Bitácora
EL VIRUS QUE NOS DESUNE
José Rodríguez Elizondo
Está claro que los humanos no nos asumimos como terrícolas. Ante esta pandemia que azota al planeta, con secuelas inevitables para la vida de todos, seguimos pensando en términos de política doméstica. En mi país hay quienes creen que es un buen momento para cambiar al gobernante, ignorando que no se cambia de caballo en medio de la corriente. En la superpotencia de Occidente, Donald Trump está más preocupado de transformar su guerra comercial con China en una segunda temporada de la Guerra Fría, pensando que así asegura su reelección presidencial.
Quienes comprenden lo que está pasando, saben que el coronavirus es una advertencia planetaria que nos obliga, para sobrevivir, a encontrar un equilibrio entre la salud del cuerpo, la mente y la economía. El problema es que los políticos, destinatarios naturales de la advertencia, no dan señales de querer enfrentarla en su propio mérito. Siguen privilegiando sus filias y fobias domésticas, contagiando con sus altanerías a la periferia opinante y soslayando la necesidad de un límite claro a sus privilegios. Chile no es una excepción a este déficit de humildad.
IDEALISMO SIN FUERZA
Si pensamos en las grandes catástrofes, como terremotos y guerras, la unidad nacional sólo es el primer reflejo de los patriotas, humanistas, religiosos no fundamentalistas y otros especímenes de la buena onda. Si la catástrofe es de dimensión global, como la pandemia que terrorífica nos baña, ese reflejo apunta hacia la unidad humana. Todos debiéramos unirnos para salvar el planeta. Mijail Gorbachov, el gran Terminator soviético de la Guerra Fría, lo expresó de manera ejemplar en reciente texto publicado en la revista Time. Estamos ad portas de una nueva civilización, dijo y “las decisiones tendrán que ser tomadas por toda la comunidad mundial”.
Lamento decirlo, pero aquello es romanticismo puro. Cualquiera sabe que los terremotos son plataforma de vándalos y saqueadores, inducen la intervención de las fuerzas institucionales y producen réplicas existenciales en los políticos que cultivan rencores pretéritos o ideológicos contra ellas. Además, no hay guerra, por mundial que sea, sin saboteadores internos, opositores duros y revolucionarios -de izquierdas y derechas- que creen llegada su oportunidad política, a veces con éxito temporal. Cuando terminaba la Guerra de Secesión en los Estados Unidos, un conspirador confederado asesinó a Abraham Lincoln, para mantener viva a la muerte. Durante la Primera Guerra Mundial, con Rusia como país combatiente, los líderes del malestar social derrocaron al inepto zar Nicolás II, luego aserrucharon el piso al socialprogresista Alexandr Kerenski y así comenzó la revolución rusa.
Inspirados en esa realidad, los clásicos de la ciencia-ficción se han esmerado en contarnos la agonía del planeta por mal comportamiento de sus habitantes, con la consiguiente búsqueda de otro domicilio cósmico. Herbert G. Wells, en su clásico La guerra de los mundos, salvó a la tierra in extremis, pero no gracias a la resistencia de los terrícolas, sino a la acción espontánea de las bacterias domésticas. Fueron éstas las que derrotaron a los invasores alienígenas.
REALISMO PAPAL
En estos días, hasta el Papa Francisco es más realista que Gorbachov. En su homilía En tiempos de pandemia, consigna que “hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo”. Reconoce que la salvación no está dependiendo de los líderes políticos, sino de “personas comunes” que no aparecen en portadas de diarios y revistas ni en las pasarelas del último show. Menciona a médicos, personal sanitario y de supermercados, fuerzas de seguridad, voluntarios, religiosos “y tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo”.
En nuestro Occidente, ideológicamente democrático-liberal, el oportunismo de los políticos de vuelo rasante está convirtiendo al covid-19 en una oportunidad más. En los Estados Unidos, Donald Trump lo aprovecha para mejorar sus posibilidades reelectorales, mediante nuevos fakes, receta de remedios, sugerencia de una acción armada contra la dictadura venezolana, guiño amistoso a Taiwan y la conversión de su guerra comercial con China en una segunda temporada de la Guerra Fría. En Europa, por su lado, ha costado salir del tema del Brexit para entrar al de cómo combatir el virus. Ante la falta de disciplina social y unidad estratégica, sólo destaca la unidad tras el gobierno portugués y el liderazgo en Alemania de Angela Merkel, quien luce la ventaja de una formación universitaria en ciencias exactas.
En América Latina tampoco hay pan que rebanar. Está siendo la región con más bajas y es explicable. A los gobiernos remanentes del grupo ALBA la cuarentena preventiva les facilita pasar inadvertidos, fundiendo sus impunidades antidemocráticas con sus ineficiencias en materia sanitaria. En Venezuela, por ejemplo, Nicolás Maduro se cuelga chovinistamente de la agresividad de Trump y trata de aprovechar el momentum para liquidar a Juan Guaidó. En los dos países geopolíticamente mayores, el virus ha catalizado rasgos culturales regresivos. El presidente AMLO, de México, restó importancia al autocuidado y sugirió confiar en los amuletos. Su homólogo Jair Bolsonaro, de Brasil, comenzó ninguneando al virus (una “gripecita”) y luego recomendó automedicarse con hidroxicloroquina, el remedio que receta Trump.
En Argentina, el Presidente Alberto Fernández optó por un recurso asombroso: una competencia con Chile sobre indicadores de contaminación y una reunión con políticos chilenos opositores –algunos importantes-, para instarlos a recuperar el gobierno. De paso, nuestro embajador en Buenos Aires debió demostrar que sus indicadores eran algo “truchos”.
¿Y COMO ESTAMOS EN CHILE?
Es muy posible que en Chile estuviéramos mejor preparados, gracias a nuestra experiencia en catástrofes naturales y a las buenas redes de salud pública que nos legó nuestra historia institucionalista. De hecho, estaríamos siendo más eficientes que potencias como los Estados Unidos y Rusia.
No hay que ser oficialista para reconocer que aquí se ha dado una trilogía virtuosa: un gobernante que maneja mejor los desafíos telúricos que los políticos; un personal médico, sanitario y de seguridad con espíritu de cruzada, y un Ministro de Salud que asimila impertérrito la peor onda y los más duros garrotazos.
En lo técnico, esto se ha reflejado en una estrategia flexible, con asesoría científica, idónea para enfrentar el insoslayable binomio acierto/error… porque errores ha habido. En lo doctrinario, se pasó del ortodoxo Estado subsidiario al heterodoxo Estado subsidiante, controlador e interventor, afectando incluso atributos del derecho de propiedad. En lo comunicacional, el Presidente hasta ha cedido espacios a sus ministros, que no es poco decir.
Sin embargo, como sociedad política lo estamos haciendo pésimo. No estamos dando ese “ejemplo al mundo” que tanto nos gusta pregonar (aunque pocos extranjeros se enteren). Los dirigentes visibles de la minoritaria oposición dura e ideologizada, dentro y fuera del sistema político, ven la pandemia como una inoportuna interrupción de ese eufemístico “estallido social” que fragilizó al gobierno, ocasionó daños graves a nuestra infraestructura económica y que, dicho francamente, estaba induciendo un vacío de poder. Sobre esa base, inspirados en teorías revolucionarias del pasado y a semejanza de las teleseries de Netflix, ya están ensayando otra temporada.
INTERMEDIO EN EL SISTEMA
En cuanto a los dirigentes de los partidos de la oposición sistémica, herederos sin orgullo de la eficiente Concertación, lucen demasiado listos para criticar in actum las medidas del gobierno y proponer medidas que suponen mucho mejores. Salvo excepciones -que cualquier analista reconoce-, saben que siempre hay una medida mejor que la que toma el gobierno y repiten, en este nuevo contexto, ese juego suicida del “tejo pasado”, que se diera en el gobierno de Salvador Allende. Entonces, mientras maduraba el golpe de Estado, se daba una lucha durísima entre quienes apoyaban las políticas de “transición al socialismo” del programa presidencial y quienes las descalificaban como “simplemente reformistas”.
Desde ese talante, no están colaborando al éxito del binomio salud pública-institucionalidad democrática. Posiblemente influya –aunque de manera perversa- el que la sociedad los vea como parte de una “clase política” con intereses propios y ampliamente impopular. Ante eso, estarían entre la resignación a ocupar el último nivel del cariño en las encuestas y la creencia de que una actitud “firme” contra el gobierno los hará crecer cuando retorne la normalidad.
Notablemente, en las fuerzas políticas y base social del gobierno, tampoco se da la gran cohesión que se requiere. Algunos, subestimando el impacto de las desigualdades socioeconómicas, afirman que ciertas medidas implican abjurar de sus principios liberal-conservadores y asumir las banderas del socialismo. Hay alcaldes que dan la impresión -como los opositores- de estar en un intermedio, tras el cual la vida política seguirá igual. Conscientes de que no hay líderes de peso en las izquierdas tratan de “posicionarse” ante los medios y también formulan alternativas instantáneas a cada nueva medida. Otros actores, ignorando el valor político de las palabras, adoptan los hallazgos semánticos de la oposición más dura y hablan de “la Plaza Dignidad”.
Y de consuno, tras seis años en la agenda política, ni opositores ni oficialistas han sido entusiastas para abolir parte de las remuneraciones excesivas de sus parlamentarios. Y si bien una mayoría de senadores votó a favor de poner límite a su reelección, en conjunto se cuidaron de quedar exentos invocando, astutamente, la irretroactividad de las leyes. Es decir, muchos políticos rentados se consideran con un derecho adquirido a sus curules y no asumen la necesidad de dar señales que ayuden a disminuir la brecha de confianza entre ellos y la opinión pública.
Es algo que les cobrará la ciudadanía cuando retorne cualquier tipo de normalidad.
PERSONALIZANDO CON IRA
En resumidas cuentas y en medio de la pandemia, los actores de la oposición antisistémica no quieren recordar que no se cambia de caballo en medio de la corriente. Los opositores de la clase política no esperan llegar a la otra orilla para desenfundar sus revólveres. Y los políticos oficialistas no asumen la necesidad de subordinar sus vocaciones electorales.
Si hubiera que explicarle a un extranjero por qué en esta democracia chilena actuamos así, no podríamos soslayar el tema de la personalidad de Sebastián Piñera. Es un Presidente que, por lo menos, debiera satisfacer a quienes piden a la política más tecnicidad que retórica, más inteligencia que intuición, más acción ingenieril que “politiquería”. Algo así como lo que representó Jorge Alessandri, su predecesor como mandatario de derechas.
Sucede que el austero y seriote don Jorge (ese “don” no es casual) cumplió bien ese rol, pero no ha sido el caso de Piñera. A este le ha jugado en contra su falta de conceptualización política y, sobre todo, su carácter lúdico (sus “arranques infantiles”, según semblanza de Eugenio Tironi). Lo primero le impide comunicar de manera sintética y atractiva sus decisiones. Lo segundo choca tanto a quienes le exigen un “estilo presidencial”, como a quienes añoran la simpatía simple de Michelle Bachelet en su primer mandato. Por eso, sus errores no forzados, que antes se miraban como soslayables “piñericosas”, ahora se rechazan como insoportables “provocaciones”.
Lo grave para Chile es que, a partir de esas carencias, los críticos del Presidente se han dado un festín que difiere poco de la odiosidad. En las redes sociales saltarle a la yugular es un deporte cotidiano. En los espacios periodísticos es fácil detectar un talante antagónico, expresado en reporteos, entrevistas e imágenes con sesgo. Algunos periodistas lucen como fiscales de película y otros critican medidas antes de que comiencen a aplicarse.
Paradigmático ha sido el caso de la distribución de paquetes con alimentos y otras medidas, anunciadas por el propio mandatario la tarde del domingo 17 de mayo. A las pocas horas, el día lunes, el Diario UChile las mencionó como el reconocimiento de que antes “no se había hecho lo suficiente”… y de ahí siguió una descalificación en serie. La más llamativa, por su acritud, fue la del día siguiente, en columna del rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña. Para éste, dichas medidas se habían tomado sin un previo diseño logístico y confirmaban la ansiedad y falta de contención del Presidente.
Dada la notoriedad del columnista, más de un político opositor glosó fielmente lo expresado.
SALIR DE LA CÁPSULA
En resumidas cuentas, ni la realidad socioeconómica ni la gravedad de la amenaza ni la ingravidez de los partidos, han facilitado el mínimo necesario de disciplina para acatar las medidas que dispone el Jefe de Estado y su equipo técnico. Y menos para establecer instancias de colaboración, pues en vez de pensar como terrícolas chilenos los políticos lo están haciendo como contrincantes de coyuntura.
Tan evidente es la polifonía, que ni siquiera en el nivel superior de los exjefes de Estado hay unanimidad. Mientras los exmandatarios Eduardo Frei y Ricardo Lagos mantienen una respetuosa distancia social con las medidas que dispone el mandatario incumbente, Michelle Bachelet, actual Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, opina críticamente y por los medios. Lo hace como médico y exjefe de Estado, pese a que, según el artículo 100 de la Carta de la ONU, debiera abstenerse de actuar “en forma alguna” que sea incompatible con su condición de funcionaria internacional.
¿Significa lo señalado que debemos deponer el pensamiento crítico como si, junto con la pandemia, nos hubiera caído una dictadura?
En ningún caso. Sólo significa que, en esta dramática coyuntura, la crítica debe expresarse con prudencia, en tiempo oportuno, considerando el interés del país y asumiendo, como escribiera la historiadora Lucía Santa Cruz, que no es el tiempo de exigir infalibilidad a los gobernantes, porque “las preguntas esenciales sobre el covid-19 aún no tienen respuesta”.
Sobre esa base, debiéramos confiar en la verticalidad de la sensatez y en quienes técnicamente saben más que nosotros, a sabiendas de que la institucionalidad política no está en condiciones de colaborar. Su deteriorada cultura le impide apreciar la gravedad de la crisis planetaria y actuar en consecuencia.
Por cierto, esa confianza debe ser activa, entendiendo que lo público no se limita a lo estatal y expresándolo en la colaboración con todas las iniciativas cívicas que ayuden a resolver los problemas prácticos de cada día. En paralelo, debemos asumir, como ciudadanos, que, ante variables tan enormes como la vida y la muerte, hay que buscar una futura normalidad genuina y transversal. Esto es, una mejor organización política, social y económica y una manera más armónica de entender las relaciones humanas.
Sólo de ese modo, los chilenos podremos salir de la cápsula excepcionalista y parafrasear lo dicho, en otras circunstancias, por un presidente norteamericano asesinado: no te preguntes que puede hacer el gobierno por ti, sino qué podemos hacer nosotros por la patria.
IDEALISMO SIN FUERZA
Si pensamos en las grandes catástrofes, como terremotos y guerras, la unidad nacional sólo es el primer reflejo de los patriotas, humanistas, religiosos no fundamentalistas y otros especímenes de la buena onda. Si la catástrofe es de dimensión global, como la pandemia que terrorífica nos baña, ese reflejo apunta hacia la unidad humana. Todos debiéramos unirnos para salvar el planeta. Mijail Gorbachov, el gran Terminator soviético de la Guerra Fría, lo expresó de manera ejemplar en reciente texto publicado en la revista Time. Estamos ad portas de una nueva civilización, dijo y “las decisiones tendrán que ser tomadas por toda la comunidad mundial”.
Lamento decirlo, pero aquello es romanticismo puro. Cualquiera sabe que los terremotos son plataforma de vándalos y saqueadores, inducen la intervención de las fuerzas institucionales y producen réplicas existenciales en los políticos que cultivan rencores pretéritos o ideológicos contra ellas. Además, no hay guerra, por mundial que sea, sin saboteadores internos, opositores duros y revolucionarios -de izquierdas y derechas- que creen llegada su oportunidad política, a veces con éxito temporal. Cuando terminaba la Guerra de Secesión en los Estados Unidos, un conspirador confederado asesinó a Abraham Lincoln, para mantener viva a la muerte. Durante la Primera Guerra Mundial, con Rusia como país combatiente, los líderes del malestar social derrocaron al inepto zar Nicolás II, luego aserrucharon el piso al socialprogresista Alexandr Kerenski y así comenzó la revolución rusa.
Inspirados en esa realidad, los clásicos de la ciencia-ficción se han esmerado en contarnos la agonía del planeta por mal comportamiento de sus habitantes, con la consiguiente búsqueda de otro domicilio cósmico. Herbert G. Wells, en su clásico La guerra de los mundos, salvó a la tierra in extremis, pero no gracias a la resistencia de los terrícolas, sino a la acción espontánea de las bacterias domésticas. Fueron éstas las que derrotaron a los invasores alienígenas.
REALISMO PAPAL
En estos días, hasta el Papa Francisco es más realista que Gorbachov. En su homilía En tiempos de pandemia, consigna que “hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo”. Reconoce que la salvación no está dependiendo de los líderes políticos, sino de “personas comunes” que no aparecen en portadas de diarios y revistas ni en las pasarelas del último show. Menciona a médicos, personal sanitario y de supermercados, fuerzas de seguridad, voluntarios, religiosos “y tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo”.
En nuestro Occidente, ideológicamente democrático-liberal, el oportunismo de los políticos de vuelo rasante está convirtiendo al covid-19 en una oportunidad más. En los Estados Unidos, Donald Trump lo aprovecha para mejorar sus posibilidades reelectorales, mediante nuevos fakes, receta de remedios, sugerencia de una acción armada contra la dictadura venezolana, guiño amistoso a Taiwan y la conversión de su guerra comercial con China en una segunda temporada de la Guerra Fría. En Europa, por su lado, ha costado salir del tema del Brexit para entrar al de cómo combatir el virus. Ante la falta de disciplina social y unidad estratégica, sólo destaca la unidad tras el gobierno portugués y el liderazgo en Alemania de Angela Merkel, quien luce la ventaja de una formación universitaria en ciencias exactas.
En América Latina tampoco hay pan que rebanar. Está siendo la región con más bajas y es explicable. A los gobiernos remanentes del grupo ALBA la cuarentena preventiva les facilita pasar inadvertidos, fundiendo sus impunidades antidemocráticas con sus ineficiencias en materia sanitaria. En Venezuela, por ejemplo, Nicolás Maduro se cuelga chovinistamente de la agresividad de Trump y trata de aprovechar el momentum para liquidar a Juan Guaidó. En los dos países geopolíticamente mayores, el virus ha catalizado rasgos culturales regresivos. El presidente AMLO, de México, restó importancia al autocuidado y sugirió confiar en los amuletos. Su homólogo Jair Bolsonaro, de Brasil, comenzó ninguneando al virus (una “gripecita”) y luego recomendó automedicarse con hidroxicloroquina, el remedio que receta Trump.
En Argentina, el Presidente Alberto Fernández optó por un recurso asombroso: una competencia con Chile sobre indicadores de contaminación y una reunión con políticos chilenos opositores –algunos importantes-, para instarlos a recuperar el gobierno. De paso, nuestro embajador en Buenos Aires debió demostrar que sus indicadores eran algo “truchos”.
¿Y COMO ESTAMOS EN CHILE?
Es muy posible que en Chile estuviéramos mejor preparados, gracias a nuestra experiencia en catástrofes naturales y a las buenas redes de salud pública que nos legó nuestra historia institucionalista. De hecho, estaríamos siendo más eficientes que potencias como los Estados Unidos y Rusia.
No hay que ser oficialista para reconocer que aquí se ha dado una trilogía virtuosa: un gobernante que maneja mejor los desafíos telúricos que los políticos; un personal médico, sanitario y de seguridad con espíritu de cruzada, y un Ministro de Salud que asimila impertérrito la peor onda y los más duros garrotazos.
En lo técnico, esto se ha reflejado en una estrategia flexible, con asesoría científica, idónea para enfrentar el insoslayable binomio acierto/error… porque errores ha habido. En lo doctrinario, se pasó del ortodoxo Estado subsidiario al heterodoxo Estado subsidiante, controlador e interventor, afectando incluso atributos del derecho de propiedad. En lo comunicacional, el Presidente hasta ha cedido espacios a sus ministros, que no es poco decir.
Sin embargo, como sociedad política lo estamos haciendo pésimo. No estamos dando ese “ejemplo al mundo” que tanto nos gusta pregonar (aunque pocos extranjeros se enteren). Los dirigentes visibles de la minoritaria oposición dura e ideologizada, dentro y fuera del sistema político, ven la pandemia como una inoportuna interrupción de ese eufemístico “estallido social” que fragilizó al gobierno, ocasionó daños graves a nuestra infraestructura económica y que, dicho francamente, estaba induciendo un vacío de poder. Sobre esa base, inspirados en teorías revolucionarias del pasado y a semejanza de las teleseries de Netflix, ya están ensayando otra temporada.
INTERMEDIO EN EL SISTEMA
En cuanto a los dirigentes de los partidos de la oposición sistémica, herederos sin orgullo de la eficiente Concertación, lucen demasiado listos para criticar in actum las medidas del gobierno y proponer medidas que suponen mucho mejores. Salvo excepciones -que cualquier analista reconoce-, saben que siempre hay una medida mejor que la que toma el gobierno y repiten, en este nuevo contexto, ese juego suicida del “tejo pasado”, que se diera en el gobierno de Salvador Allende. Entonces, mientras maduraba el golpe de Estado, se daba una lucha durísima entre quienes apoyaban las políticas de “transición al socialismo” del programa presidencial y quienes las descalificaban como “simplemente reformistas”.
Desde ese talante, no están colaborando al éxito del binomio salud pública-institucionalidad democrática. Posiblemente influya –aunque de manera perversa- el que la sociedad los vea como parte de una “clase política” con intereses propios y ampliamente impopular. Ante eso, estarían entre la resignación a ocupar el último nivel del cariño en las encuestas y la creencia de que una actitud “firme” contra el gobierno los hará crecer cuando retorne la normalidad.
Notablemente, en las fuerzas políticas y base social del gobierno, tampoco se da la gran cohesión que se requiere. Algunos, subestimando el impacto de las desigualdades socioeconómicas, afirman que ciertas medidas implican abjurar de sus principios liberal-conservadores y asumir las banderas del socialismo. Hay alcaldes que dan la impresión -como los opositores- de estar en un intermedio, tras el cual la vida política seguirá igual. Conscientes de que no hay líderes de peso en las izquierdas tratan de “posicionarse” ante los medios y también formulan alternativas instantáneas a cada nueva medida. Otros actores, ignorando el valor político de las palabras, adoptan los hallazgos semánticos de la oposición más dura y hablan de “la Plaza Dignidad”.
Y de consuno, tras seis años en la agenda política, ni opositores ni oficialistas han sido entusiastas para abolir parte de las remuneraciones excesivas de sus parlamentarios. Y si bien una mayoría de senadores votó a favor de poner límite a su reelección, en conjunto se cuidaron de quedar exentos invocando, astutamente, la irretroactividad de las leyes. Es decir, muchos políticos rentados se consideran con un derecho adquirido a sus curules y no asumen la necesidad de dar señales que ayuden a disminuir la brecha de confianza entre ellos y la opinión pública.
Es algo que les cobrará la ciudadanía cuando retorne cualquier tipo de normalidad.
PERSONALIZANDO CON IRA
En resumidas cuentas y en medio de la pandemia, los actores de la oposición antisistémica no quieren recordar que no se cambia de caballo en medio de la corriente. Los opositores de la clase política no esperan llegar a la otra orilla para desenfundar sus revólveres. Y los políticos oficialistas no asumen la necesidad de subordinar sus vocaciones electorales.
Si hubiera que explicarle a un extranjero por qué en esta democracia chilena actuamos así, no podríamos soslayar el tema de la personalidad de Sebastián Piñera. Es un Presidente que, por lo menos, debiera satisfacer a quienes piden a la política más tecnicidad que retórica, más inteligencia que intuición, más acción ingenieril que “politiquería”. Algo así como lo que representó Jorge Alessandri, su predecesor como mandatario de derechas.
Sucede que el austero y seriote don Jorge (ese “don” no es casual) cumplió bien ese rol, pero no ha sido el caso de Piñera. A este le ha jugado en contra su falta de conceptualización política y, sobre todo, su carácter lúdico (sus “arranques infantiles”, según semblanza de Eugenio Tironi). Lo primero le impide comunicar de manera sintética y atractiva sus decisiones. Lo segundo choca tanto a quienes le exigen un “estilo presidencial”, como a quienes añoran la simpatía simple de Michelle Bachelet en su primer mandato. Por eso, sus errores no forzados, que antes se miraban como soslayables “piñericosas”, ahora se rechazan como insoportables “provocaciones”.
Lo grave para Chile es que, a partir de esas carencias, los críticos del Presidente se han dado un festín que difiere poco de la odiosidad. En las redes sociales saltarle a la yugular es un deporte cotidiano. En los espacios periodísticos es fácil detectar un talante antagónico, expresado en reporteos, entrevistas e imágenes con sesgo. Algunos periodistas lucen como fiscales de película y otros critican medidas antes de que comiencen a aplicarse.
Paradigmático ha sido el caso de la distribución de paquetes con alimentos y otras medidas, anunciadas por el propio mandatario la tarde del domingo 17 de mayo. A las pocas horas, el día lunes, el Diario UChile las mencionó como el reconocimiento de que antes “no se había hecho lo suficiente”… y de ahí siguió una descalificación en serie. La más llamativa, por su acritud, fue la del día siguiente, en columna del rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña. Para éste, dichas medidas se habían tomado sin un previo diseño logístico y confirmaban la ansiedad y falta de contención del Presidente.
Dada la notoriedad del columnista, más de un político opositor glosó fielmente lo expresado.
SALIR DE LA CÁPSULA
En resumidas cuentas, ni la realidad socioeconómica ni la gravedad de la amenaza ni la ingravidez de los partidos, han facilitado el mínimo necesario de disciplina para acatar las medidas que dispone el Jefe de Estado y su equipo técnico. Y menos para establecer instancias de colaboración, pues en vez de pensar como terrícolas chilenos los políticos lo están haciendo como contrincantes de coyuntura.
Tan evidente es la polifonía, que ni siquiera en el nivel superior de los exjefes de Estado hay unanimidad. Mientras los exmandatarios Eduardo Frei y Ricardo Lagos mantienen una respetuosa distancia social con las medidas que dispone el mandatario incumbente, Michelle Bachelet, actual Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, opina críticamente y por los medios. Lo hace como médico y exjefe de Estado, pese a que, según el artículo 100 de la Carta de la ONU, debiera abstenerse de actuar “en forma alguna” que sea incompatible con su condición de funcionaria internacional.
¿Significa lo señalado que debemos deponer el pensamiento crítico como si, junto con la pandemia, nos hubiera caído una dictadura?
En ningún caso. Sólo significa que, en esta dramática coyuntura, la crítica debe expresarse con prudencia, en tiempo oportuno, considerando el interés del país y asumiendo, como escribiera la historiadora Lucía Santa Cruz, que no es el tiempo de exigir infalibilidad a los gobernantes, porque “las preguntas esenciales sobre el covid-19 aún no tienen respuesta”.
Sobre esa base, debiéramos confiar en la verticalidad de la sensatez y en quienes técnicamente saben más que nosotros, a sabiendas de que la institucionalidad política no está en condiciones de colaborar. Su deteriorada cultura le impide apreciar la gravedad de la crisis planetaria y actuar en consecuencia.
Por cierto, esa confianza debe ser activa, entendiendo que lo público no se limita a lo estatal y expresándolo en la colaboración con todas las iniciativas cívicas que ayuden a resolver los problemas prácticos de cada día. En paralelo, debemos asumir, como ciudadanos, que, ante variables tan enormes como la vida y la muerte, hay que buscar una futura normalidad genuina y transversal. Esto es, una mejor organización política, social y económica y una manera más armónica de entender las relaciones humanas.
Sólo de ese modo, los chilenos podremos salir de la cápsula excepcionalista y parafrasear lo dicho, en otras circunstancias, por un presidente norteamericano asesinado: no te preguntes que puede hacer el gobierno por ti, sino qué podemos hacer nosotros por la patria.
Bitácora
EL ORDEN MUNDIAL DEL CORONAVIRUS
José Rodríguez Elizondo
La pandemia en trámite no sólo está marcando un antes y un después en la salud humana. También está apuntando a la necesidad de un nuevo Orden Mundial que sustituya, con ventajas, al de la Guerra Fría. A eso me refiero en el siguiente texto
Publicado en El Libero, 25.4.2020
¿China? Es un gigante dormido. Dejémosle dormir
porque cuando despierte estremecerá al mundo
Napoleón
Los analistas políticos de izquierdas, centros y derechas ya están asumiendo que Covid-19 generó un parteaguas planetario. Para casi todos (alguna excepción habrá) el mundo que viene no será el que era.
¿Significa esto que estamos ad portas de un nuevo orden mundial (OM)?
Expliquemos, primero, que un OM, por beligerante que sea, vale más que un desorden, pues aporta a los terrícolas un mínimo de seguridad. Fue lo que sucedió con el orden áspero y bicéfalo de la guerra fría, desde el fin de la II Guerra Mundial hasta la emergencia de Mijail Gorbachov y su perestroika. Ese OM impidió una tercera guerra termonuclear, aunque al costo de muchísimas guerras periféricas y de derechos humanos violados en Oriente y Occidente.
Demasiados ignoraron ese concepto cuando festejaron la victoria de los EE.UU, tras la implosión de la Unión Soviética (URSS). En especial, quienes creyeron, con Francis Fukuyama a la cabeza, que habíamos llegado a un OM relativamente plácido. El del fin de la historia. Hoy está claro que aquello dejó a los EE.UU. bailando solos, pero no trajo un OM sustituto.
Samuel Huntington llegó incluso más lejos, profetizando un terrorífico desorden mundial: el de la “guerra de civilizaciones”.
LA PERCEPCIÓN DE KISSINGER
Henry Kissinger, arquitecto de un tramo decisivo de la Guerra Fría, captó el peligro al vuelo. La crisis del concepto de OM “es el problema internacional más candente de nuestros días”, dijo. Pero, contra quienes decían que China ocuparía el vacío de beligerancia dejado por la URSS pre-Gorbachov, planteó la esperanza de “un nuevo tipo de relación entre las grandes potencias”.
Gracias a su conocimiento de la historia y cultura de ese país gigante –fruto de 50 visitas, negociaciones diplomáticas y mucho estudio-, Kissinger verificó que el fracaso de la revolución cultural de Mao Zedong –un “estallido social” a lo bestia- fue una cura de caballo para su extremismo ideológico. En su libro China, consigna que ese espanto de los años 60-70 no sólo mostró a estudiantes y profesores revolucionarios quemando libros y vandalizando las tumbas de Confucio y sus descendientes. En paralelo, produjo una catástrofe económica y “una carnicería humana e institucional”, que incluyó la purga de altos dirigentes del partido, entre los cuales el pragmático Deng Xiaoping.
La crónica dice que, superada la revolución cultural, en China volvió a honrarse el pensamiento de Confucio, el pensamiento del incombustible Deng desplazó al “pensamiento Mao” y –tras el fracaso soviético- dejó de pensarse en la transición del socialismo al comunismo. En lugar de “hundir al imperio burgués”, como canta la Internacional, el objetivo chino mutó hacia la transición pacífica del socialismo al capitalismo desarrollado. En esa vía inédita, el liderazgo post Mao actuó con tal eficiencia, que Richard Nixon admitió, como posible, que China se convirtiera “en la nación más poderosa del mundo”.
En ese nuevo contexto, Washington ya no necesitaría la amenaza del terror nuclear compartido para disuadir a un eventual enemigo de reemplazo. El desafío se reducía a enfrentar una competencia económica con China, en todos los mercados, para mantener la hegemonía política, diplomática y militar, con vista a un nuevo OM.
Fue lo que Kissinger expresó, en su estilo, en una entrevista de 2014: "no tenemos el poder para imponer nuestras preferencias, pero sin nosotros y sin un liderazgo de parte nuestra, no se puede crear el nuevo orden".
TRUMP, EL LEON SORDO
Revirtiendo la metáfora de Mao, China había producido un fenómeno surrealista: Marx, Engels, Lenin, Trotsky, Bakunin y el propio Mao se habían convertido en “tigres de papel”, para sorpresa de las izquierdas doctrinarias.
Desde la realpolitik, esto sugería un OM homogéneamente capitalista, gerenciado por los EE.UU., con China como accionista principal. Para el primer país, la hipótesis implicaba potenciar el carácter autosustentable de su democracia y la fuerza de ese imperialismo republicano que sus próceres bautizaron como “destino manifiesto”. Los dos factores que le permitieron forjar un sistema de alianzas poderoso, quebrar el espinazo soviético pre-Gorbachov y superar la arremetida de cualquier otro poder antagónico.
Sin embargo, las astucias de la Historia atornillaron al revés. En 2017 llegó Donald Trump a la Casa Blanca –se sospecha que con ayuda del jefe ruso Vladimir Putin-, llamó a “devolver su grandeza a los EE.UU” y, casi de inmediato, la superpotencia comenzó a perder sus dos ventajas estratégicas. Ejerciendo el matonaje político y mintiendo por sistema, el extravagante nuevo líder fue encerrando a su país en el aislacionismo del pasado, rigidizando sus opciones políticas domésticas y haciendo caso omiso de la diplomacia y los buenos modales.
Resultado interno: la polarización sustituyó al juego democrático de suma variable y el flamante Presidente comenzó a parecerse a dictadores con décadas de experiencia en el ramo. Resultado externo: alejamiento de los amigos europeos y aliados de la OTAN, abandono de la política moderadora respecto al Medio Oriente, bravatas nucleares con Kim Jong-un, parálisis ante la anexión de Ucrania por parte de Rusia, despilfarro del capital de simpatía conquistado por Barack Obama en América Latina y… ¡guerra comercial con China!
En vísperas de su eventual reelección, Trump alejaba, así, la posibilidad de un OM capitalista con hegemonía norteamericana y abría paso a un conflicto duro entre las dos economías capitalistas más desarrolladas del planeta. Una dirigida por un autócrata y la otra por un partido comunista.
INDIGESTO PANGOLÍN
El coronavirus cortó, abruptamente, la proyección de ese largometraje de miedo. De repente en el verano y por tiempo indefinido, todos quedamos a oscuras en nuestras salas.
A falta de transparencia china, la leyenda dirá que en la ciudad de Wuhan un pangolín se comió un murciélago, una familia se comió al pangolín, un médico descubrió la multiplicación de los contaminados, la autoridad sanitaria acalló a ese médico mientras pudo y la Organización Mundial de la Salud (OMS) se tragó ese silencio. En síntesis, el partido gobernante habría sucumbido al síndrome soviético de Chernobyl, tratando de ocultar lo inocultable. Cuando el gobierno de Xi Jinping decidió informar, el mundo ya estaba contaminado.
La historia documentada de Occidente dirá, a su vez, que en los EE.UU. tampoco hubo transparencia, Por presuntos motivos electorales, Trump archivó un prolijo informe del Departamento de Salud Pública de diciembre pasado, que alertaba sobre el Covid-19. Sólo lo desclasificó cuando el número de víctimas norteamericanas se acercaba a los seis dígitos. Entonces, muy en su estilo, habló del “virus chino” y castigó a la OMS como presunta encubridora del régimen de Beijing.
APLANANDO DIFERENCIAS
Fue como si una retroexcavadora hubiera pasado sobre los dogmas económicos de la escuela de Chicago. Ningún economista norteamericano de fuste (que se sepa) está defendiendo un Estado subsidiario, acotado a jueces, militares y policías, ni reivindicando la libertad absoluta para elegir, invertir y consumir.
Por reversa, la “economía mixta” de Paul Samuelson se anotó otra victoria, esta vez in extremis. Como decía ese gran rival de Milton Friedman, un Estado democrático debe asumir que siempre habrá interferencias sociales en los mercados. En vez de Estado subsidiario debe ser un eventual Estado subsidiante y sus gobiernos deben prever recursos y formular políticas públicas para necesidades imprevisibles.
En cuanto a los economistas chinos, no tienen –no pueden tener- esos problemas teológicos. Si nadie con poder político reivindica la tesis marxista de la demolición del Estado burgués, ni la tesis leninista del Estado de transición al comunismo, menos van a objetar la función social de un Estado capitalista desarrollado. De hecho, el gobierno de Xi Jinping pudo destinar recursos públicos cuantiosos para controlar la pandemia interna, auxiliar a una población supernumeraria y enviar ayuda a otros países. Esto, con el fin de contrarrestar la insidiosa imagen trumpista del “virus chino”.
El problema en China es netamente político. Al margen de su éxito económico, el régimen mostró el mismo talón de Aquiles del fracasado socialismo real soviético: ese hermetismo dirigencial, con bajada directa a las burocracias, que afecta a los sistemas de partido único y a las democracias falsificadas o en estado de regresión.
Visto así, el tema polémico sería la transparencia y agilidad en la comunicación política, respecto a problemas que comprometen el prestigio internacional. En algún nivel del Partido Comunista Chino se habrá recordado el rol que jugó el secretismo en la implosión soviética. Y algún jefe habrá comentado que, según Gorbachov, el accidente nuclear de Chernobyl “marcó una era anterior y otra posterior al desastre”.
LAS CONDICIONES ESTÁN
Llegamos así, en cuarentena, a un fenómeno de vasos comunicantes, con la emergencia de China y el retroceso de los EE.UU. Mientras todos los gobernantes analizan con cuidado la diplomacia de Xi Jinping, pocos se muestran cómodos con la antidiplomacia de Trump. En paralelo, tras el ataque a las Torres Gemelas, el poder militar norteamericano ya no tiene la importancia dirimente que tuvo. Esto se ve en sus involucramientos sin objetivos claros, su impotencia ante la anexión rusa de Ucrania y su bajo perfil en el aparatoso duelo de Trump con Kim. Nada que ver con el dramático enfrentamiento de John F. Kennedy y Nikita Jruschov durante la crisis de los misiles de 1962, donde la disuasión militar fue un tema muy serio.
Si se añade que aquello hace más notoria la debilidad de la actual ONU -con su tecnicidad amagada por la politicidad de sus mandos superiores y el burocratismo de sus mandos medios-, crecen las posibilidades de una cúpula política ampliada. Los estrategos y geopolíticos de Europa occidental deben estar procesando el fenómeno, pese (o gracias) al Brexit. También deben estar atentas las potencias que nunca se resignaron al bicefalismo de la Guerra Fría ni a su exclusión del Consejo de Seguridad. Aquí están las que se aliaron con China y Rusia en el BRICS (Brasil, India y Sudáfrica).
Si asumimos que la economía está yéndose a negro en países decisivos, no sería insólito un retroceso del capitalismo depredador o su mutación en uno de rostro humano. Así como los EE.UU. produjeron el plan Marshall, para reconstruir las economías europeas tras la segunda guerra mundial, bien pueden las grandes potencias revisitar el Informe sobre los Límites del Crecimiento del Club de Roma (1969). El mismo que fuera prologado por U Thant, entonces Secretario General de la ONU, bajo la advertencia de que, si en los próximos diez años no se atendían los requerimientos del planeta, “los problemas habrán alcanzado proporciones tan escalofriantes que seremos incapaces de controlarlos”.
BASES DEL NUEVO ORDEN MUNDIAL
En las circunstancias anotadas, el coronavirus puede ser el agente de un nuevo OM. Sería el equivalente a esos alienígenas de la ciencia ficción, que logran unir a los terrícolas en defensa propia. Y con mayor razón porque, salvo prueba en contrario, es un virus ajeno a la política y a las religiones.
Desde esa mirada, ya catalizó un consenso macro sobre la inevitable intervención económica de los Estados y lo necesario de su concertación internacional. Es un proceso suprapolítico en desarrollo, que supera las posibilidades del multilateralismo ONU y puede convertirse en plataforma de un orden económico casi racional.
Pero, para avanzar en esa línea, los líderes occidentales tendrán que mejorar la calidad de su democracia y, al mismo tiempo, renunciar a la pretensión de imponerla a otros países. A ese efecto, tendrán que someter a revisión ese cómodo aforismo según el cual no hay democracia sin partidos políticos. La insatisfacción ciudadana con los políticos y sus organizaciones realmente existentes, amerita que, por lo menos, comiencen a instalar el concepto de “partidos políticos renovados”.
Es lo que viene demostrando, a nivel regional, la encuesta Latinobarómetro. Respecto a Chile el fenómeno se confirmó, empíricamente, con la subestimación del peligro para la democracia implícito en el llamado “estallido social” del 18-O. A nivel global, la lenidad para defender la democracia también se está midiendo. Según reciente informe del Centro para el Futuro de la Democracia de la Universidad de Cambridge, desde Europa hasta África, así como en Asia, Australia, América y Oriente Medio, la proporción de personas insatisfechas con la democracia ha aumentado desde el 47,9% al 57,5%, a contar de mediados de los años 90. En los EE.UU., la insatisfacción ha aumentado un tercio desde la década mencionada y está alcanzando de lleno a democracias de países gigantes, como Brasil o México y a una democracia tan histórica como la del Reino Unido.
Por lo dicho, sería factible llegar a un nuevo OM con base en un sistema capitalista común, pero renovado, pero muy difícil sería establecer un estatuto democrático como requisito de ingreso. Piénsese que los EE.UU. del destino manifiesto no pudieron imponer la democracia a muchos países de su órbita geopolítica y que la propia ONU está integrada, mayoritariamente, por países que distan de calificar como democráticos.
En resumidas cuentas, un nuevo OM sólo podría estructurase sobre una base política ultraflexible. Una que, con reminiscencias de Nicanor Parra, muestre un planeta con liberales, comunistas asiáticos, socialdemócratas, socialcristianos e independientes mejor dispuestos a facilitarse la sobrevivencia.
Más que un OM post virus, sería el OM que necesitamos, para poder enfrentar los problemas comunes de la humanidad.
Bitácora
VIRUS REVELA CONVERGENCIA DE DOS CAPITALISMOS
José Rodríguez Elizondo
Los utopistas, en lo suyo, piensan que tras la catástrofe vendrá algo bueno. Es decir, que tras el Covid-19 la política y la economía de los países se despojarán de sus malas vibras. Sin embargo, tal como están las cosas, lo que está emergiendo a nivel global es un viejo conocido en un nuevo contexto: el capitalismo tradicional, pero despojado de su marco democrático. Para entenderlo, habría que leer el presente artículo
Publicado en El Mercurio de 9.4.2020
Gracias al tiempo de reflexión que nos está regalando la pandemia, algunos estudiosos están de lleno en la gran prospectiva. Uno de ellos me planteó una pregunta que me pareció estimulante: ¿Se acelerará el proceso de consolidación de China y declive de los Estados Unidos con la aparición del COVID-19?
Había, ahí, dos supuestos desafiantes. Primero, que la tesis subversiva de Karl Marx ya no tiene acción ejecutiva válida. Tras la implosión del sistema comunista soviético, que emergió como enterrador del sistema capitalista, la única alternativa vigente sería un capitalismo de nuevo tipo: el de la República Popular China.
El segundo supuesto, era un derivado doble. Daba por cierto que, antes de la pandemia, el capitalismo de Estado chino estaba en proceso de consolidación (sólo faltaba acelerarlo) mientras el sistema capitalista norteamericano estaba en proceso de declive.
Agréguese que, como no se discute el carácter democrático o no de los gobiernos, estaríamos asistiendo a la convergencia de los dos sistemas que entraron en pugna feroz en 1917, con el estallido de la Revolución Rusa.
CONVERGENCIA EXCOMULGADA
En este nuevo contexto cabe recordar que, antes y durante la guerra fría, los precursores de los izquierdistas renovados visualizaron la convergencia del capitalismo y el socialismo.
Era una hipótesis antagónica a la del enfrentamiento inevitable y, por tanto, fue rechazada abruptamente por los teólogos de Stalin. Pero, no sólo por las razones místicas propias de su oficio sacerdotal. También porque, tras el fin de la segunda guerra mundial, esa convergencia alentaba la independencia y fuga de los países excapitalistas del Este europeo, incorporados a la órbita soviética.
Fue así como los ortodoxos de la Unión Soviética siguieron profetizando la crisis terminal del capitalismo, el radiante porvenir del comunismo y condenaron como “renegados” o “revisionistas” a todos los convergentes. Y en eso estaban cuando las astucias de la historia levantaron, nada menos que en el Kremlin, el liderazgo de Mijail Gorbachov, el último jerarca soviético y el mayor revisionista de la historia.
La catástrofe de Chernóbil sólo puso el acelerante para el punto final.
EL QUE SUPO VER
Aquí debo recordar al economista Paul Samuelson, quien fuera uno de mis entrevistados más sabios. Para este Premio Nobel, el capitalismo de mercado sin interferencias sociales –“salvaje”, para los más directos- que predicaba Milton Friedman no era aplicable en un sistema democrático.
A su juicio, la ciencia económica era siempre “política” -ergo, impura- y el Estado tenía mucho que decir y hacer. Por eso, en vez de “capitalismo” él hablaba de “economía mixta” e incluso fue más lejos. En aquella entrevista (1981, reproducida en Chile por la revista Hoy) me advirtió que, en la última edición de su libro clásico, había incluido un apartado sobre el “capitalismo fascista”.
De estar vivo, hoy estaría insertando otro sobre el capitalismo comunista.
EL FUTURO POSIBLE
No creo que la pandemia venga preñada de un sistema económico mejor, como opinan algunos bienpensantes. Pero sí pienso que está revelando dos cosas demasiado importantes. Una es la rotunda ineptitud solidaria del capitalismo friedmaniano. Basta ver, desde la sociedad de a pie cómo confíamos nuestras contingencias en el rescate del Estado, con su aparato sanitario, sus militares y policías. La otra, de nivel estructural, es la precariedad de la democracia, en cuanto única ventaja sistémica que mantiene (¿mantenía?) el sistema occidental representado por los EE.UU.
Tal como está actuando Donald Trump, puede que la gran alternativa de nuestra época sea el sistema capitalista liderado por un autócrata o el sistema capitalista dirigido por un partido comunista.
Cosas veredes amigo Sancho, como dicen que dijo don Quijote.
Bitácora
CATÁSTROFE CON MORALEJA GLOBAL
José Rodríguez Elizondo
Muchos predicen que cuando termine la pandemia el mundo será otro. Objetivamente está claro: los seres humanos seremos muchos menos. Sin embargo, es bueno advertir, a los demasiado optimistas, que no necesariamente será mejor.
La novela La Peste, de Albert Camus, hoy está siendo revisitada a nivel mundial. En países como Chile, donde se lee poco, es una secuela culta del catastrófico COVID-19.
Y así como esa novela fue leída, en su época, como una alegoría de la expansión nazi, el actual coronavirus también puede leerse en clave de política internacional. Tres ejemplos top bastan para ilustrarlo: la ex Unión Soviética (URSS) de Mijaíl Gorbachov, La China de Xi Jinping y los Estados Unidos de Donald Trump.
En la ex URSS, el equivalente al virus fue la explosión del reactor nuclear de Chernobil, que contaminó radioactivamente una región enorme de la entonces superpotencia, la atmósfera de varios países vecinos y terminó tumbando a Gorbachov y al propio sistema comunista. En China, el retraso en comunicar la aparición del virus en Wuhan impidió aislar la ciudad, terminó contaminando al planeta y ahora está afectando la credibilidad global de su gobierno. En los EE.UU, Trump desestimó un informe de 2019 sobre la catástrofe que asomaba su corona –ver texto de nuestro corresponsal- y hoy las víctimas nacionales están en los seis dígitos (más que en las Torres Gemelas, por cierto). Además, está afectando la economía de mercado más poderosa del mundo, con el consiguiente efecto-cascada a nivel planeta.
Para los teóricos idealistas quizás surja la tentación de un gran debate sobre cual sistema sociopolítico da mayor seguridad en casos catastróficos. Sus propuestas, tesis e hipótesis, seguro, llenarían las bibliotecas virtuales en el corto plazo. Sin embargo, es de sospechar que cuando el virus termine de atacar, el mundo político será otro, pero no por la victoria dirimente de una cosmovisión determinada, sino por default. Porque moros y cristianos habrán asimilado dos lecciones claras: una, que no hay sistema que garantice, per se, un mejor comportamiento; la otra, que solo la transparencia en la información puede ayudar a una acción virtuosa, para prevenir o mitigar.
En efecto, otros habrían sido los resultados, en los tres casos propuestos, si el poder soviético no hubiera perdido un tiempo estratégico en ocultar lo sucedido, si el poder chino hubiera comunicado a tiempo lo de Wuhan y si el presidente de los EE.UU hubiera entendido la real dimensión de la amenaza.
Por lo señalado, hoy no podemos asegurar que la ventaja, en caso de catástrofes, estará siempre en las democracias, por su pluralismo político, sus alternancias en el poder y su libertad de prensa. Lo sucedido en los EE.UU, el modelo más desarrollado de democracia occidental, impide sacar esa conclusión.
La transparencia tampoco estuvo ahí.
Bitácora
PEREZ DE CUÉLLAR: IN MEMORIAM
José Rodríguez Elizondo
Javier Pérez de Cuéllar esperó cumplir 100 años para despedirse del planeta. Fue un gran ser humano y el mejor diplomático que he conocido en mi vida
Apenas cumplidos los 100 años murió en Lima Javier Pérez de Cuéllar, quizás el diplomático profesional más importante del siglo XX. En la ONU hace tiempo se le reconoce como el mejor Secretario General que ha tenido la organización y el Perú perdió, después, la oportunidad de tenerlo como presidente. En una de esas jugadas macabras de la democracia en crisis, fue derrotado por el hoy encarcelado Alberto Fujimori. Yo lo conocí como entrevistador frecuente, luego trabajé un quinquenio bajo su liderazgo y eso me permite complementar la afirmación inicial: no sólo fue un gran profesional de la diplomacia: además fue un estadista, un hombre de la cultura y un humanista de excepción.
Mayo de 1986, Palacio Albéniz, Barcelona. Joana Uribe, joven periodista de la revista Tiempo, acaba de entrevistar a Javier Pérez de Cuéllar (JPC), secretario general de la ONU y verifica, sorprendida, que en ningún momento miró el reloj. “Da la impresión de que este caballero no tiene otra cosa que hacer que dar entrevistas”, me comenta.
Es el máximo elogio que un entrevistador puede hacer de un entrevistado top. La mayoría regatea el tiempo con avaricia o transmite sus tensiones. De mis años como periodista de Caretas, recuerdo a un gran personaje que, tras haber pactado una entrevista apacible, pretendió –sin éxito– que la hiciéramos en un automóvil. Literalmente sobre la marcha.
Es que JPC tenía conciencia plena sobre la importancia de informar y era de los pocos seres importantes de la tierra que saben escuchar. Aunque su agenda tuviera los minutos contados, aunque sus interlocutores fueran reyes, jefes de Estado o jefes de gobierno, los comunicadores lo encontraban siempre distendido, atento y didáctico. También impenetrable, cuando su curiosidad entraba en terreno minado. “Para ser útil, mi obligación es ser discreto”, diría sin apelación posible.
La experiencia le había enseñado que de él se esperaba una confiabilidad por encima de las banderas. Una imparcialidad “orgánica”, edificada con la discreción de la inteligencia y la inteligencia de la discreción. Así podía hablar sin eufemismos con los implicados en algún conflicto, pues éstos sabían que haría lo imposible para evitar las victorias con ostentación y las derrotas con humillación. Aunque fuera al costo de opacar su propia gestión.
Y nada mejor para ilustrarlo, que una secuencia de lo que fuera, churchillianamente hablando, uno de sus momentos más gloriosos.
DESIGNACIÓN CON MORBO ESPECIAL
Era un 11 de diciembre de 1981. Mediodía del viernes. El mundo acababa de enterarse de que JPC era el nuevo secretario general de la ONU y el periodismo limeño se concentraba en su departamento de Miraflores. Había un morbo especial en el ambiente pues recién en octubre el Senado le había negado los votos necesarios para asumir como embajador en Brasil.
“Es nuestro mejor diplomático”, había dicho el presidente Fernando Belaunde a su colega brasileño Joao Figueiredo, sugiriendo un “gesto” especial del Perú. Sin embargo, algunos senadores oficialistas aprovecharon la ocasión para mostrarse más papistas que Belaunde y lucir una sólida carencia de perspectiva internacional. Reprochaban a JPC que, como secretario general de Torre Tagle –la Cancillería peruana–, hubiera tomado juramento de servicio a Juan Velasco Alvarado… el general golpista que había expectorado a Belaunde en 1968. Sobre esa base, aparecieron unos pocos –pero suficientes– votos negativos en la Cámara Alta, que anularon la designación presidencial. El afectado hizo, entonces, algo que a muchos pareció insólito: renunció a su cargo en Torre Tagle.
A tenor de este suceso, la casi inmediata promoción de JPC al más alto cargo de la diplomacia mundial fue un acto de justicia poética. Los periodistas estaban ahí para detectar la sangre en el ojo o la muy humana conciencia de la satisfacción conquistada. Así lo plantearon y replantearon de mil maneras, hasta que, en un instante singular, comprobaron que los grandes electores del Consejo de Seguridad habían tomado la decisión adecuada. Porque JPC, les advirtió, secamente, que si insistían en volver sobre ese incidente “total y absolutamente superado”, él optaría por enmudecer. Aún más, no temió acudir a las reservas de la propia nacionalidad: “les pido que actúen como peruanos” los conminó, tratando de imprimir a su rostro una ira controlada.
En ese momento yo lo “semblanteaba” a media distancia. Esperaba el momento para una entrevista exclusiva, pactada con el director de mi revista, y tomé la siguiente nota: “Espléndidamente entrenado para la adversidad y para el triunfo, se lo siente dueño de sus emociones… que la amargura no se note, que la alegría no desborde”.
PRESIONES Y EQUILIBRIOS
No es la nacionalidad ni el sistema político de un país lo determinante en la elección de un secretario general ONU. Lo fundamental, según textos no escritos, es que el postulante sea lo bastante fuerte y equilibrado como para resistir cualquier tipo de presiones, incluyendo las de su propia vanidad. JPC cumplía este requisito con summa cum laude, y así lo demostraría por dos períodos consecutivos.
Su liderazgo tranquilo hoy es reconocido como el más eficiente en la historia de la organización mundial. Según mi recuerdo –y entre muchas otras iniciativas– catalizó el fin de la larga guerra de Irak-Irán, presionó el retiro de las tropas soviéticas de Afganistán, patrocinó la independencia de Namibia, indujo el fin de la guerra en El Salvador (y, por extensión, en Centroamérica), instaló los primeros diálogos eficientes entre las comunidades greco-turcas de Chipre y entre Marruecos y el Frente Polisario. En paralelo, para promover la democracia y el respeto a los derechos humanos en América Latina, se negó a visitar Chile mientras estuviera el general Pinochet.
Todo eso le trajo reconocimientos poco frecuentes para un jefe de la ONU. Entre ellos, el Premio Príncipe de Asturias en España y el Premio Nobel a los Cascos Azules, que no fue nominativo para él porque –¡plop!– su burocracia neoyorquina no presentó su postulación en tiempo. En el clímax de esa gran performance, realizada en plena guerra fría, recibió el espaldarazo de los líderes de las dos superpotencias antagónicas: “El mundo entero aplaude los esfuerzos que desarrollan la ONU y su secretario general”, dijo Mijaíl Gorbachov. “Su liderazgo ha sido esencial para el éxito de los esfuerzos de mantención de la paz de la ONU”, le escribió Ronald Reagan.
De ese modo, JPC derrotó el prejuicio según el cual el jefe máximo de la organización –sobre todo si venía del Tercer Mundo– debía ser la versión diplomática de un árbitro de fútbol en cancha hostil: pasivo, aferrado al pito y sin la personalidad necesaria para imponerse a los caudillos del balón y de las barras bravas. Más “secretario” que “general”.
HUMANISTA Y CREADOR INAPARENTE
Profesionalmente hablando, JPC lucía como recién operado de los nervios. A eso contribuía la rigidez de su labio superior, producto de una neuritis. “Cara de póker”, lo apodaban sus colegas en Lima. Puede que eso fuera funcional para su éxito como negociador, pero no para su reconocimiento como el gran humanista que fue.
Conocedor de las bellas artes, respetuoso del tiempo libre de sus subalternos, enamorado de su segunda esposa, lector impenitente de los clásicos literarios y políticos. Salvo problema cósmico, dedicaba todas las tardes del sábado a leer o releer las grandes obras. Muchas veces me pregunté qué rol jugaba su país de origen en tan rica y estructurada personalidad. Hay pistas aparentes, como un Álvaro de Soto arequipeño, que le daba apoyo profesional súper calificado. O Marcela Temple, la guapa piurana que le dio sólido apoyo familiar en su residencia y desarrollando una “diplomacia paralela” con las cónyuges de los poderosos de la Tierra. Pero, por conocer su país natal, sospecho que hay algo más misterioso.
Es que, desde el fondo de sus crisis, el Perú no cesa de producir personajes de vuelo planetario. Líderes políticos, poetas, novelistas, periodistas, pensadores, que surgen recurrentemente para mostrar el lado mágico de la luna… y también, a veces, su lado siniestro (piénsese en Abimael Guzmán y Vladimiro Montesinos). Ergo, habría que estudiar cómo influyó esa base telúrica en un intelectual fino y conocedor de su historia, como JPC. Percibir de qué manera encajaba las terribles asimetrías que debió apreciar en las distintas rutas hacia sus distintos trabajos. Alternando, por ejemplo, la tugurizada Lima de los años 70 y 80 con los rascacielos de la sofisticada Manhattan.
La sugerencia vale porque, pese a que se autodefinía como “animal político”, no contamos con sus confesiones políticas sistematizadas. Su austeridad, que muchos tipificaban como “frialdad”, lo había dotado de una rara facultad para distanciarse de sí mismo. “A veces ni yo mismo me gusto”, me comentó en una de las entrevistas que le hiciera. Esto implicaba un exagerado rigor hacia sus posibilidades como escritor. No se sentía ungido con “el don” de la escritura y ni pensar en la posibilidad de contratar a un ghost writter para que le hiciera el trabajo.
Lástima, pero también desafío. Porque, si no dejó como legado un tratado de tipo kissingeriano sobre la diplomacia, sí dejó un denso corpus de tesis, recuerdos, reflexiones, pronósticos y percepciones sobre las relaciones internacionales, en cada una de sus entrevistas y, sobre todo, en las memorias anuales de la ONU. En estas publicaciones oficiales está la historia de su gestión, el meollo de su sabiduría y el pronóstico de lo que vendrá. Baste pensar que allí está el núcleo de lo que hoy se conoce como “deber de ingerencia internacional”, como contrapunto al “deber de no intervención”.
Hace falta que, en vez de producir papers indexados que a pocos interesan y casi nadie lee, los estudiosos tomen ese material disperso para procesarlo a fondo. De hacerlo, descubrirían que JPC no sólo fue el mejor administrador que ha tenido la ONU, sino uno de los líderes más creativos y perspicaces de la política mundial.
Mayo de 1986, Palacio Albéniz, Barcelona. Joana Uribe, joven periodista de la revista Tiempo, acaba de entrevistar a Javier Pérez de Cuéllar (JPC), secretario general de la ONU y verifica, sorprendida, que en ningún momento miró el reloj. “Da la impresión de que este caballero no tiene otra cosa que hacer que dar entrevistas”, me comenta.
Es el máximo elogio que un entrevistador puede hacer de un entrevistado top. La mayoría regatea el tiempo con avaricia o transmite sus tensiones. De mis años como periodista de Caretas, recuerdo a un gran personaje que, tras haber pactado una entrevista apacible, pretendió –sin éxito– que la hiciéramos en un automóvil. Literalmente sobre la marcha.
Es que JPC tenía conciencia plena sobre la importancia de informar y era de los pocos seres importantes de la tierra que saben escuchar. Aunque su agenda tuviera los minutos contados, aunque sus interlocutores fueran reyes, jefes de Estado o jefes de gobierno, los comunicadores lo encontraban siempre distendido, atento y didáctico. También impenetrable, cuando su curiosidad entraba en terreno minado. “Para ser útil, mi obligación es ser discreto”, diría sin apelación posible.
La experiencia le había enseñado que de él se esperaba una confiabilidad por encima de las banderas. Una imparcialidad “orgánica”, edificada con la discreción de la inteligencia y la inteligencia de la discreción. Así podía hablar sin eufemismos con los implicados en algún conflicto, pues éstos sabían que haría lo imposible para evitar las victorias con ostentación y las derrotas con humillación. Aunque fuera al costo de opacar su propia gestión.
Y nada mejor para ilustrarlo, que una secuencia de lo que fuera, churchillianamente hablando, uno de sus momentos más gloriosos.
DESIGNACIÓN CON MORBO ESPECIAL
Era un 11 de diciembre de 1981. Mediodía del viernes. El mundo acababa de enterarse de que JPC era el nuevo secretario general de la ONU y el periodismo limeño se concentraba en su departamento de Miraflores. Había un morbo especial en el ambiente pues recién en octubre el Senado le había negado los votos necesarios para asumir como embajador en Brasil.
“Es nuestro mejor diplomático”, había dicho el presidente Fernando Belaunde a su colega brasileño Joao Figueiredo, sugiriendo un “gesto” especial del Perú. Sin embargo, algunos senadores oficialistas aprovecharon la ocasión para mostrarse más papistas que Belaunde y lucir una sólida carencia de perspectiva internacional. Reprochaban a JPC que, como secretario general de Torre Tagle –la Cancillería peruana–, hubiera tomado juramento de servicio a Juan Velasco Alvarado… el general golpista que había expectorado a Belaunde en 1968. Sobre esa base, aparecieron unos pocos –pero suficientes– votos negativos en la Cámara Alta, que anularon la designación presidencial. El afectado hizo, entonces, algo que a muchos pareció insólito: renunció a su cargo en Torre Tagle.
A tenor de este suceso, la casi inmediata promoción de JPC al más alto cargo de la diplomacia mundial fue un acto de justicia poética. Los periodistas estaban ahí para detectar la sangre en el ojo o la muy humana conciencia de la satisfacción conquistada. Así lo plantearon y replantearon de mil maneras, hasta que, en un instante singular, comprobaron que los grandes electores del Consejo de Seguridad habían tomado la decisión adecuada. Porque JPC, les advirtió, secamente, que si insistían en volver sobre ese incidente “total y absolutamente superado”, él optaría por enmudecer. Aún más, no temió acudir a las reservas de la propia nacionalidad: “les pido que actúen como peruanos” los conminó, tratando de imprimir a su rostro una ira controlada.
En ese momento yo lo “semblanteaba” a media distancia. Esperaba el momento para una entrevista exclusiva, pactada con el director de mi revista, y tomé la siguiente nota: “Espléndidamente entrenado para la adversidad y para el triunfo, se lo siente dueño de sus emociones… que la amargura no se note, que la alegría no desborde”.
PRESIONES Y EQUILIBRIOS
No es la nacionalidad ni el sistema político de un país lo determinante en la elección de un secretario general ONU. Lo fundamental, según textos no escritos, es que el postulante sea lo bastante fuerte y equilibrado como para resistir cualquier tipo de presiones, incluyendo las de su propia vanidad. JPC cumplía este requisito con summa cum laude, y así lo demostraría por dos períodos consecutivos.
Su liderazgo tranquilo hoy es reconocido como el más eficiente en la historia de la organización mundial. Según mi recuerdo –y entre muchas otras iniciativas– catalizó el fin de la larga guerra de Irak-Irán, presionó el retiro de las tropas soviéticas de Afganistán, patrocinó la independencia de Namibia, indujo el fin de la guerra en El Salvador (y, por extensión, en Centroamérica), instaló los primeros diálogos eficientes entre las comunidades greco-turcas de Chipre y entre Marruecos y el Frente Polisario. En paralelo, para promover la democracia y el respeto a los derechos humanos en América Latina, se negó a visitar Chile mientras estuviera el general Pinochet.
Todo eso le trajo reconocimientos poco frecuentes para un jefe de la ONU. Entre ellos, el Premio Príncipe de Asturias en España y el Premio Nobel a los Cascos Azules, que no fue nominativo para él porque –¡plop!– su burocracia neoyorquina no presentó su postulación en tiempo. En el clímax de esa gran performance, realizada en plena guerra fría, recibió el espaldarazo de los líderes de las dos superpotencias antagónicas: “El mundo entero aplaude los esfuerzos que desarrollan la ONU y su secretario general”, dijo Mijaíl Gorbachov. “Su liderazgo ha sido esencial para el éxito de los esfuerzos de mantención de la paz de la ONU”, le escribió Ronald Reagan.
De ese modo, JPC derrotó el prejuicio según el cual el jefe máximo de la organización –sobre todo si venía del Tercer Mundo– debía ser la versión diplomática de un árbitro de fútbol en cancha hostil: pasivo, aferrado al pito y sin la personalidad necesaria para imponerse a los caudillos del balón y de las barras bravas. Más “secretario” que “general”.
HUMANISTA Y CREADOR INAPARENTE
Profesionalmente hablando, JPC lucía como recién operado de los nervios. A eso contribuía la rigidez de su labio superior, producto de una neuritis. “Cara de póker”, lo apodaban sus colegas en Lima. Puede que eso fuera funcional para su éxito como negociador, pero no para su reconocimiento como el gran humanista que fue.
Conocedor de las bellas artes, respetuoso del tiempo libre de sus subalternos, enamorado de su segunda esposa, lector impenitente de los clásicos literarios y políticos. Salvo problema cósmico, dedicaba todas las tardes del sábado a leer o releer las grandes obras. Muchas veces me pregunté qué rol jugaba su país de origen en tan rica y estructurada personalidad. Hay pistas aparentes, como un Álvaro de Soto arequipeño, que le daba apoyo profesional súper calificado. O Marcela Temple, la guapa piurana que le dio sólido apoyo familiar en su residencia y desarrollando una “diplomacia paralela” con las cónyuges de los poderosos de la Tierra. Pero, por conocer su país natal, sospecho que hay algo más misterioso.
Es que, desde el fondo de sus crisis, el Perú no cesa de producir personajes de vuelo planetario. Líderes políticos, poetas, novelistas, periodistas, pensadores, que surgen recurrentemente para mostrar el lado mágico de la luna… y también, a veces, su lado siniestro (piénsese en Abimael Guzmán y Vladimiro Montesinos). Ergo, habría que estudiar cómo influyó esa base telúrica en un intelectual fino y conocedor de su historia, como JPC. Percibir de qué manera encajaba las terribles asimetrías que debió apreciar en las distintas rutas hacia sus distintos trabajos. Alternando, por ejemplo, la tugurizada Lima de los años 70 y 80 con los rascacielos de la sofisticada Manhattan.
La sugerencia vale porque, pese a que se autodefinía como “animal político”, no contamos con sus confesiones políticas sistematizadas. Su austeridad, que muchos tipificaban como “frialdad”, lo había dotado de una rara facultad para distanciarse de sí mismo. “A veces ni yo mismo me gusto”, me comentó en una de las entrevistas que le hiciera. Esto implicaba un exagerado rigor hacia sus posibilidades como escritor. No se sentía ungido con “el don” de la escritura y ni pensar en la posibilidad de contratar a un ghost writter para que le hiciera el trabajo.
Lástima, pero también desafío. Porque, si no dejó como legado un tratado de tipo kissingeriano sobre la diplomacia, sí dejó un denso corpus de tesis, recuerdos, reflexiones, pronósticos y percepciones sobre las relaciones internacionales, en cada una de sus entrevistas y, sobre todo, en las memorias anuales de la ONU. En estas publicaciones oficiales está la historia de su gestión, el meollo de su sabiduría y el pronóstico de lo que vendrá. Baste pensar que allí está el núcleo de lo que hoy se conoce como “deber de ingerencia internacional”, como contrapunto al “deber de no intervención”.
Hace falta que, en vez de producir papers indexados que a pocos interesan y casi nadie lee, los estudiosos tomen ese material disperso para procesarlo a fondo. De hacerlo, descubrirían que JPC no sólo fue el mejor administrador que ha tenido la ONU, sino uno de los líderes más creativos y perspicaces de la política mundial.
Editado por
José Rodríguez Elizondo
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
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