La antena se sujetó a la parte más alta de los mástiles
Nos encontramos a 3.000 kilómetros de las islas Malvinas, donde está instalado el emisor que todos los primeros días de mes nos va a enviar señales de radio, en código Morse, con información sobre el pronostico meteorológico, la situación del hielo y –como les decía en mi última crónica- referencias para ajustar nuestros cronómetros.
Puesto que la distancia es tan grande, Shackleton ordenó a Hudson, el oficial de derrota, que junto con uno de los científicos, James, se las ingeniaran para aumentar la capacidad de recepción del equipo. Para ello añadieron más de 55 metros de alambre a la antena, lo colgaron de los mástiles y soldaron todas las conexiones para disminuir los ruidos y mejorar la recepción.
Cuando llegó la noche un pequeño grupo de hombres nos reunimos alrededor del aparato receptor, que se había instalado en la cámara de oficiales. Cuando se hicieron las 3:20 am, hora en que se había establecido que realizarían las emisiones, todos guardaron un silencio sepulcral. Pero lo único que se escuchó fueron los chasquidos eléctricos producidos por las interferencias atmosféricas.
Y allí seguimos durante varias horas sin que se pudiese escuchar nada audible, hasta que nuestras cabezas parecían a punto de estallar por aquellos ruidos infernales que salían del radiotelégrafo.
Podría pensarse que el no lograr conectarse con el exterior iba a contribuir al desaliento de la tripulación, pero no fue así. Todos ellos, acostumbrados a surcar los mares durante meses sin poder comunicarse con tierra, no confiaban en absoluto en aquel invento moderno que, como comentaban algunos, de poco le había servido al Titanic. Por lo que recibieron la noticia simplemente como una confirmación de algo que ellos ya sabían que iba a suceder.
Puesto que la distancia es tan grande, Shackleton ordenó a Hudson, el oficial de derrota, que junto con uno de los científicos, James, se las ingeniaran para aumentar la capacidad de recepción del equipo. Para ello añadieron más de 55 metros de alambre a la antena, lo colgaron de los mástiles y soldaron todas las conexiones para disminuir los ruidos y mejorar la recepción.
Cuando llegó la noche un pequeño grupo de hombres nos reunimos alrededor del aparato receptor, que se había instalado en la cámara de oficiales. Cuando se hicieron las 3:20 am, hora en que se había establecido que realizarían las emisiones, todos guardaron un silencio sepulcral. Pero lo único que se escuchó fueron los chasquidos eléctricos producidos por las interferencias atmosféricas.
Y allí seguimos durante varias horas sin que se pudiese escuchar nada audible, hasta que nuestras cabezas parecían a punto de estallar por aquellos ruidos infernales que salían del radiotelégrafo.
Podría pensarse que el no lograr conectarse con el exterior iba a contribuir al desaliento de la tripulación, pero no fue así. Todos ellos, acostumbrados a surcar los mares durante meses sin poder comunicarse con tierra, no confiaban en absoluto en aquel invento moderno que, como comentaban algunos, de poco le había servido al Titanic. Por lo que recibieron la noticia simplemente como una confirmación de algo que ellos ya sabían que iba a suceder.