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Blog de Tendencias21 sobre los problemas del mundo actual a través de los libros
Robin Yassin-Kassab y Leila al Shami: País en llamas. Los sirios en la revolución y en la guerra. Madrid: Capitán Swing, 2017 (352 páginas). Traducción de Begoña Valle.
Una versión muy extendida del conflicto sirio es la que reduce esta confrontación al espacio que oscila entre una dictadura secular, nacionalista y antioccidental, de un lado, y, de otro, una amalgama de grupos radicales, violentos y terroristas, de obediencia salafista-yihadista. Por tanto, desde esta óptica, el margen de elección es muy reducido, fluctúa entre “el mal menor” y una “amenaza mayor”.
Una variante de esta versión (o complementaria de la misma) es la que ha deambulado entre algunos círculos de la izquierda occidental. Lejos de ver en las protestas –iniciadas en marzo de 2011– una rebelión contra la tiranía y el autoritarismo, advirtió una artimaña para hacer retroceder a las fuerzas antiimperialistas y antisionistas en Oriente Medio. Desde este ángulo, la elección parecía obvia, dado el apoyo de los principales países occidentales y sus aliados regionales a las diferentes fuerzas rebeldes.
Ambas versiones son, en cierta medida, resultado de la estrategia política e informativa del gobierno sirio. Si bien algo de cierto pueden contener algunas de esas interpretaciones, el problema es que se articulan como verdades a medias con el resultado de falsear la realidad, en particular, por cuanto ignoran o niegan el relato principal, el que protagonizaron los hombres y mujeres que se sublevaron pacíficamente exigiendo reformas políticas y económicas.
Ante esa extendida imagen que incapacita a la ciudadanía siria para actuar de manera autónoma y, por el contrario, la presenta como una mera marioneta en manos de diferentes poderes foráneos, el texto de Yassin-Kassab y al Shami invierte esa perspectiva neocolonial y orientalista por otra que tiene como epicentro las diferentes voces de su sociedad civil.
Usando fuentes y testimonios de primera mano, el texto traslada al lector por los vericuetos del laberinto sirio: desde las bases sociales del levantamiento hasta la cultura revolucionaria forjada en la resistencia, el ascenso de los islamismos, la militarización, la desposesión y el exilio, o el fracaso de la elites, entre otros aspectos. Sin olvidar una introducción a la historia contemporánea de Siria, con especial detenimiento en el régimen inaugurado por Hafez al Assad desde 1970.
En ese recorrido, el capítulo dedicado a la primera década de gobierno de su hijo Bashar resulta fundamental para comprender la emergencia de las protestas. De hecho, las expectativas de cambio depositadas en el relevo generacional en la cúpula del poder se vieron rápidamente frustradas. Pese a ese primer revés de lo que se conoció entonces como la Primavera de Damasco (2000-2001), los deseos y pronunciamientos en favor de un cambio político prodemocrático continuaron a pesar de la férrea represión.
Aunque la ola de protestas en Siria surgió al calor de las revueltas árabes (2010-2011), era evidente que poseía su propio bagaje y motivaciones para emprender una movilización de semejante envergadura. Con sus políticas económicas neoliberales, abandono del campo, nepotismo y corrupción, el régimen se asentaba cada vez más en la coerción que en el consentimiento.
Cualquier persona que haya visitado o vivido en Siria podía sentir la alargada sombra de un Estado policial. Como señalan los autores: “El Estado cultivó una sociedad vigilada, todo el mundo espiaba a todo el mundo y nadie estaba seguro en su puesto, ni siquiera los generales de alto rango o los oficiales de los cuerpos de seguridad” (p. 36).
Una vez iniciado el ciclo de protestas, esa dinámica represiva se agudizó. Las promesas de reforma anunciadas por el presidente sirio para neutralizar las movilizaciones antigubernamentales carecieron de credibilidad. El propio régimen se encargaba de desmentirlas mediante su represión masiva y selectiva a un mismo tiempo.
El capital político que poseía Bashar al Assad fue dilapidado. Todo indicaba que no estaba dispuesto a asumir los riegos de una reforma, pese al amplio margen de maniobra que poseía y a que algunos análisis consideraban que podía obtener un importante triunfo si capitaneaba esa evolución.
Se impuso, por el contrario, la política de mano dura para acallar las protestas mediante la fuerza siguiendo la inercia de episodios anteriores. Pero a diferencia de acontecimientos pasados, la represión no fue suficiente para enmudecer a amplios sectores de la sociedad, que no dejaban de manifestar su cólera y protesta e incluso la incrementaba.
El régimen de Al Assad adoptó una política de “tierra quemada”, calculada y selectiva, con objeto de rentabilizar las diferencias comunitarias y confesionales; además de provocar una creciente radicalización.
Esta ascendente espiral de sectarización, radicalización y militarización del conflicto político hasta transformarse en otro armado, regionalizado e internacionalizado era justo lo que querían evitar los hombres y mujeres activistas, no así Bashar al Assad que se presentaba como la opción “menos mala” ante “el extremismo y el caos”.
A lo largo del texto, los autores logran desvelar de manera eficiente, rigurosa y documentada los entresijos que llevaron a esta compleja situación. Con diferencia, la obra de Robin Yassin-Kassab y Leila al Shami es una de las más completas que se ha escrito sobre la encrucijada siria. Cualquier persona interesada en conocer y profundizar en las claves del conflicto sirio, querrá leer este libro.
Una versión muy extendida del conflicto sirio es la que reduce esta confrontación al espacio que oscila entre una dictadura secular, nacionalista y antioccidental, de un lado, y, de otro, una amalgama de grupos radicales, violentos y terroristas, de obediencia salafista-yihadista. Por tanto, desde esta óptica, el margen de elección es muy reducido, fluctúa entre “el mal menor” y una “amenaza mayor”.
Una variante de esta versión (o complementaria de la misma) es la que ha deambulado entre algunos círculos de la izquierda occidental. Lejos de ver en las protestas –iniciadas en marzo de 2011– una rebelión contra la tiranía y el autoritarismo, advirtió una artimaña para hacer retroceder a las fuerzas antiimperialistas y antisionistas en Oriente Medio. Desde este ángulo, la elección parecía obvia, dado el apoyo de los principales países occidentales y sus aliados regionales a las diferentes fuerzas rebeldes.
Ambas versiones son, en cierta medida, resultado de la estrategia política e informativa del gobierno sirio. Si bien algo de cierto pueden contener algunas de esas interpretaciones, el problema es que se articulan como verdades a medias con el resultado de falsear la realidad, en particular, por cuanto ignoran o niegan el relato principal, el que protagonizaron los hombres y mujeres que se sublevaron pacíficamente exigiendo reformas políticas y económicas.
Ante esa extendida imagen que incapacita a la ciudadanía siria para actuar de manera autónoma y, por el contrario, la presenta como una mera marioneta en manos de diferentes poderes foráneos, el texto de Yassin-Kassab y al Shami invierte esa perspectiva neocolonial y orientalista por otra que tiene como epicentro las diferentes voces de su sociedad civil.
Usando fuentes y testimonios de primera mano, el texto traslada al lector por los vericuetos del laberinto sirio: desde las bases sociales del levantamiento hasta la cultura revolucionaria forjada en la resistencia, el ascenso de los islamismos, la militarización, la desposesión y el exilio, o el fracaso de la elites, entre otros aspectos. Sin olvidar una introducción a la historia contemporánea de Siria, con especial detenimiento en el régimen inaugurado por Hafez al Assad desde 1970.
En ese recorrido, el capítulo dedicado a la primera década de gobierno de su hijo Bashar resulta fundamental para comprender la emergencia de las protestas. De hecho, las expectativas de cambio depositadas en el relevo generacional en la cúpula del poder se vieron rápidamente frustradas. Pese a ese primer revés de lo que se conoció entonces como la Primavera de Damasco (2000-2001), los deseos y pronunciamientos en favor de un cambio político prodemocrático continuaron a pesar de la férrea represión.
Aunque la ola de protestas en Siria surgió al calor de las revueltas árabes (2010-2011), era evidente que poseía su propio bagaje y motivaciones para emprender una movilización de semejante envergadura. Con sus políticas económicas neoliberales, abandono del campo, nepotismo y corrupción, el régimen se asentaba cada vez más en la coerción que en el consentimiento.
Cualquier persona que haya visitado o vivido en Siria podía sentir la alargada sombra de un Estado policial. Como señalan los autores: “El Estado cultivó una sociedad vigilada, todo el mundo espiaba a todo el mundo y nadie estaba seguro en su puesto, ni siquiera los generales de alto rango o los oficiales de los cuerpos de seguridad” (p. 36).
Una vez iniciado el ciclo de protestas, esa dinámica represiva se agudizó. Las promesas de reforma anunciadas por el presidente sirio para neutralizar las movilizaciones antigubernamentales carecieron de credibilidad. El propio régimen se encargaba de desmentirlas mediante su represión masiva y selectiva a un mismo tiempo.
El capital político que poseía Bashar al Assad fue dilapidado. Todo indicaba que no estaba dispuesto a asumir los riegos de una reforma, pese al amplio margen de maniobra que poseía y a que algunos análisis consideraban que podía obtener un importante triunfo si capitaneaba esa evolución.
Se impuso, por el contrario, la política de mano dura para acallar las protestas mediante la fuerza siguiendo la inercia de episodios anteriores. Pero a diferencia de acontecimientos pasados, la represión no fue suficiente para enmudecer a amplios sectores de la sociedad, que no dejaban de manifestar su cólera y protesta e incluso la incrementaba.
El régimen de Al Assad adoptó una política de “tierra quemada”, calculada y selectiva, con objeto de rentabilizar las diferencias comunitarias y confesionales; además de provocar una creciente radicalización.
Esta ascendente espiral de sectarización, radicalización y militarización del conflicto político hasta transformarse en otro armado, regionalizado e internacionalizado era justo lo que querían evitar los hombres y mujeres activistas, no así Bashar al Assad que se presentaba como la opción “menos mala” ante “el extremismo y el caos”.
A lo largo del texto, los autores logran desvelar de manera eficiente, rigurosa y documentada los entresijos que llevaron a esta compleja situación. Con diferencia, la obra de Robin Yassin-Kassab y Leila al Shami es una de las más completas que se ha escrito sobre la encrucijada siria. Cualquier persona interesada en conocer y profundizar en las claves del conflicto sirio, querrá leer este libro.
Patrick Cockburn: La era de la Yihad. El Estado Islámico y la guerra por Oriente Próximo. Madrid: Capitán Swing, 2016 (584 páginas). Traducción de Emilio Ayllón Rull.
“Los conflictos armados, desde situaciones de degradación general de la seguridad hasta guerras abiertas, se están tragando Oriente Próximo y el norte de África”.
Así de contundente comienza el libro de Patrick Cockburn, uno de los periodistas que mejor conoce la región de Oriente Medio, con un seguimiento sobre el terreno y un manejo de fuentes de primera mano sobre algunos de sus más intensos conflictos.
Escrito a modo de diario y artículos entre 2001 y 2015, el autor presenta los acontecimientos desde una doble óptica: primero, desde la descripción “de lo que está pasando”; y segundo, desde una “explicación retrospectiva” y, también, un análisis actualizado.
Método que proporciona al lector una necesaria perspectiva histórica; además de permitirle advertir cuán acertado o desencaminado estaba el autor en sus diagnósticos y análisis, sorprendiendo –en no pocas ocasiones– cómo se han impuesto las peores predicciones o escenarios.
Características comunes de los conflictos que asolan la región son la debilidad y el desmoronamiento del poder central, la emergencia de fuerzas insurgentes (además de terroristas), la confrontación civil y las intervenciones externas.
Semejante situación de caos y conflictividad amenaza con extenderse por toda la región, desde “el noroeste de Pakistán hasta el noroeste de Nigeria”. De momento, el núcleo principal se concentra entre “la frontera iraní y el mar Mediterráneo”.
Teme Patrick Cockburn, con razón, que esta lucha por el poder se prolongue de manera indefinida, reconfigurando inexorablemente la región. De hecho, sostiene que difícilmente algunos de los Estados más afectados volverán a ser “un Estado unitario”. El nacionalismo y las ideologías políticas contemporáneas parece que se han diluido, dejando paso a la reemergencia de un atávico sectarismo.
Semejante destino ha corrido en paralelo al de los regímenes nacionalistas y laicos que predominaron durante las décadas de los sesenta y setenta, pero que se vieron ensombrecidos por sus propias limitaciones y degradación: Estados policiales, dictaduras nepotistas, corrupción, desigualdad y reducción de su base de apoyo social.
No menos importante fue el desafío a su liderazgo regional por las petromonarquías del Golfo, con una inmensa riqueza petrolera y propagación de una interpretación rigorista y retrógrada del islam, que retroalimentó las opciones más radicales o yihadistas.
Como trasfondo que acompañó esta deriva, destaca la transformación de la estructura de poder en el sistema internacional. Si la bipolaridad permitía cierto equilibrio de poder y contrapesar a la superpotencia rival, la unipolaridad articulada por la supremacía estadounidense –al concluir la Guerra Fría y desaparecer la Unión Soviética– dejó a los regímenes nacionalistas en una situación de mayor vulnerabilidad.
Por último, el autor se interroga por la responsabilidad de tamaña desolación. La respuesta no es fácil, no puede ser de otra manera por la enorme complejidad que entrañan los mencionados conflictos; a lo que se añade su interconexión (regional, trasnacional e internacional) y solapamientos (en un mismo país se registran varias guerras a un mismo tiempo).
Si bien Cockburn identifica las dictaduras, las sucesivas intervenciones externas y, no menos, los movimientos opositores “salvajemente sectarios”, también se aleja de cualquier tentación o explicación maniquea.
En esta dinámica, recuerda la debilidad del nacionalismo, de la idea de nación o Estado-nación que contrasta, en su lugar, con la fortaleza adquirida (o que bien siempre tuvo o fue deliberadamente retroalimentada o ambas cosas a la vez) por las lealtades subestatales, de obediencia comunitaria, ya fueran confesionales o étnicas.
No menos pesimista se expresa respecto al futuro y resolución de la conflictividad regional, debido a su carácter extremadamente embrollado, con la implicación de numerosos actores, “motivos” e “intereses” que, a su vez, se muestran “diversos” y “contradictorios”.
El texto de Cockburn se lee de manera amena y ágil, pese al número de países que aborda (Afganistán, Iraq, Siria, Yemen, Libia y Bahréin), sin dejar de prestar atención a otros importantes actores internacionales (Estado Unidos, principalmente), regionales (Irán, Turquía, Arabia Saudí, etc.) y transnacionales (el autoproclamado Estado Islámico o Dáesh); además de situaciones trascendentales como las creadas por las revueltas árabes y su férrea represión.
Con el añadido de trasladar al lector a hechos y acontecimientos que han mantenido su vigente continuidad en el tiempo; y todo ello desde una doble perspectiva: descriptiva y analítica, retrospectiva y actual a un mismo tiempo.
“Los conflictos armados, desde situaciones de degradación general de la seguridad hasta guerras abiertas, se están tragando Oriente Próximo y el norte de África”.
Así de contundente comienza el libro de Patrick Cockburn, uno de los periodistas que mejor conoce la región de Oriente Medio, con un seguimiento sobre el terreno y un manejo de fuentes de primera mano sobre algunos de sus más intensos conflictos.
Escrito a modo de diario y artículos entre 2001 y 2015, el autor presenta los acontecimientos desde una doble óptica: primero, desde la descripción “de lo que está pasando”; y segundo, desde una “explicación retrospectiva” y, también, un análisis actualizado.
Método que proporciona al lector una necesaria perspectiva histórica; además de permitirle advertir cuán acertado o desencaminado estaba el autor en sus diagnósticos y análisis, sorprendiendo –en no pocas ocasiones– cómo se han impuesto las peores predicciones o escenarios.
Características comunes de los conflictos que asolan la región son la debilidad y el desmoronamiento del poder central, la emergencia de fuerzas insurgentes (además de terroristas), la confrontación civil y las intervenciones externas.
Semejante situación de caos y conflictividad amenaza con extenderse por toda la región, desde “el noroeste de Pakistán hasta el noroeste de Nigeria”. De momento, el núcleo principal se concentra entre “la frontera iraní y el mar Mediterráneo”.
Teme Patrick Cockburn, con razón, que esta lucha por el poder se prolongue de manera indefinida, reconfigurando inexorablemente la región. De hecho, sostiene que difícilmente algunos de los Estados más afectados volverán a ser “un Estado unitario”. El nacionalismo y las ideologías políticas contemporáneas parece que se han diluido, dejando paso a la reemergencia de un atávico sectarismo.
Semejante destino ha corrido en paralelo al de los regímenes nacionalistas y laicos que predominaron durante las décadas de los sesenta y setenta, pero que se vieron ensombrecidos por sus propias limitaciones y degradación: Estados policiales, dictaduras nepotistas, corrupción, desigualdad y reducción de su base de apoyo social.
No menos importante fue el desafío a su liderazgo regional por las petromonarquías del Golfo, con una inmensa riqueza petrolera y propagación de una interpretación rigorista y retrógrada del islam, que retroalimentó las opciones más radicales o yihadistas.
Como trasfondo que acompañó esta deriva, destaca la transformación de la estructura de poder en el sistema internacional. Si la bipolaridad permitía cierto equilibrio de poder y contrapesar a la superpotencia rival, la unipolaridad articulada por la supremacía estadounidense –al concluir la Guerra Fría y desaparecer la Unión Soviética– dejó a los regímenes nacionalistas en una situación de mayor vulnerabilidad.
Por último, el autor se interroga por la responsabilidad de tamaña desolación. La respuesta no es fácil, no puede ser de otra manera por la enorme complejidad que entrañan los mencionados conflictos; a lo que se añade su interconexión (regional, trasnacional e internacional) y solapamientos (en un mismo país se registran varias guerras a un mismo tiempo).
Si bien Cockburn identifica las dictaduras, las sucesivas intervenciones externas y, no menos, los movimientos opositores “salvajemente sectarios”, también se aleja de cualquier tentación o explicación maniquea.
En esta dinámica, recuerda la debilidad del nacionalismo, de la idea de nación o Estado-nación que contrasta, en su lugar, con la fortaleza adquirida (o que bien siempre tuvo o fue deliberadamente retroalimentada o ambas cosas a la vez) por las lealtades subestatales, de obediencia comunitaria, ya fueran confesionales o étnicas.
No menos pesimista se expresa respecto al futuro y resolución de la conflictividad regional, debido a su carácter extremadamente embrollado, con la implicación de numerosos actores, “motivos” e “intereses” que, a su vez, se muestran “diversos” y “contradictorios”.
El texto de Cockburn se lee de manera amena y ágil, pese al número de países que aborda (Afganistán, Iraq, Siria, Yemen, Libia y Bahréin), sin dejar de prestar atención a otros importantes actores internacionales (Estado Unidos, principalmente), regionales (Irán, Turquía, Arabia Saudí, etc.) y transnacionales (el autoproclamado Estado Islámico o Dáesh); además de situaciones trascendentales como las creadas por las revueltas árabes y su férrea represión.
Con el añadido de trasladar al lector a hechos y acontecimientos que han mantenido su vigente continuidad en el tiempo; y todo ello desde una doble perspectiva: descriptiva y analítica, retrospectiva y actual a un mismo tiempo.
08/03/2017
Joumana Haddad: Superman es árabe. Acerca de Dios, el matrimonio, los machos y otros inventos desastrosos. Madrid: Vaso Roto, 2014 (208 páginas). Traducción de Jeannette L. Clariond y Giampeiero Bucci.
(Esta reseña apareció originalmente publicada en la revista Al-Kubri, No.12, abril/junio 2014, pp. 19-20).
Si en su ensayo anterior, Yo maté a Sherezade. Confesiones de una mujer árabe furiosa (Barcelona: Debate, 2011), Joumana Haddad contraponía al extendido estereotipo de las mujeres árabes (reducidas a una imagen uniforme, de sumisión, opresión, analfabetismo, sujetas a la tradición y ―cómo no― veladas), el antimodelo de mujer árabe activa, ilustrada, profesional, independiente, asertiva e incluso rebelde, en su nueva entrega esboza diferentes pinceladas sobre los patrones predominantes de masculinidad, religiosidad y matrimonio en el mundo árabe.
Desde esta misma trayectoria y perspectiva, de crítica social, la autora arremete contra el modelo patriarcal, de una masculinidad configurada socialmente como metáfora de “Superman” que, lejos de la autenticidad y reconocimiento de sus temores, debilidades y errores, se parapeta detrás de una ficción de superioridad en prácticamente todos los aspectos y ámbitos de la vida.
Para romper con estos moldes, e introducir cambios sustanciales en las relaciones de género, Joumana Haddad reivindica la necesidad de una mayor equidad en las pautas de comportamiento. Esto es, que las “chicas” se sientan más “capaces e influyentes” y los “chicos” más “humanos: vulnerables, auténticos antihéroes, en lugar de campeones invencibles”. Además de abogar por una mayor participación de las mujeres en la política, por su independencia económica y porque la defensa de las mujeres no se reduzca sólo a éstas.
No disocia la autora estos roles tradicionales de las tres grandes religiones monoteístas que, entre otros denominadores, tienen en común una concepción patriarcal, de subordinación de la mujer al hombre, en la que las mujeres aparecen como “propiedad de los hombres”.
Si bien reconoce que el sistema patriarcal es anterior al monoteísmo, no por ello deja de señalar la enorme influencia ejercida por las religiones monoteístas en la racionalización, institucionalización y reafirmación del patriarcado. Su peso es visible en muchas sociedades de la región. Sin ir más lejos, la autora, siendo una mujer libanesa, se interroga si también es una ciudadana libanesa. Su respuesta es negativa. De hecho, considera que los libaneses carecen de la condición de ciudadanía mientras siga predominando el confesionalismo, el sectarismo y, por tanto, la discriminación por la adscripción religiosa de las personas y no por su pertenencia a una misma nación o comunidad civil.
El matrimonio como institución de reminiscencias patriarcales es objeto también de su escrutinio. En concreto, destaca tres rasgos caracterizadores. Primero, su carácter religioso y excluyente del matrimonio civil “en la mayoría de los países árabes”, aunque en algunos casos, como en el Líbano, se reconozcan los matrimonios civiles registrados en el extranjero. Segundo, su carácter patriarcal que “promueve la superioridad masculina y el poder sobre las mujeres”, con la atribución y reproducción de los roles más tradicionales y sexistas, de trabajo doméstico, crianza de los niños y obediencia al marido. Por último, tercero, por las expectativas irreales que crea, en particular, la idea de perpetuidad o sin fecha de vencimiento, que contribuyen ―en no pocos casos― a que sea vivido más como una prisión que como una elección.
Obviamente, el diagnóstico que presenta Joumana Haddad no es una patente exclusiva del mundo árabe e islámico, pese a las particularidades que reviste. En este sentido, se manifiesta contraria a cierto relativismo cultural que, en su opinión, termina defendiendo prácticas represivas y discriminatorias como el uso del “burka”, “la poligamia” e incluso “la mutilación genital femenina”. Por el contrario, considera que no existe una “libertad” y “dignidad” “árabe” y otra “occidental”. Del mismo modo que considera contradictorio, en sus propios términos, el denominado “feminismo islámico”.
En esta misma línea, denuncia los “delitos de honor” (léase crímenes) y el acoso sexual que, de manera creciente, sufren las mujeres (en particular, pero no sólo, en Egipto). Sin olvidar sus críticas a un sistema educativo que, tanto formal (en la escuela) como informalmente (en la familia o entorno social), reproduce los valores y pautas machistas.
Por último, la autora se muestra escéptica sobre los cambios sociales que puedan derivarse de la denominada “primavera árabe”. Considera que el apoyo cosechado por las opciones islamistas en los procesos electorales, con una agenda conservadora del orden social, refuerza ese estatus de subordinación y dependencia de las mujeres. Pese al panorama sombrío que dibuja, Joumana Haddad presenta un texto desenfadado, ágil y vitalista.
(Esta reseña apareció originalmente publicada en la revista Al-Kubri, No.12, abril/junio 2014, pp. 19-20).
Si en su ensayo anterior, Yo maté a Sherezade. Confesiones de una mujer árabe furiosa (Barcelona: Debate, 2011), Joumana Haddad contraponía al extendido estereotipo de las mujeres árabes (reducidas a una imagen uniforme, de sumisión, opresión, analfabetismo, sujetas a la tradición y ―cómo no― veladas), el antimodelo de mujer árabe activa, ilustrada, profesional, independiente, asertiva e incluso rebelde, en su nueva entrega esboza diferentes pinceladas sobre los patrones predominantes de masculinidad, religiosidad y matrimonio en el mundo árabe.
Desde esta misma trayectoria y perspectiva, de crítica social, la autora arremete contra el modelo patriarcal, de una masculinidad configurada socialmente como metáfora de “Superman” que, lejos de la autenticidad y reconocimiento de sus temores, debilidades y errores, se parapeta detrás de una ficción de superioridad en prácticamente todos los aspectos y ámbitos de la vida.
Para romper con estos moldes, e introducir cambios sustanciales en las relaciones de género, Joumana Haddad reivindica la necesidad de una mayor equidad en las pautas de comportamiento. Esto es, que las “chicas” se sientan más “capaces e influyentes” y los “chicos” más “humanos: vulnerables, auténticos antihéroes, en lugar de campeones invencibles”. Además de abogar por una mayor participación de las mujeres en la política, por su independencia económica y porque la defensa de las mujeres no se reduzca sólo a éstas.
No disocia la autora estos roles tradicionales de las tres grandes religiones monoteístas que, entre otros denominadores, tienen en común una concepción patriarcal, de subordinación de la mujer al hombre, en la que las mujeres aparecen como “propiedad de los hombres”.
Si bien reconoce que el sistema patriarcal es anterior al monoteísmo, no por ello deja de señalar la enorme influencia ejercida por las religiones monoteístas en la racionalización, institucionalización y reafirmación del patriarcado. Su peso es visible en muchas sociedades de la región. Sin ir más lejos, la autora, siendo una mujer libanesa, se interroga si también es una ciudadana libanesa. Su respuesta es negativa. De hecho, considera que los libaneses carecen de la condición de ciudadanía mientras siga predominando el confesionalismo, el sectarismo y, por tanto, la discriminación por la adscripción religiosa de las personas y no por su pertenencia a una misma nación o comunidad civil.
El matrimonio como institución de reminiscencias patriarcales es objeto también de su escrutinio. En concreto, destaca tres rasgos caracterizadores. Primero, su carácter religioso y excluyente del matrimonio civil “en la mayoría de los países árabes”, aunque en algunos casos, como en el Líbano, se reconozcan los matrimonios civiles registrados en el extranjero. Segundo, su carácter patriarcal que “promueve la superioridad masculina y el poder sobre las mujeres”, con la atribución y reproducción de los roles más tradicionales y sexistas, de trabajo doméstico, crianza de los niños y obediencia al marido. Por último, tercero, por las expectativas irreales que crea, en particular, la idea de perpetuidad o sin fecha de vencimiento, que contribuyen ―en no pocos casos― a que sea vivido más como una prisión que como una elección.
Obviamente, el diagnóstico que presenta Joumana Haddad no es una patente exclusiva del mundo árabe e islámico, pese a las particularidades que reviste. En este sentido, se manifiesta contraria a cierto relativismo cultural que, en su opinión, termina defendiendo prácticas represivas y discriminatorias como el uso del “burka”, “la poligamia” e incluso “la mutilación genital femenina”. Por el contrario, considera que no existe una “libertad” y “dignidad” “árabe” y otra “occidental”. Del mismo modo que considera contradictorio, en sus propios términos, el denominado “feminismo islámico”.
En esta misma línea, denuncia los “delitos de honor” (léase crímenes) y el acoso sexual que, de manera creciente, sufren las mujeres (en particular, pero no sólo, en Egipto). Sin olvidar sus críticas a un sistema educativo que, tanto formal (en la escuela) como informalmente (en la familia o entorno social), reproduce los valores y pautas machistas.
Por último, la autora se muestra escéptica sobre los cambios sociales que puedan derivarse de la denominada “primavera árabe”. Considera que el apoyo cosechado por las opciones islamistas en los procesos electorales, con una agenda conservadora del orden social, refuerza ese estatus de subordinación y dependencia de las mujeres. Pese al panorama sombrío que dibuja, Joumana Haddad presenta un texto desenfadado, ágil y vitalista.
Editado por
José Abu-Tarbush
José Abu-Tarbush es profesor titular de Sociología en la Universidad de La Laguna, donde imparte la asignatura de Sociología de las relaciones internacionales. Desde el campo de las relaciones internacionales y la sociología política, su área de interés se ha centrado en Oriente Medio y el Norte de África, con especial seguimiento de la cuestión de Palestina.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850