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Blog de Tendencias21 sobre los problemas del mundo actual a través de los libros
Jorge Dezcallar: Valió la pena: Una vida entre diplomáticos y espías. Barcelona: Península, 2015, 3ª edición (480 páginas).
A medio camino entre la reflexión política y las memorias, el texto de Jorge Dezcallar es un testimonio de primera mano sobre la evolución de la política exterior española desde la transición democrática.
Ejemplo gráfico de los cambios experimentados por España desde entonces se recoge en la siguiente cita: “Cuando entré en la carrera diplomática exportábamos naranjas, y en este almuerzo, Obama, el hombre más poderoso del mundo, nos preguntaba por los trenes de alta velocidad y por nuestra política para fomentar las energías renovables…”.
Distendido, ameno y ligero son los adjetivos que acompañan, respectivamente, al tono, lenguaje y ritmo de estas memorias. Lejos de seguir un estricto orden cronológico, el autor se adentra por un itinerario más centrado en etapas profesionales o experiencias concretas de su carrera diplomática y, también, al frente de los servicios de inteligencia.
En esta línea, durante su período como director general de Política Exterior para África y Medio Oriente en el Ministerio de Asuntos Exteriores, cabe destacar la preparación, a contrarreloj, con apenas unos diez días de antelación, de la Conferencia de Paz de Madrid, en 1991. En contraposición a la entonces propagada capacidad de improvisación asociada a España, Jorge Dezcallar resalta que, detrás de esta maratoniana contrarreloj, hubo un importante e intenso trabajo.
Previamente, en esta misma Dirección General también había asumido la preparación del establecimiento de relaciones diplomáticas entre España e Israel, en enero de 1986. En su opinión, además de poner fin a una anomalía en el carácter universal de las relaciones diplomáticas, esa nueva condición situó a España como un interlocutor respetado por todas las partes en el conflicto. Sobre este particular llama la atención acerca de la posición europea, entonces más unida que en la actualidad; y lamenta que un cuarto de siglo después “la paz en Palestina sigue tan lejos como siempre”.
Su paso por la embajada española en Rabat, considerada como la más sensible, es objeto también de una importante reflexión. Identifica las siempre complejas relaciones bilaterales entre España y Marruecos con dientes de sierra, por sus constantes altibajos debido a las sensibilidades, pasiones e intereses contrapuestos en numerosos temas: Ceuta y Melilla, conflicto del Sáhara Occidental, delimitación de las aguas en el Mediterráneo y en el Atlántico, narcotráfico, seguridad jurídica de las inversiones, corrupción e inmigración.
En esta misma dinámica, dedica también algunas reflexiones a las relaciones bilaterales de España con el Vaticano y con Washington, sus dos últimos destinos como embajador; y en momentos igualmente delicados.
Además de reseñar la sofisticada diplomacia vaticana, Dezcallar refiere las fricciones surgidas entre el gobierno de Zapatero y el Vaticano a propósito del matrimonio entre personas del mismo sexo, acortamiento en los plazos para el aborto, enseñanza de la religión en la escuela, financiación de la Iglesia e investigación con células madre.
Su destino en Washington coincidió con el relevo de Bush por Obama en la Casa Blanca. Su principal cometido como embajador era recomponer las deterioradas relaciones bilaterales. A este reto se sumaron otras dificultades derivadas principalmente de la crisis que, en particular, afectó a la imagen de España en Estados Unidos. Y recuerda que los limitados recursos de la embajada española dificultaban abordar un país tan inmenso e importante; además de señalar otros problemas de coordinación interministerial y del gobierno central con su embajada.
Un paréntesis en su carrera diplomática fue la dirección de los servicios de inteligencia (2001-2004), entonces denominados como Centro Superior de Información de la Defensa (CESID) y luego renombrados como Centro Nacional de Inteligencia (CNI).
Su objetivo o encargo era “civilizar, modernizar y democratizar” unos servicios algo afectados en su imagen por los escándalos de las escuchas ilegales y el caso Perote. Con ese cometido, se situaba a un civil al frente de los mismos, con gran aceptación por todo el arco parlamentario, desde el gobernante Partido Popular hasta Izquierda Unida; y se ajustaban dichos servicios al Estado de derecho y a los controles habituales (político, jurídico, económico y parlamentario) en los países de su entorno.
Durante el periodo que estuvo al cargo del CNI se produjeron los atentados del 11-S, la intervención de Estados Unidos en Iraq y el mayor atentado en la historia de España, el 11-M. Sin olvidar el golpe que sufrió el CNI con la muerte de sus agentes en Iraq, y a los que dedica Dezcallar las palabras más emotivas de toda su obra; y por extensión, también, a la entereza y abnegación de sus familiares.
En estos capítulos, “Me faltó tiempo” (en alusión a la pendiente agenda de reformas y, en particular, a propiciar una mayor coordinación en la lucha contra el terrorismo) y “Madrugada sangrienta”, el autor desvela la creciente discrepancia entre el CNI y el entonces presidente del Gobierno, Aznar, respecto al fenómeno terrorista y a la guerra de Iraq.
Frente a la visión militarista de la administración neoconservadora estadounidense, de la que participaba Aznar, rodeado de acólitos que le hicieron un “flaco favor”, el CNI no avalaba la tesis de la posesión de armas de destrucción masiva en Iraq. Simplemente ni reconocía su existencia ni tampoco la descartaba; además de subrayar que la intervención militar carecía de soporte jurídico.
Estas discrepancias aumentaron hasta desembocar en el desencuentro ante los atentados del 11-M. Si bien, en un principio, todas las líneas de investigación —incluida la del CNI—apuntaban hacia la autoría de ETA, a medida que pasaban las horas la pista que cobraba mayor credibilidad era la de un atentado yihadista.
Sin embargo, pese a las crecientes evidencias, el gobierno se empeñó en mantener las dudas “más allá de lo razonable” y ninguneó al CNI. Su director sólo fue convocado cinco días después de los atentados.
Todo parece indicar que el perfil de Jorge Dezcallar, un alto funcionario del Estado, con una clara vocación de servicio, con lealtad al gobierno de turno, pero por encima de las rivalidades y divisiones partidistas, no encajaba bien en algunos intentos frustrados de manipulación. Su condición independiente, sin lealtades acríticas, implicó un coste ineludible.
Por último, merece destacar dos importantes reflexiones que deja señaladas el autor. Una, apunta a que “la sociedad está más preparada que algunos políticos para tener un centro de inteligencia independiente”. Tema, éste, de máxima relevancia en una época en que en nombre de la seguridad se erosionan importantes derechos y libertades. Sin ignorar el creciente control que permite la tecnología.
Y otra, señala cómo los intensos cambios que se están registrando en las relaciones internacionales afectan, inexorablemente, a la práctica y profesión diplomática. En particular, en un mundo en constante transformación se requiere de nuevas capacidades y habilidades (en concreto, apuntalar el perfil económico de la diplomacia y los diplomáticos); además de repensar la diplomacia tras la revolución tecnológica de la información y la comunicación, que ha dejado algo obsoleta o trastocada algunas de sus funciones más tradicionales.
A medio camino entre la reflexión política y las memorias, el texto de Jorge Dezcallar es un testimonio de primera mano sobre la evolución de la política exterior española desde la transición democrática.
Ejemplo gráfico de los cambios experimentados por España desde entonces se recoge en la siguiente cita: “Cuando entré en la carrera diplomática exportábamos naranjas, y en este almuerzo, Obama, el hombre más poderoso del mundo, nos preguntaba por los trenes de alta velocidad y por nuestra política para fomentar las energías renovables…”.
Distendido, ameno y ligero son los adjetivos que acompañan, respectivamente, al tono, lenguaje y ritmo de estas memorias. Lejos de seguir un estricto orden cronológico, el autor se adentra por un itinerario más centrado en etapas profesionales o experiencias concretas de su carrera diplomática y, también, al frente de los servicios de inteligencia.
En esta línea, durante su período como director general de Política Exterior para África y Medio Oriente en el Ministerio de Asuntos Exteriores, cabe destacar la preparación, a contrarreloj, con apenas unos diez días de antelación, de la Conferencia de Paz de Madrid, en 1991. En contraposición a la entonces propagada capacidad de improvisación asociada a España, Jorge Dezcallar resalta que, detrás de esta maratoniana contrarreloj, hubo un importante e intenso trabajo.
Previamente, en esta misma Dirección General también había asumido la preparación del establecimiento de relaciones diplomáticas entre España e Israel, en enero de 1986. En su opinión, además de poner fin a una anomalía en el carácter universal de las relaciones diplomáticas, esa nueva condición situó a España como un interlocutor respetado por todas las partes en el conflicto. Sobre este particular llama la atención acerca de la posición europea, entonces más unida que en la actualidad; y lamenta que un cuarto de siglo después “la paz en Palestina sigue tan lejos como siempre”.
Su paso por la embajada española en Rabat, considerada como la más sensible, es objeto también de una importante reflexión. Identifica las siempre complejas relaciones bilaterales entre España y Marruecos con dientes de sierra, por sus constantes altibajos debido a las sensibilidades, pasiones e intereses contrapuestos en numerosos temas: Ceuta y Melilla, conflicto del Sáhara Occidental, delimitación de las aguas en el Mediterráneo y en el Atlántico, narcotráfico, seguridad jurídica de las inversiones, corrupción e inmigración.
En esta misma dinámica, dedica también algunas reflexiones a las relaciones bilaterales de España con el Vaticano y con Washington, sus dos últimos destinos como embajador; y en momentos igualmente delicados.
Además de reseñar la sofisticada diplomacia vaticana, Dezcallar refiere las fricciones surgidas entre el gobierno de Zapatero y el Vaticano a propósito del matrimonio entre personas del mismo sexo, acortamiento en los plazos para el aborto, enseñanza de la religión en la escuela, financiación de la Iglesia e investigación con células madre.
Su destino en Washington coincidió con el relevo de Bush por Obama en la Casa Blanca. Su principal cometido como embajador era recomponer las deterioradas relaciones bilaterales. A este reto se sumaron otras dificultades derivadas principalmente de la crisis que, en particular, afectó a la imagen de España en Estados Unidos. Y recuerda que los limitados recursos de la embajada española dificultaban abordar un país tan inmenso e importante; además de señalar otros problemas de coordinación interministerial y del gobierno central con su embajada.
Un paréntesis en su carrera diplomática fue la dirección de los servicios de inteligencia (2001-2004), entonces denominados como Centro Superior de Información de la Defensa (CESID) y luego renombrados como Centro Nacional de Inteligencia (CNI).
Su objetivo o encargo era “civilizar, modernizar y democratizar” unos servicios algo afectados en su imagen por los escándalos de las escuchas ilegales y el caso Perote. Con ese cometido, se situaba a un civil al frente de los mismos, con gran aceptación por todo el arco parlamentario, desde el gobernante Partido Popular hasta Izquierda Unida; y se ajustaban dichos servicios al Estado de derecho y a los controles habituales (político, jurídico, económico y parlamentario) en los países de su entorno.
Durante el periodo que estuvo al cargo del CNI se produjeron los atentados del 11-S, la intervención de Estados Unidos en Iraq y el mayor atentado en la historia de España, el 11-M. Sin olvidar el golpe que sufrió el CNI con la muerte de sus agentes en Iraq, y a los que dedica Dezcallar las palabras más emotivas de toda su obra; y por extensión, también, a la entereza y abnegación de sus familiares.
En estos capítulos, “Me faltó tiempo” (en alusión a la pendiente agenda de reformas y, en particular, a propiciar una mayor coordinación en la lucha contra el terrorismo) y “Madrugada sangrienta”, el autor desvela la creciente discrepancia entre el CNI y el entonces presidente del Gobierno, Aznar, respecto al fenómeno terrorista y a la guerra de Iraq.
Frente a la visión militarista de la administración neoconservadora estadounidense, de la que participaba Aznar, rodeado de acólitos que le hicieron un “flaco favor”, el CNI no avalaba la tesis de la posesión de armas de destrucción masiva en Iraq. Simplemente ni reconocía su existencia ni tampoco la descartaba; además de subrayar que la intervención militar carecía de soporte jurídico.
Estas discrepancias aumentaron hasta desembocar en el desencuentro ante los atentados del 11-M. Si bien, en un principio, todas las líneas de investigación —incluida la del CNI—apuntaban hacia la autoría de ETA, a medida que pasaban las horas la pista que cobraba mayor credibilidad era la de un atentado yihadista.
Sin embargo, pese a las crecientes evidencias, el gobierno se empeñó en mantener las dudas “más allá de lo razonable” y ninguneó al CNI. Su director sólo fue convocado cinco días después de los atentados.
Todo parece indicar que el perfil de Jorge Dezcallar, un alto funcionario del Estado, con una clara vocación de servicio, con lealtad al gobierno de turno, pero por encima de las rivalidades y divisiones partidistas, no encajaba bien en algunos intentos frustrados de manipulación. Su condición independiente, sin lealtades acríticas, implicó un coste ineludible.
Por último, merece destacar dos importantes reflexiones que deja señaladas el autor. Una, apunta a que “la sociedad está más preparada que algunos políticos para tener un centro de inteligencia independiente”. Tema, éste, de máxima relevancia en una época en que en nombre de la seguridad se erosionan importantes derechos y libertades. Sin ignorar el creciente control que permite la tecnología.
Y otra, señala cómo los intensos cambios que se están registrando en las relaciones internacionales afectan, inexorablemente, a la práctica y profesión diplomática. En particular, en un mundo en constante transformación se requiere de nuevas capacidades y habilidades (en concreto, apuntalar el perfil económico de la diplomacia y los diplomáticos); además de repensar la diplomacia tras la revolución tecnológica de la información y la comunicación, que ha dejado algo obsoleta o trastocada algunas de sus funciones más tradicionales.
Ahron Bregman: La ocupación. Israel y los territorios palestinos ocupados. Barcelona: Crítica, 2014 (488 páginas). Traducción de Luis Noriega.
A punto de cumplir cinco décadas en junio de 2017, nada indica que la ocupación israelí de los territorios palestinos vaya a concluir a corto o medio plazo. Por el contrario, todos los indicadores señalan que se prolongará indefinidamente.
Así se desprende de la falta de voluntad política de los sucesivos gobiernos israelíes para poner fin a la ocupación. De hecho, el actual gobierno, integrado por figuras como Netanyahu, Bennett y Liberman, entre otros, han manifestado repetidamente su frontal oposición a la retirada de los territorios palestinos y, más aún, a la formación de un Estado palestino.
En esa dirección, la política israelí de ocupación ha venido incrementando su escalada colonizadora de los territorios ocupados, que busca hacer irreversible la ocupación e imposibilitar —material, económica y políticamente— el establecimiento del Estado palestino.
En este mismo nivel de análisis, la parte palestina, débil y, peor aún, extenuada por sus continuas divisiones internas, carente de una estrategia unificada y de un liderazgo legitimado y con amplio respaldo popular, muestra una evidente incapacidad para revertir los hechos consumados de la ocupación.
En el ámbito regional las cosas no pueden estar peor. La situación generalizada de crisis, inestabilidad y conflictos ha desplazado el centro de atención y alterado las prioridades regionales; además de dejar fuera de juego a algunos importantes actores estatales, como Siria, en esta prolongada controversia.
Resta, por último, el espacio internacional, en donde, pese a algunas iniciativas como la reciente cumbre de París, sin una efectiva implicación estadounidense que logre presionar e incentivar a Israel en la dirección correcta, difícilmente se logrará avanzar hacia la resolución del conflicto.
Ante esta tesitura, no debe extrañar, por tanto, que sea la sociedad internacional el objeto principal de atención de algunas iniciativas, incluidas las palestinas: desde la solicitud de ingreso de Palestina como Estado miembro de pleno derecho en la ONU hasta la llamada a secundar la campaña del BDS (Boicot, Desinversiones y Sanciones) a la política de apartheid israelí.
El texto de Ahron Bregman, antiguo oficial del ejército israelí, con acceso a algunas fuentes secretas y confidenciales, es una excelente ilustración de la trayectoria seguida por la ocupación. No sólo se centra en los territorios palestinos ocupados de Cisjordania, Jerusalén Este y la franja de Gaza, sino que también hace un recorrido por su impacto en las alturas sirias del Golán y en la península del Sinaí (hasta su devolución a Egipto).
Considera que la ocupación israelí se asienta en tres pilares fundamentales: la fuerza militar destinada a subyugar a los ocupados; una enmarañada red de leyes y regulaciones burocráticas para controlar la población, el territorio y sus recursos naturales; y la construcción de realidades físicas sobre el terreno, desde la expropiación de tierras hasta la construcción de asentamientos de colonos.
En la organización temporal de la ocupación, Bregman distingue tres grandes etapas. Una, la primera década (1967-1977), de gobiernos laboristas, que apostaron por mantener el indefinido y ambiguo statu quo, de preservar los territorios para quedarse con algunos y, presuntamente, utilizar otros como moneda de cambio ante futuros acuerdos.
Dos, la segunda década (1977-1987), enmarcada por el ascenso al gobierno del Likud, liderado entonces por Menahem Beguin, y el estallido de la primera Intifada a finales de 1987, que acabó con la deliberada ambigüedad de los laboristas durante la década anterior y, en su lugar, puso de manifestó la voluntad de retener los territorios palestinos mediante su creciente colonización y anexión de facto.
La última fase, tres, agrupa la tercera y cuarta décadas (1987-2007), que recoge el tortuoso y frustrado proceso de paz; además de la estrategia unilateralista israelí (desvinculación de Gaza, construcción del muro de separación y prolongación del statu quo de la ocupación), destinada a evitar futuros acuerdos y compromisos y, en suma, a paralizar el proceso político. Esto es, impedir la creación de un Estado palestino, como afirmaba Dov Weisglass, mano derecha de Sharon.
Aunque Ahron Bregman sólo aborda este largo periodo, desde 1967 a 2007, deja claramente esbozado el itinerario de la quinta década. Su balance no puede ser más elocuente al calificar la ocupación israelí como una de las más brutales y crueles de la historia. En palabras y conclusión del autor:
“Pues mientras otros colonialistas, como los británicos en la India, entre otros, aprendieron el valor de ganarse el aprecio de las élites locales construyendo escuelas, universidades y otros servicios públicos para los colonizados, Israel nunca ha pensado que tenga el deber de ayudar, proteger o mejorar la calidad de vida de la población bajo su control, a la que en el mejor de los casos considera un mercado cautivo o una fuente de mano de obra barata a su disposición. Sin embargo, al forzarlos a vivir en la miseria y sin esperanza, Israel ha endurecido a quienes viven sometidos a su poder, haciéndoles más decididos a poner fin a la ocupación, incluso a través de la violencia si es necesario, y vivir una vida de dignidad y libertad”.
A punto de cumplir cinco décadas en junio de 2017, nada indica que la ocupación israelí de los territorios palestinos vaya a concluir a corto o medio plazo. Por el contrario, todos los indicadores señalan que se prolongará indefinidamente.
Así se desprende de la falta de voluntad política de los sucesivos gobiernos israelíes para poner fin a la ocupación. De hecho, el actual gobierno, integrado por figuras como Netanyahu, Bennett y Liberman, entre otros, han manifestado repetidamente su frontal oposición a la retirada de los territorios palestinos y, más aún, a la formación de un Estado palestino.
En esa dirección, la política israelí de ocupación ha venido incrementando su escalada colonizadora de los territorios ocupados, que busca hacer irreversible la ocupación e imposibilitar —material, económica y políticamente— el establecimiento del Estado palestino.
En este mismo nivel de análisis, la parte palestina, débil y, peor aún, extenuada por sus continuas divisiones internas, carente de una estrategia unificada y de un liderazgo legitimado y con amplio respaldo popular, muestra una evidente incapacidad para revertir los hechos consumados de la ocupación.
En el ámbito regional las cosas no pueden estar peor. La situación generalizada de crisis, inestabilidad y conflictos ha desplazado el centro de atención y alterado las prioridades regionales; además de dejar fuera de juego a algunos importantes actores estatales, como Siria, en esta prolongada controversia.
Resta, por último, el espacio internacional, en donde, pese a algunas iniciativas como la reciente cumbre de París, sin una efectiva implicación estadounidense que logre presionar e incentivar a Israel en la dirección correcta, difícilmente se logrará avanzar hacia la resolución del conflicto.
Ante esta tesitura, no debe extrañar, por tanto, que sea la sociedad internacional el objeto principal de atención de algunas iniciativas, incluidas las palestinas: desde la solicitud de ingreso de Palestina como Estado miembro de pleno derecho en la ONU hasta la llamada a secundar la campaña del BDS (Boicot, Desinversiones y Sanciones) a la política de apartheid israelí.
El texto de Ahron Bregman, antiguo oficial del ejército israelí, con acceso a algunas fuentes secretas y confidenciales, es una excelente ilustración de la trayectoria seguida por la ocupación. No sólo se centra en los territorios palestinos ocupados de Cisjordania, Jerusalén Este y la franja de Gaza, sino que también hace un recorrido por su impacto en las alturas sirias del Golán y en la península del Sinaí (hasta su devolución a Egipto).
Considera que la ocupación israelí se asienta en tres pilares fundamentales: la fuerza militar destinada a subyugar a los ocupados; una enmarañada red de leyes y regulaciones burocráticas para controlar la población, el territorio y sus recursos naturales; y la construcción de realidades físicas sobre el terreno, desde la expropiación de tierras hasta la construcción de asentamientos de colonos.
En la organización temporal de la ocupación, Bregman distingue tres grandes etapas. Una, la primera década (1967-1977), de gobiernos laboristas, que apostaron por mantener el indefinido y ambiguo statu quo, de preservar los territorios para quedarse con algunos y, presuntamente, utilizar otros como moneda de cambio ante futuros acuerdos.
Dos, la segunda década (1977-1987), enmarcada por el ascenso al gobierno del Likud, liderado entonces por Menahem Beguin, y el estallido de la primera Intifada a finales de 1987, que acabó con la deliberada ambigüedad de los laboristas durante la década anterior y, en su lugar, puso de manifestó la voluntad de retener los territorios palestinos mediante su creciente colonización y anexión de facto.
La última fase, tres, agrupa la tercera y cuarta décadas (1987-2007), que recoge el tortuoso y frustrado proceso de paz; además de la estrategia unilateralista israelí (desvinculación de Gaza, construcción del muro de separación y prolongación del statu quo de la ocupación), destinada a evitar futuros acuerdos y compromisos y, en suma, a paralizar el proceso político. Esto es, impedir la creación de un Estado palestino, como afirmaba Dov Weisglass, mano derecha de Sharon.
Aunque Ahron Bregman sólo aborda este largo periodo, desde 1967 a 2007, deja claramente esbozado el itinerario de la quinta década. Su balance no puede ser más elocuente al calificar la ocupación israelí como una de las más brutales y crueles de la historia. En palabras y conclusión del autor:
“Pues mientras otros colonialistas, como los británicos en la India, entre otros, aprendieron el valor de ganarse el aprecio de las élites locales construyendo escuelas, universidades y otros servicios públicos para los colonizados, Israel nunca ha pensado que tenga el deber de ayudar, proteger o mejorar la calidad de vida de la población bajo su control, a la que en el mejor de los casos considera un mercado cautivo o una fuente de mano de obra barata a su disposición. Sin embargo, al forzarlos a vivir en la miseria y sin esperanza, Israel ha endurecido a quienes viven sometidos a su poder, haciéndoles más decididos a poner fin a la ocupación, incluso a través de la violencia si es necesario, y vivir una vida de dignidad y libertad”.
Ilan Pappé: La idea de Israel. Una historia de poder y conocimiento. Madrid: Akal, 2016 (408 páginas). Traducción de Alcira Bixio.
Los pasados días 14 y 15 mayo se conmemoraban, respectivamente, el 68 aniversario de la proclamación del Estado israelí y, también, de su reverso, la Nakba (catástrofe) palestina. Ambos acontecimientos estuvieron íntimamente ligados. De hecho, por mucho que se haya intentado ningunear o negar, no se entiende el uno sin el otro. Son las dos caras de una misma moneda, la del conflicto palestino-israelí.
Lejos de la visión que remite su origen a la ocupación militar israelí de los territorios palestinos en 1967, este sempiterno conflicto no se comprende sin los acontecimientos de 1948, que dieron lugar a la construcción estatal israelí y a la tragedia de los refugiados palestinos. Es más, sin este conocimiento y reconocimiento difícilmente se pueda vislumbrar una resolución del mismo.
Asentado en la máxima de que la historia la escriben los vencedores, el relato oficial israelí negaba cualquier responsabilidad en la tragedia palestina y, por el contrario, llegaba incluso a culpabilizar a las víctimas. Desde esta óptica de poder, toda la producción del conocimiento estuvo encaminada a reforzar la visión oficial israelí, sin escatimar ningún recurso o medio, desde la academia, los medios de comunicación, el cine o la literatura.
Así se forjó la idea de Israel durante una primera etapa, con los correspondientes mitos fundacionales del sionismo clásico, entre los que destacaron el retorno a la tierra prometida, el de una tierra vacía para un pueblo sin tierra, la inferioridad militar israelí ante los ejércitos árabes o la simple huida de los palestinos (luego transformados en refugiados).
Paradójicamente, uno de los principales desafíos a esta edulcorada versión no procedió sólo de la parte palestina (como era de esperar), sino también de la sociedad israelí (como no se preveía). En concreto, los conocidos como nuevos historiadores israelíes, después de escudriñar en los archivos israelíes, del movimiento sionista y del Mandato británico en Palestina, llegaron en sus respectivas obras a conclusiones no muy diferentes de las —conviene no engañarse, menos consideradas— fuentes palestinas (orales, documentales y bibliográficas).
En esta tesitura, destacaron los trabajos —ya clásicos— de Benny Morris: The Birth of the Palestinian Refugee Problem, 1947-1949 (Cambridge: Cambridge University Press, 1988), que refutaba la tesis del sionismo clásico de que los palestinos habían abandonado sus hogares siguiendo órdenes de los dirigentes árabes; de Avi Shlaim: Collusion Across the Jordan: King Abdullah, The Zionist Movement and the Partition of Palestine (Oxford: Clarendon Press, 1988), que revelaba el entendimiento entre Jordania, con el ejército árabe más capacitado, y la dirección del movimiento sionista para repartirse las áreas de Palestina que formaban parte del futuro Estado árabe, según el Plan de Partición de la ONU; y de Ilan Pappé: The Ethnic Cleansing of Palestine (Londres: Oneworld, 2006), obra traducida al castellano: La limpieza étnica de Palestina (Barcelona: Crítica, 2008), que mostraba cómo la expulsión de los palestinos respondía a un plan previamente concebido, de limpieza étnica, que “situó las acciones israelíes de 1948 dentro de la historia de los crímenes de guerra y hasta de crímenes contra la humanidad”.
Pappé no disocia la producción del conocimiento o, al menos, su incentivación de algunos hechos políticos claves. Así, ante las presiones del presidente Kennedy (y previamente de Eisenhower) para que Israel aceptara la repatriación de los refugiados por enturbiar sus relaciones con el mundo árabe, en un momento en el que Estados Unidos requería de una alianza regional frente a la Unión Soviética, Ben Gurion encargó elaborar un informe en el que se desplazara la responsabilidad del problema de los refugiados a los gobiernos árabes. En suma, se seguía la pauta de comportamiento del movimiento sionista, empeñado en reescribir la historia de Palestina para justificar la desposesión de su población indígena.
En la emergencia de los nuevos historiadores israelíes, Pappé señala dos hechos fundamentales: la guerra contra la presencia de la OLP en el Líbano en 1982 y el estallido de la primera Intifada palestina a finales de 1987. Ambos acontecimientos cuestionaban la argumentación israelí por cuanto, entiende el autor, la de 1982 era la primera guerra no defensiva de Israel y la brutal represión del movimiento de resistencia y desobediencia civil palestino era igualmente innecesaria. Los palestinos, más que el enemigo, aparecían como las víctimas. Estas actitudes y acciones políticas suscitaban dudas sobre el relato israelí (¿y si lo que se hizo en 1987 se había hecho en 1948?) e invitaban a emprender una nueva línea de investigación, con una nueva perspectiva.
En esta misma línea, sitúa Pappé la emergencia del postsionismo en la década de los noventa, precedida por las investigaciones de los pioneros, como Simha Flapam: The Birth of Israel: Myths and Realities (Nueva York: Pantheon Books, 1988), y los mencionados nuevos historiadores. El acontecimiento político de referencia fue el denominado o conocido como Acuerdos de Oslo, de 1993, proceso que introdujo un clima de cierto optimismo en Israel. Lejos de ser homogénea, la corriente postsionista agrupaba tanto a antisionistas (que no se consideraban postsionistas) como a sionistas (considerados como postsionistas). Sus integrantes, con diferentes bagajes académicos, abordaron “diferentes perspectivas y ángulos del debate”, pero tenían en común cuestionar “los axiomas básicos del sionismo”.
Su metodología se asentó en la deconstrucción y la posicionalidad, con una relectura de la idea de Israel, de la manipulación de la memoria del Holocausto y de la discriminación de los judíos árabes; y en la que destacaron las perspectivas postcoloniales y feministas. Pero el momento postsionista fue efímero. Pese a la sonoridad que obtuvo, su influencia en la academia y en la sociedad israelí fue también exigua. Desde prácticamente el primer momento, el postsionismo fue erosionado por toda una sucesión de acontecimientos políticos adversos: el asesinato de Rabín en 1995, el ascenso al poder de Netanyahu en 1996, la creciente paralización de los Acuerdos de Oslo y, en suma, su definitivo fracaso en las negociaciones de Camp David en 2000, de la que se responsabilizó a la parte palestina y, en concreto, a Arafat.
A su vez, volvía a cambiar el ciclo en la producción del conocimiento, los neosionistas tomaban el relevo de los postsionistas. A diferencia de los sionistas clásicos, los neosionistas no negaban las revelaciones puestas de manifiesto por los nuevos historiadores. Por tanto, no cambiaban los datos que estos académicos habían investigado previamente. Sólo cambiaban de perspectiva y de conclusiones. El caso más ilustrativo fue el de Benny Morris, considerado hasta entonces como uno de los nuevos historiadores, se reconvirtió en neosionista con la justificación de los sucesos de 1948. Ésta sería la principal característica de los historiadores y productores de conocimiento neosionistas, asumir como inevitable la limpieza étnica de Palestina.
La emergencia del neosionismo no fue ajena al estallido de la segunda Intifada en septiembre de 2000, el ascenso de Ariel Sharon al poder en 2001, los atentados terroristas del 11-S y el nuevo clima internacional que introdujo la administración neoconservadora estadounidense. Del entorno del actual primer ministro israelí, Netanyahu, emergieron algunas de las más importantes ofensivas de los neosionistas en el ámbito académico, político y mediático.
Ante lo que se considera que es una campaña de deslegitimación del Estado israelí, propiciada por su pésima imagen exterior y por campañas de la sociedad civil transnacional como la del BDS (iniciales correspondientes a Boicot, Desinversiones y Sanciones), el gobierno israelí encargó a renombradas empresas estadounidenses de marketing una campaña de blanqueo de su imagen. Con este propósito se intenta disociar la imagen de Israel del conflicto con la población palestina, que ocupa y segrega mediante su política de apartheid; y, por el contrario, se intenta asociar la imagen de Israel con el mundo occidental, la democracia liberal, el éxito económico y la tecnología.
Es de temer que ninguna campaña de marketing, por sofisticada y costosa que sea, pueda mejorar su imagen exterior, irremediablemente vinculada a sus acciones de discriminación y opresión en el interior, con una larga y documentada historia de agresiones a los más elementales derechos humanos y normas internacionales. En suma, la potencial deslegitimación del Israel responde a su propia acción política más que a una supuesta conspiración internacional.
Por último, para continuar profundizando en este conflicto, conviene seguir los trabajos de este prestigioso historiador israelí. En este sentido, cabe animar a la editorial Akal a publicar su último trabajo colectivo: Ilan Pappé (ed.): Israel and South Africa: The Many Faces of Apartheid (Londres: Zed Books, 2015).
Los pasados días 14 y 15 mayo se conmemoraban, respectivamente, el 68 aniversario de la proclamación del Estado israelí y, también, de su reverso, la Nakba (catástrofe) palestina. Ambos acontecimientos estuvieron íntimamente ligados. De hecho, por mucho que se haya intentado ningunear o negar, no se entiende el uno sin el otro. Son las dos caras de una misma moneda, la del conflicto palestino-israelí.
Lejos de la visión que remite su origen a la ocupación militar israelí de los territorios palestinos en 1967, este sempiterno conflicto no se comprende sin los acontecimientos de 1948, que dieron lugar a la construcción estatal israelí y a la tragedia de los refugiados palestinos. Es más, sin este conocimiento y reconocimiento difícilmente se pueda vislumbrar una resolución del mismo.
Asentado en la máxima de que la historia la escriben los vencedores, el relato oficial israelí negaba cualquier responsabilidad en la tragedia palestina y, por el contrario, llegaba incluso a culpabilizar a las víctimas. Desde esta óptica de poder, toda la producción del conocimiento estuvo encaminada a reforzar la visión oficial israelí, sin escatimar ningún recurso o medio, desde la academia, los medios de comunicación, el cine o la literatura.
Así se forjó la idea de Israel durante una primera etapa, con los correspondientes mitos fundacionales del sionismo clásico, entre los que destacaron el retorno a la tierra prometida, el de una tierra vacía para un pueblo sin tierra, la inferioridad militar israelí ante los ejércitos árabes o la simple huida de los palestinos (luego transformados en refugiados).
Paradójicamente, uno de los principales desafíos a esta edulcorada versión no procedió sólo de la parte palestina (como era de esperar), sino también de la sociedad israelí (como no se preveía). En concreto, los conocidos como nuevos historiadores israelíes, después de escudriñar en los archivos israelíes, del movimiento sionista y del Mandato británico en Palestina, llegaron en sus respectivas obras a conclusiones no muy diferentes de las —conviene no engañarse, menos consideradas— fuentes palestinas (orales, documentales y bibliográficas).
En esta tesitura, destacaron los trabajos —ya clásicos— de Benny Morris: The Birth of the Palestinian Refugee Problem, 1947-1949 (Cambridge: Cambridge University Press, 1988), que refutaba la tesis del sionismo clásico de que los palestinos habían abandonado sus hogares siguiendo órdenes de los dirigentes árabes; de Avi Shlaim: Collusion Across the Jordan: King Abdullah, The Zionist Movement and the Partition of Palestine (Oxford: Clarendon Press, 1988), que revelaba el entendimiento entre Jordania, con el ejército árabe más capacitado, y la dirección del movimiento sionista para repartirse las áreas de Palestina que formaban parte del futuro Estado árabe, según el Plan de Partición de la ONU; y de Ilan Pappé: The Ethnic Cleansing of Palestine (Londres: Oneworld, 2006), obra traducida al castellano: La limpieza étnica de Palestina (Barcelona: Crítica, 2008), que mostraba cómo la expulsión de los palestinos respondía a un plan previamente concebido, de limpieza étnica, que “situó las acciones israelíes de 1948 dentro de la historia de los crímenes de guerra y hasta de crímenes contra la humanidad”.
Pappé no disocia la producción del conocimiento o, al menos, su incentivación de algunos hechos políticos claves. Así, ante las presiones del presidente Kennedy (y previamente de Eisenhower) para que Israel aceptara la repatriación de los refugiados por enturbiar sus relaciones con el mundo árabe, en un momento en el que Estados Unidos requería de una alianza regional frente a la Unión Soviética, Ben Gurion encargó elaborar un informe en el que se desplazara la responsabilidad del problema de los refugiados a los gobiernos árabes. En suma, se seguía la pauta de comportamiento del movimiento sionista, empeñado en reescribir la historia de Palestina para justificar la desposesión de su población indígena.
En la emergencia de los nuevos historiadores israelíes, Pappé señala dos hechos fundamentales: la guerra contra la presencia de la OLP en el Líbano en 1982 y el estallido de la primera Intifada palestina a finales de 1987. Ambos acontecimientos cuestionaban la argumentación israelí por cuanto, entiende el autor, la de 1982 era la primera guerra no defensiva de Israel y la brutal represión del movimiento de resistencia y desobediencia civil palestino era igualmente innecesaria. Los palestinos, más que el enemigo, aparecían como las víctimas. Estas actitudes y acciones políticas suscitaban dudas sobre el relato israelí (¿y si lo que se hizo en 1987 se había hecho en 1948?) e invitaban a emprender una nueva línea de investigación, con una nueva perspectiva.
En esta misma línea, sitúa Pappé la emergencia del postsionismo en la década de los noventa, precedida por las investigaciones de los pioneros, como Simha Flapam: The Birth of Israel: Myths and Realities (Nueva York: Pantheon Books, 1988), y los mencionados nuevos historiadores. El acontecimiento político de referencia fue el denominado o conocido como Acuerdos de Oslo, de 1993, proceso que introdujo un clima de cierto optimismo en Israel. Lejos de ser homogénea, la corriente postsionista agrupaba tanto a antisionistas (que no se consideraban postsionistas) como a sionistas (considerados como postsionistas). Sus integrantes, con diferentes bagajes académicos, abordaron “diferentes perspectivas y ángulos del debate”, pero tenían en común cuestionar “los axiomas básicos del sionismo”.
Su metodología se asentó en la deconstrucción y la posicionalidad, con una relectura de la idea de Israel, de la manipulación de la memoria del Holocausto y de la discriminación de los judíos árabes; y en la que destacaron las perspectivas postcoloniales y feministas. Pero el momento postsionista fue efímero. Pese a la sonoridad que obtuvo, su influencia en la academia y en la sociedad israelí fue también exigua. Desde prácticamente el primer momento, el postsionismo fue erosionado por toda una sucesión de acontecimientos políticos adversos: el asesinato de Rabín en 1995, el ascenso al poder de Netanyahu en 1996, la creciente paralización de los Acuerdos de Oslo y, en suma, su definitivo fracaso en las negociaciones de Camp David en 2000, de la que se responsabilizó a la parte palestina y, en concreto, a Arafat.
A su vez, volvía a cambiar el ciclo en la producción del conocimiento, los neosionistas tomaban el relevo de los postsionistas. A diferencia de los sionistas clásicos, los neosionistas no negaban las revelaciones puestas de manifiesto por los nuevos historiadores. Por tanto, no cambiaban los datos que estos académicos habían investigado previamente. Sólo cambiaban de perspectiva y de conclusiones. El caso más ilustrativo fue el de Benny Morris, considerado hasta entonces como uno de los nuevos historiadores, se reconvirtió en neosionista con la justificación de los sucesos de 1948. Ésta sería la principal característica de los historiadores y productores de conocimiento neosionistas, asumir como inevitable la limpieza étnica de Palestina.
La emergencia del neosionismo no fue ajena al estallido de la segunda Intifada en septiembre de 2000, el ascenso de Ariel Sharon al poder en 2001, los atentados terroristas del 11-S y el nuevo clima internacional que introdujo la administración neoconservadora estadounidense. Del entorno del actual primer ministro israelí, Netanyahu, emergieron algunas de las más importantes ofensivas de los neosionistas en el ámbito académico, político y mediático.
Ante lo que se considera que es una campaña de deslegitimación del Estado israelí, propiciada por su pésima imagen exterior y por campañas de la sociedad civil transnacional como la del BDS (iniciales correspondientes a Boicot, Desinversiones y Sanciones), el gobierno israelí encargó a renombradas empresas estadounidenses de marketing una campaña de blanqueo de su imagen. Con este propósito se intenta disociar la imagen de Israel del conflicto con la población palestina, que ocupa y segrega mediante su política de apartheid; y, por el contrario, se intenta asociar la imagen de Israel con el mundo occidental, la democracia liberal, el éxito económico y la tecnología.
Es de temer que ninguna campaña de marketing, por sofisticada y costosa que sea, pueda mejorar su imagen exterior, irremediablemente vinculada a sus acciones de discriminación y opresión en el interior, con una larga y documentada historia de agresiones a los más elementales derechos humanos y normas internacionales. En suma, la potencial deslegitimación del Israel responde a su propia acción política más que a una supuesta conspiración internacional.
Por último, para continuar profundizando en este conflicto, conviene seguir los trabajos de este prestigioso historiador israelí. En este sentido, cabe animar a la editorial Akal a publicar su último trabajo colectivo: Ilan Pappé (ed.): Israel and South Africa: The Many Faces of Apartheid (Londres: Zed Books, 2015).
Editado por
José Abu-Tarbush
José Abu-Tarbush es profesor titular de Sociología en la Universidad de La Laguna, donde imparte la asignatura de Sociología de las relaciones internacionales. Desde el campo de las relaciones internacionales y la sociología política, su área de interés se ha centrado en Oriente Medio y el Norte de África, con especial seguimiento de la cuestión de Palestina.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850