Aunque todavía no vemos el Sol sabemos que ya se acerca al horizonte y que esta larga y oscura noche va a llegar a su fin dentro de poco. Así, en estas dos primeras semanas de julio la naturaleza nos está regalando unos maravillosos resplandores que anuncian el próximo amanecer que esperemos que nos traiga la liberación.
Y aunque pueda parecer increíble, como lo es casi todo lo que se relaciona con las regiones polares, hace unos días tuvimos, nada menos, que diez horas de crepúsculo. Pero sobre todo, durante la mayor parte de ese tiempo, el cielo estuvo teñido de un espectacular color rosado. Fue algo inolvidable.
Supongo que en mis crónicas anteriores no he comentado nada de mi familia. No sé si este es el momento más apropiado para hacerlo, pero llevo tanto tiempo contándoles lo que ocurre en este barco y lo que pasa en mi alma, que ya les considero unos viejos amigos ante los que no me avergüenzo de abrirles el corazón.
Recuerdos de familia
Una de las cosas que aprendí de mi madre es el placer por la contemplación de la naturaleza. Desde hace ya bastante tiempo sus manos tiemblan, pero cuando todavía tenía un pulso firme dedicaba muchas horas a pintar. Y puesto que vivíamos en las proximidades de la cordillera de los Andes, teníamos el privilegio de contemplar unos atardeceres de ensueño.
Desde pequeño la recuerdo preparando el caballete, sus pinturas y pinceles cuando se aproximaba el atardecer. “Hay que estar preparado para captar la belleza de este momento efímero” solía decirme.
A veces, el Sol se escondía a hurtadillas, como cansado de un día anodino. Entonces, suspiraba y comenzaba a recoger todo el equipo. Si yo estaba por ahí trataba de ocultar su decepción y me recordaba que “en la vida no todo sale como uno quiere”. La verdad es que esa frase me ha ayudado a superar muchos momentos amargos.
Pero otros días, el cielo se encendía en toda la gama de rojos que cubrían el horizonte. Ante nuestros ojos veíamos transformarse los colores pasando por una gama de matices que parecía no tener fin.
En aquellos momentos sus pinceles producían mezclas que trataban de reproducir los colores que veíamos. Pero no era posible, antes de que el lienzo hubiera copiado la tonalidad que se extendía por el cielo, una nueva coloración se ofrecía a nuestros ojos dejando obsoleta la mezcla de pinturas tan arduamente preparada.
Entonces, con una sonrisa de impotencia comenzaba una nueva mezcla, aun a sabiendas que tampoco tendría tiempo para llegar a plasmarla en el lienzo. Y así una y otra vez.
Curiosamente, cuando las sombras de la noche ya pugnaban por ocultarlo todo, su pincel buscaba y rebuscaba entre aquellos volcanes de colores que ocupaban su paleta para dar vida a un atardecer nuevo y permanente que parecía contener la esencia de todos las coloraciones que habían contemplado sus pupilas.
Qué no hubiese dado mi madre por estar aquí, en este mundo helado, donde ese vertiginoso proceso de cambio de color se ha desacelerado y poder capturar, sin prisas ni frustraciones, las sutiles tonalidades que parecen congeladas en el horizonte que rodea al Endurance.
Pero sobre todo, qué no hubiera dado por tener delante de sus ojos esa coloración rosada que, como me comentó Shackleton, es propia de las regiones polares.
Tengo que reconocer que yo nunca, y les puedo asegurar por las circunstancias que antes les he comentado que he visto muchos atardeceres, había visto hasta que no he estado en la Antártida ese color rosáceo.
Cuando lo vi por primera vez, una emoción especial recorrió todo mi cuerpo. Podría parecer que tendría que ser al revés, que un color determinado me trajese recuerdos de aquellos primeros años de mi vida. Pero no fue así, tuvo que ser aquel color esquivo el que me hiciese recordar aquellos momentos felices de mi niñez en los que mi mundo no podía estar más limitado.
Estos días, esta prisión de hielos que rodea al Endurance y que, tantas veces me oprime el corazón, se ha aligerado y me ha hecho volar en el espacio y en el tiempo. Sólo por ver este cielo una vez, aunque sólo sea una vez, vale la pena afrontar todas las penalidades de una expedición polar.
Y aunque pueda parecer increíble, como lo es casi todo lo que se relaciona con las regiones polares, hace unos días tuvimos, nada menos, que diez horas de crepúsculo. Pero sobre todo, durante la mayor parte de ese tiempo, el cielo estuvo teñido de un espectacular color rosado. Fue algo inolvidable.
Supongo que en mis crónicas anteriores no he comentado nada de mi familia. No sé si este es el momento más apropiado para hacerlo, pero llevo tanto tiempo contándoles lo que ocurre en este barco y lo que pasa en mi alma, que ya les considero unos viejos amigos ante los que no me avergüenzo de abrirles el corazón.
Recuerdos de familia
Una de las cosas que aprendí de mi madre es el placer por la contemplación de la naturaleza. Desde hace ya bastante tiempo sus manos tiemblan, pero cuando todavía tenía un pulso firme dedicaba muchas horas a pintar. Y puesto que vivíamos en las proximidades de la cordillera de los Andes, teníamos el privilegio de contemplar unos atardeceres de ensueño.
Desde pequeño la recuerdo preparando el caballete, sus pinturas y pinceles cuando se aproximaba el atardecer. “Hay que estar preparado para captar la belleza de este momento efímero” solía decirme.
A veces, el Sol se escondía a hurtadillas, como cansado de un día anodino. Entonces, suspiraba y comenzaba a recoger todo el equipo. Si yo estaba por ahí trataba de ocultar su decepción y me recordaba que “en la vida no todo sale como uno quiere”. La verdad es que esa frase me ha ayudado a superar muchos momentos amargos.
Pero otros días, el cielo se encendía en toda la gama de rojos que cubrían el horizonte. Ante nuestros ojos veíamos transformarse los colores pasando por una gama de matices que parecía no tener fin.
En aquellos momentos sus pinceles producían mezclas que trataban de reproducir los colores que veíamos. Pero no era posible, antes de que el lienzo hubiera copiado la tonalidad que se extendía por el cielo, una nueva coloración se ofrecía a nuestros ojos dejando obsoleta la mezcla de pinturas tan arduamente preparada.
Entonces, con una sonrisa de impotencia comenzaba una nueva mezcla, aun a sabiendas que tampoco tendría tiempo para llegar a plasmarla en el lienzo. Y así una y otra vez.
Curiosamente, cuando las sombras de la noche ya pugnaban por ocultarlo todo, su pincel buscaba y rebuscaba entre aquellos volcanes de colores que ocupaban su paleta para dar vida a un atardecer nuevo y permanente que parecía contener la esencia de todos las coloraciones que habían contemplado sus pupilas.
Qué no hubiese dado mi madre por estar aquí, en este mundo helado, donde ese vertiginoso proceso de cambio de color se ha desacelerado y poder capturar, sin prisas ni frustraciones, las sutiles tonalidades que parecen congeladas en el horizonte que rodea al Endurance.
Pero sobre todo, qué no hubiera dado por tener delante de sus ojos esa coloración rosada que, como me comentó Shackleton, es propia de las regiones polares.
Tengo que reconocer que yo nunca, y les puedo asegurar por las circunstancias que antes les he comentado que he visto muchos atardeceres, había visto hasta que no he estado en la Antártida ese color rosáceo.
Cuando lo vi por primera vez, una emoción especial recorrió todo mi cuerpo. Podría parecer que tendría que ser al revés, que un color determinado me trajese recuerdos de aquellos primeros años de mi vida. Pero no fue así, tuvo que ser aquel color esquivo el que me hiciese recordar aquellos momentos felices de mi niñez en los que mi mundo no podía estar más limitado.
Estos días, esta prisión de hielos que rodea al Endurance y que, tantas veces me oprime el corazón, se ha aligerado y me ha hecho volar en el espacio y en el tiempo. Sólo por ver este cielo una vez, aunque sólo sea una vez, vale la pena afrontar todas las penalidades de una expedición polar.