CONO SUR: J. R. Elizondo

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¿QUÉ QUEREMOS DECIR O ESCUCHAR CUANDO SE HABLA DE DIPLOMACIA DCE LOS PUEBLOS?


Como presunto analista, sé que un país puede tener malas relaciones con algún país antípoda -o ni siquiera tenerlas- sin que se note mucho. Cuando reanudamos relaciones con Japón, en 1952, pocos sabían que estaban rotas desde fines de la Segunda Guerra Mundial.
Distinto es el caso con un país de las cercanías. Baste pensar que ser vecino o paravecino de Venezuela hoy significa tratar de absorber millones de venezolanos que escapan del país, sin razonable explicación de su gobernante ni acción disuasiva de la ONU.
Por cierto, el tema debe atenderse humanitariamente, en la máxima medida de lo posible. Pero, asumámoslo, lo que se caratula eufemísticamente como “inmigración”, teóricamente administrable por ACNUR, es muy otra cosa. Es una invasión de facto, por víctimas sin armas, que afecta la estructura socioeconómica de los países receptores y puede catalizar situaciones ingratas entre los mismos, con la excusa de la “diplomacia de los pueblos”.
Es una hipótesis que parece remota para los demócratas sistémicos e internacionalistas tranquilos, pero que hoy puede estar en los cálculos de quienes no lo son. En lo principal, porque estaría inmersa en el enjambre de crisis que intranquilas nos bañan. En un mar revuelto.
Flashback histórico
Asumo que, si tuviéramos una masa crítica de líderes democráticos con liderazgo, sentido patriótico y conciencia de nuestra configuración geopolítica, nadie osaría justificar a Nicolás Maduro. En paralelo, estaríamos revisitando los temas controversiales de la política vecinal y, en especial, el que nació con la creación de Bolivia, en 1825, por decisión del libertador venezolano Simón Bolívar.
Dado que la nueva república tuvo como plataforma geográfica el Alto Perú, su nacimiento acarreó un conflicto territorial con todos los países de su entorno y uno muy específico con el Perú, por Arica. Se debió a que su puerto, del cual disponían los altoperuanos, siguió bajo soberanía peruana. Luego, cuando el tratado chileno-peruano de 1929 asignó Arica a Chile, nuestro país se convirtió en interpelado subrogante de la aspiración ariqueña de los bolivianos.
Por más de un siglo, cada vez que Bolivia trató de obtener una salida al mar por Arica, se produjo una tensión por carambola entre Chile y el Perú y un estado de alerta en Argentina. Así hasta 2018, cuando un rotundo fallo de la Corte de La Haya rechazó la pretensión boliviana y muchos abogados chilenos creyeron, alborozados, que el problema quedaba totalmente resuelto. “Triunfo total del Derecho”, proclamaron.
La realidad y el derecho
El desencanto vino por boca del actual Presidente boliviano Luis Arce. El 23 de marzo, Día del Mar, replanteó “el derecho” boliviano a una salida libre, soberana y útil al Océano Pacífico, en el marco de la misma “diplomacia de los pueblos” que antes levantara Evo Morales. Luego repitió ese fraseo en la reciente Asamblea General de la ONU. Al parecer, el fallo de los jueces de La Haya había sido una simple y descartable opinión.
Entonces hice link en antiguos diálogos sobre el tema con mi sabio amigo peruano Juan Miguel Bákula. Él reconocía que la aspiración boliviana, con Arica como objetivo expreso o tácito, había complicado la buena relación entre Chile y el Perú. Textualmente, había malogrado “la opción de paz” contenida en el tratado de 1929. Por otra parte, pese a que él sería actor prominente en la demanda peruana contra Chile, desconfiaba de la judicialización de las controversias limítrofes. A su juicio, solían dejar colgajos que permitían renovar los conflictos y así lo dijo en su tratado de 2002 Perú, entre la realidad y la utopía: “Una confrontación litigiosa (…) bajo el privilegio de estrictos dogmas jurídicos, con frecuencia de elaboración doméstica, ha sido la vía más segura para desembocar en un conflicto interminable”.
Como tip pertinente, cabe agregar que la “diplomacia de los pueblos” tiene genes mussolinianos y fue levantada en los años 50 por Juan Domingo Perón para afirmar su proyecto del ABC, con Argentina, Brasil y Chile como “países reserva del mundo”. En esa línea, el carismático líder llamaba a prescindir de las cancillerías “inoperantes e intrascendentes”, para apoyarse en “los pueblos, que son los permanentes”.
Diplomacia popular a la vista
Contra ese tipo de retórica, la tradición y la experiencia dicen que nunca está claro qué se quiere decir cuando se dice “pueblo” y que prescindir de las formas de la diplomacia es prescindir de la diplomacia misma. En efecto, levantar el estandarte de la diplomacia popular equivale a justificar la intervención en las políticas internas de otros países, induciendo mayorías ocasionales o minorías coherentes que ignoren el derecho internacional, subestimen la negociación y, eventualmente, produzcan hechos beligerantes.
A ese respecto, la buena noticia viene de la Alianza del Pacífico, que uniera a Chile y el Perú (más Colombia y México) en momentos difíciles de su relación. Su éxito como factor de desarrollo compartido, ayudó a que sobreviviera al test de la demanda peruana contra Chile por la frontera marítima. Se dio entonces el compromiso de acatar el fallo, fuera cual fuese, con base en la diplomacia de “cuerdas separadas”. Un precedente notable.
Sin embargo, la noticia mala es que la diplomacia de los pueblos surge y prolifera en las circunstancias críticas y ahora estamos, precisamente, en un enjambre de crisis. Este supera todos los aforos, pues contiene pandemia, invasión demográfica, estallido social en clave de revuelta, inflación agazapada, sequía crónica, ingobernabilidad establecida, inseguridad ciudadana, cuestionamiento del sistema de tratados, tanteos plurinacionales, cuestionamiento del republicanismo, impugnación del Estado nación unitario y… políticos sistémicos resignados.
En el siglo XVIII, en un momento de la historia europea con enjambre crítico y trasfondo revolucionario, el ícono de la diplomacia francesa, Charles Maurice de Talleyrand, reconoció que no siempre la solución estaba en manos de los juristas. En momentos convulsos, “aún el derecho más legítimo puede ser discutible”, dice en sus memorias.
Es una advertencia realista para nuestros diplomáticos profesionales y, en general, para todos quienes contemplan y valoran el interés nacional en los poderes del Estado y en la Convención Constituyente. Si la entendemos a cabalidad, podríamos comenzar a salir de las “peleas chicas”, del marasmo de la inercia y de la inercia de la resignación.
Ello no sólo para el bien de Chile, sino también de la región.
 

 

José Rodríguez Elizondo
Lunes, 18 de Octubre 2021



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Editado por
José Rodríguez Elizondo
Ardiel Martinez
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.





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