Notas![]()
Escribe Antonio Piñero
Foto: David Friedrich Strauss En mi revisión de los principios metodológicos de James G. D. Dunn que he iniciado en las postales anteriores llego a un punto en el que nuestro investigador sostiene que la figura de Jesús es de “una significación inconmensurable” (p. 37 de la obra que comentamos “Jesús recordado”, Verbo divino, 2009). Esta expresión empleada en su Introducción al tema “la fe y el Jesús histórico” supone avanzar ante el lector una propuesta, Jesús es prácticamente un únicum en la historia, no debería escribirse al inicio del trabajo, sino solo al final de la investigación, y después de las pertinentes demostraciones. No sé si no sería mejor ahorrarse todo calificativo de este estilo al principio de una obra que se pretende de envergadura histórica. Diría personalmente que, tras una mirada cautelosa a los evangelios, la figura de Jesús se parece tanto a la de un fariseo medio, un fariseo que defiende las ideas que pertenecían al fondo común del judaísmo de su momento, me parece muy difícil calificar al personaje de únicum. Opino que las ideas del fariseísmo común de su época y lugar (Israel/Palestina del siglo I de nuestra era), en todo caso, están expuestas por Jesús con el tono de un profeta que se siente en contacto directo con Dios, y que expone esas ideas con esa autoridad de un profeta. Eso lo hace distinto de un fariseo de “escuela”. Pero desde tiempos de Elías (quien actuó como profeta en el reinado de Ajab/Acab, hijo de Omrí, en eel Reino del Norte, 874-853) hubo muchos profetas en Israel, de la misma potencia espiritual que Jesús, por lo que deberían ser (si no fuese por la fe cristiana que se centra en el Nazareno) declarados también únicum, cada uno. Del mismo modo me parece que la sentencia de Dunn (p. 41) “Cada vez estoy más convencido de que es preciso analizar la búsqueda del Jesús histórico desde la perspectiva de la tensión y el diálogo entre fe e historia” puede provocar serios malentendidos entre los historiadores, ya que va unida a un concepción de la hermenéutica que tiene cierto sabor a creencia. El llamado “diálogo hermenéutico entre fe e historia” (p. 39) no me parece pertinente como principio, ya que un historiador no pude tener fe o creencias de antemano, no puede tener una tesitura que –aunque no lo desee explícitamente– pueda conducirle a tener unos pre-juicios. El historiador de hecho no sabe nada de antemano. En el caso de Jesús debe empero previamente conocer bien el judaísmo de su época y el mundo del Imperio Romano, en especial en su parte oriental. Teóricamente pues no debe estar impulsado el historiador por ningún “diálogo” con fe alguna. Si pone sus ojos en la “hermenéutica”, a su utilización en el contacto con los textos de los evangelios, y al interpretarlos con los ojos puestos en entenderlos como lo harían los primeros lectores, y si utiliza esa “hermenéutica” como método al examinar cuestiones de fe (a saber, lo que creían los autores de los evangelios), debe hacerlo con el mismo tacto que emplearía ante el estudio de cualquier otra idea, o ideología, de un personaje o situación determinada objeto de ese estudio. Tengo, pues, cierta sospecha que la “hermenéutica” esté dirigida por la fe…, aun sin saberlo. Sigue luego, en la larguísima “Introducción” de Dunn (unas 380 páginas netas), un resumen de la investigación acerca del Jesús histórico desde el Renacimiento hasta el momento de escribir su obra, hacia el 2003. Ciertamente comienza nuestro autor su historia de la investigación con los deístas ingleses y sobre todo con Herrmann Samuel Reimarus y David Friedrich Strauss, pero no tiene en cuenta los momentos trascendentales (que ciertamente pasaron desapercibidos prácticamente a casi todo el mundo) que ha puesto de relieve F. Bermejo en su obra, a saber los trabajos de investigación sobre el Jesús de la historia del judío León de Módena y del “racionalista” Martin Seidel. El análisis de Dunn es ciertamente correcto al destacar cómo Reimarus empleó, como escalpelo crítico, los criterios de “dificultad / contradicción” (“Todo lo que aparezca en los Evangelios y que vaya en contra de lo que era la fe en Jesús como Cristo divino es probablemente auténtico”; por ejemplo, el bautismo de Jesús por el perdón de los pecados que va en contra de la fe en su impecabilidad hubo de ser un hecho real”) y el de coherencia. Y lo es también al poner de relieve cómo Strauss cayó en la cuenta de que el concepto de “mito” (La expresión de una verdad religiosa por medio de una fábula cuando esta la expresa mejor que los dichos y hechos de un personaje) gobernó la confección de los evangelios. Ejemplo: la narración legendaria de la transfiguración de Jesús tiene sentido, si se piensa que esta surgió como expresión plástica de que Jesús era considerado ya divino, y si se le veía como mesías terreno era el nuevo Moisés). La transfiguración (mito) expresa una verdad religiosa (para el creyente): Jesús como exaltado al cielo y sentado a la derecha del Padre, es superior a Moisés y Elías, figuras semi divinizadas en el judaísmo de la época. Pero empieza luego a sonarme muy raro (al menos personalmente) el esquema con el que Dunn organiza a continuación la “búsqueda” del Jesús histórico posterior a Reimarus y Strauss, a saber: “El Jesús liberal” / “El Jesús neoliberal” / el “Método histórico-crítico” como conducente a un escepticismo radical / La “segunda” búsqueda / La “tercera” búsqueda. Y la razón de mi extrañeza es porque esta sistematización (repetida también en España como si fuera un dogma de la investigación) cae de lleno en el olvido de la imponente y fructífera “búsqueda” que supone la investigación fuera del área de la que se hacía en alemán (sobre todo) y luego en lengua inglesa. Es una ignorancia supina de los hechos y de autores señeros (Goguel, Loisy, Guignebert, entre otros), que ha llevado con razón a F. Bermejo –que sigue los pasos de otros investigadores– a criticar durísimamente este olvido y esta división en “búsquedas” (primera, segunda, tercera) que no tiene en cuenta en absoluto lo que iba más allá de las narices alemanas o anglosajonas. Pero esto es harina de un costal especial, que comentaremos, deo favente, en una próxima ocasión. Saludos cordiales de Antonio Piñero http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Martes, 12 de Noviembre 2019
Comentarios
Notas
Escribe Antonio Piñero
James D. G. Dunn en el capítulo 1 de su obra “Jesús recordado” (Verbo Divino, Estella, 2003; trad. española 2009) escribe que en el inicio del tercer milenio se ha producido una crisis en la utilización de los métodos histórico-críticos empleados en el estudio de los Evangelios canónicos como fuente principal para obtener de ellos resultados seguros acerca del Jesús histórico. Y añade, sin especificar más, que los estudios sociológicos “Han arrojado en los últimos tiempos abundante luz sobe los textos neotestamentarios y los orígenes del cristianismo”. Hay que incorporar, por tanto los resultados de estos estudios a la visión general del cristianismo primitivo. Y añade que el descubrimiento de los manuscritos del mar Muerto y los textos de Nag Hammadi “han socavado las antiguas ideas sobre la “aparición de un cristianismo diferenciado de su matriz judía y dentro de la amalgama religiosa existente [en] los dos primeros siglos de nuestra era en el mundo mediterráneo” (p. 29). Creo que la posición de Dunn es un tanto alarmista, quizás tendiente a justificar su trabajo acerca del Jesús recordado y los inicios del cristianismo. Estoy convencido de A) que los estudios sociológicos han valido mucho para matizar las condiciones en las que vivía Jesús, por ejemplo, los estudios sobre la Galilea del siglo I, y sobre todo la de los primeros cristianos en el ámbito del Imperio. Pero B) que no cambia absolutamente nada nuestra percepción de lo que era la figura y misión de Jesús, percepción bastante antigua por cierto dentro de la investigación independiente, fortalecida si cabe por los estudios más recientes. Esta investigación dibuja un Jesús de compleja personalidad, pero en la que priman rasgos esenciales como su religión judía; su no quebrantamiento del judaísmo; su nulo deseo de fundar religión nueva alguna; que las consecuencias que para la evolución de su teología y ética se derivan de su concepción central acerca del advenimiento inmediato del reino de Dios a la tierra de Israel; Reino aún no llegado, Reino enmarcable totalmente en las concepciones judías predominantes del siglo I en Israel; el miedo que su figura provocaba entre las autoridades judías –no en el fariseísmo piadoso del momento– por motivos de orden público; su clasificación por Herodes Antias como peligrosísimo seguidor del movimiento del Bautista, y su catalogación por las autoridades romanas como sedicioso para el Imperio –ya que su concepción de la tierra de Israel como propiedad absoluta de Yahvé, y su idea del reino de Dios que iba ser instaurado sobre esa misma tierra era absolutamente incompatible con el dominio del Imperio Romano en Palestina-Siria– dan justa razón del final de su vida en una cruz romana. Que Jesús fuera mucho, poco o casi nulamente armado (en comparación con el poderío romano) no interesaba demasiado al gobernador cuanto la potencialidad enorme de Jesús para suscitar algún movimiento popular de orden religioso-política entre los súbditos del Imperio que acabarían inevitablemente en desórdenes públicos. Que esto fue lo que llevó a los romanos a detenerlo, juzgarlo y condenarlo a la muerte en cruz, como sedicioso contra la autoridad de Tiberio, probablemente con un par de seguidores, queda igualmente en pie… y en nada es quebrantado por los nuevos estudios sociológicos. En nada. Tampoco los descubrimientos de manuscritos del mar Muerto sacuden la imagen de Jesús y de sus inmediatos seguidores. Por mucho que se empeñan algunos, no se “caen los palos del sombrajo” que sostienen la fe de los seguidores de Jesús con los “nuevos” (hoy ya añejos) descubrimientos de textos judíos entregados a nosotros in intermediarios…, textos –algunos de ellos– procedente de al menos un siglo y medio antes de la era cristiana, y oros muy cercanos a los años en los que vivió Jesús. Nada cambian estos textos nuestra visión esencial acerca de Jesús o su movimiento primigenio, salvo la discusión –ya perfectamente asimilada en sus resultados esenciales– sobre en qué grado se acercaba la teología de Jesús a la de los esenios / qumranitas / henóquicos, o en qué grado se alejaba y podría ser un tanto peculiar; si Jesús era un fariseo independiente, galileo, o del tipo predominantemente shammaíta o bien más cercano a los esenios en algunos puntos como su negativa al divorcio. Desde luego estos textos el mar Muerto han contribuido en tal grado a conocer el plurifacetismo, o mejor a fortalecer la idea del plurifacetismo del judaísmo del siglo I, que hoy no nos extrañamos de nada si hay profundas divergencias entre las “escuelas” de pensamiento judío del siglo I. Pero en el fondo ya lo sabíamos, porque casi es imposible encontrar más diferencias esenciales entre un fariseo piadoso, uno de los haberim (“compañeros”) y los saduceos que mandaban en Jerusalén. Y, sin embargo, los dos se consideraban perfectamente judíos y los dos pertenecientes al mismo pueblo elegido y miembros de la alianza de Dios con Abrahán. Mil matices y enriquecimientos concretos se han añadido a nuestro conocimiento, pero lo esencial lo sabíamos ya. Por tanto, con la mente puesta en el Jesús histórico, cabe hacer de los manuscritos del mar Muerto, la siguiente valoración: 1. No hay nada en los manuscritos que se refiera a Jesús y al cristianismo primitivo 2. Los manuscritos ayudan a caer en la cuenta que ciertos judíos del siglo I contaban con la posibilidad de que el mesías fuera una entidad tan apoyada por Dios que podría considerarse semicelestial. 3 El gran valor de los manuscritos radica en la riqueza de datos que ayuda mucho para entender mejor el mundo teológico en torno a Jesús. 4 Los manuscritos del mar Muerto nos obligan a pensar que la transmisión dela Biblia hebrea es distinta y más flexible a la que pensábamos hasta ahora. Dentro de decenas cambiará el texto de algunos libros de la Biblia hebrea. Pero eso no afecta a los orígenes del cristianismo. Y respecto a los textos de Nag Hammadi: hubo alguna sacudida con la insistencia de J. M. Robinson, H. Köster, J. D. Crossan en el uso de los evangelios apócrifos para determinar algunos dichos de Jesús. Es cierto: por todas partes se ve como se cita el Evangelio “gnóstico” de Tomás, o el Evangelio de Pedro y alguno que otro fragmento papiráceo más para completar o robustecer lo que sabíamos de los dichos de Jesús. Pero hoy día se ha vuelto a una posición más ecuánime, y estos evangelios apócrifos sirven más para confirmación de lo que sabíamos de los dichos de Jesús por el estudio crítico de los Sinópticos, que para aportar datos nuevos y significativos sobre Jesús. No creo que el aporte de los nuevos estudios sobre evangelios apócrifos haya variado ni un milímetro la visión que tenía la investigación independiente sobre el Jesús histórico. Opino que no se han impuesto en el común de la investigación ninguno de os hallazgos sobre una nueva impostación de la figura de Jesús más sapiencial y menos apocalíptica, menos profética y más magisterial, gracias a los nuevos estudios sobre la aportación de los evangelio apócrifos más importantes al conocimiento del Jesús histórico. Sobre el plurifacetismo del cristianismo primitivo (igual al de su religión hermana el judaísmo), sobre su gran variedad y riqueza, tampoco hay variación sustancial sobre la que ya sabíamos en nuestra percepción de esa variedad, desde que cualquier idea al respecto quedara ya súper reforzada para quien haya leído una obra tan añeja como la de Walter Bauer, “Rechtgläubigkeit und Ketzerei im frühen Christentum” de 1933 (hay versión inglesa de 1934 “Orthodoxy and Heresy in Earliest Chrisianity” de 1934 = “Ortodoxia y herejía en el cristianismo primitivo”). No nos detenemos ahora en la “crisis” en el empleo de los criterios para la búsqueda del Jesús histórico, porque los más críticos con ellos sólo han conseguido añadir matices, o bien cambiar el aspecto de alguno de ellos por otros criterios mucho más problemáticos, por ejemplo, el uso de la “plausibilidad intelectual” de G. Theißen que pretende sustituir al uso de otros criterios como el de dificultar o coherencia. Opino que este criterio –que utiliza ante todo el concepto de la inserción de Jesús en las coordenadas de su momento histórico–, más que un instrumento o criterio de discernimiento por sí mismo es una norma complementaria que da verosimilitud a lo conseguido por otros criterios ya bien establecido (no me extiendo más; véase “Aproximación al Jesús histórico, Trotta, 3ª edic. de 2019, 207-219). En fin: sostengo que las prometidas aportaciones sociológicas y los estudios del mundo judío (Manuscritos del mar Muerto) y sobre evangelios apócrifos no nos han hecho cambiar los rasgos esenciales de la figura y misión del Jesús histórico que teníamos ya hace más de treinta años. Saludos cordiales de Antonio Piñero http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Domingo, 3 de Noviembre 2019
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Foto: El evangelista Marcos
Escribe Antonio Piñero Sigo con el comentario al método descrito, y empleado por James D. G. Dunn en su búsqueda del Jesús histórico en su libro “Jesús recordado” (Verbo Divino, Estella 2009), pp. 25 y siguientes. El interés de nuestro autor es “dirigir la atención a los datos básicos” que son casi siempre textos escritos. Y afirma: el objetivo preciso es tener en cuenta si una “tradición específica puede remontarse a Jesús”. Este propósito es laudable e indispensable; nadie puede ponerlo en duda. Aquí pone de relieve Dunn un punto de vista para él importante: el análisis de esas tradiciones debe concentrarse en la impresión que ellas causaron en los primeros discípulos. Aquí me surge la primera duda: si el interés apunta hacia el Jesús histórico, ¿por qué concentrarse –de entrada; no en un momento posterior– en la impresión causada por Jesús, y no en lo que dijo o hizo ese mismo Jesús independientemente de la impresión causada? Una cosa es lo que uno dice y otra cosa es cómo –por las circunstancias, o por lo que se– lo entienden, (mejor lo “perciben”) los demás, percepción que puede ser errónea por principio, por circunstancias diversas. Es correcto, sin embargo, la intención del autor de dejar aparte –para los fines concretos de escribir este libro sobre Jesús– los libros que se titulan “Comentarios” a los Evangelios (se supone porque contienen muchas valoraciones teológicas), y concentrase en la investigación acerca de las tradiciones. Aquí cita Dunn sus tres libros de cabecera (¡aunque son “Comentarios”!): W. D. Davies- D. C. Allison para Mateo; Rudolf Pesch para Marcos, y Josef Fitzmyer para Lucas. Conozco las tres obras. Mis respetos sobre todo para la primera; mis reservas para las dos siguientes, ya que son muy confesionales…, con cierto sesgo en mi opinión. Afirma luego Dunn que no “hay que dudar en plantear preguntas históricas relativas al origen de esas tradiciones”. Estupendo. Pero no entiendo lo que sigue: Hay que dejar para un volumen posterior la cuestión de “cómo funcionan las tradiciones dentro de cada Evangelio”. Aquí tengo una dificultad seria. En primer lugar, porque al examinar el volumen siguiente (“Comenzando desde Jerusalén”, tomo II / Volumen I) ), y aunque encuentro el planteamiento claro del problema al intentar A) definir los términos de la investigación (por ejemplo, que se entiende por “iglesia primitiva”, por “cristianismo”, por “judeocristianismo”; y B) al plantearse la cuestión del tránsito del Jesús histórico al modo cómo Pablo de Tarso lo interpreta (“De Jesús a Pablo”; El Jesús de la historia frente al Cristo de la fe”, sostiene Dunn que el “Debate sobre continuidad y discontinuidad entre el Jesús prepascual y el Cristo postpascual, entre el mensaje del primero y el “evangelio” del segundo, avanza y retrocede a los largo de los siglos XIX y XX sin que haya ganancias significativas”, es decir, todo dudas ( p. 55 del Tomo II / Vol. I, de 2012). No lo entiendo, porque –opino– que sí hay avances significativos que Dunn, desde su punto de vista de creyente no quiere reconocer. Me explico: respecto al problema planteado –Jesús de la historia/ Cristo de la fe– creo que está muy claro para la investigación independiente cuál es la solución al dilema al respecto planteado por Josef Klausner (judío lituano que se trasladó a Palestina hacia 1919) en su obra “Jesús de Nazaret: su vida, época y enseñanza” (el original está en hebreo; hubo traducción inglesa de la editorial G. Allend, Londres 1925 y en español por vez primera en la editorial Paidos Ibérica en 2016), a saber, “Cómo se explica el que, por una parte, deba situarse totalmente a Jesús dentro del judaísmo de su tiempo y, por otra, que el movimiento basado en su vida y predicación (Dunn con Sanders emplea los incorrectos vocablos ‘fundado por él’, pues Jesús no fundó nada, ni lo intentó siquiera; en todo caso hay que decir, basado en la interpretación de su persona) acabara rompiendo con el judaísmo”. La solución me parece muy clara y está vista desde inicios del siglo XIX que supone las afirmaciones siguientes: A) Hay un abismo infranqueable entre el Jesús histórico y la interpretación de Pablo de Tarso de su figura y misión. Y, B), todas las presuntas tradiciones primitivas sobre Jesús se han transmitido en griego, con cambios y en la mayor parte desconexas y aisladas de su contexto, y todos los evangelistas que las trasmiten tienen ya un patrón mental previo (como unas gafas delante de sus ojos): son discípulos de Pablo en el sentido de que lo básico de esa figura y misión esta visto desde el punto de vista paulino (la muerte de Jesús voluntariamente aceptada; designio eterno del Padre; sacrificio sangriento que perdona todos los pecados del mundo)…, afirmación que Dunn no acepta. Por eso sostiene que el sentido de la impresión de Jesús sobre sus discípulos es en la mayor parte de los casos igual a lo que quiso, dijo e hizo el Jesús histórico; y que la transmisión de muchos dichos y hechos de Jesús no se ha visto afectada por la fe postpascual de los discípulos. Y es aquí donde insisto en que disiento radicalmente de James G. D. Dunn. Y aunque también muchos no quieran admitirlo, fue G. Puente Ojea el que más contribuyó en poner de relieve el principio que considero verdadero a propósito de la tesitura mental de los evangelistas: “El Cristo de la fe se superpuso sobre el Jesús histórico ya en el primer Evangelio, el de Marcos, lo cual mudó o alteró la presentación de las tradiciones. Y la estructura y pensamiento esencial de este evangelista fue admitido por los tres restantes evangelistas canónicos”, con lo cual… adolecen del mismo “defecto” o perspectiva, como quiera llamarse. En el trasfondo de todo o que transmiten ven a Jesús no ya como un ser humano sino el Hijo de Dios celestial. La obra básica al respecto de Puente Ojea se llama “El mito de Cristo” y es accesible en la editorial Siglo XXI, del 2000.; 3ª edición 2013. Como Puente Ojea era a veces un gran insultador, y a veces también su estilo era enrevesado y un tanto críptico para los no iniciados, mucha gente rechaza sus argumentos. Creo que hay que dejar aparte el estilo, a veces agresivo, o difícil, del autor y concentrarse en los argumentos. Más razones y menos sentimientos. Pero no voy a seguir por este camino ahora. Esta discusión ha sido abordada ampliamente en mi comentario a la obra de Dunn que pronto se verá publicado electrónicamente por Trotta, Madrid. Volveré a ello, si lo creo conveniente, una vez que me haya concentrado más en la crítica del método del primer volumen “Jesús recordado”. Y si no quedara clara mi argumentación, la explicitaré todo lo que pueda. Saludos cordiales de Antonio Piñero http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Domingo, 27 de Octubre 2019
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Escribe Antonio Piñero
Adelanto aquí la –que creo– próxima salida de la segunda parte de “Aproximación al Jesús histórico” en Trotta, Madrid (crítica bastante detallada, constructiva, de las obras de autores que abordan el tema del Jesús histórico en lengua castellana) en formato digital. Los autores tratados en esta segunda parte son los siguientes: A. Aproximaciones teológico-históricas 1. El Jesús de Senén Vidal (2003-2006) 2. El Jesús de Sean Freyne (2004) 3. El Jesús de José Antonio Pagola (2007) 4. El Jesús de James D. G. Dunn. Judeocristianismo y paulinismo (2009) 5. El Jesús de Rafael Aguirre – Carmen Bernabé – Carlos Gil Albiol (2009) 6. El Jesús de Gerhard Lohfink (2013) 7. El Jesús de Javier Gomá (2013) B. Aproximaciones histórico-críticas 1. El Jesús de Paul Henry Dieterich, Barón D’Holbach (1770 / 2013) 2. El Jesús de Gerd Theissen y Annete Merz (2006) 3. El Jesús de José Montserrat Torrents (2007) 4. El Jesús de Gonzalo Puente Ojea (1974-2015) 5. El Jesús de Fernando Bermejo (2006-2018) 6. El Jesús de John P. Meier (1994-2018) 7. El Jesús de Antonio Piñero (2018). Es posible que pasado un cierto tiempo se edite la versión digital del libro entero de “Aproximación al Jesús histórico”; por tanto con la parte publicada en papel, más la crítica detallada de los autores mencionados, lo cual hace que el volumen se acerque a las 560 páginas. A este propósito he vuelto a releer las casi 400 páginas que James D. G. Dunn dedica a “temas introductorios” al estudio del Jesús histórico. Es tan amplio el texto que obviamente no puede someter a reseña su integridad en “Aproximación”. Esta relectura ahora me ofrece la oportunidad de volver sobre algunos temas interesantes de método…, la eterna cuestión de si “Debemos fiarnos de los Evangelios”, sí o no, o en qué grado y por qué, sin caer en la arbitrariedad, el voluntarismo, la falta de método o de lógica, etc. El primer tema que me llama la atención, aunque en parte positivamente y en parte no, que el título general de una sección dedicada por Dunn al estado de la investigación sobre el Jesús histórico hasta sus días, se titule, toda ella, “La fe y el Jesús histórico”. Hay aquí –y es de agradecer–mucha sinceridad por parte de Dunn al plantear la cuestión. Opino que J. A. Pagola daba de hecho gato por liebre a sus lectores (no sé si conscientemente o no; le supongo buena voluntad) al afirmar en su libro varias veces y con rotundidad que su libro no era un intento de explicación teológica o piadosa sino una rigurosa aproximación histórica. Ahora bien, tras leer el libro detenidamente, descubrí que no era tal cosa, puesto que su pretendida obra de rigurosa historia contenía muchísima –y mera– teología encubierta. Dunn, por el contrario, muestra sus cartas desde el principio. Su libro –“Jesús recordado”; Estella, Verbo Divino 2009 (original de 2003)– presenta un enfoque “desde un ángulo histórico y también teológico” (p. 21). Nada que objetar en principio, ya que se es sincero. Pero para un historiador que procura ser independiente y que intenta en lo posible una objetividad histórica acerca del personaje Jesús, este planteamiento no es satisfactorio. Y lo iré mostrando a lo largo de esta miniserie con algunas observaciones metodológicas acerca del texto de Dunn. Pongo un primer ejemplo de lo que considero una perspectiva radicalmente equivocada de la historia del cristianismo primitivo: afirmar que Pablo de Tarso es “probablemente el primero y más influyente de todos los teólogos cristianos en virtud de la inclusión de sus cartas en el canon (de escritos sagrados cristianos)” me parece un radical desenfoque histórico. Me explico: parece que es absolutamente cierto que no hay ningún canon de primitivos escritos cristianos sagrados que no contenga desde su mismo principio las cartas de Pablo. Muy probablemente el canon comienza simultáneamente ya a finales del siglo I con la consideración como canónico del material sobre Jesús que se puede denominar “material sinóptico”, a la vez que se tiene como igualmente canónico el material de las cartas de Pablo, que –muy probablemente– en los inicios mismos del siglo II sufre un fuerte tratamiento editorial para difundirlas ampliamente entre las diversas comunidades de cristianos del Mediterráneo oriental, más Roma. Este hecho se demuestra por la existencia de 2 Pedro (carta que cita ya a Pablo globalmente como autoridad en 3,15), de la Doctrina de los Doce Apóstoles, o Didaché, que por la misma época contiene ya claras alusiones al Evangelio de Mateo sobre todo, y de las epístolas de Ignacio de Antioquía (base hacia el 110; pero editadas más tarde; con glosas y textos espurios), personaje que conoce casi de memoria 1 Corintios. Estamos, pues, ante este hecho entre el 130-140. Es cierto que Justino Mártir (hacia el 150), en sus Apologías I y II, contiene ante todo alusiones a Mateo especialmente, y también a Lucas, además de abundantes indicaciones del uso de Isaías y otros profetas. Y en el “Diálogo con Trifón”, aparte que el material usado es ante todo el de la Biblia común de judíos y judeocristianos, la Biblia Hebrea, tampoco faltan alusiones a Mateo y Lucas. Pero lo que Dunn parece olvidar que todo este material sinóptico, tan tempranamente citado estaba totalmente recogido en lengua griega, no aramea, y que tanto los cuatro evangelistas (como el mismísimo Apocalipsis de Juan, con lo judío que es) tienen una interpretación de la muerte y resurrección de Jesús totalmente paulina. A saber, que esta muerte fue el efecto de un designio eterno del Padre que entregó a su hijo para que su sacrificio cruento en la cruz borrara los pecado del mundo; aparte de que los intentos de divinización de Jesús aparecen ya subterráneamente en Marcos, más claro en Mateo y Lucas y clarísimo en el Apocalipsis. Y todo eso es paulino. Un paréntesis: sostener como hace un cierto “estudioso” (de cuyo nombre no quiero acordarme) la tesis de que se crea el cristianismo en el 303 por obra y gracia de Eusebio de Cesarea, quien escribe el Nuevo Testamento casi de cabo a rabo, es un imposible. Me parece un solemne disparate, pues no tiene en cuenta este hecho de las abundantes citas desde el primer cuarto del siglo II, y menos aún que hacia el año 200 tenemos un conjunto de papiros fragmentarios que entre unos y otros contienen todo el Nuevo Testamento enterito… ¡cien años antes de que –según esta peregrina teoría– lo compusiera Eusebio de Cesarea, quien dejó –se sostiene además– como indicio de su fechoría (Eusebio sería un súper falsario de tomo y lomo) unos misteriosos acrósticos dentro de los textos “neotestamentarios”. Esta teoría lo enreda todo. Y otra cosa: si a un físico le dicen que la tesis defendida en un presunto libro “científico” es la “demostración” de que la tierra es plana, o de que está quieta y que el sol gira en torno de ella… ¡no necesita leer ese libro! No se puede acusar a los científicos de ignorantes por no leer libros que contienen hipótesis absolutamente imposibles. No darían abasto… no podrían trabajar. Así pues, y volviendo al tema principal de esta comunicación, mi conclusión respecto a la afirmación de Dunn sobre las cartas de Pablo y su valor teológico por haber sido incluidas en el canon es: nuestro autor tiene una percepción que creo radicalmente equivocada de por qué Pablo es el teólogo más importante del cristianismo primitivo. Y la prueba es: no existe ninguna “entidad”, grupo o iglesia en ese cristianismo antiguo (desde luego no era ninguna “Gran Iglesia” petrina, que acoja en su canon previo –por hipótesis– de escrituras sagradas las cartas de Pablo, las incorpore a esa lista y les otorgue así importancia teológica. Insisto en que este punto de vista es erróneo. En realidad la “Gran Iglesia” paulina acoge en su seno a los que puede acoger, aún con dificultades (como la Epístola de Santiago; Mateo en parte o el Apocalipsis mismo) y expulsa fuera al resto, como los Evangelios gnósticos del siglo II. Y, atención, el inventor de la “Gran Iglesia”, denominada “Iglesia de Dios”: Carta a los trallanos 2,3; título de la Carta a los filadelfios, o bien “Iglesia de Jesucristo”: Carta a los efesios 5,2; o “Toda la Iglesia”, es Ignacio de Antioquía, un personaje de teología totalmente paulina. Me cuesta entender este desenfoque tan radical en la historia del cristianismo primitivo por parte de un autor tan “leído y escribido” como es James G. D. Dunn, cuya obra merece la pena ser leída (en español gracias a la versión de Serafín Fernández Martínez, para Verbo Divino). Una palabra más a este propósito: estará de acuerdo Serafín conmigo –su obra es meritoria pues ha traducido muchísimo más no dolo de Dunn, sino también de J. P. Meier– que en esta primera traducción todavía se notan rastros de la lengua inglesa, como el abuso de la pasiva y a menudo un orden extraño de palabras; eso ha mejorado en los siguientes volúmenes). Y decía ya Fray Luis de León que en las versiones al español, esta lengua ha de fluir con su natural gracia y donaire sin que se perciba que se trata de una traducción. Saludos cordiales de Antonio Piñero http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Domingo, 20 de Octubre 2019
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Hoy escribe Antonio Piñero
Finalizamos hoy la serie acerca de los ritos de paso en el cristianismo primitivo. Afirmamos que Pablo –consciente de la necesidad de atraerse conversos en los «caladeros» más fáciles, a saber, de gentes con mentalidad afín a lo que él predicaba– defendía como base de la espiritualidad de su unión con el Mesías en la celebración simbólica de la Última Cena, una noción muy parecida a otra propia suya, aunque inspirada en el concepto de unión de los ciudadanos de una ciudad helenística dentro de la filosofía estoica, la del cuerpo místico de Cristo. Formar parte simbólica y místicamente del cuerpo del Mesías supone una participación incluso en sus sufrimientos en el marco de una religiosidad que en puntos concretos era similar a la espiritualidad mistérica en general, a saber, que el ser humano debía participar de la peripecia vital del dios salvador para garantizarse la salvación. Y esto es lo que denominamos «misteriosofía», o espiritualidad misteriosófica, que se respiraba por aquel tiempo como una atmósfera general entre gentes ansiosas de asegurarse la salvación. Y Pablo lo sabía bien como ciudadano de Tarso. El Apóstol postulaba enérgicamente que la comunión mística del creyente con el Mesías era diferente e infinitamente superior a cualquier otro tipo de espiritualidad pagana. O mejor, que tal espiritualidad, tan ampliamente extendida, nada valía en comparación con la que él ofrecía, interpretando lo que la tradición le había contado acerca de una última cena del Mesías con sus discípulos antes de morir. Su contraposición de esta unión con la que ofrecían los misterios (por ejemplo, la de iniciando con Perséfone en la noche final de la iniciación) era como el valor del sucedáneo respecto a lo auténtico. La única efectiva era la participación eucarística en la peripecia vital y la comunión con el Mesías redentor y salvador del mundo, participación no sólo de los judíos sino también de los gentiles, pues la otra, la ofrecida por los predicadores de Deméter en Eleusis, Dioniso (bacantes), o Isis, por ejemplo, no era más que la sombra inane de la verdadera iniciación y comunión con el Mesías. El creyente lograba entrar en unión mística, pero verdadera, con el Cristo gracias a la ingestión del pan y del vino que representaban simbólicamente –esto es lo máximo en lo que podía pensar un judío genuino como Pablo– el cuerpo celestial del agente divino ya exaltado junto a Dios. Este tipo de espiritualidad «en y con Cristo» podría satisfacer sin duda más a los aficionados a los cultos de misterio que a los temerosos de Dios, aunque a ellos tampoco les desagradaría. Respecto a esta comprensión de 1 Corintios 11,23 («Porque yo recibí del Señor lo que os transmití») no como «refección» por parte de Pablo de una tradición comunitaria que procedía de Jesús, sino como una revelación divina a él mismo, hay una enorme discusión, que en el fondo no es más que apologética por parte de algunos: la perentoria necesidad de adscribir la institución de la eucaristía al Jesús histórico y no a una mera interpretación paulina de una cena de despedida de sus discípulos con Jesús. La cena fue real y la celebró un Jesús consciente de que se había metido en la boca del lobo, que sabía perfectamente que su vida corría un gran peligro y en la que llegó a afirmar que si lo mataban, no cenaría de nuevo con ellos hasta que hubiera resucitado (como otros justos) para participar en el futuro reino de Dios . Ahora bien, parece totalmente inverosímil que la interpretación paulina de esta Última Cena dentro del marco de la misteriosofía helenística pueda ser achacada al Jesús histórico y no a Pablo mismo. Aparte de que roza continuamente el tabú judío de la ingestión de la sangre, aunque sea simbólica, esta exégesis habitual de la cena postrera del Maestro es inverosímil dentro del contexto judío general y más en el de un Jesús que acababa de presentarse triunfalmente en Jerusalén como el mesías de Israel y que había “purificado” a continuación el Templo. Con estas dos acciones daba muestras sobradas por un lado de su interés políticoreligioso por Israel, y por otro, de que –aunque de momento la considerara corrupta– estimaba considerablemente la función de la institución del santuario dentro de su judaísmo, en el cual este tipo de espiritualidad «corintia» no tenía cabida alguna. La eucaristía paulina, pensada solo para paganos creyentes en el mesías que no tienen acceso al templo de Jerusalén, rompe con la función expiatoria de ese Templo (especialmente en la versión de los evangelistas), lo cual es impensable en el judeocristianismo histórico. La interpretación de Pablo de una cena de mera despedida es, pues, la de un rito de continuidad, no judío, de memoria viva del Mesías, de verdadera comunión con él «hasta que viniera de nuevo» inmediatamente. Más tarde, este rito simbólico será entendido por los evangelistas como un recuerdo o repetición espiritual del sacrificio de la cruz por el “perdón de los pecados”. Así incoativamente en Mc 10,45 («Dar su vida como rescate de muchos») y 14,24: («Y les dijo: “Esta es mi sangre de la Alianza, derramada por muchos”»). Mt 26,28 precisa el pensamiento de Marcos cuando hace decir a Jesús: «Pues esto es mi sangre de la alianza, vertida por muchos para perdón de los pecados»). Ahora bien, esta interpretación de los sucesores de Pablo de la Última Cena como repetición simbólica de un sacrificio sangriento no es paulina propiamente, pues esta es solo de rememoración y comunión. Sin embargo, el pensamiento de Pablo dará pie, por cierta lógica interna, a que sus seguidores interpreten que el sacrificio en la cruz del Mesías por los pecados (paulino) es un sacrificio único (Hebreos 10,14), que por tanto rompe por completo con el sistema sacrificial del judaísmo en el Templo (no paulino) y que sólo puede repetirse mística pero realmente en la rememoración de la Cena. Y como la interpretación paulina de la Última Cena tenía un sentido misteriosófico, unitivo, de comunión mística con el Mesías celeste, nos parece que no significaba, en la mente de su autor, romper con el marco de la expiación judía, que va por otros senderos mentales. Insisto en una verdad elemental: es una interpretación concebida solo para paganocristianos. Si fuera una tradición procedente de Jesús solo sería posible su conservación y transmisión en la comunidad judeocristiana de Jerusalén, totalmente judía, dirigida por Pedro y luego por Santiago. En ese ambiente judío es absolutamente impensable, sin embargo, aparte de que tanto Hechos de apóstoles como la Didaché demuestran no tener ni la menor idea de la existencia de ese rito en el judeocristianismo. La versión de los evangelistas sinópticos, comenzando por Marcos, une a la idea misteriosófica de Pablo de la Última Cena un estrato escatológico en el que se habla de la despedida de Jesús de sus discípulos –muy probablemente histórico en su sustancia– a quienes dice que no beberá del fruto de la vid hasta aquel día en que lo beba de nuevo en el reino de Dios (Mc 14,25). Esta idea, junto con la noción de que la muerte de Jesús fue sacrificial y por el perdón de los pecados (nociones también propias de Pablo, pero no pensadas por él en relación con la Última Cena), transforma profundamente lo que pretendía Pablo transmitir a los gentiles corintios. Podría decirse en todo caso que en la mente de Pablo, orientada hacia los gentiles normalmente alejados del santuario de Jerusalén, no obligados a participar de sus sacrificios ya que la era mesiánica los había declarado libres de la ley temporal y específica de los judíos, esta comunión con el Mesías sustituía místicamente a la espiritualidad general de la participación en los ritos del templo de Jerusalén. Para los paganos de Corinto, convertidos al Mesías, podría tener este significado suplementario: la sangre de los sacrificios del templo de Jerusalén, tan lejano, había sido sustituida para ellos por la sangre simbólica del Mesías, el vino eucarístico. Pablo no pondría en duda el valor del Templo para los judíos, pero lo relativizaría para los gentiles conversos. Por ello no nos parece apropiado que en la teología confesional, movida por el deseo semiconsciente de negar que Pablo fuera el inventor de esta interpretación misteriosófica audaz, se intente retrotraer este sentido de la Cena al Jesús histórico mismo y a una tradición de la iglesia anterior a Pablo. Esta iglesia podría ser solo la jerusalemita, intensamente judía, la única que podía saber algo del suceso y del significado mismo que habría formado una tradición a partir de acciones de Jesús en las que algunos miembros de ella, los apóstoles, habrían participado directamente. Pienso que esta interpretación no cabría en su pensamiento sobre Jesús ni en sus mentes judías tan alejadas aquí del helenismo normal. Pero, consecuentemente también, cuando Pablo, por revelación, pone en boca de Jesús que su sangre es la sangre de una “nueva alianza”, no puede entenderse de ningún modo como lo hará el cristianismo posterior: una alianza tan radicalmente nueva (cuya base será el conjunto del “Nuevo Testamento” o “Nueva Alianza”) que declarará obsoleta, periclitada, a la “antigua”. Más bien hay que entenderla en la línea profética de Jeremías y de Ezequiel: renovación de la “antigua” en tiempos mesiánicos En síntesis: el judeocristianismo, por oposición a otros grupos judíos pero junto con los esenios, tenía ya su rito de entrada, el bautismo, que significaba simbólicamente el perdón de los pecados pasados y el ingreso en una vida pura y recta para aguardar el retorno del Mesías. El paganocristianismo, proclamado por Pablo en principio solo para los gentiles que se convertían a la fe del mesías de Israel y del mundo, tenía dos ritos de paso complementarios entre sí: el bautismo y la eucaristía. Los dos ritos se comprenden muy bien si se insertan en la oferta de salvación que, de parte de Dios, hacía Pablo a los gentiles, en concreto y especialmente a los «temerosos de Dios» y a los adeptos de los cultos de misterio. El profundo significado del bautismo era el de morir al pecado y resucitar con el Mesías a una vida gloriosa y eterna. Era el paso del dominio del Diablo al del Cristo celeste. Este sentido encaja perfectamente con la mentalidad misteriosófica del helenismo que postulaba una posible unión con la divinidad, si se cumplían ciertos ritos. Entendido así, supone ya el perdón previo de los pecados por la conversión y adquiere un plus de significado mucho más profundo, aunque se une al bautismo de Juan Bautista, el cual en el fondo era también un signo de pertenencia al grupo que estaba ya preparado para la venida del Reino. La eucaristía se enmarca igualmente en la misteriosofía de los cultos de misterio y en la religiosidad mística de lo más elevado del paganismo y supone un rito que expresa simbólicamente la unión más estrecha y profunda con el Mesías, que garantiza la salvación y la inmortalidad. Según la entiende Pablo está orientada en principio solo para los paganocristianos. El tabú de la sangre, la unión mística con el Mesías y la función de alianza nueva para el perdón de los pecados –que elimina la función expiatoria y sacrificial del Templo de Jerusalén– tal como la presentan los evangelistas, es profundamente antijudía, e imposible de entender en el judaísmo de la época y en cualquier otro. Por tanto, tal intelección de ese rito no procede del Jesús histórico, sino –según Pablo mismo– de una revelación hecha por Dios a él mismo. Tampoco es posible una interpretación judeocristiana de la misma por los mismos motivos antijudíos, y porque Hechos de apóstoles y la Didaché desconocen por completo una eucaristía concebida como lo hacen Pablo y sus sucesores, los evangelistas en este caso. Saludos cordiales de Antonio Piñero www.antoniopinero.com
Lunes, 14 de Octubre 2019
Notas![]()
Escribe Antonio Piñero
Los textos básicos son 1 Cor 10,16-18 y 11,23-26, que conviene tener presentes: «La copa de bendición que bendecimos ¿no es comunión con la sangre de Cristo?; el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo?17. Porque siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan18. Fijaos en el Israel según la carne. Los que comen de las víctimas ¿no están en comunión con el altar?». «Porque yo recibí del Señor lo que os transmití: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan24, y después de dar gracias, lo partió y dijo: “Éste es mi cuerpo por vosotros; haced esto en recuerdo mío”25. Asimismo también la copa después de cenar diciendo: “Esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío”26. Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga27. Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente será reo del cuerpo y de la sangre del Señor». El sentido general de la interpretación de la Última Cena de Jesús con sus discípulos, transmitida por Pablo, es que la ingestión de vino y pan en comidas comunitarias, celebradas en rememoración de la cena del Señor antes de su prendimiento, representa una participación, o mejor identificación real aunque místico-simbólica, del creyente con el Mesías, como indica 1 Cor 10,3-4 que había ocurrido ya con los israelitas en el desierto como «tipo» de la eucaristía del final de los tiempos, sería el «antitipo», o cumplimento de lo que se anticipa en el «tipo»: «Todos (los israelitas que caminaban por el desierto) comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo». En la eucaristía, el creyente evoca al Mesías en su acto trascendental redentor, la muerte, y a la vez anticipa espiritualmente su venida (11,26: «Anunciáis la muerte del Señor hasta que venga»). El Mesías, como ser humano corpóreo, aunque ya espiritual (1 Cor 15,43: «Se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual»), a través del pan y del vino, se hace presente simbólicamente entre los miembros de la comunidad. La unión con el Mesías en la interpretación paulina de la Última Cena es tal que no es compatible en absoluto con cualquiera otra unión: «La copa de bendición ¿no es comunión con la sangre de Cristo?; el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan… No podéis beber de la copa del Señor y de la copa de los demonios. No podéis participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios. ¿O vamos a provocar los celos del Señor?» (1 Cor 10,16-22). Es una unión tan íntima que su rompimiento provocaría celos en el Señor mismo. La participación del cuerpo de Cristo en la celebración eucarística es para Pablo absolutamente superior a cualquier tipo de participación que los que aún siguen siendo paganos puedan tener con sus divinidades: «Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese cada cual y coma así del pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el cuerpo come y bebe su propia sentencia». (1 Cor 11,27-29). El sentido de una cena, con estas características de unión/participación con una entidad ya divina como Resucitado y Exaltado, y una comunión con el Espíritu del Mesías (indirectamente en 2 Cor 13,13 y Flp 2,1) es totalmente ajeno a la mentalidad judía del siglo I, y en la de antes y después: ingerir místicamente el cuerpo del Mesías para hacerse uno con él es anómalo, sumamente extraño en el judaísmo: tal fusión con el mesías no existe en el judaísmo. En verdad, el significado de la Cena del Señor, según Pablo, que este proclama a sus lectores altamente espirituales de Corinto, solo encuentra una analogía efectiva dentro del Mediterráneo oriental del siglo I en las comidas sagradas presididas por un dios. Por ejemplo, Anubis («Las comidas de Anubis»), en las que el comensal se unía místicamente al dios, o bien en la ingestión del cabrito troceado vivo, sangrante, en la bacanales dionisíacas, que significaba una unión cierta de la bacante/ménade con el dios Dioniso / Baco, o quizás también en la ingestión del ciceón –bebida a base de agua, harina de cebada y poleo– en los misterios de Deméter y Perséfone, que suponía cuanto menos una cercanía extrema a la divinidad que moría en invierno y resucitaba en primavera. En el caso de Perséfone es posible que la comparación sea imperfecta ya que al parecer la ingesta del ciceón era anterior al día de la iniciación propiamente tal. Por ello es posible que la bebida no contuviera solo la idea de unión con la divinidad –que sí la tenía de todos modos–, sino ante todo de preparación y manifestación del paso del ámbito normal de la vida del creyente al de la diosa, generadora de los cereales, y de la participación en su peripecia vital de «muerte y resurrección» sui generis. De cualquier manera el iniciando se sentía íntimamente unido a la diosa. No parece una casualidad que la explicación de la Última Cena se encuentre en la Primera carta a los corintios, habitantes de una ciudad en la que la religiosidad de los cultos de misterios, el contacto espiritual con la divinidad y una cierta atmósfera que podríamos denominar «protognóstica», podría ser moneda corriente entre aquellos inclinados a tal tipo de espiritualidad. Pero de ningún modo esta afirmación significa que propongamos que la interpretación de la «Cena del Señor» ofrecida por Pablo a sus lectores de Corinto esté influida, ni mucho menos conscientemente copiada de la «misteriosofía» de los cultos de misterio. Hemos afirmado anteriormente que nada nos permite afirmar que Pablo calcara con todo propósito el sistema de tales cultos. Esta formulación estaría totalmente alejada del pensamiento genuino del Apóstol. Saludos cordiales de Antonio Piñero http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Domingo, 6 de Octubre 2019
Notas![]()
Escribe Antonio Piñero
Seguimos con el tema iniciado en la postal anterior. Hay otra rama importantísima en el cristianismo primitivo que surgió ante todo de la predicación independiente de Pablo de Tarso. Él mismo nos cuenta que después de la llamada divina (no conversión al cristianismo, que aún no existía) que le hizo pasar de perseguidor del judeocristianismo a compartir las ideas de estos sobre la mesianidad de Jesús; de pasar unos tres años de retiro, junto con los inicios en la proclamación del mesías Jesús; de convivir unos catorce años de estancia con el grupo judeocristiano, pero de lengua griega, de Antioquía de Siria y de participar en su revolucionaria idea de proclamar la mesianidad de Jesús no solo a los judíos, sino también a los paganos , decidió emprender por su cuenta el cumplimiento de su tarea. Como Pablo mismo cuenta en Gálatas 1-2, Dios le había elegido y lo había separado ya desde el seno de su madre para revelar en su persona a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles. Ese encargo, o proclama, es decir, el Evangelio anunciado por él no lo había recibido ni aprendido de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo. Era ciertamente una proclama especial solo para los gentiles (los paganos) evangelización de los incircuncisos, que lo había transformado literalmente en apóstol de los gentiles. Pablo indica en la misma carta que había una diferencia de contenido entre la proclamación de Jesús a los judíos, de la que se encargaba especialmente Pedro (Gal 2,8) y la suya. Eran, pues dos «evangelios» distintos. Esto puede explicar ya, entre otras muchas cosas, que el rito de paso, o ingreso, en el grupo de gentiles creyentes en el mesías judío, fuera algo diferente, o contara con nuevos elementos. Las características de esta proclamación peculiar paulina del mesías Jesús a los paganos se entiende bien si se considera que a Pablo, preocupado intensamente por el fin cercano del mundo y de la historia (1 Tes 4,13-17) le interesaba ante todo la salvación de Israel, y que la conversión de los gentiles –más exactamente de algunos gentiles– era solo un complemento necesario para esa deseada salvación de Israel al final de los tiempos. Pablo es muy claro al afirmar, por una parte, que su misión consiste en conducir a los gentiles hacia el Dios de Israel proclamándoles lo que el Cristo ha obrado para ellos. Pero también es muy claro, al menos para el que conozca bien su pensamiento, que pretende con ello en último término, y como buen judío apocalíptico que en nada reniega de su religión, es que se cumpla la Promesa de Dios a Abrahán y que se salve el Israel restaurado del final. La Carta a los romanos 9-11 recuerda a los gentiles que para salvarse tienen que injertarse en el nuevo Israel mesiánico. Los profetas de la restauración de Israel después del exilio en Babilonia, Ezequiel, pero sobre todo Isaías, ya habían predicho que al final Israel será la luz de las naciones (Is 49,6) y que, en la era mesiánica, al final de los tiempos, incluso algunos gentiles se harían plenamente judíos y algunos llegarían a ser sacerdotes y levitas (Is 66,21). Otro punto interesante a considerar en la misión paulina a los paganos y que afecta radicalmente a los ritos de paso, que básicamente son el bautismo y la eucaristía, es que Pablo –consciente del poco tiempo que restaba para el final– buscó entre los paganos aquellos que eran más fáciles de convertir a la fe en un mesías que al fin y al cabo venía de Israel. Estos paganos eran de dos tipos. En primer lugar, la enorme masa de gente –como ocurre siempre– más o menos indiferente en materia de religión, o bien solo interesados en que los dioses les protegieran de la mejor manera posible (en un sistema de “do ut des”, te ofrezco sacrificios y honra y tú me das protección). En segundo, la amplia minoría obsesionada por la salvación. Jamás en la historia religiosa del Imperio habían proliferado tanto las divinidades – sobre todo venidas de fuera– que ofrecían un plus a una vida que terminaba aparentemente en este mundo. A esta segunda clase fue a la que dirigió Pablo de Tarso su mensaje. Los deseosos de la salvación eran de muchas clases, pero entre ellos destacaban dos grupos: A) El de los “temerosos de Dios”, paganos muy afectos al judaísmo y que se sentían atraídos por su monoteísmo, ética y solidaridad. Todo lo que viniera de Israel, un mesías debidamente desjudaizado y universalizado, todo lo que procediera de las Sagradas Escrituras de Israel, era muy bien venido. B) Los adeptos a los cultos de misterio, que estaban dispuestos a gastar enormes sumas de dinero por iniciarse en los misterios y asegurar así su salvación en el mundo futuro. La oferta de Pablo a los «ansiosos de la salvación» de las dos clases era seductora ya que contenía todo aquello que podía considerarse atractivo. Se ofrecía lo mismo que otras religiones en el mercado religioso del siglo I, pero asegurando que su efectividad y seguridad eran máximas y garantizadas: vida gloriosa después de la muerte; experiencia muy reconfortante de grupo cerrado y unido: carismas espirituales, gozo de las comidas en común; consuelo y satisfacción de una devoción religiosa bien formada; una enseñanza ética y espiritual y bien estructurada en tradiciones escriturarias como la Biblia hebrea con todo su peso, complementadas y mejoradas; una suerte de «seguridad social» interna que cuidaba de sus miembros como ninguna otra institución del mundo antiguo, etc. Para dirigirse especialmente a los del segundo tipo de «ansiosos de salvación», los adeptos a los cultos de misterio, mucho más separados del judaísmo que los «temerosos de Dios», Pablo optó por la técnica de utilizar su propio lenguaje. De ahí que se haya observado desde hace siglos una gran semejanza entre el vocabulario y mentalidad de las religiones mistéricas y el «cristianismo» procedente de Pablo. Tanto es así que tal parecido es un tema recurrente desde el siglo XIX a partir de los estudios comparativos de la “Escuela de la historia de las Religiones”, en la que se afirmaba, como norma general, que la religiosidad cristiana copiaba directamente de las religiones paganas contenidos e interpretaciones de ritos, y nociones tan importantes como la eucaristía, el bautismo o el cuerpo místico del Mesías. Hoy día se ha llegado a una posición más matizada: no es necesario postular una copia o influjo consciente y positivo, sino más bien un enfrentamiento directo entre dos religiosidades, en una atmósfera religiosa común, con la utilización de un mismo vocabulario elemental que estaba en el ambiente y con esquemas mentales comunes. Insisto, pues, en que no debe postularse una copia o imitación, sino en la necesidad de comprender que se vivía una época con intereses religiosos comunes. Por ello Pablo utiliza dialéctica y pragmáticamente un mismo vocabulario para ser entendido y para conseguir adeptos para su proclamación. I.- EL BAUTISMO El bautismo en Pablo debe entenderse dentro del marco general del ambiente religioso del siglo I en Israel y fuera de él. Como rito sigue Pablo las directrices del judeocristianismo anterior a su llamada. Por ello, como hemos afirmado, el bautismo que él predica como rito de paso para integrarse en el grupo de creyentes en el Mesías es igualmente una herencia de Jesús, el cual a su vez lo recibió de Juan Bautista, quien probablemente fue el «inventor» de la idea que concibe el bautismo como un paso de las abluciones generalizadas y purificatorias del judaísmo (por ejemplo, de los esenios) al acto único como signo de que los pecados han sido perdonados y de que se está dispuesto a ingresar, con el cumplimiento de los requerimientos convenientes, en el reino de Dios que viene. Indicamos arriba cómo en Hch 2,41 Pedro invita no solo al arrepentimiento, sino a la recepción de un bautismo, probablemente ya «en el nombre del Mesías». Y según Pablo, el bautismo entra en la cadena de actos para lograr la apropiación de los beneficios del evento de la cruz, después de haber oído con fe/confianza la proclamación del evangelio. La secuencia, según 1 Tes 1,5-6, era la siguiente: escucha de la predicación; aceptación con fe de la proclamación; recepción del Espíritu; bautismo. Los dos últimos términos podían invertirse, y conviene señalar que el bautismo era en algunos casos posterior a la recepción del Espíritu (Hch 10,44.47 ; 11,15-17) . De todos modos, en el acto del bautismo se confirmaba la recepción de nuevos dones del Espíritu, haciendo del bautizado templo del Espíritu (1 Cor 6,19). El significado del rito bautismal era dejar constancia de la eliminación del vínculo con el Pecado, del paso a ser propiedad del Mesías, quien era su señor (1 Cor 12,3) y de la recepción del sello del nuevo propietario, como reconocimiento de ese acto de cambio de propiedad. En Pablo es ya seguro que el bautismo es «en el nombre de» con el significado de cambio de dueño, y de que la vida anterior no tenía ya valor ni sentido. Textos que abundan en esta idea son 1 Cor 1,13-154 y 2 Cor 1,21-22 . Según Pablo, el bautismo hace que el creyente participe de la «nueva creación» del Mesías –el tiempo mesiánico que acabará con la tierra y el cielo antiguos– que ya ha comenzado, y es ante todo un símbolo de la participación mística del creyente en la peripecia vital del Mesías: sufrimientos, muerte y resurrección: “¿Qué diremos, pues? ¿Permaneceremos en el pecado para que abunde la gracia? ¡De ningún modo! Quienes hemos muerto al pecado ¿cómo seguiremos viviendo en él? ¿Acaso ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, para que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva. Pues si hemos sido injertados con él en una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante” (Rm 6,1-5). Es este uno de los pasajes más claros en Pablo de la comprensión del bautismo como participación del creyente en la peripecia de una entidad divina que muere y resucita, típica de los cultos de misterio. Por tanto, el bautismo sirve también como rito de incorporación al cuerpo místico de Cristo: «En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. 28. No hay ya judío ni griego; no hay esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, puesto que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús (Gal 3,27-28); «Pues al igual que el cuerpo es uno aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, que son muchos, no son más que un solo cuerpo, así también el Mesías. Y pues en un único Espíritu hemos sido todos nosotros bautizados para constituir un único cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres, y todos hemos bebido de un solo Espíritu (1 Cor 12,12-13). El bautismo es un acto público donde se confiesa en alta voz la fe en el Mesías. El siguiente pasaje no nombra explícitamente el bautismo, pero es casi seguro que se refiere a él: «Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para la salvación» (Rm 10, 9-10). A este sentido misteriosófico del bautismo añade Pablo un elemento muy judío, que sigue los pasos de la Biblia hebrea, de Juan Bautista y de Jesús: ese acto es también un símbolo de la purificación y del perdón de los pecados, incluido dentro de la imagen del lavado por medio del agua lustral. La escena se refiere al paso de Israel por el desierto, tras el éxodo de Egipto: «No quiero, pues, que ignoréis, hermanos, que nuestros padres todos estuvieron bajo la nube y que todos atravesaron el mar; y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; 4 y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo [...] Todo esto les acontecía en figura, y fue escrito para nuestra corrección, para quienes ha salido al encuentro el final de los siglos (1 Cor 10,1-4.11). En el acto del bautismo había lugar también para la exhortación moral, destinada a resaltar la fidelidad consecuente, en la vida, de la fe proclamada, como da a entender Rm 6,3 (¿Acaso ignoráis…). Ahora bien, en Corinto al menos los fieles estaban convencidos de que la recepción del bautismo era como una garantía absoluta, casi mágica, para evitar la condenación eterna y conseguir la inmortalidad, independientemente de las obras del cuerpo, por ejemplo, frecuentar prostitutas. Esta creencia explica la costumbre de que los vivos se bautizaran por segunda vez en sustitución de los creyentes fallecidos, pero aún no bautizados (1 Cor 15,29). Se ha propuesto que la circuncisión espiritual preconizada y defendida por Pablo para los gentiles (Flp 3,3) es el bautismo. Este rito sustituiría a la circuncisión carnal de los judíos. Pablo lo interpretó así porque de este modo solucionaba un problema centenario del judaísmo: formalmente la admisión de mujeres gentiles en el judaísmo, es decir, su transformación en prosélitas, no podía hacerse fisiológicamente por el rito de la circuncisión. Si ese rito era sustituido por el bautismo en el nombre de Cristo quedaba el problema resuelto. La idea es muy sugerente, aunque no tenemos testimonios directos en las cartas paulinas para defenderla. En realidad pasa igual que con la propuesta de que la “justificación por la fe” es la circuncisión espiritual, puesto que en ninguna parte Pablo se expresa con claridad. Los textos básicos, Flp 3,3 y Rm 2,27-29 pueden ser invocados para defender cualquiera de las dos posturas, aunque el segundo no mencione el bautismo para nada. Un texto de Colosenses, escrito por un discípulo de Pablo, Col 2,11-13, parece relacionar bautismo con circuncisión: «En él, en el Mesías, fuisteis también circuncidados con la circuncisión no quirúrgica, sino mediante el despojo de vuestro cuerpo mortal, por la circuncisión en Cristo. Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que resucitó de entre los muertos. Y a vosotros, que estabais muertos en vuestros delitos y en vuestra carne incircuncisa, os vivificó juntamente con él y nos perdonó todos nuestros delitos». Pero otro de Gálatas (3,2-5) parece defender lo contrario, pues cuando Pablo habla ahí, directa o indirectamente de la circuncisión espiritual menciona la recepción del Espíritu: «¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la Ley o por la escucha de la fe? ¿Sois tan insensatos como para empezar por el espíritu y concluir ahora por la carne? ¿Habéis padecido en vano tantas cosas? Ciertamente ¡en vano! Así pues: el que os otorga el Espíritu y obra prodigios entre vosotros, ¿lo hace porque observáis las obras de la Ley o por la escucha de la fe?». Si no siempre es el bautismo el momento de la recepción del Espíritu, que puede ocurrir antes y, en segundo lugar, puesto que la tradición cristiana habla del bautismo como sello confirmatorio de que ya se pertenece al Mesías al haberlo aceptado la fe en él, es también posible que para Pablo la circuncisión espiritual fuese unida a la «justificación por la fe», es decir, que el acto de creer firmemente en el Mesías y confirmarlo en el mesías es un acto de fe. La cuestión sigue abierta. Saludos cordiales de Antonio Piñero http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Domingo, 29 de Septiembre 2019
Notas![]()
Escribe Antonio Piñero
Foto de Cecilia Banco Muñiz Como complemento a la información sobre el más que interesante libro “Morir antes de morir” (información bibliográfica en la postal número 1087 del 1/09/2019) voy a presentar el capítulo que me correspondió en esta obra de colaboración. No me cabe duda de que quienes hayan leído mi libro sobre Pablo, “Guía para entender a Pablo. Una interpretación del pensamiento paulino”, 2ª edición de 2018, Trotta, Madrid, este tema le sonará conocido. Pero no vine mal recordarlo. Y espero que sea interesante para quienes lo hayan leído ese libro. El cristianismo de hoy no fue al principio –es decir, inmediatamente tras la muerte de Jesús ocurrida quizás en abril del 30 d. C.– más que una rama, tendencia, o en todo caso secta, del pluriforme judaísmo del siglo I. Creer que Jesús de Nazaret era el mesías que había aparecido ya sobre la tierra, que lo era a pesar de su aparente fracaso en la cruz, que había sido resucitado por Dios y trasladado al cielo para colocarlo a su diestra como su agente, no era más extraño a los ojos de un judío increyente en estas ideas que la figura de un saduceo estricto. Este último no creía en el alma inmortal, ni en la resurrección para otra vida mejor, que conllevara el juicio divino que retribuía las acciones, buenas o malas, perpetradas en la tierra. Ambas opciones eran ciertamente raras, pero no podían causar asombro verdadero alguno en el Israel del siglo I. Tampoco era una opción extraña, aunque aún más rara si cabe, la de los esenios en general, quienes vivían en las afueras de las ciudades formando grupos apartados de todos y con normas de observancia de la ley mosaica mucho más severas que cualquier otro. Ni tampoco la de los fanáticos esenios de asentamiento en Qumrán, muy cercano al Mar Muerto, cuya vida y creencias eran todavía más rígidas. Sin embargo, para profesar como saduceo o como esenio en general (salvo entre los qumranitas del mar Muerto, como diremos) no era necesario, que sepamos, ningún rito de paso estricto. Pero sí lo era entre los judeocristianos y los esenios de Qumrán. Para estos últimos el rito de paso era muy largo y podía durar casi tres años. En ellos el aspirante a formar parte del grupo era sometido por lo menos a un par de exámenes, incluso fisiológicos (para comprobar que no tenían ningún defecto físico excluyente), y escrutinios de sus ideas y costumbres por un consejo denominado los «Numerosos» (Regla de la Comunidad VI 14; IX 12-16; Flavio Josefo, Guerra de los judíos II 8,7). Posteriormente debía pronunciar un juramento de fidelidad a las normas del grupo (Regla de la Comunidad V 7-11). Al final, tras un año de espera, participaba en una liturgia solemne de entrada el día de Pentecostés, en el que toda la comunidad juraba fidelidad a la alianza de Israel con Yahvé según el modo de entenderla el grupo, y con ella lo hacía también el candidato (Regla de la Comunidad 1,16-2,18). La primitiva comunidad judeocristiana de Jerusalén, por boca de Pedro (según el autor de Hechos 2, 38-41) afirma que el ingreso en el grupo de creyentes en Jesús exigía un acto triple: arrepentimiento de los pecados, confesión de fe en Jesús como mesías y aceptar un bautismo como signo de perdón y símbolo de la entrada. Dice Pedro a sus compungidos coetáneos que preguntaban «¿Qué hemos de hacer, hermanos?». Y Pedro les contestó: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo… Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil almas». Este bautismo ha de entenderse en el marco de la enseñanza de Juan Bautista, ya que Jesús había sido bautizado por él y muy probablemente se quedó en su compañía hasta que fundó su propio grupo y se lanzó por su cuenta a predicar le inmediata venida del reino de Dios. No es posible entender de otro modo un bautismo en los primerísimos momentos del judeocristianismo. Jesús se mantuvo siempre fiel a su mentor, Juan, y tuvo de él un altísimo aprecio, como señala Lc 7,25-28: «Cuando los mensajeros de Juan se alejaron, se puso a hablar de Juan a la gente: “¿Qué salisteis a ver en el desierto? … ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta… Os digo: Entre los nacidos de mujer no hay ninguno mayor que Juan; sin embargo el más pequeño en el Reino de Dios es mayor que él”». Mejor que los Evangelios describe Flavio Josefo el sentido del bautismo de Juan Bautista en su obra Antigüedades de los judíos XVIII, 116-117: «Herodes lo mató, aunque [Juan] era un hombre bueno y [simplemente] invitaba a los judíos a participar del bautismo, con tal de que estuviesen cultivando la virtud y practicando la justicia entre ellos y la piedad con respecto a Dios. Pues [sólo] así, en opinión de Juan, el bautismo [que él administraba] sería realmente aceptable [para Dios], es decir, si lo empleaban para obtener, no perdón por algunos pecados, sino más bien la purificación de sus cuerpos, dado que [se daba por supuesto que] sus almas ya habían sido purificadas por la justicia» (Traducción de F. Bermejo). Parece lógico pensar que Jesús cuando bautizaba (él o sus discípulos según Jn 4,1-2: “Cuando Jesús se enteró de que había llegado a oídos de los fariseos que él hacía más discípulos y bautizaba más que Juan, aunque no era Jesús mismo el que bautizaba, sino sus discípulos…”) lo hacía según este tipo de teología porque el Evangelio no indica cambios en Jesús. Por tanto, según Josefo, «la justicia» ante Dios del pecador –es decir el cambio de enemigo de Dios a hacerse amigo suyo– se lograba por el arrepentimiento previo. Luego el bautismo era como un signo y señal de haber hecho ese acto de arrepentimiento y de haberse unido al conjunto de los que esperaban la inmediata venida del juicio final y el advenimiento del Reino. Así parecen recogerlo tanto Hechos de apóstoles como la Didaché, o Doctrina de los Doce Apóstoles. El primero, que podemos fechar entre el 110-115, menciona la «fracción del pan» en diversos pasajes: 2, 42.46; 20, 7.11; 27, 35. El más interesante es 2, 46: “Diariamente acudían unánimemente al Templo, partían el pan en las casas y tomaban su alimento con alegría y sencillez de corazón”. El resto de los pasajes dice exactamente lo mismo, «partir el pan», sin ninguna mención a lo que hoy entendemos por eucaristía con su referencia al cuerpo y sangre de Cristo. Se trataba por tanto de una mera comida en común de los que esperaban el segundo advenimiento, definitivo, del mesías sin ningún tipo de alusión a que se estaba conmemorando la muerte de Jesús, ni se mencionaba por lo más remoto el posible sentido de esa muerte como salvación para todo el género humano, comunión con el cuerpo y sangre del mesías o el establecimiento den una nueva alianza entre Dios y su pueblo. Nada hay de eso, porque si así fuera, una novedad tan importante estaría bien documentada en ese pasaje. La Didaché es aún más clara al respecto. Se trata de un documento judeocristiano, ajeno al movimiento de los discípulos de Pablo, muy antiguo (se suele afirmar que es del 110 aproximadamente, aunque no hay argumentos constriñentes, anterior incluso a la Segunda Epístola de Pedro, compuesta hacia el 120/130) y que a punto estuvo de entrar en el canon de Escrituras sagradas del Nuevo Testamento. Menciona una liturgia judeocristiana primitiva, que se llamaba justamente «eucaristía», en los capítulos 9 y 10. El autor describe una ceremonia sensiblemente igual a una comida comunal judía en un día festivo, un sábado por ejemplo, denominada qiddush. Esta constaba en primer lugar de una bendición sobre el vino, como paso previo y anterior a la comida propiamente dicha, y de una bendición sobre el pan (en hebreo “pan” significa a veces todo tipo de alimento, comida en general), que era el inicio de la comida propiamente tal. En el texto de la Didaché sobre la «eucaristía» hay oraciones de acción de gracias a Dios, hay plegarias por la Iglesia y se expresa el anhelo cristiano común en esos momentos de que se acabe el mundo cuanto antes y que venga el Señor Jesús. Tampoco hay mención alguna a la sangre y cuerpo de Jesús, ni a «comunión» alguna, tal como entendemos nosotros la eucaristía después de leer a Pablo y el relato evangélico de la institución en una tradición que sigue hasta hoy día. Por tanto, puede afirmarse con buena seguridad que en la rama judeocristiana del cristianismo primitivo no había más rito de paso que el bautismo, y que las comidas en común no eran más que actos semilitúrgicos judíos que afianzaban la cohesión del grupo. Saludos cordiales de Antonio Piñero http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Domingo, 22 de Septiembre 2019
Notas
Escribe Antonio Piñero
Como prometí en mi postal anterior, transcribo la segunda parte del excelente prólogo de los editores del libro que comenté en ella, ya que me parece muy informativo sobre lo que hay en el libro y no lo he encontrado en Internet. Recuerdo para lectores que se incorporan hoy el título y la ficha del libro: Subtítulo como en el título que lleva esta postal: “Ritos de iniciación y experiencias místicas en la historia de la cultura”; Está editado por Javier Alvarado Planas y David Hernández de la Fuente. Editorial DYKINSON, S. L. Meléndez Valdés, 61 -28015- Madrid en 2019. ISBN: 978-84-1324-294-1. Precio 27,85€. 435 pp. 17x24 cms. Así pues, esta –segunda– es la última entrega del Prólogo Manuel Salinas de Frías analiza desde una perspectiva global las sociedades iniciáticas y mistéricas del mundo helenístico y romano, con especial atención a su adaptación de los cultos egipcios. 13 La antigüedad tardía, un momento clave, como han estudiado Peter Brown y su escuela, para la transformación de las ideologías y del conglomerado heredado desde la Antigüedad grecorromana y al medievo, es abordada por José Antonio Antón: es un tránsito fundamental para la historia de la filosofía y de la religión que atestigua corrientes como el gnosticismo, el hermetismo o el neoplatonismo de los oráculos caldeos. Abundando en el estudio fundamental de la deriva mística del platonismo en la antigüedad tardía, Marco Alviz Fernández colabora con un estudio sobre esta escuela concebida como grupo iniciático en torno a un maestro de sabiduría de dimensiones casi divinas. La transformación de los esquemas iniciáticos desde el mundo antiguo al medieval, ciertamente, no se puede comprender sin la acción del cristianismo sobre la herencia del mundo grecolatino. Por ello, Antonio Piñero nos ofrece una interpretación del Bautismo y de la Eucaristía como ritos iniciáticos por excelencia del cristianismo primitivo. En la misma línea, pero adentrándose en el misticismo cristiano y en el medievo, Mercedes López Salvá estudia el origen del hesicasmo en el cristianismo tardoantiguo y su desarrollo medieval, como línea clara de continuidad de una tradición mística de hondas raíces. Versando ya sobre el pleno medievo, Victoria Cirlot recoge los temas iniciáticos en la novela artúrica, que suponen otra interesante herencia – literaria y caballeresca– de estas tradiciones en la Edad Media. Por su parte, y también en un marco temporal similar, Pere Sánchez Ferre examina analiza el caso de la Cábala como experiencia espiritual entre el judaísmo tardoantiguo (desde la divulgación del primer texto cabalístico en el siglo VII) y el medieval, trazando un completo panorama de su historia. Su complemento desde el punto de vista del mundo islámico es la contribución acerca del sufismo, y en concreto de la iniciación como recuperación del estado de inocencia primordial en un tratado de Ibn Arabí, a cargo de Pablo Beneito. Por su parte, Joaquín Pérez Pariente recupera la antigua simbiosis pitagórica entre ciencia y religión con su estudio de la experiencia alquímica como camino espiritual y, a la par, como origen de la moderna química. Raimon Arola presenta, por su lado, un panorama de los rosacruces, que se da a conocer en el siglo XVII, como recopiladora de la antigua tradición esotérica de la muerte del beso de Dios (“que me bese y que me toque con el santo beso de su boca”, Cantar 1,2), porque ese beso que mata el falso “yo” proporciona la consciencia de la propia inmortalidad, lo que equivale a matar a la muerte misma. En la parte más moderna del recorrido, Pedro Vela del Campo estudia el silencio y el rito de iniciación desde la perspectiva del místico René Guènon, proporcionando un útil catálogo de definiciones de conceptos básicos (“tradición”, “iniciaciones”….), Javier Alvarado Planas presenta una visión de conjunto de la manera en la que la masonería supone, en pleno Siglo de las Luces, una revitalización, recepción y transformación de los antiguos esquemas iniciáticos que se han visto hasta el momento. Finalmente, en la contribución que tiende puentes hacia el mundo actual, Jacobo Núñez Martínez compara la tradición iniciática que tiene la muerte como centro de la experiencia espiritual con las llamadas experiencias cercanas a la muerte que han sido investigadas por la medicina en los últimos decenios. Como puede verse, todos los hitos que jalonan este recorrido, necesariamente parcial pero con pretensión panorámica, y que han ocupado a místicos, poetas, filósofos y visionarios desde la más remota antigüedad hasta hoy, abordan la eterna pregunta sobre los estados póstumos del Ser y si es posible conocer y experimentar en vida lo que nos aguarda más allá de la muerte. La ascensión o camino hacia el saber supremo, que aguardaría en ese otro lado, ha sido descrito por maestros del conocimiento, de todas las épocas mencionadas, en sociedades y contextos iniciáticos como los anteriores: la idea de experimentar una muerte anticipada en vida que proporcione la certidumbre de la inmortalidad está presente no solo en las religiones sino también en sociedades de la tradición iniciática universal, desde los órficos y los pitagóricos hasta la caballería medieval, la alquimia, los rosacruces o la masonería. Pero también la ciencia y la medicina se han ocupado de los umbrales entre la vida y la muerte mediante el estudio de las llamadas experiencias cercanas a la muerte (ECM), es decir, de aquellas personas que por una grave enfermedad se encuentran a las puertas de la muerte y regresan para contarlo. Ya desde la antigüedad, estas experiencias sirvieron como inspiración de los temas iniciáticos y para trazar una geografía del más allá. Tales experiencias pueden rastrearse en imágenes artísticas, símbolos y temas de la mitología y la literatura. Desde luego que el tema del morir antes de morir, como resulta ya evidente, es riquísimo desde todos los puntos de vista, antropológico, religioso, filosófico, literario, artístico y científico El panorama que se quiere ofrecer aquí, en definitiva, pretende superar la vieja y artificial escisión que, desde hace un par de siglos al menos, se ha querido establecer de modo espurio entre las disciplinas científicas y humanísticas. Junto a la imprescindible interdisciplinariedad en el campo de las humanidades, sería muy deseable potenciar una colaboración profunda con las disciplinas científicas que permitieran obtener una perspectiva amplia y comparativa, psicológica, médica o antropológica, que ilustrara cómo las religiones, las sociedades iniciáticas o las diversas culturas han afrontado el viaje al más allá con ciertos ritos y tradiciones y ver en qué sentido la ciencia –antigua o moderna– las ha intentado o las intenta explicar. El tema de la experiencia de la muerte y de la nada y de la disolución de la identidad no solo es vital para el estudio de las antiguas religiones del Mediterráneo y del mundo euroasiático o para su recepción en los grandes monoteísmos posteriores, sino que sigue siendo un tema crucial para el conocimiento del ser humano. Tal vez haya faltado en el libro algún capítulo final dedicado a las pervivencias y mutaciones actuales de la mentalidad iniciática y, más propiamente, de las recreaciones (¿parodias?) modernas que nos ilustran sobre los afanes e intereses (¿derivas?) de cierta parte de la población que busca obtener la felicidad o la salud mental. Algunas escuelas de psicoanálisis podrían ser un buen ejemplo de ello, pero en la versión de las nuevas orientaciones dedicadas no a universalizar abusivamente el resultado de la investigación de la psique de enfermos, sino el de la psique de personas sanas y, especialmente, de personas reconocidas o tenidas por especialmente espirituales. Igualmente dignas de comentario podrían ser las modernas aventuras cosméticas y dietéticas, en las que el antiguo concepto de salus espiritual ha sido sustituido por el de salud corporal que gestionan médicos, dietistas y esteticistas como nuevos sacerdotes comerciales. La sana doctrina del gurú o la penitencia del sacerdote ha sido trocada por la receta farmacológica del psiquiatra o la dieta severa del nutricionista que hay que cumplir escrupulosamente para ser salvado y formar parte del selecto grupo de quienes lucen un cuerpo apolíneo o una mente inmunizada ante las cuitas existenciales. El elixir de la eterna juventud ya no se encuentra en un bosque o templo abandonado, sino en asépticas (limpias de malos espíritus, es decir, bacterias) clínicas y gimnasios robotizados en los que, en vez de libaciones de óleo sagrado o velas de cera, los iniciandos sacrifican su propia grasa humana o se someten a drásticas operaciones quirúrgicas y estéticas con una determinación y valor ejemplares. Entre las nuevas formas cultuales de hedonismo mediático destaca también el arte y ciencia culinarios, cuyos gurús-chef descubren sus fórmulas mágicas y recetas físico-químicas a discípulos y comensales con un lenguaje técnico y preciso. En todo caso, todo este bagaje ilustra cómo el ansia de trascendencia del hombre moderno, en el marasmo de su escepticismo y de la pérdida de toda tradición, ha generado toda una oferta multimedia de maravillosismo en que espiritualidad y mercadotecnia (dos términos aparentemente incompatibles) parecen convivir, lo cual, nos llevaría a otro tema no menos relevante que el de la iniciación, aunque igualmente complejo y discutido, el de la “contra-iniciación”. Pero de todo ello tal vez hablaremos en otra ocasión. Saludos cordiales de Javier Alvarado Planas David Hernández de la Fuente y subsidiariamente de Antonio Piñero
Domingo, 15 de Septiembre 2019
Notas![]()
Escribe Antonio Piñero
Como prometí en mi postal anterior transcribo el excelente prólogo de los editores del libro que comenté en ella, ya que me parece muy informativo sobre lo que hay en el libro y no lo he encontrado en Internet. Así que –salvo error por mi parte– lo creo de utilidad para los lectores. Lo voy a dividir en dos entregas para que no sea cansino a los lectores PRÓLOGO DE LOS EDITORES “Dijo el mensajero de Al·lâh [el Profeta Muhammad] a los suyos: Morid antes de morir y pedíos cuentas a vosotros mismos antes de que se os pidan" (Hadîz recogido por Al-Tirmidhî). “Preguntaste, cíclope, cuál era mi nombre glorioso y a decírtelo voy, tú dame el regalo ofrecido: ese nombre es Nadie” (Homero, Odisea IX, 364-366). Desde la más remota antigüedad, el hombre ha tratado de descifrar el más descomunal y misterioso enigma de la existencia; ¿qué será de mí tras la muerte? En todas las culturas y civilizaciones encontramos doctrinas que explican las vías para salir de este mundo, considerado pasajero y, por tanto, ilusorio. Se trata de una peculiar forma de fuga mundi o salida del reino de la desemejanza y la multiplicidad, que proporciona la experiencia de que hay algo de nuestro ser que sigue existiendo, y es testigo, en otro estado, de la existencia post mortem. Ese estado, que es superación de todos los estados y, por tanto, no es propiamente un estado, es descrito con toda clase de paradojas; el espacio y el tiempo humanos se han abolido, los límites de la individualidad humana quedan rebasados y la nada del ego es trascendida en una Nada supraesencial en la que hay una consciencia de todo en Todo. “Morir antes de morir”, sobre todo morir al yo, es una indicación tradicional para aquellos que quieren emprender el camino iniciático que lleva a la contemplación del Ser o a la feliz reunión con lo Uno. El experimentador de un tal estado sin estados se encuentra con la dificultad de describir y racionalizar su viaje iniciático pues ¿cómo poner calificativos a una experiencia en que la misma mente es trascendida? ¿Cómo puede dar cuenta la mente de una situación en la que ella no estaba? Y es que la vía iniciática es un camino preñado de paradojas que avisan al buscador que aquello que constituye su más anhelado objetivo carece de parcelas ontológicas; allá donde quiere ir, no hay un tú ni un yo, ni sucesión o causalidad, sino pura unidad. Por eso, la mors mystica, en efecto, implica ante todo la experiencia de disolución del yo y de la toma de posesión de los estados superiores del Ser hasta alcanzar el último peldaño que de da, precisamente, sin pies. Ya las primeras manifestaciones artísticas de este proceso, los sellos preindoeuropeos de Mohenjo-Daro (Pakistán occidental) en los que aparece un asceta sentado en la postura del loto (padmasana), constituyen un ejemplo de las aspiraciones del buscador que, para obtener una experiencia anticipatoria de la muerte, intenta reproducir los síntomas de la muerte; permanece en absoluta inmovilidad, lentifica la respiración casi hasta detenerla, y fija su atención en un solo objeto para suprimir o “matar” el pensamiento. Como explicaba Mircea Eliade, si tales actos son tan contrarios a la vida ordinaria es porque la “muerte” que se busca es preludio de un renacimiento que confiere la experiencia de la inmortalidad y de la liberación en vida (jivanmukta). En todo caso, la vía tiene dos momentos clave; el paso del umbral (la llamada “liturgia de la puerta”), y la experiencia de la Unidad del Ser (o “éxtasis”). Respecto al primero, la historia de la literatura y de las religiones ofrece notables ejemplos del momento culminante en el que el aspirante, después de diversas prácticas ascéticas o piadosas o de pruebas de todo tipo, es interrogado acerca de su verdadera identidad o sobre la naturaleza del guardián del umbral (“¿Quién eres?”, “¿Quién dice la gente que soy yo? Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”). Urgido ante una puerta simbólica o en una situación extrema, el iniciando ha de responder adecuadamente para demostrar que se ha desprendido de la ilusión de la separatividad y de que reconoce lo divino en uno mismo y en el otro. Las respuestas correctas en las tradiciones religiosas son también muchas (“Yo soy nadie” “Yo soy tú y tú eres yo”, “Yo soy el que soy”, “Tú eres”….) y sirven para franquear la puerta celeste. Desde la E de Delfos a los textos de los iniciados órficos, de Pitágoras a los rosacruces, de los brahmanes a Yahvé –en cuyos nombres late etimológicamente la pregunta por la identidad–, de Cristo a Mahoma, todas las tradiciones hablan de ese momento de reconocimiento de la auténtica y suprema identidad. Si, de alguna manera, la iniciación consiste en un viaje consciente al mundo del sueño profundo, de donde nacen los arquetipos o, más propiamente, a la consciencia universal, que no hay que confundir con la consciencia colectiva (mientras la primera es la fuente homogénea y sin partes, la segunda es una creación de la psicología moderna que consiste en una suma de partes que mantienen su individualidad), ¿cabe la posibilidad de ir más allá de la consciencia? Sobre este sutil dilema y proceso versaron sendos cursos que tuvimos el honor de dirigir los editores que suscriben en el Centro Asociado a la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) de Madrid en 2017 y 2018. El primero, precisamente bajo el título Morir antes de morir: sociedades y experiencias iniciáticas a lo largo de la Historia proponía un recorrido histórico por las sociedades y experiencias iniciáticas que, desde el mundo antiguo hasta el siglo XVIII, se han basado, como fundamento sapiencial de sus saberes ocultos, en la esta noción de procurar un conocimiento previo del paso al más allá. El segundo curso, titulado Yo soy tú: el paso al Mas Allá, la experiencia de la Nada, la extinción del "Yo" y otros viajes iniciáticos en la historia de la cultura, continuaba el anterior centrándose específicamente en la evocación de la muerte como extinción simbólica de la personalidad y en el descubrimiento de la inconsistencia del ego en el "paso al más allá". Ambos cursos reunieron a un nutrido grupo de especialistas de diversas disciplinas que se centraron en estos dos momentos clave de la vía desde el punto de vista de la historia de las religiones, de las sociedades fraternales e iniciáticas, desde la antigüedad, donde surge está rica y diversa tradición, hasta la edad moderna. De ahí nació la idea de elaborar un volumen conjunto que diera cuenta, de la forma más completa posible, de estos temas. Más allá de recoger algunas de esas conferencias por escrito, hemos pretendido elaborar un volumen colectivo para ofrecer un panorama con materiales para la reflexión. Veamos ahora en breve los diversos capítulos que articulan este recorrido histórico-cultural por los temas expuestos. En primer lugar, Julia Mendoza Tuñón se centra en la antigua India, y en concreto en el más antiguo estrato de su religión, testimoniado por los textos védicos, para establecer un marco y a la vez un preámbulo general en la experiencia de la muerte y la identidad. A continuación, José Ramón Pérez-Accino estudia el concepto de la muerte y el desarrollo de los conceptos sobre la identidad y la conciencia en la otra gran cultura fundacional de la antigüedad extraeuropea, el antiguo Egipto. El zoroastrismo y la muerte como reunificación son estudiados por Juan Antonio Álvarez-Pedrosa, que nos proporciona a la perspectiva de la religión irania por excelencia, en un imprescindible tercer pilar de la orientalística. A continuación, Raquel Martín Hernández retoma el tema cruzando el umbral hacia Occidente, con el caso de los misterios griegos, cuya relación con Oriente y Egipto siempre es atractiva y disputada, y se ocupa de la idea del morir como iniciación. En el marco de los misterios griegos, pero concretamente acerca de las especificidades de los misterios llamados órficos, Miguel Herrero de Jáuregui ofrece un texto que recoge precisamente la idea de muerte como renacimiento en el marco de esta influyente secta. Pasando de los misterios a la filosofía griega, David Hernández de la Fuente trata la escuela pitagórica como sociedad iniciática entre la experiencia mistérica y las iniciaciones filosóficas en unas comunidades sapienciales relacionadas con el conocimiento del más allá. Otro tanto hace David Hernández Castro con su amplio estudio sobre la figura de Empédocles en el marco de la filosofía suditálica, como expresión concreta de una religión apolínea más rigurosa y específica, y mostrando la fina línea divisoria entre misterios y filosofía, mito e historia. La adivinación como iniciación se examina en el capítulo que dedica Mario Agudo Villanueva al famoso oráculo de Trofonio, con su experiencia de catábasis subterránea, que sigue el patrón inconfundible de los ritos de paso. Saludos cordiales de Javier Alvarado Planas David Hernández de la Fuente y subsidiariamente de Antonio Piñero
Domingo, 8 de Septiembre 2019
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Editado por
Antonio Piñero
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Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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