derecha extrema, ayudaría a llegar al poder sin concesiones demagógicas. Las izquierdas, por su lado, apuestan a sacar las castañas de su malestar sectorial con la pata de un gobierno debilitado. En esa línea impulsan “un nuevo pacto social”, con base en la Constitución que soñaron a inicios de la transición. De paso, dan un coscorrón al expresidente Ricardo Lagos, por haberse limitado a modificar la Constitución de Pinochet.
Los políticos antisistémicos están en otra. Para ellos la oportunidad apunta a la defenestración de Sebastián Piñera, quien hoy sería nadie y a quien nadie defendería. Ergo, pese a sus vándalos, saqueadores, profanadores, incendiarios y terroristas, el clima del estallido y de su espectáculo televisivo debiera mantenerse. Para ese efecto, la violación de derechos humanos en democracia, por parte de policías -formalizados o formalizables-, equivaldría a la violación sistemática e impune producida en dictadura.
¿Y después de Piñera qué?
En ese futurible, los émulos de Bakunin visualizan la libertad absoluta del anarquismo, los sostenedores locales de Nicolás Maduro saborean su venganza y los doctrinarios trotskistas, stalinistas y leninistas sueñan con una réplica del asalto al Palacio de Invierno. Sólo una tesis los une: buscar la unidad nacional sería “incorrecto”, pues afirmaría el sistema.
En resumidas cuentas, los chilenos mayoritarios estamos pagando la factura de quienes subestimaron los equilibrios macropolíticos y, en paralelo, descuidaron la relación con la fuerza legítima del sistema. Fue fatal –lo estamos viendo- haber ignorado la corrupción de los altos mandos del Cuerpo de Carabineros y fue imprudente haber discontinuado la buena relación civil-militar, simbolizada en el “nunca más” del hoy procesado general Juan Emilio Cheyre.
Por eso, el “estallido” es un escapismo para ocultar la amenaza de una ruptura institucional o –algunos lo han dicho- de una guerra civil. En rigor semántico, hoy estamos ante una crisis del sentimiento patrio, la política, el derecho, la democracia y, por ende, del Estado de Derecho Democrático de Chile. Y si esto no se frasea así, es porque no hay memoria que dure cien años o porque nuestros ciudadanos jóvenes no tienen la vivencia de 1973.
Esto último ya lo han apuntado contemporáneos, entre los que me incluyo, que vivieron y sufrieron esa experiencia traumática. Por eso, hoy prefiero remitirme a dos líderes demócratacristianos de entonces que, desde distintas posiciones, describieron la precuela y lamentaron la secuela de nuestro 11-S. El primero fue Radomiro Tomic, cuando advirtió, en agosto de 1973, que “todos estamos empujando a la democracia chilena al matadero (lo cual) amenaza sumergir al país tal vez por muchos años”. El otro fue el ex Presidente Eduardo Frei Montalva, nueve años después, cuando convirtió la profecía de Tomic en un triste augurio: “el país no volverá a ser nunca más lo que fue”.
Ante esas palabras escalofriantes, me tienta poner en forma interrogativa y paritaria una de las últimas frases de Salvador Allende:
¿Superarán otros hombres y mujeres este momento gris y amargo?
Bitácora
CHILE: SIGUE EL ESTALLIDO
José Rodríguez Elizondo
El "estallido social", como se abrevia en Chile, sigue vigente. Se ha convertido en un evento serial y, popr tanto, las entrevistas siguen siendo más rápidas y actualizadas que un texto escrito ad-hoc. A mi juicio, ésta que me hizo la periodista peruana Mariella Sausa, del diario Perú21 cumple esos requisitos. Da cuenta de lo que, desgraciadamente, sigue sucediendo en mi país
Después de un mes de protestas ¿cómo está Chile?
Está muy averiado y en algunos lugares luce como una imagen de Siria. Fue como si, de repente en la primavera, un enemigo hubiera destruido nuestros sistemas de transporte, cortado nuestras líneas de abastecimiento e inducido el pánico social. Para ese efecto fue muy eficiente el salvajismo de los delincuentes, “encapuchados” o no, con su incendio de iglesias, saqueo de supermercados y vandalización de símbolos históricos y patrióticos
¿Nadie lo previó? ¿Fue un reventón espontáneo?
No lo previeron quienes debieron preverlo. Ningún político sospechó que el malestar económicosocial acumulado tendría un reventón. Y menos, que tenía que ver con el repudio a los políticos mismos, por vivir en una burbuja. Sin embargo, ya había síntomas ominosos, incluso durante el gobierno anterior. Presuntos o genuinos estudiantes incendiaban buses, lanzaban bombas molotov, colocaban explosivos en accesos al metro y vandalizaban locales escolares emblemáticos. Además, estaba el complicado tema de la Araucanía, con la tendencia autonomista de la etnia mapuche y el mal manejo de la policía. Por eso sostuve, desde el inicio, que de espontaneísmo nada. El upgrade subversivo era perfectamente previsible para una inteligencia técnica entrenada y con manejo de las redes sociales.
3.- ¿Cómo explica la ineficiencia de los aparatos de inteligencia?
No hay causa única. Indirectamente está el contraste entre el climático bienestar de los indicadores económicos y la angustia anticlimática de las víctimas de la desigualdad. También está el mal manejo del tema militar, secuela de la larga dictadura y la corrupción de oficiales de la policía uniformada, que minó el bien ganado prestigio de los carabineros. Pero, más importante fue lo ya dicho: el ensimismamiento de los políticos, poco representativos de la sociedad y excesivamente bien remunerados. Desde sus reyertas de endogrupo y sus trincheras clientelares, se preocupaban más del poder propio que de la eficiencia en la Administración. Además, desconfiando de la inteligencia castrense y policial, desde distintas perspectivas, descuidaron la necesidad de potenciar la inteligencia civil. Para expertos en fábulas, fueron como los conejos que discutían si sus enemigos eran galgos o podencos.
¿Hubo una organización política tras el reventón?
Hasta hoy no existe organización identificada. Esto me hizo recordar, con un escalofrío, el Perú de Sendero Luminoso, sus años de incubación y el tiempo que pasó antes de que Abimael y los suyos fueran identificados como algo más que delincuentes serranos. Con todo, ya se acepta que hubo un centro organizativo, que usó las protestass pacíficas como cobertura, empleó los métodos terroristas que están en todos los manuales y supo crear espacios de impunidad para los delincuentes. Incluso existen videos que muestran individuos llamando a derribar al gobierno. Sólo faltaría ponerles el cascabel.
¿La propuesta de una nueva Constitución podrá solucionar la crisis política y social? ¿Por qué es importante que Chile se libere de la Constitución de 1980?
Ha sido un buen motivo para que la clase política recapacite, trate de recuperar su rol y, por añadidura, amaine la violencia. Esto ya es ganancia pura. En cuanto a lo segundo, aunque parezca raro en este mundo tan materialista, el factor espiritual existe. Quiero decir que, al margen de sus normas, la Constitución de 1980 es un reducto simbólico de la dictadura. En 2005 el Presidente Ricardo Lagos subestimó ese simbolismo, tras extirparle los artículos que garantizaban la hegemonía del pinochetismo político. Puso su firma al texto reformado, borró la del dictador y proclamó que Chile pasaba a tener una Constitución totalmente democrática. El tiempo demostró que el símbolo sobrevivía como un zombi. Desde esa perspectiva, es bueno que la clase política acepte que puede haber una nueva Constitución, más allá de si se mantiene o no un modelo de “Estado subsidiario”, que es el punto clave para los constitucionalistas.
Una de las características de la actual Constitución es que para modificarla se necesitaba una mayoría importante en el Congreso. ¿Eso se debería modificar?
Toda Constitución debe aprobarse mediante una mayoría calificada, que la haga representativa del país, por sobre partidos o ideologías. De no ser así, sólo representaría a un sector de la sociedad, a tenor de mayorías políticas de ocasión o abriría paso a las dictaduras constitucionalizadas en la línea chavista.
¿Como quedó el gobierno de Piñera tras lo sucedido?
Creo que el Presidente supo reaccionar con el pragmatismo que exigía el momento, Convocó y escuchó a los dirigentes de la oposición, hizo cambios drásticos en su gabinete y llamó a preservar la paz y la democracia con la razón y no con la fuerza. Paradójicamente, quienes antes lo criticaban por estar avasalladoramente en todo, ahora lo critican por haber privilegiado el consenso, relativizando su protagonismo personal.
Hubo políticos que se restaron a esa convocatoria…
Sí, los comunistas, que han optado por acusar al Presidente con base en la actual Constitución.
Está muy averiado y en algunos lugares luce como una imagen de Siria. Fue como si, de repente en la primavera, un enemigo hubiera destruido nuestros sistemas de transporte, cortado nuestras líneas de abastecimiento e inducido el pánico social. Para ese efecto fue muy eficiente el salvajismo de los delincuentes, “encapuchados” o no, con su incendio de iglesias, saqueo de supermercados y vandalización de símbolos históricos y patrióticos
¿Nadie lo previó? ¿Fue un reventón espontáneo?
No lo previeron quienes debieron preverlo. Ningún político sospechó que el malestar económicosocial acumulado tendría un reventón. Y menos, que tenía que ver con el repudio a los políticos mismos, por vivir en una burbuja. Sin embargo, ya había síntomas ominosos, incluso durante el gobierno anterior. Presuntos o genuinos estudiantes incendiaban buses, lanzaban bombas molotov, colocaban explosivos en accesos al metro y vandalizaban locales escolares emblemáticos. Además, estaba el complicado tema de la Araucanía, con la tendencia autonomista de la etnia mapuche y el mal manejo de la policía. Por eso sostuve, desde el inicio, que de espontaneísmo nada. El upgrade subversivo era perfectamente previsible para una inteligencia técnica entrenada y con manejo de las redes sociales.
3.- ¿Cómo explica la ineficiencia de los aparatos de inteligencia?
No hay causa única. Indirectamente está el contraste entre el climático bienestar de los indicadores económicos y la angustia anticlimática de las víctimas de la desigualdad. También está el mal manejo del tema militar, secuela de la larga dictadura y la corrupción de oficiales de la policía uniformada, que minó el bien ganado prestigio de los carabineros. Pero, más importante fue lo ya dicho: el ensimismamiento de los políticos, poco representativos de la sociedad y excesivamente bien remunerados. Desde sus reyertas de endogrupo y sus trincheras clientelares, se preocupaban más del poder propio que de la eficiencia en la Administración. Además, desconfiando de la inteligencia castrense y policial, desde distintas perspectivas, descuidaron la necesidad de potenciar la inteligencia civil. Para expertos en fábulas, fueron como los conejos que discutían si sus enemigos eran galgos o podencos.
¿Hubo una organización política tras el reventón?
Hasta hoy no existe organización identificada. Esto me hizo recordar, con un escalofrío, el Perú de Sendero Luminoso, sus años de incubación y el tiempo que pasó antes de que Abimael y los suyos fueran identificados como algo más que delincuentes serranos. Con todo, ya se acepta que hubo un centro organizativo, que usó las protestass pacíficas como cobertura, empleó los métodos terroristas que están en todos los manuales y supo crear espacios de impunidad para los delincuentes. Incluso existen videos que muestran individuos llamando a derribar al gobierno. Sólo faltaría ponerles el cascabel.
¿La propuesta de una nueva Constitución podrá solucionar la crisis política y social? ¿Por qué es importante que Chile se libere de la Constitución de 1980?
Ha sido un buen motivo para que la clase política recapacite, trate de recuperar su rol y, por añadidura, amaine la violencia. Esto ya es ganancia pura. En cuanto a lo segundo, aunque parezca raro en este mundo tan materialista, el factor espiritual existe. Quiero decir que, al margen de sus normas, la Constitución de 1980 es un reducto simbólico de la dictadura. En 2005 el Presidente Ricardo Lagos subestimó ese simbolismo, tras extirparle los artículos que garantizaban la hegemonía del pinochetismo político. Puso su firma al texto reformado, borró la del dictador y proclamó que Chile pasaba a tener una Constitución totalmente democrática. El tiempo demostró que el símbolo sobrevivía como un zombi. Desde esa perspectiva, es bueno que la clase política acepte que puede haber una nueva Constitución, más allá de si se mantiene o no un modelo de “Estado subsidiario”, que es el punto clave para los constitucionalistas.
Una de las características de la actual Constitución es que para modificarla se necesitaba una mayoría importante en el Congreso. ¿Eso se debería modificar?
Toda Constitución debe aprobarse mediante una mayoría calificada, que la haga representativa del país, por sobre partidos o ideologías. De no ser así, sólo representaría a un sector de la sociedad, a tenor de mayorías políticas de ocasión o abriría paso a las dictaduras constitucionalizadas en la línea chavista.
¿Como quedó el gobierno de Piñera tras lo sucedido?
Creo que el Presidente supo reaccionar con el pragmatismo que exigía el momento, Convocó y escuchó a los dirigentes de la oposición, hizo cambios drásticos en su gabinete y llamó a preservar la paz y la democracia con la razón y no con la fuerza. Paradójicamente, quienes antes lo criticaban por estar avasalladoramente en todo, ahora lo critican por haber privilegiado el consenso, relativizando su protagonismo personal.
Hubo políticos que se restaron a esa convocatoria…
Sí, los comunistas, que han optado por acusar al Presidente con base en la actual Constitución.
Editado por
José Rodríguez Elizondo
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850
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