NotasEscribe Antonio Piñero La idea de Dios de Jesús no siempre está de acuerdo con la correspondiente noción de algunos Apócrifos del Antiguo Testamento. Pero es necesario siempre tener esta en cuenta. Una de las características del Dios de los Apócrifos es su decisión del fin de su revelación oficial al pueblo elegido. En la época de los Apócrifos ya no hay profecía “oficial” en Israel. Según los rabinos posteriores esto ocurre desde la muerte del rey persa Artajerjes II que fallece a mediados del siglo IV a. C., en el 358. Dios decide que desde ese momento al acabar la revelación decidida desde todos los siglos, solamente quedará la Bat qol, la “hija de la Voz”, el eco de la profecía, una “profecía en tono menor”. Aunque Dios no comunique su palabra a profeta alguno, sin embargo, sí se seguirá comunicando por sueños y visiones con los autores de esta literatura (apócrifa) para desvelarles el sentido de las profecías antiguas; y los ángeles intérpretes les explicarán el sentido de sus visiones. A los que lo temen (=lo reverencian) Dios revela lo que les está ya preparado para el final (Apocalipsis de Baruc [siríaco] 54,4). Por ello, todo aquel que escriba algo importante, religiosamente importante, en esta época, si quiere ser oído, ha de ocultar su personalidad y amparar su escrito bajo el nombre de un héroe religioso del pasado, es decir, bajo el nombre de algún personaje notable que vivió cuando aún Dios se comunicaba directamente con el pueblo a través de un instrumento humano. Otra idea importante en los Apócrifos de la Biblia hebrea es la repetición una y otra vez, machaconamente, de que Dios es justo. Ahora bien, el que Dios sea justo es algo también común en los textos de la Biblia hebrea anterior, pero hay que tener en cuenta que el concepto de justicia, tanto en la Biblia canónica como en los Apócrifos no se corresponde sin más con las ideas griegas y romanas de justicia forense, o vindicativa / punitiva. La justicia de Dios es más bien la restauración del orden del mundo, no sólo en el obrar de los hombres y de los espíritus, sino en todos los ámbitos; la justicia para restaurar el derecho lesionado; la justicia para ayudar; la justicia para salvar; y también naturalmente la justicia distributiva. Respecto a la justicia de Dios, los apócrifos de origen palestinense suelen entenderla como justicia que salva o castiga, mientras que los de origen helenístico (pocos) y los más tardíos la entienden más bien como justicia distributiva. Insisto en este punto. La contraposición en el significado del vocablo “justicia” divina sobre todo, pero también humana, entre los apócrifos de origen judeohelenístico (compuestos o traducidos muy pronto al griego) y entre los compuestos en Israel/Palestina o Babilonia, de lengua materna aramea, es que en los primeros, los apócrifos de origen helenístico, como la Carta de Aristeas; los Oráculos sibilinos, Libro Cuarto Macabeos, el concepto de justicia, si se aplica a los humanos, puede referirse a una de las virtudes cardinales: prudencia justicia, fortaleza y templanza (es Platón, no la Biblia, quien las definió y unió a lo largo del libro IV de la República). Por el contrario, los apócrifos y deuterocanónicos judíos de Palestina son más fieles al concepto de justicia de la Biblia hebrea, justicia salvadora, y lo refieren con más frecuencia a Dios. En la justicia humana lo que se opone a la justicia (divina) es el pecado (la injusticia humana contra otros humanos, o contra el plan divino sobre el mundo), como apunta, por ejemplo, Eclesiástico / Ben Sira, 15,11-12: “No digas: «Mi pecado viene de Dios», pues no hace Él lo que detesta. No digas que él te empujó al pecado, pues Él no necesita de gente mala”. Un caso especial es el libro de Tobías en el que la justicia del hombre va unida a la limosna, pero restringida igualmente a los miembros del pueblo de Israel: “Yo, Tobit, caminé por la senda de la verdad y de la justicia todos los días de mi vida haciendo muchas limosnas a mis hermanos, los de mi nación, que conmigo habían sido llevados a la tierra de los asirios, a Nínive”. La “justicia de Dios” como término técnico aparece como tal tanto en Qumrán: Regla de la Comunidad: lQS 10,25s; 11,12; Rollo de la guerra: 1QM 4,6) como en diversos lugares de los Apócrifos. Así en el Testamento de Dan 6,10; 1 Henoc17,14; 99,10; 101,3; 4 Esdras 8,36. “Justicia de Dios” significa la conducta divina, naturalmente impecable y recta. Esta justicia consiste ante todo en la fidelidad de Dios mismo a la alianza hecho con los hombres representados por Abrahán, en su misericordia y perdón para con los humanos. Es claro que a todo ello el hombre debe corresponder con la obediencia. Cuando se habla del presente (aunque siempre se considere que el final del mundo está cercano) como suele ocurrir en la apocalíptica más antigua, la justicia de Dios subraya la misericordia divina; cuando esa situación final del mundo se proyecta más claramente al futuro, en la apocalíptica más moderna la justicia de Dios subraya el juicio de Dios y se convierte en justicia forense / distributiva. Hay muchísimos ejemplos. Escojo uno del Apocalipsis sirio de Baruc: “El Señor me dijo: El mundo y la eternidad pertenecen a mi Nombre y mi Gloria. Mi juicio aguarda su justicia a su tiempo y verás con tus ojos que no son los enemigos los que destruyen Sión e incendian Jerusalén, sino que sirven al Juez en su momento”. En este texto el pecado de Israel ha sido castigado con la destrucción de Jerusalén por medio de otros seres humanos, que cumplen la voluntad divina de justicia sin saberlo. En el libro de los Jubileos, del siglo II a. C., el carácter ético y moral de la justicia, traducido a normas, pasa a primer plano, porque la vida del hombre tiene que acomodarse a lo escrito por orden divina en las tablas celestes, que ya mencionamos: la ley de Moisés y la de las tablas del cielo –es decir, leyes o normas generales de buena conducta– han de ser los cauces justos de la conducta humana, y en el Juicio final las acciones de los hombres serán juzgadas de acuerdo con el cumplimiento o incumplimiento de lo fijado en esas tablas celestiales. Ahora bien, los hechos buenos o malos no se conectan automáticamente con sus consecuencias, sino que son los ángeles los que leen las tablas celestes y dan a conocer a Dios las acciones malas para que se les aplique el castigo correspondiente ordenado en ellas (Jubileos 4,6 .32; 39,6). Existen pecados leves, “veniales”, y pecados graves, “mortales”, para los que no hay expiación. Así, Dios es justo porque es un juez que juzga según las tablas celestes, sin acepción de personas; es justo porque da su merecido a los que quebrantan sus mandamientos. Hay, pues, que hacer lo que manda la Ley. En Jubileos 30,18.23 se dice que los hijos de Jacob fueron celosos en «hacer tsedaqá, mishpat y neqamá» (“justicia, castigo y venganza”) en su cruel comportamiento con los siquemitas, lo cual es un ejercicio justiciero triple que muchos intérpretes creen impensable en la Biblia hebrea… y solo propio de los Apócrifos. No lo creo, si se considera precisamente la versión de la venganza de Simeón y Leví, hijos de Jacob, por la violación y rapto de su hermana Dina perpetrados por Siquén, hijo de Emor/ Hamor narrado en Génesis 34. Con un astuto plan, convencieron a los hombres de Siquén para que se hicieran la circuncisión a cambio de consentir el matrimonio de Dina con Hamor. Entonces, mientras los habitantes de la ciudad aún estaban convalecientes, los dos hermanos atacaron la ciudad y mataron a todos los hombres, incluidos Hamor y Siquén, a filo de espada. Tomaron a Dina de casa de Siquén, y los hijos de Jacob saquearon la ciudad, porque habían amancillado a su hermana (Gn 34,26-27). Aquí, en esta acción vengativa hay también en la Biblia hebrea la conjunción triple de “justicia, castigo y venganza”, aunque es verdad que Jacob critica el hecho y el autor de Jubileos no lo hace: “El día que mataron los hijos de Jacob a Siquén les fue registrado en el cielo al haber obrado justicia, rectitud y venganza contra los pecadores, siéndoles inscrito este acto (en las tablas celestiales) como bendición” (Jubileos 30,23). Los rabinos posteriores estuvieron divididos en si juzgar el caso como asesinato y saqueo o bien aprobarlo. El autor de Jubileos lo aprueba. También es importante señalar que en el mismo libro de los Jubileos (el texto que editamos en el volumen II de los Apócrifos del Antiguo Testamento es el etíope clásico, única lengua en la que se ha transmitido completo Jubileos, pero la versión es tan literal que el hebreo subyacente es totalmente visible, aparte de que son dos lenguas semítica emparentadas) aparecen las voces hebreas jésed, “misericordia”, émet, “verdad / fidelidad” y selijá / “perdón” (Jubileos 21,25; 1,25; 22,15), que están ligadas a la idea de la misericordia, verdad y fidelidad de Dios, pero en verdad la bondad de Dios es muy limitada, pues quien no cumple su voluntad no tiene perdón. El que no se circuncida no obtiene el perdón (Jubileos 15,34); tampoco tienen perdón –como apuntamos ya– los pecados mortales, como profanar el sábado: Jubileos 2,25: “El Señor creó los cielos y la tierra, y todo lo que creó lo realizó en seis días, e hizo el día séptimo santo para toda su obra . Por eso ordenó que todo el que en él haga cualquier trabajo muera, y quien lo profane muera ciertamente”. Y los paganos no son objeto de misericordia (Jubileos 23,23); Dios circunscribe su amor a los que lo aman (Jubileos 23,31) o a los israelitas que, arrepentidos, se convierten a los caminos de la justicia (Jubileos 23,26; 41,24s). Conclusión: el cumplimiento de la Ley divina sin miramientos, en buena parte cultual y ritual, ha empobrecido considerablemente la justicia salvadora de Dios. Un dato curioso es que en Jubileos figura la correspondencia entre pecado y castigo, pero no la correspondencia entre acción buena y premio. Con otras palabras en este libro apócrifo, Jubileos, se han cambiado sustancialmente los conceptos de «justicia de Dios» y «Dios justo» de la Biblia hebrea, reduciéndolos a un estricto nomismo (observancia de la Ley; nómos en griego), a una justicia distributiva, aunque queden restos del concepto de «justicia de Dios» como salvación o como causa de ella…, pero solamente para el pueblo elegido. Nos detenemos aquí. Concluiremos el próximo día, deo favente. Saludos cordiales de Antonio Piñero www.antoniopinero.com
Martes, 27 de Agosto 2024
Comentarios
Notas
LA IDEA DE DIOS EN LOS APÓCRIFOS DEL ANTIGUO TESTAMENTO (I)
En la literatura apócrifa del Antiguo Testamento hay casi tantas teologías cuantos libros existen, cada uno con sus concepciones y representaciones propias. Precisamente esta literatura es en buena parte espejo fiel del judaísmo que no se dejó «normalizar» nunca. El judaísmo ha sido y es muy libre en materias dogmáticas, como creo que es bien sabido. Es mucho menos libre en cuanto a las normas jurídicas derivadas de los preceptos de la Ley de Moisés, mucho de ellos enunciados con vehemencia y pasión, pero con pocas determinaciones concretas en cuanto a su cumplimiento Por ello resulta tan problemático hablar sobre la teología de los apócrifos: las síntesis son difíciles, los análisis pueden hacerse interminables. La teología judía de la época helenística (finales del siglo IV a. C. hasta el siglo I d. C.) presenta algunos apuntes nuevos sobre la idea de Dios, que naturalmente es el mismo que el de la Biblia hebrea: Yahvé /Elohim o ’El. La novedad apunta hacia una concepción más racionalista de Dios difundida por el espíritu del helenismo. Tanto la vuelta del exilio de Babilonia como el helenismo ayudan al judaísmo a desarrollar la tendencia a trascendentalizar a Dios, a distanciarlo de la esfera terrenal, a alejarlo de los hombres. Se agudiza así un fenómeno ya perceptible en el Antiguo Testamento. Un ejemplo: frente al antropomorfismo que rezuma el relato “yahvista” de la creación a comienzos del primer milenio (Génesis 2: Dios hace la tierra; Dios planta un jardín; Dios forma el hombre; Dios reposa tras la creación; Dios busca a Yahvé en el Paraíso), el relato “sacerdotal” cinco siglos posterior (Génesis 1) presenta a un Dios que realiza su acción creadora con el exclusivo poder de su Palabra, sin que llegue a aparecer en escena (Gn 1,3: “Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz; Gn 1,6: “Y dijo Dios: Haya un firmamento… y hubo un firmamento…, etc. ). Dios se concibe entonces ya –como digo, tras el exilio, en especial a medida que en el judaísmo el influjo del racionalismo helenístico– muy alejado del mundo, un Dios que habita no en el tercer cielo, como en la cosmovisión de Babilonia (solo tenía tres cielos), sino en el séptimo e inaccesible cielo, sentado en un trono majestuoso y terrible, rodeado de fuego. Es un rey distante, lejano, misterioso, incomprensible, inefable, cuyo sitial es excelso e inalcanzable. Es sobre todo entonces, en torno al siglo V a. C. otras el exilio, cuando el nombre de Dios, que representa su esencia, es tan santo que por reverencia y temor deja de pronunciarse, y va siendo sustituido, como se observa en los Apócrifos bien por apelaciones directas como “Señor” (hebreo: Adonay), o indirectas como “Gloria” (hebreo Kabod); “Presencia” (hebreo: Shekhiná), o “Palabra” (hebreo: Dabar ; arameo Memrá; o Lugar (hebreo Makom), que son las más importantes en los Apócrifos. El nombre propio de YHWH, el tetragrámmaton, “Cuatro letras”, sin vocales, queda reducido al ámbito del Templo, donde empezará la costumbre de que se pronuncie una sola vez al año, en voz baja, en el santo de los santos, por el sumo sacerdote. Las antiguas y simples designaciones como ’Elohim, ’El, ’Eloah (es decir, “Dios” simplemente, Alláh, árabe, como ya sabemos) van desapareciendo en loa Apócrifos del Antiguo Testamento. La literatura judía helenística, apócrifa o no, gustará de dirigirse a Dios como el “Altísimo” (’Elyon), el “Santo” (hebreo: Qadosh), o el “Padre invisible” (griego “Aóratos patér”) por ejemplo, en los Oráculos Sibilinos. Algunos ejemplos representativos son IV Esdras 8,20-21: “Oh Señor, que vives para siempre, cuya mirada está sobre los altos (cielos) y (cuya morada) está sobre los aires; cuyo trono se encuentra más allá de la imaginación y cuya gloria es inconcebible, ante quien asisten las milicias de los ángeles con temor”, o los Oráculos Sibilinos 4,10-11: «No es posible verlo desde la tierra ni abarcarlo con ojos mortales». Igualmente la Carta de Aristeas en torno a finales del siglo III o inicios del II 155, remarca su señoría absoluta: “Por eso insiste también a través de la Escritura Aquel –es decir, Dios– que dice así: «Te acordarás mucho del Señor (griego Kýrios: “señor absoluto”, sin ningún adjetivo calificativo) que hizo en ti cosas grandes y maravillosas». Hasta hoy: Kýrie eleeison: “Señor ten piedad”. A esta misma tendencia de respeto y distancia deben adscribirse las especulaciones judías helenísticas –igualmente tanto en los Apócrifos como en los textos deuterocanónicos– sobre las hipóstasis de la divinidad (hipóstasis, literalmente: “lo que está por debajo y hace que algo se sostenga de pie”, utilizadas con el significado de “persona”; “entidad”; “ser”), que se imaginan como entidades divinas que actúan ad extra, hacia fuera, hacia el mundo. La divinidad se “desdobla” o “despliega” para mantener intocada / impoluta su trascendencia. No es Dios quien operó en el momento solemne de la creación, sino su Sabiduría personificada, su “Palabra” (Proverbios 8; Eclesiástico, o Ben Sira 24,3-6; Libro de la Sabiduría 7,22, etc.) o su “Espíritu” (Sabiduría 1,5). Lo mismo ocurre en algunos textos de las obras deuterocanónicas (canónicas de segundo orden; no aceptadas como sagradas por los judíos y protestantes, como el Eclesiástico, Judit, Sabiduría, 1 2 Macabeos), o eventualmente pasajes de obras de Qumrán, las cuales a menudo muestran la misma teología que la de los Apócrifos). Insisto en que Dios se halla tan alejado que debe “emitir” de sí mismo unos “como modos” suyos, las mencionadas hipóstasis, que operan hacia el exterior. La trascendencia de Dios así queda incólume, sin mezclarse con la materia. Incluso este Dios ha dejado de comunicarse directamente por medio de los profetas, que producían antaño oráculos inspirados y venerandos en su nombre. Volveremos a este tema. El Dios de los apócrifos es único, sin rival alguno (los llamados dioses no existen), ve todas las cosas (3 Macabeos 2,21), vigila todo desde el cielo (Oráculos Sibilinos 5,352), va creando todas las cosas sobre la tierra (Jubileos 12,4) y sabe lo que en el mundo va a ocurrir incluso antes de crearlo (Antigüedades Bíblicas del Pseudo Filón, 18,4). El progreso de la idea monoteísta de Dios que se percibe en los Apócrifos del judaísmo helenístico conserva, sin embargo, un punto flaco. A pesar de que la religión judía de esa época insiste una y otra vez en un Dios único, creador único del universo y de todos los hombres y razas, esa divinidad universal y para todos los hombres sigue por siempre ligada a un pueblo, elegido por ella entre todos los demás, y ese pueblo es Israel. El Dios judío sigue “materializando” su voluntad en una Ley cuyo núcleo está constituido por las costumbres y el derecho nacional de un pueblo peculiar, el hebreo. Esta doble concepción de Dios del judaísmo helenístico universalista y particularista a la vez –de un espíritu universalista, pues extiende continua y expresamente el poder de Dios no solo sobre Israel y sus enemigos inmediatos del Oriente Próximo sino sobre el universo entero, pero que sigue teniendo un pueblo elegido– encierra una contradicción que no se percibe en los Apócrifos, ni tampoco es percibida hoy día en muchos judíos estrictamente observantes. Por ello se afirma que entre todos los pueblos Dios dispensa una atención especial a Israel, y dentro de Israel, a los que son fieles a sus leyes. Ya el primer hombre fue objeto de un especial cuidado de Dios: «De esta manera extendió su mano el Señor de todas las cosas, sentado sobre su trono santo, levantó a Adán y se lo entregó al arcángel Miguel» (Vida de Adán y Eva [griega] 37), que es su santo patrono y protector. Sin embargo, más tarde los rabinos dirán, para justificar esta elección, que la Ley (de Moisés) como bien particular del pueblo elegido fue ofrecida por Dios a todas las naciones, pero solo Israel la aceptó. De cualquier modo, lo importante para los apócrifos sigue siendo el círculo privilegiado que engloba a Dios e Israel. El resto del mundo es totalmente secundario. Israel sigue siendo el «linaje escogido» de Isaías 43,20. De modo consecuente, y muy frecuentemente los Apócrifos del Antiguo Testamento afirman que Israel es el centro de los cuidados de Dios, su primogénito, su unigénito, su amado (4 Esdras 6,58), mientras que las demás naciones son como algo sin valor, como piedrecillas en un secarral, o como un esputo. Tal cual. Es muy duro este vocablo, pero así la afirma el autor del libro IV de Esdras 6,55-59: “Señor, dijiste que en favor nuestro has creado el mundo. Y del resto de las gentes nacidas de Adán dijiste que no eran nada y que eran semejantes a un resto de saliva, comparando su abundancia (son muchos los pueblos gentiles) a una gota que destila un vaso… Y, si en favor nuestro ha sido creado el mundo, ¿cómo no poseemos al mundo como nuestra heredad?” Que todas las naciones fueron creadas para Israel se afirma también en la Ascensión de Moisés 1,12 y en el Apocalipsis de Baruc [siríaco] 14,18; 15,7; 21,24, aunque curiosamente el mismo 4 Esdras afirma más tarde que el mundo fue creado para la humanidad en general (8,44). ¿En sí contradictorio? Ciertamente, pero prima la idea de que el mundo fu creado por Dios solo para Israel. Hay, pues, en los Apócrifos del Antiguo Testamento ; y no digamos en los textos esenios de Qumrán, una fuerte corriente particularista: Dios ha dispuesto que la salvación sea sólo para Israel, para todo Israel o bien para sólo un resto; el verdadero Israel, el «resto» de Israel fiel a Yahvé, los santos, los hijos de la luz. Pero el Apocalipsis de Baruc (siriaco) y el Libro IV Esdras oponen a este relativo optimismo de color gris una perspectiva aún más negra: se salvarán muy pocos, incluso de entre los israelitas. Para los Apócrifos en general, los gentiles no tienen nada que esperar de Dios en el día del juicio postrero (Jubileos 15,26ss). Se puede, pues, decir que la corriente particularista de estos textos judíos prevaleció sobre una corriente universalista, que también existe en la época helenística y que debe ser mencionada: la salvación de Dios es para todos los pueblos o al menos para bastantes de entre los gentiles. Esta corriente se percibe sobre todo en los Testamentos de los XII Patriarcas que se muestran, por lo general, más propicios a la salvación de los paganos. En los Oráculos Sibilinos 3,753-757 se lee que en tiempos mesiánicos: «No habrá de nuevo guerra sobre la tierra ni sequía, ni volverá el hambre, ni el granizo que destroza los frutos. Por el contrario, habrá una gran paz por toda la tierra y un rey será amigo de otro rey hasta el fin de los tiempos, y el Inmortal en el cielo estrellado hará que se cumpla una ley común para los hombres por toda la tierra», es decir, todos los hombres se harán buenos al final de los tiempos y todos se salvarán. En 1 Henoc 48,4 se dice que “ese hijo de hombre (= Henoc, como juez final)” será la luz de los gentiles extraviados por los malos espíritus que los apartaron de Dios. Esa tarea será también la de todo Israel que tiene la función en época mesiánica de reconducir a los gentiles al recto camino como un faro potente que ofrece la luz a un mar en tinieblas. Como afirman una vez más Oráculos Sibilinos 3,194-195: «Entonces el pueblo del gran Dios de nuevo será fuerte y será el que guíe a la vida (verdadera, concedida por Dios) a todos los mortales». Una manera que tiene Dios de revelarse es manifestarse en el curso de la historia. Es esta una idea típica ya de la Biblia hebrea: Dios se revela en lo que ocurre en el devenir humano, especialmente en el de su pueblo elegido, como hemos dicho, por tanto en la historia concreta de Israel. Esta noción queda subrayada aún más en los Apócrifos del Antiguo Testamento. En realidad, la historia no es más que el desarrollo de unos acontecimientos prefijados por Dios en las “tablas celestiales” (especialmente nombradas en el libro de los Jubileos, o “Pequeño Génesis”), en donde están consignados todos los hechos de los hombres, los buenos y los malos. Existe, pues un determinismo divino, según los Apócrifos del Antiguo Testamento: todo lo que acaece en el mundo está predeterminado por Dios y todo se encamina a la victoria de Dios sobre sus enemigos y sobre los de su pueblo, Israel, naturalmente. La última etapa del mundo, el final de este universo, será la de la salvación definitiva de su pueblo: la historia, que empezó en un paraíso, terminará en un paraíso para el pueblo fiel. Aunque la concepción del tiempo es muy lineal tanto en los Apócrifos como en la Biblia hebrea, hay también una cierta circularidad en la historia: el final será como el principio. Hubo un paraíso; luego el mundo presente, caótico después del pecado de Adán, será aniquilado y será creado un nuevo cielo y una tierra nueva (el nuevo paraíso) para que vivan en ellos los fieles a Yahvé… ¡y solo ellos! Es notable, sin embargo, que el Dios de los Apócrifos veterotestamentarios, más trascendente y lejano que el de la Biblia hebrea, es a la vez más cercano, tanto que es un Dios cuya esencia es salvar a quienes lo aman, arrancándolos de la pésima situación creada por el lapso de Adán. Hablaremos luego de que Dios es ante todo padre. Pero curiosamente la predeterminación divina convive en los Apócrifos con la libertad individual del hombre para decidir la propia historia individual de salvación o condenación, aunque sin poder interferir en el curso de la historia general mundana, regida en exclusiva por el Dios trascendente. El ser humano no puede cambiar el devenir de los acontecimientos, que hacen pensar en una idea judía como la del Hado griego, Fatum, Hado, esa fuerza inflexible que preside la vida humana sin dejar apenas espacio para la libertad. En realidad nos topamos de nuevo con un pensamiento contradictorio, porque los acontecimientos en la tierra no se hacen solos, sino que los realizan los humanos. Saludos cordiales de Antonio Piñero www.antoniopinero.com
Martes, 20 de Agosto 2024
NotasEscribe Antonio Piñero El tema ha sido bien tratado ya por mi colega Julio Trebolle, catedrático de hebreo, también emérito, de la Universidad Complutense de Madrid, en un libro editado por mí y en El Almendro / reimpreso por Herder Barcelona, titulado “Los libros sagrados de las grandes religiones” en 2007. Sin embargo, para el público no profesional el capítulo, realizado por Trebolle por encargo expreso mío, tiene muchos párrafos ininteligibles. Por ello mi tarea es básicamente resumir y explicarlo bien, y aclararles el contenido de ese capítulo largo y lleno de tecnicismos, que no se entiende fácilmente. Añadiré suficientes ideas mías, aunque sin la necesidad de indicarlas expresamente. Es claro que las grandes religiones llegaron a ser universales entre otras razones por disponer de libros sagrados que constituían un fundamento básico de las mismas. El judaísmo, como modernamente lo describen los estudiosos sobre todo Daniel Boyarin, eminente rabino, no es considerado hoy una religión, sino un mero culto a Dios que cumple ciertas reglas prescritas por una ley. Pero en la Antigüedad la inmensa mayoría de los judíos veían al judaísmo como una religión y su libro, la Biblia hebrea, era para ese judaísmo lo más sagrado de lo sagrado. El canon de escrituras sagradas y sobre todo su interpretación eran instrumentos básicas para distinguir lo sagrado de lo profano, lo puro de lo impuro y como en ese canon estaba principalmente la Ley, la Escritura era norma de vida. Es, pues claro, que el canon –al establecer cuáles son los libros revelados e inspirados– señala el cauce por el que discurre la corriente central de la religión judía… y de la cristiana también, naturalmente. Lo apócrifo, lo que es externo al canon (lo explicaré) carece de valor normativo y desborda los márgenes entre los que se mueve la corriente central de la religión. El proceso de formación de los cánones hebreo y cristiano del Antiguo Testamento (en terminología cristiana) corre parejo con el del judaísmo y del cristianismo, por lo que la historia de los cánones respectivos es también la de estas religiones. El proceso de constitución del canon bíblico judío en los dos / tres primeros siglos de su historia responde a un propósito de formación de la identidad e integración interna del judaísmo, al igual que la formación del canon cristiano responde a la necesidad de consolidar las doctrinas e instituciones del cristianismo, y con ello su identidad. Así pues, preguntarse por un canon significa formular cuestiones como las que siguen: 1. Cuándo y cómo se formaron los libros que lo componen. 2. Qué impulsos religiosos y culturales-sociológicos, de política eclesiástica, dieron lugar a la constitución de ese canon. 3. Qué relación existe entre los libros canónicos y la literatura extracanónica. En nuestro caso se incluye la cuestión sobre cómo no solo el canon sino también los escritos excluidos influyen en una secta judía del siglo I de la era común, ya que eso fue el cristianismo en sus comienzos. Y una última observación muy importante: ni los judíos “normales”, no creyentes en Jesús como mesías, ni los judeocristianos que sí creyeron en Jesús, judeocristianos que seguían admitiendo como Sagrada Escritura la Biblia hebrea dejaron ni un solo documento sobre cómo ni cuándo se formó el canon de la Biblia hebrea, ni cómo los judeocristianos lo aceptaron, aunque añadiéndole algunos libros más. No hay documento alguno estrictamente tal. Ni uno solo. Y como no hay documentos expresos, el investigador, como un buen detective, actúa por los indicios o pistas dejados allá o acá tanto en los escritos que acabarían siendo canónicos como en los rechazados y en los textos de los autores, judíos o cristianos que los citan. Respecto al canon de la Biblia hebrea: hasta la segunda mitad del siglo XX se investigaban casi exclusivamente las indicaciones dejadas en ocasiones diversas por los escritos rabínicos más o menos desde inicios del siglo III (hacia el 200-220) en adelante; también la información suministrada por antiguas listas canónicas, las citas patrísticas del Antiguo Testamento como Escritura canónica, y sobre todo citas rabínicas de la Biblia hebrea, como Escritura sagrada igualmente. A partir de 1950 hasta hoy el panorama cambia porque los estudiosos han caído en la cuenta de que hay que estudiar no solo las citas, sino también las características de los rollos o códices antiguos que contienen la Biblia, ya que indican qué se copiaba y qué no como sagrado. A esto se añade algo importantísimo: a partir de 1947 se fueron descubriendo los manuscritos del mar Muerto, los cuales –como creo que ustedes saben– proporcionaron unos 800 manuscritos hasta el momento desconocidos, o poco conocidos, de textos judíos escritos en hebreo, arameo desde el siglo II antes de Cristo. Y lo que es muy importante: entre esos 800 manuscritos había unos 200 manuscritos que son copias de textos bíblicos, más o menos un 25 % de lo encontrado. Y si se copiaban esos textos bíblicos era porque se trataba de libros que desde el siglo II a. C. al menos eran considerados si no canónicos, sí al menos Escritura sagrada. Qumrán desempeñará, pues, un papel importante en esta clase. Por consiguiente: las pistas para indagar el origen del canon judío de la Biblia hebrea se halla en textos antiguos, como los de Qumrán, considerados “Escritura sagrada” aunque aún no se hubiera formado ninguna lista estricta de qué libros debían considerarse como tales. El canon es un proceso que llevó su tiempo. Adelanto ya que no hay canon judío totalmente consolidado hasta el año 220 / 250 d. C. más o menos. Esbocemos ahora una breve historia del lento desarrollo de la idea de canon de Escrituras de la Biblia hebrea. Es bien sabido que el primer indicio de que ciertas leyes de Israel eran sagradas es la noticia de que en el reinado de Josías se encontró por casualidad en un muro, al hacer obras en el templo, un “cierto libro de una Ley” (probablemente el inicio del futuro Deuteronomio) ley sagrada para Israel. Y según parece en ese mismo tiempo se inicia la primera redacción de Josué, Jueces, Samuel y Reyes. En mi opinión este hecho nos ofrece la primera pista: cuando se componen esos libros, sobre todo el de la Ley, comienza el sentimiento, o idea, de que esos libros son sagrados para el pueblo: para su gobierno espiritual y material y para consolidar su identidad. En la época que siguió al exilio de Babilonia, a partir del siglo V a. C. sobre todo se pusieron los cimientos de lo que había de ser el judaísmo de las épocas persa y helenística, los cuales, a su vez son la base del judaísmo rabínico y este judaísmo, evolucionado, es el padre del judaísmo moderno. Al morir en el 515 a. C, el último rey davídida, Zorobabel, la monarquía y sus instituciones desaparecen. Entonces el Templo se convirtió en el centro de la vida social y religiosa y en el símbolo de nuevas esperanzas que abrían el horizonte a una espera por un mundo mejor para Israel. Fue una época caracterizada por el pluralismo de corrientes y de escuelas teológicas, que son llamadas técnicamente deuteronomista (que preparan la redacción final del Deuteronomio, la de los cronista (que ultiman el libro de la historia de los reyes de Israel y Judá), y la escuela sapiencial (la que recoge dichos, proverbios, tanto de Israel como de los pueblos vecinos, para el buen gobierno de la vida y sobre todo salmos) y sobre todo nace la corriente apocalíptica, que nos interesa especialmente, porque es la que más influirá en el judeocristianismo y luego en el cristianismo a secas con numerosos cruces entre ellas. Un movimiento de integración de todas estas corrientes entre los piadosos (los hasidim) inició un proceso tendente a reconocer especial autoridad a determinados libros y no a otros. Este movimiento integrador entroncó la profecía en la Torá (la “Ley”) y empezó a pensar en un conjunto sagrado denominado (“Ley y Profetas”), mientras que la historiografía de los cronistas recobraba el papel de la monarquía davídica, que sabían ya extinta, bajo una perspectiva más cultual que política, y la piedad tradicional expresada en los salmos contribuía a iniciar una tercera categoría de libros sagrados (“Salmos” y, más tarde, los otros “Escritos). Así pues entre el pueblo empezó a tenerse veneración por tres grupos de escritos: Ley – Profetas – Otros escritos, en especial los Salmos. Ante todo por los dos primeros como veremos Este proceso más serio aún que los anteriores de considerar sagrados ciertos libros se puede situar probablemente a mediados del siglo V a.C., unos 75 años después de la muerte de Zorobabel, en relación con la actuación de Nehemías –como delegado judío de Artajerjes II, rey de Persia, para gobernar una parte de su imperio que era Israel– que tuvo lugar en los años 444-432. Por entonces los textos deuteronómicos y sacerdotales del Pentateuco gozaban ya del carácter de normas reconocidas. En torno al 400 a. C. el Pentateuco adquirió forma en sus cinco libros: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. Por la misma época se conformó definitivamente la colección de libros históricos ya mencionados: Josué, Jueces, Samuel y Reyes, así como la de libros proféticos: los tres libros de Isaías, los doce de Profetas menores y los de Jeremías y Ezequiel. Pero ¡ojo! no se entienda este proceso llevado a cabo en la época del dominio persa sobre Israel como un verdadero proceso de formación de un canon de Escrituras. Se trataba más bien de un progresivo reconocimiento de la especial autoridad religiosa sobre el pueblo israelita de determinados libros considerados especialmente revelados o especialmente inspirados. Más tarde, pasados unos doscientos años, hacia los comienzos del siglo II a. C. se observa que se había hecho más común la idea –con más firmeza aún que en el 400– de que ciertos libros eran sagrados porque se sentían que formaban una base de referencia para la fe y la práctica judía. Lo sabemos por la composición hacia el 190 a.C., del libro del Eclesiástico 39,1 (o Ben Sira para no confundirlo con el Eclesiastés, también llamado Qohelet, que suele traducirse como “predicador”, pero que quizás no sea del todo correcto, sino como miembro de una “asamblea” qahal /ekklesía / ekklesiastés, 39,1, a no se ser que se entienda como “predicador” el que habla en una asamblea) repito, el libro del Eclesiástico hace referencia a ya “la Ley del Altísimo”, a “la sabiduría de los antiguos”, y “las profecías”, lo que pudiera quizás apuntar ya a un canon y con una estructura claramente tripartita del canon: “Ley / Profetas / Libros sapienciales”. Sin embargo, la expresión “la sabiduría de los antiguos” puede no hacer referencia a los Escritos que integran la tercera parte del canon actual, sino a la literatura sapiencial de Israel e incluso a la de los pueblos de la Antigüedad. El segundo libro de Macabeos, compuesto en torno al 125 a. C., menciona “la Ley” y seguidamente “los libros acerca de los reyes y los profetas, los de David, y cartas reales sobre ofrendas” (2,2-3.13-14). La expresión “los de David” se refiere probablemente al libro de Salmos, que puede o no representar aquí a la colección entera de la tercera parte de la Biblia hebrea actual, los “Escritos”. Los “libros acerca de los reyes y los profetas” pudieran ser los de Samuel y Reyes, y posiblemente también los de Crónicas, Esdras y Nehemías. Este pasaje parece reflejar quizás no a una división una división tripartita, de la que hemos hablado hasta este momento, sino bipartita del canon: “la Ley y los Profetas” (15,9), ya que la designación ley y profetas podría aludir simplemente a la historia antigua de Israel contenida en el Pentateuco y en los libros históricos que hablan también de profetas. Y ahora vayamos al cambio que supuso el descubrimiento de los libros de Qumrán, los cuales ofrecen información más directa y detallada sobre la historia de los libros bíblicos en el siguiente período que se va acercando al siglo de Jesús. Entre esos 200 manuscritos bíblicos se ha conservado al menos una copia, o grandes fragmentos, de todos los libros de la Biblia hebrea, excepto de Esdras y Nehemías, como también de otros libros que más tarde pasaron a formar parte de la Biblia cristiana o bien de una tradición que recoge el cristianismo (así, Eclesiástico, Tobías, Jubileos, 1 Henoc y Carta de Jeremías). Los libros más copiados en Qumrán son los Salmos (37 ejemplares en el conjunto de las cuevas), Deuteronomio (32) e Isaías (22), que son precisamente en los más citados en los textos judíos de la época, como también en el Nuevo Testamento, como sabéis ya, un conjunto totalmente judío. Señala el Prof. Trebolle que el texto de Qumrán denominado “Carta haláquica” o Miqsat maasé ha-Torah = “Algunas obras de la Torá” (4QMMT), de mediados del s. II a.C., hace referencia explícita al “libro de Moisés” y menciona también de modo neto “las palabras de los profetas” a las que se añaden las palabras “de David”. Esto último puede entenderse de dos maneras. Una: Como David era considerado también un profeta, podría hablarse de que ya se estaba pensado al menos en unas Escrituras Sagradas divididas en dos partes, y que los salmos parecen ser considerados aquí como palabras proféticas. Otra: que la palabras de David sean los salmos y que fuera una categoría distinta de escritos: entonces las Sagradas Escrituras estarían divididas en tres partes: Ley-Profetas- Salmos. Muchos estudiosos opinan que lo más probable es la primera manera, a pesar de ciertas insinuaciones: se trata de una división bipartita, y no de tres partes bien diferenciadas. Quizás lo que el manuscrito 4QMMT parece conocer fuera es división bipartita de una especie de canon incipiente, pues en otros lugares se repite: “[Y está escrito en el libro de] Moisés y en [las palabras de los profe]tas que...”. Lo mismo pude decirse de la Regla de la Comunidad que hace referencia a “Moisés y sus siervos los profetas” (1QS 1,2-3 y 8,15-16). Y el Documento de Damasco, el cual habla igualmente de “los libros de la ley” y “los libros de los profetas” (7,15-16). Todas estas obras fueron escritas probablemente unos cien años antes del nacimiento de Jesús. Pero, ¡ojo! nunca dicen que se trata ya de un canon oficial dictado por alguna institución, sino que son libros supersagrados. El libro 4 Macabeos, que es un apócrifo, compuesto posiblemente en torno al 40 d.C., ciertamente antes de la Guerra judía, habla asimismo de “la Ley y los profetas” (18,10), expresión que aparece con frecuencia en el Nuevo Testamento, otro libro totalmente judío: Mateo 5,17; 7,12; 22,40; Lucas 16,16.29.31; Juan 1,45; Hechos 13,15; 28,23 y Romanos 3,21. El evangelio de Lucas recoge en 24,27 la expresión “Moisés y todos los profetas”, pero poco más adelante conoce otra más extensa, “la ley de Moisés, los profetas, y los salmos” (24,44). No hablo de Filón de Alejandría, contemporáneo casi estricto de Pablo de Tarso, porque sus citas bíblicas se ciñen casi exclusivamente al Pentateuco, pero tampoco habla de canon estricto, sino que se fija en la Ley. Y así llegamos a un testimonio importante para lo que nos interesa, el de Flavio Josefo que escribe unos 60 años después de la muerte de Jesús. En su defensa acérrima del judaísmo como pueblo y como religión, contra uno de sus denigradores, un tal Apión –un egipcio muy helenizado, al que le molestaba que la comunidad de judíos de Alejandría fuera muy numerosa y que gozara de privilegios, como estar exentos de prestaciones militares– encontramos ya una suerte de canon bíblico (aunque tampoco emplea esa palabra, y creo equivocarme, pues no la encuentro en el índice de Josefo de Louis Feldmann). Pero de hecho Josefo está hablando de una especie de canon aunque hable de “Escrituras compuestas de 22 libros”, clasificados en tres secciones: la primera, los cinco libros de Moisés; la segunda por 13 libros escritos por los profetas y la tercera por “los cuatro libros restantes”, que podrían ser los de Salmos, Cantar de los Cantares, Proverbios y Qohelet. Y en otra obra (escrita hacia el 95 d. C., las Antigüedades judías, X 35) menciona el libro de Isaías y “también otros, en número de doce”, quizás los doce Profetas Menores. Así pues, los testimonios anteriores pueden apoyar la opinión según la cual, a inicios del siglo II a.C., existía ya una cierta idea de unas Escrituras sagradas, ya fueran divididas en dos partes (muy probable) o quizás en tres (menos probable) y se empieza a notar también que otras obras, ante todo los Salmos (repito: ¡37 copias en los manuscritos de Qumrán!), tienen ya una autoridad sagrada. Pero ciertamente lo básico eran “La Ley y los Profetas”, aunque Flavio Josefo, unos 60 años después de Jesús, este hablando de una suerte canon tripartito, poco claro aún: “Ley-Profetas- y Escritos (cuatro solo). Seguiremos, deo favente, la próxima senana Saludos cordiales de Antonio Piñero www.antoniopinero.com
Martes, 13 de Agosto 2024
NotasImagen de la cubierta del libro en la comunicación de la semana pasada
Escribe Antonio Piñero
Empiezo hoy una miniserie de unas cuatro o cinco publicaciones destinadas a servir de apoyo a la aparición del Volumen VII de la mencionada colección. Comienzo con una visión de conjunto y con algunas definiciones y precisiones. Tomo las ideas de la presente miniserie de la gran Introducción a los siete volúmenes que dejó sin acabar el añorado Alejandro Diez Macho. Es volumen I fue editado por Miguel Pérez Fernández y María Ángeles Navarro. Cuando hablamos de “apócrifos”, sobre todo en países de lengua hispana, y sospecho también que en Portugal y Brasil, muchas personas muestran un interés muy notable porque junto con el término “apócrifo” va unida la idea de que la Iglesia, sobre todo la católica, los ha declarado como tal, falsos, los ha perseguido, ha procurado destruirlos, etc. porque –piensan– en muchos de ellos se ocultaba la verdadera historia del cristianismo… y porque si se descubría… se acababa el negocio eclesiástico y la Iglesia se derrumbaría. Esto ocurre naturalmente más con los apócrifos del Nuevo Testamento… y mucho menos, o poco con los apócrifos de la Biblia hebrea, porque muchas personas ni siquiera saben que tales apócrifos existen y menos aún que son muy importantes. Veremos que los temores y terrores de algunos, asociados con el ocultamiento de los apócrifos es un bulo. Sencillamente falso. Piénsese que en concreto los apócrifos del Antiguo Testamento en nomenclatura cristiana han sido conservados por los cristianos, no por los judíos, porque los cristianos intuyeron muy pronto que el contenido de tales libros judíos eran una “preparación al evangelio”: Dios había dispuesto la Biblia hebrea y su continuación, sus apócrifos, para que las mentes de los cristianos y el mundo entero se fueran preparando a las nuevas doctrinas. Y respecto los Apócrifos del Nuevo, piénsese que las principales ediciones de ellos provienen de miembros de la Iglesia. Así pues, respecto a los Apócrifos corren muchos bulos entre la gente. Es importante aclarar los términos canónico y apócrifo, pues son muchas las obras de autores judíos y cristianos que, ya sea por su título o contenido, o por su presunto autor, han mostrado pretensiones de ser consideradas sagradas y de ingresar en el selecto grupo de “libros canónicos” o inspirados, pero no lo consiguieron. Sin embargo, no por eso dejan de ser más que importantes los Apócrifos, pues los de la Biblia hebrea reflejan una teología y religiosidad que en muchos casos fue más determinante para el desarrollo del primer cristianismo que el Antiguo Testamento mismo, a pesar de su carácter de sagrado. Esta idea es el leitmotiv, el motivo dirigente o impulsante de este curso: su importancia. Además, los textos apócrifos de la Biblia hebrea son bastantes, unos 65 libros en total, pero no todo su contenido es importante, como es natural. Comencemos por las definiciones. El término “apócrifo” o “literatura apócrifa” se comprende hoy día a partir del concepto opuesto: “libros o literatura canónica”. Un libro “canónico”, como sabemos de sobra, es el aceptado como sagrado por la Iglesia (o también por el judaísmo, si se habla de la Biblia hebrea). Entonces la definición es evidente: un apócrifo es un escrito no admitido en la lista de libros de la Biblia, aunque con pretensiones de estar en ella por su tema, género o pretensión de autoría… Finalmente el término “apócrifo” significa lo mismo que “falso”. Sin embargo, para llegar a esta significación el vocablo “apócrifo” pasó por una serie de etapas. El vocablo aparece ya en Ireneo de Lyon (hacia el 180 d.C.), y deriva del griego apokrýptô, que significa “ocultar”. En principio, un libro “apócrifo” fue aquel que convenía mantener oculto por ser demasiado precioso, no apto para que cayera en manos profanas. También se designaban con el vocablo “apócrifo” los libros que procedían o contenían una enseñanza “secreta”, pero de ningún modo falsa. Así, ciertos filósofos de la antigüedad afirmaban que sus doctrinas procedían de libros secretos (en griego: apókrypha biblía) que venían del Oriente. Esta acepción de apócrifo = a libro precioso o secreto, aparece como normal en escritores eclesiásticos cristianos de los primeros siglos, como Clemente de Alejandría (Stromata, o “Tapices” I 15,69,6). Rápidamente, sin embargo, y precisamente porque tales libros eran utilizados por grupos más o menos apartados de la Gran Iglesia, el vocablo apócrifo adquirió el sentido de “espurio” o “falso”. Así ya en el autor antes citado, Ireneo de Lyon, o Tertuliano (hacia el 200). A partir de tales escritores se ha generalizado esta acepción hasta hoy, olvidándose de que apócrifo tenía un sentido muy positivo al principio. ¿Cuáles son, o cómo se llaman tales apócrifos? Entre los apócrifos de la Biblia hebrea hay, en primer lugar, un bloque de salmos y oraciones: Salmos de Salomón; Oración del rey Manasés; Cinco salmos nuevos de David; Plegaria de José. En segundo, encontramos un buen número de escritos que complementan o reelaboran libros y temas conocidos por el Antiguo Testamento canónico: así, el libro de los Jubileos o Pequeño Génesis, llamado así porque expande algunos capítulos de este libro; también las Antigüedades Bíblicas del Pseudo Filón, que vuelve a contar la historia sagrada desde Adán hasta David; la Vida de Adán y Eva, que gira en torno al capítulo 3 del Génesis: el pecado de Adán; los Paralipómenos o “restos” de Jeremías sobre la historia en torno a Jerusalén y el exilio; libros 3º y 4º de los Macabeos, sobre la historia del levantamiento judío contra la helenización de Israel; la Novela de José y Asenet, sobre la conversión al judaísmo. Nos ha llegado también un ciclo completo con profecías de Henoc, “el séptimo varón después de Adán”, que se compone, a su vez, de diversas obras transmitidas en lengua etíope, antiguo eslavo o hebreo, y que se denominan Libros 1º, 2º, 3º de Henoc. Hay también un gran bloque de apocalipsis o revelaciones, en especial sobre el inminente fin de los tiempos como el Libro 4º de Esdras; los Apocalipsis sirio de Baruc, discípulo de Jeremías; los Apocalipsis de Elías, Adán, Abrahán, Ezequiel, Sofonías, etc. Hay otro grupo que se denomina hoy literatura de “testamentos”, porque todos sus componentes se acomodan, más o menos, a un cierto tipo de género literario ya conocido desde el Génesis, a saber: una gran figura religiosa reúne a sus descendientes a la hora de su muerte, que conoce por revelación divina, les cuenta los hechos más importantes de su vida, les orienta sobre el modo recto de proceder, les exhorta a cumplir los mandamientos de la Ley y termina con algunas predicciones sobre el futuro. Los más importantes de estos “testamentos” son los de los XII Patriarcas, hijos de Jacob; el Testamento de Job, y el Testamento de Salomón. Poseemos también los Testamentos de Moisés y Adán. Otro grupo importante es la literatura sapiencial que quiere decir que su contenido trata de la sabiduría, de consejos, máximas, y breves orientaciones destinadas a exhortar sobre todo a vivir conforme a la razón y al cumplimiento de la ley de Moisés: el libro de Ajicar y las Sentencias y proverbios del Pseudo-Focílides Existe también dentro un bloque misceláneo de apócrifos que agrupa obras muy variadas: desde fragmentos de un autor trágico judío, Ezequiel, que escribió, entre otras obras, una tragedia sobre el éxodo, hasta fragmentos casi perdidos de una historia de Eldad y Modad, pasando por los famosos Oráculos Sibilinos, o los del profeta persa Histaspes, es decir restos de antiguas profecías paganas reelaboradas por judíos y, luego, por cristianos. En conjunto la mayoría de las obras se encuadran dentro de la escatología apocalíptica judía, es decir, sabiduría revelada sobre el fin del mundo. Saludos cordiales de Antonio Piñero www.antoniopinero.com
Martes, 23 de Julio 2024
NotasEscribe Antonio Piñero Queridos amigos: para ulterior información os presento la lista de los índices del volumen VII: 1. Autores antiguos cristianos 2. Autores antiguos paganos 3. Autores modernos 4. Palabras hebreas y arameas 5. Palabras latinas 6. Palabras griegas 7. Citas del Antiguo Testamento 8. Citas del Nuevo Testamento 9. Citas de los Apócrifos del Antiguo Testamento 10. Citas de los Apócrifos del Nuevo Testamento 11. Citas de la Literatura rabínica 12. Citas del Corán 13. Citas de autores antiguos judíos 14. Citas de los Manuscritos del Mar Muerto 15. Índice analítico de materias Los primeros 14 índices van desde la página 515 a la 684. El índice analítico de materias, con la reproducción de la frase citada en caso, va desde la página 685 a la 921. Como ya dije, no conozco ninguna edición en el mundo que tenga tan copiosos índices, ni mucho menos. En las próximas entregas escribiré sobre el interesante tema, creo, “La apocalíptica judía como matriz parcial de la teología cristiana. La literatura apócrifa de la Biblia hebrea y el Nuevo Testamento” Saludos cordiales de Antonio Piñero www.antoniopinero.com
Martes, 16 de Julio 2024
NotasEscribe Antonio Piñero Por fin, tras muchos años, acaba de ver la luz este libro, esperado por muchísimos lectores. Desde la aparición del volumen VI en 2009 hasta el momento actual han pasado muchos años, pero este retraso no se debe a otra razón que a las ocupaciones múltiples de los autores y sobre todo del editor literario, que soy yo. Así que asumo la responsabilidad de este retraso. En parte se debe y sobre a la laboriosidad y complejidad de la elaboración de los múltiples índices. El presente volumen cierra la edición española de los “Apócrifos del Antiguo Testamento”, un conjunto compuesto por cerca de 70 obras más una extensa Introducción general con los índices de os siete volúmenes, índices que ocupan 400 páginas a tres columnas (los 14 primeros índices a tres columnas van desde la página 517 a la 683; y el incide analítico de materias va desde la página 695 a la p. 921. Esta literatura apócrifa pertenece a la producción teológica e histórica judía de la época del “Segundo Templo”, en concreto desde el año 300 a. C. hasta el 100 d. C. Un equipo de casi 25 profesores de universidad han sido los traductores al español de los textos desde las diferentes lenguas en las que se han transmitido en los manuscritos, conservados en diferentes bibliotecas e instituciones de Europa, África y América: latín, griego, hebreo, arameo, siríaco, copto, eslavo antiguo y etíope clásico. La importancia de estas obras apócrifas es inmensa para la comprensión del Nuevo Testamento, en especial de su teología apocalíptica. En la época de Jesús de Nazaret, la Biblia hebrea, transmitida también en versiones griegas y arameas, era entendida por el pueblo de Israel y sus doctores de la Ley no solo en sí misma sino a través de estos escritos apócrifos que complementaban y ampliaban la teología de su Biblia. Los apócrifos del Antiguo Testamento son absolutamente fundamentales para la comprensión del Nuevo Testamento, especialmente en los ámbitos de la idea de Dios, de los ángeles y demonios, de la escatología, de la concepción del mesías y de la apocalíptica en general. La presente edición es la única en lengua española elaborada según criterios de la interpretación científica universitaria. Saludos cordiales de Antonio Piñero www.antoniopinero.com
Martes, 9 de Julio 2024
Notas
Escribe Antonio Piñero
Jesús como el último Profeta Verdadero Según las Pseudoclementinas hay dos clases de profecía: una femenina, errónea, que induce incluso a adorar a los dioses falsos y que utiliza las Escrituras de un modo torcido; y otra profecía, masculina, perfecta, imbuida del Espíritu Santo, que dice solo la verdad. Ciertamente Jesús, que es hombre y no mujer, es el Profeta Verdadero del final de la historia, pero no fue el primero. El Espíritu que hace al ser humano profeta se aposentó en primer lugar en Adán, luego en Abrahán, Jacob y Moisés. Finalmente, en la época mesiánica el Espíritu habita dentro de Jesús tras haberse ocultado por un cierto tiempo. Su venida era de esperar, pues había sido predicha por Moisés en Deuteronomio 18,15: “El Señor Dios os suscitará un profeta como yo entre vuestros hermanos: oídle en todo. Pero el que no oiga a ese profeta, morirá”. Pero durante ese intervalo el Profeta Verdadero no se ocultó totalmente, sino que se mostraba internamente al espíritu de los piadosos o rectos de corazón, impartiendo luz y sabiduría. Así lo indica claramente Reconocimientos II 22,3-5: “Comprended, pues, que la puerta es el Profeta Verdadero del que hablamos, la ciudad es el reino en el que reside el Padre omnipotente, a quien solamente pueden ver los que son limpios de corazón. Por consiguiente, no nos parezca difícil el trabajo de este camino, porque a su término seguirá el descanso. Pues el mismo Profeta Verdadero desde el principio del mundo se apresura corriendo a lo largo del tiempo hacia el descanso. Y está presente con nosotros todos los días, y si alguna vez es necesario, aparece y nos corrige para poder llevar a la vida eterna a los que le obedezcan”. La función del espíritu divino profético, inhabitante del interior de Jesús, no se concentra en modo alguno en su función redentora en la cruz, sino en su tarea de maestro de la verdad. El Verdadero Profeta enseña la verdad sobre todo tema que interese a la salvación. Su función se acerca así más al maestro y redentor gnóstico, que salva por el conocimiento (gnosis), que al salvador paulino, que redime por el sacrificio de su muerte en cruz, y más al Jesús johánico, el revelador celestial que al de los Sinópticos. Como docente es el redentor no solo del pueblo judío, sino también de los gentiles. Aunque Jesús sea judío, “promete la vida eterna a todos los que cumplen la voluntad de su padre que lo ha enviado”: Reconocimientos I 7,3, incluidos los gentiles (H III 19,1); y aparte de enviado, es el redentor, iluminador y revelador para toda la humanidad. Jesús, por ser el Profeta Verdadero más importante de la serie de profetas (H II 15ss. 52), es muy superior a Moisés quien era solo un profeta, pero Jesús además es el mesías e hijo de Dios (H I 7,2-6), fue elegido por la divinidad como verdadero profeta y mesías, porque su comportamiento había sido absolutamente de su agrado. Solo de un modo muy relativo es el nuevo Moisés, puesto que es superior. A pesar de su humanidad, el Jesús judeocristiano de la Novela de Clemente se parece a la de la Sabiduría judía, helenizada y personalizada. Como encarnación de esta, el Profeta Verdadero debe llenar el mundo e influir en la mente de los que desean escucharlo: Reconocimientos II 22,5: “Él está presente con nosotros todos los días, y si alguna vez es necesario, aparece y nos corrige para poder llegar a la vida eterna”. “Es imposible alcanzar la verdad salvadora sin su doctrina, aunque alguien busque durante un siglo donde no existe lo que se busca, pues estaba y está en la palabra de nuestro Jesús”, afirma Pedro en Homilías III 54,1. El Espíritu del Profeta verdadero, Jesús, procede de Dios y es igual al Espíritu de este: Homilías III 17,1. Otras características de este Espíritu: su posesión en Jesús es connatural y duradera, no temporal: Homilías III 13,1-2 / Homilías VIII 10,1; no depende de visiones y sueños: Homilías XVII 14; posee la presciencia, Homilías III 11,2, y la omnisciencia: Reconocimientos I 21,7 / Homilías II 6,1 / III 12,1-3; es infalible: Reconocimientos VIII 59,2. Sin embargo, como hombre que era Jesús no conocía todo: “Nuestro maestro confesó que ignoraba el día y la hora, cuyas señales había predicho, para referirlo todo al Padre”: Reconocimientos X 14,3; a pesar de todo, “el Profeta Verdadero nos ha entregado aquellas cosas que juzgó suficientes para el conocimiento humano”: 14,4. Finalmente, debe decirse que el don de la profecía de Jesús, Profeta Verdadero, abarca pasado, presente y futuro: Homilías II 6,1. Los temas de la enseñanza de Jesús como profeta aparecen resumidos en Homilías III 50-57, donde se inculca la idea de que es imposible alcanzar la verdad salvadora sin su doctrina. Esta, entre otros temas, pone de relieve la abolición del culto sacrificial en la era mesiánica y la depravación del ser humano presa de los demonios desde que estos causaron la entrada del mal en el mundo. Aclara también la maldad de la adoración a dioses que no son tales, olvidando al único Dios verdadero; explica los inmensos peligros de la perversa vida de corrupción moral causada por ese culto desviado y endemoniado. Función especial suya es aclarar todo lo que en las Escrituras es erróneo, proclamando la verdad salvadora por medio de su correcta interpretación. Cuando enseña, muestra el único camino de la Verdad. Se lee Homilías III 54,1: “Es imposible alcanzar la verdad salvadora sin su doctrina, aunque alguien busque durante un siglo donde no existe lo que se busca, pues estaba y está en la palabra de nuestro Jesús”, y hay que ofrecerle aquiescencia absoluta, de tal modo que los que creen haber encontrado la verdad por ellos mismos se equivocarán (H II 6,1-2). La necesidad de la aparición del Profeta Verdadero durante toda la historia, y al final de ella sobre todo, es clara ya que el ser humano por sí mismo es incapaz de conocer la verdad. Hay que prestar atención sólo a Jesús: “La cuestión de la piedad tiene necesidad de un Profeta verdadero, para que nos diga cómo son las cosas en realidad y cómo tenemos que creer en todas ellas. Por lo tanto, es preciso en primer lugar que el Profeta, una vez que ha sido examinado en toda su actividad profética y se le ha reconocido como verdadero, sea creído en todo lo demás y no sea ya cuestionado en ninguna de las cosas que dice, sino que tales cosas deben ser aceptadas como verdaderas con una fe apropiada, y recibidas con un convencimiento seguro”; Homilías III 28,1: “Por eso, es necesario oír al único Profeta de la verdad y saber que, la palabra sembrada por otro, al llevar la imputación de adulterio, queda como arrojada del reino por su esposo”. Como Profeta Verdadero, Jesús es el único que enseña a conocer la voluntad de Dios. Nadie tiene excusa por no conocer al Profeta Verdadero, ya que su descubrimiento es fácil, Homilías II 9,2: “Dios, que se cuida de todos, ha puesto en todos una gran facilidad para hallarlo, a fin de que ni los bárbaros sean ineptos ni los griegos incapaces de descubrirlo. En consecuencia, su descubrimiento es fácil” precisamente porque se puede comprobar que ha ocurrido todo lo que él había predicho de antemano: Homilías II 10,1-3, y el empeño por hallarlo es premiado siempre por Dios. Pero una vez descubierto el Profeta Verdadero, hay que obedecerlo en todo. Según Reconocimientos I 56, si se prueba que Jesús es el Mesías predicho por Moisés, no se puede ya negar su doctrina. La universalidad de la doctrina impartida por el Profeta Verdadero y por su discípulo predilecto, Pedro (H XVIII 7,6; Pedro es el apóstol del Profeta Verdadero enviado por Dios para la salvación del mundo: Homilías XX 19,3 / Reconocimientos X 61,3.), tiene algunas restricciones: existe una comprensión secreta de la Ley: Reconocimientos I 74,4, pues un aura de esoterismo rodea la interpretación de la Escritura: Reconocimientos II 45,6; las cosas supremas quieren ser honradas con el silencio: Reconocimientos I 23,1 / XX 8,5-6. “Os recuerdo –dice Pedro– que no conviene decir tales cosas a todos, sino a los más experimentados. Tampoco conviene asegurar ligeramente tales cosas entre vosotros, ni que os atreváis a hablar como si hubierais llegado al descubrimiento de los misterios, sino que es preciso que penséis solamente en ellos en silencio”. Esto quiere decir que no se deben hacer públicas las cosas inefables: Reconocimientos I 23,2 / 52,2; no es lícito hablar sobre la comprensión fundamental de la divinidad ante oídos poco dignos: Reconocimientos III 1,7; si se presenta la verdad auténtica a los que no desean conseguir la salvación, se comete una afrenta contra aquél de quien se ha recibido la orden de no arrojar las perlas de sus palabras ante los puercos: Reconocimientos III 1,5; no conviene que Pedro hable sobre las cosas secretas y apartadas de la ciencia divina al que está públicamente envuelto y contaminado en pecados, sino más bien que le intime y amoneste para que abandone su vida pecaminosa y libre sus actos de los vicios (R II 4,4). El secretismo de la doctrina de Pedro, recibida por el contacto con el Profeta Verdadero, es aparente en otros pasajes. Los libros con sus “predicaciones” no se entregarán a nadie que no sea fiel: Cont 2,1 / Cont 3,1 / EpP 2,1; se necesitan seis años de prueba para recibirlas: Cont 2,2; tal entrega será hecha con todas las seguridades y solo a los que desean vivir piadosamente y salvar a los otros: Cont 5,3. Igualmente hay una parte de la doctrina de Jesús que es también secreta: los misterios del reino de los cielos se explican solo a los discípulos: Homilías XIX 20,1-3; la Ley recomienda el lenguaje secreto para los misterios divinos a partir de la tradición: Reconocimientos II 45,6. Hemos señalado que el ser humano convertido en el Profeta Verdadero por designio divino es inhabitado por el Espíritu. ¿Hay que entender esta inhabitación como una suerte de auténtica reencarnación, o simplemente como un traslado del mismo espíritu a diversos portadores? No queda absolutamente claro en las Clementinas, pero lo más probable es que el autor, judeocristiano, no piense en reencarnación alguna, sino en la reaparición e inhabitación del mismo espíritu en hombres diferentes . Algunos de ellos permanecieron durante su vida casi como desconocidos, es decir, apenas fueron denominados “profetas verdaderos”; pero otros sí, como Adán, Abrahán, Moisés y Jesús: Reconocimientos I 60,4; “Os recuerdo –dice Pedro– que no conviene decir tales cosas a todos, sino a los más experimentados. Tampoco conviene asegurar ligeramente tales cosas entre vosotros, ni que os atreváis a hablar como si hubierais llegado al descubrimiento de los misterios, sino que es preciso que penséis solamente en ellos en silencio”. La unidad del Profeta Verdadero abarca a los siete personajes principales, que aparecen como figuras reveladoras de una suerte de la especie interna del hombre ideal, que está en la mente divina. No parece, pues, que haya en las Clementinas reencarnación en el verdadero sentido (quizás sí la habría entre los elcasaítas; pero también lo dudamos). Es posible que este trasvase del espíritu profético tenga en las Clementinas un sesgo antimarcionita, ya que funde al Mesías con grandes personajes del Antiguo Testamento en cuanto inhabitaciones del Profeta Verdadero hasta Jesús, después del cual vendrá el final, pues no habrá otro Profeta. Seguiremos con algunos temas de interés en las Pseudoclementinas como las figuras de Pablo, Simón Mago, Clemente y Pedro. Saludos cordiales de Antonio Piñero
Martes, 25 de Junio 2024
Notas
El “Jesús
Escribe Antonio Piñero Una de las cosas más sorprendentes, tanto de las Homilía, como de las “Reconocimientos o Recognitiones, en latín” de “La novela de Clemente” es cómo entiende la Biblia hebrea y el Nuevo Testamento el héroe de la trama, el discípulo preferido de Jesús, Pedro. Dejamos ahora la cuestión de las curiosas ideas sobre la Biblia en la “Novela de Clemente” / “Literatura Pseudoclementina” y nos centramos en la figura de Jesús de Nazaret según su discípulo predilecto, que no es Juan, sino Pedro. Para este Jesús es el último de los profetas, el bueno y el verdadero. Según Pedro, la creación divina del universo está organizada por su providencia en pares o “sicigías” (las cosas “unidas por un yugo”, como la pareja de bueyes), claramente expresada por la naturaleza misma: “Dios, al instruir a los hombres acerca de la verdad de las cosas, aunque él es uno, dividió los extremos en pares y en contrarios. Hizo el cielo y la tierra, el día y la noche, la luz y el fuego, el sol y la luna, la vida y la muerte”: Homilía II 15,1. “Así Dios estableció sucesivamente todos los pares. Pero en el caso de los hombres ya no es así, sino que él cambió todas las parejas. Pues así como las primeras cosas de Dios son mejores y las segundas peores, en el caso de los hombres descubrimos lo contrario, las primeras cosas son peores y las segundas mejores”: Homilía II 16,1. Primero vinieron las diversas profecías de la Biblia hebrea, que son inferiores y luego vino la profecía buena, la de Jesús, en segundo y último lugar. Jesús es el Profeta Verdadero, el segundo y el último. Pasa lo mismo con Simón Mago y Pedro. Primero apareció Simón profetizando que es malo, y detrás vino Pedro profetizando que es el bueno. Las Clementinas proclaman con claridad que Jesús no es Dios, sino “hijo de Dios” en un sentido judío, como puede ser un profeta o el sumo sacerdote. Jesús no afirmó que él era Dios, según Homilía XVI 15,1-2 y según Reconocimientos I 45,1-2, “Cuando hizo Dios el mundo, como señor del universo estableció príncipes para todas y cada una de las criaturas… y como príncipe para los hombres, estableció un hombre, que es Cristo Jesús”. Este hombre es el mesías, sin duda alguna. Ahora bien, el mesías humano está inhabitado, tiene dentro, el espíritu del “Cristo/mesías eterno” un espíritu que preexiste, que es anterior a la creación del universo. Ahora bien, la idea de un “Cristo/mesías eterno” supone una teología de la preexistencia que aparece en el Nuevo Testamento claramente solo en el Prólogo del Evangelio de Juan. Homilía e defendido en otros lugares que es probable que haya que conectar esta preexistencia del mesías eterno con la idea rabínica (bTalmud Nedarim 39 b; Pesachim 54a; Yirmiyahu 17,12; Bereshit Reconocimientos abba 1,4) de las “Siete cosas que preexistían antes de la creación: Torá, Paraíso, Gehenna, Arrepentimiento, Templo, Trono de gloria, Nombre del mesías”. Así pues, el “mesías eterno” preexiste en la mente divina al igual que la Torá o el Templo, y va inhabitando o reencarnándose en los sucesivos Profetas Verdaderos. En el caso de Jesús, tal como parece sostener la teología cristiana primitiva de Hch 2,34-36 (“Pues David no subió a los cielos y sin embargo dice: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies. «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado»; todo esto ocurre tras la resurrección.) y Pablo en Reconocimientos m 1,3-4 (Jesús, hijo de David, según la carne), el mesías sería en su vida en la tierra un ser humano aunque inhabitado por el espíritu del “mesías eterno”, y dejaría de ser un mero ser humano solo tras su resurrección; cuando es exaltado a los cielos, es divino…, no antes; y es divino de algún modo no explicado nunca totalmente, ya que es un misterio, relativamente comprensible: “Pedro dijo entonces: «Me obligas, Clemente, a hacer públicas algunas de las cosas inefables. Sin embargo, en la medida en la que sea permitido, no tendré reparo en hacerlo. Cristo, que existía desde el principio y siempre a lo largo de todas y cada una de las generaciones, estaba siempre presente para los piadosos, especialmente para aquellos que lo esperaban y a quienes frecuentemente se apareció»”: Reconocimientos I 52,2-3). Si se piensa en la divinización de los héroes en el mundo grecorromano (Heracles / Hércules y Asclepio / Esculapio), este proceso de divinización por la inhabitación en el ser humano de un espíritu divino, de los dioses es relativamente claro. Los héroes grecorromanos tienen dentro, en su espíritu, algo que los iguala a los dioses como Hércules o Esculapio durante su vida mortal, que una vez muertos son divinizados. Las apariciones, revelaciones y ayudas del Profeta Verdadero son de dos clases. Según Reconocimientos I 52,3 / Reconocimientos II 22,4-5, el Profeta Verdadero está dentro de los piadosos y se aparece a ellos en todo momento corrigiéndolos y ayudándolos. Pero hay otra clase de aparición del Profeta verdadero, la segunda, que es puntual: no se muestra a todos los piadosos, sino a algunos hombres especiales. En concreto a los que son, por designio divino los siete pilares o columnas del mundo: Adán, Henoc, Noé, Abrahán, Isaac, Jacob, Moisés, y Jesús (Reconocimientos II 47,2 y Homilía XVIII 13,4–14,1). Para complicar el panorama acerca de la naturaleza del Juan mesías y Profeta verdadero (y para convencernos de la idea de que en las Pseudoclementinas han intervenido muchas manos con ideas contradictorias a lo largo de los años, desde el 230, más o menos, versión griego original, hasta el siglo IV/V versión latina arreglada) aparece claramente en la teología de las Clementinas el uso de expresiones que relacionan esta naturaleza del Mesías / Jesús con las concepciones judías acerca de la Sabiduría, la Palabra y el Espíritu como hipóstasis, es decir, entidades divinas personificadas, pero no pensadas con una forma angélica. Así en Reconocimientos I 391-2, y I 40,3-4: en el tiempo mesiánico apareció el profeta anunciado por Moisés y abolió los sacrificios, ya que los humanos “serían purificados no por la sangre de los animales, sino con la purificación de la Sabiduría de Dios gracias al bautismo en el nombre de Jesús”. “Cuando prevalecía la maldad de los impíos con su actividad, la Sabiduría de Dios asistió a los que aman la verdad y los ayudó eligiendo a los doce apóstoles”. Por un lado, pues, Jesús no es más que un profeta, ser humano aunque excelso; mas, por otro, hay textos que parecen igualarlo a Dios. Más difícil todavía respecto a la naturaleza del mesías: en Homilía XVI 16,1 afirma Pedro expresamente que “Es propio del Padre no haber sido engendrado, y del Hijo el haberlo sido” y en el v. 3 el mismo Pedro pregunta a Simón: “¿Por qué no comprendes que si uno es autoengendrado o no engendrado, el que es engendrado no puede llamarse lo mismo, y ni siquiera (puede decirse) que el engendrado (sea) de la misma sustancia que el que lo ha engendrado…?”. Solo esta diferencia –según Pedro– haría al Padre e Hijo desiguales; por ello no se puede llamar Dios al Hijo, pues lo engendrado no puede compararse con el no engendrado o autoengendrado” Esta cuestión entendida al modo arriano –y el autor parece tener afinidades arrianas– podría cuadrar perfectamente con el Hijo, creado sí, pero desde toda la eternidad, y podría denominarse Dios, aunque de “segunda clase”. Reconocimientos habría mantenido esta teología: deus ingenitus –filius genitus: Dios inengendrado – hijo engendrado: Reconocimientos III 7–10; (pero este pasaje es probablemente una glosa arriana dentro de las Pseudo Clementinas). Más oscuridad aún aporta la sentencia de Homilía XX 7,6 donde Pedro utiliza el término homooúsios, “de igual naturaleza”: “De ahí que, mucho más, el poder de Dios cambia cuando quiere la sustancia de su cuerpo en lo que quiere. Y emite en este cambio un ser de la misma esencia, pero no del mismo poder”. Así pues, según Pedro, Jesús es “hijo de Dios”: Homilía XVI 15,2 (“Pedro respondió: “Nuestro Señor no afirmó que hay otros dioses además del que ha creado todas las cosas, ni promulgó que él era Dios, sino que llamó con razón bienaventurado al que dijo que era hijo del Dios que ha embellecido el universo”); 16,5: (“Cristo es llamado Dios”), pero no se le puede denominar Dios como al Padre; es engendrado: Homilía XVI 16,1, pero el Padre es inengendrado: Homilía XVI 1.3. Consecuentemente, Jesús como mesías no es en todo igual al Padre. Según Homilía XVI 16,2-3 (“Repuso Pedro: «¿Por qué no comprendes que si uno es autoengendrado o no engendrado, el que es engendrado no puede llamarse lo mismo, y ni siquiera (puede decirse) que el engendrado (sea) de la misma sustancia que el que lo ha engendrado…»”?). No tiene, pues, la misma esencia; pero según Homilía XX 7,6 sí tiene la misma esencia aunque no tenga el mismo poder. Es posible que en la mente del Pedro de las Clementinas no se vea contradicción alguna, pero para nosotros al menos cuál sea la naturaleza del Mesías no queda en absoluto clara. A pesar de algunas de estas frases que pueden entenderse como arrianas, la teología general de la relación Padre-Hijo en las Clementinas parece ser más bien adopcionista como la del evangelista Marcos en su descripción del bautismo de Jesús (Mc 1,9-11: la voz celeste proclama Hijo a Jesús). El “mesías eterno” en su vida terrenal es solo el mesías “designado”, que no pudo presentarse totalmente ante los humanos en su elevada y total dignidad hasta después de la resurrección; pero el Espíritu que lo inhabitó en su vida terrena (el concepto de mesías existente antes de la creación) era el “Cristo eterno”: Reconocimientos I 43,1 / 44,2 / 63,1. Que el mesías es un ser humano se defiende también en las Clementinas cuando se habla de la “monarquía” (Homilía III 61,4 / IX 2,3 / Homilía XVI 15,2) o suprema potestad de Dios Padre (Homilía III 9,1 / 59,2). De una manera vulgar, al igual que las gentes paganas llaman “dioses” a sus gobernantes, se podría decir que el Mesías es “dios” (Reconocimientos II 42,8: “el Dios de los príncipes es Cristo, que es el juez de todos”). De cualquier modo, el Padre no consiente que nadie pueda ser igual que él: Homilía XVI 17,1, y por tanto Cristo no puede llamarse “Dios de Dios”: Homilía XVI 15,3 / Homilía XX 3,6 afirman que el “Bueno” (Jesús / Mesías) es demiourgetheís = creado = el Mesías; el único increado es Dios: Homilía X 10,1. Como puede observarse, las muchas manos han introducido dentro de la teología de la Literatura Pseudoclementina los debates cristológicos del siglo IV en el que las ideas cristológicas no se expresaban a menudo con toda la claridad que desearíamos hoy día. Seguiremos en una próxima entrega con la noción de Jesús como el único “Profeta verdadero” en la Literatura Pseudoclementina Saludos cordiales de Antonio Piñero www.antoniopinero.com
Martes, 11 de Junio 2024
NotasEscribe Antonio Piñero Durante muchos años, desde el año 2000, Gonzalo del Cerro (ya fallecido) y yo nos hemos ocupado en editar textos multilingües de los Hechos de los Apóstoles apócrifos en latín, griego, siríaco y copto. De estas dos últimas lenguas solo hemos presentado traducciones muy literales, ya que no parecía de interés editorial imprimir los textos siríaco y copto originales; por el contrario, los textos en griego y latín sí tienen lectores en español, aunque no sean tan numerosos como desearíamos. Estos Hechos no aceptados por la Iglesia son muchos, una treintena, pero no estaban editados en castellano. Tenemos diversas ediciones de los Evangelios apócrifos, pero no de las peripecias de los apóstoles. Un caso curioso es el de los “Hechos de Pablo y Tecla”, una santa muy apreciada en muy diversas regiones de lengua hispana… que jamás habían sido editadas en su lengua original, el griego, con traducción española y comentario. Desde el 2004 hasta el año 2023 Gonzalo del Cerro y yo habíamos publicado todos los Hechos de los apóstoles apócrifos de interés general en tres volúmenes. Los dos primeros (2004 y 2005) recogían os cinco grandes Hechos Apócrifos, de Andrés, Juan, Pedro, Pablo y Tomás. En el volumen III (de 2011), vieron la luz Hechos Apócrifos de Felipe, Mateo, Santiago, mayor y menor, Simón, Tadeo, Bernabé y Judas y colecciones especiales de “Martirios” en los que se repiten algunos nombres, como Andrés, Mateo, Pedro, Pablo y Bartolomé. En total son casi 30 Hechos apócrifos que cubren una época desde el siglo I al IV /V aproximadamente. En esta lista faltaba una obra, o conjunto de obras, muy importante, la literatura adscrita a Clemente, secretario de Pedro apóstol y luego segundo obispo de Roma (hay también otras tradiciones con otro orden). Este corpus fue dejado intencionadamente para el final porque es suficientemente amplio, en sus tres versiones, griega, atina y siríaca y presenta dificultades especiales, como el lector apreciará en cuanto eche incluso la más rápida ojeada a la Introducción General a esta literatura publicada en el primer volumen que presentamos ahora. La literatura en torno a Clemente y Pedro se titula también la “Novela de Clemente” porque jo solo tiene literatura teológica, sino también una trama interior novelesca como diré más abajo. La presente edición ha sido dividida en dos partes por la editorial por el conjunto de la introducción y los textos a traducir ocupan casi 1800 páginas. En el año 2023 se ha publicado la “Introducción General, muy amplia”, unas 250 páginas y el texto griego, que parece más antiguo denominado “Homilías”. Esperemos que en el 2024 o 2025 se publique el segundo y último tomo (IVb), los “Reconocimientos”, la versión latina de las Homilías, pero una “traducción” muy diferente por sus cambios, omisiones y añadiduras, junto con los índices de los dos volúmenes. Entre ellos es de especial importancia el “Índice analítico de materias”. Clemente de Roma es sin duda un personaje legendario como hombre a tuvo su madurez a finales del siglo I. En realidad, la primera mención histórica de Clemente es la de un oscuro secretario de un papa, Pío I (décimo sumo pontífice, cuyo reinado fue desde el 140 al 154). Sin embargo, en torno a esa figura clementina legendaria se concentraron diversas producciones literarias, Primera y Segunda Carta de Clemente; dos Cartas a las Vírgenes y la literatura que ahora comentamos, las Pseudoclementinas. Probablemente, a finales del siglo II fue cuando comenzó a circular la leyenda que este Clemente, romano de nacimiento, había sido el discípulo preferido de Pedro apóstol y finalmente su secretario y suscitó enseguida el interés de las gentes. Según esta leyenda, Clemente Romano fue el que consignó por escrito las predicaciones y las disputas teológicas de Pedro con el famoso mago Simón. Y fue también Clemente el que envió a Santiago, el hermano de Jesús y jefe/obispo de la comunidad judeocristiana de Jerusalén diversos libros en los que se recogía ese material. El nombre de Literatura pseudoclementina se debe a que las Homilías griegas y as Recognitiones latinas no presentan solo unos textos de pura teología, sino también un relato novelesco dentro del cual se inscriben los discursos de Pedro y las disputas con Simón el Mago. En realidad la Novela de Clemente o Literatura pseudoclementina es la primera gran novela cristiana. Los grandes Hechos apócrifos de los siglos II y III (de Andrés, Juan, Pedro, Pablo y Tomás) tiene también un relato novelístico en su interior, pero esta poco desarrollado, de mod que si las calificamos como novelas quizás exageremos un tanto. La importancia de esta literatura pseudoclementina se debe a su contenido teológico judeocristiano de Siria compuesto en su núcleo hacia el 230. Se trata de un gran resto de un tipo de escritos teológicas de la rama judeocristiana que se ha perdido en su casi totalidad. Es conocido que de los evangelios apócrifos judeocristianos apenas quedan más que unas pocas citas de los Padres de la Iglesia. Pero aquí tenemos muchas páginas de literatura (también teológica) del judeocristianismo sobre todo de Siria. Esta literatura en torno a Clemente Romano, secretario de san Pedro, tuvo tanto éxito en los siglos IV y V, que –sobre todo la versión latina– se ha conservado más de un centenar de manuscritos. De la versión siríaca solo hay uno, muy antiguo, fechado en el 411, pero lo suficientemente amplio como para hacernos una buena idea de cómo era esa versión. Del presunto original griego solo quedan dos manuscritos y dos epítomes (resúmenes). Sin embargo es suficiente para hacer una edición del texto completo. El próximo día explicaré el contenido y algunas cuestiones interesantes en torno al primer volumen (IVa) de esta importante literatura judeocristiana que contienen algunas ideas teológicas asombrosas defendidas enérgicamente por el apóstol Pedro frente a Simón Mago. Saludos cordiales de Antonio Piñero www.antoniopinero.com
Martes, 4 de Junio 2024
NotasEscribe Juan CurráisA propósito de la cuarta edición hace unos meses de "Los Libros del Nuevo Testamento"La libertad es la primera condición del trabajo científico (Alfred Loisy) La editorial Trotta publicó a finales de 2021 un voluminoso libro cuyo título completo es Los libros del Nuevo Testamento. Traducción y Comentario, con un enfoque teórico muy distinto a las ediciones confesionales del Nuevo Testamento, acompañadas del preceptivo imprimatur y nihil obstat. El innovador libro de Trotta aparece en la portada como edición de Antonio Piñero y en el interior se cita un equipo de colaboradores, especialistas en la materia y coautores: Gonzalo del Cerro, Gonzalo Fontana, Josep Montserrat, Carmen Padilla y el propio Antonio Piñero. Todos ellos son doctores académicos, no Doctores de la Iglesia, como el Doctor Angelicus (Tomás de Aquino) o el Doctor Subtilis (Duns Escoto) entre otros. Se trata, pues, de un Opus magnum (obra magna) de 1661 páginas y de carácter colectivo, donde los diversos autores se han repartido el arduo trabajo de traducción, las introducciones a cada libro y las notas aclaratorias al texto, con tipos diferentes de letras para facilitar una lectura comprensiva más didáctica. La extensa e importante Introducción general (78 páginas) está realizada por Antonio Piñero, con una pequeña, per notable, aportación de Josep Montserrat. En la Introducción concreta a cada libro o grupo de libros viene indicada la aportación de cada uno de los autores en referencia a la traducción o comentario del texto, aunque la aportación más extensa al conjunto de la obra es la de Antonio Piñero, quien me ofertó de buen grado leer sus propios escritos antes de la edición, tanto la Introducción general como el tratamiento de los difíciles textos de la Carta a los Hebreos o la Revelación/Apocalipsis de Juan. Todos los libros del Nuevo Testamento están escritos en griego koiné (= común) la lengua culta del mundo helenístico y diferente del griego ático de Platón o de Jenofonte. La traducción está hecha a partir de la edición crítica del Novum Testamentum graece, 28ª edición, denominada “Nestlé-Aland”, publicada en 2012 por la Deutsche Bibelgesellschaft (accesible en Internet, sin aparato crítico). Este texto crítico, resultado de la colaboración de numerosos investigadores dentro de un Instituto de Münster, está considerado por los expertos el mejor en la actualidad y el más próximo a un hipotético texto original, que no existe. No se parte, pues, del texto latino y confesional de la Vulgata de Jerónimo, la versión declarada canónica en el concilio de Trento. Conviene señalar que los textos transmitidos del Nuevo Testamento son copias de copias de copias, con miles de variantes, que los investigadores del texto combinan mediante la informática. La no existencia de un texto original plantea un problema teológico, puesto que, admitida la tesis de la inspiración divina del texto sacro, resulta imposible determinar cuál sea el texto inspirado. Pero lo que es problema para un teólogo no lo es para un historiador o filólogo, que no puede tomar como premisas de su indagación las tesis dogmáticas de la inspiración divina de las Escrituras sacras y de la inerrancia bíblica (ausencia de errores) término propio de la jerga teológica. El investigador francés Alfred Loisy, pionero del estudio científico de la Biblia desde una metodología histórico-crítica, afirmaba en sus Memorias que la idea que concibe a Dios como autor de libros humanos no es más que un “mito infantil”. En el Prólogo, Antonio Piñero afirma que es la primera vez que se publica en lengua castellana una obra de este tipo, con “una interpretación meramente histórica y efectuada con criterios estrictamente académicos”. Es decir, el estudio crítico considera los textos fundacionales del cristianismo que resultó vencedor, no desde una perspectiva singular y sacra, sino encuadrados en la historia de la variada literatura griega y judía, adoptando los métodos propios de la filología clásica. No debe olvidarse que cristianismos hay muchos. En su evolución histórica, no existe sólo el cristianismo declarado ortodoxo desde Nicea, sino muchos otros considerados heterodoxos, que fueron los derrotados, tachados de falsos y perseguidos durante siglos. No basta con leer la Biblia para poder comprenderla. Es necesario estudiarla teniendo en cuenta los resultados de la investigación histórica, especialmente a partir del siglo XVIII, realizada desde variados enfoques ideológicos, protestantes, judíos, católicos, agnósticos o ateos. Los investigadores independientes, a diferencia de los confesionales, tratan el cristianismo como verdadera religión, entre otras muchas (de salvación), pero no como religión verdadera, lo que implica un aserto de fe. También en el Prólogo se indica que esta edición de los 27 libros del Nuevo Testamento está hecha “desde una perspectiva puramente histórico-crítica y aconfesional”, lo que claramente la diferencia de las tradicionales versiones confesionales de la Biblia, realizadas con el pertinente imprimatur, exigido por la ortodoxia del magisterio eclesiástico. Pero la investigación histórica independiente no está sujeta a la servidumbre de la ortodoxia, propia de la visión hegemónica tradicional. Ha de ser autónoma per se y no sujeta a directrices teológicas. Con razón Alfred Loisy, líder del modernismo teológico condenado por Pío X a comienzos del s. XX, afirmaba hace más de un siglo que “la libertad es la primera condición del trabajo científico”, no solo en el ámbito secular, sino también en el ámbito de la Escrituras consideradas sagradas, que de ningún modo son “intocables”. En la misma línea, el erudito Loisy, reivindicando la autonomía de la ciencia histórica y de la exégesis crítica con el fin de emanciparla de su sumisión a la teología, afirmaba que “la ortodoxia es uno de los mitos sobre los cuales se ha fundado el cristianismo tradicional” (Memorias, I), que intenta en vano convertir en inmutable y fijo lo que es cambiante. Tal pretensión es como detener el flujo libre del conocimiento, cual si fuera un río congelado, impidiendo su acceso al vasto océano de la ciencia. Continuará la semana próxima. Saludos de Juan Curráis Catedrático jubilado de Filosofía de Enseñanza Media
Jueves, 30 de Mayo 2024
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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