Bitácora
El terrorismo no tiene ideología compleja sino objetivos simples. Su gran ventaja es que los gobernantes democráticos demoran demasiado en diagnosticarlo y dejan el espacio necesario para que se esparza. Sobre eso trata este texto
Publicado en La República 14.3.2021
En el caso del terrorismo la información de que se dispone
es escasa, pues el adversario es anónimo, sus motivos son cambiantes
y sus capacidades desconocidas.
JESSICA STERN
Algunos recordaron contactos electrónicos entre jefes de las FARC colombianas y militantes comunistas chilenos. Otros aludieron a agentes venezolanos de Nicolás Maduro. Los más memoriosos -es decir, los más antiguos- descubrimos semejanzas entre lo que está sucediendo en la Araucanía y lo que sucedió en Ayacucho en los años de Sendero Luminoso (SL). Uno de estos me consultó y yo dije “bingo”.
Sí, ya sé que ni en la sociedad ni en la naturaleza funciona el copy and paste. Pero tampoco está de más comparar fenómenos como el terrorismo, en países contiguos y con sistemas democráticos. Hacerlo, sin pretensión pontifical, permite entender mejor a quienes inician o avivan el fuego purificador.
COINCIDENCIAS ESTRUCTURALES
Como testigo de la emergencia del terrorismo senderista y del que está activándose en Chile, anoto las siguientes coincidencias estructurales.
La primera es una prehistoria común. En el origen remoto del tema están las polémicas intramarxistas de la Guerra Fría, que llegaron a su clímax en los años 60. SL fue fruto de escisiones en cadena del Partido Comunista prosoviético, en el contexto del conflicto China-URSS y, luego, de la Revolución Cultural china. La retórica de quienes realizan acciones terroristas en Chile revela una genealogía similar. Es la que empleaban las minorías trotskistas, anarquistas, castristas y maoístas, dentro y fuera de los partidos de la Unidad Popular (lo más seguro es que sólo los ancianos de esas tribus estén enterados).
La segunda dice que, en ambos países, las acciones prototerroristas comenzaron a gestarse lejos de las capitales respectivas y bajo dictaduras militares. Esto las abrigó con la indiferencia centralista y les dio una especie de pasaporte político. Para disidentes poco ilustrados podían ser una “vía corta” para derribar a los dictadores… y después se vería.
Tercera, en cuanto contraélites minoritarias, los terroristas buscan una plataforma social amplia. En el Perú fue el campesinado, con base en las tesis neomaoístas de Abimael Guzmán y con epicentro en Ayacucho. En Chile, es el pueblo mapuche de la Araucanía, en función de tesis sin firma conocida, que antagonizan a los nacionales con los “pueblos originarios”.
Cuarta, el mutuo recelo bloqueó el traspaso a los gobiernos de la transición democrática de la información de inteligencia -sesgada o no- acumulada por las dictaduras. Como efecto inmediato, los gobiernos peruano y chileno no contaron, de inicio, con ese instrumento indispensable.
Quinta, por añadidura, hubo retardo en el diagnóstico. Antes de hacer visible la realidad terrorista, el presidente Fernando Belaunde optó por atribuirla a la violencia sin apellidos, la delincuencia común, la delincuencia rural o la delincuencia narco. Fue un escapismo con causa que, en el mediano plazo, conduciría a un punto de no retorno. Es posible que, también en el mediano plazo, el reconocimiento del presidente Piñera se haya producido con retardo.
Sexta, con esos antecedentes, los terrorismos que se comparan parten con una ventaja importante: sus estrategias insurreccionales, propias de minorías coherentes, se ejecutan contra gobiernos que representan mayorías electorales, pero sin estrategias idóneas para concitar una unidad nacional consistente.
Séptima, con base en la ventaja anotada, los terroristas tienden a profundizar las divisiones internas, provocando a las fuerzas constitucionales. Suponen que el desborde de las policías, en cuanto encargadas del orden y seguridad, expandirá el pánico social y conducirá a la intervención castrense. Esto es, a la aplicación de una fuerza sin entrenamiento policial, que evoca las polarizantes dictaduras del pasado reciente.
Octava, en su crecimiento, el terrorismo concita el apoyo de antisociales varios y jefes del crimen organizado, entre los cuales destacan los narcos. Es un sistema de seguridad mutua, con alto poder corruptor, que impone peajes extorsivos a la población. Esto aún se percibe en el VRAE peruano y hay indicios de que el fenómeno se estaría manifestando en la Araucanía chilena.
Novena, entre 1980 y 1992, el terrorismo de SL instaló en la opinión pública la idea de que su desarrollo se debía a la debilidad de los gobiernos democráticos. Lo propio estaría sucediendo en la opinión pública chilena, en el marco de una clase política desprestigiada, un gobierno de bajo rendimiento en las encuestas, heridas no cerradas tras la represión y una prolija desinformación periodística.
Décima, la plataforma de todas las semejanzas es el subdesarrollo democrático -mayor o menor- de nuestros países. Su paradigma está en los políticos sistémicos que no se asumen como defensores del Estado democrático de derecho, que tanto costó recuperar y que tanto los privilegia. Soslayando la violencia terrorista o estimándola como un atajo para sustituir a un gobierno débil, elevan los costos de combatirla dentro de la ley y con respeto a los derechos humanos.
EPÍLOGO PARA PERUANOS
Tras la dictadura militar bicéfala, Fernando Belaunde es reconocido como el único mandatario peruano, democráticamente elegido, que se retiró con dignidad.
Hoy parece claro que no podía levantar una estrategia antiterrorista en tiempo oportuno, pues SL se hizo visible justo cuando volvía a Palacio Pizarro. A partir de ahí, llamar “abigeos” a los terroristas no fue simple debilidad suya. Fue conciencia de que el problema, aparentemente intempestivo, no tenía solución en el marco de la democracia recién recuperada.
El APRA, la gran fuerza política de ideología revolucionaria, ya no estaba bajo la influencia sabia y moderadora de Víctor Raúl Haya de la Torre. Los indicadores económicos del país apuntaban hacia el sótano. La policía no era competente para mantener la seguridad en la sierra. En cuando a los militares -que lo habían golpeado en 1968-, algunos pretendían supeditarlo y otros protagonizaban pleitos internos muy serios. Además, condicionados por su éxito contra una guerrilla de tipo castrista, ignoraban las complejidades de una insurgencia de tipo maoísta.
Mi hipótesis es que Belaunde se percibió, nuevamente, ante una opción perversa. En 1968 fue la de disolver el Congreso para convertirse en dictador. En 1980, la de delegar en las Fuerzas Armadas la lucha contra SL. La primera le pareció inaceptable. “Preferí llevar una cruz democrática que un símbolo totalitario”, dijo en 1987. La segunda lo indujo a postergar decisiones y a emitir un ultimátum escapista: “otorgué a los terroristas un plazo de 72 horas, durante los cuales no debían cometer ningún acto subversivo”.
Fue su tácita confesión de que no tenía opción ganadora y la gestión de sus sucesores lo confirmó. El terrorismo mutó en guerra interna, los militares admitieron una situación de “empate”, ese equilibrio socavó la institucionalidad y SL sólo fue derrotado cuando su líder carismático cayó detenido.
Por un sarcasmo del destino, la detención de Guzmán fue obra de la inteligencia policial, pero ya en el marco de una dictadura. La experiencia sufrida costó entre 50 y 70 mil vidas y dejó una herida en el sistema político que hasta hoy sigue sangrando.
Bitácora
El periodista Pedro Schwarze, del medio online Ex-Ante, me sometió a un interesante interrogatorio sobre mi experiencia peruana con el terrorismo de Sendero Luminoso, a propósito del reconocimiento de que en el sur de Chile hay síntomas de terrorismo en desarrollo
Para el periodista y escritor José Rodríguez Elizondo, los políticos tienen una “tremenda responsabilidad” cuando se demoran en asumir que los fenómenos de violencia incontrolada son temas de Estado, como es el caso de la Arucanía. En su exilio de la dictadura de Pinochet trabajó como periodista en importantes medios de Perú (1976 y 1986), y presenció el surgimiento de Sendero Luminoso y la escalada terrorista y represiva que duró más de una década y dejó casi 70.000 muertos.
¿Es posible tomar algo de la experiencia peruana para buscar salidas o soluciones a la situación de violencia que se está viviendo en la Araucanía?
No sólo es posible. Es obligatorio. La historia de Sendero Luminoso es un paradigma en cualquier país democrático en que se perciban síntomas de una escalada violencia-terrorismo. Me explico: Sendero Luminoso germinó, silencioso, durante la segunda fase de la revolución militar peruana, explosionó durante los gobiernos democráticos sucesivos de Fernando Belaúnde y Alan García. Entonces llegó a una especie de empate estratégico con el Estado y sólo fue derrotado por el autogolpista Alberto Fujimori. Es decir, con la democracia abolida y los derechos humanos desconsiderados.
Desde la primera acción de Sendero Luminoso, la quema de unas urnas de votos en 1980, hasta que Belaúnde Terry declaró el estado de emergencia y puso a las fuerzas armadas a luchar contra Sendero, pasaron dos años. ¿Fue una decisión tardía? ¿Fue la decisión correcta?
Nunca hay respuestas simples para problemas complejos. Si fue una decisión tardía no fue una decisión correcta y discutirlo puede ser escapista. Como testigo-periodista de las primeras fases, creo que el centralismo limeño llevó a subestimar los hechos de carácter violento que sucedían en Ayacucho. La primera acción senderista en la capital, en 1982, fue considerada un happening macabro: ¡¿perros colgados de las luminarias callejeras con letreros alusivos a Deng Xiaoping y otros “revisionistas” chinos!?… Cosa de maoístas locos.
¿La demora en lanzar la lucha más directa se debió a que se ignoraba qué era Sendero y qué alcance podían tener? ¿Faltó inteligencia?
Hubo una mezcla de ignorancia de la historia política comparada, en los políticos; de falta de inteligencia estratégica en el terreno, por parte de las fuerzas de seguridad, y de normalización de las polémicas entre las izquierdas extremas en el sistema. Esto hizo que nadie entendiera las complejidades del impacto de la Revolución Cultural china en esas izquierdas. Sendero parecía, entonces, un fenómeno entre pasajero y exótico. No podía tomarse en serio a su líder, Abimael Guzmán, cuando se autoproclamaba “cuarta espada de la revolución mundial”. Es decir, legatario directo de Marx, Lenin y el propio Mao.
¿No bastaba con la policía para reducir a Sendero Luminoso?
Cinco violentistas pueden ser una pandilla de abigeos, pero mil militantes ideologizados, armados y con estrategia clara son un ejército. Eso pasó con Sendero. Ante una autoridad perpleja, sus efectivos aumentaron en números y sus acciones terroristas en ubicuidad e intensidad. Incluso llegaron hasta Lima y fue entonces cuando se asumió que la policía estaba desbordada. La opción gubernamental fue la intervención militar progresiva. Primero como apoyo logístico a la policía y luego, con la policía detrás. Ayacucho, de teatro de operaciones único y lejano, se convirtió en escenario matriz de la insurrección.
¿Esa inacción inicial del gobierno de Belaúnde Terry posibilitó la aparición de otros grupos como el MRTA en 1982?
Así como el guerrillerismo castrista de los años 60 —dictadura militar de Juan Velasco Alvarado— fue una alternativa a otras organizaciones de izquierda revolucionaria, Sendero produjo una alternativa revolucionaria de otro signo ideológico: el MRTA que, a mi juicio, oscilaba entre el aprismo primigenio y el guevarismo.
¿Los militares, por su formación en una guerra convencional contra otro Ejército, están preparados para la lucha contrainsurgente? ¿Lo estaban entonces los militares peruanos?
Yo creo que entonces no lo estaban, por la especificidad de una guerra interna con base campesina, inspirada en los textos de Mao y con un líder creativo. La mejor prueba es que esos mismos militares habían derrotado, en cuestión de meses, la guerrilla castrista de los 60. Por eso, trataron de enfrentar la nueva complejidad con métodos equivalentes a los de una guerra convencional… y eso era impensable en un Estado democrático. De ahí que durante los gobiernos de Belaúnde y García se llegara a un empate estratégico. Sendero solo fue derrotado por la dictadura de Alberto Fujimori, que permitió a los militares operar con libertad casi total.
¿Están preparados ahora los militares chilenos?
En cuanto militares modernos no solo están preparados para su función histórica de defender al país propio, en una guerra convencional. También lo están para actuar en otros y muy variados tipos de guerra. Además, tienen el precedente de las guerras campesinas asiáticas y la muy especial de Sendero Luminoso. Pero, permítame decir que, en todas las hipótesis de contrainsurgencia, el problema es el costo en potencial disuasivo.
¿En qué consiste ese costo?
Combatir contra enemigos extranjeros suele tener una lectura épica. Produce un momentum de unidad nacional. Combatir contra connacionales que se pretenden representativos de una parte del país, confirma una división interna de carácter dramático. Además, si el proceso es de larga duración, puede darse un costo adicional: desmoralización y/o división en las propias fuerzas armadas y policiales. En todos los casos, se reduce el potencial nacional de disuasión. Un literal circulo vicioso.
Entonces, ¿tampoco hay solución militar?
En rigor, cuando se deja madurar la violencia más allá de lo prudente, no hay solución político-militar-policial que mantenga incólume el Estado democrático de derecho e intangibles los derechos humanos. Entonces, intervenir o no intervenir tiene costos negativos y los chilenos lo sabemos por experiencia. Por lo dicho, no cabe soslayar la tremenda responsabilidad de los políticos que “se atrasan” en asumir que los fenómenos de violencia incontrolada son temas de Estado. Y, peor, todavía, si estiman que son una buena oportunidad para desestabilizar al gobierno.
¿Se puede afirmar que todos saben cuándo entran las fuerzas armadas en la lucha contrainsurgente pero nadie sabe cuándo es el momento apropiado para retirarlas? ¿Es difícil hacer volver a los militares a los cuarteles?
Estamos en otro momento histórico-político. En síntesis taquigráfica, creo que después de la Guerra Fría y ante la experiencia venezolana, hoy lo difícil es sacarlos de sus cuarteles.
¿Qué lecciones del caso Sendero Luminoso se pueden rescatar para Chile?
Podrían esbozarse las siguientes:
- La violencia tiene una dinámica propia, marginal a los sistemas políticos, y no asumirlo tiene costos incrementales.
- El déficit de los liderazgos civiles tiende a inducir o mantener una relación defectuosa con las fuerzas legítimas del Estado, militares y policiales. Esto dificulta o impide una planificación estratégica oportuna respecto a los focos de violencia.
- Los servicios de inteligencia son estratégicamente imprescindibles y deben tener un nivel de profesionalidad que les permita transferir su masa informativa a los gobiernos sucesivos.
- Establecer una divisoria estática entre una masa social con carencias históricas diferenciadas y grupos políticos extremistas que dicen representarla, es una actitud escapista por parte de la autoridad legítima.
- La crisis de las ideologías totales, más la falta de vocación democrática de los políticos extremistas y la ignorancia de otras realidades por parte de los políticos sistémicos, favorece la polarización y ésta contribuye a mutar la violencia en terrorismo.
- En el caso de la lección anterior puede llegarse a un punto de no retorno, con estallidos recurrentes y desborde total del Estado democrático de derecho.
¿Qué opina sobre rechazo de la presidenta del Senado, Adriana Muñoz, a la incorporación de los militares a combatir la violencia en la Araucanía?
Me parece un poco simplista. Una visión estática. La eventual militarización, como fue el caso peruano, es el efecto de la polarización o del bloqueo político previos, con responsabilidad de los actores políticos variopintos. Me habría gustado escucharla sobre lo que podría hacer ella, como líder del senado, para impedir que se llegue a esa última ratio del conflicto.
Bitácora
La decadencia del bipartidismo norteamericano golpeó al sistema de equilibrios y controles y, siguiendo esa línea, Donald Trump golpeó a la democracia misma. En estos momentos, la recuperación de la gran potencia depende no sólo de la gestión que inicia el Presidente Joe Biden. Además y quizás más importante, es que el Partido Republicano no rompa lanzas por la impunidad del primer autogolpista en la historia del país.
En los Estados Unidos la elección de un presidente equivale a una apuesta sobre un hombre.
Raymond Aron. 1984.
Desde que consolidara su independencia en el siglo 18, Estados Unidos supo comunicar, a través de sus élites, que la democracia y la libertad no sólo eran sus principios domésticos. Además, eran la esencia de su destino manifiesto, que ejecutaría ante el mundo como una misión autoasignada.
La plataforma jurídica de esos principios fue una Constitución enmendada pero nunca sustituida, un sistema de equilibrios y controles entre los poderes del Estado y una cortés alternancia en su sistema político bipartidista. Con esa configuración la potencia emergente respaldó intereses cada vez más globales, lo que indujo al filósofo francés Raymond Aron a definirla como una “república imperial”.
Sólo una guerra civil pudo suspender, en el siglo 19, esa estructura jurídico-político-ideológica. Luego, en el siglo XX, su participación en dos guerras mundiales planteó a Estados Unidos el dilema de la mayor o menor consecuencia con sus principios. Explicable porque, invocando el interés nacional, eventualmente apoyó a dictaduras ominosas y, en el campo de los derechos humanos, desestabilizó más a sus aliados que a sus enemigos. Lo que para sus gobernantes era una política exterior pragmática, para sus contrapartes afectadas era una política imperialista.
Notablemente, la consistencia democrática interna prevaleció, incluso en el plano del soft power o prestigio estratégico. La opinión pública mundial asumía que Estados Unidos, pese a ser amistoso con algunos dictadores, no se contaminaba con las dictaduras. Desde esa perspectiva, el mundo agradeció su decisiva contribución a la derrota del nazifascismo en la segunda guerra y reconoció su victoria contra la Unión Soviética en el marco de la Guerra Fría.
Lo anterior está escrito en pretérito, pues el asalto al Capitolio, dispuesto por el expresidente Donald Trump, fue un estallido en el corazón del sistema. En lo inmediato, puso entre paréntesis el respeto global por su democracia. Quienes criticaban a Estados Unidos por su tolerancia con dictaduras amistosas, comenzaron a percibir la posibilidad de una dictadura en la propia Casa Blanca, a cuya sombra difícilmente podrían sobrevivir los regímenes democráticos. Además, perfiló la posibilidad de un escenario antes inimaginable: el de un dictador estadounidense insensato, con mando sobre un ejército poderoso y con un enorme arsenal nuclear. Una obvia amenaza para la paz y la seguridad internacionales.
Con base en ambas percepciones fue sorprendente el silencio de todas las cancillerías y, en especial, el de los organismos multilaterales encargados de afirmar la paz, proteger la democracia y velar por los derechos humanos. Afortunadamente, el sistema fundacional de equilibrios y controles pudo sostenerse. Aunque Trump tenía aliados internos con poder, la institucionalidad judicial mantuvo su independencia y los militares no se plegaron a su comandante en jefe presidencial. El autogolpe fracasó y el presidente Joseph Biden está reiniciando la andadura democrática, con un fuerte sesgo recuperacionista en lo interno y propósitos de reinserción en el abandonado espacio internacional.
Está bien lo que bien termina pero, como el susto queda y Trump lucha por quedar impune, es bueno recurrir a la parábola histórica. Esa según la cual un agitador alemán, tras una asonada sangrienta y algunos años de cárcel, llegó a gobernar con mayoría parlamentaria, indujo el incendio del Reichstag, se hizo dictador con apoyo militar, provocó una guerra mundial que dejó 60 millones de muertos y terminó liquidando a su país.
(*) Editorial de revista online Realidad y Perspectivas (RyP) del mes de enero
Bitácora
Los teóricos han escrito bibliotecas sobre lo que se requiere para ser fascista. Los izquierdistas rústicos no se hacen problemas: todo derechista es un fascista (un "facho") activo o en potencia. Como en la fábula de Pedrito y el lobo, ni unos ni otros acertaron a descubrir que el fascismo contemporáneo estaba incubándose en la democracia más importante y militarmente más poderosa del mundo.
Despidiéndose desde la Base Andrews y sin mencionar a Joe Biden, Trump deseó éxito y suerte al nuevo gobierno porque… le dejaba un legado “espectacular” (sic). También soslayó su desidia en el tema andemia, aludiendo a las vacunas ya disponibles. De paso, en una taimada alusión a los militares -ya veremos por qué-, contó cuánto lo querían los veteranos del Ejército.
Lo más significativo es que se fue sosteniendo la mentira de su victoria robada y con un mensaje similar al de Hugo Chávez de 1992, cuando dijo que su golpe había fracasado sólo “por ahora”. Dirigiéndose a sus adictos, Trump prometió que “siempre lucharé por ustedes” y que “estaremos de regreso en alguna forma”.
La amenaza es seria. El histriónico presidente que quiso convertir la República Imperial, elogiada por Tocqueville, en una Dictadura Imperialista, seguía dando la razón a Barack Obama. Este dice en sus memorias que “Trump era un espectáculo y, en los Estados Unidos de 2011 eso era una forma de poder”. Con ese poder secuestró al Partido Republicano y construyó una fuerza social agresiva e incongruente con los valores de la democracia.
Por lo demás, ya giró y seguirá girando contra ella. Tras el asalto al Capitolio -que no tuvo el coraje físico de encabezar- ha querido canjear su impunidad por “una transición ordenada”. Léase, por un incierto control de la violencia de sus seguidores. Por interpósito Mike Pence y citando la Biblia, aconsejó a su aborrecida Nancy Pelosi, líder de la Cámara de Representantes, que se concentrara en el control de la pandemia, pues “tras los trágicos acontecimientos del 6 de enero ahora es el tiempo para que nos unamos” (sic).
Si se asume que ese día hubo cinco muertos y que Pelosi fue buscada especialmente por los asaltantes -no para saludarla-, aquello estuvo en la línea ideológica de “la protección” que ofrecían los gangsters de Chicago.
DURA RÉPLICA PRESIDENCIAL
Horas después, en su toma de posesión, Joe Biden dijo que Donald Trump -a quien tampoco mencionó por su nombre-, dejó la democracia de los EE.UU en la unidad de cuidados intensivos.
En un discurso sin eufemismos, en el recién asaltado Capitolio, ante expresidentes republicanos y demócratas e incluso frente a Mike Pence, vicepresidente del innombrable, dio cuenta de las falsedades, odio y racismo que recibió como legado. Con esos recursos, dijo, devaluó la decencia, desprestigió al país y socavó el equilibrio bipartidista. Incluso, mediante turbas violentas y actos de terrorismo, indujo “una forma de guerra civil”.
Biden reconoció que esos estallidos antisistémicos operaron sobre un terreno abonado por la decadencia de la política formal. Por tanto, su victoria demostró que la democracia había prevalecido, pero no era irreversible. Había que renovarla para sacarla de su estado de fragilidad y para que ¡ojo! los EE.UU volvieran a ser “fuente de bien para el mundo”. Una tácita alusión al peligro global para la paz que significó Trump.
En esa línea, pidió un minuto de silencio por los 400 mil muertos que estaba dejando la pandemia, hizo un llamado a la reunificación nacional recordando a Lincoln y se comprometió a ser “un presidente “para todos”. Terminó invocando una bendición literalmente estratégica: “Que Dios proteja a nuestras tropas”.
LO BUENO DE UNA IGNORANCIA
A esta altura uno debe preguntarse por qué Trump no pudo forjar una fuerza militar de apoyo, como cualquier autogolpista subdesarrollado.
La respuesta la dio Maquiavelo en el siglo XVI, cuando advirtió que los gobernantes “no deben apartarse jamás de la reflexión sobre el arte militar”. Obviamente, el expresidente no podía seguir ese consejo, pues nunca tuvo la capacidad de reflexionar. Tampoco sirvió en el Ejército y nadie podría acusarlo de conocer las tesis militares de Wright Mills, Samuel Huntington, Morris Janowitz, Henry Kissinger, Robert McNamara o Zbignew Brzezinski.
Galopando sobre su ignorancia feliz, creía que fidelizaría a los militares con técnicas de marketing: un presupuesto holgado para comprar armas, la promesa de “una buena guerra” o designaciones premium en su equipo de oyentes. Es muy posible que se viera a sí mismo como un patrón de rancho del Oeste y a los uniformados como sus pistoleros a sueldo.
Fue su peor error, pues los militares norteamericanos son parte importante de la élite del poder. Conforman un grupo de presión ilustrado y discreto, con autonomía social relativa, información política de calidad y están forjados en la disciplina de la simulación. Además, la alta tecnicidad de sus funciones les permite una amplia capacidad de autorregulación.
Con ese capital en sus mochilas, no disfrutaban con las patanerías de su comandante en jefe y nunca le perdonaron su agravio al senador y veterano de guerra John McCain (oficial naval capturado en Vietnam y condecorado por su comportamiento). “No me gustan los vencidos”, había dicho a su respecto. En paralelo, los más expuestos a sus decisiones verificaron que ignoraba el mínimo necesario sobre los temas estratégicos y geopolíticos propios de una potencia con intereses globales. Resultado, antes que los políticos civiles, captaron que era un peligro para la seguridad de su propio país.
La prueba está en el Memorandum de 12 de enero, de los 8 máximos jefes militares de los EE.UU, dirigido a todos sus efectivos. En ese texto, donde cada palabra pesa, definen el asalto al Capitolio como “asonada violenta”, “sedición” e insurrección”. Recuerdan que las Fuerzas Armadas “se mantienen absolutamente comprometidas con la protección y defensa de la Constitución contra todos los enemigos, extranjeros y domésticos”. Advierten, para máxima claridad, que sólo obedecen las “órdenes legales del liderazgo civil” y alertan a sus subordinados para que se mantengan enfocados en su misión. Concluyen declarando que el 20 de enero el presidente electo Joe Biden “será nuestro Comandante en Jefe N° 46”.
Fue una potente luz roja institucional y un puntillazo torero al comandante en jefe N° 45, quien indujo el asalto y quería apernarse en el poder.
EL LADO OSCURO DE LA FUERZA.
Para las almas buenas de los EE.UU habría que arrojar a Trump al desván de la irrelevancia, resignarse a un crimen sin castigo y volver a los happy days de la canción tradicional.
Quien conozca algo de realpolitik, sabe que ese “buenismo” también fue previsto por Maquiavelo -por algo es un clásico- para quien “no se debe jamás permitir la continuación de un desorden para eludir una guerra, porque ésta no se evita sino que tan sólo se retrasa”. La impunidad eventual de Trump induce dos preguntas relacionadas: ¿Ya cesó el desorden que provocó? ¿Fue la asonada su último cartucho?
Las imágenes de la televisión dieron algunas respuestas. Para la toma de posesión de Biden todos los Estados de la Unión estaban bajo control militar y 25 mil soldados acampaban en el Capitolio. En paralelo, hay congresistas confabulados con la asonada y habría militares sometidos a una Corte Marcial.
En cuanto a la actual correlación de fuerzas, la mancha roja de Trump sobre el mapa muestra sobre 74 millones de simpatizantes, muchos de los cuales organizados y armados. Al frente esta la mancha azul de Biden, con sobre 81 millones de electores, muchos con armas, pero sin organización. Bastaría un 10% de la mancha roja para formar milicias con más efectivos que el ejército, a semejanza de lo que hicieron los líderes fascistas europeos del siglo pasado.
Hay base real, entonces, para temer que la lucha continúe. Por ello Biden llamó, en su discurso, a “poner fin a esta guerra civil que enfrenta al rojo con el azul”. Sabe que la democracia, su propia seguridad, la paz interna y externa, hoy dependen de una delgada línea verde: los 2 millones de militares en activo, reservistas y guardias nacionales.
A partir de esos datos, los estrategos norteamericanos están analizando la dinámica política de los ejércitos, recordando los magnicidios exitosos o intentados en su país y estudiando las biografías de los grandes dictadores.
Trump, en su megalomanía, quizás aprecie todo esto como un duelo de cowboys, que debe concretarse a la hora señalada.
UN FANTASMA PARA BIDEN
Cualquier analista serio sabe que, dada la envergadura del país y de su potencial nuclear, la crisis de la democracia norteamericana no es encapsulable.
Por eso, si el silencio de muchas cancillerías fue llamativo, el de las organizaciones multilaterales fue estrepitoso. El Secretario General de la ONU y su homólogo de la OEA parecieron ausentes, ante un cuadro de evidente amenaza para la paz y la seguridad internacionales. El primero ni siquiera ejerció la potestad que le confiere el artículo 99 de la Carta, para “llamar la atención” sobre el tema al Consejo de Seguridad. Lo disuadió de antemano el derecho a veto que ejercería Trump. El segundo ni siquiera convocó al Consejo Permanente, según las facultades que le da la Carta Democrática Interamericana, Tácitamente, reconoció que ese texto sólo es aplicable a los países del sur.
En esas circunstancias, Biden luce solitario ante un dilema de crimen-castigo con implicancias globales. O asume como tarea de gobierno aplicar la ley a su predecesor o se allana a lo que resuelvan los partidos del sistema, a partir del impeachment ya activado. Esto equivale a decidir si se resigna o no a dormir con el enemigo, a sabiendas de que puede despertar ante el huevo roto de la serpiente metafórica.
Honestamente, no hay consejo simple de ninguna mente brillante que pueda ayudarlo. Sin la solidaridad de las democracias y ante el deber de asumir, en simultáneas, lo que el mismo conceptualizó como “una cascada de crisis”, es una opción durísima de roer. En definitiva, sólo puede confiar en su sabiduría, su intuición y sus conocimientos de historia comparada.
Tal vez, en una noche de insomnio, se le ocurra releer la peripecia de un agitador alemán que, tras una asonada sangrienta y algunos años de cárcel, llegó a gobernar con mayoría parlamentaria, indujo el incendio del Parlamento, se hizo dictador con apoyo militar, provocó una guerra mundial, dejó 60 millones de muertos y terminó liquidando a su país.
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La oenúltima grosería política de Trump no sólo se convirtió en tragedia. Está marcando el peor momento de la democracia representativa en todo el mundo occidental. Por eso, llama la atención que ningún gobierno democráticos de Latinoamérica haya recordado que los EE.UU. también firmaron la Carta Democrática Interamericana.
Publicado en El Libero y en La República, 10.1.2021
Días antes de que Donald Trump ordenara a sus huestes invadir el Capitolio, el New York Post lo había emplazado, en primera plana y con titular catastrófico: “Señor Presidente, detenga la locura”. Fue un llamado ingenuo y tardío para que reconociera su derrota, como si en algún momento hubiera sido un político del establishment.
Es que los estadounidenses ilustrados subestimaron la experiencia previa de Trump como autócrata privado y personaje de farándula. Por eso, con la complicidad de los medios y, en especial. de las redes, sus embustes fueron noticia diaria para consumo masivo. Su mezcla de narcisismo con matonería evocaba el viejo cine de vaqueros y garantizaba diversión gratuita. Pocos captaron que un payaso es peligroso cuando tiene responsabilidades de Estado y, aún más, si funciona en el Salón Oval. Barack Obama, víctima de esos abusos de su poder comunicacional, dice en sus memorias que los periodistas “en ningún momento se plantaron ante Trump y lo acusaron directamente de mentir”.
Con base en la complicidad mediática, sumada a la sumisión de los altos cargos republicanos, la egolatría rústica del autócrata mutó en la locura del gran dictador. Su objetivo, entonces, fue apernarse en el poder a como diera lugar, aunque ello condujera al autogolpe, la guerra civil o la guerra convencional. Desde esa discapacidad empoderada, incubó el más rotundo rechazo a la posibilidad de una alternancia democrática. Un talante similar a la extrañeza de Hitler, ante el fin de la dictadura de Primo de Rivera y el exilio de Alfonso XIII de España: “lo que no llego a comprender es que, una vez conquistado el poder, no se aferren a él con todas sus fuerzas”
LAS GUERRAS QUE NO FUERON
Esa locura con método, hay que decirlo, convirtió al incumbente presidente de los EE.UU. en un fascista del siglo XXI. Y más peligroso que los históricos, por su acceso al maletín nuclear y su incultura enciclopédica.
Desde esa personalidad política, puede sospecharse que la asonada del jueves fue la penúltima y desesperada etapa de una estrategia que debió iniciarse con una tonificante aventura militar. Una versión remasterizada del fraguado incidente bélico del Golfo de Tonkín, de 1964, que catalizó la intervención masiva de los EE.UU en la guerra de Vietnam. Según analistas de la época, el objetivo político (fracasado) era asegurar un segundo período presidencial a Lyndon Johnson.
Puede que los historiadores descubran huellas delatoras en la beligerancia de Trump contra China e Irán, en sus sondeos respecto a una intervención militar en Venezuela o, por reversa, en la exitosa disuasión nuclear del dictador norcoreano Kim Jong-un. Si aquello sólo quedó en borradores clasificados, lo más seguro es que obedeció al déficit de confianza entre el jefe de Estado y los altos mandos castrenses.
Todo indica que el autócrata presidencial buscó esa relación, pero a su mal modo. Manipulando y maltratando a los ex altos oficiales de su equipo como si fueran simples ordenanzas. Para su sorpresa, terminó recibiendo de vuelta el equivalente a un bofetón institucional: “No juramos lealtad a un rey o una reina, a un tirano o a un dictador… no le juramos lealtad a un individuo”. Lo dijo muy ronco el general Mark Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto -la más alta instancia militar norteamericana-, justo cuando Trump comenzaba a fraguar su apernamiento en la Casa Blanca.
IMPENSABLE IMPUNIDAD
Si tras la insurrección que indujo Trump logra zafar impune, Richard Nixon dará saltos mortales en su tumba. Ese mandatario, apodado “Tricky” (tramposo), debió abandonar la Casa Blanca sólo por haber espiado a sus adversarios. Sus pillerías fueron gajes del oficio de político y sus crímenes fueron cometidos en el contexto de la Guerra Fría, contra extranjeros (entre ellos vietnamitas, camboyanos y chilenos) y con la excusa patriótica del interés nacional comprometido. Además, siempre estuvo asesorado por el expertísimo Henry Kissinger,
En cuanto a trapacerías domésticas, Trump lo ha superado lejos. Como contribuyente, paga menos que cualquier oficinista honesto. Normalizó la mentira hasta el punto de que nadie sabe cuándo dice la verdad. Ganó la Presidencia con la ayuda de una potencia extranjera y con menos votos que Hillary Clinton. Desde el gobierno reposicionó el supremacismo blanco y, por tanto, la discriminación racial.
En lo internacional, Trump dilapidó todo lo ganado por sus predecesores durante la Guerra Fría. El resultado es un crimen de leso Estado, sintetizable en cuatro puntos cardinales: Los EE.UU. dejaron de ser la superpotencia democrática que lideraba el libre comercio y tenía vara alta en la ONU; perdió el respeto de sus aliados europeos, políticos y militares; en los países en desarrollo (para él “países de mierda”), sólo lo aman los ultraderechistas, e ignoró a conciencia la amenaza planetaria del coronavirus. Como corolario, produjo un vacío estratégico que hoy está llenando China, con la cual ya entró en guerra comercial y de acusaciones.
Para completar ese nutrido prontuario, encargó la toma del Capitolio a una fanaticada sin disciplina militar ni objetivos políticos confesables. Esa insurrección artesanal, con cómplices todavía ocultos, ya muestra un balance macabro: cinco muertos, actos vandálicos y vergüenza global para la que solía mencionarse como “gran democracia norteamericana”.
LA OEA TAMBIÉN JUEGA
Tras la escandalera mundial, Trump quiere escabullirse negociando. A cambio de su impunidad ofrece una “transferencia ordenada del poder” y, como garantía, dice que no concurrirá al acto tradicional. Obviamente es una oferta chantajista, pues contiene la amenaza de una última fechoría: rentabilizar la polarización violenta que él mismo catalizó y que ahora respaldarían 75 millones de votantes.
Por el bien de la democracia y por la responsabilidad de los EE.UU. no cabría aceptar esa negociación. La eventual impunidad del autócrata derrotado sería un estímulo global para todos los extremistas, de izquierdas y derechas. Un incentivo para que sigan socavando las democracias supérstites, mediante estallidos que desborden la gobernabilidad y catalicen dictaduras. Una amenaza directa para nuestra atribulada América Latina, donde los gobiernos legítimos hoy cuelgan de un delgado hilo sanitario.
Notablemente, los primeros en sancionar al primer autogolpista de los EE.UU. han sido los directivos de Facebook, Instagram y Twitter. Desde esa “premier league” del sector privado, bloquearon las comunicaciones del presidente, pues se saben corresponsables. En cuanto plataforma de sus provocaciones, cumplieron el mismo rol que el literario doctor Frankenstein: crearon el monstruo que ahora trata de destruir su hábitat.
En ese complicado contexto, el presidente entrante Joe Biden está actuando con prudencia total. Sabe que no puede “vacar” al presidente saliente, que una semana larga es corta para promover un impeachment y que iniciar acción ejecutiva bloquearía el normal inicio de su gestión. Confía en lo que deben hacer los jueces y los congresistas, a sabiendas de que el caso marca los límites reales entre el Derecho, la Política y la Moral.
Bueno sería, por tanto, que mientras las élites norteamericanas se ponen las pilas, los gobiernos democráticos de la OEA visualicen una posibilidad que antes habría parecido insólita: aplicar, ipso facto, la Carta Democrática Interamericana a los EE.UU. ¿Motivo?... el presidente autogolpista sigue en su cargo, tras haber producido una grave alteración en el orden democrático de un Estado miembro. Según las normas de dicha Carta, el gobierno estadounidense no podría participar en los trabajos de la OEA mientras la anomalía persista y el Secretario General “puede solicitar la convocatoria inmediata del Consejo Permanente para realizar una apreciación colectiva de la situación y adoptar las decisiones que estime conveniente”.
Luis Almagro, que ya se atrevió a desafiar la dictadura de Nicolas Maduro, tiene ahora la posibilidad de anotarse otro punto. Esta vez, en defensa de la democracia norteamericana y, por añadidura, de todas las democracias del hemisferio.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850