Bitácora
ELOGIO DE LA VIOLENCIA CON TERROR ADJUNTO
José Rodríguez Elizondo
A falta de la teoría revolucionaria, que exigía Lenin, la acción revolucionaria contemporánea tiende a justificarse por la violencia pura y la mala calidad de los políticos profesionales. Es lo que estaría pasando en Chile, donde la mesa directiva de la Convención Constituyente quiere refundar el país y se ha reconocido tributaria de la revuelta del 18 de octubre de 2019.
En vez de producir mejores políticos, los países en crisis de gobernabilidad suelen producir nuevas constituciones. Es una suerte de superstición jurídica que se complejiza cuando no se interpreta como iniciativa política, representativa, sino como concesión a la violencia.
La pasada semana, por ejemplo, la directiva de la Convención Constituyente decidió autovincularse al “estallido social” del 18.10.2019 (rebautizado por algunos como “estallido de la revuelta”), en una relación de causa-efecto. Con ello replanteó el viejísimo tema del carácter fundacional o refundacional de la violencia.
En la arena de los medios, unos intelectuales exhumaron la sentencia de Karl Marx según la cual “la violencia es la partera de la historia” y otros recurrieron a Carl Schmitt, el gran legitimador jurídico del nazismo. Pero, por falta de profundidad -las redes y los diarios no tienen mucho espacio para temas filosóficos-, sólo mostraron coartadas para objetivos de corto plazo.
LA HISTORIA DIXIT
Por lo señalado, habría que abordar ese macrotema desde la historia decantada, con base en los tres episodios de violencia refundacional que marcaron la política mundial de los últimos siglos: la revolución republicana francesa, la revolución comunista rusa y la revolución nacionalsocialista alemana.
Respecto a la primera, Maximilien “Incorruptible” Robespierre sintetizó su proceso en informe de 1794 a la Convención Nacional: “el móvil del gobierno popular en revolución es a la vez la virtud y el terror: la virtud, sin la cual el terror es funesto; el terror, sin el cual la virtud es impotente”. Víctima icónica de ese móvil bivalente fue, precisamente, Robespierre.
Respecto a la revolución rusa, la épica bolchevique mutó en terror ecuménico durante el régimen de Stalin. Y, como en Francia, se ejerció no sólo contra los “enemigos del pueblo”, sino contra los propios dirigentes políticos. En su informe secreto de 1956, ante el XX Congreso de su Partido Comunista, Nikita Jrushov consignó, entre otros datos durísimos, que “de los 139 miembros del Comité Central elegidos en el XVII Congreso, 98 de ellos, o sea el 70% fueron fusilados”. También exhumó un instructivo de Stalin según el cual “la tortura física debe seguir siendo usada obligatoriamente, como un método excepcional, para aplicar a los enemigos más notables y obstinados del pueblo”.
Similar transición, aunque con magnitud apocalíptica, tuvo la revolución nacionalsocialista (nazi). Inspirada en la violencia racista, se expandió desde Alemania a tres continentes, dispuso el Holocausto judío y condujo a la Segunda Guerra Mundial. En el meollo de la tragedia estuvo la fe confesa de Adolf Hitler en “el dominio de la calle” y en “la importancia del terror físico para con el individuo y las masas”. Así lo expresó en su libro Mein Kampf.
LA PROSA DEMOCRÁTICA
Como esos tres estallidos terminaron por derrota o por implosión, dejaron un escarmiento político que parecía insoslayable: la democracia republicana, prosaica, imperfecta o débil, es el mínimo común necesario para inducir reformas sociales progresistas, sin el flagelo de la violencia. Por lo mismo, sin mengua de los derechos humanos fundamentales.
Es lo que el líder conservador Winston Churchill reconoció, con ironía británica, cuando definió a la democracia como una especie de mal menor. Lo que el filósofo austríaco Karl Popper, marxista en su juventud, dijo con seriedad teutónica en su libro La sociedad abierta y sus enemigos: la democracia se justifica porque permite cambiar los gobiernos sin derramamiento de sangre y la violencia sólo es admisible cuando se ejerce para defenderla.
SOSPECHA EN DESARROLLO
Con esa panorámica y visto lo que estamos viendo, resulta pertinente una pregunta que antes parecía retórica: ¿es plausible celebrar o conmemorar la violencia en un país con tradición y estructura jurídica democráticas?
Como estamos inmersos en una brecha con sesgo tecno-generacional, desde la cual la historia propia suele ignorarse y las otras son anchas y ajenas, esa pregunta debe responderse con claridad. Cualquier ambigüedad sólo favorece a quienes, invocando las flaquezas del gobierno y la supuesta legitimidad de la violencia, están más ocupados en potenciar las revueltas, que en elaborar una constitución que reafirme el sistema democrático.
De ello deriva una suspicacia “leninista”. Dado que hoy no existe una nueva teoría revolucionaria que dé respaldo a una nueva acción revolucionaria, es de sospechar que las justificaciones de la violencia sean el placebo de la sofisticada polémica sesentista sobre la mejor vía para imponer la justicia social.
En efecto, hoy se estarían parafraseando, en modo tuit, los sesudos debates de entonces sobre la vía institucional y la vía armada, que no sólo consumieron las neuronas de los políticos e intelectuales progresistas. En paralelo y con Fidel Castro como heraldo continental, empujaron a la insurrección y a la muerte a numerosos jóvenes, a lo largo y ancho de América Latina.
Los ancianos de la tribu saben que, como en la fábula del aprendiz de brujo, aquello socavó las bases de las democracias realmente existentes en la región y terminó reinstalando la vieja violencia de las dictaduras.
La pasada semana, por ejemplo, la directiva de la Convención Constituyente decidió autovincularse al “estallido social” del 18.10.2019 (rebautizado por algunos como “estallido de la revuelta”), en una relación de causa-efecto. Con ello replanteó el viejísimo tema del carácter fundacional o refundacional de la violencia.
En la arena de los medios, unos intelectuales exhumaron la sentencia de Karl Marx según la cual “la violencia es la partera de la historia” y otros recurrieron a Carl Schmitt, el gran legitimador jurídico del nazismo. Pero, por falta de profundidad -las redes y los diarios no tienen mucho espacio para temas filosóficos-, sólo mostraron coartadas para objetivos de corto plazo.
LA HISTORIA DIXIT
Por lo señalado, habría que abordar ese macrotema desde la historia decantada, con base en los tres episodios de violencia refundacional que marcaron la política mundial de los últimos siglos: la revolución republicana francesa, la revolución comunista rusa y la revolución nacionalsocialista alemana.
Respecto a la primera, Maximilien “Incorruptible” Robespierre sintetizó su proceso en informe de 1794 a la Convención Nacional: “el móvil del gobierno popular en revolución es a la vez la virtud y el terror: la virtud, sin la cual el terror es funesto; el terror, sin el cual la virtud es impotente”. Víctima icónica de ese móvil bivalente fue, precisamente, Robespierre.
Respecto a la revolución rusa, la épica bolchevique mutó en terror ecuménico durante el régimen de Stalin. Y, como en Francia, se ejerció no sólo contra los “enemigos del pueblo”, sino contra los propios dirigentes políticos. En su informe secreto de 1956, ante el XX Congreso de su Partido Comunista, Nikita Jrushov consignó, entre otros datos durísimos, que “de los 139 miembros del Comité Central elegidos en el XVII Congreso, 98 de ellos, o sea el 70% fueron fusilados”. También exhumó un instructivo de Stalin según el cual “la tortura física debe seguir siendo usada obligatoriamente, como un método excepcional, para aplicar a los enemigos más notables y obstinados del pueblo”.
Similar transición, aunque con magnitud apocalíptica, tuvo la revolución nacionalsocialista (nazi). Inspirada en la violencia racista, se expandió desde Alemania a tres continentes, dispuso el Holocausto judío y condujo a la Segunda Guerra Mundial. En el meollo de la tragedia estuvo la fe confesa de Adolf Hitler en “el dominio de la calle” y en “la importancia del terror físico para con el individuo y las masas”. Así lo expresó en su libro Mein Kampf.
LA PROSA DEMOCRÁTICA
Como esos tres estallidos terminaron por derrota o por implosión, dejaron un escarmiento político que parecía insoslayable: la democracia republicana, prosaica, imperfecta o débil, es el mínimo común necesario para inducir reformas sociales progresistas, sin el flagelo de la violencia. Por lo mismo, sin mengua de los derechos humanos fundamentales.
Es lo que el líder conservador Winston Churchill reconoció, con ironía británica, cuando definió a la democracia como una especie de mal menor. Lo que el filósofo austríaco Karl Popper, marxista en su juventud, dijo con seriedad teutónica en su libro La sociedad abierta y sus enemigos: la democracia se justifica porque permite cambiar los gobiernos sin derramamiento de sangre y la violencia sólo es admisible cuando se ejerce para defenderla.
SOSPECHA EN DESARROLLO
Con esa panorámica y visto lo que estamos viendo, resulta pertinente una pregunta que antes parecía retórica: ¿es plausible celebrar o conmemorar la violencia en un país con tradición y estructura jurídica democráticas?
Como estamos inmersos en una brecha con sesgo tecno-generacional, desde la cual la historia propia suele ignorarse y las otras son anchas y ajenas, esa pregunta debe responderse con claridad. Cualquier ambigüedad sólo favorece a quienes, invocando las flaquezas del gobierno y la supuesta legitimidad de la violencia, están más ocupados en potenciar las revueltas, que en elaborar una constitución que reafirme el sistema democrático.
De ello deriva una suspicacia “leninista”. Dado que hoy no existe una nueva teoría revolucionaria que dé respaldo a una nueva acción revolucionaria, es de sospechar que las justificaciones de la violencia sean el placebo de la sofisticada polémica sesentista sobre la mejor vía para imponer la justicia social.
En efecto, hoy se estarían parafraseando, en modo tuit, los sesudos debates de entonces sobre la vía institucional y la vía armada, que no sólo consumieron las neuronas de los políticos e intelectuales progresistas. En paralelo y con Fidel Castro como heraldo continental, empujaron a la insurrección y a la muerte a numerosos jóvenes, a lo largo y ancho de América Latina.
Los ancianos de la tribu saben que, como en la fábula del aprendiz de brujo, aquello socavó las bases de las democracias realmente existentes en la región y terminó reinstalando la vieja violencia de las dictaduras.
Editado por
José Rodríguez Elizondo
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850
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