CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero


Hoy escribe Antonio Piñero

Vamos a analizar en esta nota y en algunas posteriores el empleo por parte de Jesús de la invocación a Dios como “Padre”. Ello nos valdrá para esclarecer un poco el sentido de la filiación divina que respecto a sí mismo tenía Jesús. Y, como es usual, el trasfondo de todas estas notas se halla en investigar si los Evangelios dejan traslucir la imagen de un Jesús humano que luego fue sublimada.

Un texto importante es Mc 8,38:

« Porque quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles. »

El sentido del pasaje es que Jesús, o el evangelista si se trata de un pasaje redaccional, establece una conexión entre la actitud que el ser humano adopta ante el Enviado divino que proclama la venida del Reino de Dios y la sanción futura en el Juicio final. Y, segundo, se afirma que Dios es el Padre (eterno) del Hijo del Hombre.

En una lectura rápida, y de acuerdo con otros pasajes evangélicos, el lector identifica a Jesús con el “Hijo del Hombre” y piensa respecta a la sanción futura lo que dice el capítulo 25 del Evangelio de Mateo respecto al Juicio final: él separará a las ovejas (buenas) de los cabritos (malos), que son condenados al fuego eterno (Mt 25,33.41).

Pero si se lee más despacio esta perícopa surge la primera duda: no es en absoluto clara la identificación de Jesús con el Hijo del Hombre. No se desprende en absoluto de sus palabras tal igualación. Más bien parece que una figura es Jesús, que proclama el Reino en la tierra y que recibe de sus oyentes diversas respuestas (creencia o increencia), y otra la figura del Hijo del Hombre que de acuerdo con esta actitud premia o castiga.

Es cierto que en el texto del Evangelio de Mateo, la identificación es total. Pero Mateo es posterior a Marcos y puede haber cambiado la tradición y la teología.

Tampoco es clara la identificación Jesús-Hijo del Hombre en el siguiente pasaje también del Evangelio de Marcos:

« “Pero él seguía callado y no respondía nada. El Sumo Sacerdote le preguntó de nuevo: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?» Y dijo Jesús: «Sí, yo soy; y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo» (Mc 14,61-62)”. »

El Evangelista presenta la escena sin duda para que el lector haga la identificación. Pero la tradición primera que se trasluce por debajo del texto tal como está, parece también distinguir dos personas o figuras distintas: una es Jesús, el heraldo del Reino; otra el Hijo del Hombre sentado a la diestra de Dios.

Respecto a Mc 8,38, comenta así Schlosser, pp. 128-129 (recordemos que es un sacerdote católico):

« La precisión de que Dios es el padre del Hijo del Hombre es curiosa en sí misma e insólita en las tradiciones del Nuevo Testamento y en las judías; tal precisión parece tener la función de preparar la declaración divina de Mc 9,7 (la voz que se oye desde la nube en el episodio de la Transfiguración: “Éste es mi Hijo muy amado”), que da la impresión del proceder del redactor (= el evangelista). Sea de ello lo que fuere, Mc 8,38 supone la identificación clara y limpia de Jesús con el Hijo del Hombre y con el Hijo de Dios, lo cual implica que (tal declaración e identificación) proviene de la comunidad postpascual. »

Estas frases suponen, pues, que

• La declaración de que Dios es el Padre del Hijo del Hombre es extraña al conjunto de los Evangelios Sinópticos

• Que procede del redactor (Marcos) y que no pertenece a la primera tradición (= a nivel del Jesús histórico). Por tanto que no se puede probar que sea históricamente atribuible a Jesús.

• Que la voz divina de la Transfiguración (Mc 9,1ss) procede también del redactor; por tanto da a entender que esa escena no es situable en el ámbito de la vida del Jesús de la historia, sino que se encuadra en las ideas de redactor sobre Jesús. Con otras palabras que es el producto de una teología posterior.

• Que la identificación de Jesús con el Hijo del Hombre y con el Hijo de Dios (óntico, real, no metafórico), no procede de Jesús, sino de la comunidad primitiva (después de la Pascua en la que murió Jesús = “postpascual”) , que es la responsable de esta teología.

• Que el pasaje no vale para probar –al menos en este caso que Jesús llamó a Dios como Padre. Eso lo dice la teología posterior.

• Que Jesús no se identificó a sí mismo con el Hijo del Hombre, ni tampoco con Hijo de Dios en el sentido de la teología de sus seguidores.

Y todo ello afirmado por un intérprete católico en un libro editado por una editorial católica en España. Espero que los lectores obtengan la impresión de que los intérpretes no confesionales, independientes, cuando hacemos afirmaciones semejantes y con métodos analíticos semejantes, no piensen que estamos exagerando, que somos sesgados y que torcemos la inteligencia natural y de los textos evangélicos.

Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero.

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Martes, 13 de Enero 2009
Hoy escribe Antonio Piñero


Antes de examinar los pasajes cruciales que afectan a nuestro tema sobre el uso de Jesús de la palabra Dios como Padre, creo que conviene presentar un cuadro de conjunto de las estadísticas. Se sobreentiende que hablamos de los casos en los que la mano redactora del evangelista no aparece clara en un primer momento y puede parecer que tal uso se retrotrae el Jesús histórico

En el Evangelio de Marcos sólo hay cuatro casos más o menos seguros: 8,38; 11,25; 13,32; 14,36

En la tradición de la “Fuente Q”: cinco casos seguros: Lc 6,36 (en el caso de la “Fuente Q” se cita siempre por el orden de Lucas); Lc 10,21-22; Lc 11,2; Lc 11,13; Lc 12,30

En el material evangélico que sólo encontramos en Lucas aparecen 6 casos de este uso: Lc 2,49; 12,32; 22,29; 23,34. 46; 24,49. De estos 6 casos hay algunos que dudosos en cuanto a su historicidad

En Mateo aparecen más de 20 casos, de los cuales unos 15 son propios sólo de este evangelista. Los que pueden considerarse más seguros –es decir, atribuibles al Jesús histórico- son sólo 8: Mt 5,16; 6,2-6; 6,7-8; 6,16-18; 16,17; 18,10; 18,19; 23,9.

Estas estadísticas hay que enmarcarlas dentro del uso general de “Dios” por parte de Jesús, que son numerosas:

• 25 veces en Marcos;

• 11 en la “Fuente Q”;

• 4 veces en el material específicamente propio de Mateo (es decir, no copiado de Marcos o de la “Fuente Q”, y

• 7 veces en el material específicamente propio de Lucas (es decir, no copiado de Marcos o de la “Fuente Q”.

Como comentario general hay que decir que Jesús usa la palabra con más frecuencia de lo que se podría esperar, ya que estamos acostumbrados a pensar que los judíos evitar designar a Dios directamente.

Sin embargo, es posible que para el siglo I no hubiera tantas reticencias a este uso como sí ocurre sobre todo con los rabinos posteriores a Jesús, sobre todo a partir del siglo II. En este uso sin demasiados problemas del vocablo genérico “Dios” Jesús se parece a los autores de los manuscritos del Mar Muerto que utilizan el término hebreo genérico para “Dios” = ‘El (arameo Ellahá; árabe Alláh) sin dificultad alguna, al igual que Filón de Alejandría o el anónimo autor del Libro de las antigüedades bíblicas (del siglo I de nuestra era) que también lo emplea sin dificultad. Otros, como el autor de 1 Macabeos prefieren sinónimos –sobre todo “cielo”- para designar a Dios. De hecho en este libro el vocablo “Dios” aparece sólo dos veces (1 Mac 3,18 y 5,68).

En conclusión: aunque como hemos visto en alguna nota anterior, Jesús emplea metáforas para designar a Dios( por ejemplo, “Poder”, “Cielo”, Altísimo”, “El que se sienta en el trono…”, etc., Jesús no tiene demasiados problemas –en contra de la tendencia de rabinos posteriores a utilizar el vocablo genérico “Dios” parea designar a la divinidad. Y la razón era porque él estaba convencido de que no lo empleaba en vano y porque le era más cómodo para su predicación. En esto se parece Jesús a los autores de los manuscritos de Qumrán.

Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero.

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Lunes, 12 de Enero 2009
Hoy escribe Antonio Piñero


Se oye decir, y se repite con frecuencia, que Jesús es muy original en su tratamiento de Dios como Padre, que este apelativo es casi inusitado en el judaísmo antes de Jesús y que el sentimiento de su filiación especial respecto a Dios es lo que hizo que Jesús tratara e invocara a Dios como Padre, con lo que se distinguía netamente del judaísmo. Pero… estas afirmaciones son sólo en parte verdad, como veremos.

No dudamos que el rasgo que caracteriza con más fuerza al Dios de Jesús es su aspecto de padre. Pero también es verdad que la invocación y la consideración de Dios como padre no era en absoluto extraña en el Antiguo Testamento y en el judaísmo intertestamentario, ni mucho menos. Y tenemos textos que lo prueban sin lugar a dudas.

No voy a cansar al lector con una enumeración de pasajes, sino que le ofreceré sólo los resúmenes conclusivos tanto de los extensos artículos sobre la voz o lema “Padre”, de los grandes diccionarios bíblicos, como del resumen del libro “El Dios de Jesús”, de Jacques Schlosser que nos sirve de guía para nuestro recorrido sobre el Dios de Jesús.

En el Antiguo Testamento la “paternidad divina implica ante todo bondad, solicitud, y amor: el padre lleva a su hijo (Dt 1,21), es indulgente (Mal 3,17), está lleno de compasión (Sal 102,13). La reprimenda misma es expresión de amor (Pr 3,12). Aplicado a Dios el título de padre está en la misma línea que las metáforas del esposo, pastor y liberador. Este aspecto de la paternidad divina ha encontrado una expresión literaria de gran belleza en varios textos veterotestamentarios como Is 1,2-3; 63,7-64; Os 11,1-4”. (Schlosser, p. 112).

El texto más bello de los citados es quizá Oseas 11,1-4, el único que vamos a reproducir aquí:

“Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí: a los Baales sacrificaban, y a los ídolos ofrecían incienso. Yo enseñé a Efraín a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer”.

Respecto al judaísmo posterior al Antiguo Testamento y que va desde los libros deuterocanónicos del mismo Antiguo Testamento (como Tobías, Eclesiástico), a los apócrifos veterotestamentarios, textos de Qumrán, paráfrasis en arameo de pasajes de la Biblia hebrea (los “targumes”), la Misná, la Tosefta y los midrasim (comentarios) más antiguos, rabínicos, de la Biblia que tratan de cuestiones legales, y por último a las plegarias sinagogales, se han hecho repetidas listas ý ponderaciones del número de veces que aparece la invocación “Padre” referida a Dios.

En líneas generales debe confirmarse que no es abundante el uso de "Padre" en comparación con el número de veces que se emplea el vocablo Dios. En el total de la Misná, Tosefta y midrasim –incluidos un par de casos en los textos de Qumrán, si no me equivoco- hay unos escasos cuarenta casos de designación de Dios como “Padre” o “Padre en los cielos”, pero prácticamente nunca como invocación expresa a Dios en vocativo, es decir, dirigiéndose a él.

Algo distinto es el panorama de las antiguas oraciones sinagogales que pueden proceder más o menos de la época de Jesús, como las llamadas “Qaddish” y las “Dieciocho Bendiciones”. En ellas sí aparece alguna que otra “Padre” como invocación a Dios, pero los expertos dudan de si esta invocación es del siglo I o fue añadida posteriormente.

Sí es cierto que en la oración denominada “Nuestro Padre, nuestro Rey” (en hebreo “Abinu, Malkenu”, que está testimoniada para los años 130 del siglo II –por tanto unos cien años después de Jesús-) la invocación “Padre nuestro” aparece unas 44 veces, según las versiones.

Es de sospechar que tal invocación no apareció de repente en el siglo II, sino que tenía antecedentes en los años en los que vivió Jesús.

Como conclusión de este breve panorama podemos afirmar que Jesús es ciertamente un caso único por la cantidad, el número de veces testimoniados en los Evangelios Sinópticos (Mt –Mc – Lc) de su invocación a Dios como “padre”, pero que no lo es porque fuera él sólo, ni mucho menos, el que introdujo tal costumbre dentro del judaísmo.

Por otro lado, habrá que investigar si Jesús –al tratar a Dios como “padre” tenía una conciencia tan especialísima de su filiación que de algún modo se pudiera sospechar que -a través del modo cómo invocaba a Dios- dejaba traslucir ciertos indicios por los que cupiera pensar que se sentía “hijo de Dios” de un modo óntico y real, aunque nunca lo dijera.

Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero.

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Sábado, 10 de Enero 2009
Hoy escribe Antonio Piñero


Hay en el Evangelio de Marcos (4,26-29) una breve parábola que sirve también para nuestro propósito de presentar a un Jesús con gran consciencia de la enorme diferencia entre su persona y actividad y las del Dios de Israel, no según nuestra idea, sino según el Evangelista mismo: la parábola de la “semilla que crece sola”. El texto dice así:

También decía: «El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega.»

La interpretación teológica de esta parábola, o mejor “comparación”, de Jesús -que creo auténtica en su núcleo esencial- ayuda también a nuestro propósito de dibujar la imagen de Dios en Jesús, y la diferencia que éste sentía respecto a la divinidad. La comparación propone considerar un hecho de la vida cotidiana: la siembra y sus efectos: el labrador siembra, ciertamente, pero la semilla germina y crece por sí sola; el ser humano no sabe cómo; la tierra produce el fruto por sí misma y él, el labrador, en cierto modo permanece inactivo.

El mensaje parece claro: Jesús, como labrador, ha sembrado la semilla del anuncio de la venida del Reino de Dios, pero una vez sembrada, la potencia de la tierra (que él, como el labrador, no controla en absoluto) hace el resto. La potencia de la tierra representa el poder de Dios que otorga casi como un regalo el fruto, la mies, que simboliza los bienes del Reino futuro.

Evidentemente, tanto Jesús en su vida de predicación como el labrador, no permanecen en realidad inactivos hasta la siega. Jesús no lo ignora porque conoce la realidad del campo de su Galilea natal. Pero recalcar la imagen de cierta inactividad no tiene otro fin que el de resaltar la misteriosa potencia divina que lleva al Reino. La cosecha era en la Biblia una metáfora para designar el “día del Señor”, el futuro Reino.

La no intervención del labrador/Jesús da a entender que en el pensamiento de éste había una convicción profunda: por mucho que él predicara la penitencia y la preparación para su venida, el Reino y su realidad no es cosa suya; es competencia absoluta de Dios. Jesús por el contrario –la comparación exagera un poco para potenciar la finalidad del mensaje-, conforma la imagen del labrador (casi) inactivo e impotente ante el crecimiento de la semilla.

Desde otra perspectiva: dado que el futuro Reino de Dios significa el “fin” del mundo, es decir, un transformación radical de lo que se veía en Israel, la modesta actividad de Jesús en el presente era como un inicio insignificante de la grandeza de la realidad futura. Aunque Jesús realice curaciones y exorcismos…, todo ello es poco para lo que va a venir.

Según los exegetas, esta comparación de la semilla que crece por sí sola es un “llamamiento a la fe y a disipar las dudas”. “A pesar de sus comienzos oscuros y modestos, es posible esperar para la soberanía de Dios un triunfo seguro –su Reino- de una amplitud sorprendente”. Con otras palabras, Jesús destaca con su comparación el carácter insignificante de su obra, en contraste con lo que Dios va a hacer.

Concluye Schlosser su interpretación de esta parábola del modo siguiente:

“Si Jesús quiere suscitar fe y confianza en Dios es porque él mismo está animado por estas mismas disposiciones respecto a Dios. A través de la parábola, Jesús refleja su propia experiencia de Dios y expresa su fe, aunque la parábola sea demasiado esquemática para autorizar –sólo por sí misma- más precisiones en cuanto esta imagen de Dios. Por lo menos esboza una silueta a través de la cual reconocemos al Dios (de Jesús), al Dios de la Biblia: un Dios que actúa soberanamente para llevar a término su plan; un Dios cuya fidelidad es indefectible y ante el cual, por consiguiente, la fe y la confianza radicales son las única actitudes adecuadas” (p. 103).

Nos parece, una vez, más que la pintura de Jesús del evangelista Marcos apunta una vez en la misma dirección: recalcar los rasgos de un Jesús intensamente humano, en cuya figura un lector sencillo de los Evangelios no puede percibir aún ningún rasgo de una consciencia divina. Esto vendrá después con la teología propiamente cristiana.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.

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Viernes, 9 de Enero 2009
La teología en la literatura apócrifa (II)
Hoy escribe Gonzalo del Cerro

La Asunción de María al cielo en cuerpo y alma (y 2)


Un tercer apócrifo asuncionista, falsamente atribuido a José de Arimatea, ofrece una versión de la Asunción que denomina Transitus beatae Mariae uirginis. Los sucesos que en los textos griegos llevan el epígrafe de koímesis (Dormición), en los latinos van preferentemente etiquetados como Transitus. La narración describe la llegada del apóstol Juan transportado en una nube. Llegaron después los demás con el mismo medio de transporte. A la cita no llegó “Tomás, el llamado Dídimo”. Durante el traslado del cadáver hasta el sepulcro, situado en el valle de Josafat, según el texto de este apócrifo, tuvo lugar el conocido episodio del judío, aquí llamado Rubén, que quiso derribar el féretro de la Virgen y perdió los brazos hasta que fue curado por Pedro (Tránsito de la bienaventurada Virgen María, XIV).

El Apócrifo termina con el caso de Tomás. Lo mismo que en los días, que siguieron a la Resurrección de Jesús, también ahora estuvo apartado de la compañía de sus condiscípulos en un momento importante. Pero desde el capítulo XVII hasta el final es el protagonista de los hechos. Transportado al monte Olivete, tuvo la oportunidad de contemplar cómo el cuerpo de la Virgen María era llevado al cielo. Pidió a gritos a la Virgen que le diera su bendición. Ella cumplió su deseo y le arrojó desde lo alto el cinturón con que los Apóstoles habían ceñido su cuerpo.

Cuando Tomás se reunió con los demás apóstoles, Pedro le echó en cara su incredulidad, por la que Dios le había privado de la gracia de asistir al entierro de la Señora. Tomás aceptó humildemente la reprimenda y quiso saber dónde habían depositado el cuerpo. Ellos señalaron el sepulcro. Cuando Tomás les replicó que allí no estaba, Pedro volvió a reprocharle su terca incredulidad, puesta ya de manifiesto en los episodios de la Resurrección de Cristo Pero cuando comprobaron que el sepulcro estaba vacío, escucharon el relato de Tomás y vieron el ceñidor de María, le pidieron perdón por su actitud.

En la vieja catedral del Salamanca se conserva una tabla del siglo XV, en la que aparece la Virgen cuando arroja desde las nubes su ceñidor a Tomás, que está postrado junto al sepulcro. La anécdota figura en cierta manera en el Misterio de Elche, dedicado precisamente a la Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma al cielo. El Misterio toma diversos detalles del referido Tránsito de la bienaventurada Virgen María. Uno de ellos es el tema de la palma milagrosa que debía presidir el entierro. Otro, la ausencia de Tomás, cuya tardanza explica el texto del Misterio como provocada por sus obligaciones en la India. En el segundo día de la celebración del “Misteri”, ocupa Tomás un especial protagonismo, como ocurre también en el Apócrifo. Tampoco olvida la fiesta de Elche el caso de la hostilidad de los judíos y el detalle de las manos osadas y castigadas. Refiere igualmente la conversión y el bautismo de los judíos en conformidad con los textos apócrifos del Pseudo José de Arimatea.

El autor del apócrifo mencionado acaba su obra autopresentándose como José de Arimatea, el que depositó el cuerpo del Señor en su sepulcro personal y cuidó luego de la “bienaventurada siempre virgen María”. Escribió las palabras que salieron de la boca de Dios y el modo como se realizaron los acontecimientos consignados.

Un dato registrado cuidadosamente en los Apócrifos da la noticia de que la partida de María hacia el cielo tuvo su momento en domingo. Porque ése era el día en que habían acontecido los más grandes misterios de la Historia de la Salvación. Así lo explica el Libro de San Juan Evangelista con palabras del Espíritu Santo: “Ya sabéis que en domingo recibió la virgen María el anuncio del arcángel Gabriel, que en domingo nació en Belén el Salvador, que en domingo salieron los hijos de Jerusalén con palmas a su encuentro diciendo: «¡Hosanna en las alturas! Bendito el que viene en nombre del Señor» (Mt 21, 9; Mc 11, 10), que en domingo resucitó de entre los muertos, que en domingo ha de venir a juzgar a vivos y muertos, que en domingo tiene que venir desde los cielos para gloria y honor de la salida de la santa y gloriosa virgen que le dio a luz” (Libro de San Juan Evangelista sobre la Dormición de la Madre de Dios, XXXVII).

Una Carta, La carta del domingo, escrita presuntamente por “Jesucristo, señor Dios y Salvador nuestro” y enviada al sepulcro de San Pedro en Roma, habla del domingo como de un gran regalo hecho por Dios a la humanidad. La observancia del domingo es motivo de múltiples ventajas y venturas. La carta, escrita en griego, surgió en los contextos propios de la patrística española hacia el siglo VI. Abunda en la importancia del domingo, día en que Abraham recibió la visita de Dios trino en su tienda; en domingo se apareció Dios a Moisés en el Sinaí y le entregó las tablas de la Ley; en domingo bautizó Juan el Bautista a Jesús. Y termina la carta con una solemne recomendación: “Guardad y respetad el día santo del domingo y de la resurrección para que encontréis misericordia en el día del juicio en Cristo Jesús, Señor nuestro”.

Como en otros sucesos salvíficos, la tradición busca siempre un “aquí” y un “ahora” para dar al misterio dosis nuevas de emoción y estremecimiento. De las dos tradiciones sobre el lugar de la dormición de María, Éfeso o Jerusalén, los Apócrifos se decantan claramente por Jerusalén. El Libro de San Juan Evangelista refiere también la noticia de que Juan se encontraba en Éfeso cuando fue arrebatado por la nube que lo transportó hasta Belén (Ibid. VI y XVII). A continuación se produjo el traslado de la Virgen a Jerusalén donde tuvo lugar su muerte y su asunción. No lejos del jardín de Getsemaní, en el valle del Cedrón, la piedad cristiana ha venerado un edificio medieval como el lugar donde fuera depositado el cuerpo de María, que desde allí fue llevado por los ángeles al paraíso.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro


Jueves, 8 de Enero 2009
Hoy escribe Antonio Piñero


Hemos visto ya en esta serie cómo los evangelistas presentan como evidente que el Dios de Jesús es el mismo que el Dios del Antiguo Testamento (esto implica poroblemas teológicos que no abordamos por el momento, ya que ese Dios es demasiadas veces una divinidad violente, guerrera y partidista en favor de Israel .

La discusión de Jesús con los saduceos a propósito de la resurrección de los muertos Mc 12, 18-27 demuestra con palmaria claridad que el Dios de Jesús es el mismo que el del Antiguo Testamento.

He aquí este texto:

« Se le acercan unos saduceos, esos que niegan que haya resurrección, y le preguntaban: “Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno y deja mujer y no deja hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano. Eran siete hermanos: el primero tomó mujer, pero murió sin dejar descendencia; también el segundo la tomó y murió sin dejar descendencia; y el tercero lo mismo. Ninguno de los siete dejó descendencia. Después de todos, murió también la mujer. En la resurrección, cuando resuciten, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer.
Jesús les contestó: “¿No estáis en un error precisamente por esto, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios? Pues cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en los cielos. Y acerca de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? (Éxodo 3,6) No es un Dios de muertos, sino de vivos. Estáis en un gran error.  »


Parece evidente que Jesús razona del siguiente modo contra los saduceos: “Si todos los judíos tienen que aceptar, según lo que leen en las Escrituras que el Dios de Israel es el Dios de los antepasados, los patriarcas, y como un Dios no pude ser Dios de muertos (sería un Dios de nada), sino de vivos, es claro entonces que Abrahán, Isaac y Jacob están vivos”.

Ello supone que Jesús pone el acento no en la fidelidad de los patriarcas en Dios, sino al revés, en el compromiso de fidelidad de Dios para con los patriarcas. Jesús presenta a Dios como un escudo y como un protector de los justos a los que otorga el vivir siempre delante de Él.

La muerte significa la ruptura de todas las relaciones, en especial la del hombre con su creador. Por ello la teología del Antiguo Testamento suponía que el que murieran definitivamente los justos supondría una declaración de implícita de que Dios no es totalmente soberano. Según el evangelista Marcos, en esta perícopa, lo que argumenta Jesús es: la muerte pierde su valor ante el poder de Dios y ante el compromiso que este Dios ha tomado al declararse a favor de alguien. Dios es soberano total.

El rechazo de la resurrección por parte de los saduceos tiene que ver con la imagen de Dios por parte de los miembros de este grupo religioso. Según el historiador judío Flavio Josefo –que es una de nuestras fuentes principales para saber algo de los saduceos-, estos personajes no poseían mucho sentido de la proximidad de Dios al ser humano. Los saduceos negaban completamente la providencia divina, y hasta cierto punto eran como los filósofos epicúreos entre los griegos: Dios es en el fondo una divinidad extraña al mundo (Guerra de los judíos II 164).

Por tanto, lo que Jesús discute en el fondo en la perícopa citada, al hablar de la muerte y de la resurrección de los justos –para el Reino de Dios aquí en la tierra, confirme pensaban todos los judíos, o para el paraíso futuro, como piensan ahora en general los cristianos- es una concepción de Dios: éste tiene un poder absoluto y una fidelidad también absoluta para los justos, los que le son fieles.

Jesús afirma que “La muerte es ciertamente el límite de la vida humana; pero la fe sabe que al morir, el ser humano justo desemboca en las manos de Dios. Éste no abandona a lo que ha escogido. Tal es el contenido de la esperanza: Dios mismo es el bien esperado”.

Como puede observar el lector toda esta perícopa presenta a Jesús como piadoso judío, que adopta las posiciones de los fariseos, y que de ningún modo se considera a sí mismo tan cercano a la divinidad como para ponerse a sí mismo como causante, o cooperante, de algún modo de la resurrección de los justos.

Contrástese esta actitud del Jesús del Evangelio de Marcos, en el Jesús del Evangelio de Juan (cap. 11) en la historia de la resurrección de Lázaro:

« Había un cierto enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta. María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: «Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo.» Al oírlo Jesús, dijo: «Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella» (Jn 11,1-4) »

Y un poco más adelante dice Jesús a Marta, la desconsolada hermana del difunto:

Dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá.» Le dice Jesús: «Tu hermano resucitará.» Le respondió Marta: «Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día.» Jesús le respondió: «Yo soy la resurrección El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?» Le dice ella: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo». (Jn 11,21-27).

Todos los comentaristas serios de los Evangelios, incluidos los católicos, están de acuerdo en que estas palabras no pertenecen al Jesús de la historia, sino a la teología del Cuarto Evangelio. El evangelista pone en boca de Jesús palabras que corresponden a un estadio muy avanzado de la teología cristiana –finales ya del siglo I-, estadio creado después de la muerte de Jesús, en el que la figura de éste está ya totalmente divinizada. Por ello se iguala a la del Dios de Israel y se le pone como causa o cooperante con el Padre en la resurrección del justo Lázaro.


Pero el Jesús que más se acerca al de la historia es sin duda el del Evangelio de Marcos cuando se sabe leer, a veces entre líneas, a partir de las tradiciones que fielemente recoge sobre el Nazareno aunque no sean favorables para su teología sobre ese mismo Jesús.

Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero.

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Miércoles, 7 de Enero 2009
Hoy escribe Antonio Piñero

Dijimos en la nota anterior que seguiríamos con el tema de la salvación, en donde se ve que también ésta procede sólo de Dios (Éste la “da” u “otorga”; así en Mc 4,25: “Al que tiene se le dará, y al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará»”. Jesús es el mero heraldo de estas acciones divinas. De cualquier modo, y puesto que se da también por supuesta, la acción de Dios como salvador no precisa en el pensamiento de Jesús de una descripción detallada.

Las imágenes que emplea Jesús para explicar la salvación que proviene de Dios son, entre otras que veremos a continuación, la “medida”: Dios retribuye según la medida de las obras de cada uno para con sus semejantes: “Les decía también: «Atended a lo que escucháis. Con la medida con que midáis, se os medirá y aun con creces” (Mc 4,24), o el “poner en lugar seguro” (en el Reino o finalmente en el paraíso: “Yo os lo digo: aquella noche estarán dos en un mismo lecho: uno será tomado y el otro dejado; habrá dos mujeres moliendo juntas: una será tomada y la otra dejada» (Lc 17,34-35)”.

También –aparte del vocabulario usual de “salvar y salvación”, que no es casi ni necesario mencionar (por ejemplo, Mc 13,13.19, etc.) se emplean las expresiones “Dios consuela”, o “Dios exalta”, también en el Reino divino o en el paraíso. Así, Mt 5,5: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados” o Lc 18,14: “Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»”.

Espero que no sea necesario insistir en que -según el Jesús mismo de los Evangelios- el sujeto de todas estas acciones de salvación es Dios y sólo él, mientras que Jesús queda en una posición absolutamente secundaria… No parece, pues, que pueda deducirse de ninguna de las sentencias, y otras similares, que hemos transcrito, que Jesús tuviera conciencia alguna de ser, por naturaleza, semejante a Dios.

Quisiera concluir este tema con las palabras conclusivas del libro de Jacques Schlosser, al que estamos tomando como guía de nuestras observaciones, que ponen muy claramente de relieve la distancia insalvable entre Dios y Jesús en cuanto a su naturaleza:

« En continuidad con la tradición veterotestamentaria y judía, Jesús presenta a Dios en su alteridad (es decir, como el absolutamente “otro”), y ésta se manifiesta a través de los atributos del poder, de la omnisciencia y de la bondad… PaRA Jesús, como para la tradición judía, la acción de Dios abarca toda la historia. Pero los acentos se distribuyen de diversa manera… La mirada de Jesús se dirige –más que al pasado al presente. Atestigua que Dios está a punto de tomar la iniciativa para realizar algo nuevo y para manifestarse ante todo como el Dios que ofrece la salvación…” (p. 78) »

Seguiremos con otros temas relacionados. Saludos cordiales de Antonio Piñero.

Martes, 6 de Enero 2009
Hoy escribe Antonio Piñero

Decíamos en la nota anterior que el modo de obrar de Dios muestra la diferencia radical entre la divinidad y Jesús, que no se considera a sí mismo igual a Dios, ni mucho menos.

La obra de Dios en el presente se relaciona íntimamente con la acción de Jesús, pero no porque éste se considere igual a Dios sino porque en Jesús, como lugarteniente de la divinidad, se están realizando los preludios de la llegada del Reino: Satán comienza a ser derrotado. Las curaciones, exorcismos y la acogida a los pecadores, incitándolos a la penitencia para que sean dignos del Reino divino caracteriza la acción de Jesús que representa la acción divina, pero sin confundirse.

Por ello, sus enemigos son capaces de afirmar que Jesús no obra como lugarteniente de Dios, sino del Diablo o Beelzebub:

« Estaba expulsando un demonio que era mudo; sucedió que, cuando salió el demonio, rompió a hablar el mudo, y las gentes se admiraron. Pero algunos de ellos dijeron: «Por Beelzebul, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios» (Lc 11,14-15). »

Y la continuación del texto muestra la diferencia entre Dios y Jesús:

« Pero si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios (Lc 11,20). »

La acción de Dios en el futuro expresa aún con mayor claridad si cabe la distancia que media entre Jesús y Dios. Es éste en exclusiva, el que -como el Altísimo- establecerá su reino sin fin, en el cual el papel de Jesús queda absolutamente difuminado. No hay sentencias claras del Nazareno en los Evangelios que nos ilustren cuál es su función en el Reino que viene, salvo las palabras sobre el Hijo del Hombre y su actuación de juez final en el Gran Juicio del fin de los tiempos…

Pero según la inmensa mayoría de los intérpretes independientes tal atribución al Nazareno de la juez final y supremos, supone ya el proceso de divinización de Jesús, por lo que deben atribuirse a la teología de la Iglesia primitiva que las forma después de la muerte de Jesús. No pertenecen, por tanto al Jesús histórico.

La naturaleza de la acción divina y la función de Jesús

En los Evangelios, los dos polos del actuar divino respecto al ser humano son, para Jesús, el polo de la salvación y el del juicio (Schlosser, pp. 75ss). Muchas veces se olvida que el mensaje del Nazareno respecto al juicio divino incluye también la condenación del réprobo. Se insiste en la predicación de la misericordia divina por parte de Jesús y se obscurece a menudo el aspecto de condenación ineludible para aquellos que no escuchan y ponen en práctica su anuncio de la venida del Reino divino.

El polo del juicio

Dios, no Jesús (repetimos que exceptuamos los problemáticos dichos del Hijo del Hombre, sobre todo en Mt 25,31-46, como producto de la teología cristiana sobre Jesús, no procedentes del Jesús histórico), es el que “juzga” (“No juaguéis y no seréis juzgados”: Lc 6,37, y el que “arroja” al condenado al infierno (gehenna) = Mc 9,47: “Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo. Más vale que entres con un solo ojo en el Reino de Dios que, con los dos ojos, ser arrojado (pasivo divino = el sujeto que arroja es Dios, al que no se nombra por respeto ) a la gehenna”.

Según Lc 12,5, Dios –no Jesús- es el único que tiene poder para matrar y arrojar al infierno: “Os mostraré a quién debéis temer: temed a Aquel que, después de matar, tiene poder para arrojar a la gehenna; sí, os repito: temed a ése”. Textos semejantes son los que hablan de “ser echado” (Lc 13,28, “ser cortado y arrojado al fuego (eterno): Mt,7-19, o “ser humillado” en la condenación definitiva por parte de Dios. Así hay que entender frases del estilo de Lc 14,11: “Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»”.

En la próxima nota seguiremos con el tema/polo de la salvación, en donde se verá que también ésta procede sólo de Dios. Jesús es el mero heraldo.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.

www.antoniopiñero.es

Lunes, 5 de Enero 2009
Hoy escribe Antonio Piñero

Decíamos en la nota anterior que La imagen de Dios más peculiar en Jesús es la que muestra la enseñanza de Jesús acerca de las actitudes que Aquél exige del hombre ante Dios.

La primera, la fe, no es para Jesús simplemente creer que Dios existe -eso se da por supuesto y no se discute jamás en la época de Jesús-, sino en contar absoluta­mente con Él, poner radicalmente en Él toda la confianza. Como en gran variedad de pasajes del Antiguo Testamento,

Creer no consiste en admitir que Dios existe, sino en contar absolutamente con Él, poner radicalmente en Él toda su confianza. Creer es fiarse de Dios, reconociendo al mismo tiempo que está dispuesto a ayudar y que es capaz de hacerlo eficazmente. A través de la llamada de la fe se percibe a Dios tal como lo presentan por ejemplo los Salmos en muchas ocasiones: una roca, una ciudadela, un abrigo seguro (Schlosser, 61).

Esta postura supone una actitud de oración continua (segunda actitud), sin palabras, privada y secreta. Es una oración de alabanza, pero también de petición silenciosa: Dios sabe lo que necesitan sus hijos, sin decírselo.

“Las peticiones iniciales del Padrenuestro (Lc 11,2: “El les dijo: «Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino”)demuestran claramente hasta qué punto Jesús estaba impregnado del sentido de la santidad de Dios y de la pasión por su gloria, un sentido y una pasión que pretende precisamente comunicar a sus discípulos” (Schlosser, 61).

Obsérvese cómo el espíritu de la petición en la plegaria señala a un Jesús convencido de que Dios, totalmente distinto y superior a sí mismo está muy favorablemente dispuesto a conceder bienes a sus hijos. Jesús compara favorablemente la actitud divina con la de los progenitores humanos: si un padre humano, por malvado que sea, está dispuesto a conceder a su hijo lo que pide, mucho más Dios que es padre de un modo supremo. De nuevo notamos la diferencia entre Dios, él mismo y sus discípulos que Jesús intenta inculcar a los que le siguen y que conduce a una actitud de sencillez y humildad ante Aquél.

La tercera actitud ante la divinidad es la obediencia absoluta. Jesús da por supuesto este extremo. Por ello no debe extrañar que los Evangelios no recojan apenas sentencias de Jesús que hablen de la obediencia debida de la criatura al Creador. Sí afirma Jesús expresamente que “cumplir la voluntad de Dios” es aquello que caracteriza a los que buscan el Reino, por lo que forman parte de la familia espiritual de Jesús. Así, por ejemplo, en Mc 3,31-35:

Llegan su madre y sus hermanos, y quedándose fuera, le envían a llamar. Estaba mucha gente sentada a su alrededor. Le dicen: «¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan.» El les responde: «¿Quién es mi madre y mis hermanos?» Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: «Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.»

Es evidente que Jesús distingue entre su voluntad y la de Dios, con el que no pretende asemejarse. Algo parecido ocurre con la sentencia siguiente: en Lc 16,13 Jesús afirma que el aspirante al Reino debe escoger entre servir a Dios o a la Riqueza/Dinero (Mammón):

«Ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero.»


El obrar de Dios

Como dijimos, para Jesús, creer es fiarse de Dios y tener confianza en el obrar divino, en el pasado, en el presente y en el futuro. En el pasado porque Dios obró la salvación de Israel. Jesús interpreta como cumplimiento –en relación con su persona y su obra- lo que en el pasado era no más que una promesa de salvación: él es simplemente el instrumento de Dios para salvar a Israel.

De nuevo me parece interesante lo que Jacques Schlosser, sacerdote católico, expresa acerca de la actitud general de Jesús y, en particular ante el obrar de Dios. El texto que sigue confirma el “leitmotiv” (motivo guía) que orienta toda esta introducción a nuestro tema la “divinización de Jesús”, mostrar cómo los evangelistas pintan a un Jesús judío, profundamente humano, consciente de su distancia para con la divinidad que no rompe los moldes del judaísmo. Escribe Schlosser:

« Antes de recoger los datos (acerca de la figura de Dios según Jesús en el ámbito de los verbos que tienen a la divinidad como sujeto implícito o explícito de una acción salvadora) y para evitar que la discusión de este tema se meta de antemano en callejones sin salida, importa recordar algunos puntos fundamentales en los que están ordinariamente de acuerdo los exegetas (se sobreentiende que también los católicos): 1. Jesús no vino a fundar una religión nueva. Su misión histórica se dirige a Israel y hasta se limita a Israel. En este sentido van la constitución del grupo de los Doce –que no tiene sentido más que en referencia al pueblo de la doce tribus-, la vida pública de Jesús tal como nos la relatan los Evangelios, así como muchas declaraciones conservadas en la tradición (Mt 10,5-6: “A estos doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones: «No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel”; Mt 15,24: “Respondió él: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel»”. 2. Evidentemente Jesús no anuncia un Dios desconocido y radicalmente nuevo. Habla del Único (Mc 12,29) y del Dios de Abrahán. De Isaac y de Jacob (Mc 12,26)” (Schlosser, p. 66). »

Seguiremos con estas interesantes perspectivas. Saludos cordiales de Antonio Piñero.

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Sábado, 3 de Enero 2009
Hoy escribe Antonio Piñero

Seguimos con el tema cómo la imagen de Dios según Jesús nos indica la distancia óntica, de esencia, que existe entre él y la divinidad. De acuerdo con Oseas 11,9,

"Yo soy Dios y no un hombre; dentro de ti yo soy santo",

la predicación de Jesús destaca la profunda alteridad de Dios: Dios es otra cosa totalmente distinta del mundo y del hombre.

La diferencia entre "Mi padre que está en los cielos" y la "carne y la sangre" es clara en los evange­lios. Así lo expresa claramente Jesús en la denominada confesión de Pedro de Mt 16,17:

“Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”.

Los paralelos de textos judíos anteriores a Jesús como Eclesiástico, o Ben Sira 14,18 y el Libro de las antigüedades bíblicas, de un autor desconocido judío, quizá del siglo I d.C., en 62,2, confirman que “carne y sangre” sirven para distinguir al ser humano en su finitud esencial y Dios, que es radicalmente diferente. En el texto presente Jesús afirma que la confesión mesiánica de Pedro (“Tú eres el mesías, el hijo de Dios vivo”) no se la revelado ni siquiera Jesús, sino alguien totalmente diferente, el Dios de los cielos

Dios tiene un poder especial. En la controversia sobre la resurrección de los muertos de Mc 12,18-27, Jesús contrapone el poder de Dios al de los hombres incluido el mismo:

“Jesús contestó (a los saduceos que le tendían una trampa afirmando que no existe la resurrección): «¿No estáis en un error precisamente por esto, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios? Pues cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en los cielos. Y acerca de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es un Dios de muertos, sino de vivos. Estáis en un gran error»”.

El pasaje vuelve a destacar la diferencia entre el poder de Jesús, y el de los demás hombres, y el de Dios que otorga la resurrección

Dios posee conocimientos especiales que no tiene, por ejemplo, ni siquiera Jesús. El pasaje más importante es el muy citado Mc 13,32, en el que el Nazareno afirma ante sus discípulos que él mismo no sabe cuándo llegará el fin del mundo:

“Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre”.

Otro pasaje interesante es Lc 16,140-15:

“Estaban oyendo todas estas cosas los fariseos, que eran amigos del dinero, y se burlaban de él. Y les dijo: «Vosotros sois los que os la dais de justos delante de los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones; porque lo que es estimable para los hombres, es abominable ante Dios.”

Obsérvese de nuevo la distinción entre Dios y Jesús establecida por él mismo.

Otra cualidad que Jesús atribuye constantemente a Dios es la bondad especial, que contrapone la figura divina a la de él mismo. El pasaje de Mc 10,17 nos parece especialmente interesante:

Se ponía ya Jesús en camino cuando uno corrió a su encuentro y arodillándose ante él, le preguntó: «Maestro bueno, ¿ qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?» Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios.

En un momento en el que la teología de los evangelistas destaca con cierta claridad su idea de que Jesús es de algún modo divino, tiene especial valor esta distinción –sin duda conservada por la fuerza misma de una tradición que se impone- entre Dios y Jesús hecha por él mismo.

Obsérvese cómo el evangelista Mateo, que copia de Marcos, observa cómo lo que transmite su predecesor es lesivo para la imagen de un Jesús divino y corrige el texto marcano en 19,16-17:

“En esto se le acercó uno y le dijo: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?». El le dijo: «¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos»”.

Pero todo esto es más o menos normal dentro del judaís­mo que vivió Jesús. La imagen de Dios más peculiar, la que se impone en la enseñanza de Jesús puede percibirse indirectamente a través de las actitudes que Aquél exige del hombre ante Dios. Estas son, principalmente tres y están relacionadas entre sí: la fe, la obediencia y la exigencia de una oración continua.

Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero.

Viernes, 2 de Enero 2009
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Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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