Revista Realidad y Perspectivas
El medio tiene una clara estructura periodística y el equipo de analistas está compuesto por jóvenes abogados y estudiantes de Derecho.
La publicación ha recibido elogiosos comentarios de ex presidentes de la República, líderes políticos, analistas internacionales y directores de medios de comunicación.
Sirvan estos antecedentes para comunicar que esta publicación aparecerá también en el Blog Conosur, bajo responsabilidad de Rodríguez Elizondo.
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Bitácora
(Publicado en La Segunda, 16.12.2011)
Los chilenos tendemos a olvidar que el alma de la política es la acción, con base en el abecé de la estrategia: ampliar al máximo la red de los amigos o, dicho al revés, reducir al mínimo la red de los adversarios.
En efecto, pasamos por largas temporadas de inacción. Ultimamente, el empate binominalista adormeció tanto a nuestra clase política, que ni seis meses de marchas la despertaron. En lo internacional, durante los largos años del general Pinochet optamos por empatar a cero o pasar piola en los temas estratégicos de la región, disimulando, incluso, las amenazas de guerra vecinal. Para despistar, pusimos mucho énfasis en el comercio.
Ese legado internacional le penó a la Concertación y mañana puede malograr los avances de este gobierno. Un balance al paso indica que, ejerciendo la iniciativa político-diplomática, hoy nos entendemos mejor con Brasil y buscamos una buena asociación con Argentina, Colombia, México, Panamá y Perú. Paralelamente, redujimos el peligro de aislarnos, pues arriesgamos más en el apoyo a Cristina Fernández en las Malvinas, mantenemos una distancia civilizada con Hugo Chávez, dejamos de crear ilusiones a Evo Morales y fuimos hasta sofisticados en el trato con Alan García, Ollanta Humala y Rafael Correa.
Ante eso, los duendes de la inacción se están concentrando en el presunto binomio Perú-Bolivia, que vemos como cristalizadamente antagónico. Es lo que sucede cuando, ante cualquier problema con uno de esos vecinos, recurrimos a la conjunción copulativa “y” para incorporar al otro. Haciéndolo, nos resignamos a ser el vértice aislado y atornillamos al revés en materia de estrategia.
Olvidamos, así, que la unidad de ambos contra Chile sólo se dió -y con mal resultado- entre el Pacto secreto de 1873 y el primer año de la guerra del Pacífico. Antes, desde la creación de Bolivia y hasta hoy, su relación ha estado marcada por intereses tan opuestos y recelos tan sistemáticos, como los de cualquier dupla vecinal competitiva. De ahí que “la idea federal”, como la llamaba Jorge Basadre -el historiador peruano por antonomasia-, refleja más una lucha por la hegemonía, expresada hasta con acciones bélicas, que una épica de integración.
Arica estuvo y está en el epicentro de esos recelos. Es un objetivo boliviano fundacional, que tuvo el padrinazgo (fugaz) de Simón Bolívar. Por ello, como ha reconocido el historiador boliviano Rafael Puente, “la frustración portuaria de nuestro país no empezó con la Guerra del Pacìfico”. Un texto de la Cancillería boliviana, de 1910, desarrolló a fondo esa idea: “Chile y Perú deberían dejar de ser colindantes, estableciendo la soberanía territorial de Bolivia en una zona intermediaria sobre la costa del Pacífico”.
Para la Cancillería peruana, tal aspiración es “una hipoteca de la política exterior”. Así lo dijo, entre otros, el ex canciller Carlos García Bedoya. El experto Alejandro Deustua sostiene que ha sido “una fuente de inseguridad geopolítica y económica para el Perú”. Esto explica por qué los gobiernos bolivianos miran de soslayo a Lima, cada vez que negocian el tema con Santiago. El eufemismo atroz de la bilateralidad no logra ocultarles que, para Perú, la contigüidad con Chile es punto clave del Tratado de 1929.
Por lo señalado, salvo que queramos jugar a las profecías autocumplidas, nuestra reflexión y acción deben orientarse a la búsqueda diversificada de la mejor amistad con Perú y Bolivia. Sólo así podremos potenciar la relación con Lima y enriquecer la percepción de La Paz con la complejidad de lo real.
Bitácora
A propósito de previas declaraciones de Andrés Allamand, el nuevo Presidente del Consejo de Ministros del Perú (PCMP), Oscar Valdés, ex alto oficial del Ejército, opinó recio sobre un tema peligrosamente frágil: la relación con Chile. Asumiendo que el nivel del gasto militar chileno ha sido excesivo (“inalcanzable”), recusó la indolencia de los anteriores gobiernos peruanos que se habrían esmerado en “desvalijar y descuidar a las Fuerzas Armadas”. Evocando la inminencia del fallo en La Haya, llamó a adoptar nuevas y mejores previsiones para defender el territorio, tácitamente contra Chile. Paralelamente, dejó constancia de que el Perú es un país pacífico, generoso, que “siempre ha respetado sus tratados al pie de la letra”.
En circunstancias menos delicadas, tales declaraciones podrían ser vistas como un alegato militar rutinario en la fiera lucha por el presupuesto: por una parte invocan una amenaza estratégica potente; por otra, soslayan que el equilibrio estratégico con el presunto amenazante ha sido variable. En 1974, por ejemplo, el potencial militar peruano era claramente superior y las FF.AA chilenas tomaron fuertes medidas defensivas en Arica, para enfrentar un ataque que parecía inminente.
Sin embargo, en lo dicho por el PCMP hay contenidos más sutiles, que tocan el meollo de la relación político-diplomática. El primero es su reproche por contraposición: Chile, a la inversa del Perú, no sería pacífico ni generoso y no respetaría sus tratados “al pie de la letra”. Por cierto, los chilenos tenemos mejor opinión sobre nosotros mismos, en cuanto a los dos primeros valores, aunque podamos aceptar que son evaluaciones opinables. Lo que no sería tan opinable es nuestro acatamiento a los tratados internacionales que son, incluso, plataforma tradicional de nuestra política exterior. Por ello, interesa sobremanera entender por qué Valdés nos niega esa buena conducta, que invocamos y exigimos.
Aquí hay que hacer un ejercicio elemental para diseñadores y ejecutores de política exterior: pensar con la cabeza de los otros. Lamentablemente, los chilenos somos demasiado tiesos para esa gimnasia y por eso ignoramos que los peruanos no sólo tienen emociones que nos incomodan. También tienen razones, buenas o malas, que nunca procesamos. Por ejemplo, aún no tenemos claro que la lectura peruana del Tratado de 1929 –comprendido su Protocolo complementario- implica la resignación de ceder Arica, pero con el consuelo geopolìtico de tenerla a mano “por siaca”. El Presidente Augusto Leguía lo firmó por entender, expresamente, que así aseguraba su relación con Tacna y, más allá, la contigüidad de nuestros dos países. Para los peruanos, en definitiva, la pérdida de Arica se mitigó con el rechazo tácito, pero absoluto, a una “zona tampón” boliviana.
Desde esa base, los peruanos perciben que distintos gobiernos chilenos, asumiendo la injusticia que denuncia Bolivia -“el candado” para bloquear su salida al mar-, han relativizado su motivación. Y no aceptan que ese “amarre” de la Historia se resuelva con acuerdos chileno-bolivianos ni, menos, con resquicios técnicos, como los pasos subterráneos o por elevación. Del análisis de esa percepción nació mi tesis de que la demanda marítima peruana tuvo como motor de arranque los Acuerdos chileno-bolivianos de Charaña. Es decir, dicha construcción jurídica habría comenzado como una retorsión subliminal, por no haber cumplido nosotros “al pie de la letra” lo pactado el año 29.
Otra pista la acaba de dar Otto Guibovich, penúltimo comandante general del Ejército Peruano. En un informativo de la Facultad de Derecho de mi Universidad de Chile y con rara franqueza, dijo que el Perú llegó al siglo XXI “con sangre en el ojo”, por el trasiego de armas chilenas a Ecuador durante la guerra del Cenepa. Al respecto, está claro que Chile es garante del tratado rector; que esas armas las controlaba el general Pinochet, entonces al mando del Ejército; que los otros tres garantes (Argentina, Brasil y los EE.UU) también incurrieron en conductas impropias, y que el Presidente Frei dio explicaciones al Presidente Fujimori, quien las aceptó. Pero, también es cierto que nuestras explicaciones fueron discretísimas, contrastando con la forma estentórea que eligió Argentina: excusas solemnes, en visita de Estado de Cristina Fernández, mediante discurso ante el Presidente Alan García y el Congreso peruano.
Por último, no podemos soslayar que los dichos del nuevo PCMP son una reacción casi instantánea –al parecer sin el cedazo de Torre Tagle- a las declaraciones que emitiera nuestro ministro de Defensa el sábado pasado. Obviamente, el peruano pone el énfasis en la vinculación que hizo el chileno entre la difícil coyuntura vecinal norte y la necesidad de estar “plenamente preparados con nuestra fuerza militar”. Sin embargo, todo me dice que el “sacapica” no estuvo en esa formulación –en su esencia, también de sesgo rutinario o profesional-, sino en la relación paralela que hizo nuestro ministro entre la inestabilidad interna de Perú y Bolivia y “la agresividad en contra de Chile”… mencionando incluso el estado de emergencia en Cajamarca decretado por el Presidente Humala.
Poniéndome en la cabeza del otro, pienso en dos cosas inmediatas: una, en lo que diríamos si algún responsable peruano llamara a incrementar el gasto militar, para estar alertas ante una eventual ingobernabilidad chilena, por motivos de agitación social endógena. Segunda, la necesidad de nunca unir, formulariamente, las situaciones políticas y geopolíticas del Perú y Bolivia.
Pero esto último, como diría la cronista Scherazade, es una historia, que ahora no alcanzamos a contar.
Bitácora
La Segunda, 2.12.2011
¿Por qué tanta discrepancia?
Porque, como escribiera Juan Luis Cebrián, “la insoportable levedad del ser democrático se enfrentaba a la aburrida pesadumbre de las raíces de la dictadura”. Por eso, a las derechas les costaba asumir que Franco no resucitaría, las izquierdas no querían sepultar a Lenin ni desdogmatizar a Marx y pocos entendieron que de ese sopor surgiría el inteligente liderazgo de González.
Ejecutando un bello pragmatismo de raíz liberal, dicho “sociata” marcó a fuego la renovación de las izquierdas. Fue un jefe sin traumas ideológicos, decidido a insertarse en Europa sin hacer ascos a la OTAN y dispuesto a potenciar la apertura económica iniciada bajo el franquismo moribundo. Bajo su mando España fue una fiesta, su sol turístico se insertó en un boom de plata dulce y hasta se adornó con una “movida” donde Pedro Almodóvar oficiaba de sumo sacerdote. “Había que ponerle risas y color a este país, después de tantos años de grisura oficial y clandestinidad emocional”, dijo el novelista Eduardo Mendicutti.
Pero, como no hay fiesta sin resaca, ésta cayó desde el partido. Pronto comenzó a percibirse que si González gobernaba el reino desde la Moncloa, Alfonso Guerra -su segundo en todo- gobernaba a la militancia desde la sede de calle Ferraz. De esa dualidad de poderes emergería el clientelismo corruptor, con oportunistas en busca de “curro” (trabajo), poderes económicos sobornando operadores, incondicionales aplastando a los inteligentes y el presupuesto fiscal pagando hasta el “carajillo” de los altos funcionarios.
En ese atardecer del poder socialista, una nueva clase levantó la consigna cínico-festiva “el que se mueve no sale en la foto” y la vieja guardia concluyó, melancólica, que “contra Franco estábamos mejor”. González, por su parte, no quiso -o no pudo- mostrar la indignación que correspondía. Prefirió iniciar su mutación a “jarrón chino” (vistoso pero inútil), emitiendo un llamado abstracto a la probidad: “no necesitamos a nadie en la política, ni en nuestro partido ni en ninguno, que utilice el cargo público en su propio beneficio o en el de sus amigos o en el de su familia”.
Bajo esas luces y sombras se instaló Aznar, el alternante, con un Partido Popular (PP) operado del franquismo. Tras captar que González le había hecho gran parte del curro, el hombre trató de ensayar creatividad soltando, aún más, los controles del Estado sobre la economía y amarrándose al destino de George W. Bush. Fue de los pocos gobernantes que apoyaron las trucherías norteamericanas en Irak y, en vísperas de las elecciones generales de 2004, el terrorismo islámico le pasó terrible factura. Aznar quiso endosar la culpa a ETA (subliminalmente, a la política de los socialistas) pero, ante los desmentidos iracundos, con soporte en las nuevas tecnologías de la información, se resignó a perder esas elecciones.
Así fue como volvió al poder un PSOE de identidad perdida, en plena crisis de las izquierdas renovadas. Imposible fue para su jefe, el opaco José Luis Rodríguez Zapatero, rectificar rumbos ni, menos, producir milagros. Los españoles siguieron en caída económica libre, sus jóvenes mutaron de desempleados en indignados y Frau Merkel los obligó a modificar la Constitución, para ser financieramente creíbles.
Resultado: Zapatero debió retirarse anticipadamente a sus zapatos, abriendo espacio a la segunda alternancia del PP, esta vez bajo un nuevo liderazgo.
Y en eso estamos: esperando a Mariano Rajoy.
Bitácora
Acabo de recibir por mail el documento “Nuestro compromiso”. Es de la Concertación y contiene, según propia confesión, “un proyecto de país que acoja nuestros sueños”. Para evaluar esos sueños, someto el texto a la búsqueda electrónica de las siguientes palabras: politica exterior, fronteras, tratados, vecinos, Argentina, Bolivia, Perú, Estados Unidos y Europa. Tras cada clic el buscador me informa, con un poco de vergüenza, que “no se encontró el elemento buscado”.
Siguiendo mi vieja costumbre de conversar conmigo mismo, me interrogo si el mundo exterior está o no en nuestros sueños políticos. Incluso me redacto la pregunta: ¿a cuántos chilenos interesa lo que sucede extramuros, cuando no hay chilenos concernidos? Mi respuesta es que al país realmente existente –es decir, el de la televisión- le interesa poco. Nuestros noticiarios dan la impresión de que sólo nosotros habitamos el planeta. En 1994, observando el fenómeno, el entonces canciller mexicano Jorge Castañeda nos soltó una pesadez: “a los chilenos les cuesta mucho entender que el resto del mundo también existe”.
Al parecer, en la base de tan ecuménico isleñismo está la simplificación que hoy permea nuestras dos grandes familias ideológicas. En las derechas modernas, la política exterior se reduciría a respetar los tratados intangibles y hacer buenos negocios concretos. En las izquierdas renovadas, se reduciría a hacer buenos negocios concretos y respetar los tratados intangibles. Sólo percibo una diferencia notoria: para las primeras, nuestra historia internacional republicana comienza con la antagónica dupla O´Higgins-Portales; para las segundas, empieza con Luis Emilio Recabarren y su relación con la Internacional comunista.
Visto que las izquierdas renovadas gobernaron hasta recién (junto con los centristas socialcristianos), esa diferencia contiene una clave sistémica oculta. Viene desde su padre filosófico Karl Marx. Específicamente, desde que éste descubriera que ni el capital ni el proletariado tienen patria. Con esto anuló para todos -discípulos y adversarios- la posibilidad de una política exterior de Estado. En la materia, sólo cabría una política exterior confrontacional o “de clase”. Todos los obreros del mundo contra todos los burgueses del mundo… incluídos los del Estado propio.
Por eso, la estirpe marxiana vivió en la esquizofrenia internacional. A un lado, el sueño apocalíptico-musical de cambiar el mundo de base “hundiendo al imperio burgués”. Al otro lado, la visión prosaica del socialismo real, como una real variable de la política imperial rusa, bajo la conducción real de la Unión Soviética. Tan duro fue el desgarramiento, que los trotzkistas acusaron a los stalinistas de haber traicionado la revolución y, luego, los titoístas y los maoístas acusaron a los dirigentes soviéticos de ejercer un “chovinismo de gran potencia”. En eso estaban, cuando Fidel Castro se instaló en el poder cubano, para dar “la línea” a todos los revolucionarios de América Latina: marxistas o no, debían subir a la montaña, forjar una guerrilla, bajar a las ciudades, tomarse el poder y construir nuevos Estados. La manera “correcta” de ser internacionalistas era dejarse de vainas reformistas o colaboracionistas y aplicar el modelo de Cuba.
Por eso sólo ahora –tras el fin de la URSS, la emergencia del capitalismo chino y el triste otoño de Castro- las izquierdas latinoamericanas comienzan a asumir tres realidades democráticas: Una, que pueden y deben participar de la política exterior de sus Estados nacionales. Otra, que el interés nacional existe y no es necesariamente antagónico al de los partidos “progresistas”. Tercera, que los intereses de los “progresismos” foráneos sí pueden ser antagónicos con los del Estado nacional.
Es de esperar que, cuando decante esa tendencia, los chilenos dejemos de soñar sólo con nosotros mismos. En cualquier proyecto de país debemos acoger, entre muchos otros actores, a nuestros vecinos, a los importadores chinos y hasta a los empresarios de la Anglo que rehusan vendernos nuestro cobre.
Al fin de cuentas, la política exterior, en una democracia, no es ni puede ser la obra de un solo actor, llamado Presidente de la República.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850