Bitácora
Pinochet: Crónica de un liderazgo aberrante
José Rodríguez Elizondo
Pinochet fue un dictador que, pese a algunas originalidades y al tropicalismo de algunos incondicionales, debe ser encasillado en el panteón de los otros dictadores históricos de la región. Por lo mismo, su mejor epitafio podría ser ése que algunos franceses ingeniosos adjudicaron a Richelieu: “Todo el mal que hizo lo hizo bien y todo el bien que hizo lo hizo mal”.
Pese a que fui una de sus víctimas objetivas, yo no descorché botellas de champán ni salí a gritar de alegría ante la muerte dominguera del general Augusto Pinochet Ugarte. Más bien, entré en estado de cristiana reflexión, del cual sólo salí cuando escuché la exigencia, altanera, de honores de Estado para el ex dictador.
Eran chilenos que, sin ser dioses, ya le habían perdonado todos sus errores y horrores. Antes del escándalo del Banco Riggs, hasta lo habían homologado con el gran Charles de Gaulle. Creían que su anticomunismo –feroz, pero provincial- había sido decisivo para terminar con la guerra fría. Gorbachov, Reagan y Juan Pablo II habrían sido sólo seguidores del adelantado gobernante chileno. En definitiva, Pinochet se les aparecía como más prócer que el “izquierdista” Bernardo O’Higgins.
Ahí entendí que, aunque uno quiera mirar con distanciamiento su figura, siempre llegará a la misma conclusión: incluso desde su féretro, seguía siendo el máximo factor de división social. Aunque no lo quisiéramos, todos debíamos mantener nuestro conflictivo Pinochet de bolsillo, para uso y abuso personal. Unos celebraban su muerte, otros la lloraban. Unos lamentaban que se fuera sin condena judicial formal, otros lamentaban que la Presidenta Bachelet no lo despidiera como un padre de la patria.
Si la sociedad chilena se rigiera por la lógica, hoy tendríamos que dar un suspiro de alivio: al menos queda la esperanza de que, en un tiempo más, desaparecerá la última estela de ese gran catalizador de rechazos. A partir de entonces, tal vez podamos tratar de querernos más … o de agredirnos menos.
El test del ejército
Sin embargo -y paradójicamente-, la división política que catalizó Pinochet ya había dejado de ser simétrica con la división social. Los distintos informes sobre sus gravísimas violaciones de derechos humanos y, a mayor abundamiento, la evidencia de que había acumulado ingentes ahorros a costa del país, excedieron las tragaderas de sus seguidores con militancia.
El delito monetario, más que el crimen, fue el puntillazo para el pinochetismo de las élites. La última campaña presidencial mostró a Michelle Bachelet, Sebastián Piñera y Joaquín Lavín (todo el país politico) coincidiendo, expresa o tácitamente, en que el hombre no calificaba para recibir honores póstumos de Estado.
Por eso, ahora es importante analizar, a cabalidad, lo que sucedió en ese sector literalmente estratégico de la nacionalidad que es el Ejército. Esa organización que fuera el alma mater del dictador y el bastión de su fuerza política como gobernante.
En esta arma –y por extensión, en las FF.AA- el proceso fue de la mayor complejidad comparativa. Esto, pues Pinochet no presidió un régimen institucional como el brasileño de los años 60-80, con pulcra alternancia de gobernantes militares. En rigor, lo suyo fue una dictadura personalista exacerbada, apoyada sin deliberación por soldados, marinos, aviadores y carabineros.
Haciendo de la arbitrariedad virtud, Pinochet pudo jactarse, entonces, de haber mantenido a los uniformados fuera de la política. De hecho, sólo una minoría de oficiales resultó contaminada y/o condenada por sus decisiones más escalofriantes. Por cierto, Pinochet no asumió nunca la responsabilidad por esas obediencias ciegas o esos destinos frustrados.
En ese ambiente enrarecido, de división nacional mantenida y liderazgo irresponsable, el sector castrense chileno debió equilibrarse en la cuerda floja de su institucionalidad. Sus jefes hasta acataron la heterodoxa decisión de prepararse para una eventual guerra con el Perú de Juan Velasco Alvarado, de la cual se marginó a la desconfiable sociedad civil. Luego, fueron eficientemente disuasivos para impedir una guerra con la Argentina de Jorge Rafael Videla.
Aquello indicaba que, obedeciendo a su tradición y reflejos, los militares querían mantenerse como instrumento profesional de la Defensa, pese a que su jefe máximo no convocaba a la unidad nacional, estaba internacionalmente aislado y no respetaba los fundamentos morales del mando. Pese a que atornillaba al revés.
Sólo así se explica que, mientras los exiliados, los disidentes internos y el mundo, veían al Ejército chileno bajo el prisma oscuro de Pinochet, un notable recambio de oficiales venía marchando hacia la cúpula. Gracias a su inteligencia crítica, a sus habilidades para la simulación táctica y, sobre todo, a la evidencia de sus méritos, el dictador no pudo eliminarlos en plena carrera ni subordinarlos a presuntos incondicionales.
En ese contexto, bastaron ocho años y dos sucesores –los generales Ricardo Izurieta y Juan Emilio Cheyre- para que el Ejercito de Pinochet volviera a ser reconocido como el Ejército de los chilenos. El actual comandante en jefe, general Oscar Izurieta, incluso ha tenido el gesto de reconocer que, sin esos dos predecesores, él no habría llegado a la cúpula de su arma.
Desde esta perspetiva, el mayor fracaso de Pinochet fue no haber construido un Ejército a su mala imagen y semejanza, para imponer su mitología de líder anticomunista global. Fue casi un milagro, según la sociología de las instituciones verticalizadas.
Legado paradójico
Los chilenos tenemos, hoy, un Ejército escarmentado y enriquecido por un durísimo shock vocacional. Sus nuevos líderes buscan mostrarse a la civilidad, explicarle sus misiones fundamentales y servir a la democracia, sobre la base del nuevo concepto del “profesionalismo participativo”. Su sólida formación académica -no sólo en ciencias y artes militares- los ha hecho asumir tres realidades básicas: el riesgo de aislarse de la sociedad, el peligro de una opinión internacional antagónica y la necesidad de privilegiar la cooperación con los tres países vecinos.
Puede apostarse que este Ejército está haciendo, de manera simultánea y con la discreción que corresponde, el análisis interno de todo lo malo que Pinochet perpetró en su nombre. Por lo mismo, hoy puede mirarse en el espejo de los ejércitos de las democracias desarrolladas.
Sin duda, es un sorprendente “antilegado” pinochetista. Además, podría ser un estímulo adicional para que los dirigentes políticos rectifiquen comportamientos disfuncionales, como su aparente laxitud ante las señales de corrupción. Si no imitan determinadas pautas o exigencias de la transición militar, dilapidarán el capital que significa un buen ejército para una mejor democracia.
En resumidas cuentas, Pinochet fue un dictador que, pese a algunas originalidades y al tropicalismo de algunos incondicionales, debe ser encasillado en el panteón de los otros dictadores históricos de la región. Por lo mismo, su mejor epitafio podría ser ése que algunos franceses ingeniosos adjudicaron a Richelieu: “Todo el mal que hizo lo hizo bien y todo el bien que hizo lo hizo mal”.
Artículo publicado originalmente en la revista peruana Caretas (14.12.06).
Eran chilenos que, sin ser dioses, ya le habían perdonado todos sus errores y horrores. Antes del escándalo del Banco Riggs, hasta lo habían homologado con el gran Charles de Gaulle. Creían que su anticomunismo –feroz, pero provincial- había sido decisivo para terminar con la guerra fría. Gorbachov, Reagan y Juan Pablo II habrían sido sólo seguidores del adelantado gobernante chileno. En definitiva, Pinochet se les aparecía como más prócer que el “izquierdista” Bernardo O’Higgins.
Ahí entendí que, aunque uno quiera mirar con distanciamiento su figura, siempre llegará a la misma conclusión: incluso desde su féretro, seguía siendo el máximo factor de división social. Aunque no lo quisiéramos, todos debíamos mantener nuestro conflictivo Pinochet de bolsillo, para uso y abuso personal. Unos celebraban su muerte, otros la lloraban. Unos lamentaban que se fuera sin condena judicial formal, otros lamentaban que la Presidenta Bachelet no lo despidiera como un padre de la patria.
Si la sociedad chilena se rigiera por la lógica, hoy tendríamos que dar un suspiro de alivio: al menos queda la esperanza de que, en un tiempo más, desaparecerá la última estela de ese gran catalizador de rechazos. A partir de entonces, tal vez podamos tratar de querernos más … o de agredirnos menos.
El test del ejército
Sin embargo -y paradójicamente-, la división política que catalizó Pinochet ya había dejado de ser simétrica con la división social. Los distintos informes sobre sus gravísimas violaciones de derechos humanos y, a mayor abundamiento, la evidencia de que había acumulado ingentes ahorros a costa del país, excedieron las tragaderas de sus seguidores con militancia.
El delito monetario, más que el crimen, fue el puntillazo para el pinochetismo de las élites. La última campaña presidencial mostró a Michelle Bachelet, Sebastián Piñera y Joaquín Lavín (todo el país politico) coincidiendo, expresa o tácitamente, en que el hombre no calificaba para recibir honores póstumos de Estado.
Por eso, ahora es importante analizar, a cabalidad, lo que sucedió en ese sector literalmente estratégico de la nacionalidad que es el Ejército. Esa organización que fuera el alma mater del dictador y el bastión de su fuerza política como gobernante.
En esta arma –y por extensión, en las FF.AA- el proceso fue de la mayor complejidad comparativa. Esto, pues Pinochet no presidió un régimen institucional como el brasileño de los años 60-80, con pulcra alternancia de gobernantes militares. En rigor, lo suyo fue una dictadura personalista exacerbada, apoyada sin deliberación por soldados, marinos, aviadores y carabineros.
Haciendo de la arbitrariedad virtud, Pinochet pudo jactarse, entonces, de haber mantenido a los uniformados fuera de la política. De hecho, sólo una minoría de oficiales resultó contaminada y/o condenada por sus decisiones más escalofriantes. Por cierto, Pinochet no asumió nunca la responsabilidad por esas obediencias ciegas o esos destinos frustrados.
En ese ambiente enrarecido, de división nacional mantenida y liderazgo irresponsable, el sector castrense chileno debió equilibrarse en la cuerda floja de su institucionalidad. Sus jefes hasta acataron la heterodoxa decisión de prepararse para una eventual guerra con el Perú de Juan Velasco Alvarado, de la cual se marginó a la desconfiable sociedad civil. Luego, fueron eficientemente disuasivos para impedir una guerra con la Argentina de Jorge Rafael Videla.
Aquello indicaba que, obedeciendo a su tradición y reflejos, los militares querían mantenerse como instrumento profesional de la Defensa, pese a que su jefe máximo no convocaba a la unidad nacional, estaba internacionalmente aislado y no respetaba los fundamentos morales del mando. Pese a que atornillaba al revés.
Sólo así se explica que, mientras los exiliados, los disidentes internos y el mundo, veían al Ejército chileno bajo el prisma oscuro de Pinochet, un notable recambio de oficiales venía marchando hacia la cúpula. Gracias a su inteligencia crítica, a sus habilidades para la simulación táctica y, sobre todo, a la evidencia de sus méritos, el dictador no pudo eliminarlos en plena carrera ni subordinarlos a presuntos incondicionales.
En ese contexto, bastaron ocho años y dos sucesores –los generales Ricardo Izurieta y Juan Emilio Cheyre- para que el Ejercito de Pinochet volviera a ser reconocido como el Ejército de los chilenos. El actual comandante en jefe, general Oscar Izurieta, incluso ha tenido el gesto de reconocer que, sin esos dos predecesores, él no habría llegado a la cúpula de su arma.
Desde esta perspetiva, el mayor fracaso de Pinochet fue no haber construido un Ejército a su mala imagen y semejanza, para imponer su mitología de líder anticomunista global. Fue casi un milagro, según la sociología de las instituciones verticalizadas.
Legado paradójico
Los chilenos tenemos, hoy, un Ejército escarmentado y enriquecido por un durísimo shock vocacional. Sus nuevos líderes buscan mostrarse a la civilidad, explicarle sus misiones fundamentales y servir a la democracia, sobre la base del nuevo concepto del “profesionalismo participativo”. Su sólida formación académica -no sólo en ciencias y artes militares- los ha hecho asumir tres realidades básicas: el riesgo de aislarse de la sociedad, el peligro de una opinión internacional antagónica y la necesidad de privilegiar la cooperación con los tres países vecinos.
Puede apostarse que este Ejército está haciendo, de manera simultánea y con la discreción que corresponde, el análisis interno de todo lo malo que Pinochet perpetró en su nombre. Por lo mismo, hoy puede mirarse en el espejo de los ejércitos de las democracias desarrolladas.
Sin duda, es un sorprendente “antilegado” pinochetista. Además, podría ser un estímulo adicional para que los dirigentes políticos rectifiquen comportamientos disfuncionales, como su aparente laxitud ante las señales de corrupción. Si no imitan determinadas pautas o exigencias de la transición militar, dilapidarán el capital que significa un buen ejército para una mejor democracia.
En resumidas cuentas, Pinochet fue un dictador que, pese a algunas originalidades y al tropicalismo de algunos incondicionales, debe ser encasillado en el panteón de los otros dictadores históricos de la región. Por lo mismo, su mejor epitafio podría ser ése que algunos franceses ingeniosos adjudicaron a Richelieu: “Todo el mal que hizo lo hizo bien y todo el bien que hizo lo hizo mal”.
Artículo publicado originalmente en la revista peruana Caretas (14.12.06).
Editado por
José Rodríguez Elizondo
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
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