Bitácora
Acabo de recibir por mail el documento “Nuestro compromiso”. Es de la Concertación y contiene, según propia confesión, “un proyecto de país que acoja nuestros sueños”. Para evaluar esos sueños, someto el texto a la búsqueda electrónica de las siguientes palabras: politica exterior, fronteras, tratados, vecinos, Argentina, Bolivia, Perú, Estados Unidos y Europa. Tras cada clic el buscador me informa, con un poco de vergüenza, que “no se encontró el elemento buscado”.
Siguiendo mi vieja costumbre de conversar conmigo mismo, me interrogo si el mundo exterior está o no en nuestros sueños políticos. Incluso me redacto la pregunta: ¿a cuántos chilenos interesa lo que sucede extramuros, cuando no hay chilenos concernidos? Mi respuesta es que al país realmente existente –es decir, el de la televisión- le interesa poco. Nuestros noticiarios dan la impresión de que sólo nosotros habitamos el planeta. En 1994, observando el fenómeno, el entonces canciller mexicano Jorge Castañeda nos soltó una pesadez: “a los chilenos les cuesta mucho entender que el resto del mundo también existe”.
Al parecer, en la base de tan ecuménico isleñismo está la simplificación que hoy permea nuestras dos grandes familias ideológicas. En las derechas modernas, la política exterior se reduciría a respetar los tratados intangibles y hacer buenos negocios concretos. En las izquierdas renovadas, se reduciría a hacer buenos negocios concretos y respetar los tratados intangibles. Sólo percibo una diferencia notoria: para las primeras, nuestra historia internacional republicana comienza con la antagónica dupla O´Higgins-Portales; para las segundas, empieza con Luis Emilio Recabarren y su relación con la Internacional comunista.
Visto que las izquierdas renovadas gobernaron hasta recién (junto con los centristas socialcristianos), esa diferencia contiene una clave sistémica oculta. Viene desde su padre filosófico Karl Marx. Específicamente, desde que éste descubriera que ni el capital ni el proletariado tienen patria. Con esto anuló para todos -discípulos y adversarios- la posibilidad de una política exterior de Estado. En la materia, sólo cabría una política exterior confrontacional o “de clase”. Todos los obreros del mundo contra todos los burgueses del mundo… incluídos los del Estado propio.
Por eso, la estirpe marxiana vivió en la esquizofrenia internacional. A un lado, el sueño apocalíptico-musical de cambiar el mundo de base “hundiendo al imperio burgués”. Al otro lado, la visión prosaica del socialismo real, como una real variable de la política imperial rusa, bajo la conducción real de la Unión Soviética. Tan duro fue el desgarramiento, que los trotzkistas acusaron a los stalinistas de haber traicionado la revolución y, luego, los titoístas y los maoístas acusaron a los dirigentes soviéticos de ejercer un “chovinismo de gran potencia”. En eso estaban, cuando Fidel Castro se instaló en el poder cubano, para dar “la línea” a todos los revolucionarios de América Latina: marxistas o no, debían subir a la montaña, forjar una guerrilla, bajar a las ciudades, tomarse el poder y construir nuevos Estados. La manera “correcta” de ser internacionalistas era dejarse de vainas reformistas o colaboracionistas y aplicar el modelo de Cuba.
Por eso sólo ahora –tras el fin de la URSS, la emergencia del capitalismo chino y el triste otoño de Castro- las izquierdas latinoamericanas comienzan a asumir tres realidades democráticas: Una, que pueden y deben participar de la política exterior de sus Estados nacionales. Otra, que el interés nacional existe y no es necesariamente antagónico al de los partidos “progresistas”. Tercera, que los intereses de los “progresismos” foráneos sí pueden ser antagónicos con los del Estado nacional.
Es de esperar que, cuando decante esa tendencia, los chilenos dejemos de soñar sólo con nosotros mismos. En cualquier proyecto de país debemos acoger, entre muchos otros actores, a nuestros vecinos, a los importadores chinos y hasta a los empresarios de la Anglo que rehusan vendernos nuestro cobre.
Al fin de cuentas, la política exterior, en una democracia, no es ni puede ser la obra de un solo actor, llamado Presidente de la República.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850