Bitácora
Liderazgo para una estrategia realista
José Rodríguez Elizondo
El diario Peru 21 formulo una pregunta-encuesta a dos "regionologos": Luis Pasara y yo, sobre el futuro de la integracion en A.Latina. Adjunto mi respuesta, pues puede tener interes para los lectores del blog.
¿Considerando los resultados de este año en las elecciones en las Américas, cómo se afectará la integración en la región en 2007, mejorará o empeorará?
Dicho desde el escepticismo, la casi homogeneidad política no es obstáculo para la integración regional, pues el “izquierdismo” dominante sólo garantiza momentos de retórica común. Veo más posibilidades de alineamiento estratégico entre el derechismo de Alvaro Uribe, la socialdemocracia canosa de Lula, el concertacionismo de Michelle Bachelet y el aprismo de Alan García, que entre éstos y el “bolivarianismo” castrófilo de Hugo Chávez, el peronismo variopinto de Kirchner y el socialismo indigenista de Evo Morales.
Por lo señalado, la integración seguirá siendo una asignatura urgente y pendiente, a menos que reconozca dos déficit interconectados: falta de la voluntad política necesaria para reconocer un liderazgo (una o más locomotoras) y carencia de una estrategia adecuada (recorrido de la máquina).
Ambos déficit vienen de nuestra tendencia a utopizar. Pensamos la integración como una arquitectura que nace del debate racional y no asumimos que las integraciones "macro" realmente existentes, de izquierdas o derechas, son (o fueron) secuela de cataclismos: la Guerra de Secesión, para formar los EE.UU; la revolución rusa, para formar la URSS, y la Segunda Guerra Mundial, para abrir paso a la UE. A mayor abundamiento, el integracionismo de Bolívar surgió desde la gesta independentista.
Debemos asumir, entonces, que:
1.- Ante lo indeseable de una gran catástrofe para crear los Estados Unidos de Latinoamerica, hay que reducir el objetivo estratégico inicial. Esto significa partir desde una porción geográfica más “amigable”, para constituir “masa crítica”. El modelo más seductor sigue siendo esa mínima Comunidad del Carbón y del Acero, que hoy se asume como germen de la Unión Europea.
2.- Ejecutar ese proyecto exige un liderazgo reconocido, lo cual supone una negociación de complejidad histórica para a) equilibrarse entre los intereses nacionales de las partes y b) asegurar la gobernabilidad democrática de los países-partes, para que esa negociación sea autosustentable.
En síntesis y a tenor de la pregunta, el proyecto integracionista mejorará, porque no tiene opositores razonables, en lo político ni en lo económico; porque la institucionalidad integracionista ha creado una infraestructura intelectual interesante, y porque hay proyectos –como IIRSA- que están creando mejores bases nateriales. Sin embargo, mientras no surja el liderazgo necesario para una estrategia realista, todo avance será vegetativo. Es decir, no desencadenará el salto cualitativo que se requiere, para zafarnos del descenso a las ligas menores.
Encuesta de Perú 21, 30.12.06
Bitácora
La confesión de Schaulsohn (articulo entre paréntesis)
José Rodríguez Elizondo
A comienzos a de diciembre, el político chileno Jorge Schaulsohn alborotó el cotarro y acaparó entrevistas diciendo que la coalición gobernante, en Chile, había asumido una especie de “ideología de la corrupción”. El alboroto se justifica si se piensa que dicho político fue co-fundador de la Concertación, como Presidente del Partido por la Democracia (PPD), organización que hoy está en el epicentro de las acusaciones de corrupción. El reconocimiento de Schaulsohn tenía todo el aspecto de una confesión.
Al parecer, el fin de la guerra fría permitió a los dirigentes políticos, a nivel global, concentrarse en “el juego político” y/o reconstituirse en “clase política”, para disfrutar cabalmente del poder. Según ironía de Vaclav Havel, esto significa olvidar cómo se conduce un coche, cómo se hacen las compras, cómo se prepara uno mismo el café o cómo se llama por teléfono.
De ahí parte un corto trecho hacia el desprestigio. En su curso, los ciudadanos comienzan a reconocer la legitimidad del antipolicitismo y a percibir que los partidos ya no son –si alguna vez lo fueron- proveedores confiables de cuadros calificados para la Administración. Si ni siquiera en su interior perciben ecuanimidad para ponderar los merecimientos de los militantes. El designio cupular y/o el parentesco suelen desplazar los currícula más calificados.
Envejecimiento político
El caso es particularmente claro en Chile, por ser, quizás, el país latinoamericano de más fuerte implantación histórica de los partidos. Hoy, cualquiera puede ver que las dirigencias de los partidos tradicionales envejecen, sus parlamentarios imponen su poder interno para postular a sucesivas reelecciones, militantes en la burocracia estatal se esmeran en hacer subir los índices de corrupción asignados al país y los nuevos jóvenes no sólo rehuyen la militancia: ni siquiera se interesan en inscribirse en el Registro Electoral.
Como han observado prácticamente todos los estudiosos, se trata de un ensimismamiento que tiende a constituir castas u oligarquías políticas. Los dirigentes, encerrados en su círculo, escuchando sólo a otros dirigentes, suelen renunciar a toda función de liderazgo y docencia. La compuerta que aísla a las cúpulas de los militantes de base y de los independientes, bloquea la comunicación de ida y de vuelta en una espiral progresiva.
Tras esas sartreanas “puertas cerradas”, se anulan hasta las promesas de preferir “la excelencia” y los Presidentes deben ceder, sistemáticamente, ante las demandas partidarias de “mantener los equilibrios políticos”. Es decir, un “cuoteo” de nombre eufemístico. En ese mundo enrarecido, los ideales se domestican, la conservación del estatus impulsa el cultivo de “clientelas”, cierto nivel de corrupción parece inevitable (los “recursos para el partido” y el tráfico de influencias suelen pasar por una manga ancha) e, incluso, se acaba olvidando la fraternidad interna de cualquier club.
En tales condiciones, los políticos no deben quejarse si, como fatal correlato, son percibidos más como “padrinos” para uso doméstico, que como autoridades respetables.
Nota de JRE.- Lo que el lector acaba de leer son párrafos seleccionados de mi libro”Chile: un caso de subdesarrollo exitoso”, de Editorial Andrés Bello, año 2002. Este libro tiene una infrahistoria interesante. Primero, porque, fue enviado el año 2001 a un concurso convocado por un centro de estudios políticos, el cual –quizás huelga decirlo- fue declarado desierto. Segundo, porque el 20 de agosto del año siguiente fue presentado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, por el polémico y destacado político Jorge Schaulsohn. Agrego que otros políticos ya habían rechazado mi invitación a actuar como presentadores y que, al termino del evento, Jorge me confesó que hablar sobre esa obra lo había complicado. Cuatro años después, me queda claro por qué.
Bitácora
Pinochet: Crónica de un liderazgo aberrante
José Rodríguez Elizondo
Pinochet fue un dictador que, pese a algunas originalidades y al tropicalismo de algunos incondicionales, debe ser encasillado en el panteón de los otros dictadores históricos de la región. Por lo mismo, su mejor epitafio podría ser ése que algunos franceses ingeniosos adjudicaron a Richelieu: “Todo el mal que hizo lo hizo bien y todo el bien que hizo lo hizo mal”.
Pese a que fui una de sus víctimas objetivas, yo no descorché botellas de champán ni salí a gritar de alegría ante la muerte dominguera del general Augusto Pinochet Ugarte. Más bien, entré en estado de cristiana reflexión, del cual sólo salí cuando escuché la exigencia, altanera, de honores de Estado para el ex dictador.
Eran chilenos que, sin ser dioses, ya le habían perdonado todos sus errores y horrores. Antes del escándalo del Banco Riggs, hasta lo habían homologado con el gran Charles de Gaulle. Creían que su anticomunismo –feroz, pero provincial- había sido decisivo para terminar con la guerra fría. Gorbachov, Reagan y Juan Pablo II habrían sido sólo seguidores del adelantado gobernante chileno. En definitiva, Pinochet se les aparecía como más prócer que el “izquierdista” Bernardo O’Higgins.
Ahí entendí que, aunque uno quiera mirar con distanciamiento su figura, siempre llegará a la misma conclusión: incluso desde su féretro, seguía siendo el máximo factor de división social. Aunque no lo quisiéramos, todos debíamos mantener nuestro conflictivo Pinochet de bolsillo, para uso y abuso personal. Unos celebraban su muerte, otros la lloraban. Unos lamentaban que se fuera sin condena judicial formal, otros lamentaban que la Presidenta Bachelet no lo despidiera como un padre de la patria.
Si la sociedad chilena se rigiera por la lógica, hoy tendríamos que dar un suspiro de alivio: al menos queda la esperanza de que, en un tiempo más, desaparecerá la última estela de ese gran catalizador de rechazos. A partir de entonces, tal vez podamos tratar de querernos más … o de agredirnos menos.
El test del ejército
Sin embargo -y paradójicamente-, la división política que catalizó Pinochet ya había dejado de ser simétrica con la división social. Los distintos informes sobre sus gravísimas violaciones de derechos humanos y, a mayor abundamiento, la evidencia de que había acumulado ingentes ahorros a costa del país, excedieron las tragaderas de sus seguidores con militancia.
El delito monetario, más que el crimen, fue el puntillazo para el pinochetismo de las élites. La última campaña presidencial mostró a Michelle Bachelet, Sebastián Piñera y Joaquín Lavín (todo el país politico) coincidiendo, expresa o tácitamente, en que el hombre no calificaba para recibir honores póstumos de Estado.
Por eso, ahora es importante analizar, a cabalidad, lo que sucedió en ese sector literalmente estratégico de la nacionalidad que es el Ejército. Esa organización que fuera el alma mater del dictador y el bastión de su fuerza política como gobernante.
En esta arma –y por extensión, en las FF.AA- el proceso fue de la mayor complejidad comparativa. Esto, pues Pinochet no presidió un régimen institucional como el brasileño de los años 60-80, con pulcra alternancia de gobernantes militares. En rigor, lo suyo fue una dictadura personalista exacerbada, apoyada sin deliberación por soldados, marinos, aviadores y carabineros.
Haciendo de la arbitrariedad virtud, Pinochet pudo jactarse, entonces, de haber mantenido a los uniformados fuera de la política. De hecho, sólo una minoría de oficiales resultó contaminada y/o condenada por sus decisiones más escalofriantes. Por cierto, Pinochet no asumió nunca la responsabilidad por esas obediencias ciegas o esos destinos frustrados.
En ese ambiente enrarecido, de división nacional mantenida y liderazgo irresponsable, el sector castrense chileno debió equilibrarse en la cuerda floja de su institucionalidad. Sus jefes hasta acataron la heterodoxa decisión de prepararse para una eventual guerra con el Perú de Juan Velasco Alvarado, de la cual se marginó a la desconfiable sociedad civil. Luego, fueron eficientemente disuasivos para impedir una guerra con la Argentina de Jorge Rafael Videla.
Aquello indicaba que, obedeciendo a su tradición y reflejos, los militares querían mantenerse como instrumento profesional de la Defensa, pese a que su jefe máximo no convocaba a la unidad nacional, estaba internacionalmente aislado y no respetaba los fundamentos morales del mando. Pese a que atornillaba al revés.
Sólo así se explica que, mientras los exiliados, los disidentes internos y el mundo, veían al Ejército chileno bajo el prisma oscuro de Pinochet, un notable recambio de oficiales venía marchando hacia la cúpula. Gracias a su inteligencia crítica, a sus habilidades para la simulación táctica y, sobre todo, a la evidencia de sus méritos, el dictador no pudo eliminarlos en plena carrera ni subordinarlos a presuntos incondicionales.
En ese contexto, bastaron ocho años y dos sucesores –los generales Ricardo Izurieta y Juan Emilio Cheyre- para que el Ejercito de Pinochet volviera a ser reconocido como el Ejército de los chilenos. El actual comandante en jefe, general Oscar Izurieta, incluso ha tenido el gesto de reconocer que, sin esos dos predecesores, él no habría llegado a la cúpula de su arma.
Desde esta perspetiva, el mayor fracaso de Pinochet fue no haber construido un Ejército a su mala imagen y semejanza, para imponer su mitología de líder anticomunista global. Fue casi un milagro, según la sociología de las instituciones verticalizadas.
Legado paradójico
Los chilenos tenemos, hoy, un Ejército escarmentado y enriquecido por un durísimo shock vocacional. Sus nuevos líderes buscan mostrarse a la civilidad, explicarle sus misiones fundamentales y servir a la democracia, sobre la base del nuevo concepto del “profesionalismo participativo”. Su sólida formación académica -no sólo en ciencias y artes militares- los ha hecho asumir tres realidades básicas: el riesgo de aislarse de la sociedad, el peligro de una opinión internacional antagónica y la necesidad de privilegiar la cooperación con los tres países vecinos.
Puede apostarse que este Ejército está haciendo, de manera simultánea y con la discreción que corresponde, el análisis interno de todo lo malo que Pinochet perpetró en su nombre. Por lo mismo, hoy puede mirarse en el espejo de los ejércitos de las democracias desarrolladas.
Sin duda, es un sorprendente “antilegado” pinochetista. Además, podría ser un estímulo adicional para que los dirigentes políticos rectifiquen comportamientos disfuncionales, como su aparente laxitud ante las señales de corrupción. Si no imitan determinadas pautas o exigencias de la transición militar, dilapidarán el capital que significa un buen ejército para una mejor democracia.
En resumidas cuentas, Pinochet fue un dictador que, pese a algunas originalidades y al tropicalismo de algunos incondicionales, debe ser encasillado en el panteón de los otros dictadores históricos de la región. Por lo mismo, su mejor epitafio podría ser ése que algunos franceses ingeniosos adjudicaron a Richelieu: “Todo el mal que hizo lo hizo bien y todo el bien que hizo lo hizo mal”.
Artículo publicado originalmente en la revista peruana Caretas (14.12.06).
Eran chilenos que, sin ser dioses, ya le habían perdonado todos sus errores y horrores. Antes del escándalo del Banco Riggs, hasta lo habían homologado con el gran Charles de Gaulle. Creían que su anticomunismo –feroz, pero provincial- había sido decisivo para terminar con la guerra fría. Gorbachov, Reagan y Juan Pablo II habrían sido sólo seguidores del adelantado gobernante chileno. En definitiva, Pinochet se les aparecía como más prócer que el “izquierdista” Bernardo O’Higgins.
Ahí entendí que, aunque uno quiera mirar con distanciamiento su figura, siempre llegará a la misma conclusión: incluso desde su féretro, seguía siendo el máximo factor de división social. Aunque no lo quisiéramos, todos debíamos mantener nuestro conflictivo Pinochet de bolsillo, para uso y abuso personal. Unos celebraban su muerte, otros la lloraban. Unos lamentaban que se fuera sin condena judicial formal, otros lamentaban que la Presidenta Bachelet no lo despidiera como un padre de la patria.
Si la sociedad chilena se rigiera por la lógica, hoy tendríamos que dar un suspiro de alivio: al menos queda la esperanza de que, en un tiempo más, desaparecerá la última estela de ese gran catalizador de rechazos. A partir de entonces, tal vez podamos tratar de querernos más … o de agredirnos menos.
El test del ejército
Sin embargo -y paradójicamente-, la división política que catalizó Pinochet ya había dejado de ser simétrica con la división social. Los distintos informes sobre sus gravísimas violaciones de derechos humanos y, a mayor abundamiento, la evidencia de que había acumulado ingentes ahorros a costa del país, excedieron las tragaderas de sus seguidores con militancia.
El delito monetario, más que el crimen, fue el puntillazo para el pinochetismo de las élites. La última campaña presidencial mostró a Michelle Bachelet, Sebastián Piñera y Joaquín Lavín (todo el país politico) coincidiendo, expresa o tácitamente, en que el hombre no calificaba para recibir honores póstumos de Estado.
Por eso, ahora es importante analizar, a cabalidad, lo que sucedió en ese sector literalmente estratégico de la nacionalidad que es el Ejército. Esa organización que fuera el alma mater del dictador y el bastión de su fuerza política como gobernante.
En esta arma –y por extensión, en las FF.AA- el proceso fue de la mayor complejidad comparativa. Esto, pues Pinochet no presidió un régimen institucional como el brasileño de los años 60-80, con pulcra alternancia de gobernantes militares. En rigor, lo suyo fue una dictadura personalista exacerbada, apoyada sin deliberación por soldados, marinos, aviadores y carabineros.
Haciendo de la arbitrariedad virtud, Pinochet pudo jactarse, entonces, de haber mantenido a los uniformados fuera de la política. De hecho, sólo una minoría de oficiales resultó contaminada y/o condenada por sus decisiones más escalofriantes. Por cierto, Pinochet no asumió nunca la responsabilidad por esas obediencias ciegas o esos destinos frustrados.
En ese ambiente enrarecido, de división nacional mantenida y liderazgo irresponsable, el sector castrense chileno debió equilibrarse en la cuerda floja de su institucionalidad. Sus jefes hasta acataron la heterodoxa decisión de prepararse para una eventual guerra con el Perú de Juan Velasco Alvarado, de la cual se marginó a la desconfiable sociedad civil. Luego, fueron eficientemente disuasivos para impedir una guerra con la Argentina de Jorge Rafael Videla.
Aquello indicaba que, obedeciendo a su tradición y reflejos, los militares querían mantenerse como instrumento profesional de la Defensa, pese a que su jefe máximo no convocaba a la unidad nacional, estaba internacionalmente aislado y no respetaba los fundamentos morales del mando. Pese a que atornillaba al revés.
Sólo así se explica que, mientras los exiliados, los disidentes internos y el mundo, veían al Ejército chileno bajo el prisma oscuro de Pinochet, un notable recambio de oficiales venía marchando hacia la cúpula. Gracias a su inteligencia crítica, a sus habilidades para la simulación táctica y, sobre todo, a la evidencia de sus méritos, el dictador no pudo eliminarlos en plena carrera ni subordinarlos a presuntos incondicionales.
En ese contexto, bastaron ocho años y dos sucesores –los generales Ricardo Izurieta y Juan Emilio Cheyre- para que el Ejercito de Pinochet volviera a ser reconocido como el Ejército de los chilenos. El actual comandante en jefe, general Oscar Izurieta, incluso ha tenido el gesto de reconocer que, sin esos dos predecesores, él no habría llegado a la cúpula de su arma.
Desde esta perspetiva, el mayor fracaso de Pinochet fue no haber construido un Ejército a su mala imagen y semejanza, para imponer su mitología de líder anticomunista global. Fue casi un milagro, según la sociología de las instituciones verticalizadas.
Legado paradójico
Los chilenos tenemos, hoy, un Ejército escarmentado y enriquecido por un durísimo shock vocacional. Sus nuevos líderes buscan mostrarse a la civilidad, explicarle sus misiones fundamentales y servir a la democracia, sobre la base del nuevo concepto del “profesionalismo participativo”. Su sólida formación académica -no sólo en ciencias y artes militares- los ha hecho asumir tres realidades básicas: el riesgo de aislarse de la sociedad, el peligro de una opinión internacional antagónica y la necesidad de privilegiar la cooperación con los tres países vecinos.
Puede apostarse que este Ejército está haciendo, de manera simultánea y con la discreción que corresponde, el análisis interno de todo lo malo que Pinochet perpetró en su nombre. Por lo mismo, hoy puede mirarse en el espejo de los ejércitos de las democracias desarrolladas.
Sin duda, es un sorprendente “antilegado” pinochetista. Además, podría ser un estímulo adicional para que los dirigentes políticos rectifiquen comportamientos disfuncionales, como su aparente laxitud ante las señales de corrupción. Si no imitan determinadas pautas o exigencias de la transición militar, dilapidarán el capital que significa un buen ejército para una mejor democracia.
En resumidas cuentas, Pinochet fue un dictador que, pese a algunas originalidades y al tropicalismo de algunos incondicionales, debe ser encasillado en el panteón de los otros dictadores históricos de la región. Por lo mismo, su mejor epitafio podría ser ése que algunos franceses ingeniosos adjudicaron a Richelieu: “Todo el mal que hizo lo hizo bien y todo el bien que hizo lo hizo mal”.
Artículo publicado originalmente en la revista peruana Caretas (14.12.06).
Bitácora
Flores, la ira y la hojarasca
José Rodríguez Elizondo
Hasta hace poco, la resignación pavimentaba el auge de los políticos inescrupulosos. Los electores chilenos presenciábamos sus “empates”, ellos seguían medrando a golpe de bribonadas y el país continuaba desplazándose hacia esa linea imaginaria que –según la tradición- nos separa de los países corruptos.
Dos imprevistos golpearon ese escenario. Uno, el de un joven que, ocultando el rostro “por reflejo”, justificaba cualquier malversación de fondos tras su “pensamiento PPD” (Partido por la Democracia). Otro, el del senador PPD Fernando Flores, quien desafiaba a su poderoso colega Guido Girardi, denunciaba la mentalidad de “pandilla”, creaba un nuevo referente interno y exhumaba una tesis que los antiguos chilenos valoraban: el interés del país está por sobre el de los partidos.
Por asociación de ideas, algunos evocamos ese momento rupturista de abril de 1988, cuando un Ricardo Lagos emergente emplazó a dedo al dictador Augusto Pinochet, sacudiendo la resignación de los demócratas. En su caso, fue el lúcido coraje del desafío. En el caso de Flores, es el lúcido coraje de la ira, orientada a borrar la resignación de los ciudadanos abusados.
Lo dicho implica que no estamos ante un rapto piromaníaco, como entendió un conocido comentarista. En su libro Abrir nuevos mundos, de 1997, Flores ya advertía contra las visiones febriles y valoraba el distanciamiento: “No queremos quedar sujetos a palabras pronunciadas en momentos de vehemencia, ni que otros se aprovechen de un momento apasionado de nuestro discurso”. Shakespearianamente hablando, hubo método en su locura.
La ecuación aciertos-errores lo favorece. La Presidenta Bachelet y Eduardo Frei también se indignaron. Los políticos probos denunciaron el “todo vale”. Los políticos no tan probos, dejaron los “empates” para mejor ocasión. El Presidente del PPD, Sergio Bitar, tras algunas piruetas para la tele, declaró que “el talento de Fernando” hacía desaconsejable inducir su renuncia al partido.
Alternativa compleja
Así catalizada, la corrupción de los operadores cayó como un Katrina sobre el sistema político. Por lo mismo, provocó estupor que Lagos, presionado para pronunciarse, pues muchos escándalos nacieron durante su mandato, haya descrito la situación como “la hojarasca de estos días”. Esta metáfora, que evoca otras igualmente desafortunadas -Lagos improvisa mal-, indica que el ex Presidente no previó el riesgo de contrariar a los indignados, sin contar con blindaje oficial.
El resultado muestra a Lagos entrampado en una estrategia comunicacional imposible: guardar silencio sobre la política contingente, mientras habla a diario sobre todos los otros ámbitos. Agrava la situación su carácter ofuscable y su empobrecedora opción por los incondicionales. Prudentes por definición, éstos saben cuan impenetrable puede ser su jefe ante el pensamiento crítico.
En resumidas cuentas, si Lagos sigue rompiendo su silencio, los líderes de la oposición siguen aborreciéndose y Flores logra domesticar su tendencia a vapulear a justos y pecadores, bien podría levantarse una alternativa compleja a la alternancia simple.
El día de la ira podría, entonces, convertirse en un histórico momento de ruptura.
(Publicado en La Tercera el 3 de diciembre de 2006)
Dos imprevistos golpearon ese escenario. Uno, el de un joven que, ocultando el rostro “por reflejo”, justificaba cualquier malversación de fondos tras su “pensamiento PPD” (Partido por la Democracia). Otro, el del senador PPD Fernando Flores, quien desafiaba a su poderoso colega Guido Girardi, denunciaba la mentalidad de “pandilla”, creaba un nuevo referente interno y exhumaba una tesis que los antiguos chilenos valoraban: el interés del país está por sobre el de los partidos.
Por asociación de ideas, algunos evocamos ese momento rupturista de abril de 1988, cuando un Ricardo Lagos emergente emplazó a dedo al dictador Augusto Pinochet, sacudiendo la resignación de los demócratas. En su caso, fue el lúcido coraje del desafío. En el caso de Flores, es el lúcido coraje de la ira, orientada a borrar la resignación de los ciudadanos abusados.
Lo dicho implica que no estamos ante un rapto piromaníaco, como entendió un conocido comentarista. En su libro Abrir nuevos mundos, de 1997, Flores ya advertía contra las visiones febriles y valoraba el distanciamiento: “No queremos quedar sujetos a palabras pronunciadas en momentos de vehemencia, ni que otros se aprovechen de un momento apasionado de nuestro discurso”. Shakespearianamente hablando, hubo método en su locura.
La ecuación aciertos-errores lo favorece. La Presidenta Bachelet y Eduardo Frei también se indignaron. Los políticos probos denunciaron el “todo vale”. Los políticos no tan probos, dejaron los “empates” para mejor ocasión. El Presidente del PPD, Sergio Bitar, tras algunas piruetas para la tele, declaró que “el talento de Fernando” hacía desaconsejable inducir su renuncia al partido.
Alternativa compleja
Así catalizada, la corrupción de los operadores cayó como un Katrina sobre el sistema político. Por lo mismo, provocó estupor que Lagos, presionado para pronunciarse, pues muchos escándalos nacieron durante su mandato, haya descrito la situación como “la hojarasca de estos días”. Esta metáfora, que evoca otras igualmente desafortunadas -Lagos improvisa mal-, indica que el ex Presidente no previó el riesgo de contrariar a los indignados, sin contar con blindaje oficial.
El resultado muestra a Lagos entrampado en una estrategia comunicacional imposible: guardar silencio sobre la política contingente, mientras habla a diario sobre todos los otros ámbitos. Agrava la situación su carácter ofuscable y su empobrecedora opción por los incondicionales. Prudentes por definición, éstos saben cuan impenetrable puede ser su jefe ante el pensamiento crítico.
En resumidas cuentas, si Lagos sigue rompiendo su silencio, los líderes de la oposición siguen aborreciéndose y Flores logra domesticar su tendencia a vapulear a justos y pecadores, bien podría levantarse una alternativa compleja a la alternancia simple.
El día de la ira podría, entonces, convertirse en un histórico momento de ruptura.
(Publicado en La Tercera el 3 de diciembre de 2006)
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El león sordo de la concertación
José Rodríguez Elizondo
Empate: dícese en Chile de la estrategia política orientada a equilibrar los errores propios con los ajenos. Advertencia: la voz “errores” también suele usarse como sinónimo de corrupción.
Muchos líderes y dirigentes de la Concertación se han visto desbordados por los últimos hechos de corrupción. Acostumbrados al juego circular del “tú también lo hiciste”, que los exégetas llaman “empate”, quisieron creer que el destape de los operadores pasaría más rapido que escándalo de farándula. Por eso, relativizaron, minimizaron, invocaron la historia exitosa de la alianza gubernamental, dijeron que estábamos mejor que Haití y olvidaron la necesidad de indignarse.
Se equivocaron como la paloma de Guillén. Por exceso de uso, el elástico del “empate” se rompió y ya no cabe invocarlo para equilibrar errores de gestión con los horrores de Pinochet, para avergonzar a los partidos de la Alianza ni para mantener los equilibrios clientelísticos entre los partidos de la Concertacion. La corrupción de los operadores cayó como un Katrina sobre todo el sistema político.
Curiosamente, la cohesión molecular de ese elástico colapsó cuando se quiso aplicar, de manera novedosa, a bribonadas producidas al interior de un mismo partido. La secuencia fatal, fue la siguiente:
- Operador del PPD, que se cubre el rostro ante las cámaras (“fue un reflejo”, diría), justifica intento de malversacion de fondos públicos con su condicion de militante.
- El senador PPD Fernando Flores, jugando el rol del león sordo, no reprime la ira y ruge. Dice que no volvió a Chile para integrarse a una “pandilla”.
- La réplica interna extraoficial tiene dos variables. A) Flores exagera, pues antes justificó “errores” de un militante amigo, B) a Flores le da lo mismo romper con su partido, pues es millonario y tiene su hogar en los Estados Unidos.
En resumidas cuentas, algunos pensaron que, para acallar la indignación de Flores, bastaban dos recursos: Uno, buscar el empate entre el senador Guido Girardi, eventual jefe de la “pandilla” y el diputado Rodrigo González, eventual pecador “florista”. Dos, apelar a la tradicional envidia chilensis.
Digamos -para que lo entiendan todos- que aquello fue too much. Flores representó mejor a la ciudadanía al rugir, que quienes trataron de echarlo a él y a la pelota fuera de la cancha. Además, su ira, sumada al efecto acumulativo de los empates, paralizó a quienes buscaron el lado luminoso de la crisis. En pocos días, la indignación, convertida en cascada, instalaba a la Concertación ante su más grave encrucijada histórica.
Derrota final
Por eso, los líderes y dirigentes sensibles al sentimiento ciudadano hoy perciben que, de empate en empate, la Concertación estaría llegando a la derrota final, sin siquiera presentar batalla. La sumatoria de las coartadas y el “realismo político” –algo peligrosamente vecino al cinismo- está levantando a la alternancia como un valor en sí. Es decir, al margen de lo que diga o haga la Alianza opositora.
Es doloroso, sin duda, que el fenómeno esté golpeando al gobierno de Michelle Bachelet, antes de cumplir un año en La Moneda. La lógica dice que ella debiera mantener el beneficio de la paciencia ciudadana, pues la corrupción está lejos de su historia y de su ética personal.
Sin embargo, los ciudadanos de a pie no están reaccionando como filósofos, sino como contribuyentes expoliados. No los conmueve que Bachelet sea una Presidenta ética ni que los desfalcos de hoy vengan de la mochila que recibió. Rehúsan seguir pagando los sueldos de quienes conciben la Administración Pública como un botín. No quieren que los éxitos del pasado sean una cortina de humo para los escándalos del presente.
Un solo indicador, que debiera hacer meditar: hoy por hoy, los militares y los carabineros de Chile gozan de muchísima mayor credibilidad que los partidos políticos. A 33 años del golpe, la transición institucional de aquellos parece mucho menos imperfecta que la de los partidos, incluídos los que nos convocaron para recibir a la alegría.
En resumidas cuentas, los próceres de la Concertación necesitan ejercitarse en la paradoja: escuchar mejor lo que dice “la calle” y tener más leones sordos en su interior.
Editado por
José Rodríguez Elizondo
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850
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