EL ARTE DE PENSAR. Alfonso López Quintás







Blog de Tendencias21 sobre formación en creatividad y valores

Método tercero

FORMAS NATURALES Y SIMBOLISMO
El arte trascendente de Antonio Gaudí

En la producción del genial escultor y arquitecto español Antonio Gaudí destacan, desde el punto de vista filosófico, dos rasgos principales: el cultivo de las formas naturales y la voluntad de simbolismo. Es incumbencia de los historiadores de las formas artísticas precisar la relación en que se halla Gaudí respecto a otros movimientos análogos. La tarea del filósofo consiste en analizar la significación que estos rasgos encierran en sí mismos.


Artículo n°98
En la exposición de la obra de Gaudí realizada en la Sala de Exposiciones de la Dirección General de Arquitectura en Madrid (noviembre-diciembre, 1954), podían leerse los siguientes párrafos:

«Su idea no estribaba en construir formas naturales exactas ni tampoco en estilizarlas de nuevo, sino en producir un tipo de metamorfosis poética de aquéllas, trabajando con las leyes naturales, que él consideraba como las primeras reglas a tener en cuenta en el arte de la Arquitectura” (George Collins, 1961).

«El naturalismo de Gaudí, de raíz ruskiniana, tramado sobre un complejo panteísta científico, equidista tanto de la lírica franciscana como de las teorías biológicas del 800, como de los jardineros y grabadores japoneses o de los escultores góticos o de los constructores de rocallas del barroco». (José M. Sostres).

Mi intento aquí es subrayar la importancia y fecundidad del retorno a lo natural-originario, así como el sentido oferente y el valor transfigurador que encierra el arte de carácter simbólico. Me moveré en el plano de elevación y estudio de esencias que corresponde al pensamiento filosófico. El lector avisado que conozca de cerca la obra de Gaudí podrá, así, enjuiciarla al debido nivel de perspectiva y profundidad.

Cultivo de las formas naturales

De por sí, la imitación de las formas que ostenta la Naturaleza no revela sentimientos de repulsa o aversión respecto al mundo específicamente humano, porque, en este caso, "natural" no se opone a "humano" sino a "artificial" en sentido de artificioso. Lo que se intenta es dar a los productos artificiales, fruto del arte humano, el carácter de espontaneidad que ofrecen los fenómenos originarios. De ahí que, en un entorno de artificiosidad, "ser original es ser originario", como bien decía el mismo Gaudí.

No podría decirse lo mismo de la vuelta a lo natural del adorable pintor Franz Marc, que se acogió al mundo de los animales en busca de la sinceridad y veracidad que echaba de menos entre los hombres. Instigado por crueles desilusiones, este artista alejó su pincel del rostro humano para acariciar una y otra vez la amable silueta de los animales nobles: caballos, gacelas, ciervos, zorros... Tal alejamiento está lejos de constituir un ejemplo de auténtica objetividad, pues los animales no son veraces porque no pueden ser falsos; no son sinceros, porque no pueden ser falaces; son sólo verdaderos.

Acercar todo lo posible el mundo de las creaciones artísticas al mundo natural de los seres vivos tampoco es, de por sí, consecuencia y reflejo de una actitud panteísta, sobre todo si esa "naturalización" de los productos artificiales intenta dotarlos de un alto valor simbólico. Si el panteísmo responde a una actitud prometeica de humanización de lo divino, el simbolismo se muestra en extremo respetuoso al transformar el mundo en medio expresivo de realidades que lo trascienden.

El cultivo de las formas naturales se manifiesta, en este contexto, como un modo de acatamiento del poder configurador que alienta en todo lo creado. Nada hay más impresionante que observar de cerca la capacidad configuradora que poseen los seres vivos. La belleza, en el fondo, es el halo de luz que orla a la vida en su proceso interno de constitución o, lo que es igual, de despliegue autoexpresivo. Todo organismo, al constituirse, se expresa, y esta autoexpresión lograda se traduce en la forma de resplandor que llamamos belleza.

Pero aquí es de notar que tal belleza no brota tan sólo ni primariamente de la figura que corona el proceso de constitución de un ser vivo, sino de su forma interna constituyente, de ese orden admirable y poderoso que nos sobrecoge al estudiar de cerca, genéticamente, los fenómenos naturales de crecimiento, adaptación y regeneración.

A medida que profundizamos en el conocimiento de la realidad, observamos que la belleza más honda y penetrante va siempre vinculada a los fenómenos en que se alía un máximo de economía a un máximo de eficiencia. El asombro que produce esta belleza originaria de los seres naturales en toda alma "sencilla" –es decir, abierta sin prejuicios envarantes a la grandeza del universo‒ se traduce en una actitud de piedad o amor reverente a cuanto en las cosas alienta de profundo.

He aquí cómo el estudio e imitación ‒rigurosamente entendida‒ de la Naturaleza no lleva a la mera adoración de la tierra, antes dispone el ánimo para la práctica decisiva del trascender. Y en este punto crucial surge el símbolo. Es sabido que el antiguo concepto de mimesis fue malentendido, con demasiada frecuencia, de modo superficial, como mera reproducción de figuras naturales (1).

Simbolismo

El mayor enemigo del símbolo es la voluntad de poder que intenta ajustar el mundo a la propia imagen y semejanza. Para todo artista que intenta imponer a ultranza sus criterios, el afán de originalidad se traduce en arbitrariedad, no en una vuelta respetuosa a lo originario. El drama que constituye la grandeza de todo espíritu verdaderamente creativo viene dado por la tensión que media entre la interna potencia creativa y los cauces objetivos en que debe ésta desplegarse. Pero esta eterna lucha entre el artista y su medio se resuelve en paz fecunda cuando nos movemos en los niveles de la creatividad (nivel 2) y de los valores (nivel 3). Servir a una realidad muy valiosa y expresiva es el gran privilegio del verdadero artista. Comprometerse en el proceso de creación de una obra relevante significa poner en juego la elevada forma de libertad a la que alude el concepto de inspiración.

Una vez inserto en tal proceso, el verdadero artista ‒que no se impone a la realidad, sino dialoga con ella de modo receptivo y activo a la par‒ se percata de que los elementos sensibles se elevan de condición y ganan un singular poder de expresar lo metasensible valioso. Al ser transfigurado por la fuerza de la inspiración, lo sensorial se convierte en heraldo de lo valioso y adquiere un notable poder simbólico.

De ordinario, entendemos por símbolo una realidad que remite a otra distinta y superior. Esta capacidad expresiva puede responder a cualidades internas de la realidad o a una mera convención arbitraria. En este caso tenemos la mera alegoría. Sólo en el primer caso puede hablarse de verdadero símbolo. Pero aquí se impone una pregunta: ¿Es posible que una realidad aluda a otra superior, que la trasciende? Y, en caso positivo, ¿significa, acaso, un logro estético este carácter trascendente de las realidades simbólicas?

A partir de la Edad Media, el arte se orientó por vías de un verismo humanista cada vez más individualista, de forma que toda expresión sobria y quintaesenciada de contenidos religiosos fue considerada como algo tosco y primitivo. El benedictino alemán Ildefonso Herwegen delató hace años el escamoteo que late bajo este criterio valorativo (2). Distingue dos formas fundamentales de arte religioso: el simbólico y el psicológico-individualista. Esta distinción sirve de clave para estructurar y valorar la historia toda del arte sacro, pues «el problema del símbolo es también el problema del arte cristiano y, sobre todo, del arte de la Iglesia». En el Arte moderno, «el símbolo se va desvaneciendo; la realidad que puede palparse exige sus derechos». En todos los productos de arte sacro se camina hacia el logro de un verismo rayano en la perfección, pero se pierde progresivamente el fuerte contenido trascendente de épocas anteriores (3).

Cuando el arte está muy penetrado de misterio, los elementos expresivos quedan de algún modo sobrecogidos por la fuerza expresiva de lo sagrado. De ahí la estilización de las formas y esa sobriedad singular del estilo bizantino. Herwegen subraya que no se trata aquí de prescindir de la forma concreta o de volatilizarla, sino de «elevar noblemente el fenómeno natural a expresión inspirada de la idea religiosa» (4). Lo que intentaron los cristianos primitivos y lo que en todo tiempo persigue el arte oriental es hacer presente el Misterio.

«El Oriente cristiano sólo habla un lenguaje: las imágenes dentro del recinto de la Iglesia son representaciones de los Misterios, actualizaciones de realidades santas y divinas» (5).

Como sabemos, la imagen es para el hombre primitivo un símbolo objetivo penetrado de realidad. De modo análogo y en un plano superior, lo decisivo en el arte sacro es la presencialización de la virtud y la gracia divinas. La imagen debe ser un medio para ganar una relación de inmediatez con el Dios a quien se contempla y adora.

Por esta profunda razón se resistieron los orientales a independizar lo que hay de humano en el arte cultual y reducir el fin de éste a algo meramente narrativo. Lo entendieron siempre, aun en los momentos de mayor atención a los detalles históricos, como el lugar del Misterio, confiriendo en algún modo a la representación sensible el valor de un “cuasi-sacramental”, es decir, de una realidad sensible que nos eleva a un nivel religioso y nos otorga un cierto grado de gracia.

En Occidente, por el contrario, el arte subrayó preferentemente el aspecto histórico narrativo de los episodios relacionados con el Misterio, dejando un tanto de lado la representación del Misterio mismo. Ejemplo patente son las diversas representaciones de la Ultima Cena. Compárese, por ejemplo, la que figura en San Marcos de Venecia y se centra a ojos vistas en el Misterio eucarístico, y la de Leonardo da Vinci, ocupada en describir dramáticamente la conmoción producida en los discípulos al serles revelada la presencia entre ellos del traidor.

Hoy más que nunca, por hallarnos en una época revisionista, conviene subrayar que no es el arte más verista el más profundamente realista, el más auténtico y profundo (6). La obra de arte tiene relieve cuando está constituida por dos planos complementarios que se integran en un proceso de constitución: el elemento expresante y el medio expresivo. Pero, ¿qué relación media entre ambos? Tan sólo unas breves observaciones que permitan adivinar el valor del arte simbólico.

Artículo n°98
Expresión y transfiguración

En el proceso de creación artística, lo decisivo es encarnar de tal modo las significaciones en los materiales sensibles que éstos queden vivificados endógenamente, de dentro afuera. No basta una mera yuxtaposición alegórica más o menos convencional. La teoría de la expresión nos advierte, en primer lugar, que lo más alto ‒las ideas puras y los sentimientos más nobles‒ deben encarnarse para tomar cuerpo y adquirir su plenitud de densidad y significación para el hombre; y, en segundo lugar, que lo inferior ‒la materia sensible‒ se halla a la espera de ser informado por lo superior para llevar a pleno logro sus internas posibilidades. Toda realidad adquiere su plenitud al ser asumida como medio expresivo por un ser de un ámbito inmediatamente superior. Ya en su tiempo, el gran Goethe solía afirmar que «todo lo que es perfecto en su especie supera por lo mismo su especie». Y otro gran intuitivo, Max Scheler, glosó esta frase diciendo que todo lo que es perfecto en su especie «aboca a una nueva especie de valores» (7).

Frente al peligro siempre acechante del mero Esteticismo, escribió hace tiempo Romano Guardini:

«Quien desee comprender a fondo lo que es la belleza de un ser humano o de una obra artística y no sólo disfrutarla […] debe partir del alma de ambos. Haría bien en no prestar mucha atención inicialmente a la expresividad y el encanto de las formas, sino a penetrar en la íntima verdad de estas realidades vivientes» (8).

Las realidades expresivas vienen a constituir, así, el dorado justo medio entre las ideas puras desencarnadas y la materia despojada de toda significación. La experiencia actual deja al descubierto la esterilidad radical de toda concepción extremista que escinda elementos esencialmente vinculados en un proceso expresivo. Para comprenderlo se nos ofrece un camino real en el lenguaje, con su bipolaridad de vertientes. Pero, ¿qué relación media entre éstas?

Importa sobremanera notar que el proceso expresivo no es algo externo y accidental respecto a la clarificación de los contenidos expresados en él, como tampoco el hecho de ser asumido un elemento como medio expresivo puede dejar de afectarle en su mismo ser. Visto con rigor, el proceso expresivo es un proceso de constitución en el que una realidad configuradora asume una realidad expresiva como medio de autoexpresión, redimiéndola con ello de su natural opacidad al concederle un rango superior. No sin razón se habla actualmente del cuerpo humano como “palabra” del espíritu que en él se autoexpresa, y se lo califica de realidad "semiobjetiva", situada a medio camino entre lo meramente "objetivo" ‒el cuerpo como materia pura‒ y lo “superobjetivo”, el espíritu como realidad que se expresa a través de lo corpóreo (9).

En los seres vivos, las entelequias o principios vitales configuran de dentro afuera los seres, confiriéndoles una forma y una figura. Pero lo decisivo en todo proceso de constitución ‒y, por tanto, de autoexpresión‒ de un ser no es la figura que resulta del proceso, sino la forma que lo impulsa y estructura.

Se trata de un poder de autoexpresión libre y, por tanto, de revelación. El grado de libertad en la expresión mide la diferencia en el modo de comunicar su interioridad los seres infrapersonales y los personales.

Lo importante es advertir que todos los seres del Universo se perfeccionan y llegan a sazón a través de procesos creativos. Así vemos que cada ser, con lo más noble y poderoso de sí mismo, potencia su significación al servir de medio expresivo a realidades que, a su vez, cobran en ese contexto su plena concreción y sentido. Lo profundo que se expresa gana en poder expresivo al encarnarse, porque es justamente a través de esta labor de distensión creadora que realiza al informar elementos expresivos como lleva a cabo su tarea esencial.

Una idea se hace grande al informar un amplio complejo expresivo. En política, en arte, en técnica, las grandes concepciones se constituyen en tales ‒no sólo se revelan como tales‒ al dar vida a todo un mundo de estructuras. Lo expresivo, por su parte, no sólo no se pierde al servir de vehículo expresivo a las significaciones, antes se gana definitivamente al ser asumido por una realidad superior que funda ámbitos eminentes de unidad. Nunca el mármol, por ejemplo, ha revelado de modo más perfecto su ser de mármol como en el ámbito transfigurado del Partenón o en la figura palpitante del Moisés de Miguel Angel.


Gaudí, artista jerárquico

¿Qué conclusiones se derivan de estas notas en orden a una valoración justa de la obra de Gaudí? Tan sólo unas someras indicaciones por vía de orientación.

El cultivo simultáneo de las formas naturales y del símbolo parece indicar una decidida voluntad de convertir los materiales en palabra viviente, en aleluia perenne, según conviene a la condición oferente de un templo expiatorio, como el de la Sagrada Familia en Barcelona. Toda la potencia expresiva de las formas orgánicas es puesta en las obras religiosas de Gaudí al servicio de la expresión de altos contenidos espirituales. Y las formas naturales, que significan, en su orden, el fin y último logro de un proceso de constitución, adquieren nueva luz e inéditas dimensiones al convertirse en medio expresivo de formas de vida más elevadas.

Al inspirarse en grandes ideas, el artista somete los materiales a fuertes presiones de significación, y esta circunstancia debe traducirse necesariamente en una alteración brusca de las formas que son usuales en épocas menos sensibles al tirón de lo misterioso. Esta transfiguración de los materiales en el crisol de una idea trascendente al mundo de lo cotidiano se halla en la línea del proceso redentor de la creación entera al que alude expresamente San Pablo.

La honda reverencia que sentía Gaudí por el arte románico corrobora el presentimiento de que en su labor creativa de arte sacro entendía el símbolo como presencialización del Misterio, por mucho que su exuberante expresión difiera de las grandes creaciones del arte bizantino y el medieval. Lo decisivo en su retorno a lo natural-originario y en su ascensión mística es su voluntad de tensión jerárquica, inspirada en un fuerte sentimiento hispánico de reverencia a cuanto en el Universo constituye una huella del Creador.

NOTAS

(1) Sobre este importante tema, pueden verse diversos textos y comentarios en mi obra La experiencia estética y su poder formativo (Universidad de Deusto, Bilbao 2010, 3ª ed.) 301-311.
(2) Cf. Iglesia, arte, misterio (Guadarrama, Madrid 1959).
(3) «Cuando el arte de los cristianos alcanza la perfección formal del arte pagano y lo importa directamente al ámbito eclesial, ya no suscita en los creyentes la oración, la devoción, ya no constituye un conjunto coherente con la liturgia, organizado de tal modo que ponga a los fieles en la disposición de recibir los divinos misterios, porque ya no expresa la obra de Dios, la dinámica divino-humana» (Marko Ivan Rupnik, en Tomas Spidlík y Marco I. Rupnik: El conocimiento integral. La vía del símbolo (BAC, Madrid 2013) 199.
(4) Cf. o.c., 94.
(5) Cf. o.c., 83.
(6) Sobre el verdadero realismo del arte puede verse mi obra bLa experiencia estética y su poder formativo, o.c., 38-61, 173-201.
(7) Cf. Vom Ewigen im Menschen ‒De lo eterno en el hombre‒ (Francke, Berna 1954) 326.
(8) Cf. Vom Geist der Liturgie (Herder, Freiburg im Bresgau, 1957, 19ª ed.) 120-121. Versión española: El espíritu de la liturgia Araluce, Barcelona 1946) 174. La traducción es mía.
(9) Cf. August Brunner, La personne incarnée. Étude sur la phénoménologie et la philosophie existentialiste (Beauchesne, Paris 1947) 205.

Alfonso López Quintás
16/01/2017

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Editado por
Alfonso López Quintás
Alfonso López Quintás
Alfonso López Quintás realizó estudios de filología, filosofía y música en Salamanca, Madrid, Múnich y Viena. Es doctor en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y catedrático emérito de filosofía de dicho centro; miembro de número de la Real Academia Española de Ciencias Morales y Políticas –desde 1986-, de L´Académie Internationale de l´art (Suiza) y la International Society of Philosophie (Armenia); cofundador del Seminario Xavier Zubiri (Madrid); desde 1970 a 1975, profesor extraordinario de Filosofía en la Universidad Comillas (Madrid). De 1983 a 1993 fue miembro del Comité Director de la FISP (Fédération Internationale des Societés de Philosophie), organizadora de los congresos mundiales de Filosofía. Impartió numerosos cursos y conferencias en centros culturales de España, Francia, Italia, Portugal, México, Argentina, Brasil, Perú, Chile y Puerto Rico. Ha difundido en el mundo hispánico la obra de su maestro Romano Guardini, a través de cuatro obras y numerosos estudios críticos. Es promotor del proyecto formativo internacional Escuela de Pensamiento y Creatividad (Madrid), orientado a convertir la literatura y el arte –sobre todo la música- en una fuente de formación humana; destacar la grandeza de la vida ética bien orientada; convertir a los profesores en formadores; preparar auténticos líderes culturales; liberar a las mentes de las falacias de la manipulación. Para difundir este método formativo, 1) se fundó en la universidad Anáhuac (México) la “Cátedra de creatividad y valores Alfonso López Quintás”, y, en la universidad de Sao Paulo (Brasil), el “Núcleo de pensamento e criatividade”; se organizaron centros de difusión y grupos de trabajo en España e Iberoamérica, y se están impartiendo –desde 2006- tres cursos on line que otorgan el título de “Experto universitario en creatividad y valores”.





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