CONO SUR: J. R. Elizondo

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ELOGIO DE LA VIOLENCIA CON TERROR ADJUNTO José Rodríguez Elizondo

A falta de la teoría revolucionaria, que exigía Lenin, la acción revolucionaria contemporánea tiende a justificarse por la violencia pura y la mala calidad de los políticos profesionales. Es lo que estaría pasando en Chile, donde la mesa directiva de la Convención Constituyente quiere refundar el país y se ha reconocido tributaria de la revuelta del 18 de octubre de 2019.


 
En vez de producir mejores políticos, los países en crisis de gobernabilidad suelen producir nuevas constituciones. Es una suerte de superstición jurídica que se complejiza cuando no se interpreta como iniciativa política, representativa, sino como concesión a la violencia.

La pasada semana, por ejemplo, la directiva de la Convención Constituyente decidió autovincularse al “estallido social” del 18.10.2019 (rebautizado por algunos como “estallido de la revuelta”), en una relación de causa-efecto. Con ello replanteó el viejísimo tema del carácter fundacional o refundacional de la violencia.

En la arena de los medios, unos intelectuales exhumaron la sentencia de Karl Marx según la cual “la violencia es la partera de la historia” y otros recurrieron a Carl Schmitt, el gran legitimador jurídico del nazismo. Pero, por falta de profundidad -las redes y los diarios no tienen mucho espacio para temas filosóficos-, sólo mostraron coartadas para objetivos de corto plazo.

LA HISTORIA DIXIT

Por lo señalado, habría que abordar ese macrotema desde la historia decantada, con base en los tres episodios de violencia refundacional que marcaron la política mundial de los últimos siglos: la revolución republicana francesa, la revolución comunista rusa y la revolución nacionalsocialista alemana.

Respecto a la primera, Maximilien “Incorruptible” Robespierre sintetizó su proceso en informe de 1794 a la Convención Nacional: “el móvil del gobierno popular en revolución es a la vez la virtud y el terror: la virtud, sin la cual el terror es funesto; el terror, sin el cual la virtud es impotente”. Víctima icónica de ese móvil bivalente fue, precisamente, Robespierre.

Respecto a la revolución rusa, la épica bolchevique mutó en terror ecuménico durante el régimen de Stalin. Y, como en Francia, se ejerció no sólo contra los “enemigos del pueblo”, sino contra los propios dirigentes políticos. En su informe secreto de 1956, ante el XX Congreso de su Partido Comunista, Nikita Jrushov consignó, entre otros datos durísimos, que “de los 139 miembros del Comité Central elegidos en el XVII Congreso, 98 de ellos, o sea el 70% fueron fusilados”. También exhumó un instructivo de Stalin según el cual “la tortura física debe seguir siendo usada obligatoriamente, como un método excepcional, para aplicar a los enemigos más notables y obstinados del pueblo”.

Similar transición, aunque con magnitud apocalíptica, tuvo la revolución nacionalsocialista (nazi). Inspirada en la violencia racista, se expandió desde Alemania a tres continentes, dispuso el Holocausto judío y condujo a la Segunda Guerra Mundial.  En el meollo de la tragedia estuvo la fe confesa de Adolf Hitler en “el dominio de la calle” y en “la importancia del terror físico para con el individuo y las masas”. Así lo expresó en su libro Mein Kampf.

LA PROSA DEMOCRÁTICA

Como esos tres estallidos terminaron por derrota o por implosión, dejaron un escarmiento político que parecía insoslayable: la democracia republicana, prosaica, imperfecta o débil, es el mínimo común necesario para inducir reformas sociales progresistas, sin el flagelo de la violencia. Por lo mismo, sin mengua de los derechos humanos fundamentales.

Es lo que el líder conservador Winston Churchill reconoció, con ironía británica, cuando definió a la democracia como una especie de mal menor. Lo que el filósofo austríaco Karl Popper, marxista en su juventud, dijo con seriedad teutónica en su libro La sociedad abierta y sus enemigos: la democracia se justifica porque permite cambiar los gobiernos sin derramamiento de sangre y la violencia sólo es admisible cuando se ejerce para defenderla.

SOSPECHA EN DESARROLLO

Con esa panorámica y visto lo que estamos viendo, resulta pertinente una pregunta que antes parecía retórica: ¿es plausible celebrar o conmemorar la violencia en un país con tradición y estructura jurídica democráticas?

Como estamos inmersos en una brecha con sesgo tecno-generacional, desde la cual la historia propia suele ignorarse y las otras son anchas y ajenas, esa pregunta debe responderse con claridad. Cualquier ambigüedad sólo favorece a quienes, invocando las flaquezas del gobierno y la supuesta legitimidad de la violencia, están más ocupados en potenciar las revueltas, que en elaborar una constitución que reafirme el sistema democrático.

De ello deriva una suspicacia “leninista”. Dado que hoy no existe una nueva teoría revolucionaria que dé respaldo a una nueva acción revolucionaria, es de sospechar que las justificaciones de la violencia sean el placebo de la sofisticada polémica sesentista sobre la mejor vía para imponer la justicia social.

En efecto, hoy se estarían parafraseando, en modo tuit, los sesudos debates de entonces sobre la vía institucional y la vía armada, que no sólo consumieron las neuronas de los políticos e intelectuales progresistas. En paralelo y con Fidel Castro como heraldo continental, empujaron a la insurrección y a la muerte a numerosos jóvenes, a lo largo y ancho de América Latina.

Los ancianos de la tribu saben que, como en la fábula del aprendiz de brujo, aquello socavó las bases de las democracias realmente existentes en la región y terminó reinstalando la vieja violencia de las dictaduras.

José Rodríguez Elizondo
Lunes, 1 de Noviembre 2021



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4votos

¿QUÉ QUEREMOS DECIR O ESCUCHAR CUANDO SE HABLA DE DIPLOMACIA DCE LOS PUEBLOS?


Como presunto analista, sé que un país puede tener malas relaciones con algún país antípoda -o ni siquiera tenerlas- sin que se note mucho. Cuando reanudamos relaciones con Japón, en 1952, pocos sabían que estaban rotas desde fines de la Segunda Guerra Mundial.
Distinto es el caso con un país de las cercanías. Baste pensar que ser vecino o paravecino de Venezuela hoy significa tratar de absorber millones de venezolanos que escapan del país, sin razonable explicación de su gobernante ni acción disuasiva de la ONU.
Por cierto, el tema debe atenderse humanitariamente, en la máxima medida de lo posible. Pero, asumámoslo, lo que se caratula eufemísticamente como “inmigración”, teóricamente administrable por ACNUR, es muy otra cosa. Es una invasión de facto, por víctimas sin armas, que afecta la estructura socioeconómica de los países receptores y puede catalizar situaciones ingratas entre los mismos, con la excusa de la “diplomacia de los pueblos”.
Es una hipótesis que parece remota para los demócratas sistémicos e internacionalistas tranquilos, pero que hoy puede estar en los cálculos de quienes no lo son. En lo principal, porque estaría inmersa en el enjambre de crisis que intranquilas nos bañan. En un mar revuelto.
Flashback histórico
Asumo que, si tuviéramos una masa crítica de líderes democráticos con liderazgo, sentido patriótico y conciencia de nuestra configuración geopolítica, nadie osaría justificar a Nicolás Maduro. En paralelo, estaríamos revisitando los temas controversiales de la política vecinal y, en especial, el que nació con la creación de Bolivia, en 1825, por decisión del libertador venezolano Simón Bolívar.
Dado que la nueva república tuvo como plataforma geográfica el Alto Perú, su nacimiento acarreó un conflicto territorial con todos los países de su entorno y uno muy específico con el Perú, por Arica. Se debió a que su puerto, del cual disponían los altoperuanos, siguió bajo soberanía peruana. Luego, cuando el tratado chileno-peruano de 1929 asignó Arica a Chile, nuestro país se convirtió en interpelado subrogante de la aspiración ariqueña de los bolivianos.
Por más de un siglo, cada vez que Bolivia trató de obtener una salida al mar por Arica, se produjo una tensión por carambola entre Chile y el Perú y un estado de alerta en Argentina. Así hasta 2018, cuando un rotundo fallo de la Corte de La Haya rechazó la pretensión boliviana y muchos abogados chilenos creyeron, alborozados, que el problema quedaba totalmente resuelto. “Triunfo total del Derecho”, proclamaron.
La realidad y el derecho
El desencanto vino por boca del actual Presidente boliviano Luis Arce. El 23 de marzo, Día del Mar, replanteó “el derecho” boliviano a una salida libre, soberana y útil al Océano Pacífico, en el marco de la misma “diplomacia de los pueblos” que antes levantara Evo Morales. Luego repitió ese fraseo en la reciente Asamblea General de la ONU. Al parecer, el fallo de los jueces de La Haya había sido una simple y descartable opinión.
Entonces hice link en antiguos diálogos sobre el tema con mi sabio amigo peruano Juan Miguel Bákula. Él reconocía que la aspiración boliviana, con Arica como objetivo expreso o tácito, había complicado la buena relación entre Chile y el Perú. Textualmente, había malogrado “la opción de paz” contenida en el tratado de 1929. Por otra parte, pese a que él sería actor prominente en la demanda peruana contra Chile, desconfiaba de la judicialización de las controversias limítrofes. A su juicio, solían dejar colgajos que permitían renovar los conflictos y así lo dijo en su tratado de 2002 Perú, entre la realidad y la utopía: “Una confrontación litigiosa (…) bajo el privilegio de estrictos dogmas jurídicos, con frecuencia de elaboración doméstica, ha sido la vía más segura para desembocar en un conflicto interminable”.
Como tip pertinente, cabe agregar que la “diplomacia de los pueblos” tiene genes mussolinianos y fue levantada en los años 50 por Juan Domingo Perón para afirmar su proyecto del ABC, con Argentina, Brasil y Chile como “países reserva del mundo”. En esa línea, el carismático líder llamaba a prescindir de las cancillerías “inoperantes e intrascendentes”, para apoyarse en “los pueblos, que son los permanentes”.
Diplomacia popular a la vista
Contra ese tipo de retórica, la tradición y la experiencia dicen que nunca está claro qué se quiere decir cuando se dice “pueblo” y que prescindir de las formas de la diplomacia es prescindir de la diplomacia misma. En efecto, levantar el estandarte de la diplomacia popular equivale a justificar la intervención en las políticas internas de otros países, induciendo mayorías ocasionales o minorías coherentes que ignoren el derecho internacional, subestimen la negociación y, eventualmente, produzcan hechos beligerantes.
A ese respecto, la buena noticia viene de la Alianza del Pacífico, que uniera a Chile y el Perú (más Colombia y México) en momentos difíciles de su relación. Su éxito como factor de desarrollo compartido, ayudó a que sobreviviera al test de la demanda peruana contra Chile por la frontera marítima. Se dio entonces el compromiso de acatar el fallo, fuera cual fuese, con base en la diplomacia de “cuerdas separadas”. Un precedente notable.
Sin embargo, la noticia mala es que la diplomacia de los pueblos surge y prolifera en las circunstancias críticas y ahora estamos, precisamente, en un enjambre de crisis. Este supera todos los aforos, pues contiene pandemia, invasión demográfica, estallido social en clave de revuelta, inflación agazapada, sequía crónica, ingobernabilidad establecida, inseguridad ciudadana, cuestionamiento del sistema de tratados, tanteos plurinacionales, cuestionamiento del republicanismo, impugnación del Estado nación unitario y… políticos sistémicos resignados.
En el siglo XVIII, en un momento de la historia europea con enjambre crítico y trasfondo revolucionario, el ícono de la diplomacia francesa, Charles Maurice de Talleyrand, reconoció que no siempre la solución estaba en manos de los juristas. En momentos convulsos, “aún el derecho más legítimo puede ser discutible”, dice en sus memorias.
Es una advertencia realista para nuestros diplomáticos profesionales y, en general, para todos quienes contemplan y valoran el interés nacional en los poderes del Estado y en la Convención Constituyente. Si la entendemos a cabalidad, podríamos comenzar a salir de las “peleas chicas”, del marasmo de la inercia y de la inercia de la resignación.
Ello no sólo para el bien de Chile, sino también de la región.
 

 

José Rodríguez Elizondo
Lunes, 18 de Octubre 2021



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LOS MILITARES ¿NO SON TEMA? José Rodríguez Elizondo

Desde la filosofía griega, pasando por Maquiavelo, se sabe que los militares no son actores políticos de partido, sino de Estado. Sin embargo, en virtud de un fingimiento crónico, demasiados políticos tratan de ignorarlo... en la medida de lo posible. Dicen creer que el rol castrense sólo existe para efectos de las guerras, hasta que la realidad los desmiente. Sobre eso trata la siguiente reflexión,


Un día de 1972 llegó a cenar a mi casa el general y expresidente boliviano Juan José Torres, conocido como Jota Jota. Exiliado temporalmente en Chile, tras ser derrocado por el general Hugo Banzer, nos hizo a un grupo de cuatro un briefing sobre su experiencia como revolucionario castrense. De las notas que tomé rescato las siguientes afirmaciones: Los revolucionarios civiles eran antimilitares. La idolatría universitaria por el Che Guevara había contagiado a algunos oficiales. Como reacción, en los cuarteles se potenció el anticomunismo. La educación del Colegio Militar era desclasante y aristocratizante. El Movimiento Nacional Revolucionario de Víctor Paz Estenssoro quiso cambiar la mentalidad de los oficiales por una simple afiliación al partido.
 
En el duro contexto que vivíamos entonces, su conclusión fue que vestir el uniforme era “una puerta que se cerraba desde los dos lados, civil y militar” y que “los civiles debíamos considerar a los oficiales, conversar con ellos y no entrar enseñándoles”. Dicho lo cual, nos hizo una advertencia de cierre: “ustedes no conocen a los militares”.
 
Incidentalmente, volví a ver a Jota Jota después del golpe, en la Universidad de Leipzig, en fecha que no recuerdo. Poco después, en junio de 1976, fue secuestrado y asesinado en las cercanías de Buenos Aires, en el marco del Plan Cóndor.
 
Razón del recuerdo
 
Hago este recuerdo pues, no sólo en Chile, civiles y militares seguimos inmersos en la ignorancia mutua. Grave cosa, porque repercute en los temas básicos de la política de cualquier país. Basta leer a Maquiavelo para entenderlo. Aquí, por ejemplo, los candidatos a la presidencia hablan sobre casi todo, pero soslayan dos temas de importancia medular: las relaciones internacionales y la defensa. Esto implica que las políticas sobre esos temas, que ejecutarían desde el poder, seguirán definiéndose como “de Estado” pero no se informarán a la ciudadanía. En rigor, no serán políticas públicas.
 
Lo dicho refleja la complicada relación entre civiles y militares, propia de las democracias poco desarrolladas o en crisis sistémica. En lo fundamental, ello obedece a que los representantes políticos de la civilidad quieren ignorar que los uniformados integran un subsistema del Estado y no un servicio del gobierno. Estarían sólo para entrenarse, obedecer y desfilar, según interpretación gruesa de la fórmula que les prohíbe “deliberar”. Los militares, por su parte, invocando una autonomía social significativa, distinguen entre su lejanía total de los partidos y su deber de conocer las políticas que les conciernen. Saben que no deben deliberar sobre el manejo político de las coyunturas… excepto si lo ven como un peligro para el Estado que los encuadra.
 
Democracia en cuidados intensivos
 
Durante la Guerra Fría ese esquema de la relación civil-militar se aplicó en un marco fijo y rudimentario. Para los sectores conservadores (“derechas”) los uniformados eran su última ratio para mantenerse en el poder. Para los sectores revolucionarios (“izquierdas”) eran lo que Marx había dicho que eran: la fuerza de represión de la burguesía, forjada y potenciada para bloquearles la ruta al poder. Poca mella hizo, en nuestra región, la realidad de las cosas que sucedían, personalizada en jefes militares como Jota Jota, Omar Torrijos en Panamá, el almirante Wolfgang Larrazábal en Venezuela y Juan Velasco Alvarado en el Perú.
 
El fin de la Guerra Fría pudo aportar una revisión del estereotipo a nivel de hemisferio. Fue una gran oportunidad. Parecía claro que, sin el enemigo estratégico al frente, políticos civiles y militares podían llegar a un mejor conocimiento mutuo y que los gobiernos democráticos asumirían la continuidad entre la Política Exterior, la Defensa y la Estrategia.
 
No fue así. La decadencia de los partidos, la deserción de sus intelectuales, la emergencia de outsiders y la obra de estudiosos apresurados, hizo que los “dividendos de la paz”, expresión acuñada en la ONU, mutara en el fukuyamesco “fin de la historia”. A partir de ese diagnóstico, la hora feliz de la democracia fue sólo un veranito de felicidad.
 
Así, hoy no sólo Cuba es asumida como país no democrático (los nostálgicos de Fidel Castro no osan definirla como “dictadura”), pues la acompañan Venezuela, Nicaragua y, pasito a paso, El Salvador. En paralelo, hay países con gobiernos asediados por “estallidos sociales”, en los cuales la democracia, según encuestas contestes y concordantes, dejó de ser apreciada como la única opción. El puntillazo confirmatorio vino desde la mismísima superpotencia, cuando Donald Trump convocó a la toma del Capitolio, en un fallido intento de golpe de Estado… y se mantuvo impune.
 
Las cosas como son
 
Sé que no soy optimista si digo que hoy tenemos a la democracia interamericana en la unidad de cuidados intensivos y que Chile no es la orgullosa excepción de otras épocas.
 
En tal contexto, cualquier analista acucioso sabe que los militares vuelven a ser actores importantes, incluso por omisión. En los Estados Unidos desbarataron la intentona golpista de Trump y Bob Woodward acaba de publicar un libro al respecto. En Venezuela son el soporte de la dictadura del civil Maduro, designado a dedo por el coronel Hugo Chávez. En Brasil, configuran la plataforma social del excapitán Jair Bolsonaro. Además, ya no necesitan dar golpes para imponer su peso político. Por negarse a reprimir, en Bolivia contribuyeron al fin de la pretensión vitalicia de Evo Morales. En el Perú, entre Martín Vizcarra y Francisco Sagasti, dieron señales de que no estaban dispuestos a intervenir en apoyo de un gobierno sin representatividad. En Chile, tras el “estallido” de octubre -que hoy se reconoce como “revuelta”- hay quienes desearían que intervengan y quienes tratan de congelarlos dentro de sus bases y cuarteles.
 
En 2018 publiqué en el Fondo de Cultura Económica un libro llamando a la reflexión sobre tan complicada relación civil-militar en nuestro país. Allí asumí las circunstancias descritas y advertí lo anómalo de sostener un estado de rencores y recelos congelados con base en nuestro 11-S. Por cierto, el libro se inscribió en la inercia que describía. Me consta que los oficiales militares de las tres armas lo compraron y lo comentaron en sus revistas institucionales. En cuanto a los políticos civiles, no lo conocen o lo soslayan. Para extrañeza de mi editor, tampoco hubo reseñas en los medios.
 
Ante aquello, con un residuo de mi vieja ingenuidad intelectual, consulté a un amigo inteligente y periodista por añadidura, quien me miró como a quien viene cayendo de la luna. A su juicio, a esta altura de mi vida y comunicacionalmente hablando, yo ya debiera saber que aquí “los militares no son tema”.

José Rodríguez Elizondo
Miércoles, 6 de Octubre 2021



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SEPTIEMBRE DE TERROR José Rodríguez Elizondo

Septiembre 11. Los misteriosos links del tiempo que unen el terrorismo de Osama Bib Laden y de Abimael Guzmán. Recuerdos y análisis



El terror no es otra cosa que la justicia pronta, severa, inflexible
Robespierre.
 
 Llegué a Lima un 10 de septiembre de 2001, como huésped de Enrique Zileri, mi exdirector en Caretas. Esa noche cenamos livianito pero bien regado, en su casona-museo de las Casuarinas y no recuerdo a qué horas desperté al día siguiente. Sí recuerdo que la mañana de ese día 11 yo estaba bajo la ducha, cuando sentí fuertes golpes en la puerta y el grito usual que emitía Zileri cuando captaba una noticia flagrante. Algo así como “ven a ver esto, rápido, que es de puta madre”. Salí chorreando y secándome con una toalla y él me explicó, apuntando al televisor, que un avión había atacado una de las torres gemelas de New York. Miro y comento que sí, que “ahí lo están repitiendo” y entonces él lanza su segundo grito: “no, no, Pepe…ésa es la otra torre”.
 
SUPERPOTENCIA Y SUPERFIASCO

Dos días después, Caretas brindaba un gran reportaje sobre lo sucedido, bajo el título “Apocalipsis USA”. En un santiamén, Zileri y su equipo habían compuesto un bloque de 30 páginas, con fotos impresionantes, notas sobre terrorismo comparado, el testimonio de un exreportero con residencia en Manhattan y una entrevista a este servidor sobre el “crujiente momento” que comenzaba a vivir el mundo.

Es malo opinar de prisa, sobre todo si la noticia es enorme. Exhumando esa entrevista, verifico que yo también asumí el concepto de “guerra terrorista”, sin distinguir entre una guerra contra actores nacionales unificados y una contra un concepto, sin enemigo nacional visible. Hoy tengo claro que la diferencia es categórica. Combatir terroristas sin Estado exige recurrir más a la inteligencia estratégica y a la investigación policial que al alistamiento de fuerzas militares, con sus inevitables componentes de contraterror.

Equilibré ese error conceptual con un pronóstico que se cumpliría: “va a haber una reacción muy fuerte de los Estados Unidos, que puede   acarrear serios daños (…) una hiperreacción ciega”. Fue lo que sucedió. El presidente George W. Busch, ignaro en materias de política exterior, presionado por Dick Cheney y Donald Rumsfeld -sus halcones mayores- y sordo ante advertencias de los intelectuales, optó por una represalia militar sin marco geográfico estatal, que de inicio llamó “cruzada”.Sólo había que matar a Osama Bin Laden y aniquilar a los talibanes afganos, sin prever efectos sobre el quebradizo Afganistán y haciendo la vista gorda sobre las complicidades entre Bin Laden y sus paisanos de Arabia Saudita.  Luego, aprovechando el impulso e invocando un fake monumental -armas de destrucción masiva en poder de Sadam Hussein- decidió invadir Irak sin acuerdo del Congreso, mintiendo en la ONU y dejando a Afganistán políticamente desguarnecido.

Veinte años después del colapso de las torres, el presidente Joe Biden está asumiendo los daños de esa ciega “hiperreacción”. Tras la política frívola de Donald Trump -quien negoció con los talibanes marginando al gobierno afgano- y la política congelada de Barack Obama, su gobierno llegó a lo que estamos viendo: caótica retirada de sus tropas en Afganistán, ira de sus aliados europeos y…  retorno al poder total de los terroríficos talibanes.

En resumidas cuentas, fue un fiasco apabullante, rigurosamente previsto por la experta Jessica Stern en testimonio ante el Congreso norteamericano, nueve días después del 11-S: “Si atacamos Afganistán, con toda seguridad la situación se agravará”.

PERIODISMO EN LA ENCRUCIJADA

El link de los recuerdos me lleva a otro día limeño, veinte años antes del 11-S, cuando surgían las primeras señales ominosas de Sendero Luminoso. Entre ellas una que entonces pareció surrealista: sus militantes habían colgado perros en las luminarias de avenida Emancipación -a corta distancia de las oficinas de Caretas- con un letrero que los unificaba bajo el nombre de Teng Siao Ping (Deng Xiao Ping, según grafía actual). Solidarizando con los ultrarrevolucionarios chinos, veían a Deng como un traidor contra Mao y un adalid del retorno al capitalismo.

Dado que la inteligencia militar, la policía y los analistas del gobierno de Fernando Belaunde no estaban informados sobre las pretensiones doctrinarias del líder senderista Abimael Guzmán, primaba la idea de rebajar sus acciones como noticia. Unos aludían a una secta de maoístas chiflados, don Fernando prefería hablaba de “abigeos” y algunos los registraban como variable exótica de ese foquismo castrista… tan rápidamente aplastado por el Ejército. Por ello, en los medios conservadores la información se concentraba en lo delincuencial y Sendero no lucía como una amenaza sistémica.

Distinta fue la reacción de Zileri. Con las fotos de los perros en un display de su oficina, dictaminó que eso era terrorismo puro, duro y peligroso. Asignó el seguimiento de la información a Gustavo Gorriti -entonces en el inicio de su carrera periodística-, inaugurando una línea de investigación permanente en Caretas. Producto marco sería una edición monográfica de 50 páginas, a cargo de Gustavo y este servidor, que aparecería en marzo de 1982. Fue una panorámica del terrorismo global que -vaya coincidencia- empalmó con la primera acción armada y espectacular de Sendero. El día 2 de ese mes, un centenar de militantes asaltó la cárcel de Huamanga, para liberar a 247 camaradas presos, matando a dos policías.

 RESTOS PELIGROSOS

Este 11 de septiembre, aniversario del ataque a las torres gemelas, murió en una cárcel naval Abimael Guzmán. Cerrado su periplo vital, recuerdo cuánto discutimos, en el marco de aquella edición especial de Caretas, si calificaba como figura del terror regional. En la lista de los indiscutidos  de entonces estaban el brasileño Carlos Marighella, el uruguayo Raúl Sendic, el argentino Roberto Santucho, el colombiano Rosemberg Pabón y el chileno Ronald Rivera.

La realidad dice que, mientras los mencionados se están esfumando en el olvido, el jefe de los verdugos de perros ha muerto como un terrorista de relieve mundial. No fue el sucesor de Marx, Lenin y Mao - como pretendía-, pero sí es “el más grande genocida de la historia del Perú”, como lo describió el diario La República. Por su pensamiento y acción murieron más peruanos que en todas las guerras históricas del país.

Sin embargo, dado que la memoria social es corta, la historia suele ignorarse y hay peruanos que aún lo asumen como líder de “el pueblo”, incluso sus restos son problemáticos. Por ello, a fines de la semana pasada se aprobó una ley que autoriza incinerarlos y esparcirlos, para que desaparezcan en la nada, como los de Bin Laden, el más famoso terrorista global.

Sintomáticamente, tal ley se aprobó con la firma del presidente Pedro Castillo y el rechazo de su propio partido.

COLOFÓN NECESARIO

En el fondo político de tanto desquicio está la debilidad y decadencia de la representación democrática, con señales actuales tan notables como el asalto al Capitolio, en los Estados Unidos y los “estallidos sociales” en América Latina. Es un síndrome que produce refundadores de todo tipo y de todo el espectro ideológico.

Para esos nuevos actores “salvo el poder todo es ilusión”, como rezaba el lema de Sendero. Por esa vía, quieren terminar con tradiciones republicanas y símbolos nacionales, colocando a sus seguidores a horcajadas entre una concepción utópica de la revolución social y una aceptación instrumental de la democracia. Pretenden ser ellos quienes comiencen a escribir la historia “políticamente correcta” pero, de hecho, están catalizando la ingobernabilidad y hasta el vacío de poder. Es decir, los contextos que mejor acomodan a los terroristas de cualquier parte.

Fue algo que previmos en 1980, en la nota editorial de aquella histórica edición de Caretas. Al tratar de definir el proyecto político de los terroristas, dijimos que puede ser el caos, la gran revolución, la gran contrarrevolución, el fascismo o el comunismo y que sólo dos cosas resultan claras: que su objetivo será siempre de carácter extremo y que jamás coincidirá con un sistema político “simplemente” democrático.

 

José Rodríguez Elizondo
Domingo, 26 de Septiembre 2021



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LOS TRES TEMAS DE NUESTRO TIEMPO José Rodríguez Elizondo

Mientras sobrevivimos entre el deterioro acelerado del planeta y una pandemia mortífera de alcance global, demasiados políticos profesionales parecen preocupados sólo de mantener sus cargos en los sistemas de estructura democrática. Como si en sus agendas no hubiera nada más urgente, proponen reformas que les permitan reelegirse, encarcelan rivales políticos, impulsan o toleran estallidos sociales y hasta instalan temas mayores, como los de refundar sus Estados o terminar con estos como actores nacionales unitarios. Por ello, a las dos calamidades naturales, hoy debemos agregar la de la decadencia de la democracia. La esperanza humilde es que ello induzca una mejor selección de servidores públicos.


Publicado en La República, 5.9.2021
La variable climática fundamental, hasta fines del siglo 19, fue la mayor o menor altura meridiana del sol. La depredación humana no existía o era sólo un factor incidental.

La perspectiva cambió en el siglo siguiente. En 1969, plena Guerra Fría, el Secretario General de la ONU, U Thant, advirtió a los países miembros del sistema que quedaban sólo 10 años para solucionar los problemas globales de la humanidad, entre los cuales mejorar el medio ambiente. De no hacerlo, agregó, “habrán alcanzado proporciones tan escalofriantes que seremos incapaces de controlarlos”

Los científicos produjeron informes de miedo, Casi todos coincidían en una fuerte crítica a la identificación del crecimiento económico con el bienestar social. Destacó entre ellos el del Club de Roma, de 1972, titulado, precisamente, “los límites del crecimiento”. Con datos duros, sus autores denunciaron la incapacidad del mundo para enfrentar, más allá del año 2000, las necesidades de una población siempre creciente, que utiliza los recursos naturales a tasas aceleradas, causa daños irreparables al medio ambiente y pone en peligro el equilibrio ecológico global. Concluyeron advirtiendo sobre intolerables brechas sicológicas, políticas y económicas y pronosticando -ojo- que “el agravamiento de este estado de cosas haría inevitables los estallidos políticos”.

A fines de ese siglo 20 ya no se trataba de revertir el cambio climático, sino de detener su deterioro acelerado. En 1991, el entonces Secretario General de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar, conminó a iniciar políticas urgentes de largo plazo, pues “lo que está en juego es en extremo importante para toda la raza humana”.

ESTALLIDOS EN DEMOCRACIA

Pese a las evidencias científicas y empíricas del siglo pasado y a las advertencias de la ONU, pobres fueron los resultados. Tras el fin de la guerra fría, los líderes de los países miembros más potentes pugnaban por crecer indiscriminadamente, para disfrutar el fin de la historia y, de paso, iniciar guerras supuestamente marginales.

Llegó así este siglo 21 con una segunda calamidad: la crisis de la promesa democrática, en cuanto horizonte necesario y global. Tras el fin de la Guerra Fría, la democracia realmente existente dejó de ser el modelo político y cultural de la humanidad, debido (entre otros) a los siguientes factores: carencia de un orden mundial de reemplazo, irrelevancia estratégica de la ONU, subordinación de la cultura humanista a la cultura de la entretención, incomprensión de la revolución tecnológica, decaimiento abrupto de la calidad de los políticos, confluencia del crecimiento económico con las crisis de la desigualdad y la fuerza bárbara de la regresión teocrática.

Las dos señales más alarmantes se produjeron en los EE.UU., la potencia líder del mundo occidental. La primera fue esa guerra conceptual contra el terrorismo, que se ejecutó, sin mayor análisis, contra países tan concretos como Irak y Afganistán. Fue una guerra que el presidente George W. Bush decidió iniciar, sin sospechar sus complejidades y que sus entrampados sucesores no supieron concluir.

La otra gran señal ominosa fue el asalto al Capitolio, inducido por el presidente Donald Trump. Un insólito intento de golpe de Estado, en un país cuyos gobernantes habían definido la expansión de la democracia liberal como su “destino manifiesto”. Tanto o más grave fue que el Partido Republicano optara por apoyar la impunidad de su militante presidencial, subordinando el prestigio de su país al más burdo clientelismo.
 En lo regional, la crisis de la promesa democrática también se está expresando mediante señales visibles: dictaduras supuestamente legitimadas por elecciones espurias, elecciones con previo encarcelamiento de candidatos opositores, migraciones masivas de ciudadanos desesperados, gobernantes elegidos como mal menor, corrupción en instituciones fundamentales (públicas y privadas), fuerza expansiva del narcotráfico, judicialización de los conflictos políticos, revueltas camufladas como “estallidos sociales” y hasta terrorismo laico con magnicidio incorporado. Como resultado, América Latina hoy está expuesta a la acción revolucionaria sin teoría revolucionaria, al vaciamiento del poder democrático de derecho y a intervenciones de nuevo tipo de la fuerza institucional.

RAZÓN DE SUPERVIVENCIA

Como las desgracias suelen ser gregarias, cayó sobre el mundo el coronavirus como tercera calamidad asociada. Su primer efecto no fue, por tanto, la solidaridad global, administrada por organismos del sistema ONU, sino la búsqueda de culpables. “El virus chino” se instaló, ab initio, como un factor más en la lucha de las superpotencias por la hegemonía mundial y como un argumento versátil para los políticos de vuelo rasante.
En ese contexto, las señales duras que está dando el planeta son tan dramáticas -incendios, terremotos, huracanes, inundaciones, socavones, extinción de especies animales-, que por fin el cambio climático se convirtió en hashtag mundial. Los ciudadanos ilustrados saben, hoy, que el primer deber de un político responsable es asumir las medidas aconsejadas por los que saben, porque más vale tarde que nunca.
Esa sería la buena noticia. Pero, la noticia mala es que demasiados políticos siguen navegando en la laguna de las encuestas coyunturales y lucen desbordados por las tres calamidades instaladas. Esto explicaría por qué su permanencia en los cargos está subordinando el mínimo común de la unidad nacional eficiente y del respeto a sus símbolos. Por qué siguen privilegiando querellas ideológicas, partidistas, refundacionales, generacionales, étnicas, regionalistas, de opciones sexuales, de jergas incluyentes o de símbolos identitarios.

Para algunos, las alternativas a tanto escapismo serían la resignación estoica de los faquires, la idea de que alguna potencia prevalecerá entre los escombros o ese idealismo místico según el cual Dios o los dioses proveerán.  Contra aquello está (debiera estar) la razón sensata del realismo posibilista y su efecto práctico de raigambre bíblica: asumir que hay un tiempo para cada cosa.

Vista así, la tarea actual no es reestructurar el lenguaje, licuar la nación, liquidar la república o reemplazar la diplomacia de Estado por la diplomacia de los pueblos. Más bien es la de organizarnos para enfrentar las tres grandes calamidades que nos azotan partiendo por lo más inmediato: buscar, promover y elegir representantes políticos que no aspiren a privilegios, que tengan moral de servicio público y real capacidad de liderazgo.

Desde esa primera piedra, podremos trabajar para refundar partidos y renovar sistemas democráticos, con vistas a cumplir la misión de nuestro tiempo: hacer lo que corresponda para que el país propio y el planeta sigan siendo plataforma para quienes vendrán detrás de nosotros.

José Rodríguez Elizondo
Lunes, 6 de Septiembre 2021



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Editado por
José Rodríguez Elizondo
Ardiel Martinez
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.





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