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Hoy escribe Gonzalo Del Cerro
Homilía XI I Encuentro de Matidia con Pedro Los datos de la novela incrustada entre los textos de las Homilías griegas y los relatos latinos de los sucesos narrados en la obra del Pseudo Clemente reciben un golpe decisivo en la Homilía XII. En las tierras lejanas de Fenicia coinciden los protagonistas de la novela con la predicación del Evangelio, desempeñada por Pedro y sus colaboradores. El día pasado pudimos conocer los datos esenciales de los sucesos transmitidos por la madre de la familia romana zarandeada por una suerte adversa. Los motivos de la separación de los miembros de la familia, el enamoramiento del cuñado de Matidia, su sueño fingido y su ausencia de Roma en compañía de sus dos hijos gemelos. El naufragio y sus consecuencias El naufragio del barco que los llevaba al destierro dio al traste con los proyectos de la familia, que acabó en una situación inesperada y por demás desesperada. La lógica de los sucesos puso especial énfasis en el relato del naufragio. Una tempestad violenta como las conocidas por los habitantes del mar Egeo había puesto punto final a la huida en común de la matrona romana y sus hijos. Por su relato conocemos los detalles del terrorífico acontecimiento. Lo peor en principio para la mujer era la obligada separación de sus hijos, a los que suponía perecidos en las profundidades del mar embravecido. Ella cuenta su situación, su desolación, el favor de los habitantes de la zona y su encuentro con la viuda joven y generosa que le ofreció hospedaje y compañía. De las distintas opciones que se le ofrecían, Matidia eligió la oferta de una joven viuda, cuya situación era paralela a la suya propia. Su soledad era consecuencia de un naufragio que se había llevado a su joven marido. Ella recordaba y respetaba la memoria del difunto, gesto que movió a Matidia a preferir la opción de su compañía. La anfitriona ofrecía un proyecto de vida generoso y lleno de cariño: “Tendremos, pues, en común lo que las dos podamos conseguir con nuestras manos” (Hom XII 17,4). La enfermedad de las dos mujeres La narración de la mendiga prosigue su exposición a Pedro de los detalles y desarrollo de su convivencia. Las dos mujeres vivían una vida llena de gestos de cariño y generosidad. La compañera de Matidia sufrió una enfermedad de sus manos, que Matidia define como consecuencia de picaduras o mordeduras. El resultado fue la inutilidad en que quedaron sus manos para cualquier clase de trabajo manual. Todo quedaba ahora en manos de Matidia, que sufrió igualmente una enfermedad de las manos que las dejaron inútiles para el trabajo. No quedaba otra solución que la mendicidad, vergonzosa en opinión de Pedro, pero necesaria para dos personas enfermas. Matidia, la matrona romana, casada con un pariente del emperador se veía obligada a practicar la mendicidad para ella y su generosa compañera. Sospecha de Pedro acerca de la mendiga Pedro, que ya conocía la versión de los hechos de la familia por el relato de Clemente, tuvo la corazonada de que algo gozoso estaba a punto de suceder. Pues, en efecto, el relato de Matidia tenía puntos paralelos con la versión de los hechos dada por Clemente. La prudencia de Matidia, deseosa de ocultar su verdadera identidad personal, cambió intencionadamente algunos detalles que desconcertaron a Pedro. Cuando Pedro le preguntó sobre los detalles concretos de su familia, afirmó que ella era de Éfeso, que su marido era siciliano y cambió los nombres de sus hijos. En base a estos datos, la sospecha de Pedro se disipaba. Su sospecha era nada menos que la mendiga podía ser la madre del Clemente que le acompañaba en su ministerio. Pedro insistió en su deseo de descubrir lo que sospechaba. Y continuó contando a la mendiga datos por demás interesantes: “Hay un cierto joven que me sigue, deseoso de oír las palabras sobre la religión y es ciudadano romano, que me ha contado que tenía un padre y también dos hermanos gemelos, a ninguno de los cuales ha vuelto a ver. Pues mi madre, según dice, tal como mi padre me contaba, al tener un sueño, salió de la ciudad de Roma durante cierto tiempo con sus hijos gemelos, para no morir de mala muerte. Salió, pues, con ellos, y no se la ha vuelto a ver. Su marido y padre del joven marchó también en busca de ella, y tampoco se lo encuentra” (Hom XII 20,1-3). El misterio se despejaba en medio de unos sucesos narrados al margen de alegorías o metáforas. Matidia y su hijo menor, al que dejara la mujer para consuelo de su padre estaban ahí con sus identidades íntegras y un deseo intacto del mutuo reconocimiento. Comenzaba uno de los pasos interesantes y esenciales de la obra literaria en opinión de Aristóteles. Primero venía la “peripecia” (peripéteia), el cambio de una situación de desgracia a otro de felicidad. Y en coincidencia, el “reconocimiento” o anagnórisis. Pero es mejor que uno de los pasajes más interesantes de la obra nos llegue con la realidad del texto sin mayores comentarios: Cuando Pedro hubo dicho estas cosas, la mujer que había escuchado atentamente, se desmayó como fuera de sí. Pedro se acercó, la tomó y le recomendó que volviera en sí convenciéndola para que confesara qué era lo que le pasaba. Pero ella, incapacitada en todo el cuerpo como por la embriaguez, se recuperó como para poder soportar la magnitud de la esperada alegría, y frotándose el rostro, dijo: - “¿Dónde está ese joven?” Y él, comprendiendo ya todo el asunto, dijo: - “Habla tú primero, de lo contrario, no podrás verlo”. Ella dijo a toda prisa: - “Yo soy la madre del joven”. Y dijo Pedro: - “¿Cuál es su nombre?” Ella respondió: - “Clemente”.Y Pedro dijo: - “Es él, y él era el que hace un momento estaba hablando conmigo, al que ordené que me esperara en el barco”. Y ella, cayendo a los pies de Pedro, le suplicaba que se diera prisa en ir al barco. Y Pedro le dijo: - “Si me guardas lo pactado, también cumpliré esto”. Ella dijo: - “Todo lo haré, sólo muéstrame a mi único hijo. Pues tendré la sensación de que veré a través de él a mis dos hijos que murieron aquí”. Pedro replicó: - “Cuando lo veas, permanece tranquila hasta que salgamos de la isla”. Y ella dijo: - “Así lo haré” (Hom XII 21,1-6). Saludos cordiales. Gonzalo Del Cerro
Domingo, 5 de Julio 2015
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Domingo, 5 de Julio 2015
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Escribe Antonio Piñero
Escribía ayer que iba concluir hoy con la presentación del material del libro de Andrade y su valoración, pero he cambiado de opinión: en lengua española existen muy pocos, verdaderamente escasos, libros que traten las cuestiones en torno a Jesús con una mirada crítica, bien informada, en textos escritos respetuosamente, que no presten lugar alguno para adjetivos y adverbios descalificadores, y con un uso abundante de los argumentos e hipótesis plausibles. El libro presente es uno de ellos y mi cambio de opinión se debe a la idea de que es una pena que comprima en poco tiempo los argumentos de su autor, que considero interesantes y que deben exponerse y quizás en algún caso, muy pocos, criticarse. Y sobre todo me hace cambiar de opinión el hecho más que probable que la inmensa mayoría de la gente que duda, y que no se halla entre la previamente convencida, va a rechazar a priori el libro debido al título. Creerán que es un panfleto más al que no se le debe prestar caso. Y es así, porque estoy convencido que es una mala política comenzar una argumentación para convencer al interlocutor con un insulto o con una expresión que éste considere altamente ofensiva. Diría que es casi imposible, pues el diálogo sobre un tema conflictivo, como es el de la figura y misión de Jesús ha de hacerse siempre con exquisita educación y cortesía, donde abunden solo los argumentos racionales. Por esta razón voy a dedicar más tiempo al comentario, porque aparte del título, es un libro que razona cortés y educadamente. Ya veremos cuánto tiempo podré dedicarle. El siguiente capítulo del libro de Andrade, el tercero, trata de la “vida privada y los ‘años perdidos’” de Jesús. Critica con mucha razón el autor la leyenda construida en el siglo XIX por Nicolás Notovich acerca de que Jesús viajó al Tíbet y que, al romperse una pierna accidentalmente, se hospedó en el monasterio de Hemis, donde dejó una inmensa huella. La razón ofrecida por nuestro autor de la falsedad de esta tesis es clara: apoyándose en la investigación de un personaje, cuyo nombre no cita, demuestra que los monjes de Hemis no tenían la menor idea de un tal Issa (= Jesús) que hubiera estado allí jamás. Ni siquiera conocían al tal Issa. Todo había sido una fantasía de Notovich para vender libros. Igualmente rechaza Andrade la curiosa idea de Mirzad Ghulam Ahmad, el fundador de la secta islámica Ahmadiyya, de que Jesús había estado en la India, en concreto en Cachemira, con un discípulo. Esta teoría fue popularizada posteriormente por Andreas Faber-Kaiser. Pero es rematadamente falsa, porque Ahmad tomó el material de una leyenda árabe antigua acerca de otros personajes, y la trastocó en viaje de Jesús a la India. pero lo hizo para dar fuerza al movimiento islámico por él fundado. Critica igualmente Andrade otras leyendas de relaciones de Jesús con el hinduismo que no merece la pena ni nombrar y que se basan en la paralelomanía de ideas comunes religiosas. Hemos repetido mil veces que los modos de relación del ser humano (como categorías mentales) con lo divino son muy limitados en su número, por lo que siempre habrá concomitancias entre las religiones, que son espontáneas y no necesitan de la teoría de que se han copiado unas a otras. Otra buena crítica que se halla en el libro de nuestro autor Andrade es la idea, ampliamente aceptada por muchos, de que Jesús fue un esenio. Andrade lo refuta contundentemente porque, aunque haya muchas ideas semejantes, compartidas por Jesús y los esenios, el talante del Nazareno, en especial su contacto con todo el mundo, su misión a todo Israel más otras ideas hacen improbabilísimo que Jesús fuera un esenio. He escrito en otro lugar, y con ello está de acuerdo Andrade, que si Jesús se acercó alguna vez al asentamiento de Qumrán, fue inmediatamente expulsado. Todas las similitudes en la teología se trata de que el pensamiento fariseo, o casi fariseo, de Jesús es una rama del tronco polimorfo del judaísmo del siglo I. Y otra rama del mismo árbol era la esenia. ¡Seguro que tenían ideas comunes! Del mismo modo, la hipótesis de José O’Callaghan, de que entre los manuscritos de Qumrán hay textos cristianos, está hoy totalmente refutada. El paralelo más cercano entre el texto denominado "7Q5" y Marcos 6,52-53 está totalmente fuera de combate es porque E. Puech, entre otros, ha demostrado filológicamente que se trata de un texto de la parte final (Epístola de Noé) del Libro I de Henoc, y M. Broshi ha demostrado también que las “huellas dactilares” del papiro, es decir, la disposición de las fibras de cada hoja, que es única, al igual que nuestras huellas, demuestra que la hoja de papiro en la que se escribió el citado fragmento del Libro de Noé y la de 7Q5 es la misma. Finalmente las pruebas con Carbono 14 de los manuscritos con los que B. Thiering o R. Eisenmann (Regla de la comunidad y los Himnos básicamente) intentaban demostrar sus tesis – a saber que Juan Bautista era el Maestro de justicia y Jesús el secerdote malvado, o bien que Jesús era Maestro de justicia y Pablo el sacerdote malvado-- son al menos del siglo I a.C., unos doscientos años del nacimiento titubeante del cristianismo. Andrade critica la posible versión de un Jesús homosexual, derivada del Evangelio secreto de Marcos, con el célebre añadido de los carpocratianos –según la presunta carta de Clemente de Alejandría “descubierta” por Morton Smith” —a saber, que Jesús practicaba desnudo una suerte de rito nocturno de iniciación con un jovencito también desnudo-- es muy probablemente falsa, así como los dos fragmentos del presunto Evangelio secreto. Igualmente critica nuestro autor las igualmente presuntas bodas de Jesús y María Magdalena y su todavía más que presunta descendencia que dio lugar en último término a la dinastía carolingia. Como los argumentos de Andrade coinciden al cien por cien con los míos expuestos en la obra Jesús y las mujeres, no tengo que detenerme más. En síntesis este capítulo 3 sobre la vida privada y los “años perdidos” de Jesús no tiene desperdicio. Es breve pero rotundo y sus argumentos casi no admiten ningún “pero”. La síntesis y exposición del libro que comentamos es estupenda. Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Sábado, 4 de Julio 2015
Notas
Escribe Antonio Piñero
Como he reseñado anteriormente en otro libro de G. Andrade, en la misma colección, La teología ¡vaya timo!, y otro de G. Puente Ojea, La religión ¡vaya timo!, estamos ante libros muy serios, de autores bien informados y de argumentos bien tramados editados por la Editorial de “fomento del pensamiento crítico” Laetoli, Pamplona. Pero si confesaba ya antes que me molestaba mucho la coletilla comercial del “¡vaya timo!”, con el tema de Jesús mucho más, pues ganas de molestar y herir las sensibilidades de muchísima gente para quien Jesús significa toda su vida. y además, el título provoca un rechazo notable entre otros también que podrían comprarlo y disfrutar de sus razonamientos. Pero después de mi inútil queja –es un derecho al pataleo, ya que la colección está bien consolidada y no van a cambiar, vayamos a las razones, que es lo que importa. Por otro lado, la colección en sí tiene el mérito de ser muy valiente, incluso necesaria, como la ha calificado F. Savater, ya que tiene la enorme valentía de “meterse en aguas turbulentas, no solo turbias, y de plantear debates que comprometen rutinas mentales sacrosantas”. Es una cocción muy crítica que invita continuamente a reflexionar. El autor del libro presente, G. Andrade, es un hombre bien formado en sociología, filosofía y religión. Tiene otros volúmenes interesantes en su currículum como el dedicado a “La crítica literaria de G. Girard”, o sobre “El darwinismo y la religión” y una “Breve introducción a la filosofía de la religión”. En esta colección Dios Laetoli tiene otras obras, con la consiguiente perspectiva muy crítica, sobre las cuestiones siguientes: el posmodernismo, la inmortalidad, la teología y las razas humanas. El autor precisa su tema en este libro: “Jesucristo es un timo, pero no por ello no existió. Es un timo en el sentido de que en torno a su vida hay una serie de falsas afirmaciones. Pero ese ‘timo’ está construido sobre una base histórica real. Jesús es real; Cristo es un timo. Jesús es un personaje que vivió en Palestina hace 2.000 años. Cristo (que no es un nombre propio, sino meramente una traducción al griego del título mesías, que quiere decir en hebreo ‘ungido’) es el artificio teológico legendario que crearon sus seguidores y lo entremezclaron con el Jesús real. Así pues, al separar en este libro el trigo y la cizaña, atacaré tres frentes. Primero, las propuestas según las cuales Jesús no existió. Segundo, las afirmaciones hechas por los mismos evangelistas y que luego aceptaron los creyentes. Tercero, algunas hipótesis o teorías que proceden de leyendas posteriores a los evangelios y que, aunque no suelen contar con el aval eclesiástico, gozan de cierta popularidad en los medios de comunicación” (Contracubierta). En mi opinión el plan del libro es excelente y, en términos globales, su realización también. Adelante que, salvo pequeñas discrepancias, estoy muy de acuerdo con los planteamientos del autor y con las soluciones/argumentos que aporta. Me detengo un momento en la Introducción, porque aclara bien el pensamiento global del autor. Andrade parte, como resultado de análisis previos, que en los evangelios hay mucho material histórico, y que de él se pueden obtener datos preciosos para componer una figura de Jesús que, aunque esquemática, suscita el consenso entre muchos investigadores, pero que también contiene mucho material legendario, que debe rechazarse como no pertinente a la figura del Jesús histórico. Sostiene igualmente Andrade que él se mueve entre los fundamentalistas que consideran que todo, absolutamente todo, en los evangelio es real y que incluso las contradicciones palmarias entre ellos tienen soluciones armonizadoras convincentes, entre gente más sensata que admiten que los evangelio contienen “adornos literarios”, pero que la mayoría de los hechos que cuentan son verdaderos y, finalmente entre otros que simple pontifican que todo lo que hay en los evangelio pertenece al género literario de lo legendario y que la figura Jesús es más o menos del mismo calibre que Robin Hood o Superman. Una interesante pregunta de la Introducción es qué ocurre con la fe del creyente si el lector cae en la cuenta de que el Cristo presentado por los evangelios –y consecuentemente por el cristianismo-- es distinto del Jesús que vivió realmente. ¿Puede alguien ser cristiano una vez que ha comprendido que muchos de los relatos de los evangelios son sencillamente falsos? ¿Puede el cristiano adoptar como fórmula de escape algo parecido a la afirmación de Rudolf Bultmann, a saber, que para el cristiano convencional el Jesús histórico es irrelevante? Andrade opina que es imposible. Esopo, por ejemplo, contaba fábulas moralizantes presentándolas como tales, pero los evangelistas no tuvieron la intención de contar eras historias moralizantes, sino que afirman, o dan por supuesto, que todo lo que narran ocurrió realmente, Por ello, concluye Andrade, esta percepción lleva inexorablemente a rechazar la fe, al menos la convencional. El personaje Jesús, centro de los evangelios no pudo ser Dios. “La religión que exige confesar que este mismo predicador apocalíptico, un hombre que fracasó en su empresa en el siglo I, es el creador del universo, omnipotente, omnisciente (la segunda persona de la Trinidad), nos está pidiendo algo casi tan absurdo como proclamar que el círculo es cuadrado. Y una institución que pide eso no es digna de nuestra confianza” (p. 12). Andrade ocupa parte de su introducción es explicar las herramientas filológicas para discernir lo auténticamente histórico de lo dudoso o falso en los evangelios, es decir, los criterios de autenticidad usuales, que aclara convenientemente y acepta. Lo más curioso en este apartado, por lo menos para mí, es que nuestro autor llama al “criterio de dificultad” criterio “de vergüenza”. Así, por ejemplo, el que Jesús muriera crucificado fue algo vergonzoso y necesitado de grandes explicaciones para los evangelistas y la iglesia primitiva…, luego es impensable que fuera algo inventado por los seguidores de Jesús; luego es histórico. Explica también someramente, pero con exactitud, la historia general de Israel en la que se enmarca la vida de Jesús, las sectas religiosas (aquí formulo un caveat: aunque el autor conoce ciertamente la materia, da la impresión de considerar a los celotas como una “secta” independiente, al mismo nivel que los esenios, saduceos o fariseos, aunque es bien sabido que el celotismo surgió históricamente como un paroxismo del fariseísmo, que no se diferenciaba de éste más que en la afirmación del necesidad del empleo de las armas para lograr la instauración del reino de Dios (algo así como el Estado islámico), y que solo fue un “partido oficial” poco antes del estallido de la Gran Guerra contra Roma. El último tramo de la Introducción es dedicado por Andrade a una “brevísima biografía” de Jesús, más otra breve historia de los primeros pasos del judeocristiano. En ellos resume –con acierto-- el estado actual, o consenso de la investigación independiente, acerca de estos dos temas. Adelanta así su pensamiento, y presenta al principio lo que en teoría debería estar al final como el resultado o de la crítica que ocupa todo el libro. Pero de este modo el lector tiene bien claro desde el principio con qué imagen reconstruida está implícitamente contrastando aquellos elementos de los evangelios, sobre todo, que luego someterá a aguda crítica. Pienso que la idea no es mala. El resto del libro se dedica al análisis pormenorizado de la figura, mensaje y misión de Jesús, que divide en los temas siguientes: Fuentes para reconstruir la vida de Jesús: ¿existió este realmente? Relatos de la infancia de Jesús. Vida privada y “años perdidos”. Inicios de su vida pública. Mensaje de Jesús; Milagros; Últimos días. Resurrección. Todos estos temas se enfocan en un etilo erotemático, es decir, de preguntas y respuestas. Haré un breve recorrido por lo que estimo más interesante y formularé mis propias reflexiones y valoraciones. En cuanto a la existencia de Jesús, he indicado ya que es defendida por nuestro autor a capa y espada. Mantiene Andrade la sana postura de que, entre las fuentes, no debemos considerar a los evangelios apócrifos, tardíos y secundarios respecto a los canónicos, salvo solo al Evangelio gnóstico de Tomas. Esta es la opinión común de la investigación hoy día, que sostiene que puede ser un buen medio de confirmar la autenticidad probable de algunos dichos de Jesús. Me parece interesante el hincapié, al hablar del Cristo celestial formulado ante todo por Pablo, la insistencia de Andrade sobre cómo el Apóstol presenta muchos más contactos y alusiones a la vida del Jesús terreno de lo que cree la mayoría de las gentes, lo que confirma su existencia histórica. Es interesante la crítica del autor acerca de la hipótesis de que la figura de Jesús está formada radicalmente a base de combinar características de diversos dioses mediterráneos, hipótesis que califica de absurda al igual que otras que insisten en los paralelos de la vida de Jesús con personajes o dioses antiguos, a las que califica correctamente de “paralelomanía”. Valora luego si los evangelios son fiables o no, y ofrece la respuesta ya esperada por los lectores. Dedica luego una breves páginas a la existencia de interpolaciones (“corrupción ortodoxa” de la Escritura en terminología de B. D. Ehrman) en el texto de los evangelios y reflexionar sobre cómo éstos son en realidad escritos anónimos, es decir, ignoramos quiénes fueron n verdad sus autores y dónde y cuándo se compusieron exactamente. A este propósito añado que la crítica textual del Nuevo Testamento predica siempre a los cuatro vientos que todos los esfuerzos críticos de análisis de los manuscritos neotestamentarios y sus variantes, llevan únicamente a establecer cómo estaba el texto del Nuevo Testamento en el año 200, y que no es posible ir más atrás. Así, entre el original de Marcos, el primer evangelista cronológicamente hablando, y el texto que de su obra original podemos reconstruir han pasado unos 130 años. No es posible rellenar este hueco. Pero, a la vez, tenemos poderosas razones para pensar que la reconstrucción del texto en el año 200 se parece muchísimo, más del 95%, de lo que pudo ser exactamente el original. El capítulo 2, “Relatos de la infancia”, plantea las cuestiones usuales: censo de Quirino, hermanos de Jesús virginidad de María, fecha de nacimiento, detalles de los relatos de Lucas y Mateo, como los magos y la estrella, su posible infancia en Egipto y la pérdida de Jesús en el Templo. Las respuestas de Andrade son muy ponderadas y razonables y se muestran de acuerdo con el pensamiento crítico de los investigadores independientes. En general todas son respuestas negativas, menos la de que Jesús tuvo realmente hermanos de sangre, manifestando así el pensamiento de la Iglesia primitiva y el gran consenso de hoy a este respecto, del que participan incluso estudiosos católicos. Concluiremos mañana con la presentación del material del libro de Andrade y su valoración. Saludos cordiales de Antonio Piñero Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 3 de Julio 2015
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
En la postal anterior mostramos que la supuesta ejemplaridad de Jesús, postulada de modo genérico en el discurso cristiano y también en el libro Necesario pero imposible de Javier Gomá, carece de fundamento. Para todas y cada una de las aserciones que hice sobre los límites de Jesús como paradigma moral y espiritual hay suficiente fundamento textual y argumentativo, pero incluso si pudiera demostrarse que alguna de ellas fuera el resultado de un exceso retórico, la validez de las restantes seguiría refrendando mi argumento, a saber: 1) que, si de una reconstrucción histórica rigurosa se trata, no es de recibo presentar la figura histórica de Jesús como un paradigma moral, menos aún como el más alto de ellos. Y no porque el historiador deba permanecer ajeno a los juicios de valor, sino porque una reconstrucción genuinamente crítica pone radicalmente en cuestión tal constitución del personaje como ejemplar ético. 2) que toda consideración de la figura de Jesús como ejemplar se debe ya en buena medida a una alteración (tampoco ella precisamente ejemplar, aunque no necesariamente consciente) de la realidad histórica que ha sido operada en las fuentes neotestamentarias. Pero hay además una tercera razón no expuesta en la postal anterior, que todo lector reflexivo, independientemente de sus creencias, debería meditar cuidadosamente con el objeto de percibir con claridad que la ejemplaridad que la tradición cristiana atribuye a Jesús es no solo epistémicamente infundada sino que también ella misma está caracterizada por una dudosa moralidad. Me refiero con ello a dos hechos inextricablemente conectados. El primero es que la exaltación de Jesús en la tradición cristiana está desde el principio, por indirectamente que sea, al servicio de un nada desprendido interés de los creyentes; de hecho, esos procesos de exaltación tuvieron al menos parcialmente como móvil y objetivo el de justificar a la comunidad nazarena en una situación de crisis psicológica, emocional y social producida por el flagrante fracaso de su querido líder. Solo si Jesús no era lo que parecía ser –un visionario fracasado– ellos no eran lo que a todas luces parecían ser –unos pobres crédulos sin criterio ni esperanza–, sino tipos que reconocían el más alto bien y que al hacerlo se identificaban con él. La exaltación de Jesús, por tanto, está destinada por supuesto a reivindicar su memoria, pero ante todo a dotar de sentido la vida de sus propios seguidores, de vulnerada autoestima. La exaltación de Jesús es, en este sentido, una eficaz autoexaltación del creyente. El segundo hecho, este sí verdaderamente grave y preocupante, es que la exaltación de Jesús en los evangelios (incoativamente en Pablo) se ha producido a costa de denigrar moral y espiritualmente –y de modo inverosímil, arbitrario y hasta repulsivo– a otros personajes históricos. Hemos dicho ya algo sobre el “lestaí” de Marcos y Mateo, o sobre el “malhechores” de Lucas. Pero un caso mucho más claro e inequívoco es el retrato de los fariseos, de las autoridades judías –y aun de la multitud de Jerusalén– ofrecido en esos evangelios. Con el objeto de blanquear la imagen de Jesús como sujeto inocente y víctima ejemplar, no solo con toda probabilidad se ha mistificado la historia (por ejemplo, presentando al prefecto romano Poncio Pilato como a alguien deseoso de liberar a un alborotador rodeado de un grupo armado –eso sí, al tiempo que lo declara inocente lo hace flagelar y crucificar…) sino que con toda seguridad se ha ennegrecido, sin apenas escrúpulo ético alguno, la imagen de muchos de sus contemporáneos y correligionarios –algo que con el triunfo del cristianismo acabaría contribuyendo a fomentar y legitimar persecuciones y pogromos sin cuento. Por si falta hiciera, conviene señalar ya que la anterior afirmación no es el resultado de ningún sesgado apriorismo anticristiano ni nada remotamente parecido, entre otras razones porque ha sido reconocido y argumentado por algunos intelectuales cristianos particularmente lúcidos y honrados con los mismos argumentos con los que estudiosos independientes han denunciado esta situación con anterioridad (recuerdo aquí, por ejemplo, al último Gregory Baum o a Rosemary Ruether –quien afirmó en su memorable Faith and Fratricide que “el antijudaísmo es la mano izquierda de la cristología”–, pero hay por fortuna bastantes más), que con considerable decencia y coraje se han enfrentado a los límites de su propia tradición –y por supuesto también a las descalificaciones de sus propios correligionarios, que nunca faltan–. La ejemplaridad de Jesús, por consiguiente, no solo está construida con materiales de muy mala calidad, que se deshacen a poco que se los rasque, sino que el edificio como tal está construido, para utilizar una imagen que no pretende ser denigratoria sino solo suficientemente gráfica, sobre una ciénaga. Con esta imagen me refiero no solo ni principalmente a la distorsión de la historia, sino también y sobre todo al envilecimiento de aquellos sujetos que han servido, ya desde las Escrituras fundacionales del cristianismo, como chivos expiatorios y exutorios de la necesidad cristiana de dotar de sentido a la muerte de Jesús. Este es el auténtico reverso y de hecho la condición de posibilidad de la supuesta ejemplaridad de Jesús: la distorsión sistemática, el falseamiento y el ennegrecimiento del pueblo judío. El discurso cristiano está asentado sobre pilares en algunos de los cuales –al menos– la ejemplaridad moral y espiritual brilla, sí, pero por su ausencia. Y es sobre esa ciénaga sobre la que se levanta igualmente la aparentemente sublime, poética y civilizada prosa de Necesario pero imposible. De todo lo anterior, por supuesto, Javier Gomá no dice nada a sus lectores. Tanto es así, que él reproduce las distorsiones evangélicas repetidas ad nauseam en la historia de la exégesis confesional más rancia y obsoleta. En efecto, al hablar de Jesús, Gomá –por supuesto tras el preceptivo reconocimiento de boquilla de que Jesús fue un judío– se recrea página tras página en contraponer a este a su propia religión, de un modo que solo puede producir vergüenza ajena en alguien que posea un mínimo de sentido histórico, que sea consciente del grado de distorsión contenido en los evangelios, y que conozca la historia de la investigación y sepa cómo esta ha demostrado que cualquier intento de contraponer a Jesús al judaísmo no solo está condenado al fracaso sino condicionado por la más crasa ignorancia y los más penosos prejuicios. No es de extrañar, de todos modos, pues si Gomá no sabe nada sobre el Jesús histórico es también porque no sabe nada sobre el judaísmo. Gomá se refiere al sermón de la montaña como un programa ético “en el que la justicia veterotestamentaria es desbordada por una dosis de bondad sobreabundante” y afirma que Jesús introduce “una nueva imagen de Dios como Padre compasivo” (el judaísmo, claro, no conocía la figura de Dios como Padre compasivo, solo la del inmisericorde justiciero… Sin comentarios). Y que “el espíritu de profecía se extinguió en Israel y la conversión cedió su sitio en la religión judía al legalismo formalista”. Y que “Jesús, acosado por los sacerdotes, presiente la proximidad de su muerte violenta”. Y que “los judíos acusaron a Jesús de blasfemo y lo condenaron a muerte”. Y que “fue condenado por los sacerdotes, representantes oficiales del judaísmo”. Y así suma y sigue hasta el final del libro. Una cosa es que sea posible y legítimo argumentar a favor de la idea de que las autoridades judías tuvieron una participación en el destino de Jesús (aunque hay muy buenos argumentos para ponerlo en cuestión, esto no es descabellado a priori), y otra muy distinta asumir como históricamente verosímil el sesgado retrato evangélico. Gomá no dice una palabra a sus lectores de que hace más de un siglo Maurice Goguel demostró que hay toda una serie de indicios en los evangelios que apuntan a un arresto de Jesús efectuado por los romanos. Ni dice nada de las incongruencias y las inverosimilitudes que pueblan los relatos de la comparecencia de Jesús ante el sanedrín. Ni de que elementos esenciales de esos relatos pueden ser explicados como anacronismos. Ni de que hay una explicación extremadamente sencilla de que Jesús fue crucificado, que nada tiene que ver ni con presuntas blasfemias ni con supuestos mortales conflictos entre judíos, y que hace completamente superfluas tales arriesgadas explicaciones. Y Gomá no lo dice o porque no lo sabe o porque no le interesa decirlo, porque una historia alternativa a la versión evangélica haría que su bonita construcción se derrumbase en pedazos. Pero sea que el silencio se produzca por ignorancia o por interés, la cosa es francamente grave. Una reflexión crítica sobre la falta de ejemplaridad de Jesús lleva así a otra, no menos crítica, sobre la falta de ejemplaridad del discurso del propio libro Necesario pero imposible. Sus múltiples deficiencias –que han quedado patentes ya en las anteriores postales, y que seguiremos viendo en las próximas– son tantas y de tal calibre que a veces uno necesita leer dos veces para convencerse de que realmente está leyendo lo que tiene delante. Una de ellas fue señalada también brevemente por Antonio Piñero en la crítica de Revista de Libros, pero merece la pena que la reconsideremos a continuación, pues enseña mucho sobre la categoría intelectual del discurso de Gomá. Los lectores atentos se habrán percatado ya de que, tanto en esta postal como en alguna anterior, he hecho referencia con aprobación a diversos autores cristianos, señalando explícitamente su carácter confesional. Quienes nos dedicamos a estas lides sin las habituales camisas de fuerza, conservamos la independencia de juicio y la imparcialidad suficientes para citar a los autores en función del rigor y la fuerza de convicción de su argumentación, y no meramente en función de que sean aconfesionales o dejen de serlo. Nadie que quiera escribir con conocimiento de causa sobre los prejuicios antijudíos de la exégesis mayoritaria (confesional) podrá dejar de citar con reconocimiento a George Foot Moore, a Ed Parish Sanders o a Charlotte Klein. Nadie que quiera ocuparse de la escatología de Jesús podrá dejar de citar con aprobación los lúcidos análisis del protestante Johannes Weiss. Nadie que quiera plantear críticamente la cuestión de la identidad de los responsables del arresto de Jesús podrá dejar de citar con admiración a Maurice Goguel. Nadie que quiera plantear críticamente la discusión metodológica sobre el estudio de Jesús en la actualidad puede dejar de citar con simpatía a Dale C. Allison. Todos ellos son autores cristianos. A pesar de que algunos hemos criticado y seguimos criticando acerbamente las distorsiones ideológicas que acostumbra a generar con demasiada frecuencia la visión confesional, reconocemos sin ambages el valor intelectual de las obras de estos autores cristianos mencionados, y de otros. Esta es una de las muchas diferencias entre los especialistas sensatos y los autores crasamente doctrinarios como Javier Gomá Lanzón, cuya unilateralidad clama al cielo. En efecto, ya Antonio Piñero señaló con toda la razón que uno de los problemas de este autor está en la flagrante parcialidad de la bibliografía que utiliza. En su crítica escribe Piñero: “Se trata de una «literatura secundaria» totalmente unilateral, confesional […] Falta íntegramente la lectura de la otra parte, de la investigación independiente y seria, universitaria también, sobre Jesús”. Una vez más, sin embargo, Gomá –un autor cuya autocomplacencia no va a la zaga de su ignorancia–, incapaz de reconocer sus límites, intenta defenderse recurriendo una vez más a las falacias a las que ya nos tiene acostumbrados: "Cada uno de los temas que uno elige para investigar demanda un método o una aproximación específica. Naturalmente, en ese intento de ofrecer un relato creíble sobre la hipotética resurrección del galileo, aquella bibliografía que no es que niegue esta posibilidad, sino que lo considera de plano imposible, si no absurda, fuera de toda humana proporción y medida, como es el caso del propuesto Puente Ojea, no conviene a mi investigación. Este es un ejemplo de cómo esa llamada por Piñero «bibliografía confesional» podría ser denominada con mejor acuerdo «bibliografía profesional» por contraste con otra más ocurrente, más rompedora, más original, pero quizá dotada de menor grado de parsimonia científica". Este párrafo, una vez más, no tiene desperdicio. Resulta muy divertido, ante todo, oír a Gomá –en cuyo discurso, como hemos demostrado, todo rigor y toda ciencia brillan por su ausencia– querer juzgar sobre “parsimonia científica”. Y resulta desternillante, casi hasta las lágrimas, contemplar a alguien que no solo jamás ha hecho la más mínima contribución intelectual al estudio de Jesús y los orígenes cristianos sino que –como hemos comprobado en una postal anterior– tiene al respecto una considerable empanada mental atreverse a soltar la barrabasada de que autores como Reimarus, Eisler, Brandon, Maccoby y muchos más a los que se refiere Piñero son solo una literatura “ocurrente”. Pero ni siquiera estos disparates constituyen lo más penoso de estos párrafos. La falacia principal consiste –¿hace falta decirlo?– en lo siguiente. La crítica recibida por Piñero estribaba en que, en sus presuntas referencias a la figura histórica de Jesús, Gomá utiliza únicamente bibliografía sesgada y estrictamente confesional. Pero, en lugar de responder a la crítica, con un movimiento típico de trilero, Gomá se va por los cerros de Úbeda respondiendo que… ¡cómo va a utilizar él obras de autores que consideran imposible la resurrección del galileo! Debería resultar obvio que esto no tiene absolutamente nada que ver con la crítica de Piñero, que se refiere al estudio histórico de Jesús. El estudio histórico, cuando se hace de manera rigurosa, puede hacerse –y de hecho se hace– con total independencia de lo que uno crea sobre la “resurrección” –entre otras razones porque la “resurrección” nada tiene que ver con tal estudio. Por ello precisamente creyentes y no creyentes –al menos algunos– podemos ponernos de acuerdo sobre la capacidad de convicción o el valor de un argumento, independientemente de si quien lo ha presentado cree o no en Dios, la resurrección de Cristo, la virgen María, los gremlins o el Spaghetti Trascendental. Por tanto, que Puente Ojea o Fulano o Mengano sea un conocido no-cristiano que se chotea de todo lo trasmundano no tiene absolutamente nada que ver con su capacidad de análisis de la figura histórica de Jesús. Y viceversa: que uno crea en la resurrección de Jesús no le imposibilita por ello necesariamente a hacer un trabajo serio sobre la figura histórica de Jesús. Esta es la razón por la que todos los autores independientes que yo conozco –empezando por Reimarus, Robert Eisler, Samuel Brandon, Hyam Maccoby, y terminando en España por Gonzalo Puente Ojea, Antonio Piñero, Josep Montserrat o un servidor– citan en sus obras también a autores confesionales con aprobación, siempre y cuando sus argumentos sean convincentes. Porque esto es lo que hace cualquier autor dotado de juicio crítico y sentido común que aspira a la verdad. Javier Gomá no. Este autor, cuya unilateralidad se precipita directamente en el simplismo más atrozmente maniqueo, es incapaz de afrontar los argumentos que no sirven a sus mistificaciones, y por tanto no solo no cita la literatura no cristiana, sino que ni siquiera cita la bibliografía confesional más crítica, que desconoce por completo. El parroquialismo de Gomá es tan obvio y tan patético que no extraña que este tenga que recurrir a falacias para contestar a Antonio Piñero. Sería muy instructivo poner pausadamente a prueba el disparate de Gomá de que a la “literatura confesional” debería llamársele más bien “literatura profesional”, caracterizada por una genuina parsimonia científica. Por el momento baste, como ejemplo de “literatura profesional”, decir un par de cosas sobre uno de los héroes exegéticos de Javier Gomá –y, para ser sinceros, de muchos otros–, a saber, Joachim Jeremias. Nadie niega que Jeremias supiera arameo, que conociera muy bien la ciudad de Jerusalén, y que haya escrito algunas cosas interesantes. Solo que Jeremias se ha distinguido también por escribir un buen número de disparates cuya falsedad ha sido evidenciada hasta la saciedad. Ya hemos tenido ocasión de ver la “credibilidad” que merecían las genialidades de este autor sobre el “Abba” de Jesús. Pero no son las únicas. Aunque Joachim Jeremias se presentó en sociedad como gran especialista en literatura rabínica, consiguiendo que cientos de exegetas, teólogos y predicadores repitieran sus consignas, algunos autores que conocen o conocían las fuentes mejor que él ya se explayaron a gusto sobre las distorsiones y caricaturas que Jeremias efectuó. El propio Ed Sanders ha escrito páginas muy duras sobre ello, calificando las visiones del judaísmo (“judaísmo tardío”) propagadas por Jeremias como “wrong and malignant”; de hecho, Sanders escribió en uno de sus artículos que la distorsión de los testimonios operada por Jeremias “is so great that it must have been intentional” (“es tan grande que debe de haber sido intencionada”). Jeremias es uno de los más claros y machacones exponentes de la posición, estándar en la exégesis confesional durante siglos, de que Jesús abolió determinados aspectos de la Ley mosaica, y que “hizo temblar los fundamentos del judaísmo”, lo que habría provocado su muerte. Y ello, a base de otorgar credibilidad a todos los relatos evangélicos de conflicto intrajudío y de atribuirle las dimensiones mortales que le atribuyen los evangelistas (por cierto, algo de lo que se ven no pocos ecos en el propio discurso de Gomá). Lástima que, como mostraron Sanders y otros, las lecturas erróneas y caricaturas del judaísmo sean moneda corriente en la obra de Jeremias. Cambiando de tercio, fue también el gran Jeremias, por ejemplo, quien dijo de Von dem Zweck Jesu und seiner Jünger de Reimarus –una obra de la que alguien tan honrado y capaz como Albert Schweitzer afirmó con toda razón que constituye “uno de los mayores acontecimientos del espíritu crítico”– que era “un panfleto lleno de odio” (sic). Hay que haber leído a Reimarus y luego repetir la frase de Jeremias unas cuantas veces en voz alta para captar el grado de distorsión, prejuicio y hasta mala baba de la aserción de marras, que no calificaré de “rebuzno” solo porque Jeremias está muerto y no puede defenderse. Para terminar con una anécdota insignificante, nuestro buen Jeremias fue uno de los editores literarios del Festschrift con el que varios teólogos alemanes honraron a Karl Georg Kuhn, un tipo que se había unido al partido nazi en 1932, que había sido miembro de las SA entre 1933 y 1945, y que pronunció numerosas conferencias antisemitas a grupos de propaganda nazi, habiendo sido miembro del Instituto para la erradicación del Judaísmo de la vida eclesial alemana (sic) junto con otras lumbreras profesionales como Walter Grundmann. Exonerado por un comité de desnazificación, en 1954, Kuhn fue nombrado profesor de Nuevo Testamento en Heidelberg. Cuando se retiró en 1971, se hizo el volumen de homenaje que Jeremias editó –un volumen, por cierto, que no incluía la habitual biografía y bibliografía de las publicaciones de Kuhn, obviamente para evitar mencionar su implicación en el período nazi. En fin, Jeremias, ese verdadero y ejemplar “profesional”… Allá cada cual con sus estándares de calidad, fiabilidad y ejemplaridad. Una vez más hemos podido apreciar cuáles son los de Javier Gomá Lanzón. Continuará. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 1 de Julio 2015
Notas![]()
Hoy escribe Gonzalo Del Cerro
Homilía XII En la isla de Árados, Pedro dialoga con la mujer mendiga Mientras los curiosos visitaban las artísticas vigas y otros monumentos, Pedro tuvo una conversación con una mendiga que le había llamado poderosamente la atención. Aquella mendiga, pobre y enferma, resultaba ser la madre de Clemente y de sus dos hermanos Nicetas (Faustino) y Aquila (Faustiniano). La casualidad había reunido a los perdidos miembros de la familia romana en un mismo lugar. Sumidos todavía en la ignorancia de sus respectivas personalidades, vivían sus últimos momentos de seres desconocidos. La Homilía XII recogía los detalles de un feliz reconocimiento. El mismo Pedro comenzó sospechando la realidad que tenía ante sus ojos, pero el relator, el “Yo, Clemente”, tan reiteradamente aludido en el texto de toda la obra, buen narrador, añadía detalles que sembraban en el lector nuevas incertidumbres. Iban enmascarados en el interés de la mendiga por ocultar su auténtica personalidad. Pero la narración que hizo Clemente sobre su familia y las circunstancias de su dispersión habían dejado impresionado a Pedro y poseedor de datos interesantes para descifrar el misterio de aquella familia. Las bases del viaje de Matidia con sus gemelos en un sueño fingido, los nombres auténticos de los jóvenes, el naufragio y sus consecuencias. Todo iba incluido en el contexto de la enfermedad de la mendiga y su anhelo por recuperar a sus hijos desaparecidos en la fatídica noche del naufragio. La prometida curación de los males de la mendiga provocó la confesión de la pobre mujer y la exposición de su historia. La reacción de la mendiga resultó ser una nueva versión de los sucesos narrados de primera mano por su gran protagonista. Como la mujer no entendió lo que Pedro le había dicho de forma ambigua, confiada en lo prometido, empezó a contar los más interesantes detalles de su caso: Versión de la historia de la familia dada por Matidia “Si hablo de mi familia y de mi patria, no creo que pueda convencer a nadie. No obstante, ¿qué más te da conocer esto o solamente la causa por la que tengo muertas las manos por el tormento de mis heridas? Sin embargo, te explicaré mi situación en la medida en que puedas escucharla. Siendo yo de familia muy noble, por orden de un hombre poderoso me convertí en la esposa de un varón emparentado con él. Y después de tener dos hijos gemelos, tuve otro hijo. Pero el hermano de mi marido se enamoró locamente de la desgraciada de mí, que deseaba vivir en castidad perfecta. Y al no querer ni entregarme a mi enamorado, ni revelar a mi marido el amor de su hermano hacia mí, decidí no mancharme con el adulterio, ni deshonrar el lecho de mi marido, ni enemistar al hermano con su hermano ni divulgar el oprobio de toda mi gran familia ante todos los demás. Como ya he dicho, decidí dejar la ciudad con mis dos gemelos para un cierto tiempo, hasta que cesara el amor impuro del que me halagaba para mi desgracia. Dejé, sin embargo, a mi otro hijo para que permaneciera con su padre para su consuelo” (Hom XII 15,1-4). Aquí tenemos la versión de los hechos sin eventuales interpretaciones de intermediarios. Es lo que realmente ocurrió, que Pedro recordó contra la interpretación del cuñado de Matidia, que pretendió después cambiar el sentido de los sucesos para interpretar falsamente los hechos como exigencia de la situación de los astros en el momento del nacimiento. El nuevo intérprete, deseoso de dar gusto al cuñado enamorado, recurrió a sus pretendidos conocimientos sobre la teoría del Nacimiento como explicación del destino de los hombres. La coincidencia de la versión de Matidia con la explicación que Clemente había dado a Pedro sobre la supervivencia de su familia (Hom XII 8) fue el argumento definitivo para el reconocimiento de la mendiga como madre de sus hijos. Nuevos detalles de la historia Pero la mendiga continuó narrando su historia aportando detalles y razones, que encajaban en el contexto de la situación. Así sonaba su relato: “Para que estas cosas sucedieran así, me propuse imaginar un sueño, como si alguien se me presentara de noche y me dijera: Mujer, sal enseguida de la ciudad junto con tus hijos gemelos durante un cierto tiempo hasta que te avise para que vuelvas acá; de lo contrario, morirás de mala muerte de forma imprevista junto con tu marido y tus hijos. Y así lo hice” (Hom XII 16,1). Ella misma ofrece datos con los que la narración de su hijo Clemente enriquece el conjunto de esta extraña historia: “Cuando conté a mi marido el falso sueño, quedó espantado, y me envió en barco a Atenas con mis dos hijos, con siervos y siervas, y dinero abundante con el objetivo de que educara a mis hijos, hasta que, -según dijo-, el que te dio el oráculo piense que tú debías retornar a mí. Por lo demás, navegando, desgraciada de mí, a la vez que mis hijos, arrojada por la furia del viento en estos lugares, deshecha la nave por la noche, padecí naufragio. Muertos todos, yo sola, desdichada, fui arrastrada por una ola violenta y lanzada contra una roca. Sentada, infeliz de mí, sobre ella, gracias a la esperanza de poder encontrar vivos a mis hijos, no me arrojé al abismo entonces cuando, teniendo el alma ebria por las olas, podía haberlo hecho fácilmente” (Hom XII 16,2-4). Situación penosa de Matidia La mendiga termina su relato contando las consecuencias del naufragio. Las gentes del lugar se compadecieron de los náufragos y los ayudaron en la medida de sus posibilidades. Matidia fue acogida por una viuda joven, que había perdido a su marido en un naufragio semejante y permanecía viuda por respeto a su esposo fallecido. El gesto agradó especialmente a Matidia, que acabó viviendo en casa de la viuda hasta que la fatalidad se cebó en ambas. Sus manos sufrieron una parálisis deformante, que las impidió trabajar y las obligó a vivir de la limosna. Matidia ignoraba que sus hijos habían sido vendidos en el mercado de esclavos en Tiro y habían ido a parar a casa de la piadosa Justa la cananea, cuya hija había sido curada por Jesús de Nazaret. Su inicial amistad con Simón Mago fue causa de su conocimiento de la persona y las obras del Mago. Los dos gemelos dieron a Pedro informes útiles para su debate con Simón. Cuando esto sucedía, estaba inminente el reconocimiento de Matidia con sus hijos. Pedro fue un agente necesario del suceso básico en el desarrollo de las novelas griegas de la época. Saludos cordiales. Gonzalo Del Cerro
Domingo, 28 de Junio 2015
NotasEscribe Antonio Piñero Acabamos hoy este miniserie sobre las conclusiones del libro “La construcción de un texto complejo. Orígenes históricos y proceso compositivo”, del Prof. Gonzalo Fontana. Creo que ofrece materia de reflexión y de una lectura repetida para algunos días. Estoy totalmente de acuerdo con el autor en que todos los que han participado en la génesis de este evangelio tan complejo son judíos y en términos judíos ha de ser interpretada su obra. Su maestría en el manejo de las fuentes veterotestamentarias es la mejor prueba de ello. ¿Dónde, salvo en una sinagoga, podía aprenderse a interpretar la Escritura con semejante soltura? Esto es, los autores de los discursos son con toda probabilidad miembros de la propia comunidad johánica, la misma que, en su día, produjo la figura del “discípulo amado”, la misma de la que surgió el evangelio del calendario litúrgico. Otra cosa es que en estas fases finales del evangelio el grupo ya hubiera sido expulsado del judaísmo oficial por sus inasumibles doctrinas (en especial esa suerte de divinización extrema de Jesús que aparece en sobre todo en el Prólogo), lo cual no implica, desde luego, que dejaran de sentirse judíos, ni tampoco que dieran la espalda a la única instancia organizativa que conocían, la sinagoga. Esto es, es muy posible que, durante largo tiempo, los grupos johánicos siguieran organizándose con arreglo a los modelos institucionales de su tradición configurándose como “sinagogas informales”. Así pues, estos últimos redactores del texto johánico no eran unos extraños, ni tampoco un grupo foráneo decidido a transformar su relato en un evangelio abierto a la gentilidad. Se trataba, más bien, de un grupo altamente intelectual que, en un momento determinado, asumió la tarea de reinterpretar el sencillo texto que circulaba entre ellos a la luz de las novedosas y deslumbrantes doctrinas de su entorno. Pero tampoco significa esto que ellos asumieran en bloque el corpus doctrinal del gnosticismo. Se trataría, más bien, del empleo del utillaje conceptual de una gnosis ambiental incipiente, con el fin de expresar su mensaje de una forma atractiva a sus destinatarios. Más aún, el corpus johánico manifiesta una terminante postura antidocética –es decir, en contra de la doctrina que el cuerpo del Salvador no era real, sino meramente aparente, deducido del principio que la divinidad ni puede conjuntarse de ningún modo con lo carnal-- que es prueba de su impermeabilidad al núcleo conceptual del gnosticismo. Por otra parte, el autor de este libro tan interesante no ha tenido la idea de caracterizar simplemente el texto del Cuarto Evangelio desde el punto de vista filológico, formulando una nueva hipótesis estratigráfica que superara las dificultades de las ya propuestas, en particular la de Rudolf Bultmann. Su propósito ha sido también el de dotar de peso histórico la reconstrucción que presenta el libro, lo cual le ha llevado a tratar de conectar, en la medida de lo posible, el relato de la elaboración del texto con una hipótesis que dé cuenta, de forma más consistente, de las vicisitudes históricas de los dos grupos cristianos involucrados en su creación. Así pues, y aunque es muy probable que en la zona hubiera muchos más grupos encuadrables en el movimiento cristiano (judeocristianos de varios tipos o gnósticos), de los que no se ha ocupado el autor, debido a que apenas han dejado rastros documentales, lo relevante es que, según la hipótesis defendida en el libro, existieron en Éfeso dos importantes comunidades cristianas —la johánica y la lucana—, las cuales, aunque se reconocían mutuamente como miembros de un mismo movimiento, permanecieron largo tiempo separadas hasta que, ya muy entrado el siglo II —y desde luego en una fecha muy posterior al cierre redaccional de los textos—, acabaron por conformar el núcleo de la “Gran Iglesia” de la que habla el polemista anticristiano Celso hacia el 170. Aquí, personalmente tengo que añadir que los dos grupos son esencialmente paulinos en la interpretación de la muerte de Jesús como un sacrificio vicario por toda la humanidad. Me parece que es claro que en el judeocristianismo típico –el de la iglesia de Jerusalén—no se percibe de ningún modo la idea de una teología de su muerte como sacrificio querido por Dios para que por medio de la sangre derramada de la víctima, Jesús, Dios se apiadara y perdonara los pecados de los judíos… y más tarde de toda la humanidad, lo que incluía a los paganos al mismo nivel que los judíos. En esta idea que creo básica opino que debía haber insistido más el Prof. Fontana. La primera de las comunidades mencionadas tenía un origen palestinense, y más en concreto samaritano; y la segunda sería heredera de la predicación paulina en la ciudad. En efecto, la iglesia johánica no se hallaba sola en Éfeso: unos veinticinco años antes, Pablo había fundado una comunidad cristiana muy diferente. Frente al grupo de carácter judío y replegado en principio sobre sí mismo que era la comunidad johánica, los cristianos efesios de origen gentil estaban bien integrados en su mundo y abiertos a la incesante incorporación de nuevos miembros que reclutaban entre los metuentes, es decir, los “temerosos de Dios” que orbitaban en la periferia de las sinagogas. Y al igual que la vieja comunidad samaritana había creado su propio corpus legendario (que acabaría por cristalizar en la primera redacción de Juan), ellos habían hecho lo propio con la creación del tercer evangelio y de otros materiales doctrinales entre los que podemos destacar el corpus epistolar pseudopaulino (Colosenses, Efesios y cartas pastorales). Esta concepción rompe con la idea de un grupo cristiano unitario y perfectamente diferenciado, a su vez, de las fórmulas “heterodoxas”, tal como sigue manteniendo por ejemplo, el monumental trabajo de P. Trebilco (Jewish Communities in Asia Minor, Cambridge) de 1991. De hecho, las profundas divergencias entre todos estos textos son, a nuestro juicio, la prueba más evidente de que surgieron de grupos muy diferentes. En rigor, el estudio del Prof. Fontana se inscribe en una discusión historiográfica que se esboza al principio del libro. A este respecto puede decirse que la postura adoptada por Fontana es muy parecida a la de R. Strelan (Paul, Artemis and the Jews in Ephesus, de 1996), quien planteaba la coexistencia de dos grupos (uno paulino y otro johánico) que efectuaron intercambios y transacciones, conclusión a la que también llega el Prof. Fontana a través de vías diferentes. A este respecto es importante señalar que el análisis filológico demuestra las mutuas interferencias entre los textos de ambas corrientes. Ahora bien, aunque la reconstrucción que propone este libro habla, sí, de estas dos grandes corrientes cristianas, en modo alguno hemos de ver en ellas grupos compactos y homogéneos que expresan sus convicciones doctrinales a través de textos que circulan entre ellos como reguladores dogmáticos de sus creencias. Recordemos que, en el momento de su composición, esos textos no forman parte de ningún canon. Y lo que es más importante, es preciso subrayar que son el resultado de opciones teológicas muy sofisticadas, que, en última instancia, dan cuenta, sobre todo, de la reflexión de los círculos dirigentes y de los individuos más cultivados de cada uno de los grupos. Es cierto que cada uno de los autores se sirve de su propio fondo tradicional, pero también es obvio que sus textos reflejan el resultado de su propio proceso indagatorio y se construyen como un argumentario destinado a defender convicciones y hallazgos personales, de un lado, y a atacar posiciones distintas, de otro. Ahora bien, ¿en qué medida cada uno de los puntos expuestos es asumido o comprendido por cada uno de los miembros de los grupos y grupúsculos que, de cerca o de lejos, se sienten identificados con las tradiciones comunes del grupo? Así, el Prof. Fontana subraya que Juan, aun dentro de una tradición indiscutiblemente judaica, manifiesta el abandono de doctrinas cristianas muy antiguas como la de la parousía. Pero ¿semejante transformación fue el resultado de una opción asumida por todo el grupo de creyentes? O más bien, ¿no sería esto, en cambio, el reflejo de la reflexión de algunos de los miembros prominentes del grupo? La propia existencia del Apocalipsis –otro producto de la ciudad de Éfeso, opero de un grupo distinto-- constituye suficiente respuesta a la cuestión. Existió, sí, un cristianismo de origen samaritano establecido en Asia Menor. Sin embargo, en pocos años se produjeron innovaciones teológicas que provocaron, seguramente, fricciones o, al menos, divergencias en el seno de la comunidad. Las diferencias entre el Cuarto Evangelio y el Apocalipsis revelan que algunos de los miembros del grupo permanecieron más cercanos al fondo doctrinal heredado, los cuales siguen manteniendo su adhesión a las visiones del Apocalipsis; y, en cambio, otros fueron capaces de iniciar rutas teológicas independientes que los acabarían separando de aquellos. Más aún, obsérvese cómo en las cartas de Juan, textos que tanto deben a la sección discursiva del evangelio, recuperaron de nuevo la idea de la parousía, seguramente en un intento de acercarse a los grupos más tradicionales de su propia corriente (1 Jn 1,18-19; asimismo, 2,28) e incluso a las doctrinas mantenidas por la comunidad gentil, la cual seguía manteniendo una postura adventista, por más que hubieran pospuesto sine die tales expectativas. Las mutuas interferencias entre los textos lucanos y los johánicos son la prueba de los contactos entre ambos grupos, pero eso no significa, por supuesto, que tales contactos fueran siempre de carácter amistoso. Las feroces invectivas contra la “sinagoga de Satanás”, los nicolaítas o “la mujer Jezabel” (que nosotros hemos identificado como solapadas referencias al grupo gentil) son indicio de que los sectores más conservadores del grupo que está detrás del Apocalipsis pretendieron conservar su identidad judía, amenazada por la incorporación de novedades procedentes de la facción gentil. En cualquier caso, y hasta muy entrado el siglo II, la comunidad johánica se sintió una entidad diferenciada de los grupos gentiles de matriz paulina, tal como demuestra la tardía Tercera carta de Juan, texto en el que un dirigente del grupo johánico lanza feroces dicterios contra un dirigente de un grupo gentil. Por otra parte, este libro ha tratado de reconstruir la larga y compleja peripecia del grupo johánico. Según la hipótesis defendida, este grupo tiene su origen en los grupos que dieron lugar al cristianismo paulino: los judíos helenistas. Sin embargo, ambas corrientes permanecieron separadas varias décadas, lo cual dio lugar a realidades históricas muy diferentes. Frente al grupo paulino, formado mayoritariamente por conversos de origen gentil, el grupo johánico poseía un carácter más judío, o si se quiere más israelita. Según esta hipótesis, se trataba de un grupo de cristianos de origen judío que tuvieron que huir de Jerusalén porque sus audaces interpretaciones teológicas resultaban inaceptables para la ortodoxia sinagogal. Como el Jesús del Cuarto Evangelio, hallaron refugio en la indómita Samaria y allí permanecieron aislados del resto de las corrientes cristianas madurando su propia versión del cristianismo. Por supuesto, allí extendieron su predicación logrando así que nuevos contingentes de creyentes se sumaran a ellos. Esta situación selló, de alguna manera, el carácter de esta primera comunidad cristiana samaritana para muchas décadas. Y es que, aunque había sido fundada por judíos helenistas de perspectivas abiertas e incluso universalistas, la agregación de samaritanos —y quizás también la fuerte experiencia de la persecución en el interior del judaísmo— hizo de la comunidad resultante un grupo replegado sobre sí mismo y poco proclive a extenderse fuera de su espacio social más inmediato. Esta sería, en última instancia, la causa por la que el Cuarto Evangelio, sobre todo en sus estratos textuales más antiguos, apenas dé muestras de apertura al mundo gentil. Por innovadoras que fueran las propuestas teológicas iniciales de los helenistas, su misión en Samaria, primero, y su posterior difusión por las sinagogas de Asia sugiere la idea de que permanecieron largo tiempo en el seno del judaísmo —o al menos se siguieron sintiendo judíos—, en contraste con los grupos de metuentes de origen gentil, más proclives a romper sus lazos con este. Allí estos grupos más intensamente judíos acopiaron una gran cantidad de materiales orales que no son tanto motivos de carácter histórico cuanto elementos fraguados en una “memoria” que da cuenta de su autopercepción teológica como grupo (episodios de Natanael y el pozo de la samaritana). No hay en las fuentes de las que disponemos la mínima indicación de las vicisitudes por las que atravesó el grupo en su fase samaritana; ni tampoco noticia de las causas por las que una parte significativa del grupo abandonó la región para marchar a Éfeso. La idea de que tal cosa fuera resultado de las operaciones militares romanas de la Primera Guerra Judía es meramente conjetural. De hecho, no tenemos ni una sola referencia ni de cuándo, ni de cómo, ni de por qué llegaron a Éfeso. Sin embargo, sí sabemos que, a lo largo del siglo II, existía una firme tradición que vinculaba a Juan y a los dos Felipes (el apóstol, miembro de los Doce y el diácono del que hablan los Hechos), sus míticas figuras fundadoras, a la capital de Asia. Papías, Ireneo, así como los relatos transmitidos por los Hechos de los apóstoles, dan cuenta de un amplio corpus legendario que prueba la presencia del grupo en la ciudad. Más aún, parece existir un indubitable polígono histórico constituido por los siguientes vértices: Éfeso, gnósticos, Samaria y grupos johánicos, tal como se evidencia por la presencia en la ciudad de importantes personajes cristianos: tal es el caso de Justino de Neápolis o la multitud de gnósticos que se asientan en la ciudad desde fecha relativamente temprana y a los que la tradición hacía precisamente samaritanos. Y no podemos olvidar que la crítica de todos los tiempos no ha dejado de resaltar los vínculos más o menos cercanos que el Cuarto evangelio mantiene con el gnosticismo. Ahora bien, que el núcleo de materiales orales que cristalizaron en el primer Evangelio de Juan tuviera su origen en el contexto samaritano no quiere decir que el texto hubiera sido compuesto en la propia Samaria; ni mucho menos. Como es evidente, este se configuró con arreglo al modelo genérico introducido por el Evangelio de Marcos. De ahí que consideremos que tuvo que ser redactado en un ámbito geográfico y social en el que fuera verosímil que hubiera circulado el Evangelio de Marcos. Y en tal sentido, Éfeso es una excelente candidata para reclamar la patria del Cuarto Evangelio. Si, Lucas y Hechos fueron compuestos en esa ciudad, como es muy verosímil, es muy probable que también lo fuera Juan, lo mismo que el Apocalipsis, la otra gran obra de la tradición samaritana. Más aún, la investigación del Prof. Fontana ha permitido abundar en la cuestión, en la medida en que, mediante el análisis de una pieza epigráfica extraordinariamente reveladora (Inscripciones de la ciudad de Éfeso 713), de que en Éfeso residían importantes personajes del gobierno imperial que ejercían de patronos y protectores de los samaritanos asentados en la capital del Asia romana. O de otra manera, se ha hallado una pieza convincente que contextualiza con precisión la existencia de una comunidad específicamente samaritana asentada en Éfeso. Y, con seguridad, había cristianos entre ellos. Una cuestión adicional es la de establecer la razón por la que es Éfeso, precisamente, la cuna de tantos textos cristianos; y la respuesta se halla en una conjunción de factores: de un lado, que en la ciudad se hallaban asentados cristianismos “excéntricos” de origen gentil —y genéricamente helenista—, que se veían en la necesidad de producir textos que dieran cuenta de sus particularidades doctrinales y de su identidad específica; de otro, que las comunidades cristianas coetáneas de otras zonas —y, en consecuencia, sus eventuales producciones literarias— fueron probablemente víctimas de las convulsiones políticas del período que media entre las dos guerras judías. En contraste, el judaísmo —y, con él, los cristianismos— de Asia Menor vivieron una situación menos conflictiva y, desde luego, allí no se produjeron los levantamientos mesiánicos y las consiguientes matanzas de época flavia y, sobre todo, las del reinado de Trajano. Es cierto que los cristianos de Asia Menor sufrieron desde comienzos del siglo II la persecución estatal (Plinio el Joven, Epístola X 96), pero se trataba de acciones esporádicas, y más bien selectivas, que no son parangonables a las campañas de auténtico exterminio que padecieron los judíos de Palestina, Cirenaica, Siria o Chipre. De ahí que las facciones cristianas de Asia Menor quedaran dueñas casi absolutas del nomen christianum, el “nombre” cristiano, en el interior del Imperio romano. En contraste, lo que habían sido pujantes grupos judeocristianos (los de Jerusalén o los de Galilea que hubieren permanecido en esos lugares durante toda la guerra judía hasta el desastroso final) en los momentos iniciales fueron barridos y condenados a una supervivencia precaria y marginal, en un momento en el que ni todavía se habían desligado del judaísmo, ni tampoco habían alcanzado el grado de institucionalización que les hubiera permitido superar los desafíos ambientales. Y finalmente, hay que insistir en algo importante que resalté al principio de esta miniserie, el Prof. Fontana es totalmente consciente –y lo subraya de modo expreso-- de que se trata de una compleja cuestión, muy compleja en verdad, y que muchos de cuyos pormenores permanecen todavía en la más absoluta oscuridad. Por ello afirma una y otra vez que su construcción carece por completo de la condición de certeza histórica. Con todo, si algún valor puede tener su tarea, es el de haber tratado de desarrollar un relato con arreglo a criterios rigurosos y coherentes. Por mi parte vuelve a repetir que creo que ha logrado éxito en su empresa. Y, como es natural, algunos puntos quedan aún sujetos a una sana, educada y cortés discusión, el texto que hemos presentado y valorado en esta miniserie es una buenísima base para este diálogo constructivo. Saludos cordiales Antonio Piñero Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Sábado, 27 de Junio 2015
Notas
Hoy escribe Fernando Bermejo
La semana pasada pudimos comprobar que en las numerosas páginas presuntamente dedicadas por Javier Gomá a la figura histórica de Jesús el rigor y el discernimiento crítico brillan por su ausencia, debido a lo cual cualquiera que haya entendido algo de en qué consiste la investigación podrá concluir con seguridad que ese Jesús fantástico no merece crédito alguno. No habría necesidad de añadir una sola palabra más al respecto si no fuera porque una de las muchas afirmaciones insostenibles de Necesario pero imposible sobre Jesús resulta relevante para el asunto de otro aspecto del libro que hoy trataremos. En efecto, según Gomá afirma en varios pasajes, Jesús fue alguien “que parecía no haber tenido conciencia de sí mismo ni de su identidad […] y que, según enseña la exégesis, no se adjudicó título ninguno” “De la personalidad del profeta de Galilea un rasgo llama la atención por encima de los demás: su escasa autoconciencia […] No parece preocupado por quién es él, no les revela a sus discípulos su identidad […] En el caso de Jesús, se diría que su propia persona no cuenta en sus cálculos […] actúa con una liberalidad respecto de su propio yo que le eleva hacia una ejemplaridad de otro orden” La idea queda, espero, suficientemente clara. Fijémonos en que, según Gomá, la “escasa autoconciencia” de Jesús no es un rasgo cualquiera del personaje, sino el que “llama la atención por encima de los demás”. Es una lástima que, una vez más, las afirmaciones de nuestro autor –que de nuevo da gato por liebre a sus lectores, obsequiándoles con un Jesús fantástico que intenta hacer pasar por histórico– resulten demostrablemente falsas. (Entre paréntesis: Gomá no es un ejemplo de consistencia, pues en otros lugares afirma que un dicho de Jesús sobre el sábado indica “la autoatribución de una autoridad y una libertad soberanas para relativizar toda convención humana –leyes, costumbres inmemoriales, instituciones religiosas, doctrinas sagradas…”. Dejando aparte que esto es un cliché exegético hiperbólico y trasnochado cuya falsedad ha sido mostrada, en realidad que Gomá no resulte consistente ya no llama la atención, pues a estas alturas ya sabemos que cuando habla del “Jesús histórico” este autor simplemente no sabe de qué está hablando). Una cosa es, en efecto, incurrir en las fantasías de los padres de la Iglesia, que en sus ardientes cruzadas contra los arrianos convirtieron al Jesús de los evangelios en un paladín de la cristología nicena –y también en los disparates de muchos exegetas y teólogos modernos ansiosos por proclamar la continuidad entre la autocomprensión de Jesús y la interpretación cristológica eclesiástica– y otra muy distinta negar lo que, de modo abrumador, se deriva de gran cantidad de textos de los evangelios en los que se transparenta una alta autoconciencia. No necesito desperdiciar mi tiempo repitiendo lo que otros han hecho mucho mejor de lo que yo podría hacer aquí, de modo que baste un ejemplo. En su capítulo de 84 páginas titulado “More than a Prophet. The Christology of Jesus” (de su libro de 2010 Constructing Jesus), el con razón respetado exegeta protestante Dale Allison ha enumerado 26 pasajes extraídos solamente de los Sinópticos y que incluyen apotegmas, dichos proféticos y parábolas, derivados de Mc, la llamada fuente Q, así como del material especial de Mt y Lc, todos los cuales muestran una alta autoconciencia en Jesús. Por supuesto, uno puede cuestionar la historicidad de tal o cual pasaje de esa lista. Pero que existe un núcleo histórico en esos textos puede derivarse –además de de otros criterios que aquí no analizaré– del criterio de los llamados “patrones de recurrencia”, cuyos antecedentes fueron expuestos por Friedrich Loofs en 1913 (el cual, dicho sea de paso, ya utilizó una argumentación similar para indicar la historicidad del material que apunta a una alta autoconciencia en Jesús), por C. H. Dodd en una obra escrita en 1937, y por otros autores posteriormente, y que el propio Allison ha tematizado en la obra referida y en otros trabajos. (Quien no lea inglés y no conozca la lógica subyacente a este criterio puede ver mi artículo de 2012 en Estudios Bíblicos, que por lo demás cabe descargar gratuitamente en mi página de academia.edu). Estudiosos de muy distinto signo y con muy buenos argumentos han confirmado lo que cualquiera que lea los evangelios de modo mínimamente sensato y sin partis pris puede comprobar: que Jesús, aunque ni en sueños se hubiera creído divino (si Jesús pudiera realmente resucitar y ver en qué le han convertido sus adoradores, su síncope sería mayúsculo), se consideró el portavoz de Dios en los tiempos supuestamente decisivos, el profeta escatológico, la voz autorizada y la medida del juicio. De hecho, aparte del dato de que fue ejecutado por los romanos en una crucifixión colectiva y de que anunció la instauración inminente del Reino de Dios, uno de los resultados más seguros de la investigación histórica es que el galileo albergó elevados pensamientos acerca del papel que él desempeñaría en ese Reino. Esto llevó de hecho a Dale Allison a terminar su prolijo capítulo ya mencionado con estas palabras, cuyo claro inglés ni siquiera sería necesario traducir: “We should hold a funeral for the view that Jesus entertained no exalted thoughts about himself”. Deberíamos celebrar un funeral por la concepción de que Jesús no albergó pensamientos elevados acerca de sí mismo. Claro está que a este funeral Javier Gomá, quién sabe si por estar demasiado entretenido por las Musas, preferiría no asistir. Pero entonces –alguien se preguntará–, si esto es suficientemente claro para cualquiera que lea y piense un poco, ¿por qué se afirma tan alegremente lo contrario? La respuesta es sencilla. Al igual que muchos otros autores cristianos han pretendido antes que él, Javier Gomá pretende hacer atractivos y sofisticados sus postulados teológicos no solo para la grey cristiana sino también para todos los ciudadanos en general –es lo que tiene la “nueva-vieja evangelización”– y para ello necesita no solo “civilizar” a Dios, sino también “civilizar” a Jesús. Para entendernos, necesita hacer de estas magnitudes algo más digerible para lo que suele entenderse como “conciencia moderna” (aunque a la luz de datos estadísticos como el de que dice que más del 25% de los españoles cree que el sol gira alrededor de la tierra cabe preguntarse cuán moderna es esta conciencia). Pero como un Jesús que piensa de sí mismo en términos grandiosos y mesiánicos –del Jesús johánico mejor ni hablar– resulta difícilmente digerible para el hombre moderno, una manera de hacerlo más simpático y tragable es la de negar sin más cualquier pretensión altisonante en el galileo. Quien haya leído a otros muchos autores (como Robert Funk, Marcus Borg, etc.) que al hablar de Jesús quieren hacerse pasar por verdaderamente modernos –y, ya puestos, hacer pasar al galileo como tal–, comprenderá que el discurso de Gomá no tiene tampoco en esto nada de original. (Por supuesto, no ser original no es en modo alguno un baldón, pues repetir la verdad –por trillada que esté– suele ser algo noble y necesario. Lo que sí es un baldón es faltar a la verdad, que es lo que Necesario pero imposible hace una y otra vez). Hay una segunda razón por la que muchos exegetas confesionales –normalmente no precisamente los más rigurosos– se empeñan en sostener que Jesús no tuvo tales altas pretensiones. Una pretensión básica que emerge aquí y allá en los evangelios, como todo el mundo sabe, es la mesiánica. Ahora bien, resulta que aunque hubo diversos tipos de concepciones mesiánicas en el judaísmo del Segundo Templo, a tenor de las fuentes la más extendida parece haber sido la concepción mesiánica davídica, que identifica al mesías con una figura regia (una identificación que los propios evangelios testimonian explícitamente). Ah, pero resulta que sostener que Jesús se pretendió mesías amenaza peligrosamente con conectarle con aspiraciones religiosas, sí, pero también inequívocamente políticas y antirromanas, algo ante lo cual exegetas y teólogos cristianos sienten –comprensiblemente– verdadero pavor y que llevan siglos reprimiendo con todos los medios a su alcance. Dicho sea de paso, el ejemplo mencionado nos permite además entender cómo los dislates de Gomá se refuerzan mutuamente. ¿Recuerdan los lectores el despropósito de que la divinización de Jesús es un fenómeno ininteligible? Pues harán bien en tener en cuenta que, tal como han señalado sensatamente diversos autores –incluyendo, por cierto, a Larry Hurtado–, el proceso de exaltación de Jesús se hace aún más comprensible si este había previamente inculcado a sus seguidores la importancia clave de su figura en los designios divinos. Como Gomá, sin el menor análisis, niega tal exaltada visión, se priva –y priva de paso a sus lectores– de la posibilidad de comprender uno de los diversos factores que hacen de la exaltación de Jesús algo comprensible. Una vez más constatamos el procedimiento falaz en que incurre nuestro autor: silencia o malentiende los datos que tenemos a nuestra disposición y cuyo ensamblaje nos permite entender las cosas, y a continuación, boquiabierto, proclama su carácter asombroso. Vamos ahora con lo que constituye uno de los núcleos de Necesario pero imposible, la enfática afirmación de la ejemplaridad –o, mejor aún, la “súper-ejemplaridad”– del Jesús histórico. En realidad, todo lo que podamos decir a partir de ahora es superfluo, pues ya hemos demostrado que el “Jesús histórico” de Gomá es un desatino de principio a fin. Pero puede resultar aún aleccionador y divertido echar otro vistazo al discurso de nuestro autor, de quien selecciono algunas frases de entre las muchas en que repite lo mismo (citas literales): “Lo sorprendente del caso estriba en que, tras la aplicación del método exegético y su trabajo de desmitificación de los componentes maravillosos y legendarios, de los evangelios depurados por la exhaustiva erudición filológica emerge la potente ejemplaridad del galileo nimbada de una limpieza, actualidad y universalidad no predecibles, resaltando con mayor realismo que antes los perfiles de una individualidad viviente rigurosamente única, sin comparación con otras biografías, religiosas o no, de la Historia Universal”. “Es paradójicamente gracias a los resultados de los métodos científicos que la ejemplaridad jesuánica, aun manifestada en un espacio y un tiempo determinados, luce universalmente con una extraña intemporalidad” “La ejemplaridad predicada y puesta por obra de Jesús tiene, en efecto, algo de anómala desproporción, de insensato y antinatural derroche: es tan exagerada que produce perplejidad al sentido común y excede de lo razonablemente exigible a nadie. Por eso le conviene el título de súper-ejemplaridad”. “Hay en él algo de excepcional, de caso irrepetible imposible de imitar que le sitúa por encima de toda experiencia. No sólo el mejor de su género, sino también un género nuevo de caso único” Una vez más, la patética retórica de Gomá. Una vez más, el disparate. Una vez más, el disparate vendido como verdad inferida de los “métodos científicos”. Una vez más, invención de fenómenos “sorprendentes”, “extraños” y animadores del pasmo general. Antes de decir algo sobre la inconsistencia de estas proclamas, no estará de más llamar la atención sobre la enésima falacia de Necesario pero imposible. Gomá dedica muchas páginas a cantar las alabanzas de la “ejemplaridad” de Jesús, utilizando para ello gran cantidad de citas de otros adoradores: exegetas, teólogos y predicadores, casi todos ellos eclesiásticos. Pero un sedicente filósofo necesita algo más que sotanas, escapularios y agua bendita, de modo que dedica también varias páginas a una consagración secular de la supuesta ejemplaridad de Jesús. ¿Y cómo lo hace? Pues muy fácil: citando a Ernst Bloch y a Friedrich Nietzsche como corroboración de la ejemplaridad de Jesús. Ahora bien, aunque esto sirve seguramente para impactar a lectores irreflexivos, lamentablemente no demuestra prácticamente nada, por la sencillísima razón de que ni Bloch ni Nietzsche se han significado, que sepamos, por haber efectuado un riguroso estudio histórico de la figura de Jesús, por lo cual lo que digan sobre Jesús –cuando se trata del Jesús histórico– nos la trae completamente al pairo. Lo único que demuestra que Ernst Bloch y Nietzsche –podría haberse citado a muchos otros– hayan escrito frases elogiosas sobre Jesús no prueba en absoluto la ejemplaridad del Jesús histórico, sino solo el fenomenal éxito del mito del Jesús como no-va-más moral propagado por los cristianos durante siglos. En efecto, un componente fundamental de la ficción evangélica (la del Jesús paradigma de moralidad y víctima inocente) sigue formando parte de la precomprensión generalizada sobre Jesús, también en el ámbito laico y no-cristiano –una ficción que tantos se han creído y que no raramente sirve, paradójicamente, como coartada presuntamente crítica (“Jesús sí, Iglesia no”). Claro que esa ficción evangélica, por laicizada que haya sido, carece de toda verosimilitud histórica. Su uso por parte de Gomá tiene una indudable eficacia retórica, pero es totalmente falaz. Dado que muchos de nuestros lectores son cristianos y que la cuestión de la ejemplaridad de Jesús resulta particularmente sensible para ellos, me permitiré algunas consideraciones que a los lectores de buena voluntad les ayudará a entender con mayor precisión lo que luego diré. Cada vez albergo más dudas sobre la posibilidad de adscribir esta o aquella declaración evangélica a Jesús, pero estoy dispuesto a admitir como jesuánicas incluso algunas frases cuya garantía textual es escasa y problemática. Confieso a los lectores, pues, que, a efectos prácticos, yo considero procedentes de Jesús al menos un par de frases que me parecen memorables y que forman parte de las que me acompañan desde que tengo uso de razón. La primera es aquella de “quien esté libre de pecado (aunque yo sustituyo “pecado” por “límites”), que tire la primera piedra”, una frase cuyo espíritu forma parte del patrimonio espiritual y moral de todo sujeto que aspire a la lucidez y a la decencia. Además, cada vez que paseo por el campo y contemplo flores, pienso o musito aquellas palabras magníficas, que combinan de manera que a mí resulta hermosísima lo estético, lo ético y hasta lo político: “Pero yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como una de ellas” (Mt 6, 29; Lc 12, 27). Así pues, hay algo de Jesús –o de lo que yo, quizás equivocadamente, juzgo de Jesús– que a mí me acompaña en mi vida y que me inspira una profunda simpatía, de modo parecido a como me acompañan Dante, Shakespeare, Cervantes, Kafka, Spinoza, y una larguísima lista con la que no aburriré a los lectores. Además, siento también una profunda compasión por Jesús, como por todos los hombres y mujeres que a lo largo de la historia han sufrido un destino cruel y brutal –y este ha sido el hado, por ejemplo, de los miles, y aun decenas de miles, de judíos crucificados por el Imperio romano–. Esto es lo que explica que, cuando leo a autores –en particular a ciertos librepensadores de los ss. XVII y XVIII– que denigran a Jesús siento un profundo malestar. Por supuesto, es fácil entender que estos autores proyectan sobre Jesús como supuesto fundador del cristianismo el desprecio intelectual y moral que sentían hacia un clero o un estamento teológico a los que juzgaban miserables, y en este sentido una lectura in bonam partem tenderá a disculparlos. Sin embargo, ello no es óbice para reconocer que una presentación denigratoria de Jesús es totalmente injustificada y carece de fundamento, y por tanto la simpatía que por otras muchas razones me inspiran tales autores se interrumpe cuando vilipendian a un galileo que vivió hace dos mil años. Dicho esto, si de la figura histórica de Jesús se trata –¿y de qué se trata si no?–, no hay razón alguna para considerarlo un tipo ejemplar prácticamente en ningún sentido. La tradición dibuja a Jesús como un sujeto sensible ante el sufrimiento de sus semejantes, algo cuyo núcleo –dejando aparte los indudables procesos de magnificación y embellecimiento– puede considerarse seguramente histórico sin mayores aspavientos. Ahora bien, aunque tal sensibilidad es una virtud con la que yo y otros muchos nos podemos identificar, ello no convierte a Jesús en ningún sentido en alguien excepcional. Es obvio que mucho antes e independientemente de Jesús, ha habido numerosos seres humanos que han tenido la misma sensibilidad o más, y no por ello nos postraríamos arrobados ante ellos. Por limitarnos ahora a la religión del propio Jesús, pienso en uno de los textos del Tanak que más me gustan, la sencilla y preciosa parábola contenida en 2 Samuel 12, 1-7, donde Natán cuenta a David –después de haber hecho este la mezquindad que todo el mundo sabe– una historia de un hombre rico y uno pobre en la que el primero arrebata al segundo la única corderilla que tiene, y cuando David se enciende de cólera y afirma que ese hombre desalmado merece la muerte, Natán le fuerza a la terrible anagnórisis: “Tú eres ese hombre” (’attah haiš). La idea que alienta en este texto es básicamente la misma que la del dicho de Jesús en el Evangelio de Juan: Júzgate a ti mismo, antes de juzgar alegremente y hablar de algo tan grave como muerte para otros, cuando resulta que quizás tú mismo la merecerías. No sería difícil poner otros ejemplos semejantes, también desde luego en otras tradiciones culturales. Además, las fuentes revelan una serie de rasgos del personaje que ni a mí ni a muchos otros nos lo hacen particularmente ejemplar. ¿A qué me refiero? Juzguemos –como dice el propio Gomá– por nosotros mismos y en conciencia “la naturaleza y calidad del ejemplo personal suscitado por Dios en el mundo” (sic): - Jesús no fue un modelo de lucidez y claridad de ideas. No solo creía en eso a lo que muchos humanos llaman “Dios”, sino también en la validez de la religión judía y en los mitos de su pueblo (como, por ejemplo, en que había habido doce tribus que se reconstituirían en el presuntamente próximo final de los tiempos). Sabemos que estos mitos fundacionales no eran más que las típicas fantasías con las que las colectividades humanas otorgan sentido a su pasado y logran un sentido de identidad, creyéndose a menudo mejores que los vecinos de uno. No se puede reprochar a un iletrado del s. I creer en mitos fundacionales de su cultura (muchos de nuestros contemporáneos siguen creyéndolas), pero desde el punto de vista de la lucidez, esto no me parece en absoluto ejemplar. - Que el ideal de Jesús era una teocracia es algo en lo que toda la investigación crítica está de acuerdo. El visionario galileo aspiraba a vivir en un régimen en el que la voluntad de Dios –es decir, básicamente lo que dice la Torá; es decir, básicamente lo que dijeron unos individuos cuya sensibilidad moral y espiritual nos resulta ajena a muchos de nosotros en muy diversos aspectos– se haría en la tierra. Un “Reino de Dios” humano-demasiado-humano, pues pasajes como Mc 10,35-40 presuponen la existencia de jerarquías en ese reino. Y un Reino en el que el representante de la divinidad en la tierra sería Jesús, y sus lugartenientes serían sus discípulos (recuérdese Lc 22, 29-30). Ni a mí, ni a mis amigos, ni a las mejores personas que conozco, ni a una parte no desdeñable de la humanidad, nos gustan las teocracias, y quienes optan por ellas no nos parecen ejemplares. - Todo indica que –a diferencia de lo que inventan Gomá y otros como él (v. infra)– Jesús no renunció a su yo ni minimizó su importancia. Lo que las fuentes manifiestan –dejando aparte algún pasaje aislado en que Jesús parece recuperar el sentido de la realidad (cf. v. gr. Mc 10, 18)– es que se tomó demasiado en serio a sí mismo, logrando también que otros le tomaran demasiado en serio. Como tantos otros de nuestros congéneres, Jesús incurrió en lo que Hegel llamó “el delirio de la presunción”, y se creyó mucho más de lo que era (todo apunta, en efecto, a que se consideró el portavoz escatológico de Dios, el –presente o futuro– rey y mesías de Israel, y cosas por el estilo). Pero las personas que se conceden demasiada importancia a sí mismas siempre me han parecido patéticas y ridículas. Y el patetismo y la ridiculez nunca me han parecido ejemplares. (Esto, por supuesto, no hace de Jesús un sujeto particularmente penoso. No solo la historia de las religiones, la historia de la humanidad en general está llena de individuos que padecen delirios de grandeza). - Jesús no fue un modelo de tolerancia. La tradición no se pone de acuerdo en si lo que pensó fue aquello de “quien no está conmigo está contra mí” o más bien lo de “quien no está contra nosotros, con nosotros está”, pero lo que sí deja claro esa tradición es que el galileo consideraba que en el mundo había dos bandos y solo dos, los que estaban con él y los que estaban contra él (no tomárselo en serio era estar contra él), operando así una división de lo real more manichaeo, en blanco y negro, en buenos y malos, en los suyos y los otros. Quizás para Gomá esto es ejemplar. Para mí, no. - Jesús era una persona con muchos prejuicios. Resulta elocuente que incluso una tradición que intentó maquillar cuanto pudo su imagen y se dedicó a entonar sus alabanzas deja entrever claramente sus intensos prejuicios antipaganos (cf. Mt 10, 5; 15, 24; 18, 17). No en vano Joseph Klausner le tildó de “nacionalista judío”, y Paul Winter y Geza Vermes se refirieron con razón a su “chauvinismo”, algo que me es profundamente ajeno y no me resulta nada ejemplar. - Jesús parece haber albergado –como, por lo demás, tantos seres humanos– bastante resentimiento contra el mundo, que expresó amenazando a todos los que discrepaban con él o simplemente pasaban de él con el fuego de la gehena y tormentos eternos, maldiciendo a diestro y siniestro (“¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida…!”). (Autores como Marius Reiser en Die Gerichtspredigt Jesu han demostrado con pelos y señales que aunque este asunto ha sido silenciado o minimizado en la exégesis confesional durante mucho tiempo, es innegable). Yo puedo entender perfectamente el monumental enfado de Jesús. El mundo está lleno de miserables, canallas y abusones, y en los casos inequívocos uno tiene todo el derecho a desearles lo peor. Pero, al fin y al cabo, no hay que olvidar que están hechos como nosotros. Desear que se mueran es comprensible. ¿Desearles males eternos? A mí y a otros, qué vamos a hacer, no nos parece ni compasivo ni ejemplar. - No hay razón alguna para considerar a Jesús un gañán sin modales, pero desde luego tampoco un modelo consistente de cortesía. A sus adversarios les llamaba de todo menos bonitos. Y si el episodio de la mujer sirofenicia merece crédito, Jesús empleó en su conversación un término muy insultante. Si esa mujer aguantó un insulto como este debía de andar bastante desesperada por tener a su hijita padeciendo y debió de agarrarse a ello, pero si tenía dignidad –y no hay razón alguna para pensar que no la tenía– debió de sufrir y aguantar la altanería de un tipo con fama de milagrero. Esto a mí tampoco me resulta ejemplar. - La escasa lucidez de Jesús se manifiesta en haber proclamado a los cuatro vientos un inminente cambio de las cosas que nunca sucedió. Jesús hizo concebir a la gente esperanzas de cosas que no ocurrieron –y que previsiblemente nunca ocurrirán–: que los hambrientos serían saciados, que a los que lloran se les enjugarían sus lágrimas, que los oprimidos obtendrían justicia… y que toda esta dicha caería al parecer de algún modo del cielo, pues sería cosa de “Dios”. Hay quien cree que es bueno infundir esperanzas trasmundanas a nuestros congéneres, que al fin y al cabo llevan –como uno mismo– una existencia difícil que necesita lenitivos, pero a mí prometer Jauja cuando Jauja jamás llegará –y menos aún mediante un deus ex machina– me resulta lamentable y vergonzoso, y en todo caso nada ejemplar. Y no es prudente creerse nada de alguien que formula promesas que no se cumplen. - Jesús no solo no fue un modelo de lucidez en cuanto a cómo funcionan las cosas en la realidad. Tampoco parece haber sido particularmente lúcido en la elección de sus discípulos, quienes parecen haber sido bastante ambiciosos y pendencieros. Si la historia de Judas merece crédito, tampoco parece haber sido muy lúcido al elegir a sus amigos. Poco ejemplar en esto también. - Uno de los aspectos que resultan admirables en tipos como Gandhi o Nelson Mandela fue su capacidad de ser respetados por sus adversarios y aun por sus carceleros, a algunos de los cuales se ganaron, y que gracias a su acción política pudieron transformar algunas cosas y superar unas cuantas injusticias. No hay nada similar a esto en la historia de Jesús. Por cierto, nunca nadie ha explicado por qué Jesús, que según dicen –también Gomá– quería “salvar” a todo el mundo sin distinción de sexo, nacionalidad o estatus social no parece haber hecho nunca el menor esfuerzo por “salvar” (por ejemplo) a Herodes Antipas ni a su mujer, esa pobre pareja que acabó desterrada en las Galias. Que Antipas era un mugroso, vale. ¿Pero no habíamos quedado en que para Jesús hasta los mugrosos y los canallas merecían una oportunidad…? Pero Jesús, con muy dudoso coraje, huyó siempre de Antipas. No seguiré. Espero que haya quedado claro que el Jesús que la historia es capaz de vislumbrar no fue en muchos sentidos un individuo ejemplar, ante el cual quepa sentir “vértigo” alguno. Al igual que uno podría presentar la prosa preciosista de Javier Gomá como ejemplo para no pocos escribientes, pero ni borracho presentaría a este autor como un modelo de sentido crítico, sabiduría, rigor intelectual o lucidez, a Jesús el galileo se le puede presentar como un modelo de entusiasmo o de vehemencia, pero no desde luego como un paradigma moral en muchos otros ámbitos. La cosa debería ser todavía más clara cuando se cae en la cuenta de un hecho elemental, a saber, que las fuentes en las que una mirada sin prejuicios aprecia con facilidad los límites de Jesús son precisamente las mismas fuentes concebidas para glorificar su figura, y por tanto para presentarle como más simpático y atractivo de lo que parece haber sido. Uno se pregunta qué imagen de Jesús se tendría si contáramos con algo más que con fuentes hagiográficas y apologéticas, ellas mismas ya productos de obvios intereses. Gomá no es muy preciso ni fiable ya desde la presentación de su libro, al afirmar que los seguidores de Jesús le “recordaron como un modelo de ejemplaridad perfecta”. Más correcto habría sido escribir que “Le construyeron como un modelo de ejemplaridad…”. El Jesús que nos descubre la investigación más sólida no es en modo alguno un miserable pero tampoco es en absoluto ejemplar. Es un sujeto con sus luces y sus sombras, sus más y sus menos, sus aciertos y sus errores. Como usted y como yo, amigo, amiga. Afirmar –como hace Gomá– que los “métodos científicos” muestran la ejemplaridad del “Jesús histórico” es pura charlatanería, y entonar loas a su “súper-ejemplaridad” es un caso más de supernumeraria súper-charlatanería. A fortiori, sostener otras cosas que afirma por doquier Javier Gomá (“Nadie es del todo inocente ante la santidad excesiva de ese hombre excepcional y comparado con él todo el mundo se confiesa en cierto modo deudor (pecador)”; “No hace falta ser seguidor del profeta de Galilea para reconocer que su elevado ideal ético y la realización de éste en su vida le hacen merecedor, desde una perspectiva comparada, al título del mejor de los hombres, el más noble representante de la humanidad sobre la tierra, el más perfecto ejemplar de nuestra especie. Es el hombre bueno por antonomasia, sin precedentes ni antecedentes en esa desusada proporción…”) es no solo otro ejemplo del lenguaje devocional típico del adorador, sino otra de las constantes falsedades de Necesario pero imposible. Ni yo ni muchas otras personas nos inclinamos ante la ética de Jesús, ni sentimos vértigo alguno ante la pseudo-excelencia moral de tal modelo. Y no porque seamos engendros de Satanás o incapaces de reconocer el bien o nuestros propios límites, sino precisamente porque nada ni nadie nos ha persuadido de que debamos pensar tan alto de Jesús ni tan bajo de nosotros mismos como para doblar las rodillas ante desproporción alguna. Por supuesto, los cristianos tienen todo el derecho del mundo a imaginarse a su Cristo -no digamos a su Cristo-Dios- como tengan a bien, y si tienen necesidad de un paradigma moral o espiritual son libres de representárselo como el máximum de todas las perfecciones, de la lucidez, de la tolerancia, de la compasión, de la bondad, de la sabiduría, de la igualdad de géneros, del respeto al colectivo LGTBI, del cuidado por el medio ambiente etc., etc. Son libres de representárselo como absolutamente incapaz de hacer nada malo y hasta de imaginar que orinaba agua de colonia. Y tienen todo el derecho del mundo –faltaría más– a prosternarse y a hincarse de rodillas ante tal imagen. Háganlo tranquilos, que a los demás no nos molestan, menos todavía en un mundo en el que, al menos en estas latitudes y al menos por ahora, por no prosternarnos también nosotros no nos pueden privar de libertad, torturar o ponernos a chamuscar en una hoguera. Pero a quien quiera convencernos de lo razonable que es prosternarse ante un ídolo, o de que su Jesús imaginario es una figura histórica derivable de una lectura crítica de las fuentes, con nuestra más cordial sonrisa algunos le diremos a la cara lo que es: un embaucador y un farsante. O, quizás aún con mayor propiedad: un súper-embaucador y un súper-farsante. Continuará. Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 24 de Junio 2015
Notas
Hoy escribe Gonzalo Del Cerro
Homilía XII Vía hacia el reconocimiento El relato de Clemente aborda el caso de su padre, que cambia su método de búsqueda de su familia perdida en el silencio y la lejanía. Convencido de que sus familiares estarían por cualquier rincón de Grecia, tomó la determinación de emprender personalmente las tareas de buscar a sus seres queridos. “Me tomó consigo, -cuenta Clemente-, bajó al puerto y preguntó a muchos con insistencia dónde cada uno había visto o escuchado que hubiera sucedido un naufragio hacía cuatro años” (Hom XII 10,1). Ante la variedad de opiniones y la real ignorancia de los interrogados, el padre de la familia dejó a su hijo en manos de unos tutores y se lanzó armado apenas de su cariño tras los posibles vestigios de su perdida familia. Clemente tenía a la sazón doce años y cuando esto contaba a Pedro habían pasado ya veinte años. Con razón comentaba que lo más probable es que hubiera fallecido en cualquier clase de calamidad, pues el silencio resultaba demasiado prolongando. Pedro lamentaba la penosa situación de Clemente, pero recurría a la fe cristiana como refugio de las penas y esperanza de su liberación. Era la ventaja que tenían los creyentes frente a las oscuridades de los gentiles y de “los que no tienen esperanza” (1 Tes 4,12). La visita a la isla de Árados Uno de los presentes interrumpió el comentario de Pedro para pedirle el permiso de dirigirse a la isla de Árados, distante menos de treinta estadios de la costa. Pedro se lo concedió con la recomendación de que no acudieran en tropel para no llamar la atención. Había en la isla restos de unas posibles obras de Fidias. En la isla, denominada actualmente Arwad, se conservan efectivamente restos de monumentos antiguos. Compañeros de Pedro sentían curiosidad, mientras Pedro se sentía extrañamente atraído por una mendiga, anciana y enferma, con la que entabló una conversación que resultó muy útil para el desarrollo de la novela incrustada en el curso del relato. Conversación de Pedro con la mendiga Pedro inició la conversación con la mendiga, que resultará ser nada menos que la madre de Clemente, matrona romana de familia aristocrática, llegada a ese estado como efecto del naufragio sufrido por el barco que la transportaba con sus hijos. Sus gemelos, obsesión de la náufraga, habían sido raptados por unos piratas que los habían vendido en el comercio de eslavos. La suerte los había llevado a la propiedad de Justa, la mujer cananea, cuya hija Berenice había sido curada por Jesús según refiere el texto del evangelio de Marcos (Mc 8,24-30, par.). “Mujer, -le preguntó Pedro- ¿qué es lo que te falta de tus miembros para que aceptes tal vergüenza, -me refiero al hecho de mendigar-, y no trabajes más bien con las manos que Dios te ha dado para procurarte el alimento de cada día?” La mendiga sufría una enfermedad que la tenía impedida para otra clase de trabajos. La viuda que la había acogido en la situación de su naufragio también había sufrido una enfermedad. Pero la mendiga explicaba su situación con palabras llenas de una gran carga de sentimientos: Todo era “enfermedad del alma y nada más. Pues si yo tuviera una mentalidad masculina, había un precipicio o un abismo, desde donde hubiera podido arrojarme para poner fin a mis torturantes desgracias”. Le había faltado valor para precipitarse en el abismo y reunirse con sus hijos perecidos presuntamente en el abismo del naufragio. Pedro promete a la mendiga su curación Ella presentaba su suicidio como remedio para sus penas. Pedro explicó a la mendiga las penas de los suicidas y le prometió la curación de sus desgracias. Las palabras del apóstol sonaban lisonjeras a los oídos de la mendiga: “Mujer, yo quería saber qué es lo que te causa tristeza. Pues si me lo enseñas, en recompensa por este favor, yo te demostraré que las almas continúan vivas en el Hades. Y te daré una medicina en lugar de un precipicio o un abismo para que puedas cambiar de vida sin sufrimiento” (Hom XII 14,3). Fue una especie de pacto entre dos propuestas tentadoras. La situación suponía una explicación de la mendiga, que aclarara los pasos que la habían llevado a su estado actual. Ello exigía una exposición que acababa declarando la vida de la mendiga y de su familia. Es decir, para la curiosidad de Pedro, sería una historia que podía resolver las aporías de la mendiga. Mucho más cuanto que ya tenía Pedro la versión de los sucesos acaecidos a la familia. La versión de la mendiga podía aportar la solución definitiva, sobre todo, por la referencia de datos y detalles concretos, que ofrecerían una definición convincente del cambio de una matrona romana en una pobre mendiga. Saludos cordiales. Gonzalo Del Cerro
Domingo, 21 de Junio 2015
Notas
Escribe Antonio Piñero
Sigo con el breve comentario a las conclusiones del libro del Prof. Gonzalo Fontana. I. Según este autor, hubo una primera versión o “Primer evangelio de Juan” compuesto a partir de materiales y leyendas comunitarias previas que eran las siguientes: un relato de la pasión, protagonizado –aparte de Jesús-- por un misterioso personaje, “el discípulo amado”, el cual entra en franca competición con Pedro, el héroe de los tres evangelios anteriores; un breve conjunto de narraciones cuyo origen es samaritano (por ejemplo, el encuentro con Natanael, capítulo 1, o el episodio del pozo de Jacob en el que Jesús habla con la mujer samaritana, capítulo 4); y, evidentemente, por material del Evangelio de Marcos, que hacía de hilo conductor del relato biográfico general. Es esto importante, pues la comunidad que está detrás de este “Primer evangelio de Juan” acepta el marco biográfico de la vida de Jesús puesto en circulación por Marcos. La existencia de esta recensión inicial se evidencia, sobre todo, por algunos restos del Papiro Egerton 2. Recordemos este papiro: b[Fragmento I [verso] 1-20: … Pero Jesús dijo a los legisperitos: “Castigad a todo delincuente y malvado, y no a mí. […] Y volviéndose a los jefes del pueblo, les dijo estas palabras: “Investigad las Escrituras, en las que vosotros pensáis tener la vida. Ellas son las que dan testimonio sobre mí. No penséis que yo he venido para acusaros ante mi Padre. El que os acusa es Moisés, en quien vosotros tenéis puesta vuestra esperanza”. Y como ellos decían: “Sabemos muy bien que Dios habló a Moisés, pero de ti no sabemos de dónde eres”, Jesús les respondió diciendo: “Ahora sí que os acusa vuestra infidelidad”…]b … Aconsejaron al pueblo que tomaran piedras para lapidarlo entre todos. Y los jefes echaron mano sobre él con intención de arrestarlo y entregárselo al pueblo. Pero no podían apresarlo, porque todavía no había llegado la hora de su entrega. Pero el Señor mismo, pasando por medio de ellos, se retiró de allí. Y he aquí que un leproso se le acercó y le dijo: “Maestro Jesús, que andas con los leprosos y comes con ellos en la posada, yo también he contraído la lepra. Si, pues, tú quieres, quedaré limpio”. El Señor le dijo: “Quiero, sé limpio”. Y al momento, se apartó de él la lepra. Le dijo el Señor: “Márchate, muéstrate a los sacerdotes…” b[Fragmento II [recto] 43-59: […] Presentándose ante él en actitud indagatoria, lo tentaban diciendo: “Jesús Maestro, sabemos que has venido de Dios, pues lo que haces da sobre ti un testimonio superior al de todos los profetas, dinos, pues: “¿Es lícito pagar a los reyes lo que conviene a su autoridad? ¿Se lo pagamos o no?”. Pero Jesús, conociendo su pensamiento, les dijo con indignación: “¿Por qué me llamáis de boca maestro si no escucháis lo que digo? Con razón profetizó sobre vosotros Isaías diciendo: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí. En vano me veneran … preceptos”…]b (Traducción de Gonzalo del Cerro en en "Todos los Evangelios", Madrid, EDAF, 2010) El autor defiende la hipótesis de que algunos de los pasajes de este primer momento debían de reflejaban un estadio extraordinariamente antiguo del texto johánico. La principal característica de ese primer evangelio johánico es que distribuía la misión de Jesús con arreglo al calendario litúrgico judío. Por otra parte, y dado que el texto se articulaba, en el fondo, sobre el modelo inaugurado por Marcos, es obvio que este ha de ser datado, como muy pronto, a fines de los años 70. Otra cosa es que no es fácil reconstruirlo debido a las sucesivas intervenciones de los redactores posteriores, las cuales acabaron por ocultar o eliminar los materiales tempranos. Con todo, se trataba de un evangelio muy semejante a sus hermanos sinópticos; hasta tal punto según la hipótesis debía de contar con parábolas (hoy desaparecidas) o con episodios sinópticos como el de la transfiguración. II. Posteriormente, ese texto inicial fue ampliamente intervenido con una gran cantidad de material de origen lucano, pues el estudio ha demostrado que en Éfeso, o en los alrededores hubo una comunidad compuesta sobre todo por gentiles y de influencia paulina que es la originaria del Evangelio de Lucas. Pasajes señeros de esta ampliación son los episodios de la curación del hijo del funcionario real, la resurrección de Lázaro o la caracterización de Judas Iscariote. La principal prueba de la existencia de este estrato compositivo estriba en dos hechos: de un lado, en que estos materiales forman parte de un conjunto textual común y exclusivo a Juan y Lucas; y lo que es más, el que tenemos constancia de que algunos de los episodios de origen lucano —así el pasaje de la adúltera (Jn 5, 53-8.11; cf. Lc 21,38 y ss.)— no terminaron de asentarse en el texto johánico hasta fecha muy tardía. III. En una fase posterior, se añadió una gran cantidad de material discursivo de impronta litúrgico-teológica (incluyendo el prólogo poético), lo cual le confirió al texto su peculiar sabor, tan diferente al de los sinópticos. Se trata de un material que, a pesar de estar sembrado por todo el texto, resulta fácil de reconocer, en la medida en que posee un tono muy particular y, sobre todo, un vocabulario específico --κόσμος (mundo) ἀλήθεια (verdad), φῶς (luz), etc. que, de un lado, se halla ausente de la otra gran obra del grupo de crisianos que proceden también de Éfeso (el Apocalipsis; en este caso se trata de judeocristianos estrictos, pro con cierta influencia paulina); pero, de otro, se manifiesta omnipresente en los “discursos flotantes” (Jn 14.1-31; 15.1-16.33; 17.1-26, etc.) del Evangelio. Estas unidades discursivas presentan la característica de su mala inserción en el relato biográfico general, lo que revela que fueron creadas de forma independiente e integradas en el texto en un momento posterior. Y al igual que sus autores insertaron los grandes discursos de despedida en el relato sinóptico de la Cena, hicieron lo mismo llenando el texto de apostillas que comentaban, matizaban y redefinían según sus novedosas doctrinas multitud de pasajes del viejo evangelio cuya sentido veían ya desfasado. Estos discursos estarían ya culminados en torno al año 130 o 140, como demuestra la existencia del papiro Rylands P52, datado a mediados del siglo II. IV. Finalmente, hemos de mencionar la existencia de determinadas actuaciones de carácter redaccional, destinadas a enmendar, en lo posible, las incoherencias y malas suturas textuales que las sucesivas intervenciones habían dejado en el texto. Descendiendo un tanto al detalle, el examen del Evangelio de Juan realizado por el Prof. Fontana ofrece algunos aportes adicionales en lo que hace al análisis de algunos elementos concretos del texto. De entre ellos destacamos los siguientes: 1. Una hipótesis novedosa sobre la creación del misterioso “discípulo amado”, figura que, a nuestro juicio, fue forjada con el fin de sostener en el plano mítico la singularidad y la identidad del propio grupo: había otros cristianos, representados en el texto por Pedro, a los que Cristo amaba menos, lo cual significa que la comunidad johánica se hallaba en contacto con otros grupos cristianos con los que no se identificaba plenamente. Por tanto, el análisis de la historia del texto del Cuarto evangelio según el Prof. Fontana permite contemplar la “cuestión johánica” desde una nueva perspectiva, ya que, según su propuesta, afirma que el texto originario del Evangelio de Juan era un escrito muy similar al resto de los evangelios canónicos. La ausencia de rastros significativos de la “Fuente Q” en Juan evidencia que su primer redactor no supo de los textos de Lucas o de Mateo, ni, por supuesto, de la propia colección de lógia, o dichos de Jesús. Sus profundas diferencias con los Sinópticos se deberían, pues, al conjunto de innovaciones y añadidos que sucesivamente introdujeron en su texto inquietos y dinámicos autores tanto de su propia comunidad, como también otros, procedentes del grupo gentil. 2. También novedosa es la propuesta acerca de la creación de la figura de Lázaro, personaje sin consistencia histórica y forjado con materiales literarios procedentes de Lucas. Es muy posible sostiene el Prof. Fontana-- que un miembro destacado de esta última comunidad —¿acaso el propio autor de Lucas y Hechos?— decidiera completar el primitivo texto johánico con materiales propios, acaso con el fin de hacer de él un texto también manejable por su propio grupo. Al fin y al cabo, un autor capaz de combinar las perspectivas galileas de la “Fuente Q” con Marcos –como fue el desconocido autor al que denominamos Lucas-- no tuvo por qué tener reparo en intervenir sobre el primitivo texto johánico e interpolar en él una colección de episodios procedentes de su propia obra. Por supuesto, carecemos de testimonios acerca de las eventuales reacciones de la comunidad johánica, pero el hecho de que los añadidos lucanos hayan llegado a ser una parte integrante del texto es suficiente prueba de que el experimento no tuvo mala acogida: los cerrados y exclusivistas cristianos johánicos estaban realizando muy probablemente su propio giro hacia la gentilidad, aunque, desde luego, siguieron conservando su particular idiosincrasia como grupo. 3. Por otra parte, se afirma que aunque no tenemos prueba alguna sobre la fecha en que pudo ocurrir tal intervención; pero, al menos, sí se puede ofrecer una conjetura que sitúa el problema en términos relativos: en efecto, Lucas no parece saber nada de ninguna predicación entre los samaritanos, los antecesores del grupo johánico efesio; sin embargo, años después, Hechos ya refleja la extensión del evangelio por Samaria, lo cual da cuenta de la toma de conciencia del autor de la importancia del grupo samaritano. De ahí que sospechemos que su intervención se debió de producir en el lapso entre la redacción de Lucas y Hechos, lo cual nos podría ubicar quizás en la primera década del siglo II. 4. Finalmente, la hipótesis propone que una escuela de teólogos, sin duda miembros de las últimas generaciones de la comunidad johánica —quizás entre ellos estuviera “Juan el Presbítero”—, insertó en el texto una gran cantidad de discursos de un cuño teológico nuevo. Tal operación bien pudo darse en la primera mitad del siglo II, sin que seamos capaces de precisar más. 5. Más sencillo es, en cambio, caracterizar los intereses de estos autores: el sentido de las palabras que ponen en boca de Jesús ya no depende de la situación vivencial concreta que opera en el marco de la predicación al estilo de los sinópticos, sino de la comprensión correcta de los conceptos expuestos en el Evangelio (cf. Jn 16, 25; “Os he dicho todo esto en parábolas. Se acerca la hora en que ya no os hablaré en parábolas, sino que con toda claridad os hablaré acerca del Padre”). La sencilla predicación del Jesús sinóptico queda aquí reinterpretada a la luz de una hermenéutica que revela una plétora de aspectos metafísicos inasequibles para los legos y, desde luego, para los inocentes receptores de un kérygma ya anticuado: este Jesús ya no predica el Reino, sino que se predica a sí mismo como ente trascendente y despegado de las circunstancias históricas del profeta galileo. O de otra manera, el sutilísimo y complejo teólogo que es el Jesús del texto johánico no es sino la proyección de los sofisticados autores que anegaron el viejo texto con sus novedades doctrinales. La imagen, pues, que reconstruye el Prof. Fontana de estos autores dista de la del predicador itinerante que reconocemos en los Sinópticos o en la Didaché. En cambio, las acrobáticas especulaciones de estos autores tienen toda la apariencia de haber sido forjadas entre personas cultivadas y abiertas a las corrientes intelectuales más sofisticadas del judaísmo de su época. Con ello se refiere el Prof. Fontana, claro está, al famoso componente gnóstico del Cuarto evangelio, el cual, lejos ya de las primeras y desfasadas interpretaciones de la crítica, hace tiempo que ha sido reconocido como uno más de los desarrollos del judaísmo. Con otras palabras: El Evangelio de Juan ampliado es una muestra de que la gnosis occidental es judía en principio. Por ello no es de extrañar que sus conceptos aparezcan en una obra judeocristiana como el Evangelio de Juan. Concluiremos el próximo día. Saludos cordiales de Antonio Piñero Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com b[b[
Viernes, 19 de Junio 2015
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Editado por
Antonio Piñero
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Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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