Notas
Escribe Antonio Piñero
Foto de Cecilia Banco Muñiz Como complemento a la información sobre el más que interesante libro “Morir antes de morir” (información bibliográfica en la postal número 1087 del 1/09/2019) voy a presentar el capítulo que me correspondió en esta obra de colaboración. No me cabe duda de que quienes hayan leído mi libro sobre Pablo, “Guía para entender a Pablo. Una interpretación del pensamiento paulino”, 2ª edición de 2018, Trotta, Madrid, este tema le sonará conocido. Pero no vine mal recordarlo. Y espero que sea interesante para quienes lo hayan leído ese libro. El cristianismo de hoy no fue al principio –es decir, inmediatamente tras la muerte de Jesús ocurrida quizás en abril del 30 d. C.– más que una rama, tendencia, o en todo caso secta, del pluriforme judaísmo del siglo I. Creer que Jesús de Nazaret era el mesías que había aparecido ya sobre la tierra, que lo era a pesar de su aparente fracaso en la cruz, que había sido resucitado por Dios y trasladado al cielo para colocarlo a su diestra como su agente, no era más extraño a los ojos de un judío increyente en estas ideas que la figura de un saduceo estricto. Este último no creía en el alma inmortal, ni en la resurrección para otra vida mejor, que conllevara el juicio divino que retribuía las acciones, buenas o malas, perpetradas en la tierra. Ambas opciones eran ciertamente raras, pero no podían causar asombro verdadero alguno en el Israel del siglo I. Tampoco era una opción extraña, aunque aún más rara si cabe, la de los esenios en general, quienes vivían en las afueras de las ciudades formando grupos apartados de todos y con normas de observancia de la ley mosaica mucho más severas que cualquier otro. Ni tampoco la de los fanáticos esenios de asentamiento en Qumrán, muy cercano al Mar Muerto, cuya vida y creencias eran todavía más rígidas. Sin embargo, para profesar como saduceo o como esenio en general (salvo entre los qumranitas del mar Muerto, como diremos) no era necesario, que sepamos, ningún rito de paso estricto. Pero sí lo era entre los judeocristianos y los esenios de Qumrán. Para estos últimos el rito de paso era muy largo y podía durar casi tres años. En ellos el aspirante a formar parte del grupo era sometido por lo menos a un par de exámenes, incluso fisiológicos (para comprobar que no tenían ningún defecto físico excluyente), y escrutinios de sus ideas y costumbres por un consejo denominado los «Numerosos» (Regla de la Comunidad VI 14; IX 12-16; Flavio Josefo, Guerra de los judíos II 8,7). Posteriormente debía pronunciar un juramento de fidelidad a las normas del grupo (Regla de la Comunidad V 7-11). Al final, tras un año de espera, participaba en una liturgia solemne de entrada el día de Pentecostés, en el que toda la comunidad juraba fidelidad a la alianza de Israel con Yahvé según el modo de entenderla el grupo, y con ella lo hacía también el candidato (Regla de la Comunidad 1,16-2,18). La primitiva comunidad judeocristiana de Jerusalén, por boca de Pedro (según el autor de Hechos 2, 38-41) afirma que el ingreso en el grupo de creyentes en Jesús exigía un acto triple: arrepentimiento de los pecados, confesión de fe en Jesús como mesías y aceptar un bautismo como signo de perdón y símbolo de la entrada. Dice Pedro a sus compungidos coetáneos que preguntaban «¿Qué hemos de hacer, hermanos?». Y Pedro les contestó: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo… Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil almas». Este bautismo ha de entenderse en el marco de la enseñanza de Juan Bautista, ya que Jesús había sido bautizado por él y muy probablemente se quedó en su compañía hasta que fundó su propio grupo y se lanzó por su cuenta a predicar le inmediata venida del reino de Dios. No es posible entender de otro modo un bautismo en los primerísimos momentos del judeocristianismo. Jesús se mantuvo siempre fiel a su mentor, Juan, y tuvo de él un altísimo aprecio, como señala Lc 7,25-28: «Cuando los mensajeros de Juan se alejaron, se puso a hablar de Juan a la gente: “¿Qué salisteis a ver en el desierto? … ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta… Os digo: Entre los nacidos de mujer no hay ninguno mayor que Juan; sin embargo el más pequeño en el Reino de Dios es mayor que él”». Mejor que los Evangelios describe Flavio Josefo el sentido del bautismo de Juan Bautista en su obra Antigüedades de los judíos XVIII, 116-117: «Herodes lo mató, aunque [Juan] era un hombre bueno y [simplemente] invitaba a los judíos a participar del bautismo, con tal de que estuviesen cultivando la virtud y practicando la justicia entre ellos y la piedad con respecto a Dios. Pues [sólo] así, en opinión de Juan, el bautismo [que él administraba] sería realmente aceptable [para Dios], es decir, si lo empleaban para obtener, no perdón por algunos pecados, sino más bien la purificación de sus cuerpos, dado que [se daba por supuesto que] sus almas ya habían sido purificadas por la justicia» (Traducción de F. Bermejo). Parece lógico pensar que Jesús cuando bautizaba (él o sus discípulos según Jn 4,1-2: “Cuando Jesús se enteró de que había llegado a oídos de los fariseos que él hacía más discípulos y bautizaba más que Juan, aunque no era Jesús mismo el que bautizaba, sino sus discípulos…”) lo hacía según este tipo de teología porque el Evangelio no indica cambios en Jesús. Por tanto, según Josefo, «la justicia» ante Dios del pecador –es decir el cambio de enemigo de Dios a hacerse amigo suyo– se lograba por el arrepentimiento previo. Luego el bautismo era como un signo y señal de haber hecho ese acto de arrepentimiento y de haberse unido al conjunto de los que esperaban la inmediata venida del juicio final y el advenimiento del Reino. Así parecen recogerlo tanto Hechos de apóstoles como la Didaché, o Doctrina de los Doce Apóstoles. El primero, que podemos fechar entre el 110-115, menciona la «fracción del pan» en diversos pasajes: 2, 42.46; 20, 7.11; 27, 35. El más interesante es 2, 46: “Diariamente acudían unánimemente al Templo, partían el pan en las casas y tomaban su alimento con alegría y sencillez de corazón”. El resto de los pasajes dice exactamente lo mismo, «partir el pan», sin ninguna mención a lo que hoy entendemos por eucaristía con su referencia al cuerpo y sangre de Cristo. Se trataba por tanto de una mera comida en común de los que esperaban el segundo advenimiento, definitivo, del mesías sin ningún tipo de alusión a que se estaba conmemorando la muerte de Jesús, ni se mencionaba por lo más remoto el posible sentido de esa muerte como salvación para todo el género humano, comunión con el cuerpo y sangre del mesías o el establecimiento den una nueva alianza entre Dios y su pueblo. Nada hay de eso, porque si así fuera, una novedad tan importante estaría bien documentada en ese pasaje. La Didaché es aún más clara al respecto. Se trata de un documento judeocristiano, ajeno al movimiento de los discípulos de Pablo, muy antiguo (se suele afirmar que es del 110 aproximadamente, aunque no hay argumentos constriñentes, anterior incluso a la Segunda Epístola de Pedro, compuesta hacia el 120/130) y que a punto estuvo de entrar en el canon de Escrituras sagradas del Nuevo Testamento. Menciona una liturgia judeocristiana primitiva, que se llamaba justamente «eucaristía», en los capítulos 9 y 10. El autor describe una ceremonia sensiblemente igual a una comida comunal judía en un día festivo, un sábado por ejemplo, denominada qiddush. Esta constaba en primer lugar de una bendición sobre el vino, como paso previo y anterior a la comida propiamente dicha, y de una bendición sobre el pan (en hebreo “pan” significa a veces todo tipo de alimento, comida en general), que era el inicio de la comida propiamente tal. En el texto de la Didaché sobre la «eucaristía» hay oraciones de acción de gracias a Dios, hay plegarias por la Iglesia y se expresa el anhelo cristiano común en esos momentos de que se acabe el mundo cuanto antes y que venga el Señor Jesús. Tampoco hay mención alguna a la sangre y cuerpo de Jesús, ni a «comunión» alguna, tal como entendemos nosotros la eucaristía después de leer a Pablo y el relato evangélico de la institución en una tradición que sigue hasta hoy día. Por tanto, puede afirmarse con buena seguridad que en la rama judeocristiana del cristianismo primitivo no había más rito de paso que el bautismo, y que las comidas en común no eran más que actos semilitúrgicos judíos que afianzaban la cohesión del grupo. Saludos cordiales de Antonio Piñero http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Domingo, 22 de Septiembre 2019
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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