Esta es una de los perros todavía en cubierta
El 14 de julio de 1914, llegaron a Londres 99 perros procedentes de Manitoba, en Canadá. Todos eran grandes y robustos, escogidos por su resistencia y fuerza. Su peso rondaba los 50 kilogramos. De estos, se eligieron los 69 que estaban en mejor estado para la expedición, aunque durante la navegación hasta Buenos Aires uno murió.
En principio Shackleton había seleccionado para cuidarlos a un militar experto en perros, pero con el estallido de la Guerra en Europa tuvo que incorporarse a su regimiento. Entonces recurrió a un viejo amigo suyo, también experto en perros, que, pesé a haber recibido del Rey el título de Caballero, se enroló como un simple marinero. Pero también éste tuvo que abandonar la expedición por asuntos relacionados con la Guerra.
En cualquier caso, durante semanas y semanas no tuvimos ninguna preocupación con los perros. Su aspecto era saludable, y aquello era una garantía de que podríamos contar con ellos para tirar con energía de los trineos cuando llegase la ocasión.
La guadaña no descansa
Sin embargo, una vez que salimos de Georgia del Sur comenzaron los problemas. Primero uno, luego otro y más tarde otro más, empezaron a perder peso, vigor hasta que morían. Nuestros médicos se sentían impotentes para contener lo que parecía una lenta epidemia que amenazaba con terminar con todos ellos.
En los cuatro primeros meses ya habíamos perdido más de una docena. Y en el mes de abril perdimos otros cuatro perros más.
Cada vez que uno moría los médicos le practicaban la autopsia. Una tras otra confirmaban la presencia de unos parásitos alojados en el estómago e intestinos que, evidentemente, eran la causa de su muerte. Pero el saber la razón no contribuyó a tratar de evitar la enfermedad, dado que no teníamos remedio contra estos parásitos.
Shackleton me explicó un día porqué no disponíamos del tipo de medicinas apropiados. Al parecer, con las prisas de los momentos previos al embarque, y puesto que cada uno estaba preocupado por los temas de su competencia, nadie reparó en comprar polvos antiparasitarios para los perros. Por lo que ahora no podíamos hacer más que dejar que la epidemia siguiese su curso y que la naturaleza, por sí misma, consiguiese detener la epidemia.
Cuando escribo estas líneas todavía contamos con 50 perros adultos y 8 cachorros. Desde hace un par de semanas no se ha producido un nuevo brote, por lo que empezamos a abrigar la esperanza de que esta pesadilla haya pasado. Ojalá que así sea.
En principio Shackleton había seleccionado para cuidarlos a un militar experto en perros, pero con el estallido de la Guerra en Europa tuvo que incorporarse a su regimiento. Entonces recurrió a un viejo amigo suyo, también experto en perros, que, pesé a haber recibido del Rey el título de Caballero, se enroló como un simple marinero. Pero también éste tuvo que abandonar la expedición por asuntos relacionados con la Guerra.
En cualquier caso, durante semanas y semanas no tuvimos ninguna preocupación con los perros. Su aspecto era saludable, y aquello era una garantía de que podríamos contar con ellos para tirar con energía de los trineos cuando llegase la ocasión.
La guadaña no descansa
Sin embargo, una vez que salimos de Georgia del Sur comenzaron los problemas. Primero uno, luego otro y más tarde otro más, empezaron a perder peso, vigor hasta que morían. Nuestros médicos se sentían impotentes para contener lo que parecía una lenta epidemia que amenazaba con terminar con todos ellos.
En los cuatro primeros meses ya habíamos perdido más de una docena. Y en el mes de abril perdimos otros cuatro perros más.
Cada vez que uno moría los médicos le practicaban la autopsia. Una tras otra confirmaban la presencia de unos parásitos alojados en el estómago e intestinos que, evidentemente, eran la causa de su muerte. Pero el saber la razón no contribuyó a tratar de evitar la enfermedad, dado que no teníamos remedio contra estos parásitos.
Shackleton me explicó un día porqué no disponíamos del tipo de medicinas apropiados. Al parecer, con las prisas de los momentos previos al embarque, y puesto que cada uno estaba preocupado por los temas de su competencia, nadie reparó en comprar polvos antiparasitarios para los perros. Por lo que ahora no podíamos hacer más que dejar que la epidemia siguiese su curso y que la naturaleza, por sí misma, consiguiese detener la epidemia.
Cuando escribo estas líneas todavía contamos con 50 perros adultos y 8 cachorros. Desde hace un par de semanas no se ha producido un nuevo brote, por lo que empezamos a abrigar la esperanza de que esta pesadilla haya pasado. Ojalá que así sea.