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Método terceroLos pintores, los escultores, los arquitectos y los urbanistas conciben sus obras, las realizan y las ofrecen al pueblo configuradas del todo. Son, por así decir, compositores e intérpretes al mismo tiempo. Bien es cierto que sus obras, por su condición artística, necesitan, para existir plenamente, que un contemplador sensible dialogue con ellas, vibre con las posibilidades expresivas que le ofrecen, cree con ellas un campo de juego estético.
El arte de la interpretación creativa
Subes la Acrópolis de Atenas y ves, al fondo de la explanada, el majestuoso templo del Partenón, con su noble dignidad de templete de la diosa Palas Atenea. Admiras su magnificencia, y te sientes llevado a pensar que su clásica belleza reside en él mismo. Pero no es así. La belleza no se halla en El Partenón ni en ti, que lo contemplas como bello. Surge entre él y tú. Es una realidad relacional, no relativa a tu gusto, a tu punto de vista, a tu peculiar concepción de la belleza. Para que surja la belleza en ese instante, es necesario que movilices tu sensibilidad, te sitúes ante el templo con tu particular sentimiento artístico y adoptes la actitud de “desinterés estético” que te eleva al nivel 2, el de la creatividad y el encuentro. Sin ti –y los demás posibles contempladores de la obra– no brotaría la belleza del Partenón. Pero tú no eres dueño de su belleza; ésta no es producto de tu arbitrio. Para que su belleza y su mensaje humanístico se hagan patentes y eficientes, también las llamadas “artes del espacio” necesitan de alguien que las “interprete” desde su peculiar perspectiva. Pero la existencia de una obra no depende de cada una de las “interpretaciones” de quienes la contemplen. La obra musical, en cambio, sólo existe realmente en el momento en que una persona bien formada le da nueva vida mediante una interpretación fiel. La función del intérprete tiene, en música, un alcance mayor que en las otras artes. A semejanza de las partituras, los libretos de teatro constituyen un polo de los tres que se requieren para que exista la obra en acto, realmente, no sólo de modo virtual (1). Pero tales libretos se expresan en el lenguaje cotidiano, comprensible por las personas de cada área lingüística. Por eso la lectura de un libreto permite a los lectores seguir con bastante facilidad y precisión el proceso de la representación teatral. No tiene tal facilidad el lector de una partitura para adivinar cómo sonará y qué estructura tendrá la obra musical latente en ella. Por otra parte, el actor dramático dispone de mayor libertad para interpretar la obra, pues el tiempo creativo que en ésta ha de instaurarse no está sometido a las prescripciones relativas al tempo que suelen figurar en las partituras. La forma de determinar el ritmo de la acción y el tempo de la misma queda confiada al buen sentido estético del director y los actores. El intérprete auténtico no se reduce a mero “ejecutante”, reproductor de los sonidos que indica la partitura. Se adentra en la obra, le da vida en su imaginación, le otorga la sonoridad, el ritmo y el tempo debidos, trae a superficie mil pormenores delicados que se emboscan en la fronda de las notas. Entre lo que indica la partitura y lo que oímos en los conciertos media una gran distancia. Esa distancia la salva el intérprete con su talento creador. Por eso todo buen intérprete merece nuestra mayor admiración y agradecimiento. Cuando oímos a varios músicos tocar con una perfecta armonía, atemperando el volumen del sonido y el ritmo, de modo que parecen un solo instrumento, debemos saber que esa unidad fecundísima es el fruto de un considerable esfuerzo, sólo posible por la energía que les otorga la obra misma que interpretan. Son un ejemplo, no de fusión de diversas personas –como a veces se dice–, sino de integración de la energía creadora y la sensibilidad de quienes saben mirar juntos en una misma dirección valiosa (2). El intérprete de una obra coral o sinfónica debe movilizar las tres condiciones de una inteligencia madura: largo alcance, comprehensión y profundidad. Ha de atenerse al tempo justo de cada pasaje, cuidar de que todos los cantores articulen bien las frases y configuren el conjunto de modo coherente, atiendan a cada pormenor e insuflen al conjunto el impulso que le imprimió el compositor. El intérprete asume la obra, capta –por empatía– su espíritu, y le da vida con su imaginación creadora en los medios sonoros. No se limita a reproducir las notas de la partitura, que es la tarea del mero ejecutante. Los buenos instrumentistas aúnan las dos funciones en una misma actividad. Los directores de orquesta son intérpretes, pero no ejecutantes de cada uno de los instrumentos. Es de notar que los compositores crearon, a menudo, obras destinadas a los intérpretes que tenían a mano. Por lo que toca a la música polifónica, solían ser coros de escasa dotación y calidad. Es bien conocida la desazón que le producía a Bach no poder contar con cantantes debidamente cualificados para su coro de la iglesia de Santo Tomás, en Leipzig. El hecho de que el mismo autor haya interpretado sus obras con un número reducido de cantores no indica, pues, de por sí que sea improcedente interpretarlas con coros más nutridos. Actualmente, se tiende a reducir el volumen de los coros y a revalorizar los instrumentos de la época, con sus timbres peculiares y sus limitaciones. Es indudable que los timbres originales presentan, además de su valor histórico, un carácter peculiar que resulta expresivo para las gentes de hoy. Pero también es cierto que los instrumentos actuales permiten conseguir una sonoridad más amplia y densa que otorga a las obras una gran nobleza y solemnidad. Recuérdese la interpretación que ofreció Karl Richter, con la cantante inglesa Catherine Terrier, del aria “Es ist vollbracht” de la Pasión según San Juan de Bach. Cuando todos sus cantores tienen calidad de solistas, los coros muy reducidos hacen gala de una gran flexibilidad y riqueza de matices. Los coros más numerosos muestran una calidad más pastosa, por así decir, pero, en contrapartida, consiguen sonoridades más vibrantes en los coros y corales, que representan –en el caso de las Pasiones– la voz del pueblo fiel. Cuando son interpretados por un cuarteto de solistas, los motetes y responsorios de la Semana Santa de Tomás Luis de Victoria nos ofrecen toda la luminosidad interior de estas joyas polifónicas, de textura tan transparente como la piedad que reflejan. Si son cantados por un coro más nutrido, que no intente conseguir efectos brillantes sino expresar el sentimiento de la comunidad creyente, tales obras producen un efecto expresivo sobrecogedor, ya que la expresividad manierista –en el mejor sentido– de Victoria logra, entonces, la dosis de potencia y densidad espiritual que estaba sin duda en la mente de quien se había consagrado en exclusiva, como persona y como artista, al culto divino. En esto debo diferir un tanto de la posición de Igor Strawinski, que alude al mismo ejemplo de Bach pero no tiene en cuenta las circunstancias sociales de entonces (3). Mi primera audición de las obras de Tomás Luis de Victoria la debo a un coro de aficionados pontevedreses, bien penetrados de la esencia de la música sacra y ambientados en un clima de máximo respeto a las creencias religiosas. No tenían el “orgullo de lo numeroso” ni la “concupiscencia del múltiplo” que fustiga con razón Strawinski; querían solamente “orar dos veces” mediante el canto. Proclamaban animosamente sus creencias, con suma discreción, llevados de la sensible batuta de un espíritu exquisito, el recordado Antonio Vilarelle. Su canto venía como de muy lejos, desde la misma región donde se había movido, en su día, el compositor. Al entonar el Vere languores y el O vos omnes, se creaba un clima de elevación, un ámbito de plegaria contemplativa en el que resonaban como algo verdaderamente sobrenatural las palabras de la Escritura. Años más tarde, pude oír los mismos motetes a cuartetos de solistas extraordinarios, y el efecto era notablemente inferior en el aspecto antedicho. Existe, ciertamente, el riesgo de que la música interpretada por coros numerosos se vuelva “masiva”, gruesa, confusa. Tanto más debe procurar el director no confundir “fortalecer” con “espesar” (4). El intérprete trasmite, creativamente, la verdad de la obra Para interpretar debidamente una obra musical, debemos conocer en pormenor los elementos que entraron en juego para que haya surgido, en un determinado momento de la historia, el estilo al que pertenece. Si el gregoriano está en la base de la polifonía sacra del siglo XVI, todo director de coro que desee interpretar con la debida hondura a Orlando di Lassus, Palestrina, Victoria o Guerrero, ha de conocer a fondo la estética del gregoriano, el espíritu que lo impulsa. De modo análogo, si queremos interpretar bien a Chopin o a Schumann, hemos de tener en cuenta que el estilo romántico no sólo responde a un mayor reconocimiento del papel que juega el sentimiento en nuestra vida -en la vertiente amorosa, religiosa, patriótica...-; implica una tendencia a desbordar límites, abrir horizontes infinitos –hacia el pasado, el mito, la leyenda, la religión–, conceder una libertad indefinida a la tensión expresiva, rompiendo para ello los moldes y las normas que sea necesario. En las partituras no se indica el espíritu que inspira cada obra. Sólo figuran algunas notas e indicaciones generales sobre los tempi, los acentos, los legatos, el staccatto, etc., pero “la dialéctica verbal es impotente para definir enteramente la dialéctica musical” (5). El espíritu de la obra sólo podemos captarlo a base de intuición, experiencia, musicalidad, talento, y con un espíritu de fidelidad y simpatía. Si no adoptamos una actitud de comprensión, respeto y empatía hacia la obra y el autor, será difícil que demos una versión que transmita la riqueza de la obra. Cuando un compositor entrega una obra a la imprenta, sabe que corre el riesgo de que su criatura no exista porque no encuentre un Príncipe Azul que la despierte de su letargo de Bella Durmiente. Esta tarea es eminentemente creativa y exige las condiciones propias de la creatividad. Soy creativo respecto a una realidad distinta que me ofrece posibilidades para dar lugar a algo nuevo dotado de valor cuando asumo tales posibilidades de modo activo y les doy vida. Cuando soy fiel a la partitura –que es mi norma en la actividad interpretativa– soy libre con un modo de libertad creativa. Tal fidelidad “exige una flexibilidad que, a su vez, requiere, con la maestría técnica, el sentido de la tradición y, por encima de todo, una cultura aristocrática que no es fácil de adquirir” (6). Es sintomático que apenas haya un coro de seglares –incluso entre los de alta calidad– que acierte a transmitir el espíritu genuino del canto gregoriano. Todos suelen añorar las barras de compás, porque no logran asumir que este tipo de canto es ingrávido, se mueve entre la tierra y el cielo, no pesa, es el medio de expresión por excelencia de los creyentes que peregrinan hacia la otra vida comunitariamente. Esta condición comunitaria y i[ascendente] i–por ser trascendente– hay que sentirla interiormente si se la quiere expresar de modo adecuado. Para lograr este sentimiento, conviene sobremanera penetrar hasta el fondo en el sentido de cada una de las palabras del texto latino. Para ello se necesita el conocimiento que nos otorga el trato diario con la lengua. Si un intérprete ahonda en el sentido litúrgico del Agnus dei –triple súplica esperanzada de perdón y de paz–, interpreta el final de la Misa de la Coronación de Mozart con serenidad y con el profundo gozo de quien pide algo con esperanza de ser oído. Al vivir de ese modo las tres súplicas, tiende a acelerar el tempo cuando, al final, irrumpe el coro para incorporarse festivamente a la petición de la Humanidad. Ese cambio se siente, entonces, como natural, coherente con la marcha no sólo del Agnus Dei sino de la obra entera, desde el entusiasta Kyrie eleison, que es una invitación a compartir el festejo de la Eucaristía o Acción de Gracias. El intérprete debe transmitir a los oyentes la obra en su plena verdad, es decir, en toda su gloria, en su revelación luminosa. Si la obra se hace presente con todas sus posibilidades, el oyente sensible sabrá vivirla plenamente y experimentar los sentimientos que está llamada a suscitar en él. El intérprete ha cumplido, con ello, su cometido. No necesita mostrar sus sentimientos privados. Por eso resultan fuera de lugar los gestos de arrobo que algunos intérpretes realizan para indicar que están viviendo a fondo la música que interpretan. Esa confidencia no tiene sentido en ese momento, pues el único protagonista verdadero del concierto es la obra interpretada. Esta afirmación, que parece obvia a una visión estética equilibrada, pareció tambalearse en el siglo XIX con la aparición de la figura del divo -el cantante, el solista, el director... -, siempre expuesto a la tentación de glorificar su figura a cualquier precio. Ejemplo modélico de antidivo fue el inolvidable Karl Böhm. Ningún gesto revelaba sus emociones internas pues toda su capacidad de atención se concentraba en la obra. Al presentarla con todo su fuego interior, surgía la emoción a raudales. No puedo olvidar la sensación de vida en plenitud que me produjo su interpretación del Primer Tiempo de la Quinta Sinfonía de Schubert. Sorprendía que tal torrente melódico y armónico se alzara hacia lo alto y descendiera con toda decisión una y otra vez sin que el director alterara la parquedad de sus gestos, destinados sólo a destacar la quintaesencia de la obra. El director debe conocer la obra y asumirla de tal modo que se convierta para él en una voz interior, en el principio impulsor de su labor interpretativa. De esa forma, la obra tiene un carácter originario, parece estar cada vez en su albor, en estado naciente. Tal frescura es fuente de intensa emoción. El director rumano Sergiu Celidibache confesó que, al dirigir, dejaba a la obra que se configurara por sí misma, sin coacción alguna. De este modo se constituía ella en la verdadera protagonista. Se advierte esto nítidamente en su interpretación del Requiem de Mozart. Las distintas voces entran en juego y se apagan como por propia decisión, a impulsos de su expresividad y de la adecuación de la misma a la obra conjunta. Para que esta forma de dirección genética resulte espontánea se requiere un dominio perfecto de la obra y una gran capacidad de empatía. Método terceroPara vivir una experiencia musical auténtica debemos, en primer lugar, oír las obras con atención, una y otra vez, para asumirlas como algo propio, al tiempo que reflexionamos sobre lo oído para penetrar en su trasfondo, en el mensaje de sabiduría que nos transmiten, más allá del halago sensible y de las sensaciones psicológicas que hayamos experimentado.
EL ARTE DE LA INTERPRETACIÓN MUSICAL
Oigo el Laudate dominum de Mozart, capto la melodía y las armonías que la sostienen y le dan colorido, las reproduzco en el órgano para vivirlas en su génesis, y voy advirtiendo cómo va brotando la música del silencio y se desarrolla coherentemente paso a paso. Es entonces cuando llego al fondo de lo que en verdad significa. Este sentimiento lo expreso en palabras, y éstas –siempre insuficientes para describir una experiencia densa de contenido– me ayudan a condensar diversas sensaciones difusas y precisar lo que he sentido. Esta experiencia musical presenta tres fases: 1ª) Oigo una obra de modo receptivo, atento, creativo, y me sumerjo en su ámbito de expresividad. Logro, así, una forma de inmediatez con él. 2ª) Mi sentimiento de asombro ante la riqueza de la composición me lleva a analizar su interna estructura. Consigo, así, distanciarme un tanto de la obra, sin alejarme. Se trata de una distancia de perspectiva. 3ª) Cuando, sin perder esta distancia del análisis, vuelvo a sumergirme en la obra, entro en relación de presencia con ella y adquiero un conocimiento de primera mano. La vinculación dinámica de la inmediatez primera, la distancia de perspectiva y la inmediatez segunda o presencia constituye la estructura básica de la experiencia artística. Una obra musical se me hace presente cuando la oigo con la debida perspectiva, de modo que no sólo capto los sonidos, las frases, los períodos..., siento el agrado que me producen ciertas melodías y armonías, experimento la sorpresa gozosa de algunas modulaciones y me hago cargo de la estructura peculiar de la obra –fuga, sonata, sinfonía...–, sino que percibo al mismo tiempo el sentido más hondo de la misma. Empiezo a oír el Requiem de Mozart. Ya al principio me sorprenden gozosamente las armonías sombrías de la breve introducción orquestal, pero, al entonar el coro las palabras “Requiem aeternam dona eis, Domine” (Dales, Señor, el descanso eterno), quedo sumergido en un ámbito de súplica entrañable, en el cual siento a la vez el estremecimiento ante la hora definitiva, la confianza en el Padre, la esperanza en la vida eterna. Estos sentimientos se incrementan en el momento en que el coro insiste en el adjetivo “aeternam” en oleadas ascendentes. Lo mismo sucede en el Dies irae, cuando, después de crear el solo de tuba un clima de serena expectación, el coro nos recuerda que “en ese día lacrimoso surgirá del sepulcro el hombre reo que ha de ser juzgado”, y lo hace con un crescendo que más bien parece un proceso de crecimiento que la sumisión a un juicio inapelable. El oyente comprometido con esta música recibe la impresión de que es indudable que la vida no termina con el horror de la muerte, pues aquí Mozart expresa su firme creencia de que el Señor es “la resurrección y la vida, y el que crea en Él, aunque hubiere muerto, vivirá” (Jn 11, 25). Por eso eleva al oyente a un estado de esperanza y felicidad, que tiene el carácter de una experiencia religiosa. Nos consta que Mozart no intentó sólo poner música a un texto litúrgico para cumplir un encargo. Era muy consciente –como sucedió, entre otros, a Bach y Beethoven- del papel que desempeñaba ante la humanidad. Quería, por ello, dejar un testimonio perenne, bien refrendado con las galas de la más alta belleza, de que la muerte es el momento más solemne de la vida pues en él sellamos para siempre nuestra voluntad de adhesión al Señor. A pesar de su apariencia en casos frívola, Mozart era un espíritu de extraordinaria calidad y elevación, que vibraba con extraordinaria seriedad ante los temas decisivos de la vida. Por eso, los frutos de ese diálogo intenso desbordan infinitamente el plano de una bella diversión o un brillante espectáculo. Pensando en este tipo de música y con intención de largo alcance, escribió el gran director y musicólogo Sergiu Celidibache esta profunda sentencia: “La música no sólo es bella. La música es verdadera” (1). Recordemos el aria “Erbarme dich” (compadécete) de La pasión según San Mateo de Bach, en la que San Pedro pide clemencia al Señor a quien ha traicionado. El dolor parece ahogarle la voz, pero no hay desesperación en ese ahogo ya que su arrepentimiento va inspirado por el amor, y el amor genera confianza. Esta vinculación de una congoja profunda que parece romper el alma y un sentimiento de amor esperanzado no la puede expresar adecuadamente el lenguaje hablado, pero sí el musical. Si el oyente tiene bien dispuestas sus antenas interiores, capta con asombro esas situaciones complejas, aparentemente antagónicas, de dolor y esperanza, pena y alegría. Penetra en todo cuanto significan; por tanto, penetra en su verdad, y descubre así la razón profunda por la cual no se oponen, antes se complementan. Al oír las grandes composiciones, vivimos momentos en los que nos parece tocar lo eterno. “... Las creaciones más sublimes de los músicos, de un Bach, un Mozart o un Beethoven –escribe Gabriel Marcel– se presentan al espíritu como una prenda de eternidad, como el trasfondo activo de nuestra vida pensante” (2). Recordemos la experiencia de dolor sublimado en el Oficio de Semana Santa de Tomás Luis de Victoria; la de la transfiguración de la tristeza en el Quinteto para cuerdas y viola en sol menor de Mozart; la de la urgencia de la paz en el Agnus dei de la Missa solemnis de Beethoven... Son momentos privilegiados de la vida humana en los que se nos revela la capacidad asombrosa de elevación que puede mostrar el ser humano en situaciones límite. En ellos pensaba, sin duda, Arthur Schopenhauer cuando escribió estas encendidas frases: “La música es un arte grande y sobremanera excelente; actúa más potentemente que ningún otro sobre el interior del hombre; ahí es comprendido de modo total, profundo e íntimo, como un lenguaje cuya comprensión es innata y cuya claridad sobrepasa incluso a la del mundo que vemos” (3). Para que la música muestre esta eficacia, debemos adoptar una actitud receptivo-activa, es decir, creativa, que nos permita movilizar nuestras mejores capacidades y dar vida de nuevo a las obras. La música -escribe Klaus Weiler- es “un arte profundamente humano y necesita que se activen vitalmente las fuerzas que laten en nosotros para poder surgir en toda su pureza y originariedad” (4). Esa activación la llevaba a cabo diariamente el genial escritor Johann Wolfgang Goethe, y un buen día, al oír al organista de Berka interpretar obras de Bach en el recogimiento del templo, tuvo la impresión de que “la armonía eterna se entretenía consigo misma, como habrá sucedido en el seno de Dios poco antes de la creación del mundo”. Esta maravillosa armonía la vivió en su interior, y le parecía que “no tenía ni oídos ni menos todavía ojos ni sentido otro alguno, ni los necesitaba” (5). Método terceroSe afirma, a veces, que la música debe representar realidades y acontecimientos de la vida cotidiana y de la naturaleza, al modo como suele entenderse que la tarea de la pintura y la escultura es reproducir objetos y hechos reales. El tema de la “mímesis” o imitación viene lastrado desde Platón por una concepción simplista, poco creativa, del arte. En el nivel 1 –el de los objetos y el manejo dominador de los mismos‒, parece que la función de la pintura y la escultura es la de reproducir las figuras de los objetos del entorno. En el nivel 2, la tarea básica ‒la definitoria‒ del arte es la de crear ámbitos de sentido. Así, el gran Alberto Durero, al grabar sus “Manos orantes”, no intentó reproducir la figura de dos manos sarmentosas, plegadas la una sobre la otra; quiso plasmar un ámbito de súplica (1).
La música no tiene por función imitar a la naturaleza
De hecho, la música parece, en casos, aludir a acontecimientos de la vida real ‒por ejemplo, una tormenta‒, el canto de los pájaros, el murmurar de una fuente, el romper de la primavera... Se dice, entonces, que tal obra “representa” la primavera. Incluso el veneciano Antonio Vivaldi transcribe en la partitura de sus cuatro Concerti Grossi denominados Las cuatro estaciones diversas estrofas de cuatro sonetos que aluden a este tema. Ello parece confirmar la idea de que se trata de una música “programática”, compuesta en atenencia estricta a un “programa” o temario determinado por las realidades o los acontecimientos de la naturaleza que el compositor se propone describir, representar o imitar. Si se estudia este asunto de cerca, se advierte que, en realidad, lo que hace el músico es inspirarse en tales acontecimientos o realidades. Esa inspiración consiste en descubrir la estructura musical que los mismos presentan. Un trueno es un acontecimiento natural dotado de un ritmo y un timbre peculiares. Lo mismo sucede con el correr de una fuente o el canto de un pájaro. Lo que, al final del segundo tiempo de su Sexta Sinfonía (“Pastoral”), toma Beethoven del canto del ruiseñor, de la codorniz y del cuclillo son, sencillamente, unos intervalos, entonados con cierto ritmo: sol-fa, sol-fa...: re-si, re-si... Insertados tales intervalos en una estructura musical sosegada, riente, apaciguadora, contribuyen a crear una atmósfera afín al ámbito de placidez que configura una tarde de primavera pasada junto a un arroyo. Lo importante no es “copiar” una estampa de la vida real; pensemos en el descanso de una persona junto a un río que se desliza y a pájaros que trinan. Lo decisivo es crear poéticamente un “ámbito pastoral” de tranquilidad. El poeta se mueve siempre en nivel de ámbitos y acontecimientos, no de objetos y meros hechos. El poeta no representa, a modo de fotografía, una escena idílica de un día veraniego. Encarna en los elementos expresivos que mejor conoce –lenguaje verbal, musical, pictórico, escultórico...- una actitud ante la vida: la actitud de equilibrio interior, ganado al hermanarse con la naturaleza y acoger sus mejores ofertas de concordia y armonía. Si sólo reprodujera una escena de la vida cotidiana, Beethoven no se hubiera alzado aquí a la alta cota de “músico poeta”. Recordemos el Cuarteto 132, la Sonata en re mayor (“Pastoral”) y la Sonata en do mayor (“Aurora”) de Beethoven. El Tercer Tiempo de ésta parece reflejar la luminosidad de una mañana radiante, la invitación que ésta nos hace a abrir los brazos y caminar airosos por un sendero campestre. El hecho de que podamos figurarnos esto se basa en que esta pieza musical nos ofrece, de por sí, una estructura radiante, abierta, de armonías distendidas y luminosas. Ni el paso a la modalidad menor logra empañar la transparencia de la melodía; la vuelve más expresiva y acogedora. Beethoven no nos recuerda una escena apacible de nuestra vida. Nos adentra en un ámbito de paz interior, que quisiéramos vivir en cada instante. Por eso, las obras de este género tienen una validez eterna y adquieren, por ello, el alto rango de “clásicas”. Método terceroPara oír creativamente una obra musical, debemos considerarla como un todo orgánico formado por el entreveramiento de ámbitos expresivos que se potencian entre sí. Cuando nosotros ‒seres expresivos, sensibles al lenguaje musical‒ entramos en relación con el todo expresivo de una obra, vibramos con sus valores estéticos y sentimos una peculiar emoción. No necesita una obra ser «romántica» para emocionar. Pensemos –entre mil posibles ejemplos- en el canto gregoriano. Es sereno, sobrio, contenido, y nos conmueve profundamente porque nos sitúa en un nivel hondo y denso de sentido, y nos orienta hacia un estado de plenitud humana.
EXPRESIVIDAD EMINENTE DE LA UNIÓN DE MÚSICA Y TEXTO
1. La meta de la música no es conmover a los oyentes La música es un arte llamado a conmover; consiguientemente, la expresividad tiene en ella un valor primordial. Pero no debemos olvidar que su función primaria no es la de emocionar, sino la de crear un espacio de elevación, de interrelación del hombre y los grandes valores. El gregoriano –para ahondar en el mismo ejemplo‒ no tiene entre sus principales cometidos conmover a las personas. Se cantan vísperas, en la penumbra de la iglesia abacial. Los monjes llegan recogidos, se inclinan profundamente ante el altar, y empiezan a cantar con pausa y buena entonación, silabeando con cuidado y dando a cada palabra su sentido pleno. Por su carácter recitativo y reiterativo, los salmos pueden invitar a la distracción rutinaria. Pero aquí la repetición tiene un valor creativo; no intenta insistir en lo mismo, ya que el texto es distinto en cada versículo, pero sobre todo porque lo que intenta el rezo de los salmos es crear un ámbito de alabanza a la divina majestad. Si el monje se mueve en el nivel 2, que es el del encuentro, se siente tanto más creativo cuanto más avanza en el canto, y conjura, así, la rutina y el aburrimiento. Ambos surgen cuando se desciende al nivel 1. Algo parecido sucede en el canto polifónico. Bach, por ejemplo, no intenta en sus motetes conmover a los oyentes, sino crear una obra perfecta, que, por serlo, dé gloria a Dios y contentamiento a los hombres, como él solía decir. Oigo el versículo “Gute Nacht” (Buenas noches) del motete Jesu meine Freude (Jesús, mi alegría), y lo que siento en primer lugar es la gracilidad de sus formas, el contrapunto elegante de las voces, la decisión cordial con que el alma se despide de los vicios... Sabemos que esta obra de Bach es –como todas las suyas‒ fiel reflejo de su alma, pero él no intentó dejar aquí su impronta personal, sino un testimonio de la grandeza de los valores más elevados. Adentrarse en este mundo de excelencia espiritual produce emoción, sin duda, pero la meta de Bach no era emocionarnos, sino incrementar la calidad de nuestra vida personal mediante la realización de experiencias muy elevadas. Conviene advertir que la emoción producida por las obras de calidad no se reduce a una mera impresión subjetiva; tiene un alto valor cognoscitivo, porque nos revela el valor de las realidades que han suscitado en nosotros una intensa vibración. Está muy lejos, por tanto, de ser un sentimiento “irracional”, como a veces se afirma precipitadamente. 2. La música encarna el «ordo amoris» La experiencia musical implica, básicamente, interrelación, expresión conjunta, entreveramiento armónico, y, derivadamente, amor. Constituye la expresión más inmediata, viva y universalmente comprensible, del ordo amoris, el ámbito de vinculación afectuosa en el que alentamos desde antes de nacer. Somos locuentes porque venimos de un encuentro amoroso y estamos llamados a crear toda suerte de encuentros. Podemos, por ello, afirmar que somos seres musicales en cuanto estamos desde siempre inmersos en tramas de interrelaciones. Al crearlas en la música, nos sentimos en nuestro verdadero «elemento espiritual». No se puede prescindir del tema amoroso en música, incluso en la puramente instrumental. Encarna luminosamente el ordo amoris, ese estado de interrelación cordial al que fuimos llamados cuando nuestros progenitores hicieron un proyecto de hogar abierto a la vida. Si lo oímos a la distancia propia de la contemplación –forma de atención profunda y global‒, el canon de Pachelbel –por citar una obra bien conocida‒ es un himno al amor, a ese poder enigmático que entrelaza a los distintos seres para potenciarlos y enriquecerlos. 3. Música y texto se potencian al máximo Cuando leemos un texto y luego lo oímos en una obra musical de calidad, tenemos la impresión de que ahondamos más en él, lo penetramos hasta el fondo y descubrimos pormenores sorprendentes que enriquecen nuestro espíritu. Esto nos lleva, con frecuencia, a indicar que la música supera al texto literario en poder expresivo. Estamos ante la eterna cuestión de determinar quién puede mostrar mejor lo inefable y misterioso, los sentimientos más hondos del alma humana: si la música o bien el texto poético que le sirve, a veces, de base. Se cuenta que Beethoven, cuando visitó a la baronesa Dorotea Ertmann para consolarla por la muerte de su hijo, no le dijo una sola palabra; la saludó en silencio y se puso a improvisar en el piano. Sin duda estimaba que podía expresar mejor su sentimiento de condolencia con notas que con palabras. Y es posible que así fuera. Pero en la Novena Sinfonía, a la hora de expresar inequívocamente que la discordia debe dar paso a la concordia y la solidaridad, acudió a la precisión expresiva de la palabra; a la palabra potenciada por la música, pero en definitiva a la palabra. Se atribuye al mismo Beethoven la conocida frase de que «donde terminan las palabras, comienza la música». Ciertamente, hay ámbitos de la vida en los cuales apenas puede penetrar la palabra; sí lo hacen la música y la poesía. Pero ello no quiere decir que la música tenga mayor poder expresivo que la palabra. Al recordar la frase del Evangelio de San Juan (16, 22): «Ahora estáis tristes, pero volveré a veros y entonces estaréis alegres...», comprendemos que se trata de una relación sucesiva de dos sentimientos en apariencia opuestos, suscitados por sendos acontecimientos misteriosos de la vida de Jesús. Sin la palabra sería imposible dirigir la atención a esos ámbitos de vida tan profundos como enigmáticos. Un buen lector de la Biblia, Johannes Brahms, asume este texto y lo expresa con una música inspiradísima. El conjunto de música y texto nos permite vivir, al mismo tiempo, la tristeza provocada por la marcha del Señor y la alegría de su retorno. Es una tristeza teñida de esperanza y matizada por un tipo peculiar de gozo. Esta situación de inefable ambigüedad no puede expresarla el texto solo, pero, sin el texto, la música sería incapaz de abrirnos, de forma precisa, al estado espiritual en que se hallaron los discípulos de Jesús entre la Pasión y la Resurrección. No tiene sentido conceder la primacía a uno de estos ámbitos expresivos: la música y el texto. Método terceroConviene hacerse una idea clara de qué es lo que expresa la música, cuál es su aportación básica a nuestra vida, en los diversos órdenes -cultural, afectivo, ético, religioso...-, de qué modo puede colaborar a nuestro desarrollo personal.
LA EXPRESIVIDAD PECULIAR DE LA MÚSICA
Cuando un pastor toca una melodía en una flauta de construcción casera, ¿qué es lo que intenta? Podemos pensar, en principio, que lo hace para llenar el tiempo vacío y distraerse. Esto es cierto, sin duda. Pero sigamos preguntando: ¿Por qué tocar la flauta le distrae? Si realiza los mismos gestos sobre una simple caña hueca, más bien se aburre, aunque físicamente su actividad se parezca algo a la anterior. Tocar un instrumento nos distrae porque nos eleva a un nivel de vida superior, el nivel de la creatividad. El pastor puede interpretar la melodía de un canto popular, y entonces siente el encanto de esa tonadilla, y se emociona al recordar algunos de los momentos más emotivos de su vida social, sus reuniones con amigos, sus paseos por el campo... Pero tal vez improvise una melodía, y ello lo adentra en la lógica propia de la música, en la que unos sonidos se ensamblan con otros para crear intervalos y ordenarse en forma de tonalidades, que son una especie de hogares expresivos. De este modo, al entonar una melodía, el pastor se ve inmerso en una trama de relaciones y de normas, que posiblemente no conoce pero que existen e influyen sobre él fecundamente. Al dejarse llevar de la lógica musical, observa que las melodías suelen tener un comienzo, un desarrollo y un fin, tienden a prolongarse en una segunda parte, que sirve de contraste a la primera e insta a repetirla... Esta lógica musical da, así, lugar a la forma ABA, típica de los cantos populares. Todo canto eleva nuestro tono vital, aunque su carácter y el contenido de su texto suscite en nuestro interior sentimientos de tristeza. La música nos atrae y nos mueve a cultivarla porque, debido al carácter de juego creativo que tiene su estructura, nos eleva el ánimo. Una costurera tararea una canción, y crea, con ello, en su interior un espacio de creatividad que la redime de la monotonía banal de su trabajo. El poder expresivo de la música Comunicarse es una necesidad básica del ser humano. ¿Qué se nos comunica a través de la música? La música no se puede traducir en palabras; no evoca un lugar preciso, ni alude a acciones concretas, ni describe paisajes, ni expresa directamente la interioridad de los compositores. Sin embargo, cada pieza musical actúa sobre nosotros, nos afecta, nos dice algo; nos sumerge en una atmósfera distinta de la normal, en un ámbito dotado de una contextura propia y una forma de temporalidad cambiante, en un juego de interrelaciones de todo orden. Al adentrarnos, de modo receptivo y activo a la vez, en ese juego de formas, la obra suscita en nosotros una peculiar actividad interior: vibramos con su modo de ser, sentimos emociones singulares, hacemos la experiencia de los mundos a que nos remite cada obra. Las obras instrumentales puras parecen no decir nada, pero son, en casos, sumamente elocuentes, nos invitan a sumergirnos en mundos diversos, suscitan en nosotros multitud de sentimientos, crean estructuras expresivas de todo orden. Recordemos el Aria de la «Suite en re» de Juan Sebastián Bach. Si les pregunto «¿qué les dice esta obra?», les hago una pregunta capciosa. Doy por hecho que debe decirles algo de tipo «signitivo» un contenido perfectamente precisable y definible. Lo adecuado sería invitarles a indicar «qué mundo encarna dicha Aria». Su respuesta podría ser afín a ésta: «Funda un espacio lúdico confiado, reposado, nostálgico, merced a su ritmo regular y plácido, a la serenidad de sus modulaciones, a su uniforme color orquestal...». Si oímos seguidamente la Gavota de la misma Suite, nos vemos transportados a un campo de juego exuberante, abierto, alegre y vivaz. El color de las trompetas, la viveza saltarina del ritmo, los saltos de la melodía, la discreción en la forma de modular (de tónica a dominante, y viceversa) crean un ámbito expresivo cascabelero y sereno, a la par. Este análisis podemos aquilatarlo más, y mostrar los recursos que moviliza Bach para lograr el espacio expresivo del Aria. Comienza con un fa # agudo, que se prolonga durante todo un compás, en tempo lento. Podría pensarse que esta nota sostenida, al comienzo mismo de la pieza, se queda descolgada y falta de vitalidad. Todo lo contrario. Adquiere desde el primer momento una gran viveza por el hecho de ir acompañada de los violonchelos, que parecen alejarse de ella dando saltos de octava, tan queridos por Bach. Ese alejamiento lento y enérgico da al fa # un impulso ascendente. La melodía parece querer elevarse hacia lo alto, sobre todo cuando pasa de ser la tercera del acorde básico de re mayor (re, fa #) a ser la quinta (si, re, fa #). Pero, al comienzo del segundo compás, se convierte en una nota disonante respecto al sol que suena en el bajo. Es una séptima mayor en el acorde de sol, si, re, fa #. Con ello adquiere una posición todavía más fuerte, que nos lleva a practicar un ligero «crescendo» al comienzo del segundo compás para indicar el incremento de la impresión de poderío que nos da esa nota prolongada –el fa # del que comenzó colgada la pieza, por así decir–. El crescendo debe hacerse más bien con la intención que con el aumento del volumen, porque el cambio armónico ya produce, de hecho, una sensación de mayor intensidad expresiva. Esa disonancia la resuelve Bach sustituyendo el fa # por un mi, pero, al hacerlo, cambia el sol del bajo por un sol #, con lo cual modula a tonalidad de «la mayor». La melodía cae hacia el do #, que es la tercera del acorde básico, y cuando reposa en la tónica (la), modula de nuevo en el bajo, cambiando el sol sostenido por el sol. Vemos cómo el discurso musical no reposa nunca, va siempre hacia delante y a más. Justo cuando, al comienzo del tercer compás, se ha incrementado bastante la energía interior del proceso melódico, Bach acompaña la melodía principal con otra melodía a cargo de los violines segundos, que enriquece el espacio sonoro e incrementa la expresividad de la melodía inicial. Esa energía interior del discurso musical no decrece en ningún momento, porque la melodía se detiene a veces en la quinta o en la tercera, y, cuando intenta reposar en la tónica, la armonía se cambia y prosigue el impulso melódico. Sólo cuando la melodía alcanza la nota fundamental del acorde, la melodía concluye. Pero tampoco se trata de una conclusión definitiva, porque no se aquieta en la tónica sino en el acorde de la dominante –la, mi, do #, la-. Ello invita a la obra a proseguir su camino en una segunda parte. Bach deja aquí patente que melodía y armonía se potencian, a menudo, mutuamente (1). No podemos concebir a solas la melodía fundamental de esta pieza. Su energía interna y su expresividad dependen de la armonía en todo momento. La melodía se despliega siempre en función de la armonía y viceversa, sin más cambios o modulaciones que los necesarios para dotar a la melodía de la tensión interior suficiente para proseguir la marcha de forma serena. De ahí la impresión de equilibrio, mesura y paz que produce esta joya artística. El lenguaje poético expresa ámbitos de vida Se afirma, con frecuencia, que donde terminan las palabras empieza la música, porque ésta expresa lo inefable, lo que no cabe decir con palabras. Esto es cierto si nos referimos al lenguaje prosaico, pero no lo es si aludimos al lenguaje poético. El primero expresa contenidos y desaparece. No reparamos en él incluso cuando se nos está comunicando algo, por ejemplo la puerta de acceso a un avión. El segundo, el lenguaje poético, no sólo transmite contenidos sino que da cuerpo expresivo a ciertos ámbitos. Método tercero
“La música es, en cierta medida, la patria del alma”
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Editado por
Alfonso López Quintás
Alfonso López Quintás realizó estudios de filología, filosofía y música en Salamanca, Madrid, Múnich y Viena. Es doctor en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y catedrático emérito de filosofía de dicho centro; miembro de número de la Real Academia Española de Ciencias Morales y Políticas –desde 1986-, de L´Académie Internationale de l´art (Suiza) y la International Society of Philosophie (Armenia); cofundador del Seminario Xavier Zubiri (Madrid); desde 1970 a 1975, profesor extraordinario de Filosofía en la Universidad Comillas (Madrid). De 1983 a 1993 fue miembro del Comité Director de la FISP (Fédération Internationale des Societés de Philosophie), organizadora de los congresos mundiales de Filosofía. Impartió numerosos cursos y conferencias en centros culturales de España, Francia, Italia, Portugal, México, Argentina, Brasil, Perú, Chile y Puerto Rico. Ha difundido en el mundo hispánico la obra de su maestro Romano Guardini, a través de cuatro obras y numerosos estudios críticos. Es promotor del proyecto formativo internacional Escuela de Pensamiento y Creatividad (Madrid), orientado a convertir la literatura y el arte –sobre todo la música- en una fuente de formación humana; destacar la grandeza de la vida ética bien orientada; convertir a los profesores en formadores; preparar auténticos líderes culturales; liberar a las mentes de las falacias de la manipulación. Para difundir este método formativo, 1) se fundó en la universidad Anáhuac (México) la “Cátedra de creatividad y valores Alfonso López Quintás”, y, en la universidad de Sao Paulo (Brasil), el “Núcleo de pensamento e criatividade”; se organizaron centros de difusión y grupos de trabajo en España e Iberoamérica, y se están impartiendo –desde 2006- tres cursos on line que otorgan el título de “Experto universitario en creatividad y valores”.
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