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Blog de Tendencias21 sobre la historia reciente de España
Reconstruir el proceso de amnistía, pues un proceso fue, más que un acto, no es tarea fácil, sobre todo porque, pasados ya más de treinta años de la transición a la democracia, los planos de la memoria se confunden y se tiende a hablar de la amnistía de 15 de octubre de 1977 mezclando con ella elementos que corresponden a la de 30 de julio de 1976. Por empezar desde el principio, conviene recordar que antes de la amnistía fue el indulto. El 25 de noviembre de 1975, con motivo de la proclamación de Juan Carlos de Borbón como rey de España, se concedió un indulto general que recordaba, en sus motivaciones y en su alcance, los promulgados durante la dictadura y hasta se concebía como un “homenaje en memoria de la egregia figura del Generalísimo Franco (q. e. G. e.), artífice del progresivo desarrollo en la paz que ha disfrutado España en las últimas cuatro décadas”. En verdad, y de la misma manera que el último gobierno de Franco pareció reduplicarse en el primero de la monarquía, este primer indulto general de la monarquía podría entenderse como último de la dictadura, muy pródiga en la utilización de esta figura. Por lo que se refería a presos políticos, y aunque cerca de 700 fueran excarcelados, la eficacia del indulto era nula mientras no se despenalizaran los “delitos” por los que habían sido condenados: son numerosos los casos de trabajadores de Comisiones Obreras, UGT y USO detenidos por la policía, encarcelados o multados por participar en reuniones no autorizadas, repartir propaganda o realizar alguna pintada. Todavía a principios de abril de 1976, Manuel Fraga, ministro de la Gobernación, ordenó la detención de varios dirigentes de la oposición democrática “tras una reunión donde se han montado esquemas claramente subversivos”, y un año después, con Suárez en la presidencia del Gobierno, la represión policial del Primero de Mayo se saldó en más de doscientos heridos y varios cientos de detenidos.
De modo que el indulto general con el que Juan Carlos de Borbón abrió su reinado sirvió como acicate a la reclamación de amnistía que dio origen a una permanente movilización durante el primer semestre de 1976: colegios de médicos y de abogados, rectores de universidad, jueces y fiscales, ayuntamientos, asociaciones de vecinos, incluso la conferencia episcopal; no hubo ningún partido, ningún organismo unitario, ningún sindicato, que no reivindicara en sus programas y en sus convocatorias la amnistía total como primer requisito para avanzar hacia la democracia. El clamor por la amnistía lo llenaba todo y se convertía en una demanda permanente: unidad, amnistía y estatuto de autonomía fueron las consignas repetidas una y mil veces en las decenas de manifestaciones convocadas hasta la dimisión/destitución de Carlos Arias como presidente del gobierno.
Se comprende, pues, que entre los proyectos de su sucesor, Adolfo Suárez, la amnistía de lo que la legislación franquista tipificaba como delito político. El propósito del nuevo gobierno consistía en “amnistiar todos los delitos ejecutados con intencionalidad político social, en tanto no afectasen a bienes como la vida y la integridad corporal”. No comprendía, pues, a diferencia del indulto, a los presos comunes, que en la prisión de Carabanchel, de Madrid, respondieron a la noticia con un motín. Pero quedaron excluidos también todos los delitos de intencionalidad política que hubieren “puesto en peligro o lesionado la vida o la integridad de las personas”. A esa exclusión se añadió, a propuesta del juez de delitos monetarios, a todos los que hubieran puesto en peligro el patrimonio de la nación por algún delito de esa índole, como el contrabando o la evasión de divisas. Finalmente, las presiones de altos mandos militares introdujeron en el texto una nueva salvedad: los militares a los que se aplicare la amnistía no serían reintegrados en sus empleos ni carreras, de las que habrían de seguir definitivamente separados.
No era ésta, sin embargo, la amnistía que quería la oposición ni los abogados de la mayoría de los presos políticos: no es total, dijeron en una rueda de prensa, “y por tanto no puede ser la base de partida de un Gobierno que se proponga ir a la democracia a través de la reconciliación”. El diario ABC la saludaba como “la más amplia que cabía esperar” y El País la recibía como “la mejor de las posibles, aunque no la más amplia de las deseables”. Y es que la amnistía de julio de 1976 había dejado fuera a un sector de lo que entonces se incluía también entre los “presos políticos”, los condenados por delitos de terrorismo. La oposición no tardó mucho tiempo en plantear al presidente del Gobierno sus exigencias de amnistía total con un argumento que revela bien el propósito político de la memoria actuante en aquel momento. Fue el 11 de enero de 1977, en la primera reunión entre cuatro representantes de la oposición democrática -Antón Canyellas, Felipe González, Julio Jáuregui y Joaquín Satrústegui, miembros de la llamada Comisión de los Nueve- con el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez. En ella, según contó el representante del PNV, se expuso, se razonó y se pidió al presidente del Gobierno “que se otorgara una amnistía de todos los hechos y delitos de intencionalidad política ocurridos entre el 18 de julio de 1936 y el 15 de diciembre de 1976”. No bastaban los indultos anteriores, ni la prescripción de los delitos y de las penas por el mero transcurso de treinta años, sino que “se necesitaba un gran acto solemne que perdonara y olvidara todos los crímenes y barbaridades cometidas por los dos bandos de la guerra civil, antes de ella, en ella y después de ella, hasta nuestros días”. Este “gran perdón y olvido” en un acto protagonizado por el rey en nombre de la paz y de la reconciliación, “habría sido el primer título de honor y gloria del comienzo de un reinado”. Jáuregui, expresando un sentir general, afirmaba que “con esta amnistía se hubiera perdonado y olvidado a los que mataron al presidente Companys y al presidente Carrero; a García Lorca y a Muñoz Seca; al ministro de la Gobernación Salazar-Alonso y al ministro de la Gobernación Zugazagoitia; a las víctimas de Paracuellos y a los muertos de Badajoz; al general Fanjul y al general Pita, a todos los que cometieron crímenes y barbaridades en ambos bandos”.
Pocos días antes de esta reunión, Felipe González había expuesto al canciller alemán Helmut Schmidt la necesidad de que el Gobierno concediera una “amnistía total como medio de reconciliación”. Adolfo Suárez tal vez lo veía también de la misma manera, pero “desgraciadamente [sigue escribiendo Jáuregui] no vio la grandeza del servicio que podría prestar al Rey y al pueblo con este real decreto de amnistía total o, viéndolo, no se atrevió a ello”. Fuera como fuese, por falta de visión o de atrevimiento, no hubo en enero de 1977 amnistía total y el Real Decreto-ley 19/1977, de 14 de marzo, sobre medidas de gracia, por el que 74 presos vascos salieron a la calle gracias a la supresión del inciso “puesto en peligro”, junto al Real Decreto 388/1977, también de 14 de marzo, sobre indulto general, no sirvieron más que para extender y ampliar la movilización por una amnistía general. Porque o se decretaba amnistía sin limitación alguna, o mejor no hacer nada: cualquier otra medida sólo serviría para mostrar la debilidad del gobierno, que manifestaba su disposición a liberar a todos los presos para rebajar el clima de tensión y llegar a las elecciones señaladas para el 15 de junio, pero no podía. Esta era, como no se le escapaba a las gestoras pro-amnistía, la situación ideal para forzar la máquina y seguir convocando manifestaciones de las que pudieran derivarse, dada la contundencia represiva de la policía, enfrentamientos que añadirían más tensión y facilitarían nuevas convocatorias, como así ocurrió en la semana pro-amnistía que las gestoras convocaron para el 8 de mayo de 1977.
Fue entonces, y como respuesta a los incidentes que se saldaron con decenas de heridos y cinco muertos, cuando el gobierno, que tenía difícil conceder una amnistía general después de haber legalizado, contra la manifiesta oposición y la protesta de los jefes de las Fuerzas Armadas, al Partido Comunista y exactamente en el momento en que había sido secuestrado por ETA el industrial y financiero Javier de Ybarra, tomó de nuevo una decisión audaz: tal vez no podía decretar la amnistía, pero sí podía extrañar a los presos vascos “con condenas a muerte sobre sus espaldas y sentenciados en procesos tristemente célebres que aún pesan en el ánimo de muchos españoles”. El mismo día en que ETA secuestraba a Javier de Ybarra, 20 de mayo de 1977, Mario Onaindia, Teo Uriarte, Francisco J. Izko de la Iglesia y Unai Dorronsoro recibían en la cárcel de Córdoba la visita del abogado Juan María Bandrés, portador de un sorprendente mensaje: no serían amnistiados pero podían aceptar la “sofisticada” figura del extrañamiento que el Gobierno ofrecía a los presos vascos excluidos de la amnistía decretada en julio de 1976 y de su ampliación en marzo de 1977.
La posibilidad de ese “gesto” se la había manifestado diez días antes Adolfo Suárez a los representantes de la “Cumbre vasca” reunida en Chiberta, para decidir si los partidos vascos debían o no presentarse a las elecciones sin la previa concesión de una amnistía total. Después de responderles que él se encontraba siempre “en la cuerda floja” y hacer “hincapié en su debilidad”, Suárez les anunció la posibilidad de que presos importantes, como Mario Onaindía y Teo Uriarte, saldrían de la cárcel, dejándoles entrever que después de las elecciones saldrían todos. Era lo mismo que, en negociaciones directas, había manifestado también a ETA: su disposición de liberar a los presos a cambio de una tregua de tres o cuatro meses, una propuesta que ETA rechazó exigiendo, por una parte, la amnistía total e inmediata y manteniendo, por otra, su política de atentados. En todo caso, Mario Onaindía y sus compañeros aceptaron el gesto de Suárez, fueron “extrañados”, y las elecciones se celebraron también en Euskadi sin boicot de los ayuntamientos y con una alta participación ciudadana. Por unos momentos se creyó que de esta forma la espiral violencia – represión – más violencia se había roto gracias a lo que El País calificó de “fisura inteligente” abierta por el Gobierno en la “vieja dialéctica del principio de autoridad como sillar y guía a ultranza de toda decisión política”.
Era una convicción generalizada en los medios de la oposición que sólo la aprobación de una amnistía total podía clausurar la guerra civil y la dictadura y que sólo a partir de ella se podía iniciar un proceso constituyente. Si el gobierno, porque ya había concedido una amplia amnistía en julio de 1976 o porque estuviera sometido a fuertes presiones en contra, no podía o no quería decretarla, entonces serían las Cortes resultantes de las elecciones que habrían de celebrarse en junio de 1977 las que tendrían que asumir la tarea. Y así, en mayo del mismo año, ante la negativa de Suárez y cuando quedaban pocas semanas para las primeras elecciones generales, los dirigentes de la oposición trasladaron su expectativa de amnistía general del Gobierno a las Cortes. Si la amnistía no se consumase antes de las elecciones, escribía Joaquín Ruiz-Giménez, todos los partidos con representación en las futuras Cortes debían comprometerse a promover y votar “antes que otra cosa, esas dos grandes leyes de reconciliación nacional: la de amnistía para todos y la de legalización general de cuantas asociaciones políticas y sindicales acepten la convivencia pacífica”; una reivindicación en la que no estaba solo el líder del Equipo Demócrata Cristiano del Estado Español: desde comunistas a nacionalistas vascos, no quedó nadie sin afirmar que la primera tarea a la que debían enfrentarse las Cortes, igual que había ocurrido como consecuencia de las elecciones de 1936, sería la de promulgar una amnistía general en los términos que Jáuregui había presentado a Suárez en nombre de la Comisión de los Nueve.
Por eso, no fue sino cumplir con la letra de un guión previamente escrito que en las declaraciones políticas formuladas por los partidos de la oposición el día de la constitución de las primeras Cortes, todos recordaran la necesidad de promulgar una amnistía general. Lo hizo Xavier Arzalluz, anunciando que “los parlamentarios vascos conjuntamente” presentarían a la Cámara una proposición de ley de “amnistía general aplicable a todos los delitos de intencionalidad política, sea cual fuere su naturaleza, cometidos con anterioridad al 15 de junio de 1977”. Arzalluz aclaraba que lo pedían para todos los inculpados por delitos políticos, no sólo para los vascos, “para que podamos comenzar una nueva época democrática [y] pueda haber un olvido de situaciones anteriores”. Ninguno venimos con el puñal en la mano, añadió; “ni venimos para rascar en el pasado. Venimos de cara al futuro a construir un nuevo país en el que valga la pena vivir y en el que todos podamos vivir”, nobles palabras, aplaudidas el día siguiente por toda la prensa. No de otra manera se expresó en la misma sesión Santiago Carrillo cuando señaló para aquellas Cortes la tarea de culminar “el proceso de reconciliación de los españoles con una amnistía para todos los delitos de intencionalidad política”. La razón era idéntica a la aducida por Arzalluz: “Bien sabemos que ciertos sectores pueden estar dolidos por acontecimientos recientes; también nosotros lo estamos por atentados que están en la memoria de todos. Mas el resentimiento no es buen consejero a la hora de iniciar la andadura democrática”.
De manera que el proceso de transición había reafirmado y ampliado una convicción muy extendida desde que comenzaron a menudear los encuentros entre disidentes del régimen y militantes de la oposición: que un proceso constituyente destinado a instaurar una democracia en España exigía como punto de partida la amnistía general de todos los delitos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, cometidos desde el principio de la guerra civil hasta el día de las primeras elecciones generales. Esa expectativa y el alto valor simbólico que se atribuía a la amnistía como clausura de la guerra civil, sumados a la negativa del gobierno presidido por Adolfo Suárez a proclamarla sin excepciones ni distingos de ningún tipo, es lo que está en la base de la proposición de Ley de amnistía presentada en el Congreso en octubre de ese mismo año por todos los grupos parlamentarios, excepto Alianza Popular. La Ley 46/1977 de 15 de octubre estaba expresamente dirigida a amnistiar lo que el decreto de julio de 1976 no se había atrevido a tocar: los actos de intencionalidad política “cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delitos y faltas con anterioridad al día 15 de diciembre de 1976 [y] todos los actos de la misma naturaleza realizados entre el 15 de diciembre de 1976 y el 15 de junio de 1977”. Es verdaderamente extraordinario que estos actos quedaran amnistiados “cuando en la intencionalidad política se aprecie además un móvil de reivindicación de las libertades públicas o de reivindicación de autonomías de los pueblos de España”. No sólo eso: la amnistía se extendía también a todos los actos de idéntica intencionalidad y móvil realizados hasta el 6 de octubre de 1977, siempre que no hubieran “supuesto violencia grave contra la vida o la integridad de las personas”. Todos estos distingos no se habían colado de rondón en la redacción del artículo 1º de la Ley: su finalidad consistía en amnistiar a los presos de ETA, pero de rebote, como así fue, también a los del FRAP, GRAPO o MPAIAC, es decir, a todos los grupos de extrema izquierda o nacionalistas que hubieran recurrido al terror como arma de la política. A los que no se amnistiaba, aunque algunos salieron también beneficiados en el clima de confusión que presidió la aplicación de la Ley, era a los terroristas de la extrema derecha causantes de la matanza de Atocha, en cuya acción resultaba imposible detectar el móvil de la reivindicación de libertades públicas o de autonomía de los pueblos de España.
Es sólo en este momento cuando puede hablarse de un pacto sobre amnistía, realizado a la luz pública en el Congreso, entre todos los grupos parlamentarios –excepto Alianza Popular, que se abstuvo- y, a través de ellos, entre gobierno y oposición. Porque a cambio de la amnistía de los presos condenados por actos terroristas, que eran los contemplados en el primer artículo de la ley, el artículo 2º, letra e, incluía también "los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta ley” y, por si fuera poco, en la letra f del mismo artículo se añadían a la amnistía “los delitos cometidos por los funcionarios públicos contra el ejercicio de los derechos de las personas”. De modo que esta ley promulgada por el Parlamento es la única a la que cabe atribuir el carácter de un "pacto de amnistía", puesto que amnistiaba actos contra la vida y la integridad de las personas, de una parte, y contra el ejercicio de los derechos de las personas, de otra: amnistiaba, para decirlo brevemente, a terroristas y a policías. Un pacto, es preciso recordar, sellado después, no antes de las elecciones.
Pero si ningún policía fue sancionado y si todos los presos de ETA quedaron amnistiados -incluido Miguel Ángel Apalategui, presuntamente implicado en el secuestro de Javier de Ybarra, asesinado el 22 de junio de 1977, siete días después de las primeras elecciones generales-, no es del todo cierto que esta ley pusiera "a la misma altura a los funcionarios que violaron sistemáticamente los derechos de las personas” y a aquellos que habían luchado pacíficamente por “lo que hoy son derechos fundamentales”, como en ocasiones se escribe. Ni es más exacto afirmar que la amnistía de octubre de 1977 fue una de las “primeras medidas aprobadas por el nuevo gobierno democrático” ni que a cambio de correr un “tupido velo sobre el pasado” y conseguir que los actos de violencia institucional cometidos durante la dictadura quedaran impunes, los reformistas procedentes del régimen “aceptaron liberar a todos los presos políticos, legalizar al PCE y celebrar unas elecciones auténticamente democráticas en junio de 1977”. Pues, en realidad, esta ley no fue una medida de gobierno, sino resultado de una iniciativa parlamentaria. Los “presos políticos” que habían luchado por los derechos fundamentales llevaban ya varios meses en la calle, el PCE gozaba de legalidad desde hacía medio año, sus dirigentes históricos habían regresado del exilio, se había presentado con sus siglas, su nombre y sus símbolos a unas elecciones generales y su grupo parlamentario no sólo se había sumado a la proposición de ley sino que la defendió de manera muy convincente; y por lo que respecta a las elecciones, se habían celebrado ya en un ambiente de libertad y transparencia. Precisamente porque se habían celebrado, y no para que se celebraran, y porque el partido del gobierno no había conseguido la mayoría absoluta, los grupos de oposición reclamaron con éxito en el Congreso la aprobación de la amnistía de los presos que habían quedado sin amnistiar por las leyes y decretos anteriores -o sea los acusados de, o condenados por, actos de violencia contra las personas- como primer paso para la apertura de un proceso constituyente.
El gobierno accedió a esta exigencia y permitió que todos los presos de ETA y de otros grupos terroristas que quedaban en la cárcel salieran a la calle a cambio de obtener idéntica amnistía para todos los funcionarios que pudieran ser hallados culpables de haber cometido actos de “violencia institucional”. Que quedaban quiere decir que la Ley de Amnistía afectó a una cantidad insignificante de presos si se compara con los que habían sido beneficiados por los indultos y los decretos anteriores. Citando fuentes del Ministerio de Justicia, El País daba la cifra de 89 “presos políticos” como únicos posibles afectados por la amnistía, 85 preventivos y cuatro penados, de los que tres eran miembros del FRAP condenados a muerte en los consejos de Guerra de El Goloso. Hasta ese momento, las sucesivas medidas de gracia tomadas, esas sí, por el gobierno sin negociar ni pactar sus términos con la oposición, habían beneficiado a 117.746 presos o procesados, políticos y comunes, por aplicación del indulto de 25 de noviembre de 1975, el real Decreto-ley de amnistía de 30 de julio de 1976 y los reales Decretos-ley sobre medidas de gracia y sobre indulto general de 14 de marzo de 1977 más varias órdenes y decretos complementarios. De modo que a nadie se le habría ocurrido proponer en el Congreso la aprobación de una ley de amnistía después de celebradas las primeras elecciones si no se hubiera tratado de amnistiar a miembros de ETA y, de rechazo, de otros grupos terroristas. Es menester remacharlo, dado lo extendido de la confusión: lo que la ley de Amnistía promulgada por el Parlamento el 15 de octubre de 1977 puso a la misma altura fueron los atentados y asesinatos de ETA, FRAP, GRAPO y MPAIAC y los delitos cometidos por los funcionarios públicos contra el ejercicio de los derechos de las personas. Y si hubo pacto, como es evidente en el debate a que dio lugar este proyecto de ley, fue con el propósito de sacar a todos los presos de ETA de la cárcel, en la cándida pero muy compartida creencia de que así se acababa con el terrorismo, y extender a cambio la impunidad sobre los actos de "violencia institucional”.
Un precio muy alto, podría pensarse, puesto que por sólo un puñado de acusados o condenados por delitos de terrorismo se renunciaba por ley y para siempre a someter a juicio a los funcionarios que durante la dictadura hubieran violado derechos fundamentales y a no convertir el pasado en arma de la lucha política del presente. No lo creyeron así, sin embargo, los que intervinieron en el debate del proyecto de ley, que, como Marcelino Camacho o Xavier Arzalluz, no dejaron de traer al recuerdo de la Cámara los sufrimientos y torturas padecidos por militantes del PCE o de ETA durante la dictadura. Tampoco lo entendió así ETA, que vio en la ley de amnistía la muestra palmaria de una debilidad del Gobierno, no de una renuncia de la oposición, y decidió arreciar en su campaña de atentados, nunca interrumpida e inmediatamente reanudada con el asesinato de un concejal de Irún, tres días después de que “el último preso vasco”, Francisco Aldanondo Badiola, Ondarru –a quien en un primer momento le fue denegada la amnistía por el capitán general de la VI Región, por no apreciar que la intencionalidad de los delitos de que se le acusaba estuviera referida a la consecución de libertades políticas o de la autonomía- saliera a la calle y recibiera el apoteósico recibimiento de sus paisanos de Ondárroa. Sólo en 1978, los atentados de ETA produjeron 68 víctimas mortales, más que en toda su historia anterior; pero ese número quedaría pronto superado por las 76 víctimas de 1979 y las 91 de 1980.
De modo que el indulto general con el que Juan Carlos de Borbón abrió su reinado sirvió como acicate a la reclamación de amnistía que dio origen a una permanente movilización durante el primer semestre de 1976: colegios de médicos y de abogados, rectores de universidad, jueces y fiscales, ayuntamientos, asociaciones de vecinos, incluso la conferencia episcopal; no hubo ningún partido, ningún organismo unitario, ningún sindicato, que no reivindicara en sus programas y en sus convocatorias la amnistía total como primer requisito para avanzar hacia la democracia. El clamor por la amnistía lo llenaba todo y se convertía en una demanda permanente: unidad, amnistía y estatuto de autonomía fueron las consignas repetidas una y mil veces en las decenas de manifestaciones convocadas hasta la dimisión/destitución de Carlos Arias como presidente del gobierno.
Se comprende, pues, que entre los proyectos de su sucesor, Adolfo Suárez, la amnistía de lo que la legislación franquista tipificaba como delito político. El propósito del nuevo gobierno consistía en “amnistiar todos los delitos ejecutados con intencionalidad político social, en tanto no afectasen a bienes como la vida y la integridad corporal”. No comprendía, pues, a diferencia del indulto, a los presos comunes, que en la prisión de Carabanchel, de Madrid, respondieron a la noticia con un motín. Pero quedaron excluidos también todos los delitos de intencionalidad política que hubieren “puesto en peligro o lesionado la vida o la integridad de las personas”. A esa exclusión se añadió, a propuesta del juez de delitos monetarios, a todos los que hubieran puesto en peligro el patrimonio de la nación por algún delito de esa índole, como el contrabando o la evasión de divisas. Finalmente, las presiones de altos mandos militares introdujeron en el texto una nueva salvedad: los militares a los que se aplicare la amnistía no serían reintegrados en sus empleos ni carreras, de las que habrían de seguir definitivamente separados.
No era ésta, sin embargo, la amnistía que quería la oposición ni los abogados de la mayoría de los presos políticos: no es total, dijeron en una rueda de prensa, “y por tanto no puede ser la base de partida de un Gobierno que se proponga ir a la democracia a través de la reconciliación”. El diario ABC la saludaba como “la más amplia que cabía esperar” y El País la recibía como “la mejor de las posibles, aunque no la más amplia de las deseables”. Y es que la amnistía de julio de 1976 había dejado fuera a un sector de lo que entonces se incluía también entre los “presos políticos”, los condenados por delitos de terrorismo. La oposición no tardó mucho tiempo en plantear al presidente del Gobierno sus exigencias de amnistía total con un argumento que revela bien el propósito político de la memoria actuante en aquel momento. Fue el 11 de enero de 1977, en la primera reunión entre cuatro representantes de la oposición democrática -Antón Canyellas, Felipe González, Julio Jáuregui y Joaquín Satrústegui, miembros de la llamada Comisión de los Nueve- con el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez. En ella, según contó el representante del PNV, se expuso, se razonó y se pidió al presidente del Gobierno “que se otorgara una amnistía de todos los hechos y delitos de intencionalidad política ocurridos entre el 18 de julio de 1936 y el 15 de diciembre de 1976”. No bastaban los indultos anteriores, ni la prescripción de los delitos y de las penas por el mero transcurso de treinta años, sino que “se necesitaba un gran acto solemne que perdonara y olvidara todos los crímenes y barbaridades cometidas por los dos bandos de la guerra civil, antes de ella, en ella y después de ella, hasta nuestros días”. Este “gran perdón y olvido” en un acto protagonizado por el rey en nombre de la paz y de la reconciliación, “habría sido el primer título de honor y gloria del comienzo de un reinado”. Jáuregui, expresando un sentir general, afirmaba que “con esta amnistía se hubiera perdonado y olvidado a los que mataron al presidente Companys y al presidente Carrero; a García Lorca y a Muñoz Seca; al ministro de la Gobernación Salazar-Alonso y al ministro de la Gobernación Zugazagoitia; a las víctimas de Paracuellos y a los muertos de Badajoz; al general Fanjul y al general Pita, a todos los que cometieron crímenes y barbaridades en ambos bandos”.
Pocos días antes de esta reunión, Felipe González había expuesto al canciller alemán Helmut Schmidt la necesidad de que el Gobierno concediera una “amnistía total como medio de reconciliación”. Adolfo Suárez tal vez lo veía también de la misma manera, pero “desgraciadamente [sigue escribiendo Jáuregui] no vio la grandeza del servicio que podría prestar al Rey y al pueblo con este real decreto de amnistía total o, viéndolo, no se atrevió a ello”. Fuera como fuese, por falta de visión o de atrevimiento, no hubo en enero de 1977 amnistía total y el Real Decreto-ley 19/1977, de 14 de marzo, sobre medidas de gracia, por el que 74 presos vascos salieron a la calle gracias a la supresión del inciso “puesto en peligro”, junto al Real Decreto 388/1977, también de 14 de marzo, sobre indulto general, no sirvieron más que para extender y ampliar la movilización por una amnistía general. Porque o se decretaba amnistía sin limitación alguna, o mejor no hacer nada: cualquier otra medida sólo serviría para mostrar la debilidad del gobierno, que manifestaba su disposición a liberar a todos los presos para rebajar el clima de tensión y llegar a las elecciones señaladas para el 15 de junio, pero no podía. Esta era, como no se le escapaba a las gestoras pro-amnistía, la situación ideal para forzar la máquina y seguir convocando manifestaciones de las que pudieran derivarse, dada la contundencia represiva de la policía, enfrentamientos que añadirían más tensión y facilitarían nuevas convocatorias, como así ocurrió en la semana pro-amnistía que las gestoras convocaron para el 8 de mayo de 1977.
Fue entonces, y como respuesta a los incidentes que se saldaron con decenas de heridos y cinco muertos, cuando el gobierno, que tenía difícil conceder una amnistía general después de haber legalizado, contra la manifiesta oposición y la protesta de los jefes de las Fuerzas Armadas, al Partido Comunista y exactamente en el momento en que había sido secuestrado por ETA el industrial y financiero Javier de Ybarra, tomó de nuevo una decisión audaz: tal vez no podía decretar la amnistía, pero sí podía extrañar a los presos vascos “con condenas a muerte sobre sus espaldas y sentenciados en procesos tristemente célebres que aún pesan en el ánimo de muchos españoles”. El mismo día en que ETA secuestraba a Javier de Ybarra, 20 de mayo de 1977, Mario Onaindia, Teo Uriarte, Francisco J. Izko de la Iglesia y Unai Dorronsoro recibían en la cárcel de Córdoba la visita del abogado Juan María Bandrés, portador de un sorprendente mensaje: no serían amnistiados pero podían aceptar la “sofisticada” figura del extrañamiento que el Gobierno ofrecía a los presos vascos excluidos de la amnistía decretada en julio de 1976 y de su ampliación en marzo de 1977.
La posibilidad de ese “gesto” se la había manifestado diez días antes Adolfo Suárez a los representantes de la “Cumbre vasca” reunida en Chiberta, para decidir si los partidos vascos debían o no presentarse a las elecciones sin la previa concesión de una amnistía total. Después de responderles que él se encontraba siempre “en la cuerda floja” y hacer “hincapié en su debilidad”, Suárez les anunció la posibilidad de que presos importantes, como Mario Onaindía y Teo Uriarte, saldrían de la cárcel, dejándoles entrever que después de las elecciones saldrían todos. Era lo mismo que, en negociaciones directas, había manifestado también a ETA: su disposición de liberar a los presos a cambio de una tregua de tres o cuatro meses, una propuesta que ETA rechazó exigiendo, por una parte, la amnistía total e inmediata y manteniendo, por otra, su política de atentados. En todo caso, Mario Onaindía y sus compañeros aceptaron el gesto de Suárez, fueron “extrañados”, y las elecciones se celebraron también en Euskadi sin boicot de los ayuntamientos y con una alta participación ciudadana. Por unos momentos se creyó que de esta forma la espiral violencia – represión – más violencia se había roto gracias a lo que El País calificó de “fisura inteligente” abierta por el Gobierno en la “vieja dialéctica del principio de autoridad como sillar y guía a ultranza de toda decisión política”.
Era una convicción generalizada en los medios de la oposición que sólo la aprobación de una amnistía total podía clausurar la guerra civil y la dictadura y que sólo a partir de ella se podía iniciar un proceso constituyente. Si el gobierno, porque ya había concedido una amplia amnistía en julio de 1976 o porque estuviera sometido a fuertes presiones en contra, no podía o no quería decretarla, entonces serían las Cortes resultantes de las elecciones que habrían de celebrarse en junio de 1977 las que tendrían que asumir la tarea. Y así, en mayo del mismo año, ante la negativa de Suárez y cuando quedaban pocas semanas para las primeras elecciones generales, los dirigentes de la oposición trasladaron su expectativa de amnistía general del Gobierno a las Cortes. Si la amnistía no se consumase antes de las elecciones, escribía Joaquín Ruiz-Giménez, todos los partidos con representación en las futuras Cortes debían comprometerse a promover y votar “antes que otra cosa, esas dos grandes leyes de reconciliación nacional: la de amnistía para todos y la de legalización general de cuantas asociaciones políticas y sindicales acepten la convivencia pacífica”; una reivindicación en la que no estaba solo el líder del Equipo Demócrata Cristiano del Estado Español: desde comunistas a nacionalistas vascos, no quedó nadie sin afirmar que la primera tarea a la que debían enfrentarse las Cortes, igual que había ocurrido como consecuencia de las elecciones de 1936, sería la de promulgar una amnistía general en los términos que Jáuregui había presentado a Suárez en nombre de la Comisión de los Nueve.
Por eso, no fue sino cumplir con la letra de un guión previamente escrito que en las declaraciones políticas formuladas por los partidos de la oposición el día de la constitución de las primeras Cortes, todos recordaran la necesidad de promulgar una amnistía general. Lo hizo Xavier Arzalluz, anunciando que “los parlamentarios vascos conjuntamente” presentarían a la Cámara una proposición de ley de “amnistía general aplicable a todos los delitos de intencionalidad política, sea cual fuere su naturaleza, cometidos con anterioridad al 15 de junio de 1977”. Arzalluz aclaraba que lo pedían para todos los inculpados por delitos políticos, no sólo para los vascos, “para que podamos comenzar una nueva época democrática [y] pueda haber un olvido de situaciones anteriores”. Ninguno venimos con el puñal en la mano, añadió; “ni venimos para rascar en el pasado. Venimos de cara al futuro a construir un nuevo país en el que valga la pena vivir y en el que todos podamos vivir”, nobles palabras, aplaudidas el día siguiente por toda la prensa. No de otra manera se expresó en la misma sesión Santiago Carrillo cuando señaló para aquellas Cortes la tarea de culminar “el proceso de reconciliación de los españoles con una amnistía para todos los delitos de intencionalidad política”. La razón era idéntica a la aducida por Arzalluz: “Bien sabemos que ciertos sectores pueden estar dolidos por acontecimientos recientes; también nosotros lo estamos por atentados que están en la memoria de todos. Mas el resentimiento no es buen consejero a la hora de iniciar la andadura democrática”.
De manera que el proceso de transición había reafirmado y ampliado una convicción muy extendida desde que comenzaron a menudear los encuentros entre disidentes del régimen y militantes de la oposición: que un proceso constituyente destinado a instaurar una democracia en España exigía como punto de partida la amnistía general de todos los delitos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, cometidos desde el principio de la guerra civil hasta el día de las primeras elecciones generales. Esa expectativa y el alto valor simbólico que se atribuía a la amnistía como clausura de la guerra civil, sumados a la negativa del gobierno presidido por Adolfo Suárez a proclamarla sin excepciones ni distingos de ningún tipo, es lo que está en la base de la proposición de Ley de amnistía presentada en el Congreso en octubre de ese mismo año por todos los grupos parlamentarios, excepto Alianza Popular. La Ley 46/1977 de 15 de octubre estaba expresamente dirigida a amnistiar lo que el decreto de julio de 1976 no se había atrevido a tocar: los actos de intencionalidad política “cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delitos y faltas con anterioridad al día 15 de diciembre de 1976 [y] todos los actos de la misma naturaleza realizados entre el 15 de diciembre de 1976 y el 15 de junio de 1977”. Es verdaderamente extraordinario que estos actos quedaran amnistiados “cuando en la intencionalidad política se aprecie además un móvil de reivindicación de las libertades públicas o de reivindicación de autonomías de los pueblos de España”. No sólo eso: la amnistía se extendía también a todos los actos de idéntica intencionalidad y móvil realizados hasta el 6 de octubre de 1977, siempre que no hubieran “supuesto violencia grave contra la vida o la integridad de las personas”. Todos estos distingos no se habían colado de rondón en la redacción del artículo 1º de la Ley: su finalidad consistía en amnistiar a los presos de ETA, pero de rebote, como así fue, también a los del FRAP, GRAPO o MPAIAC, es decir, a todos los grupos de extrema izquierda o nacionalistas que hubieran recurrido al terror como arma de la política. A los que no se amnistiaba, aunque algunos salieron también beneficiados en el clima de confusión que presidió la aplicación de la Ley, era a los terroristas de la extrema derecha causantes de la matanza de Atocha, en cuya acción resultaba imposible detectar el móvil de la reivindicación de libertades públicas o de autonomía de los pueblos de España.
Es sólo en este momento cuando puede hablarse de un pacto sobre amnistía, realizado a la luz pública en el Congreso, entre todos los grupos parlamentarios –excepto Alianza Popular, que se abstuvo- y, a través de ellos, entre gobierno y oposición. Porque a cambio de la amnistía de los presos condenados por actos terroristas, que eran los contemplados en el primer artículo de la ley, el artículo 2º, letra e, incluía también "los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta ley” y, por si fuera poco, en la letra f del mismo artículo se añadían a la amnistía “los delitos cometidos por los funcionarios públicos contra el ejercicio de los derechos de las personas”. De modo que esta ley promulgada por el Parlamento es la única a la que cabe atribuir el carácter de un "pacto de amnistía", puesto que amnistiaba actos contra la vida y la integridad de las personas, de una parte, y contra el ejercicio de los derechos de las personas, de otra: amnistiaba, para decirlo brevemente, a terroristas y a policías. Un pacto, es preciso recordar, sellado después, no antes de las elecciones.
Pero si ningún policía fue sancionado y si todos los presos de ETA quedaron amnistiados -incluido Miguel Ángel Apalategui, presuntamente implicado en el secuestro de Javier de Ybarra, asesinado el 22 de junio de 1977, siete días después de las primeras elecciones generales-, no es del todo cierto que esta ley pusiera "a la misma altura a los funcionarios que violaron sistemáticamente los derechos de las personas” y a aquellos que habían luchado pacíficamente por “lo que hoy son derechos fundamentales”, como en ocasiones se escribe. Ni es más exacto afirmar que la amnistía de octubre de 1977 fue una de las “primeras medidas aprobadas por el nuevo gobierno democrático” ni que a cambio de correr un “tupido velo sobre el pasado” y conseguir que los actos de violencia institucional cometidos durante la dictadura quedaran impunes, los reformistas procedentes del régimen “aceptaron liberar a todos los presos políticos, legalizar al PCE y celebrar unas elecciones auténticamente democráticas en junio de 1977”. Pues, en realidad, esta ley no fue una medida de gobierno, sino resultado de una iniciativa parlamentaria. Los “presos políticos” que habían luchado por los derechos fundamentales llevaban ya varios meses en la calle, el PCE gozaba de legalidad desde hacía medio año, sus dirigentes históricos habían regresado del exilio, se había presentado con sus siglas, su nombre y sus símbolos a unas elecciones generales y su grupo parlamentario no sólo se había sumado a la proposición de ley sino que la defendió de manera muy convincente; y por lo que respecta a las elecciones, se habían celebrado ya en un ambiente de libertad y transparencia. Precisamente porque se habían celebrado, y no para que se celebraran, y porque el partido del gobierno no había conseguido la mayoría absoluta, los grupos de oposición reclamaron con éxito en el Congreso la aprobación de la amnistía de los presos que habían quedado sin amnistiar por las leyes y decretos anteriores -o sea los acusados de, o condenados por, actos de violencia contra las personas- como primer paso para la apertura de un proceso constituyente.
El gobierno accedió a esta exigencia y permitió que todos los presos de ETA y de otros grupos terroristas que quedaban en la cárcel salieran a la calle a cambio de obtener idéntica amnistía para todos los funcionarios que pudieran ser hallados culpables de haber cometido actos de “violencia institucional”. Que quedaban quiere decir que la Ley de Amnistía afectó a una cantidad insignificante de presos si se compara con los que habían sido beneficiados por los indultos y los decretos anteriores. Citando fuentes del Ministerio de Justicia, El País daba la cifra de 89 “presos políticos” como únicos posibles afectados por la amnistía, 85 preventivos y cuatro penados, de los que tres eran miembros del FRAP condenados a muerte en los consejos de Guerra de El Goloso. Hasta ese momento, las sucesivas medidas de gracia tomadas, esas sí, por el gobierno sin negociar ni pactar sus términos con la oposición, habían beneficiado a 117.746 presos o procesados, políticos y comunes, por aplicación del indulto de 25 de noviembre de 1975, el real Decreto-ley de amnistía de 30 de julio de 1976 y los reales Decretos-ley sobre medidas de gracia y sobre indulto general de 14 de marzo de 1977 más varias órdenes y decretos complementarios. De modo que a nadie se le habría ocurrido proponer en el Congreso la aprobación de una ley de amnistía después de celebradas las primeras elecciones si no se hubiera tratado de amnistiar a miembros de ETA y, de rechazo, de otros grupos terroristas. Es menester remacharlo, dado lo extendido de la confusión: lo que la ley de Amnistía promulgada por el Parlamento el 15 de octubre de 1977 puso a la misma altura fueron los atentados y asesinatos de ETA, FRAP, GRAPO y MPAIAC y los delitos cometidos por los funcionarios públicos contra el ejercicio de los derechos de las personas. Y si hubo pacto, como es evidente en el debate a que dio lugar este proyecto de ley, fue con el propósito de sacar a todos los presos de ETA de la cárcel, en la cándida pero muy compartida creencia de que así se acababa con el terrorismo, y extender a cambio la impunidad sobre los actos de "violencia institucional”.
Un precio muy alto, podría pensarse, puesto que por sólo un puñado de acusados o condenados por delitos de terrorismo se renunciaba por ley y para siempre a someter a juicio a los funcionarios que durante la dictadura hubieran violado derechos fundamentales y a no convertir el pasado en arma de la lucha política del presente. No lo creyeron así, sin embargo, los que intervinieron en el debate del proyecto de ley, que, como Marcelino Camacho o Xavier Arzalluz, no dejaron de traer al recuerdo de la Cámara los sufrimientos y torturas padecidos por militantes del PCE o de ETA durante la dictadura. Tampoco lo entendió así ETA, que vio en la ley de amnistía la muestra palmaria de una debilidad del Gobierno, no de una renuncia de la oposición, y decidió arreciar en su campaña de atentados, nunca interrumpida e inmediatamente reanudada con el asesinato de un concejal de Irún, tres días después de que “el último preso vasco”, Francisco Aldanondo Badiola, Ondarru –a quien en un primer momento le fue denegada la amnistía por el capitán general de la VI Región, por no apreciar que la intencionalidad de los delitos de que se le acusaba estuviera referida a la consecución de libertades políticas o de la autonomía- saliera a la calle y recibiera el apoteósico recibimiento de sus paisanos de Ondárroa. Sólo en 1978, los atentados de ETA produjeron 68 víctimas mortales, más que en toda su historia anterior; pero ese número quedaría pronto superado por las 76 víctimas de 1979 y las 91 de 1980.
En estos tiempos que corren, sumergidos en la crisis que no acaba, no nos faltan, como era de temer, arbitristas que todo lo arreglarían si a ellos les dejaran. El que se lleva la palma en la competición es un maestro de periodistas, en su día director de lo que define como ABC verdadero, no éste ABC de ahora, que al parecer es de mentirijillas.
Proclama Luis María Anson que de la crisis se sale con solo reducir el número de funcionarios de los 3,2 millones que, según sus cuentas, son los actualmente en plantilla, hasta la más manejable magnitud de 700.000, o sea, que con jubilar o dar el finiquito a tres de cada cuatro funcionarios, se salvaría el Estado y nos libraríamos todos del insoportable fardo de la deuda.
Dejando de lado la obvia búsqueda de un chivo expiatorio que ofrecer al público, Anson transforma en funcionarios a todo el personal al servicio de las administraciones publicas y eleva su magnitud de los 2,65 millones realmente existentes a 3,2 millones. ¿En qué trabajan estos dos millones y medio de personas? Anson no lo dice porque tal vez se imagina a todas ellas detrás de la ventanilla, como las veían la caterva de regeneracionistas de finales del siglo XIX cuando ya se decía que había que librarse de esa plaga.
Pero resulta que, de ese total, medio millón trabaja en las instituciones sanitarias del Sistema Nacional de Salud y unos 650.000 se ocupan de los diferentes niveles de docencia, desde la infantil a la universitaria. Quiere esto decir que nada menos que 44 de cada 100 “funcionarios” son personal sanitario o docente.
Tal vez se podría reducir este número a su cuarta parte, como propone Anson, pero entonces habría que explicar la manera de posibilitar a cada españolito que viene al mundo un periodo de escolarización obligatoria, que cubre en el momento actual catorce años de su vida, o cómo se garantiza a todo el que lo demanda una atención médica y hospitalaria gratuita y de reconocida calidad.
Dando un paso más, y una vez descontados los trabajadores de instituciones docentes y sanitarias, resulta que del resto de “funcionarios”, algo más de un cuarto de millón son militares, policías o guardias civiles, o sea, personal de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, a los que todavía habría que añadir las policías locales y autonómicas y el personal adscrito a la administración de justicia y a los centros penitenciarios, lo cual lleva el total de “funcionarios” encargados de nuestra seguridad a cerca de otro medio millón. ¿Propondría el audaz periodista que esos efectivos se podaran, en idéntica proporción que los anteriores, hasta el punto de reducir a 125.000 asalariados públicos la suma de policías, guardias civiles, jueces y demás ‘funcionarios’ que velan por el orden y la seguridad?
Consumadas estas podas, si se atiende la propuesta de Anson, el Estado tan trabajosamente construido durante las tres últimas décadas se vería sometido a una dieta de manera que nunca pudiera superar el tope de 125.000 empleados en las funciones de justicia y seguridad, otros 200.000 en docencia, y no más 150.000 en hospitales y centros de salud.
Hasta completar los 700.000 que, como límite máximo, propone el director del antiguo ABC quedarían únicamente 225.000 plazas que se podrían distribuir entre conductores de autobuses urbanos, limpieza de calles, parques y jardines, de oficinas y despachos, expedición de carnets de identidad, pasaportes y carnets de conducir, empleados en empresas públicas y otras menudencias del mismo tipo de manera que todavía quedaran algunos huecos para ir rellenando con los paniaguados que cada consejero de Comunidad Autónoma se ve en la necesidad de contratar y que, según se nos cuenta, habrían elevado la cifra total a más de tres millones de funcionarios, una ruina.
Proclama Luis María Anson que de la crisis se sale con solo reducir el número de funcionarios de los 3,2 millones que, según sus cuentas, son los actualmente en plantilla, hasta la más manejable magnitud de 700.000, o sea, que con jubilar o dar el finiquito a tres de cada cuatro funcionarios, se salvaría el Estado y nos libraríamos todos del insoportable fardo de la deuda.
Dejando de lado la obvia búsqueda de un chivo expiatorio que ofrecer al público, Anson transforma en funcionarios a todo el personal al servicio de las administraciones publicas y eleva su magnitud de los 2,65 millones realmente existentes a 3,2 millones. ¿En qué trabajan estos dos millones y medio de personas? Anson no lo dice porque tal vez se imagina a todas ellas detrás de la ventanilla, como las veían la caterva de regeneracionistas de finales del siglo XIX cuando ya se decía que había que librarse de esa plaga.
Pero resulta que, de ese total, medio millón trabaja en las instituciones sanitarias del Sistema Nacional de Salud y unos 650.000 se ocupan de los diferentes niveles de docencia, desde la infantil a la universitaria. Quiere esto decir que nada menos que 44 de cada 100 “funcionarios” son personal sanitario o docente.
Tal vez se podría reducir este número a su cuarta parte, como propone Anson, pero entonces habría que explicar la manera de posibilitar a cada españolito que viene al mundo un periodo de escolarización obligatoria, que cubre en el momento actual catorce años de su vida, o cómo se garantiza a todo el que lo demanda una atención médica y hospitalaria gratuita y de reconocida calidad.
Dando un paso más, y una vez descontados los trabajadores de instituciones docentes y sanitarias, resulta que del resto de “funcionarios”, algo más de un cuarto de millón son militares, policías o guardias civiles, o sea, personal de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, a los que todavía habría que añadir las policías locales y autonómicas y el personal adscrito a la administración de justicia y a los centros penitenciarios, lo cual lleva el total de “funcionarios” encargados de nuestra seguridad a cerca de otro medio millón. ¿Propondría el audaz periodista que esos efectivos se podaran, en idéntica proporción que los anteriores, hasta el punto de reducir a 125.000 asalariados públicos la suma de policías, guardias civiles, jueces y demás ‘funcionarios’ que velan por el orden y la seguridad?
Consumadas estas podas, si se atiende la propuesta de Anson, el Estado tan trabajosamente construido durante las tres últimas décadas se vería sometido a una dieta de manera que nunca pudiera superar el tope de 125.000 empleados en las funciones de justicia y seguridad, otros 200.000 en docencia, y no más 150.000 en hospitales y centros de salud.
Hasta completar los 700.000 que, como límite máximo, propone el director del antiguo ABC quedarían únicamente 225.000 plazas que se podrían distribuir entre conductores de autobuses urbanos, limpieza de calles, parques y jardines, de oficinas y despachos, expedición de carnets de identidad, pasaportes y carnets de conducir, empleados en empresas públicas y otras menudencias del mismo tipo de manera que todavía quedaran algunos huecos para ir rellenando con los paniaguados que cada consejero de Comunidad Autónoma se ve en la necesidad de contratar y que, según se nos cuenta, habrían elevado la cifra total a más de tres millones de funcionarios, una ruina.
Muchas y muy altas son las pasiones levantadas con motivo de las declaraciones del ministro de Asuntos Exteriores de Venezuela a propósito del auto de un juez de la Audiencia Nacional en el que hablaba de indicios de colaboración entre ETA y las FARC bajo el manto protector de las autoridades venezolanas. ¿De verdad merecen esas declaraciones llevarse las manos a la cabeza? ¡Pero si este hombre no hace otra cosa que transcribir en el colorido lenguaje que hace las delicias de un sector de nuestros jueces y fiscales lo que se puede leer cada mañana en la prensa española!
Por ejemplo, se abre el periódico y bien destacadas aparecen las declaraciones de un distinguido miembro de la carrera fiscal que durante años ha estado al frente de la Fiscalía Anticorrupción. ¿Qué leemos? Pues que en España existe “una alianza objetiva de los tribunales y de los corruptos”. Cuando una institución de un Estado de derecho, pongamos, el gobierno, los tribunales, la policía, sella una “alianza objetiva” con gentes corruptas estamos literalmente ante una mafia, que en la segunda acepción del Diccionario de la Real Academia Española no es otra cosa que una organización clandestina de criminales.
Esto de la alianza objetiva de tribunales y corruptos no se le ha ocurrido a Perico el de los palotes: su copyright es propiedad nada menos que de Carlos Jiménez Villarejo, que tal vez no es un aliado objetivo del mencionado ministro pero que, con sus declaraciones sobre la alianza objetiva, le ha proporcionado una oportunidad de oro para acusar a los jueces españoles de mafiosos. A lo mejor lo son, pero si lo son, y el ex fiscal anticorrupción lo sabe, estaría obligado a presentar ante los tribunales la correspondiente denuncia de los miembros de tan impía alianza en lugar de limitarse a una acusación genérica que, por no venir acompañada de nombres ni de hechos, se reduce a pura demagogia, exactamente lo mismo que ocurre con las palabras del ministro de Asuntos Exteriores de Venezuela.
Las recientes convocatorias de consultas populares sobre la independencia de Cataluña han revitalizado la tópica crítica a la Constitución en el sentido de atribuir al miedo ante una posible intervención militar la introducción del término “nacionalidad” o, mejor, “nacionalidades”, en su artículo 2, que “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones”. Se ha llegado a afirmar que ese término, en el que Josep Ramoneda detecta “raíces estalinianas”, fue impuesto por los militares para evitar el de “naciones”, al que, paralizada por el miedo, habría renunciado la minoría catalana en el curso del debate constituyente. Si esto hubiera sido así, el término nacionalidades, incluido por vez primera en 1978 en una Constitución española, además de un origen soviético habría sido una imposición militar, un brebaje harto difícil de digerir.
En realidad, sin embargo, cualquiera que conozca la abundante presencia de la expresión ‘nacionalidades y regiones’ en todos los manifiestos firmados por la oposición a la dictadura, y haya seguido el debate sobre estos dos términos en la ponencia, la comisión y el pleno del Congreso elegido el 15 de junio de 1977, podrá comprobar, primero, que nacionalidad es término de fuerte arraigo en los léxicos políticos español y catalán desde el siglo XIX y, segundo, que los representantes de la minoría catalana en el Congreso de los diputados lo defendieron como condición inexcusable para no romper el consenso constitucional. El término aparece ya en el primer anteproyecto de Constitución, elaborado por la ponencia sin que mediara ninguna inspiración soviética ni fuera audible ningún ruido de sables, en una redacción muy directa y precisa: “La Constitución se fundamenta en la unidad de España y la solidaridad entre sus pueblos y reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y las regiones que la integran”.
Cuando en enero de 1978 se hizo público el texto del anteproyecto, comenzó un apasionado debate sobre la incorporación de este término, que Julián Marías consideraba como una concesión a una moda recentísima, imprecisa, impuesta por periódicos y políticos que “acaso no saben muy bien de qué hablan”. Marías, y con él muchos comentaristas, protestaba además porque en el texto del anteproyecto no se mencionaba en ningún caso a la ‘nación española’, reducida a España o a Estado español. Naturalmente, no faltaron políticos e intelectuales catalanes que salieran a la palestra para demostrar, con profusión de citas, el uso bien consolidado del término nacionalidad, tanto en lengua catalana como española, para referirse a lo que Miquel Roca denominó, en el debate de la ponencia, naciones sin Estado.
Fue la incorporación de ‘nacionalidades y regiones’ en el anteproyecto, junto a la ausencia del término nación para referirse a España, lo que motivó la escena bien conocida del papel enviado desde La Moncloa a los miembros de la ponencia con una nueva redacción del artículo 2 en la que se mantenía el término nacionalidades y, en compensación, se afirmaba la “indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. Nacionalidad, sí, pero a costa de introducir Nación y patria, ausentes del anteproyecto y sobrecargadas ahora de adjetivos: indisoluble, común, indivisible. Esta fue la transacción aceptada por la minoría catalana a propuesta del gobierno, sometido, según diversos testimonios, a la presión directa de la cúpula militar que pretendía, no la inclusión del término nacionalidad sino todo lo contrario, su reprobación y exclusión. Frente a esas presiones, el gobierno mantuvo nacionalidad al precio de incluir nación.
Y ese fue el acuerdo que defendió Jordi Pujol en el pleno del Congreso celebrado el 4 de julio de 1978 en su intervención en el debate sobre el artículo 2 de la Constitución española. Al referirse a nacionalidad, Pujol recordó que no era un secreto para nadie que fue la minoría catalana “la que introdujo en su día ese término y luego lo ha defendido”, haciendo de él “un punto esencial, absolutamente básico en su política en materia constitucional y, en general, en su política consensual”. En aquellos días, todo el consenso dependió del mantenimiento del término. Es solo una ironía más de nuestra memoria dar la vuelta a esta historia con el propósito de deslegitimar aquel consenso atribuyendo el origen del término a una inspiración soviética transmitida a los constituyentes por el poder militar.
En realidad, sin embargo, cualquiera que conozca la abundante presencia de la expresión ‘nacionalidades y regiones’ en todos los manifiestos firmados por la oposición a la dictadura, y haya seguido el debate sobre estos dos términos en la ponencia, la comisión y el pleno del Congreso elegido el 15 de junio de 1977, podrá comprobar, primero, que nacionalidad es término de fuerte arraigo en los léxicos políticos español y catalán desde el siglo XIX y, segundo, que los representantes de la minoría catalana en el Congreso de los diputados lo defendieron como condición inexcusable para no romper el consenso constitucional. El término aparece ya en el primer anteproyecto de Constitución, elaborado por la ponencia sin que mediara ninguna inspiración soviética ni fuera audible ningún ruido de sables, en una redacción muy directa y precisa: “La Constitución se fundamenta en la unidad de España y la solidaridad entre sus pueblos y reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y las regiones que la integran”.
Cuando en enero de 1978 se hizo público el texto del anteproyecto, comenzó un apasionado debate sobre la incorporación de este término, que Julián Marías consideraba como una concesión a una moda recentísima, imprecisa, impuesta por periódicos y políticos que “acaso no saben muy bien de qué hablan”. Marías, y con él muchos comentaristas, protestaba además porque en el texto del anteproyecto no se mencionaba en ningún caso a la ‘nación española’, reducida a España o a Estado español. Naturalmente, no faltaron políticos e intelectuales catalanes que salieran a la palestra para demostrar, con profusión de citas, el uso bien consolidado del término nacionalidad, tanto en lengua catalana como española, para referirse a lo que Miquel Roca denominó, en el debate de la ponencia, naciones sin Estado.
Fue la incorporación de ‘nacionalidades y regiones’ en el anteproyecto, junto a la ausencia del término nación para referirse a España, lo que motivó la escena bien conocida del papel enviado desde La Moncloa a los miembros de la ponencia con una nueva redacción del artículo 2 en la que se mantenía el término nacionalidades y, en compensación, se afirmaba la “indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. Nacionalidad, sí, pero a costa de introducir Nación y patria, ausentes del anteproyecto y sobrecargadas ahora de adjetivos: indisoluble, común, indivisible. Esta fue la transacción aceptada por la minoría catalana a propuesta del gobierno, sometido, según diversos testimonios, a la presión directa de la cúpula militar que pretendía, no la inclusión del término nacionalidad sino todo lo contrario, su reprobación y exclusión. Frente a esas presiones, el gobierno mantuvo nacionalidad al precio de incluir nación.
Y ese fue el acuerdo que defendió Jordi Pujol en el pleno del Congreso celebrado el 4 de julio de 1978 en su intervención en el debate sobre el artículo 2 de la Constitución española. Al referirse a nacionalidad, Pujol recordó que no era un secreto para nadie que fue la minoría catalana “la que introdujo en su día ese término y luego lo ha defendido”, haciendo de él “un punto esencial, absolutamente básico en su política en materia constitucional y, en general, en su política consensual”. En aquellos días, todo el consenso dependió del mantenimiento del término. Es solo una ironía más de nuestra memoria dar la vuelta a esta historia con el propósito de deslegitimar aquel consenso atribuyendo el origen del término a una inspiración soviética transmitida a los constituyentes por el poder militar.
Con motivo del enfrentamiento en que se han visto implicados magistrados y fiscales de la Audiencia Nacional, del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial a propósito de los procedimientos abiertos contra Baltasar Garzón, se ha repetido una y otra vez que la Ley de amnistía de 15 de octubre de 1977 fue resultado y a la vez causa de una amnesia colectiva que ha impedido a los españoles enfrentarse a su propia historia y muy especialmente a los crímenes del franquismo. Quizá convenga volver por un momento la mirada a aquellos años para situar la Ley de amnistía en el contexto de su tiempo y evaluar brevemente su alcance.
Ante todo, no estaría mal recordar que la Ley de 15 de octubre de 1977 fue la segunda amnistía promulgada durante la transición. La primera, por Decreto-ley de 30 de julio de 1976, se extendía a “todos los delitos y faltas de intencionalidad política y de opinión comprendidos en el Código Penal o en leyes penales especiales […] en tanto no hayan puesto en peligro o lesionado la vida o la integridad física de las personas”. Quedaban amnistiados también los delitos de rebelión y sedición tipificados en el Código de justicia militar, los prófugos y desertores y los que se hubieren negado a prestar el servicio militar por objeción de conciencia. Era, en opinión editorial de El País, “la mejor de las posibles aunque no la más amplia de las deseables”. Y en efecto, así fue recibida: como un gesto con el que, al devolver la libertad a los presos políticos de la dictadura, se pretendía liquidar la división entre vencedores y vencidos impuesta durante un largo periodo de nuestra historia.
Esta primera amnistía, verdadero punto de arranque del proceso de transición, no alcanzó sin embargo a quienes habían puesto en peligro o lesionado la vida o la integridad física de las personas, es decir, a los presos de ETA y de otras organizaciones terroristas. Por eso, aunque recibida como una gran conquista de la oposición, alentó un movimiento a favor de una amnistía total, que los partidos de la oposición, especialmente el Partido Nacionalista Vasco, reivindicaron a partir de entonces como símbolo de la auténtica reconciliación. Así, el 11 de enero de 1977, en la primera reunión mantenida por Adolfo Suárez con cuatro representantes de la oposición democrática –Antón Canyellas, Felipe González, Julio de Jáuregui y Joaquín Satrústegui- se expuso, se razonó y se solicitó al presidente del Gobierno que se otorgara, antes de las elecciones ya fijadas para el 15 de junio, una “amnistía de todos los hechos y delitos de intencionalidad política ocurridos entre el 18 de julio de 1936 y el 15 de diciembre de 1976”. Como escribió Jáuregui, los representantes de la oposición consideraban que era necesario “un gran acto solemne que perdonara y olvidara todos los crímenes y barbaridades cometidas por los dos bandos de la Guerra civil, antes de ella, en ella y después de ella, hasta nuestro días”.
El Gobierno no accedió a la demanda de la oposición, aunque a mediados de marzo de 1977 decretó varias medidas de gracia y recurrió luego a la anacrónica figura del extrañamiento para liberar a varios presos de ETA condenados en el célebre consejo de guerra de Burgos de 1970. Las elecciones se celebraron con participación de todos los partidos políticos –aunque los que llevaban la palabra “republicano” en su título debieron formar coaliciones presentándose bajo otro nombre-; un buen número de presos políticos de la dictadura formaron parte de las candidaturas de sus respectivos partidos y algunos de ellos pasaron a ocupar sus escaños en el Congreso, desde donde se planteó de nuevo la necesidad de una amnistía general. La exigió, sobre todo, el PNV, secundado por socialistas, comunistas y la minoría catalana, porque la nueva amnistía no iba a afectar ya a un indiscriminado colectivo de “presos políticos de la dictadura”, sino a los presos de organizaciones terroristas que habían cometido sus crímenes después de la muerte de Franco y, muy concretamente, a los presos de ETA.
La contrapartida de esta nueva o segunda amnistía, no decretada por el Gobierno sino promulgada por el Parlamento, fue que, junto a “todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado” –o sea, aunque hubieran lesionado la vida o la integridad física de las personas- quedaron también amnistiados los delitos y faltas cometidos por autoridades, funcionaros y agentes del orden público, con motivo u ocasión de las investigación de los actos incluidos en la Ley, y los delitos cometidos por los funcionarios y agentes de orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas. Se ha dicho que con esta Ley quedaron equiparados los presos políticos de la dictadura con los funcionarios y agentes del orden que habían violado derechos fundamentales. En realidad, si algo equipara la Ley es a los funcionarios y agentes del orden comprendidos en ella con los terroristas que cometieron delitos contra la vida y la integridad física de las personas. Por eso, la ley fue recibida como el acto que cerraba una etapa de nuestra historia y abría un horizonte del que la violencia quedaría definitivamente desterrada.
No fue así, pero eso entonces nadie podía sospecharlo. En todo caso, lo que importa es que ni en su gestación, ni en su debate, ni en su promulgación, la Ley de amnistía fue consecuencia de una amnesia, sino de una memoria muy viva del pasado aún reciente. Tampoco lo fue en sus consecuencias: los coloquios, congresos, novelas, películas, series periodísticas, artículos y reportajes en revistas de gran difusión o, en fin, investigaciones en publicaciones especializadas, sobre República, guerra civil y dictadura, comprendidos aquí los dedicados a los crímenes del franquismo, nunca han dejado de crecer desde la transición hasta el día de hoy. No es propio de una sociedad amnésica prestar tanta atención a su reciente historia como ha sido el caso de la española en los últimos treinta y cinco años. Tanta atención, que Paul Preston, autor de varias obras fundamentales sobre el siglo XX español, se preguntaba en un artículo publicado en 1990: “¿Por qué sigue siendo la guerra civil un [tema] que motiva grandes ventas de libros y llena a tope salas de conferencias?” Y su respuesta refleja bien el ambiente que respiramos durante aquel tiempo: “El interés por la guerra civil no ha disminuido: es vívidamente recordada por los que participaron en ella y se estudia con gran dedicación por los jóvenes en España y en otras partes”. Cualquiera que haya participado en los ciclos de conferencias, normalmente financiados con fondos públicos, celebrados en estos años que hoy se denuncian como de amnesia y silencio, puede dar fe de lo que constataba Preston: salas de teatros, ateneos y fundaciones llenas de gente con ganas de participar en los debates cada vez que se hablaba de la República, de la guerra o de la dictadura; o, como lo dice Preston, de los orígenes de la guerra civil, del decurso de la guerra civil, de las consecuencias de la guerra civil, las tres cuestiones esenciales de las que se ocupa la historiografía moderna en España.
La amnistía no fue un borrado de memoria. Fue más bien el resultado de unas memorias dirigidas a clausurar un pasado y abrir un futuro del que nunca ha estado ausente, todo lo contrario, el conocimiento y el debate sobre nuestra historia de República, guerra civil y dictadura.
LORCA EN NUESTRO RECUERDO
Desde uno de esos grandes titulares que han acabado por imponerse en la prensa española, se preguntaba hace unos días: “¿Y ahora dónde estás, Federico?” (El País, 20 de diciembre de 2009). La autora del reportaje hablaba en tiempo presente: Federico no está allí, lamentaba, lo mismo que el ex presidente de la Asociación para la recuperación de la Memoria Histórica de Granada. Mientras tanto, uno de los historiadores que creía tener perfectamente localizado el lugar de su enterramiento confesaba sentirse enfermo y temía perder su salud mental si el poeta no aparecía. No faltó a esta cita la voz del presidente de la Asociación de la Memoria Histórica que, olvidándose de los derechos de los familiares en cuyo nombre se procede a la exhumación de los cadáveres de las víctimas, arremetía una vez más contra “los Lorca” –sin ellos, sin los Lorca, decía, ya habría aparecido- a la vez que recriminaba a las asociaciones de homosexuales o de escritores no haberse constituido en representantes del poeta asesinado para reclamar la exhumación de sus huesos.
Hay en estas preguntas, frustraciones y recriminaciones un supuesto común, herencia quizá de nuestra cultura católica: que Federico está donde estén sus huesos, de tal manera que si sus huesos no se encuentran, no encontraremos nunca a Federico. La conclusión, como decían todos, es obligada: hay que seguir buscando. Lo suscribía también la hija adoptiva del hijo del maestro asesinado junto a Lorca: que sigan buscando. Si por ellos fuera, toda la extensión de paraje de Alfacar en el que se supone que fue enterrado García Lorca tendría que ser removida hasta encontrar sus huesos. Esta es, al parecer, la única manera posible de “recuperar a Federico” y de devolverle su identidad, pegada al parecer a su cadáver, pasando incluso por encima de la voluntad de su familia, que siempre ha expresado el deseo de dejar en paz los huesos del poeta y mantener el lugar del crimen como lugar de su memoria y de la de todos los que sufrieron la misma muerte.
De verdad, ¿hay que seguir buscando? La Junta de Andalucía ya ha demostrado que no ahorra esfuerzos ni recursos en la tarea de exhumar cadáveres de asesinados por los rebeldes contra la República; los forenses y antropólogos han cumplido su tarea de manera ejemplar, según exigen los protocolos científicos; los periódicos no han escatimado espacio en el seguimiento de los trabajos de búsqueda; los historiadores han comprobado una vez más que los testimonios orales de presuntos y desinteresados testigos hay que tomarlos siempre con un grano de sal; en fin, los dirigentes de asociaciones para la recuperación de la memoria histórica por la vía de las exhumaciones, debían comprender que todo tiene un límite y que la pretensión de suprimir la presencia de “los Lorca”, o de nombrar al mismo Lorca unos “representantes”, atenta precisamente contra los derechos de las víctimas que dicen defender.
Podían tomarse todos un respiro mientras recuerdan esta verdad elemental: Federico García Lorca es literalmente inolvidable. Su personalidad, su poesía, su teatro, sus dibujos, sus canciones, su luminosidad, su gracia, su presencia: todo invitaba a no mover sus huesos del lugar en el que supuestamente yacían. El recuerdo vivo del poeta asesinado no necesita que nadie venga exigiendo recuperar su cadáver -propiedad pública, de todos los españoles, se ha llegado a decir- para trasladarlo a un monumento ante el que se organicen rituales de conmemoración. Y para mayor abundamiento, sus familiares, los únicos que han mostrado cordura en todo este episodio, que han tenido que soportar insultos de algunos profesionales de la historia y de la memoria, y que tienen algún derecho sobre su cadáver, habían expresado en repetidas ocasiones su voluntad: el lugar del crimen es el lugar de su memoria.
Y bien, es hora de que todos, políticos, periodistas, historiadores, presidentes de asociaciones, respeten la voluntad de la familia: la tierra ya está removida y el cadáver de Lorca no yace ahí. No es tampoco un desaparecido: Lorca fue asesinado, lo sacaron de su refugio, lo encarcelaron y se lo llevaron al monte, a matarlo; el día del crimen y todos aquellos, fueran de la CEDA, de Falange o militares, que lo facilitaron, apoyaron y perpetraron con conocidos. Conservar el lugar en que le dieron muerte como lugar de memoria, sin grandes alardes arquitectónicos y sin trivializarlo con alguna “intervención” vanguardista, es todo lo que nos queda por hacer, porque esa es la manera de perpetuar no ya su presencia, siempre viva, sino el recuerdo de los crímenes cometidos en aquellos parajes.
Y quien vuelva a preguntar, con esa ausencia de pudor y de respeto propia de los titulares sensacionalistas: “Federico, donde estás”, ya lo sabe: Federico no está en sus huesos, polvo y ceniza, Federico está entero y eterno en su poesía, en su teatro, en sus canciones, en su música… y en el recuerdo de todos los que alguna vez han llorado su muerte.
Santos Juliá
7 de enero de 2009
Desde uno de esos grandes titulares que han acabado por imponerse en la prensa española, se preguntaba hace unos días: “¿Y ahora dónde estás, Federico?” (El País, 20 de diciembre de 2009). La autora del reportaje hablaba en tiempo presente: Federico no está allí, lamentaba, lo mismo que el ex presidente de la Asociación para la recuperación de la Memoria Histórica de Granada. Mientras tanto, uno de los historiadores que creía tener perfectamente localizado el lugar de su enterramiento confesaba sentirse enfermo y temía perder su salud mental si el poeta no aparecía. No faltó a esta cita la voz del presidente de la Asociación de la Memoria Histórica que, olvidándose de los derechos de los familiares en cuyo nombre se procede a la exhumación de los cadáveres de las víctimas, arremetía una vez más contra “los Lorca” –sin ellos, sin los Lorca, decía, ya habría aparecido- a la vez que recriminaba a las asociaciones de homosexuales o de escritores no haberse constituido en representantes del poeta asesinado para reclamar la exhumación de sus huesos.
Hay en estas preguntas, frustraciones y recriminaciones un supuesto común, herencia quizá de nuestra cultura católica: que Federico está donde estén sus huesos, de tal manera que si sus huesos no se encuentran, no encontraremos nunca a Federico. La conclusión, como decían todos, es obligada: hay que seguir buscando. Lo suscribía también la hija adoptiva del hijo del maestro asesinado junto a Lorca: que sigan buscando. Si por ellos fuera, toda la extensión de paraje de Alfacar en el que se supone que fue enterrado García Lorca tendría que ser removida hasta encontrar sus huesos. Esta es, al parecer, la única manera posible de “recuperar a Federico” y de devolverle su identidad, pegada al parecer a su cadáver, pasando incluso por encima de la voluntad de su familia, que siempre ha expresado el deseo de dejar en paz los huesos del poeta y mantener el lugar del crimen como lugar de su memoria y de la de todos los que sufrieron la misma muerte.
De verdad, ¿hay que seguir buscando? La Junta de Andalucía ya ha demostrado que no ahorra esfuerzos ni recursos en la tarea de exhumar cadáveres de asesinados por los rebeldes contra la República; los forenses y antropólogos han cumplido su tarea de manera ejemplar, según exigen los protocolos científicos; los periódicos no han escatimado espacio en el seguimiento de los trabajos de búsqueda; los historiadores han comprobado una vez más que los testimonios orales de presuntos y desinteresados testigos hay que tomarlos siempre con un grano de sal; en fin, los dirigentes de asociaciones para la recuperación de la memoria histórica por la vía de las exhumaciones, debían comprender que todo tiene un límite y que la pretensión de suprimir la presencia de “los Lorca”, o de nombrar al mismo Lorca unos “representantes”, atenta precisamente contra los derechos de las víctimas que dicen defender.
Podían tomarse todos un respiro mientras recuerdan esta verdad elemental: Federico García Lorca es literalmente inolvidable. Su personalidad, su poesía, su teatro, sus dibujos, sus canciones, su luminosidad, su gracia, su presencia: todo invitaba a no mover sus huesos del lugar en el que supuestamente yacían. El recuerdo vivo del poeta asesinado no necesita que nadie venga exigiendo recuperar su cadáver -propiedad pública, de todos los españoles, se ha llegado a decir- para trasladarlo a un monumento ante el que se organicen rituales de conmemoración. Y para mayor abundamiento, sus familiares, los únicos que han mostrado cordura en todo este episodio, que han tenido que soportar insultos de algunos profesionales de la historia y de la memoria, y que tienen algún derecho sobre su cadáver, habían expresado en repetidas ocasiones su voluntad: el lugar del crimen es el lugar de su memoria.
Y bien, es hora de que todos, políticos, periodistas, historiadores, presidentes de asociaciones, respeten la voluntad de la familia: la tierra ya está removida y el cadáver de Lorca no yace ahí. No es tampoco un desaparecido: Lorca fue asesinado, lo sacaron de su refugio, lo encarcelaron y se lo llevaron al monte, a matarlo; el día del crimen y todos aquellos, fueran de la CEDA, de Falange o militares, que lo facilitaron, apoyaron y perpetraron con conocidos. Conservar el lugar en que le dieron muerte como lugar de memoria, sin grandes alardes arquitectónicos y sin trivializarlo con alguna “intervención” vanguardista, es todo lo que nos queda por hacer, porque esa es la manera de perpetuar no ya su presencia, siempre viva, sino el recuerdo de los crímenes cometidos en aquellos parajes.
Y quien vuelva a preguntar, con esa ausencia de pudor y de respeto propia de los titulares sensacionalistas: “Federico, donde estás”, ya lo sabe: Federico no está en sus huesos, polvo y ceniza, Federico está entero y eterno en su poesía, en su teatro, en sus canciones, en su música… y en el recuerdo de todos los que alguna vez han llorado su muerte.
Santos Juliá
7 de enero de 2009
CUADERNOS Y LOS ORIGENES DE NUESTRA DEMOCRACIA
Santos Juliá
Decir Cuadernos en los años sesenta del pasado siglo era decir Cuadernos para el diálogo, revista mensual fundada por Joaquín Ruiz-Giménez, que tras su salida del Ministerio de Educación Nacional en febrero de 1956 sufrió una especie de conversión interior desde sus primeras posiciones falangistas y nacional-católicas hacia una democracia cristiana inspirada por los nuevos vientos que soplaron desde el Vaticano con la llegada del papa Roncali, Juan XXIII y por la nueva política hacia España alentada por su sucesor, el papa Montini, Pablo VI. Entre su vuelta a la cátedra y la apertura del concilio Vaticano II en 1963, Ruiz-Giménez llegó a la conclusión de que en el régimen de Franco los caminos de apertura liberalizadora que condujeran a su reforma desde dentro estaban bloqueados y que era preciso ejercer una presión desde fuera sostenida en la confluencia de sectores de la disidencia y de la oposición para establecer las bases desde las que construir una alternativa a la dictadura.
Diálogo se llamó la nueva estrategia. Diálogo, ante todo, con los que desde dentro del régimen estuvieran dispuesto a hablar de reformas. Diálogo hacia dentro, pues, que muy pronto mostraría sus límites: los tecnócratas procedentes del Opus Dei y los “aperturistas” en torno al Movimiento Nacional no estaban interesados en reconstruir un espacio público de encuentro con fuerzas disidentes o de aquella oposición que Linz denominó alegal. Por eso, diálogo, sobre todo y al poco tiempo exclusivamente, hacia fuera, hacia los derrotados en la Guerra civil y los que, procedentes del campo de los vencedores, por familia o por militancia juvenil, habían abrazado la causa de los vencidos.
Fueron los tiempos del diálogo entre marxismo y cristianismo, si se quiere decir en términos de debate intelectual, y entre democracia cristiana y comunismo, si se habla en términos políticos. Compromiso histórico se llamó en Italia, diálogo se llamó en España, donde la posibilidad de un compromiso político quedaba relegada a un lejano horizonte. Cine-clubs, conferencias, manifiestos, defensa de procesados ante el recién creado Tribunal de Orden Público y, en fin, una revista manifiestamente política en la que pudiera debatirse desde la libertad de expresión y manifestación hasta la reforma de las estructuras, como se decía entonces. Los católicos que se sintieron interpelados por el Concilio, alienados de la religión de cristiandad implantada tras la guerra civil –que hoy tanto añoran los Rouco y Martínez Camino-, se encontraron con los comunistas que desde 1956 habían emprendido el rumbo hacia la “reconciliación nacional”.
Cuadernos fue, por vocación y por convicción, el principal espacio de ese y otros encuentros. No era una revista de rápido consumo, no traía ilustraciones, su letra era apretada, los artículos muchas veces sesudos y hasta pelmazos. Pero, contándome entre los primeros suscriptores, recuerdo bien la impaciencia con que esperaba cada mes su llegada. Cumplió desde el primer número lo que prometía: diálogo. Allí escribieron jóvenes cristianos de la cuerda de Ruiz-Giménez, pero era habitual encontrar a gentes de Comisiones Obreras, del Partido Comunista, o a liberales y socialdemócratas. Allí pudo escribir todo el que defendiera la libertades públicas, el Estado de Derecho, la democracia, la reforma social y hasta, midiendo bien las palabras, el cambio de estructuras, la revolución.
Cuadernos fue así un crisol que fundió múltiples voces hasta destilar un nuevo lenguaje político: el de la libertad y la democracia que caracterizó a la generación del medio siglo, fuera cualquiera la procedencia de sus miembros. Es posible que muchos de los que en sus páginas escribieron no fueran demócratas o, más exactamente, que conservaran de la democracia el valor meramente instrumental propio de las corrientes de pensamiento y acción política católicas o marxistas, de las que procedían. Es posible. Pero la necesidad de hablar el mismo lenguaje de libertad y democracia, en el mismo espacio público, frente a la dictadura, transformó en la práctica a aquellos católicos y marxistas en demócratas antes de la democracia. Fue en Cuadernos, como en otras revistas político-culturales coetáneas, como Triunfo, El Ciervo, Serra d’Or, Destino, donde se echaron los cimientos de la futura democracia, donde se construyó el lenguaje de la razón democrática. Construcción, y no reconstrucción, porque no heredaban ninguna tradición, ni pudieron aprender nada –excepto lo que no había que hacer- de ninguna experiencia histórica.
Sirva este recuerdo como pequeño homenaje a quienes sucesivamente dirigieron Cuadernos, Joaquín Ruiz-Giménez y Pedro Altares, que estuvieron en el origen de todo eso y que hoy son parte de nuestra mejor historia.
Santos Juliá
Decir Cuadernos en los años sesenta del pasado siglo era decir Cuadernos para el diálogo, revista mensual fundada por Joaquín Ruiz-Giménez, que tras su salida del Ministerio de Educación Nacional en febrero de 1956 sufrió una especie de conversión interior desde sus primeras posiciones falangistas y nacional-católicas hacia una democracia cristiana inspirada por los nuevos vientos que soplaron desde el Vaticano con la llegada del papa Roncali, Juan XXIII y por la nueva política hacia España alentada por su sucesor, el papa Montini, Pablo VI. Entre su vuelta a la cátedra y la apertura del concilio Vaticano II en 1963, Ruiz-Giménez llegó a la conclusión de que en el régimen de Franco los caminos de apertura liberalizadora que condujeran a su reforma desde dentro estaban bloqueados y que era preciso ejercer una presión desde fuera sostenida en la confluencia de sectores de la disidencia y de la oposición para establecer las bases desde las que construir una alternativa a la dictadura.
Diálogo se llamó la nueva estrategia. Diálogo, ante todo, con los que desde dentro del régimen estuvieran dispuesto a hablar de reformas. Diálogo hacia dentro, pues, que muy pronto mostraría sus límites: los tecnócratas procedentes del Opus Dei y los “aperturistas” en torno al Movimiento Nacional no estaban interesados en reconstruir un espacio público de encuentro con fuerzas disidentes o de aquella oposición que Linz denominó alegal. Por eso, diálogo, sobre todo y al poco tiempo exclusivamente, hacia fuera, hacia los derrotados en la Guerra civil y los que, procedentes del campo de los vencedores, por familia o por militancia juvenil, habían abrazado la causa de los vencidos.
Fueron los tiempos del diálogo entre marxismo y cristianismo, si se quiere decir en términos de debate intelectual, y entre democracia cristiana y comunismo, si se habla en términos políticos. Compromiso histórico se llamó en Italia, diálogo se llamó en España, donde la posibilidad de un compromiso político quedaba relegada a un lejano horizonte. Cine-clubs, conferencias, manifiestos, defensa de procesados ante el recién creado Tribunal de Orden Público y, en fin, una revista manifiestamente política en la que pudiera debatirse desde la libertad de expresión y manifestación hasta la reforma de las estructuras, como se decía entonces. Los católicos que se sintieron interpelados por el Concilio, alienados de la religión de cristiandad implantada tras la guerra civil –que hoy tanto añoran los Rouco y Martínez Camino-, se encontraron con los comunistas que desde 1956 habían emprendido el rumbo hacia la “reconciliación nacional”.
Cuadernos fue, por vocación y por convicción, el principal espacio de ese y otros encuentros. No era una revista de rápido consumo, no traía ilustraciones, su letra era apretada, los artículos muchas veces sesudos y hasta pelmazos. Pero, contándome entre los primeros suscriptores, recuerdo bien la impaciencia con que esperaba cada mes su llegada. Cumplió desde el primer número lo que prometía: diálogo. Allí escribieron jóvenes cristianos de la cuerda de Ruiz-Giménez, pero era habitual encontrar a gentes de Comisiones Obreras, del Partido Comunista, o a liberales y socialdemócratas. Allí pudo escribir todo el que defendiera la libertades públicas, el Estado de Derecho, la democracia, la reforma social y hasta, midiendo bien las palabras, el cambio de estructuras, la revolución.
Cuadernos fue así un crisol que fundió múltiples voces hasta destilar un nuevo lenguaje político: el de la libertad y la democracia que caracterizó a la generación del medio siglo, fuera cualquiera la procedencia de sus miembros. Es posible que muchos de los que en sus páginas escribieron no fueran demócratas o, más exactamente, que conservaran de la democracia el valor meramente instrumental propio de las corrientes de pensamiento y acción política católicas o marxistas, de las que procedían. Es posible. Pero la necesidad de hablar el mismo lenguaje de libertad y democracia, en el mismo espacio público, frente a la dictadura, transformó en la práctica a aquellos católicos y marxistas en demócratas antes de la democracia. Fue en Cuadernos, como en otras revistas político-culturales coetáneas, como Triunfo, El Ciervo, Serra d’Or, Destino, donde se echaron los cimientos de la futura democracia, donde se construyó el lenguaje de la razón democrática. Construcción, y no reconstrucción, porque no heredaban ninguna tradición, ni pudieron aprender nada –excepto lo que no había que hacer- de ninguna experiencia histórica.
Sirva este recuerdo como pequeño homenaje a quienes sucesivamente dirigieron Cuadernos, Joaquín Ruiz-Giménez y Pedro Altares, que estuvieron en el origen de todo eso y que hoy son parte de nuestra mejor historia.
LA CONSTITUCIÓN EN SU 31 ANIVERSARIO
Celebramos estos días, con los acostumbrados panegíricos y parabienes, un nuevo aniversario de la Constitución española de 1978. Hay motivos para regocijarse: en nuestra tan asendereada historia constitucional, es ésta la primera vez que una Constitución puede celebrar un año y otro sus aniversarios con la satisfacción de no haberse visto suspendida ni un solo día. No es la más vieja de las habidas, puesto que la de 1876 duró hasta el golpe de Estado militar de 1923, pero es la única basada en la soberanía popular, la única realmente democrática por tanto, que ha logrado romper aquella especie de norma por la que, desde la creación del Estado liberal español, los periodos de democracia eran como islotes en un oceáno de absolutismo o de reacción conservadora.
Es, pues, la historia de un éxito, sobre todo si se recuerda que la Constitución de 1978 no constitucionalizaba un Estado sino que se limitaba a marcar el proceso de su constitucionalización en aquello que más problema planteaba, su Título VIII, dedicado a la organización territorial del Estado y de manera más específica a su capítulo III, relativo a las Comunidades Autónomas. El artículo 143, evidentemente inspirado en el artículo 11 de la Constitución de la República de 1931, marcaba para las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes y para los territorios insulares y las provincias con entidad regional histórica la posibilidad de acceder al autogobierno y constituirse en Comunidades Autónomas. Se recuperaba así, como ya había sido el caso en los años treinta, el principio llamado dispositivo, dejando a la iniciativa de Diputaciones y municipios la decisión de transformar en hechos la posibilidad abierta por la Constitución.
En estos 31 años, esa posibilidad se ha convertido en una realidad que los constituyentes estaban lejos de imaginar o que, al menos, no estuvieron en condiciones de implantar en el tiempo en que elaboraron la Constitución. Han sido los Estatutos y las sentencias del Tribunal Constitucional, además de los acuerdos autónomicos firmados por los dos grandes partidos de ámbito estatal, los que han ido construyendo el edificio tal como ahora lo conocemos: un Estado de Autonomías de impronta claramente federal. A esta especie de federalismo, muy singular en su origen, ha contribuido la generalización de idénticas instituciones y la igualación de competencias en las diferentes Comunidades. Lo que comenzó como vías diferentes a la autonomía se ha consumado en única meta o punto de llegada.
Del éxito mismo de la operación han resultado las tensiones a las que se ha visto sometido el Estado en los últimos años o, más exactamente, desde 1998, cuando en la Declaración de Barcelona, las llamadas comunidades históricas vinieron a decir que el traje constitucional se había quedado estrecho y que había sonado la hora de transformar el Estado de las Autonomías en un Estado plurinacional. La respuesta del Partido Popular fue, en su día, que era preciso “cerrar” el proceso definiendo nítidamente las competencias respectivas; los socialistas, por su parte, acordaron en Santillana del Mar un programa tendente a dotar al Estado de instituciones federales, comenzando con la constitucionalización del mapa autonómico reformando el Título VIII, y con una reforma del Senado para convertirlo en cámara de representación territorial.
Llevamos cerca de seis años de gobierno socialista y las reformas anunciadas pasaron a dormir el sueño de los justos mientras se experimentaba un nuevo camino que, dejando sin tocar la Constitución, pasaría por la reforma de los Estatutos. El viaje, en sus resultados finales, ha sido frustrante: los Estatutos reformados han obtenido un frío apoyo popular, evidente en el alto porcentaje de abstención, y no han resuelto el problema de fondo, que consiste en consolidar lo construido reforzando los vínculos entre las Comunidades y de éstas con el Estado. No es fácil cuando algunas de las Comunidades exigen un reconocimiento singular derivado de su carácter nacional y cuando las relaciones agresivamente polarizadas entre PP y PSOE obstaculizan no ya cualquier acuerdo sobre reforma de la Constitución sino el simple cumplimiento de los mandatos constitucionales sobre renovación de organismos como el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial o las comisiones de control.
En estas circunstancias no es sorprendente que un difuso sentimiento de incertidumbre sobre el futuro de la Constitución se haya extendido por amplios sectores de la ciudadanía, que no saben a qué carta quedarse: el Gobierno ha renunciando a su prometida reforma constitucional mientras en Cataluña los Ayuntamientos convocan referendos como sucedáneos de festejos de afirmación soberanista y la oposición no sale del ensimismamiento en la que anda metida desde la derrota electoral de 2004. Hay razones para celebrar el aniversario de la Constitución que nos dimos en 1978; tantas como motivos de preocupación por su incierto futuro.
Santos Juliá
6 de diciembre de 2009
Celebramos estos días, con los acostumbrados panegíricos y parabienes, un nuevo aniversario de la Constitución española de 1978. Hay motivos para regocijarse: en nuestra tan asendereada historia constitucional, es ésta la primera vez que una Constitución puede celebrar un año y otro sus aniversarios con la satisfacción de no haberse visto suspendida ni un solo día. No es la más vieja de las habidas, puesto que la de 1876 duró hasta el golpe de Estado militar de 1923, pero es la única basada en la soberanía popular, la única realmente democrática por tanto, que ha logrado romper aquella especie de norma por la que, desde la creación del Estado liberal español, los periodos de democracia eran como islotes en un oceáno de absolutismo o de reacción conservadora.
Es, pues, la historia de un éxito, sobre todo si se recuerda que la Constitución de 1978 no constitucionalizaba un Estado sino que se limitaba a marcar el proceso de su constitucionalización en aquello que más problema planteaba, su Título VIII, dedicado a la organización territorial del Estado y de manera más específica a su capítulo III, relativo a las Comunidades Autónomas. El artículo 143, evidentemente inspirado en el artículo 11 de la Constitución de la República de 1931, marcaba para las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes y para los territorios insulares y las provincias con entidad regional histórica la posibilidad de acceder al autogobierno y constituirse en Comunidades Autónomas. Se recuperaba así, como ya había sido el caso en los años treinta, el principio llamado dispositivo, dejando a la iniciativa de Diputaciones y municipios la decisión de transformar en hechos la posibilidad abierta por la Constitución.
En estos 31 años, esa posibilidad se ha convertido en una realidad que los constituyentes estaban lejos de imaginar o que, al menos, no estuvieron en condiciones de implantar en el tiempo en que elaboraron la Constitución. Han sido los Estatutos y las sentencias del Tribunal Constitucional, además de los acuerdos autónomicos firmados por los dos grandes partidos de ámbito estatal, los que han ido construyendo el edificio tal como ahora lo conocemos: un Estado de Autonomías de impronta claramente federal. A esta especie de federalismo, muy singular en su origen, ha contribuido la generalización de idénticas instituciones y la igualación de competencias en las diferentes Comunidades. Lo que comenzó como vías diferentes a la autonomía se ha consumado en única meta o punto de llegada.
Del éxito mismo de la operación han resultado las tensiones a las que se ha visto sometido el Estado en los últimos años o, más exactamente, desde 1998, cuando en la Declaración de Barcelona, las llamadas comunidades históricas vinieron a decir que el traje constitucional se había quedado estrecho y que había sonado la hora de transformar el Estado de las Autonomías en un Estado plurinacional. La respuesta del Partido Popular fue, en su día, que era preciso “cerrar” el proceso definiendo nítidamente las competencias respectivas; los socialistas, por su parte, acordaron en Santillana del Mar un programa tendente a dotar al Estado de instituciones federales, comenzando con la constitucionalización del mapa autonómico reformando el Título VIII, y con una reforma del Senado para convertirlo en cámara de representación territorial.
Llevamos cerca de seis años de gobierno socialista y las reformas anunciadas pasaron a dormir el sueño de los justos mientras se experimentaba un nuevo camino que, dejando sin tocar la Constitución, pasaría por la reforma de los Estatutos. El viaje, en sus resultados finales, ha sido frustrante: los Estatutos reformados han obtenido un frío apoyo popular, evidente en el alto porcentaje de abstención, y no han resuelto el problema de fondo, que consiste en consolidar lo construido reforzando los vínculos entre las Comunidades y de éstas con el Estado. No es fácil cuando algunas de las Comunidades exigen un reconocimiento singular derivado de su carácter nacional y cuando las relaciones agresivamente polarizadas entre PP y PSOE obstaculizan no ya cualquier acuerdo sobre reforma de la Constitución sino el simple cumplimiento de los mandatos constitucionales sobre renovación de organismos como el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial o las comisiones de control.
En estas circunstancias no es sorprendente que un difuso sentimiento de incertidumbre sobre el futuro de la Constitución se haya extendido por amplios sectores de la ciudadanía, que no saben a qué carta quedarse: el Gobierno ha renunciando a su prometida reforma constitucional mientras en Cataluña los Ayuntamientos convocan referendos como sucedáneos de festejos de afirmación soberanista y la oposición no sale del ensimismamiento en la que anda metida desde la derrota electoral de 2004. Hay razones para celebrar el aniversario de la Constitución que nos dimos en 1978; tantas como motivos de preocupación por su incierto futuro.
Santos Juliá
6 de diciembre de 2009
A PROPÓSITO DE GREGORIO MARAÑÓN
TRIUNFO Y QUIEBRA DEL LIBERALISMO EN ESPAÑA (2)
El triunfo apenas duró lo que un suspiro. La derrota de la República, tras la rebelión militar y la larga y devastadora guerra civil que fue su secuela inmediata, constituyó la sentencia de muerte de aquella España viva, abierta al mundo, y de la tradición liberal española que se había vuelto social en los años diez y demócrata en los años veinte impulsada por los intelectuales de la generación del 14. En la España vencedora, el liberalismo quedó estigmatizado como el virus causante de todos los males de la patria que era preciso erradicar. Ciertamente, los nacionalsindicalistas creían haberse alzado contra el triple orden de realidades históricas que imperaban "sobre el haz de nuestra España", la liberal, la marxista y la contrarrevolucionaria o derechista. Falange se definía por su anticomunismo; pero el comunismo no era para ella sino una forma errada de resolver la fragmentación y pérdida de la patria una y unida, la partición de la unidad del hombre y su destino causada por el liberalismo. Nosotros, los nacionalsindicalistas, como gustaba de identificarse Pedro Laín, "vamos con tanto coraje" contra el liberalismo victoriano como contra el marxismo. Y Dionisio Ridruejo, que fundía por aquellos años en su persona la herencia católica con la convicción fascista, consideraba que el fin del divorcio entre lo militar y lo civil, introducido por los liberales, habría de devolver a la Historia un pueblo que supiera andarla con aire y destino de milicia, misión que habría de realizar Falange española. "No queremos transacciones liberales, no queremos catolicismo alicorto" era la consigna del grupo de intelectuales que hacían Escorial en los primeros años cuarenta.
Si a los falangistas el liberalismo les daba coraje, en los medios católicos suscitaba un ansía de exterminio. José Corts Grau, el más místico de los intelectuales católicos de posguerra, celebraba que por fin Estado y Nación volvían a identificarse poniendo fin a aquella “utopía liberal” que había escindido al hombre y que “al disgregarle de la verdad, acabó por desarraigarle de su Patria, vagabundo en un Estado a la deriva". El liberalismo era una de aquellas doctrinas foráneas –como el materialismo, el escepticismo volteriano, el socialismo más o menos panteísta- que había sustituido en cátedras y libros al “legítimo pensamiento español, tan embebido de ideología católica en siglos pasados” hasta el punto de sumir a España en la barbarie, que es el estado más cercano al racionalismo, lamentaba el cardenal Isidre Gomà, arzobispo de Toledo y primado de España, en sus Lecciones de la guerra y deberes de la paz. Liberalismo y democracia eran principios disolventes, como escribía el tradicionalista marqués de la Eliseda en El sentido fascista del Movimiento Nacional.
Por eso, no es de extrañar que uno de aquellos cuatro intelectuales que nos han introducido en este rápido viaje por la España liberal y que regresó pronto a la España de la dictadura, el mismo Gregorio Marañón que cargó durante la guerra civil sobre el liberalismo la culpa de haber abierto la puerta a la revolución y al comunismo, el que afirmó que en la España futura “los hombres que fuimos liberales ya nada tenemos que hacer” y el que dio por terminada la misión del liberalismo en el horizonte de algunas generaciones, ante la avalancha de odio que la sola palabra liberal despertaba en los intelectuales del régimen, evocara los años de su juventud como “una época de esplendor, un siglo de oro que no podía designarse con otro signo que con el de liberalismo”. ¡Gran siglo español el siglo liberal de los Machado!, escribía Marañón en unas páginas en las que resuena la nostalgia de sus años de juventud cuando vivían “una existencia elísea. Si íbamos a la Universidad, podíamos oír la palabra viva de Menéndez Pelayo, de Giner, de Cajal, tres liberales. Si abríamos el periódico, recogíamos el pensamiento de Ganivet y de Unamuno… El libro recién puesto en el escaparate era de Galdós, de Alarcón, de Pereda, de Valle Inclán… En las exposiciones se presentaban los cuadros de Rosales, de Sorolla, de Pradilla, de Romero de Torres, en las Cortes que oyeron a Donoso Cortés, hablaban Maura y Canalejas… Hasta las ciencias experimentales florecieron al calor de la gran efervescencia espiritual con insospechada pujanza”.
De aquellos tiempos elíseos no quedaba nada, excepto el toque de retirada. La más desalentadora muestra de la derrota de la tradición liberal no radica tanto en el triunfo sin paliativos de su enemigo histórico en España, la Iglesia católica, reforzada en el común rechazo por el enemigo nuevo, la Falange, como en el reconocimiento por un importante sector de aquella generación del 14 de lo presuntamente errado de sus opciones políticas: una larga dieta en la facultad de crítica, una renuncia a muchas cosas, no solo en el orden de la acción sino en el del pensamiento, recomendaba el mismo Marañón, que en su llamada a la expiación llegó a atribuir a mera cobardía la firma de manifiestos colectivos por la democracia. Y su amigo Ortega no se quedará atrás cuando reduzca el liberalismo a una ingenua defensa de “lo bonito”; porque ese fue, según Ortega, “el vicio original del liberalismo: creer que la sociedad es, por sí y sin más, una cosa bonita que marcha lindamente como un relojín suizo”. Ahora, añadía, estamos pagando con los más atroces tormentos ese error de nuestros abuelos.
¿Error de los abuelos? No exactamente, los abuelos nunca actuaron como si creyeran que la sociedad era una cosa bonita, sino más bien, que era una cosa tan fea que necesitaba un largo periodo de educación y pedagogía antes de embarcarse en nuevos proyectos políticos. Quienes sí creyeron que era bonita fueron ellos mismos, cuando pensaron que bastaba una minoría selecta para educar y conducir a la masa: fueron, en efecto, romeros del ideal, aunque en un sentido que Fernando de los Ríos estuvo muy lejos de vislumbrar en 1928: el de celebrar, como quien va de romería, la instauración de la República. Ese fue, si así puede hablarse desde la distancia, su error: todo había sido tan fácil en la caída del trono, que con la sola proclamación de la República ya parecía que todo estaba hecho. Luego, con la derrota republicana, procedieron a evacuar del liberalismo todo contenido político para reducirlo a un gesto, un conducta, una actitud, en definitiva, un talante, una manera de ser válida para el ámbito privado y los encuentros entre afines. Pero, por lo que se refería a lo público, una buena dieta sería el precio a pagar por los errores cometidos: aquel movimiento que llamaron liberalismo falleció, en verdad, como escribió Ortega, “sin que nadie le haya dedicado una necrología condigna.” En la España que les tocó vivir cuando de la juventud solo quedaba la nostalgia no había siquiera un lugar para lamentar la muerte del liberalismo.
Y sin embargo, corría el año de 1956 cuando la Biblioteca de Autores Cristianos, que era por entonces el “pan de nuestra cultura católica”, decidió celebrar el primer centenario del nacimiento de Marcelino Menéndez Pelayo publicando una nueva edición en dos volúmenes de la obra más representativa de “aquel genio de las letras patrias”, su Historia de los heterodoxos españoles. La BAC encargó el estudio final al arzobispo de Granada, Rafael García y García de Castro, el mismo que en 1934 se había preguntado, siendo todavía canónigo de la misma catedral: “¿qué entendemos por intelectuales?”. La respuesta fue muy elocuente: son los escritores de ideas o de tendencias marcadamente izquierdistas, todo lo contrario a lo nacional, lo cristiano y lo español. Premiado con el honor de incorporarse a la primera hornada de obispos de la posguerra, Rafael García y García de Castro no abandonó por ello sus inquietudes intelectuales y remató la nueva edición de la obra de Menéndez Pelayo con otra pregunta: “¿Qué curso han seguido las aguas de la heterodoxia desde la época de Menéndez Pelayo hasta nuestros días?”
¿Cómo hasta nuestros días? El liberalismo había muerto o, más bien, había sido eficazmente erradicado de la vida cultural español desde 1940. ¿Quince años tan solo y vuelta a empezar? Así lo temía el arzobispo de Granada que trazaba desde Francisco Giner de los Ríos, pasando por Unamuno, Besteiro, Ortega y Madariaga, la génesis y desarrollo de un mal que veía de nuevo levantar cabeza en los jóvenes universitarios. Y es que unos meses antes de escribir este prólogo, los universitarios madrileños habían decidido celebrar un entierro laico de Ortega y no tuvieron mejor ocurrencia que llamarle “liberal español”. El liberalismo, tras la derrota, volvía a levantar la cabeza.
Santos Juliá
26 de noviembre de 2009
TRIUNFO Y QUIEBRA DEL LIBERALISMO EN ESPAÑA (2)
El triunfo apenas duró lo que un suspiro. La derrota de la República, tras la rebelión militar y la larga y devastadora guerra civil que fue su secuela inmediata, constituyó la sentencia de muerte de aquella España viva, abierta al mundo, y de la tradición liberal española que se había vuelto social en los años diez y demócrata en los años veinte impulsada por los intelectuales de la generación del 14. En la España vencedora, el liberalismo quedó estigmatizado como el virus causante de todos los males de la patria que era preciso erradicar. Ciertamente, los nacionalsindicalistas creían haberse alzado contra el triple orden de realidades históricas que imperaban "sobre el haz de nuestra España", la liberal, la marxista y la contrarrevolucionaria o derechista. Falange se definía por su anticomunismo; pero el comunismo no era para ella sino una forma errada de resolver la fragmentación y pérdida de la patria una y unida, la partición de la unidad del hombre y su destino causada por el liberalismo. Nosotros, los nacionalsindicalistas, como gustaba de identificarse Pedro Laín, "vamos con tanto coraje" contra el liberalismo victoriano como contra el marxismo. Y Dionisio Ridruejo, que fundía por aquellos años en su persona la herencia católica con la convicción fascista, consideraba que el fin del divorcio entre lo militar y lo civil, introducido por los liberales, habría de devolver a la Historia un pueblo que supiera andarla con aire y destino de milicia, misión que habría de realizar Falange española. "No queremos transacciones liberales, no queremos catolicismo alicorto" era la consigna del grupo de intelectuales que hacían Escorial en los primeros años cuarenta.
Si a los falangistas el liberalismo les daba coraje, en los medios católicos suscitaba un ansía de exterminio. José Corts Grau, el más místico de los intelectuales católicos de posguerra, celebraba que por fin Estado y Nación volvían a identificarse poniendo fin a aquella “utopía liberal” que había escindido al hombre y que “al disgregarle de la verdad, acabó por desarraigarle de su Patria, vagabundo en un Estado a la deriva". El liberalismo era una de aquellas doctrinas foráneas –como el materialismo, el escepticismo volteriano, el socialismo más o menos panteísta- que había sustituido en cátedras y libros al “legítimo pensamiento español, tan embebido de ideología católica en siglos pasados” hasta el punto de sumir a España en la barbarie, que es el estado más cercano al racionalismo, lamentaba el cardenal Isidre Gomà, arzobispo de Toledo y primado de España, en sus Lecciones de la guerra y deberes de la paz. Liberalismo y democracia eran principios disolventes, como escribía el tradicionalista marqués de la Eliseda en El sentido fascista del Movimiento Nacional.
Por eso, no es de extrañar que uno de aquellos cuatro intelectuales que nos han introducido en este rápido viaje por la España liberal y que regresó pronto a la España de la dictadura, el mismo Gregorio Marañón que cargó durante la guerra civil sobre el liberalismo la culpa de haber abierto la puerta a la revolución y al comunismo, el que afirmó que en la España futura “los hombres que fuimos liberales ya nada tenemos que hacer” y el que dio por terminada la misión del liberalismo en el horizonte de algunas generaciones, ante la avalancha de odio que la sola palabra liberal despertaba en los intelectuales del régimen, evocara los años de su juventud como “una época de esplendor, un siglo de oro que no podía designarse con otro signo que con el de liberalismo”. ¡Gran siglo español el siglo liberal de los Machado!, escribía Marañón en unas páginas en las que resuena la nostalgia de sus años de juventud cuando vivían “una existencia elísea. Si íbamos a la Universidad, podíamos oír la palabra viva de Menéndez Pelayo, de Giner, de Cajal, tres liberales. Si abríamos el periódico, recogíamos el pensamiento de Ganivet y de Unamuno… El libro recién puesto en el escaparate era de Galdós, de Alarcón, de Pereda, de Valle Inclán… En las exposiciones se presentaban los cuadros de Rosales, de Sorolla, de Pradilla, de Romero de Torres, en las Cortes que oyeron a Donoso Cortés, hablaban Maura y Canalejas… Hasta las ciencias experimentales florecieron al calor de la gran efervescencia espiritual con insospechada pujanza”.
De aquellos tiempos elíseos no quedaba nada, excepto el toque de retirada. La más desalentadora muestra de la derrota de la tradición liberal no radica tanto en el triunfo sin paliativos de su enemigo histórico en España, la Iglesia católica, reforzada en el común rechazo por el enemigo nuevo, la Falange, como en el reconocimiento por un importante sector de aquella generación del 14 de lo presuntamente errado de sus opciones políticas: una larga dieta en la facultad de crítica, una renuncia a muchas cosas, no solo en el orden de la acción sino en el del pensamiento, recomendaba el mismo Marañón, que en su llamada a la expiación llegó a atribuir a mera cobardía la firma de manifiestos colectivos por la democracia. Y su amigo Ortega no se quedará atrás cuando reduzca el liberalismo a una ingenua defensa de “lo bonito”; porque ese fue, según Ortega, “el vicio original del liberalismo: creer que la sociedad es, por sí y sin más, una cosa bonita que marcha lindamente como un relojín suizo”. Ahora, añadía, estamos pagando con los más atroces tormentos ese error de nuestros abuelos.
¿Error de los abuelos? No exactamente, los abuelos nunca actuaron como si creyeran que la sociedad era una cosa bonita, sino más bien, que era una cosa tan fea que necesitaba un largo periodo de educación y pedagogía antes de embarcarse en nuevos proyectos políticos. Quienes sí creyeron que era bonita fueron ellos mismos, cuando pensaron que bastaba una minoría selecta para educar y conducir a la masa: fueron, en efecto, romeros del ideal, aunque en un sentido que Fernando de los Ríos estuvo muy lejos de vislumbrar en 1928: el de celebrar, como quien va de romería, la instauración de la República. Ese fue, si así puede hablarse desde la distancia, su error: todo había sido tan fácil en la caída del trono, que con la sola proclamación de la República ya parecía que todo estaba hecho. Luego, con la derrota republicana, procedieron a evacuar del liberalismo todo contenido político para reducirlo a un gesto, un conducta, una actitud, en definitiva, un talante, una manera de ser válida para el ámbito privado y los encuentros entre afines. Pero, por lo que se refería a lo público, una buena dieta sería el precio a pagar por los errores cometidos: aquel movimiento que llamaron liberalismo falleció, en verdad, como escribió Ortega, “sin que nadie le haya dedicado una necrología condigna.” En la España que les tocó vivir cuando de la juventud solo quedaba la nostalgia no había siquiera un lugar para lamentar la muerte del liberalismo.
Y sin embargo, corría el año de 1956 cuando la Biblioteca de Autores Cristianos, que era por entonces el “pan de nuestra cultura católica”, decidió celebrar el primer centenario del nacimiento de Marcelino Menéndez Pelayo publicando una nueva edición en dos volúmenes de la obra más representativa de “aquel genio de las letras patrias”, su Historia de los heterodoxos españoles. La BAC encargó el estudio final al arzobispo de Granada, Rafael García y García de Castro, el mismo que en 1934 se había preguntado, siendo todavía canónigo de la misma catedral: “¿qué entendemos por intelectuales?”. La respuesta fue muy elocuente: son los escritores de ideas o de tendencias marcadamente izquierdistas, todo lo contrario a lo nacional, lo cristiano y lo español. Premiado con el honor de incorporarse a la primera hornada de obispos de la posguerra, Rafael García y García de Castro no abandonó por ello sus inquietudes intelectuales y remató la nueva edición de la obra de Menéndez Pelayo con otra pregunta: “¿Qué curso han seguido las aguas de la heterodoxia desde la época de Menéndez Pelayo hasta nuestros días?”
¿Cómo hasta nuestros días? El liberalismo había muerto o, más bien, había sido eficazmente erradicado de la vida cultural español desde 1940. ¿Quince años tan solo y vuelta a empezar? Así lo temía el arzobispo de Granada que trazaba desde Francisco Giner de los Ríos, pasando por Unamuno, Besteiro, Ortega y Madariaga, la génesis y desarrollo de un mal que veía de nuevo levantar cabeza en los jóvenes universitarios. Y es que unos meses antes de escribir este prólogo, los universitarios madrileños habían decidido celebrar un entierro laico de Ortega y no tuvieron mejor ocurrencia que llamarle “liberal español”. El liberalismo, tras la derrota, volvía a levantar la cabeza.
Santos Juliá
26 de noviembre de 2009
A PROPÓSITO DE GREGORIO MARAÑÓN
TRIUNFO Y QUIEBRA DEL LIBERALISMO EN ESPAÑA (I)
Recordaba Gregorio Marañón, en uno de sus artículos publicados durante la guerra civil, que cuando los hombres de su generación eran unos muchachos, su infancia se había visto entristecida por la guerra con Norteamérica: tristeza por aquel finis Hispaniae que tardaría mucho tiempo en desvanecerse hasta quedar rodeada por un halo de romanticismo. Cuatro años mayor que él, José Ortega había evocado también, en carta de juventud a Miguel de Unamuno, el estado mental de los muchachos de veinte años que abrieron “los ojos de la curiosidad razonadora al tiempo de la gran caída de las hojas de la leyenda patria”. Manuel Azaña, nacido tres años antes que Ortega, reflexionaba sobre la nueva generación a la que él mismo pertenecía destacando que había “recibido en su corazón el sello candente de la desgracia en una edad en que las impresiones son muy profundas y que una vez recibidas no se borran ya”. En fin, Fernando de los Ríos, un año mayor que Azaña, evocará en su madurez ante un público mexicano el dolor enorme que sintió el alma española en 1898 y la impresión que a ellos, niños recién ingresados en la universidad, les causó aquella enorme derrota.
Nacidos entre 1879 y 1987 vienen aquí los cuatro a colación porque, como tantos otros que fueron adolescentes o jóvenes en el 98, son ejemplo de una generación intelectual que, reaccionando contra esta experiencia formativa de su juventud, protagonizó el periodo más vivaz, más prometedor, más lleno de realidades y de posibilidades, de la historia de España desde la caída del Antiguo Régimen y sufrió la más cruel de todas las derrotas posibles. Vivieron a fondo una experiencia política rara vez concedida a una generación intelectual, contemplaron con admiración y euforia la pacífica caída de una monarquía y la proclamación festiva de una república, se aprestaron, unos, a servirla, otros, a gobernarla. Constituyeron, en el sentido que Marañón dio a esta palabra, una generación, esto es, “un conjunto de hombres que han oído a la vez el eco de su destino histórico”.
Exponentes, los cuatro, de esa generación que ha pasado a la historia, por muchas y buenas razones, con el número 14 como seña de identidad colectiva, sus biografías revelan algunas de las características de la España de principios de siglo, conmovida por el desastre del 98, alarmada por la semana trágica de 1909, dividida ante el estallido de la Gran Guerra en el verano de 1914 y favorecida por un crecimiento económico que vino acompañado de una transformación del paisaje urbano, de la aparición de conflictos sociales y políticos y del incremento muy notable de población joven. Fue un tiempo de grandes transformaciones en todos los terrenos, sobre todo, en el de las expectativas. Al fin, parecía como si los obstáculos tradicionales que tanto lamentaron sus mayores habían cedido y las cosas no iban a seguir como hasta entonces: el orden político y social de la Restauración, con sus oligarquías bien establecidas, sus caciques como empresarios de la política, su Estado sometido a la tutela militar y eclesiástica, su sociedad adormecida, experimentaron una fuerte sacudida que afectó a todo el sistema de la Monarquía española constituida en 1876.
Fue en esta sociedad en transformación donde hicieron acto de presencia los intelectuales de la nueva generación, la que irrumpía con el propósito de corregir la plana a sus mayores del 98. Un numeroso grupo de jóvenes españoles siguió estudios en el extranjero gracias a la política de pensiones establecida por el gobierno liberal desde 1901 y extendida años después con la Junta para Ampliación de Estudios, aprendió alemán, inglés o francés, y regresó a España para enseguida, sin haber cumplido los treinta años, ganar la cátedra u ocupar un puesto relevante en la vida profesional. Esta gente nueva no se creía degenerada ni disfrutaba tumbándose en los cementerios. Dueños de variados saberes, estos jóvenes hablaban, en ateneos y sociedades culturales, de mecánica, de geometría, de histología, de física, de relatividad, de pedagogía, de urbanismo, de arquitectura. A principios de los años veinte se había consolidado ya lo que Thomas Glick ha llamado una clase media científica, una "comunidad científica acostumbrada al encuentro relativamente frecuente con científicos extranjeros del calibre más elevado".
A este momento de creatividad científica y cultural se añadió una vocación de intervención pública: nacidos en una España recogida sobre sí misma, llegados a la juventud escuchando por doquier el llanto sobre la muerte de España, aquellos jóvenes universitarios regresaban cargados de un espíritu de misión: volvían, recordará Fernando de los Ríos “con un fervor, con un entusiasmo tales que cada uno de nosotros nos considerábamos como un romero del ideal que habíamos de realizar dentro de nuestro país”. Algo era preciso hacer para colmar el abismo abierto entre España y las naciones en las que tuvieron oportunidad de ampliar sus conocimientos. Debían, ante todo, mostrar su competencia en el ejercicio de sus respectivas profesiones y, luego, participar en las iniciativas de pedagogía social que ateneos, clubes, casas del pueblo, escuelas nuevas, ponían en marcha para elevar el nivel educativo de tantas gentes a las que sus predecesores habían contemplado, y despreciado, como masas amorfas e inertes, necesitadas de látigo, y a las que ellos veían como una nueva clase obrera, amenazante desde los extrarradios, pero que buscaba elevar su nivel de vida y de cultura en todos los órdenes y que portaba un proyecto de organización social: el socialismo.
Esas experiencias comunes explican la rápida adhesión a un liberalismo social, que procedía de la Institución Libre de Enseñanza, que había arraigado en las instituciones promovidas por la Junta para Ampliación de Estudios y que llevó a los más destacados intelectuales de esta generación a abrazar, en lo que respecta a la política interior, la causa del reformismo y, respecto al exterior, la causa de los aliados. Cerca de dos mil “jóvenes y gente moderna que no rendían culto a la forma” se reunieron en el banquete ofrecido a Melquíades Álvarez un día de octubre de 1913 y, solo dos años después, volvieron a aparecer muchos de ellos como firmantes del “Manifiesto de adhesión a las Naciones aliadas”, que verá la luz en la revista España el 9 de julio de 1915: reformismo político y social en el interior, aliadofilia en el exterior, alimentaron la expectativa de cambio de la gran mayoría de esta generación liberal que, en noviembre de 1917, firmaba un manifiesto “Por la amnistía” y encabezaba la correspondiente manifestación en apoyo de los dirigentes obreros encarcelados a consecuencia de la huelga general revolucionaria de agosto de ese año. Y, una vez más, cuando la Gran Guerra llegaba a su fin, volveremos a encontrarlos incorporándose a una “Unión Democrática Española para la Liga de la Sociedad de Naciones Libres”, donde habría de caber “todo hombre que fuera liberal y demócrata, independientemente de que esté afiliado a cualquier partido o a ninguno”.
Todo hombre liberal y demócrata: si el primer liberalismo de esta generación apareció teñido de una dimensión social, a partir del fin de la Gran Guerra se afirmó nítidamente como democrático. Los aliados triunfan y tronos y coronas ruedan por los suelos. Pero en España, con todo lo que está ocurriendo en la vida económica y social, no pasa nada en el gobierno salvo el retorno a la más vieja política, incapaz de abrir un cauce a la representación de las nuevas clases surgidas al socaire del crecimiento económico y la transformación social. La protesta obrera se multiplica, mientras los “experimentos de nueva España” que Ortega había propuesto dentro de la monarquía languidecen hasta agotarse. No hay nada que hacer. La guerra de Marruecos será el pretexto para una nueva intervención militar en el curso de la política que liquida la Constitución y deja al descubierto los verdaderos fundamentos de un régimen incapaz de transitar, por medio de su propia reforma, desde el liberalismo a la democracia.
A partir del golpe de Estado de Primo de Ribera de septiembre de 1923 y del proyecto de rellenar el vacío constitucional provocado por la dictadura, los profesionales e intelectuales de la generación de 1914 se decantan crecientemente por la República como única forma de Estado que en España pueda identificarse con la democracia. El 11 de febrero de 1926, aniversario de la República de 1873, Gregorio Marañón, que había puesto su firma al pie de los manifiestos de adhesión a la Naciones Unidas, de petición de amnistía y de la Unión democrática, firma también, con una veintena de intelectuales y de los representantes de Alianza Republicana, un “Manifiesto al país” denunciando el régimen de excepción, fuera de la ley constitutiva del Estado a la que estaba sometida España y demandando la convocatoria de Cortes constituyentes en las que lucharían por el régimen republicano.
En España, la reivindicación de la República por las clases profesionales viene siempre acompañada de una llamada a la clase obrera para formar una conjunción o frente común. Tres años después del Manifiesto, los caminos vuelven a confluir: la táctica del liberal español, incluido el republicano, escribe Marañón en su prólogo a ¿Adónde va España?, de Marcelino Domingo, debe ser “de comprensión radical y entrañable para las aspiraciones proletarias”; el orden, añade, solo se engendra en la conjunción de dos padres insustituibles: la libertad y la justicia. Hasta Ortega se suma al clamor contra la Monarquía y funda, con el mismo Marañón y con Pérez de Ayala, una Agrupación al Servicio de la República. El entusiasmo no deja de crecer y en la tarde del 14 de abril de 1931, después de la histórica conversación entre Niceto Alcalá Zamora y el conde de Romanones, con el mismo Marañón como anfitrión y testigo mudo del encuentro, y con Ortega junto al doctor Pittaluga aguardando en una habitación contigua, se conviene que Alfonso XIII, antes del anochecer, tome el camino del exilio. La República ha venido y con ella parece haber sonado el triunfo de un liberalismo que es a la vez democrático y social.
Santos Juliá
24 de noviembre de 2009
TRIUNFO Y QUIEBRA DEL LIBERALISMO EN ESPAÑA (I)
Recordaba Gregorio Marañón, en uno de sus artículos publicados durante la guerra civil, que cuando los hombres de su generación eran unos muchachos, su infancia se había visto entristecida por la guerra con Norteamérica: tristeza por aquel finis Hispaniae que tardaría mucho tiempo en desvanecerse hasta quedar rodeada por un halo de romanticismo. Cuatro años mayor que él, José Ortega había evocado también, en carta de juventud a Miguel de Unamuno, el estado mental de los muchachos de veinte años que abrieron “los ojos de la curiosidad razonadora al tiempo de la gran caída de las hojas de la leyenda patria”. Manuel Azaña, nacido tres años antes que Ortega, reflexionaba sobre la nueva generación a la que él mismo pertenecía destacando que había “recibido en su corazón el sello candente de la desgracia en una edad en que las impresiones son muy profundas y que una vez recibidas no se borran ya”. En fin, Fernando de los Ríos, un año mayor que Azaña, evocará en su madurez ante un público mexicano el dolor enorme que sintió el alma española en 1898 y la impresión que a ellos, niños recién ingresados en la universidad, les causó aquella enorme derrota.
Nacidos entre 1879 y 1987 vienen aquí los cuatro a colación porque, como tantos otros que fueron adolescentes o jóvenes en el 98, son ejemplo de una generación intelectual que, reaccionando contra esta experiencia formativa de su juventud, protagonizó el periodo más vivaz, más prometedor, más lleno de realidades y de posibilidades, de la historia de España desde la caída del Antiguo Régimen y sufrió la más cruel de todas las derrotas posibles. Vivieron a fondo una experiencia política rara vez concedida a una generación intelectual, contemplaron con admiración y euforia la pacífica caída de una monarquía y la proclamación festiva de una república, se aprestaron, unos, a servirla, otros, a gobernarla. Constituyeron, en el sentido que Marañón dio a esta palabra, una generación, esto es, “un conjunto de hombres que han oído a la vez el eco de su destino histórico”.
Exponentes, los cuatro, de esa generación que ha pasado a la historia, por muchas y buenas razones, con el número 14 como seña de identidad colectiva, sus biografías revelan algunas de las características de la España de principios de siglo, conmovida por el desastre del 98, alarmada por la semana trágica de 1909, dividida ante el estallido de la Gran Guerra en el verano de 1914 y favorecida por un crecimiento económico que vino acompañado de una transformación del paisaje urbano, de la aparición de conflictos sociales y políticos y del incremento muy notable de población joven. Fue un tiempo de grandes transformaciones en todos los terrenos, sobre todo, en el de las expectativas. Al fin, parecía como si los obstáculos tradicionales que tanto lamentaron sus mayores habían cedido y las cosas no iban a seguir como hasta entonces: el orden político y social de la Restauración, con sus oligarquías bien establecidas, sus caciques como empresarios de la política, su Estado sometido a la tutela militar y eclesiástica, su sociedad adormecida, experimentaron una fuerte sacudida que afectó a todo el sistema de la Monarquía española constituida en 1876.
Fue en esta sociedad en transformación donde hicieron acto de presencia los intelectuales de la nueva generación, la que irrumpía con el propósito de corregir la plana a sus mayores del 98. Un numeroso grupo de jóvenes españoles siguió estudios en el extranjero gracias a la política de pensiones establecida por el gobierno liberal desde 1901 y extendida años después con la Junta para Ampliación de Estudios, aprendió alemán, inglés o francés, y regresó a España para enseguida, sin haber cumplido los treinta años, ganar la cátedra u ocupar un puesto relevante en la vida profesional. Esta gente nueva no se creía degenerada ni disfrutaba tumbándose en los cementerios. Dueños de variados saberes, estos jóvenes hablaban, en ateneos y sociedades culturales, de mecánica, de geometría, de histología, de física, de relatividad, de pedagogía, de urbanismo, de arquitectura. A principios de los años veinte se había consolidado ya lo que Thomas Glick ha llamado una clase media científica, una "comunidad científica acostumbrada al encuentro relativamente frecuente con científicos extranjeros del calibre más elevado".
A este momento de creatividad científica y cultural se añadió una vocación de intervención pública: nacidos en una España recogida sobre sí misma, llegados a la juventud escuchando por doquier el llanto sobre la muerte de España, aquellos jóvenes universitarios regresaban cargados de un espíritu de misión: volvían, recordará Fernando de los Ríos “con un fervor, con un entusiasmo tales que cada uno de nosotros nos considerábamos como un romero del ideal que habíamos de realizar dentro de nuestro país”. Algo era preciso hacer para colmar el abismo abierto entre España y las naciones en las que tuvieron oportunidad de ampliar sus conocimientos. Debían, ante todo, mostrar su competencia en el ejercicio de sus respectivas profesiones y, luego, participar en las iniciativas de pedagogía social que ateneos, clubes, casas del pueblo, escuelas nuevas, ponían en marcha para elevar el nivel educativo de tantas gentes a las que sus predecesores habían contemplado, y despreciado, como masas amorfas e inertes, necesitadas de látigo, y a las que ellos veían como una nueva clase obrera, amenazante desde los extrarradios, pero que buscaba elevar su nivel de vida y de cultura en todos los órdenes y que portaba un proyecto de organización social: el socialismo.
Esas experiencias comunes explican la rápida adhesión a un liberalismo social, que procedía de la Institución Libre de Enseñanza, que había arraigado en las instituciones promovidas por la Junta para Ampliación de Estudios y que llevó a los más destacados intelectuales de esta generación a abrazar, en lo que respecta a la política interior, la causa del reformismo y, respecto al exterior, la causa de los aliados. Cerca de dos mil “jóvenes y gente moderna que no rendían culto a la forma” se reunieron en el banquete ofrecido a Melquíades Álvarez un día de octubre de 1913 y, solo dos años después, volvieron a aparecer muchos de ellos como firmantes del “Manifiesto de adhesión a las Naciones aliadas”, que verá la luz en la revista España el 9 de julio de 1915: reformismo político y social en el interior, aliadofilia en el exterior, alimentaron la expectativa de cambio de la gran mayoría de esta generación liberal que, en noviembre de 1917, firmaba un manifiesto “Por la amnistía” y encabezaba la correspondiente manifestación en apoyo de los dirigentes obreros encarcelados a consecuencia de la huelga general revolucionaria de agosto de ese año. Y, una vez más, cuando la Gran Guerra llegaba a su fin, volveremos a encontrarlos incorporándose a una “Unión Democrática Española para la Liga de la Sociedad de Naciones Libres”, donde habría de caber “todo hombre que fuera liberal y demócrata, independientemente de que esté afiliado a cualquier partido o a ninguno”.
Todo hombre liberal y demócrata: si el primer liberalismo de esta generación apareció teñido de una dimensión social, a partir del fin de la Gran Guerra se afirmó nítidamente como democrático. Los aliados triunfan y tronos y coronas ruedan por los suelos. Pero en España, con todo lo que está ocurriendo en la vida económica y social, no pasa nada en el gobierno salvo el retorno a la más vieja política, incapaz de abrir un cauce a la representación de las nuevas clases surgidas al socaire del crecimiento económico y la transformación social. La protesta obrera se multiplica, mientras los “experimentos de nueva España” que Ortega había propuesto dentro de la monarquía languidecen hasta agotarse. No hay nada que hacer. La guerra de Marruecos será el pretexto para una nueva intervención militar en el curso de la política que liquida la Constitución y deja al descubierto los verdaderos fundamentos de un régimen incapaz de transitar, por medio de su propia reforma, desde el liberalismo a la democracia.
A partir del golpe de Estado de Primo de Ribera de septiembre de 1923 y del proyecto de rellenar el vacío constitucional provocado por la dictadura, los profesionales e intelectuales de la generación de 1914 se decantan crecientemente por la República como única forma de Estado que en España pueda identificarse con la democracia. El 11 de febrero de 1926, aniversario de la República de 1873, Gregorio Marañón, que había puesto su firma al pie de los manifiestos de adhesión a la Naciones Unidas, de petición de amnistía y de la Unión democrática, firma también, con una veintena de intelectuales y de los representantes de Alianza Republicana, un “Manifiesto al país” denunciando el régimen de excepción, fuera de la ley constitutiva del Estado a la que estaba sometida España y demandando la convocatoria de Cortes constituyentes en las que lucharían por el régimen republicano.
En España, la reivindicación de la República por las clases profesionales viene siempre acompañada de una llamada a la clase obrera para formar una conjunción o frente común. Tres años después del Manifiesto, los caminos vuelven a confluir: la táctica del liberal español, incluido el republicano, escribe Marañón en su prólogo a ¿Adónde va España?, de Marcelino Domingo, debe ser “de comprensión radical y entrañable para las aspiraciones proletarias”; el orden, añade, solo se engendra en la conjunción de dos padres insustituibles: la libertad y la justicia. Hasta Ortega se suma al clamor contra la Monarquía y funda, con el mismo Marañón y con Pérez de Ayala, una Agrupación al Servicio de la República. El entusiasmo no deja de crecer y en la tarde del 14 de abril de 1931, después de la histórica conversación entre Niceto Alcalá Zamora y el conde de Romanones, con el mismo Marañón como anfitrión y testigo mudo del encuentro, y con Ortega junto al doctor Pittaluga aguardando en una habitación contigua, se conviene que Alfonso XIII, antes del anochecer, tome el camino del exilio. La República ha venido y con ella parece haber sonado el triunfo de un liberalismo que es a la vez democrático y social.
Santos Juliá
24 de noviembre de 2009
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Santos Juliá es catedrático del Departamento de Historia social y del pensamiento politico en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Durante las últimas décadas ha publicado numerosos trabajos de historia política, social y cultural de España en el siglo XX: República y guerra civil, socialismo, Madrid, intelectuales, Azaña, franquismo, transición y cuestiones de historiografía han sido los principales campos de su trabajo. Premio Nacional de Historia de España 2005 por su libro Historias de las dos Españas, ha editado recientemente las Obras Completas de Manuel Azaña en siete volúmenes y ha publicado Vida y tiempo de Manuel Azaña, 1880-1940. Escribe también, desde 1994, comentarios de política española en el diario El País.
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