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Blog de Tendencias21 sobre los problemas del mundo actual a través de los libros
Ignacio Álvarez-Ossorio, Isaías Barreñada y Laura Mijares (eds.): Movilizaciones populares tras las Primaveras Árabes (2011-2021). Madrid: Los Libros de La Catarata, 2021 (256 páginas).
El paso del tiempo brinda una perspectiva más sosegada para analizar los hechos y acontecimientos que se suceden tanto en nuestro entorno como en el conjunto de la sociedad mundial. Semejante reflexión no desmerece la que se realiza sobre la marcha acerca de esos mismos episodios, aunque aquélla cuenta con la señalada ventaja del transcurso del tiempo, unido a una mayor disposición de información, de la evolución experimentada y, en suma, de las reflexiones suscitadas a lo largo del proceso objeto de seguimiento.
Con ese propósito, se celebró el pasado mes de febrero en la sede de Casa Árabe en Madrid el Congreso Internacional sobre “La primaveras árabes diez años después: retos sociales, políticos y económicos”. Fruto de ese encuentro, que reunió a un nutrido grupo de especialistas, es este texto, junto a otras publicaciones en revistas especializadas y libros igualmente colectivos en proceso de edición.
Con una introducción a modo de estudio preliminar de los editores y miembros del comité organizador del citado Congreso: los profesores Ignacio Álvarez-Ossorio, Isaías Barreñada y Laura Mijares, esta obra colectiva aborda tanto la ola de movilizaciones registradas hace una década en Oriente Medio y el Norte de África como las reproducidas a lo largo de la misma, ubicándolas en ese inicial ciclo de protestas o revueltas antiautoritarias que conoció la región entonces.
En su estudio, los editores ponen de relieve esa perspectiva temporal para advertir un mayor énfasis en las “particularidades nacionales”, “la relevancia de las demandas socioeconómicas”, “el papel desempeñado por activistas con experiencia organizativa” o “las diversas expresiones de las protestas en el medio urbano, provincial y rural”; unido a las debilidades concretadas básicamente en la ausencia de un “programa alternativo y de dirección organizativa, así como el limitado papel de las fuerzas políticas oficiales”. Sin olvidar los elementos comunes, como las incumplidas “demandas” y “expectativas de cambio”, el colapso de algunos Estados (Libia, Yemen y Siria); además del deterioro de la situación en los países en los que sobrevivieron los gobiernos autoritarios o las limitaciones en los que se formaron nuevos gobiernos de transición, sin producirse ninguna transformación significativa más allá de la rearticulación de “los grupos de poder tradicionales”.
A su vez, la persistencia de esta frustración política y económica explicaría la reemergencia de las movilizaciones de protesta a lo largo de este decenio. Un lugar destacado ocupan los agravios socioeconómicos (desempleo, desigualdad, pobreza, precariedad, medidas de austeridad y corrupción), acrecentados durante cerca de los dos últimos años por el Covid-19; y a los que se suma el malestar político por la ausencia de expectativas de democratización y refuerzo del autoritarismo.
En este nuevo repertorio de la acción colectiva se advierte el aprendizaje de los movimientos sociales respecto a experiencias anteriores, como señala en una obra clásica Sidney Tarrow: El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política (Madrid: Alianza Editorial, 1997). En este sentido, cabe destacar la apuesta por rebasar las fracturas sectarias en las movilizaciones registradas en el Líbano e Irak, o bien rehuir temas que dividan al movimiento o formalizar su estructuración política por el riesgo de fragmentación o desaparición en el caso de Argelia.
Sin embargo, en el medio internacional todo parece indicar que sus principales actores no han querido aprender ninguna lección, reproduciendo las mismas pautas que antaño, de seguir apostando por “los regímenes autoritarios”, como supuestos garantes de la estabilidad y seguridad; además de considerarlos —en teoría— aliados en el combate contra el terrorismo y la contención de las migraciones, sin querer advertir que esos mismos regímenes se han vuelto disfuncionales desde hace tiempo y que, paradójicamente, producen las consecuencias no deseadas de la acción e incluso las contrarias: radicalización, violencia e inestabilidad. En suma, las mismas tendencias o resultados que se quieren evitar.
Del mismo modo, desde una perspectiva transversal, como subrayan tanto editores como autores, si bien dichas movilizaciones partieron de una situación regional semejante (falta de desarrollo, autoritarismo, represión, frustración de expectativas) y de un repertorio similar (manifestaciones pacíficas, ocupación del espacio público, utilización de las redes sociales, reivindicaciones de caída o reforma del régimen), no es menos cierto que cada país respondió a sus propias y particulares condiciones. Dicho de otro modo, el efecto de contagio o concatenación experimentado en un primer momento no fue equivalente a un mero mimetismo ni reproducción de pautas idénticas. Por el contrario, cada país, régimen político y contendientes siguieron itinerarios propios y únicos, que no se pueden extrapolar, pese a que también —como se ha indicado— participaron de situaciones y elementos comunes.
En consecuencia, lejos de una mirada uniforme o reduccionista, el texto esboza una inexorable visión caleidoscópica, asentada en las diferentes experiencias, que sin duda contribuye a enriquecer la comprensión de este ciclo de protesta antiautoritaria. Siguiendo la propia estructura interna del libro, conviene —sin ánimo exhaustivo— resaltar las tesis principales de las distintas contribuciones.
Para el caso de Egipto, la profesora Bárbara Azaola Piazza centra su investigación en la regresión autoritaria experimentada en este país, en concreto, en la “estrategia de reconstrucción del autoritarismo puesto en marcha por el régimen de al-Sisi”; y enmarca esta segunda oleada de protestas en una tendencia global contra el incremento del autoritarismo y el deterioro de las condiciones sociales y económicas, recogiendo la particular senda egipcia con la movilización de los más desfavorecidos y de las mujeres; además de las protestas nacionalistas por la transferencia de soberanía a Arabia Saudí de los dos islotes egipcios del mar Rojo, Tirán y Sanafir. Movilizaciones que, entiende la autora, expresan cómo las sociedades árabes no han renunciado a un cambio significativo de sus regímenes políticos y estratificación social.
En esta segunda oleada, el profesor Ignacio Gutiérrez de Terán se ocupa del caso de Sudán, centrando su atención en la “reinvención de régimen tradicional árabe”. Sostiene que, a semejanza de lo sucedido “antes en Egipto y luego en Argelia”, en Sudán se observa “la reorganización del régimen árabe tradicional, rehén aquí de la cúpula castrense”. Considera, siguiendo la máxima de Lampedusa, que había que cambiar algo para que todo siguiera igual. Esto es, que “los compañeros de armas sacrificaron a al-Bachir para rehabilitar la imagen exterior del país y, sobre todo, salvaguardar los principios fundamentales del régimen”, evidenciando la reproducción de las élites del poder.
La profesora Itxaso Domínguez de Olazabal analiza el-Hirak al-Shababi en la Palestina histórica. Recoge las iniciativas colectivas e individuales entre 2011 y 2013, de claro sesgo generacional, “tercera generación post-Nakba”, de jóvenes “nacidos entre mediados de los 80 y finales de los 90”, procedentes de “todo el espectro político palestino”. Con un “funcionamiento descentralizado”, su movilización en la red se multiplicó e implicó la cooperación de grupos de la diáspora y de los palestinos del 67. Crítico con la división entre Fatah y Hamás, el creciente autoritarismo de la Autoridad Palestina y sus políticas económicas neoliberales, centró su denuncia en la ocupación y el apartheid israelí. Pese a su erosión, este movimiento deja abierta algunas interesantes líneas de actuación sobre “nuevas técnicas y estrategias de resistencia no violenta”, que pone de manifiesto la relevancia de la sociedad civil palestina, alejada de la dirección política oficial.
La periodista Ethel Bonet, con un conocimiento de primera mano por su larga experiencia sobre el terreno, analiza las movilizaciones en el Líbano. País que también ha protagonizado la segunda oleada de protestas, pese a las dificultades que supone el “singular sistema confesional libanés”. Precedidas por la movilizaciones de 2015 por “crisis de la basura”, “mala gobernabilidad y corrupción”, considera que las de 2019 adquirieron un carácter más político, generalizado y horizontal: sin líderes, dirección ni concreción de programa político (mostrando su debilidad). Ante una élite gobernante corrupta, de “apenas 200 familias que acaparan el poder y la riqueza”, y que ha llevado al país a la bancarrota, emergió una acción colectiva significativa en una sociedad que exige superar el confesionalismo. En particular, los más jóvenes desean “deshacerse de su identidad sectaria y abrazar una identidad nacional secular”.
El profesor Juan Carlos Castillo Quiñones se ocupa del sectarismo, la securitización y la resilencia en el Irak posbaazista. Su tesis destaca “cómo ha permanecido la acción colectiva pacífica” en un entorno de “inestabilidad y violencia sistemática”. Pese a esa enorme adversidad, destaca el revulsivo que han supuesto los factores socioeconómicos y políticos para las movilizaciones en el Irak posterior a la intervención estadounidense. En particular, subraya la demanda de “reforma de todo el sistema político” y el deseo de trascender las divisiones confesionales y étnicas que, a su vez, son utilizadas por las élites políticas para desmovilizar a la sociedad iraquí. Un correlato similar ha experimentado el movimiento kurdo frente a unas élites corruptas e ineficaces, inmersas en el clientelismo político y responsables del deterioro económico.
El profesor Moisés Garduño García analiza las nuevas dinámicas de las protestas en Irán. Advierte su creciente radicalización no sólo entre las clases medias y educadas, junto a los sectores tradicionalmente empobrecidos, sino también entre los precarizados que sufren “la inflación, el desempleo y las limitaciones de la economía informal”. Este sector, “el precariado”, “no se reconoce pobre ni como clase media”. Está integrado por una población joven, educada y conectada al mundo. Aspira a engrosar la clase media, pero vive en condiciones precarias. Su subsistencia se asienta en el apoyo familiar y en trabajos precarios, de baja consideración social. Y ha protagonizado las movilizaciones de los últimos años (2017-2020) frente a un discurso oficial que sigue haciendo recaer toda la responsabilidad en los actores y factores externos (en particular, la política de sanciones impuesta por la administración estadounidense).
El profesor Miguel Hernando de Larramendi indaga en las movilizaciones y los movimientos sociales en el Túnez posrevolucionario, donde advierte tres importantes diferencias. Primera, entre las clases populares (proletariado y precariado) y las clases medias (educadas, urbanas y profesionales). Segunda, de prioridades o agenda, pese a que ambas clases sociales compartieron el objetivo común de “acabar con el régimen de Ben Ali”, los sectores populares enfatizaban los cambios económicos y sociales, mientras que las clases medias priorizaron los políticos e institucionales. Y tercera, la espacial, debido a los “desequilibrios entre las regiones del centro y del sur y las del litoral y la capital”, con los consecuentes agravios comparativos por el abandono, exclusión y desposesión de la periferia, carente de infraestructuras y de servicios (sanidad y educación), duplicación del desempleo y empobrecimiento.
En suma, el caso tunecino es una claro ejemplo de la denominada democracia de baja intensidad (Barry Gills y Joel Rocamora, 1992) o restringida (Jorge Rodriguez Guerra, 2019), donde cambian los procedimientos políticos mientras se mantiene intacta la estructura social, reproduciendo la pobreza, la desigualdad, la precariedad y la injusticia social. A lo que se suma los últimos acontecimientos políticos, con el autogolpe de este verano, que cuestiona la excepcionalidad tunecina.
La profesora Laurence Thieux analiza el Hirak en Argelia. Aunque su detonante fue la “enésima” humillación de la sociedad argelina por “el anuncio de un quinto mandato del presidente Buteflika”, inscribe dicho movimiento en el malestar socioeconómico y político acumulado desde la década de los ochenta, que cuestionaba “el modelo de gobernanza” y la “ruptura del contrato social entre el Estado y el pueblo”. Además de encuadrar el movimiento de protesta en esa “secuencia histórica más larga”, señalando los puntos de inflexión en la evolución de la sociedad civil argelina, destaca su horizontalidad, transversalidad y renuencia a estructurarse o formalizarse como organización política. Precedida por “microrevueltas espontáneas”, de orden económico y social, por las deficiencias de las infraestructuras, de servicios sociales básicos y la corrupción, entiende Thieux que las movilizaciones son también fruto de las transformaciones de la sociedad argelina. Sin olvidar el aprendizaje de su movimiento social con un comportamiento “pacífico y ordenado”, una “estrategia autónoma del poder” y, entre otras lecciones asumidas, no dejarse engatusar “por los cambios superficiales” como la dimisión de Buteflika.
Por último, el profesor Adil Moustaoui Srhir y la investigadora Nur Kouss Gutiérrez abordan el Hirak en el Rif. Por el “activismo político y social” desplegado en los últimos años, otorgan al Hirak un protagonismo similar al que tuvo el Movimiento 20 de Febrero. Consideran que persiste un profundo malestar, “provocado por el vacío político, la corrupción, la pobreza, la falta de expectativas para la juventud, la desconfianza en las instituciones, la opresión policial y desánimo generalizado (…)”, que explica la continuidad o reemergencia de los movimientos sociales de protesta en Marruecos. El detonante en el Rif fue la muerte de Mouhsine Fikri, triturado por un camión de basura cuando intentaba rescatar su mercancía (que recordaba simbólicamente la inmolación del tunecino Bouzizi en 2010). Pero el trasfondo de las movilizaciones estaba nuevamente en la acumulada “indignación y descontento” socioeconómico y político, además del cultural, que sufre la castigada región del Rif de manera particular. Junto a las estrategias discursivas y de comunicación empleadas, los autores recogen también las movilizaciones registradas en la diáspora europea, en particular, en Madrid.
En suma, estamos ante un texto imprescindible en la compresión no sólo de las revueltas antiautoritarias que conoció la región de Oriente Medio y el Norte de África entre finales de 2010 y principios de 2011, sino también de la segunda oleada de protestas que han continuado a lo largo de este decenio. En conjunto, dichas movilizaciones comparten elementos comunes, pero también particulares, que remiten a los respectivos itinerarios políticos, económicos y sociales nacionales. Mientras persistan las causas estructurales y el malestar sociopolítico y económico que provocan, seguirán persistiendo a su vez las movilizaciones. No cabe llamarse a engaño, la securititización de la pandemia sólo es un paréntesis en esas tensiones, que amenazan con agravarse por el empeoramiento de la situación socioeconómica y el incremento del descontento político.
En consecuencia, no resulta arriesgado afirmar la continuidad de las movilizaciones colectivas a lo largo de la geografía árabe, con sus correspondientes altibajos como en todo ciclo de protesta. En esta dinámica, una cosa parece cierta, en el futuro o en la próxima década, cuando se revisen nuevamente las revueltas autoritarias de 2010/2011, es muy probable que se adviertan en éstas el inicio de un ciclo largo de protestas en el que las sociedades árabes rebasaron el umbral del miedo; y que, pese al incremento de la represión, el refuerzo del autoritarismo, los Estados fallidos, las guerras y la violencia, dichas sociedades no han renunciado al cambio político, social y económico por una vida más digna, justa y libre. De eso se trataba, de dignidad, justicia y libertad.
El paso del tiempo brinda una perspectiva más sosegada para analizar los hechos y acontecimientos que se suceden tanto en nuestro entorno como en el conjunto de la sociedad mundial. Semejante reflexión no desmerece la que se realiza sobre la marcha acerca de esos mismos episodios, aunque aquélla cuenta con la señalada ventaja del transcurso del tiempo, unido a una mayor disposición de información, de la evolución experimentada y, en suma, de las reflexiones suscitadas a lo largo del proceso objeto de seguimiento.
Con ese propósito, se celebró el pasado mes de febrero en la sede de Casa Árabe en Madrid el Congreso Internacional sobre “La primaveras árabes diez años después: retos sociales, políticos y económicos”. Fruto de ese encuentro, que reunió a un nutrido grupo de especialistas, es este texto, junto a otras publicaciones en revistas especializadas y libros igualmente colectivos en proceso de edición.
Con una introducción a modo de estudio preliminar de los editores y miembros del comité organizador del citado Congreso: los profesores Ignacio Álvarez-Ossorio, Isaías Barreñada y Laura Mijares, esta obra colectiva aborda tanto la ola de movilizaciones registradas hace una década en Oriente Medio y el Norte de África como las reproducidas a lo largo de la misma, ubicándolas en ese inicial ciclo de protestas o revueltas antiautoritarias que conoció la región entonces.
En su estudio, los editores ponen de relieve esa perspectiva temporal para advertir un mayor énfasis en las “particularidades nacionales”, “la relevancia de las demandas socioeconómicas”, “el papel desempeñado por activistas con experiencia organizativa” o “las diversas expresiones de las protestas en el medio urbano, provincial y rural”; unido a las debilidades concretadas básicamente en la ausencia de un “programa alternativo y de dirección organizativa, así como el limitado papel de las fuerzas políticas oficiales”. Sin olvidar los elementos comunes, como las incumplidas “demandas” y “expectativas de cambio”, el colapso de algunos Estados (Libia, Yemen y Siria); además del deterioro de la situación en los países en los que sobrevivieron los gobiernos autoritarios o las limitaciones en los que se formaron nuevos gobiernos de transición, sin producirse ninguna transformación significativa más allá de la rearticulación de “los grupos de poder tradicionales”.
A su vez, la persistencia de esta frustración política y económica explicaría la reemergencia de las movilizaciones de protesta a lo largo de este decenio. Un lugar destacado ocupan los agravios socioeconómicos (desempleo, desigualdad, pobreza, precariedad, medidas de austeridad y corrupción), acrecentados durante cerca de los dos últimos años por el Covid-19; y a los que se suma el malestar político por la ausencia de expectativas de democratización y refuerzo del autoritarismo.
En este nuevo repertorio de la acción colectiva se advierte el aprendizaje de los movimientos sociales respecto a experiencias anteriores, como señala en una obra clásica Sidney Tarrow: El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política (Madrid: Alianza Editorial, 1997). En este sentido, cabe destacar la apuesta por rebasar las fracturas sectarias en las movilizaciones registradas en el Líbano e Irak, o bien rehuir temas que dividan al movimiento o formalizar su estructuración política por el riesgo de fragmentación o desaparición en el caso de Argelia.
Sin embargo, en el medio internacional todo parece indicar que sus principales actores no han querido aprender ninguna lección, reproduciendo las mismas pautas que antaño, de seguir apostando por “los regímenes autoritarios”, como supuestos garantes de la estabilidad y seguridad; además de considerarlos —en teoría— aliados en el combate contra el terrorismo y la contención de las migraciones, sin querer advertir que esos mismos regímenes se han vuelto disfuncionales desde hace tiempo y que, paradójicamente, producen las consecuencias no deseadas de la acción e incluso las contrarias: radicalización, violencia e inestabilidad. En suma, las mismas tendencias o resultados que se quieren evitar.
Del mismo modo, desde una perspectiva transversal, como subrayan tanto editores como autores, si bien dichas movilizaciones partieron de una situación regional semejante (falta de desarrollo, autoritarismo, represión, frustración de expectativas) y de un repertorio similar (manifestaciones pacíficas, ocupación del espacio público, utilización de las redes sociales, reivindicaciones de caída o reforma del régimen), no es menos cierto que cada país respondió a sus propias y particulares condiciones. Dicho de otro modo, el efecto de contagio o concatenación experimentado en un primer momento no fue equivalente a un mero mimetismo ni reproducción de pautas idénticas. Por el contrario, cada país, régimen político y contendientes siguieron itinerarios propios y únicos, que no se pueden extrapolar, pese a que también —como se ha indicado— participaron de situaciones y elementos comunes.
En consecuencia, lejos de una mirada uniforme o reduccionista, el texto esboza una inexorable visión caleidoscópica, asentada en las diferentes experiencias, que sin duda contribuye a enriquecer la comprensión de este ciclo de protesta antiautoritaria. Siguiendo la propia estructura interna del libro, conviene —sin ánimo exhaustivo— resaltar las tesis principales de las distintas contribuciones.
Para el caso de Egipto, la profesora Bárbara Azaola Piazza centra su investigación en la regresión autoritaria experimentada en este país, en concreto, en la “estrategia de reconstrucción del autoritarismo puesto en marcha por el régimen de al-Sisi”; y enmarca esta segunda oleada de protestas en una tendencia global contra el incremento del autoritarismo y el deterioro de las condiciones sociales y económicas, recogiendo la particular senda egipcia con la movilización de los más desfavorecidos y de las mujeres; además de las protestas nacionalistas por la transferencia de soberanía a Arabia Saudí de los dos islotes egipcios del mar Rojo, Tirán y Sanafir. Movilizaciones que, entiende la autora, expresan cómo las sociedades árabes no han renunciado a un cambio significativo de sus regímenes políticos y estratificación social.
En esta segunda oleada, el profesor Ignacio Gutiérrez de Terán se ocupa del caso de Sudán, centrando su atención en la “reinvención de régimen tradicional árabe”. Sostiene que, a semejanza de lo sucedido “antes en Egipto y luego en Argelia”, en Sudán se observa “la reorganización del régimen árabe tradicional, rehén aquí de la cúpula castrense”. Considera, siguiendo la máxima de Lampedusa, que había que cambiar algo para que todo siguiera igual. Esto es, que “los compañeros de armas sacrificaron a al-Bachir para rehabilitar la imagen exterior del país y, sobre todo, salvaguardar los principios fundamentales del régimen”, evidenciando la reproducción de las élites del poder.
La profesora Itxaso Domínguez de Olazabal analiza el-Hirak al-Shababi en la Palestina histórica. Recoge las iniciativas colectivas e individuales entre 2011 y 2013, de claro sesgo generacional, “tercera generación post-Nakba”, de jóvenes “nacidos entre mediados de los 80 y finales de los 90”, procedentes de “todo el espectro político palestino”. Con un “funcionamiento descentralizado”, su movilización en la red se multiplicó e implicó la cooperación de grupos de la diáspora y de los palestinos del 67. Crítico con la división entre Fatah y Hamás, el creciente autoritarismo de la Autoridad Palestina y sus políticas económicas neoliberales, centró su denuncia en la ocupación y el apartheid israelí. Pese a su erosión, este movimiento deja abierta algunas interesantes líneas de actuación sobre “nuevas técnicas y estrategias de resistencia no violenta”, que pone de manifiesto la relevancia de la sociedad civil palestina, alejada de la dirección política oficial.
La periodista Ethel Bonet, con un conocimiento de primera mano por su larga experiencia sobre el terreno, analiza las movilizaciones en el Líbano. País que también ha protagonizado la segunda oleada de protestas, pese a las dificultades que supone el “singular sistema confesional libanés”. Precedidas por la movilizaciones de 2015 por “crisis de la basura”, “mala gobernabilidad y corrupción”, considera que las de 2019 adquirieron un carácter más político, generalizado y horizontal: sin líderes, dirección ni concreción de programa político (mostrando su debilidad). Ante una élite gobernante corrupta, de “apenas 200 familias que acaparan el poder y la riqueza”, y que ha llevado al país a la bancarrota, emergió una acción colectiva significativa en una sociedad que exige superar el confesionalismo. En particular, los más jóvenes desean “deshacerse de su identidad sectaria y abrazar una identidad nacional secular”.
El profesor Juan Carlos Castillo Quiñones se ocupa del sectarismo, la securitización y la resilencia en el Irak posbaazista. Su tesis destaca “cómo ha permanecido la acción colectiva pacífica” en un entorno de “inestabilidad y violencia sistemática”. Pese a esa enorme adversidad, destaca el revulsivo que han supuesto los factores socioeconómicos y políticos para las movilizaciones en el Irak posterior a la intervención estadounidense. En particular, subraya la demanda de “reforma de todo el sistema político” y el deseo de trascender las divisiones confesionales y étnicas que, a su vez, son utilizadas por las élites políticas para desmovilizar a la sociedad iraquí. Un correlato similar ha experimentado el movimiento kurdo frente a unas élites corruptas e ineficaces, inmersas en el clientelismo político y responsables del deterioro económico.
El profesor Moisés Garduño García analiza las nuevas dinámicas de las protestas en Irán. Advierte su creciente radicalización no sólo entre las clases medias y educadas, junto a los sectores tradicionalmente empobrecidos, sino también entre los precarizados que sufren “la inflación, el desempleo y las limitaciones de la economía informal”. Este sector, “el precariado”, “no se reconoce pobre ni como clase media”. Está integrado por una población joven, educada y conectada al mundo. Aspira a engrosar la clase media, pero vive en condiciones precarias. Su subsistencia se asienta en el apoyo familiar y en trabajos precarios, de baja consideración social. Y ha protagonizado las movilizaciones de los últimos años (2017-2020) frente a un discurso oficial que sigue haciendo recaer toda la responsabilidad en los actores y factores externos (en particular, la política de sanciones impuesta por la administración estadounidense).
El profesor Miguel Hernando de Larramendi indaga en las movilizaciones y los movimientos sociales en el Túnez posrevolucionario, donde advierte tres importantes diferencias. Primera, entre las clases populares (proletariado y precariado) y las clases medias (educadas, urbanas y profesionales). Segunda, de prioridades o agenda, pese a que ambas clases sociales compartieron el objetivo común de “acabar con el régimen de Ben Ali”, los sectores populares enfatizaban los cambios económicos y sociales, mientras que las clases medias priorizaron los políticos e institucionales. Y tercera, la espacial, debido a los “desequilibrios entre las regiones del centro y del sur y las del litoral y la capital”, con los consecuentes agravios comparativos por el abandono, exclusión y desposesión de la periferia, carente de infraestructuras y de servicios (sanidad y educación), duplicación del desempleo y empobrecimiento.
En suma, el caso tunecino es una claro ejemplo de la denominada democracia de baja intensidad (Barry Gills y Joel Rocamora, 1992) o restringida (Jorge Rodriguez Guerra, 2019), donde cambian los procedimientos políticos mientras se mantiene intacta la estructura social, reproduciendo la pobreza, la desigualdad, la precariedad y la injusticia social. A lo que se suma los últimos acontecimientos políticos, con el autogolpe de este verano, que cuestiona la excepcionalidad tunecina.
La profesora Laurence Thieux analiza el Hirak en Argelia. Aunque su detonante fue la “enésima” humillación de la sociedad argelina por “el anuncio de un quinto mandato del presidente Buteflika”, inscribe dicho movimiento en el malestar socioeconómico y político acumulado desde la década de los ochenta, que cuestionaba “el modelo de gobernanza” y la “ruptura del contrato social entre el Estado y el pueblo”. Además de encuadrar el movimiento de protesta en esa “secuencia histórica más larga”, señalando los puntos de inflexión en la evolución de la sociedad civil argelina, destaca su horizontalidad, transversalidad y renuencia a estructurarse o formalizarse como organización política. Precedida por “microrevueltas espontáneas”, de orden económico y social, por las deficiencias de las infraestructuras, de servicios sociales básicos y la corrupción, entiende Thieux que las movilizaciones son también fruto de las transformaciones de la sociedad argelina. Sin olvidar el aprendizaje de su movimiento social con un comportamiento “pacífico y ordenado”, una “estrategia autónoma del poder” y, entre otras lecciones asumidas, no dejarse engatusar “por los cambios superficiales” como la dimisión de Buteflika.
Por último, el profesor Adil Moustaoui Srhir y la investigadora Nur Kouss Gutiérrez abordan el Hirak en el Rif. Por el “activismo político y social” desplegado en los últimos años, otorgan al Hirak un protagonismo similar al que tuvo el Movimiento 20 de Febrero. Consideran que persiste un profundo malestar, “provocado por el vacío político, la corrupción, la pobreza, la falta de expectativas para la juventud, la desconfianza en las instituciones, la opresión policial y desánimo generalizado (…)”, que explica la continuidad o reemergencia de los movimientos sociales de protesta en Marruecos. El detonante en el Rif fue la muerte de Mouhsine Fikri, triturado por un camión de basura cuando intentaba rescatar su mercancía (que recordaba simbólicamente la inmolación del tunecino Bouzizi en 2010). Pero el trasfondo de las movilizaciones estaba nuevamente en la acumulada “indignación y descontento” socioeconómico y político, además del cultural, que sufre la castigada región del Rif de manera particular. Junto a las estrategias discursivas y de comunicación empleadas, los autores recogen también las movilizaciones registradas en la diáspora europea, en particular, en Madrid.
En suma, estamos ante un texto imprescindible en la compresión no sólo de las revueltas antiautoritarias que conoció la región de Oriente Medio y el Norte de África entre finales de 2010 y principios de 2011, sino también de la segunda oleada de protestas que han continuado a lo largo de este decenio. En conjunto, dichas movilizaciones comparten elementos comunes, pero también particulares, que remiten a los respectivos itinerarios políticos, económicos y sociales nacionales. Mientras persistan las causas estructurales y el malestar sociopolítico y económico que provocan, seguirán persistiendo a su vez las movilizaciones. No cabe llamarse a engaño, la securititización de la pandemia sólo es un paréntesis en esas tensiones, que amenazan con agravarse por el empeoramiento de la situación socioeconómica y el incremento del descontento político.
En consecuencia, no resulta arriesgado afirmar la continuidad de las movilizaciones colectivas a lo largo de la geografía árabe, con sus correspondientes altibajos como en todo ciclo de protesta. En esta dinámica, una cosa parece cierta, en el futuro o en la próxima década, cuando se revisen nuevamente las revueltas autoritarias de 2010/2011, es muy probable que se adviertan en éstas el inicio de un ciclo largo de protestas en el que las sociedades árabes rebasaron el umbral del miedo; y que, pese al incremento de la represión, el refuerzo del autoritarismo, los Estados fallidos, las guerras y la violencia, dichas sociedades no han renunciado al cambio político, social y económico por una vida más digna, justa y libre. De eso se trataba, de dignidad, justicia y libertad.
Alison Weir: La historia oculta de la creación del Estado de Israel. Madrid: Capitán Swing, 2021 (176 páginas). Traducción de Catalina Martínez Muñoz.
Las relaciones entre Estados Unidos e Israel vienen siendo objeto de una creciente atención por parte de la literatura especializada. Un apartado destacado en esa interacción es el que se ocupa del lobby pro-israelí, debido a su notable influencia en la política exterior de Washington en Oriente Próximo.
Sin ánimo exhaustivo, merece la pena recordar algunos títulos que han sido publicados también en español como los de John J. Mearsheimer y Stephen M. Walt: El lobby israelí y la política exterior de Estados Unidos (Madrid: Taurus, 2007); o el de James Petras: El poder de Israel sobre Estados Unidos (Madrid: Iepala, 2013). Sin olvidar su tratamiento más tangencial en diferentes textos de autores de referencia como Edward W. Said, Noam Chomsky, Rashid Khalidi, Norman Filkenstein o más específicamente, entre nosotros, Carmen López Alonso: “Estados Unidos e Israel: caminos entrecruzados, historia abierta” (Culturas, 4, 2009: 58-71).
Semejante atención bibliográfica no es caprichosa, ni responde a una moda; por el contrario, está en sintonía con la “especial relación estratégica” que mantienen ambos países desde hace décadas en la escena internacional en general, y en la región de Oriente Medio en particular. En esta tesitura, muchas voces críticas consideran al Estado israelí como una criatura colonial, con una función de hegemón regional o subimperialista, arropado por el manto protector estadounidense. Sólo basta con echar un vistazo al listado de vetos ejercidos en el Consejo de Seguridad de la ONU para advertir el apoyo con el que Estados Unidos ha blindado a Israel y proporcionado una inédita inmunidad internacional.
Esta aproximación estratégica, lejos de ser una novedad, es una pauta de comportamiento histórico desarrollada por el movimiento sionista desde sus inicios, cuando buscaba el amparo de una gran potencia mundial que apoyara su empresa colonial en Palestina. En función del papel preponderante que tenían en la región y, en suma, en el sistema internacional, los líderes sionistas buscaron primero el apoyo del Imperio otomano, luego del británico y finalmente del estadounidense, como recoge el historiador israelí, Avi Shlaim: El muro de hierro. Israel y el mundo árabe (Granada: Almed, 2011: 53, segunda edición ampliada y actualizada).
Alison Weir aborda en este estudio la influencia y poder ejercido por este lobby en Estados Unidos desde sus orígenes hasta la posterior creación del Estado israelí. Su condición de periodista, junto a una irrefrenable curiosidad, le llevó hace unas dos décadas, durante la denominada segunda Intifada (2000), a constatar que la versión de este conflicto en los medios estadounidenses sólo aportaba una “información sesgada y parcial”. Consciente de que en cualquier controversia siempre hay como mínimo dos visiones, Weir decidió conocer “cuál era el núcleo central del conflicto”. Con ese propósito emprendió un viaje a la región y comenzó a consultar una voluminosa bibliografía.
Fruto de ese seguimiento y años de estudio es este trabajo, en el que esboza, con un importante apoyo bibliográfico y documental, toda una serie de acontecimientos y hechos que rodearon al núcleo del poder estadounidense en el diseño y ejecución de su política exterior respecto a Israel/Palestina. En esta línea de investigación, la autora advierte cómo desde el primer momento se extendió la organización sionista en Estados Unidos, que se había formado originalmente en Europa a finales del siglo XIX. Sus principales y más influyentes integrantes, además de su origen étnico-confesional y convicciones sionistas, pertenecían también —por su condición socioeconómica principalmente— a los círculos elitistas, que se relacionaban o participaban de los ámbitos más restringidos o cercanos al poder.
En consecuencia, desde esta posición privilegiada, se articula como grupo de presión con objeto de reorientar la política exterior de Washington en Oriente Próximo. En esta secuencia histórica, un primer momento está dedicado a desplegar todos los esfuerzos de sensibilización y simpatía a favor de los propósitos del movimiento sionista, cuando su objetivo era un sueño y el pueblo de Palestina era una realidad ninguneada. Una segunda fase se concentra en abogar ante los círculos del poder estadounidense por la política de partición territorial de Palestina, pese a la opinión contraria de algunos miembros del Departamento de Estado al considerar contraproducente dicha medida por la conflictividad que produciría y por el riesgo que implicaría para los propios intereses estadounidenses en la región, como recoge Evan M. Wilson: A calculated risk: the U.S. decisión to recognize Israel (Cincinnaty: Clerisy Press, 2008: 13-14, versión original publicada por Hoover Institution Press en 1979). Por último, la tercera etapa es la consiguiente política de apoyo a la inicial expansión y ocupación colonial israelí, que ha continuado desde entonces.
En este recorrido, Alison Weir muestra cómo entonces las personas y agrupaciones opuestas, críticas o simplemente escépticas respecto al proyecto sionista y al apoyo brindado por Estados Unidos fueron objeto de una campaña de desprestigio (con el consabido sambenito de antisemitas) y de ninguneo. La propia autora ha sido objeto de esas descalificaciones, del mismo modo que la actual campaña del BDS (Boicot, Desinversiones y Sanciones contra la colonización, el apartheid y la ocupación israelí) también lo es en algunos países.
En suma, las críticas al lobby israelí en Estados Unidos no parecen estar libre de ciertos riesgos, al menos por dos razones. Primero, porque al enfatizar el poder que ejerce dicho lobby en la política exterior de Washington resulta tentador acusarlas de adentrarse en el terreno de las teorías conspirativas o, peor aún, de ser descalificadas como antisemitas. Nada más lejos de la realidad, debido a que tanto el lobby israelí no esconde su poder e influencia, agrupado principalmente en torno al AIPAC (Comité de Asuntos Públicos Americano-Israelí) y la Conferencia de Presidentes, como porque actualmente buena parte de los integrantes de dicho lobby no participan de la condición étnico-confesional judía, sino de la derecha cristina, en su mayoría evangélica o, igualmente, conocida como cristianos sionistas. Y segundo, otro riesgo que implica ese énfasis es que puede desresponsabilizar a la administración estadounidense de su actuación exterior en Oriente Medio, como si su política estuviera enteramente diseñada en Tel Aviv (que, sin duda, ejerce una notable influencia), cuando también entran en juego otros grupos de poder y presión, desde empresas transnacionales en materia energética (petróleo y gas, básicamente) hasta armamentísticas, entre las principales. Sin menospreciar otras importantes consideraciones estratégicas; además de compartir valores políticos y presupuestos ideológicos comunes.
Alison Weir prepara un segundo volumen de su trabajo. Hasta entonces habrá que preguntarse hasta dónde llegará el compromiso de Estados Unidos con Israel. Durante la última crisis que enfrentó a Israel y Hamás el pasado mes de mayo se escucharon algunas voces discrepantes en el seno del partido demócrata gobernante, que cuestionaban el tradicional apoyo —incondicional y ciego— a Israel, gobierne quien gobierne. Fue toda una novedad. En este línea, algunos expertos sostienen que ese habitual respaldo podría cambiar en virtud de los cambios demográficos que se están registrando en Estados Unidos, como señala Steven A. Cook: “No Exit: Why the Middle East Still Matters to America” (Foreing Affairs, Vol. 99, No. 6, 2020: 133-142).
No obstante, cabe mantener cierta cautela ante estas previsiones porque ese respaldo no necesaria ni exclusivamente responde a factores demográficos o étnico-confesionales. Como se ha señalado, uno de los principales soportes del lobby israelí procede de la derecha cristiana y sionista, hasta el extremo de que en algunos casos su apoyo trasciende el Estado israelí para inmiscuirse en su política interior con apuestas por determinadas opciones o liderazgos políticos, como el brindado a Netanyahu. En cualquier caso, es de temer que la cuestión de Israel/Palestina en Estados Unidos no sea un tema exclusivo de política exterior, sino que sea vivido igualmente como un caso de política interior que, por ser más precisos, refleja las vinculaciones existentes entre ambas.
Las relaciones entre Estados Unidos e Israel vienen siendo objeto de una creciente atención por parte de la literatura especializada. Un apartado destacado en esa interacción es el que se ocupa del lobby pro-israelí, debido a su notable influencia en la política exterior de Washington en Oriente Próximo.
Sin ánimo exhaustivo, merece la pena recordar algunos títulos que han sido publicados también en español como los de John J. Mearsheimer y Stephen M. Walt: El lobby israelí y la política exterior de Estados Unidos (Madrid: Taurus, 2007); o el de James Petras: El poder de Israel sobre Estados Unidos (Madrid: Iepala, 2013). Sin olvidar su tratamiento más tangencial en diferentes textos de autores de referencia como Edward W. Said, Noam Chomsky, Rashid Khalidi, Norman Filkenstein o más específicamente, entre nosotros, Carmen López Alonso: “Estados Unidos e Israel: caminos entrecruzados, historia abierta” (Culturas, 4, 2009: 58-71).
Semejante atención bibliográfica no es caprichosa, ni responde a una moda; por el contrario, está en sintonía con la “especial relación estratégica” que mantienen ambos países desde hace décadas en la escena internacional en general, y en la región de Oriente Medio en particular. En esta tesitura, muchas voces críticas consideran al Estado israelí como una criatura colonial, con una función de hegemón regional o subimperialista, arropado por el manto protector estadounidense. Sólo basta con echar un vistazo al listado de vetos ejercidos en el Consejo de Seguridad de la ONU para advertir el apoyo con el que Estados Unidos ha blindado a Israel y proporcionado una inédita inmunidad internacional.
Esta aproximación estratégica, lejos de ser una novedad, es una pauta de comportamiento histórico desarrollada por el movimiento sionista desde sus inicios, cuando buscaba el amparo de una gran potencia mundial que apoyara su empresa colonial en Palestina. En función del papel preponderante que tenían en la región y, en suma, en el sistema internacional, los líderes sionistas buscaron primero el apoyo del Imperio otomano, luego del británico y finalmente del estadounidense, como recoge el historiador israelí, Avi Shlaim: El muro de hierro. Israel y el mundo árabe (Granada: Almed, 2011: 53, segunda edición ampliada y actualizada).
Alison Weir aborda en este estudio la influencia y poder ejercido por este lobby en Estados Unidos desde sus orígenes hasta la posterior creación del Estado israelí. Su condición de periodista, junto a una irrefrenable curiosidad, le llevó hace unas dos décadas, durante la denominada segunda Intifada (2000), a constatar que la versión de este conflicto en los medios estadounidenses sólo aportaba una “información sesgada y parcial”. Consciente de que en cualquier controversia siempre hay como mínimo dos visiones, Weir decidió conocer “cuál era el núcleo central del conflicto”. Con ese propósito emprendió un viaje a la región y comenzó a consultar una voluminosa bibliografía.
Fruto de ese seguimiento y años de estudio es este trabajo, en el que esboza, con un importante apoyo bibliográfico y documental, toda una serie de acontecimientos y hechos que rodearon al núcleo del poder estadounidense en el diseño y ejecución de su política exterior respecto a Israel/Palestina. En esta línea de investigación, la autora advierte cómo desde el primer momento se extendió la organización sionista en Estados Unidos, que se había formado originalmente en Europa a finales del siglo XIX. Sus principales y más influyentes integrantes, además de su origen étnico-confesional y convicciones sionistas, pertenecían también —por su condición socioeconómica principalmente— a los círculos elitistas, que se relacionaban o participaban de los ámbitos más restringidos o cercanos al poder.
En consecuencia, desde esta posición privilegiada, se articula como grupo de presión con objeto de reorientar la política exterior de Washington en Oriente Próximo. En esta secuencia histórica, un primer momento está dedicado a desplegar todos los esfuerzos de sensibilización y simpatía a favor de los propósitos del movimiento sionista, cuando su objetivo era un sueño y el pueblo de Palestina era una realidad ninguneada. Una segunda fase se concentra en abogar ante los círculos del poder estadounidense por la política de partición territorial de Palestina, pese a la opinión contraria de algunos miembros del Departamento de Estado al considerar contraproducente dicha medida por la conflictividad que produciría y por el riesgo que implicaría para los propios intereses estadounidenses en la región, como recoge Evan M. Wilson: A calculated risk: the U.S. decisión to recognize Israel (Cincinnaty: Clerisy Press, 2008: 13-14, versión original publicada por Hoover Institution Press en 1979). Por último, la tercera etapa es la consiguiente política de apoyo a la inicial expansión y ocupación colonial israelí, que ha continuado desde entonces.
En este recorrido, Alison Weir muestra cómo entonces las personas y agrupaciones opuestas, críticas o simplemente escépticas respecto al proyecto sionista y al apoyo brindado por Estados Unidos fueron objeto de una campaña de desprestigio (con el consabido sambenito de antisemitas) y de ninguneo. La propia autora ha sido objeto de esas descalificaciones, del mismo modo que la actual campaña del BDS (Boicot, Desinversiones y Sanciones contra la colonización, el apartheid y la ocupación israelí) también lo es en algunos países.
En suma, las críticas al lobby israelí en Estados Unidos no parecen estar libre de ciertos riesgos, al menos por dos razones. Primero, porque al enfatizar el poder que ejerce dicho lobby en la política exterior de Washington resulta tentador acusarlas de adentrarse en el terreno de las teorías conspirativas o, peor aún, de ser descalificadas como antisemitas. Nada más lejos de la realidad, debido a que tanto el lobby israelí no esconde su poder e influencia, agrupado principalmente en torno al AIPAC (Comité de Asuntos Públicos Americano-Israelí) y la Conferencia de Presidentes, como porque actualmente buena parte de los integrantes de dicho lobby no participan de la condición étnico-confesional judía, sino de la derecha cristina, en su mayoría evangélica o, igualmente, conocida como cristianos sionistas. Y segundo, otro riesgo que implica ese énfasis es que puede desresponsabilizar a la administración estadounidense de su actuación exterior en Oriente Medio, como si su política estuviera enteramente diseñada en Tel Aviv (que, sin duda, ejerce una notable influencia), cuando también entran en juego otros grupos de poder y presión, desde empresas transnacionales en materia energética (petróleo y gas, básicamente) hasta armamentísticas, entre las principales. Sin menospreciar otras importantes consideraciones estratégicas; además de compartir valores políticos y presupuestos ideológicos comunes.
Alison Weir prepara un segundo volumen de su trabajo. Hasta entonces habrá que preguntarse hasta dónde llegará el compromiso de Estados Unidos con Israel. Durante la última crisis que enfrentó a Israel y Hamás el pasado mes de mayo se escucharon algunas voces discrepantes en el seno del partido demócrata gobernante, que cuestionaban el tradicional apoyo —incondicional y ciego— a Israel, gobierne quien gobierne. Fue toda una novedad. En este línea, algunos expertos sostienen que ese habitual respaldo podría cambiar en virtud de los cambios demográficos que se están registrando en Estados Unidos, como señala Steven A. Cook: “No Exit: Why the Middle East Still Matters to America” (Foreing Affairs, Vol. 99, No. 6, 2020: 133-142).
No obstante, cabe mantener cierta cautela ante estas previsiones porque ese respaldo no necesaria ni exclusivamente responde a factores demográficos o étnico-confesionales. Como se ha señalado, uno de los principales soportes del lobby israelí procede de la derecha cristiana y sionista, hasta el extremo de que en algunos casos su apoyo trasciende el Estado israelí para inmiscuirse en su política interior con apuestas por determinadas opciones o liderazgos políticos, como el brindado a Netanyahu. En cualquier caso, es de temer que la cuestión de Israel/Palestina en Estados Unidos no sea un tema exclusivo de política exterior, sino que sea vivido igualmente como un caso de política interior que, por ser más precisos, refleja las vinculaciones existentes entre ambas.
16/12/2019
Amín Maalouf: El naufragio de las civilizaciones. Madrid: Alianza Editorial, 2019 (280 páginas). Traducción de María Teresa Gallego Urrutia.
Más conocido (y reconocido) por su obra literaria que por la ensayística, Amín Maalouf retoma en este ensayo algunos de los temas abordados en los dos anteriores: Identidades asesinas (1999) y El desajuste del mundo (2009), todos publicados por Alianza Editorial, al igual que sus textos literarios.
Narrado de una manera amena, en la que entremezcla la visión personal (e incluso familiar) y la colectiva (o generacional), el autor invita a la reflexión sobre el mundo árabe y musulmán para luego pasar, en los últimos capítulos, a extender sus reflexiones al conjunto de la sociedad mundial.
En concreto, contrapone la experiencia existencial de su cohorte generacional durante la década de los sesenta y setenta en Oriente Próximo con la situación actual. Entonces, afirma, la juventud árabe participaba de los mismos anhelos de libertad y progreso que la de otras partes del planeta y, en particular, del entonces denominado Tercer Mundo. Algo que, conviene recordar, no ha cambiado sustancialmente, como muestran las reiteradas manifestaciones antiautoritarias desde Magreb hasta Oriente Próximo: Marruecos, Argelia, Egipto, Líbano e Irak, entre otros países.
Mayor cambio advierte Maalouf en el ámbito ideológico marxista predominante entonces (combinado con fuertes dosis nacionalistas como en buena parte del mundo poscolonial), que fue gradualmente reemplazado por el ascenso del islamismo; y, en particular, contaminado por su corriente más radical, violenta, sectaria, fanática y oscurantista.
Sin embargo, convendría igualmente matizar que no cabe definir el todo por una de sus partes y, menos aún, por una minoritaria (aunque, eso sí, extremadamente ruidosa y destructiva). De hecho, esta minoría violenta ha cobrado un notable impacto mediático y político innegable, sobre todo en situaciones de conflicto armado y Estados fallidos como han mostrado, entre otros, los casos de Irak, Siria o Libia; o bien acaparando igual o incluso mayor atención si atentan fuera del espacio del mundo árabe como, por ejemplo, en Europa.
Pese a que esta imagen es la que prolifera en muchos medios de comunicación, flaco favor se hace a la comprensión de las sociedades árabes si no se advierte toda su variedad y complejidad; además de recordar que la violencia ha sido, por lo general, la respuesta otorgada desde el poder a las protestas pacíficas de la ciudadanía desde 2010-2011 hasta la actualidad.
Sin olvidar, por último, cómo se ha instrumentalizado el descontento y la radicalización por parte de diferentes poderes regionales y mundiales rivales, retroalimentando la violencia (sí, también la terrorista) al secundar la máxima de que “el enemigo de mi enemigo, es mi amigo”.
Más preciso parece Maalouf al despejar cualquier tipo de duda sobre una supuesta excepcionalidad del mundo árabe a la hora de ser estudiado o comprendido; y reivindicar su “normalidad”, por cuanto dicho mundo también compartió “durante mucho tiempo los mismos sueños y las mismas ilusiones que el resto del planeta”.
Considera que el reemplazo del auge de las ideologías políticas seculares, modernizadoras e integradoras de la diversidad étnica y confesional de la región, por el posterior ascenso del islamismo (más excluyente y sectario) se ha debido en buena medida al fracaso de la modernización política y social. En su opinión, la responsabilidad de este fracaso descansa tanto en las experiencias autoritarias de gobierno como en las políticas de las grandes potencias occidentales, que han desvirtuado los valores que supuestamente defienden.
Maalouf advierte que el punto de inflexión de ese giro político e ideológico remite a la derrota árabe de 1967, que supuso un drama colectivo y se llevó por delante el atractivo de las ideologías políticas seculares y, también, del nacionalismo árabe que, a su vez, cedieron su espacio en favor de los islamismos. Tesis que, en buena parte, han sostenido previamente diferentes autores, entre otros, Fouad Ajami: Los árabes en el mundo moderno. Su política y sus problemas desde 1967 (FCE, 1983).
En el ámbito internacional, el autor destaca el año 1979, primero, como inicio de la revolución conservadora liderada por Margaret Thatcher, junto a Ronald Reagan, aunque habrá que recordar que las primeras políticas neoliberales se implementaron en Chile a raíz del golpe de Estado de 1973 como apunta David Harvey: Breve historia del neoliberalismo (Akal, 2007); y, segundo, de vuelta al espacio regional de Oriente Medio, por la revolución iraní, que supuso el pistoletazo de salida de la emergencia de los movimientos islamistas.
Maalouf otorga cierta centralidad al mundo árabe y musulmán en los asuntos mundiales. Sin duda, resulta innegable su ubicación e importancia geoestratégica, pero quizás resulte algo forzado este argumento, sobre todo si se toma en consideración la dependencia externa de una buena parte de sus economías extractivas y rentistas; unida a la dependencia de los apoyos externos y las alianzas estratégicas con las grandes potencias.
Por último, el autor pasa por encima de algunos de los desafíos más importantes a los que se enfrenta el conjunto de la sociedad internacional, desde el cambio climático, la carrera de armamentos, la posibilidad o tentación de un mundo orwelliano que abre la progresiva implantación de la inteligencia artificial; y, en suma, la ausencia de un liderazgo político y ético en el mundo actual en el que, en su criterio, ni Estados Unidos ni la Unión Europea parecen estar a la altura de las exigencias.
Editado por
José Abu-Tarbush
José Abu-Tarbush es profesor titular de Sociología en la Universidad de La Laguna, donde imparte la asignatura de Sociología de las relaciones internacionales. Desde el campo de las relaciones internacionales y la sociología política, su área de interés se ha centrado en Oriente Medio y el Norte de África, con especial seguimiento de la cuestión de Palestina.
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850