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Método terceroPara vivir una experiencia musical auténtica debemos, en primer lugar, oír las obras con atención, una y otra vez, para asumirlas como algo propio, al tiempo que reflexionamos sobre lo oído para penetrar en su trasfondo, en el mensaje de sabiduría que nos transmiten, más allá del halago sensible y de las sensaciones psicológicas que hayamos experimentado.
EL ARTE DE LA INTERPRETACIÓN MUSICAL
Oigo el Laudate dominum de Mozart, capto la melodía y las armonías que la sostienen y le dan colorido, las reproduzco en el órgano para vivirlas en su génesis, y voy advirtiendo cómo va brotando la música del silencio y se desarrolla coherentemente paso a paso. Es entonces cuando llego al fondo de lo que en verdad significa. Este sentimiento lo expreso en palabras, y éstas –siempre insuficientes para describir una experiencia densa de contenido– me ayudan a condensar diversas sensaciones difusas y precisar lo que he sentido. Esta experiencia musical presenta tres fases: 1ª) Oigo una obra de modo receptivo, atento, creativo, y me sumerjo en su ámbito de expresividad. Logro, así, una forma de inmediatez con él. 2ª) Mi sentimiento de asombro ante la riqueza de la composición me lleva a analizar su interna estructura. Consigo, así, distanciarme un tanto de la obra, sin alejarme. Se trata de una distancia de perspectiva. 3ª) Cuando, sin perder esta distancia del análisis, vuelvo a sumergirme en la obra, entro en relación de presencia con ella y adquiero un conocimiento de primera mano. La vinculación dinámica de la inmediatez primera, la distancia de perspectiva y la inmediatez segunda o presencia constituye la estructura básica de la experiencia artística. Una obra musical se me hace presente cuando la oigo con la debida perspectiva, de modo que no sólo capto los sonidos, las frases, los períodos..., siento el agrado que me producen ciertas melodías y armonías, experimento la sorpresa gozosa de algunas modulaciones y me hago cargo de la estructura peculiar de la obra –fuga, sonata, sinfonía...–, sino que percibo al mismo tiempo el sentido más hondo de la misma. Empiezo a oír el Requiem de Mozart. Ya al principio me sorprenden gozosamente las armonías sombrías de la breve introducción orquestal, pero, al entonar el coro las palabras “Requiem aeternam dona eis, Domine” (Dales, Señor, el descanso eterno), quedo sumergido en un ámbito de súplica entrañable, en el cual siento a la vez el estremecimiento ante la hora definitiva, la confianza en el Padre, la esperanza en la vida eterna. Estos sentimientos se incrementan en el momento en que el coro insiste en el adjetivo “aeternam” en oleadas ascendentes. Lo mismo sucede en el Dies irae, cuando, después de crear el solo de tuba un clima de serena expectación, el coro nos recuerda que “en ese día lacrimoso surgirá del sepulcro el hombre reo que ha de ser juzgado”, y lo hace con un crescendo que más bien parece un proceso de crecimiento que la sumisión a un juicio inapelable. El oyente comprometido con esta música recibe la impresión de que es indudable que la vida no termina con el horror de la muerte, pues aquí Mozart expresa su firme creencia de que el Señor es “la resurrección y la vida, y el que crea en Él, aunque hubiere muerto, vivirá” (Jn 11, 25). Por eso eleva al oyente a un estado de esperanza y felicidad, que tiene el carácter de una experiencia religiosa. Nos consta que Mozart no intentó sólo poner música a un texto litúrgico para cumplir un encargo. Era muy consciente –como sucedió, entre otros, a Bach y Beethoven- del papel que desempeñaba ante la humanidad. Quería, por ello, dejar un testimonio perenne, bien refrendado con las galas de la más alta belleza, de que la muerte es el momento más solemne de la vida pues en él sellamos para siempre nuestra voluntad de adhesión al Señor. A pesar de su apariencia en casos frívola, Mozart era un espíritu de extraordinaria calidad y elevación, que vibraba con extraordinaria seriedad ante los temas decisivos de la vida. Por eso, los frutos de ese diálogo intenso desbordan infinitamente el plano de una bella diversión o un brillante espectáculo. Pensando en este tipo de música y con intención de largo alcance, escribió el gran director y musicólogo Sergiu Celidibache esta profunda sentencia: “La música no sólo es bella. La música es verdadera” (1). Recordemos el aria “Erbarme dich” (compadécete) de La pasión según San Mateo de Bach, en la que San Pedro pide clemencia al Señor a quien ha traicionado. El dolor parece ahogarle la voz, pero no hay desesperación en ese ahogo ya que su arrepentimiento va inspirado por el amor, y el amor genera confianza. Esta vinculación de una congoja profunda que parece romper el alma y un sentimiento de amor esperanzado no la puede expresar adecuadamente el lenguaje hablado, pero sí el musical. Si el oyente tiene bien dispuestas sus antenas interiores, capta con asombro esas situaciones complejas, aparentemente antagónicas, de dolor y esperanza, pena y alegría. Penetra en todo cuanto significan; por tanto, penetra en su verdad, y descubre así la razón profunda por la cual no se oponen, antes se complementan. Al oír las grandes composiciones, vivimos momentos en los que nos parece tocar lo eterno. “... Las creaciones más sublimes de los músicos, de un Bach, un Mozart o un Beethoven –escribe Gabriel Marcel– se presentan al espíritu como una prenda de eternidad, como el trasfondo activo de nuestra vida pensante” (2). Recordemos la experiencia de dolor sublimado en el Oficio de Semana Santa de Tomás Luis de Victoria; la de la transfiguración de la tristeza en el Quinteto para cuerdas y viola en sol menor de Mozart; la de la urgencia de la paz en el Agnus dei de la Missa solemnis de Beethoven... Son momentos privilegiados de la vida humana en los que se nos revela la capacidad asombrosa de elevación que puede mostrar el ser humano en situaciones límite. En ellos pensaba, sin duda, Arthur Schopenhauer cuando escribió estas encendidas frases: “La música es un arte grande y sobremanera excelente; actúa más potentemente que ningún otro sobre el interior del hombre; ahí es comprendido de modo total, profundo e íntimo, como un lenguaje cuya comprensión es innata y cuya claridad sobrepasa incluso a la del mundo que vemos” (3). Para que la música muestre esta eficacia, debemos adoptar una actitud receptivo-activa, es decir, creativa, que nos permita movilizar nuestras mejores capacidades y dar vida de nuevo a las obras. La música -escribe Klaus Weiler- es “un arte profundamente humano y necesita que se activen vitalmente las fuerzas que laten en nosotros para poder surgir en toda su pureza y originariedad” (4). Esa activación la llevaba a cabo diariamente el genial escritor Johann Wolfgang Goethe, y un buen día, al oír al organista de Berka interpretar obras de Bach en el recogimiento del templo, tuvo la impresión de que “la armonía eterna se entretenía consigo misma, como habrá sucedido en el seno de Dios poco antes de la creación del mundo”. Esta maravillosa armonía la vivió en su interior, y le parecía que “no tenía ni oídos ni menos todavía ojos ni sentido otro alguno, ni los necesitaba” (5). |
Editado por
Alfonso López Quintás
Alfonso López Quintás realizó estudios de filología, filosofía y música en Salamanca, Madrid, Múnich y Viena. Es doctor en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y catedrático emérito de filosofía de dicho centro; miembro de número de la Real Academia Española de Ciencias Morales y Políticas –desde 1986-, de L´Académie Internationale de l´art (Suiza) y la International Society of Philosophie (Armenia); cofundador del Seminario Xavier Zubiri (Madrid); desde 1970 a 1975, profesor extraordinario de Filosofía en la Universidad Comillas (Madrid). De 1983 a 1993 fue miembro del Comité Director de la FISP (Fédération Internationale des Societés de Philosophie), organizadora de los congresos mundiales de Filosofía. Impartió numerosos cursos y conferencias en centros culturales de España, Francia, Italia, Portugal, México, Argentina, Brasil, Perú, Chile y Puerto Rico. Ha difundido en el mundo hispánico la obra de su maestro Romano Guardini, a través de cuatro obras y numerosos estudios críticos. Es promotor del proyecto formativo internacional Escuela de Pensamiento y Creatividad (Madrid), orientado a convertir la literatura y el arte –sobre todo la música- en una fuente de formación humana; destacar la grandeza de la vida ética bien orientada; convertir a los profesores en formadores; preparar auténticos líderes culturales; liberar a las mentes de las falacias de la manipulación. Para difundir este método formativo, 1) se fundó en la universidad Anáhuac (México) la “Cátedra de creatividad y valores Alfonso López Quintás”, y, en la universidad de Sao Paulo (Brasil), el “Núcleo de pensamento e criatividade”; se organizaron centros de difusión y grupos de trabajo en España e Iberoamérica, y se están impartiendo –desde 2006- tres cursos on line que otorgan el título de “Experto universitario en creatividad y valores”.
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