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Blog de Tendencias21 sobre la historia reciente de España
A PROPÓSITO DE GREGORIO MARAÑÓN
TRIUNFO Y QUIEBRA DEL LIBERALISMO EN ESPAÑA (2)
El triunfo apenas duró lo que un suspiro. La derrota de la República, tras la rebelión militar y la larga y devastadora guerra civil que fue su secuela inmediata, constituyó la sentencia de muerte de aquella España viva, abierta al mundo, y de la tradición liberal española que se había vuelto social en los años diez y demócrata en los años veinte impulsada por los intelectuales de la generación del 14. En la España vencedora, el liberalismo quedó estigmatizado como el virus causante de todos los males de la patria que era preciso erradicar. Ciertamente, los nacionalsindicalistas creían haberse alzado contra el triple orden de realidades históricas que imperaban "sobre el haz de nuestra España", la liberal, la marxista y la contrarrevolucionaria o derechista. Falange se definía por su anticomunismo; pero el comunismo no era para ella sino una forma errada de resolver la fragmentación y pérdida de la patria una y unida, la partición de la unidad del hombre y su destino causada por el liberalismo. Nosotros, los nacionalsindicalistas, como gustaba de identificarse Pedro Laín, "vamos con tanto coraje" contra el liberalismo victoriano como contra el marxismo. Y Dionisio Ridruejo, que fundía por aquellos años en su persona la herencia católica con la convicción fascista, consideraba que el fin del divorcio entre lo militar y lo civil, introducido por los liberales, habría de devolver a la Historia un pueblo que supiera andarla con aire y destino de milicia, misión que habría de realizar Falange española. "No queremos transacciones liberales, no queremos catolicismo alicorto" era la consigna del grupo de intelectuales que hacían Escorial en los primeros años cuarenta.
Si a los falangistas el liberalismo les daba coraje, en los medios católicos suscitaba un ansía de exterminio. José Corts Grau, el más místico de los intelectuales católicos de posguerra, celebraba que por fin Estado y Nación volvían a identificarse poniendo fin a aquella “utopía liberal” que había escindido al hombre y que “al disgregarle de la verdad, acabó por desarraigarle de su Patria, vagabundo en un Estado a la deriva". El liberalismo era una de aquellas doctrinas foráneas –como el materialismo, el escepticismo volteriano, el socialismo más o menos panteísta- que había sustituido en cátedras y libros al “legítimo pensamiento español, tan embebido de ideología católica en siglos pasados” hasta el punto de sumir a España en la barbarie, que es el estado más cercano al racionalismo, lamentaba el cardenal Isidre Gomà, arzobispo de Toledo y primado de España, en sus Lecciones de la guerra y deberes de la paz. Liberalismo y democracia eran principios disolventes, como escribía el tradicionalista marqués de la Eliseda en El sentido fascista del Movimiento Nacional.
Por eso, no es de extrañar que uno de aquellos cuatro intelectuales que nos han introducido en este rápido viaje por la España liberal y que regresó pronto a la España de la dictadura, el mismo Gregorio Marañón que cargó durante la guerra civil sobre el liberalismo la culpa de haber abierto la puerta a la revolución y al comunismo, el que afirmó que en la España futura “los hombres que fuimos liberales ya nada tenemos que hacer” y el que dio por terminada la misión del liberalismo en el horizonte de algunas generaciones, ante la avalancha de odio que la sola palabra liberal despertaba en los intelectuales del régimen, evocara los años de su juventud como “una época de esplendor, un siglo de oro que no podía designarse con otro signo que con el de liberalismo”. ¡Gran siglo español el siglo liberal de los Machado!, escribía Marañón en unas páginas en las que resuena la nostalgia de sus años de juventud cuando vivían “una existencia elísea. Si íbamos a la Universidad, podíamos oír la palabra viva de Menéndez Pelayo, de Giner, de Cajal, tres liberales. Si abríamos el periódico, recogíamos el pensamiento de Ganivet y de Unamuno… El libro recién puesto en el escaparate era de Galdós, de Alarcón, de Pereda, de Valle Inclán… En las exposiciones se presentaban los cuadros de Rosales, de Sorolla, de Pradilla, de Romero de Torres, en las Cortes que oyeron a Donoso Cortés, hablaban Maura y Canalejas… Hasta las ciencias experimentales florecieron al calor de la gran efervescencia espiritual con insospechada pujanza”.
De aquellos tiempos elíseos no quedaba nada, excepto el toque de retirada. La más desalentadora muestra de la derrota de la tradición liberal no radica tanto en el triunfo sin paliativos de su enemigo histórico en España, la Iglesia católica, reforzada en el común rechazo por el enemigo nuevo, la Falange, como en el reconocimiento por un importante sector de aquella generación del 14 de lo presuntamente errado de sus opciones políticas: una larga dieta en la facultad de crítica, una renuncia a muchas cosas, no solo en el orden de la acción sino en el del pensamiento, recomendaba el mismo Marañón, que en su llamada a la expiación llegó a atribuir a mera cobardía la firma de manifiestos colectivos por la democracia. Y su amigo Ortega no se quedará atrás cuando reduzca el liberalismo a una ingenua defensa de “lo bonito”; porque ese fue, según Ortega, “el vicio original del liberalismo: creer que la sociedad es, por sí y sin más, una cosa bonita que marcha lindamente como un relojín suizo”. Ahora, añadía, estamos pagando con los más atroces tormentos ese error de nuestros abuelos.
¿Error de los abuelos? No exactamente, los abuelos nunca actuaron como si creyeran que la sociedad era una cosa bonita, sino más bien, que era una cosa tan fea que necesitaba un largo periodo de educación y pedagogía antes de embarcarse en nuevos proyectos políticos. Quienes sí creyeron que era bonita fueron ellos mismos, cuando pensaron que bastaba una minoría selecta para educar y conducir a la masa: fueron, en efecto, romeros del ideal, aunque en un sentido que Fernando de los Ríos estuvo muy lejos de vislumbrar en 1928: el de celebrar, como quien va de romería, la instauración de la República. Ese fue, si así puede hablarse desde la distancia, su error: todo había sido tan fácil en la caída del trono, que con la sola proclamación de la República ya parecía que todo estaba hecho. Luego, con la derrota republicana, procedieron a evacuar del liberalismo todo contenido político para reducirlo a un gesto, un conducta, una actitud, en definitiva, un talante, una manera de ser válida para el ámbito privado y los encuentros entre afines. Pero, por lo que se refería a lo público, una buena dieta sería el precio a pagar por los errores cometidos: aquel movimiento que llamaron liberalismo falleció, en verdad, como escribió Ortega, “sin que nadie le haya dedicado una necrología condigna.” En la España que les tocó vivir cuando de la juventud solo quedaba la nostalgia no había siquiera un lugar para lamentar la muerte del liberalismo.
Y sin embargo, corría el año de 1956 cuando la Biblioteca de Autores Cristianos, que era por entonces el “pan de nuestra cultura católica”, decidió celebrar el primer centenario del nacimiento de Marcelino Menéndez Pelayo publicando una nueva edición en dos volúmenes de la obra más representativa de “aquel genio de las letras patrias”, su Historia de los heterodoxos españoles. La BAC encargó el estudio final al arzobispo de Granada, Rafael García y García de Castro, el mismo que en 1934 se había preguntado, siendo todavía canónigo de la misma catedral: “¿qué entendemos por intelectuales?”. La respuesta fue muy elocuente: son los escritores de ideas o de tendencias marcadamente izquierdistas, todo lo contrario a lo nacional, lo cristiano y lo español. Premiado con el honor de incorporarse a la primera hornada de obispos de la posguerra, Rafael García y García de Castro no abandonó por ello sus inquietudes intelectuales y remató la nueva edición de la obra de Menéndez Pelayo con otra pregunta: “¿Qué curso han seguido las aguas de la heterodoxia desde la época de Menéndez Pelayo hasta nuestros días?”
¿Cómo hasta nuestros días? El liberalismo había muerto o, más bien, había sido eficazmente erradicado de la vida cultural español desde 1940. ¿Quince años tan solo y vuelta a empezar? Así lo temía el arzobispo de Granada que trazaba desde Francisco Giner de los Ríos, pasando por Unamuno, Besteiro, Ortega y Madariaga, la génesis y desarrollo de un mal que veía de nuevo levantar cabeza en los jóvenes universitarios. Y es que unos meses antes de escribir este prólogo, los universitarios madrileños habían decidido celebrar un entierro laico de Ortega y no tuvieron mejor ocurrencia que llamarle “liberal español”. El liberalismo, tras la derrota, volvía a levantar la cabeza.
Santos Juliá
26 de noviembre de 2009
TRIUNFO Y QUIEBRA DEL LIBERALISMO EN ESPAÑA (2)
El triunfo apenas duró lo que un suspiro. La derrota de la República, tras la rebelión militar y la larga y devastadora guerra civil que fue su secuela inmediata, constituyó la sentencia de muerte de aquella España viva, abierta al mundo, y de la tradición liberal española que se había vuelto social en los años diez y demócrata en los años veinte impulsada por los intelectuales de la generación del 14. En la España vencedora, el liberalismo quedó estigmatizado como el virus causante de todos los males de la patria que era preciso erradicar. Ciertamente, los nacionalsindicalistas creían haberse alzado contra el triple orden de realidades históricas que imperaban "sobre el haz de nuestra España", la liberal, la marxista y la contrarrevolucionaria o derechista. Falange se definía por su anticomunismo; pero el comunismo no era para ella sino una forma errada de resolver la fragmentación y pérdida de la patria una y unida, la partición de la unidad del hombre y su destino causada por el liberalismo. Nosotros, los nacionalsindicalistas, como gustaba de identificarse Pedro Laín, "vamos con tanto coraje" contra el liberalismo victoriano como contra el marxismo. Y Dionisio Ridruejo, que fundía por aquellos años en su persona la herencia católica con la convicción fascista, consideraba que el fin del divorcio entre lo militar y lo civil, introducido por los liberales, habría de devolver a la Historia un pueblo que supiera andarla con aire y destino de milicia, misión que habría de realizar Falange española. "No queremos transacciones liberales, no queremos catolicismo alicorto" era la consigna del grupo de intelectuales que hacían Escorial en los primeros años cuarenta.
Si a los falangistas el liberalismo les daba coraje, en los medios católicos suscitaba un ansía de exterminio. José Corts Grau, el más místico de los intelectuales católicos de posguerra, celebraba que por fin Estado y Nación volvían a identificarse poniendo fin a aquella “utopía liberal” que había escindido al hombre y que “al disgregarle de la verdad, acabó por desarraigarle de su Patria, vagabundo en un Estado a la deriva". El liberalismo era una de aquellas doctrinas foráneas –como el materialismo, el escepticismo volteriano, el socialismo más o menos panteísta- que había sustituido en cátedras y libros al “legítimo pensamiento español, tan embebido de ideología católica en siglos pasados” hasta el punto de sumir a España en la barbarie, que es el estado más cercano al racionalismo, lamentaba el cardenal Isidre Gomà, arzobispo de Toledo y primado de España, en sus Lecciones de la guerra y deberes de la paz. Liberalismo y democracia eran principios disolventes, como escribía el tradicionalista marqués de la Eliseda en El sentido fascista del Movimiento Nacional.
Por eso, no es de extrañar que uno de aquellos cuatro intelectuales que nos han introducido en este rápido viaje por la España liberal y que regresó pronto a la España de la dictadura, el mismo Gregorio Marañón que cargó durante la guerra civil sobre el liberalismo la culpa de haber abierto la puerta a la revolución y al comunismo, el que afirmó que en la España futura “los hombres que fuimos liberales ya nada tenemos que hacer” y el que dio por terminada la misión del liberalismo en el horizonte de algunas generaciones, ante la avalancha de odio que la sola palabra liberal despertaba en los intelectuales del régimen, evocara los años de su juventud como “una época de esplendor, un siglo de oro que no podía designarse con otro signo que con el de liberalismo”. ¡Gran siglo español el siglo liberal de los Machado!, escribía Marañón en unas páginas en las que resuena la nostalgia de sus años de juventud cuando vivían “una existencia elísea. Si íbamos a la Universidad, podíamos oír la palabra viva de Menéndez Pelayo, de Giner, de Cajal, tres liberales. Si abríamos el periódico, recogíamos el pensamiento de Ganivet y de Unamuno… El libro recién puesto en el escaparate era de Galdós, de Alarcón, de Pereda, de Valle Inclán… En las exposiciones se presentaban los cuadros de Rosales, de Sorolla, de Pradilla, de Romero de Torres, en las Cortes que oyeron a Donoso Cortés, hablaban Maura y Canalejas… Hasta las ciencias experimentales florecieron al calor de la gran efervescencia espiritual con insospechada pujanza”.
De aquellos tiempos elíseos no quedaba nada, excepto el toque de retirada. La más desalentadora muestra de la derrota de la tradición liberal no radica tanto en el triunfo sin paliativos de su enemigo histórico en España, la Iglesia católica, reforzada en el común rechazo por el enemigo nuevo, la Falange, como en el reconocimiento por un importante sector de aquella generación del 14 de lo presuntamente errado de sus opciones políticas: una larga dieta en la facultad de crítica, una renuncia a muchas cosas, no solo en el orden de la acción sino en el del pensamiento, recomendaba el mismo Marañón, que en su llamada a la expiación llegó a atribuir a mera cobardía la firma de manifiestos colectivos por la democracia. Y su amigo Ortega no se quedará atrás cuando reduzca el liberalismo a una ingenua defensa de “lo bonito”; porque ese fue, según Ortega, “el vicio original del liberalismo: creer que la sociedad es, por sí y sin más, una cosa bonita que marcha lindamente como un relojín suizo”. Ahora, añadía, estamos pagando con los más atroces tormentos ese error de nuestros abuelos.
¿Error de los abuelos? No exactamente, los abuelos nunca actuaron como si creyeran que la sociedad era una cosa bonita, sino más bien, que era una cosa tan fea que necesitaba un largo periodo de educación y pedagogía antes de embarcarse en nuevos proyectos políticos. Quienes sí creyeron que era bonita fueron ellos mismos, cuando pensaron que bastaba una minoría selecta para educar y conducir a la masa: fueron, en efecto, romeros del ideal, aunque en un sentido que Fernando de los Ríos estuvo muy lejos de vislumbrar en 1928: el de celebrar, como quien va de romería, la instauración de la República. Ese fue, si así puede hablarse desde la distancia, su error: todo había sido tan fácil en la caída del trono, que con la sola proclamación de la República ya parecía que todo estaba hecho. Luego, con la derrota republicana, procedieron a evacuar del liberalismo todo contenido político para reducirlo a un gesto, un conducta, una actitud, en definitiva, un talante, una manera de ser válida para el ámbito privado y los encuentros entre afines. Pero, por lo que se refería a lo público, una buena dieta sería el precio a pagar por los errores cometidos: aquel movimiento que llamaron liberalismo falleció, en verdad, como escribió Ortega, “sin que nadie le haya dedicado una necrología condigna.” En la España que les tocó vivir cuando de la juventud solo quedaba la nostalgia no había siquiera un lugar para lamentar la muerte del liberalismo.
Y sin embargo, corría el año de 1956 cuando la Biblioteca de Autores Cristianos, que era por entonces el “pan de nuestra cultura católica”, decidió celebrar el primer centenario del nacimiento de Marcelino Menéndez Pelayo publicando una nueva edición en dos volúmenes de la obra más representativa de “aquel genio de las letras patrias”, su Historia de los heterodoxos españoles. La BAC encargó el estudio final al arzobispo de Granada, Rafael García y García de Castro, el mismo que en 1934 se había preguntado, siendo todavía canónigo de la misma catedral: “¿qué entendemos por intelectuales?”. La respuesta fue muy elocuente: son los escritores de ideas o de tendencias marcadamente izquierdistas, todo lo contrario a lo nacional, lo cristiano y lo español. Premiado con el honor de incorporarse a la primera hornada de obispos de la posguerra, Rafael García y García de Castro no abandonó por ello sus inquietudes intelectuales y remató la nueva edición de la obra de Menéndez Pelayo con otra pregunta: “¿Qué curso han seguido las aguas de la heterodoxia desde la época de Menéndez Pelayo hasta nuestros días?”
¿Cómo hasta nuestros días? El liberalismo había muerto o, más bien, había sido eficazmente erradicado de la vida cultural español desde 1940. ¿Quince años tan solo y vuelta a empezar? Así lo temía el arzobispo de Granada que trazaba desde Francisco Giner de los Ríos, pasando por Unamuno, Besteiro, Ortega y Madariaga, la génesis y desarrollo de un mal que veía de nuevo levantar cabeza en los jóvenes universitarios. Y es que unos meses antes de escribir este prólogo, los universitarios madrileños habían decidido celebrar un entierro laico de Ortega y no tuvieron mejor ocurrencia que llamarle “liberal español”. El liberalismo, tras la derrota, volvía a levantar la cabeza.
Santos Juliá
26 de noviembre de 2009
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Santos Juliá
Santos Juliá es catedrático del Departamento de Historia social y del pensamiento politico en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Durante las últimas décadas ha publicado numerosos trabajos de historia política, social y cultural de España en el siglo XX: República y guerra civil, socialismo, Madrid, intelectuales, Azaña, franquismo, transición y cuestiones de historiografía han sido los principales campos de su trabajo. Premio Nacional de Historia de España 2005 por su libro Historias de las dos Españas, ha editado recientemente las Obras Completas de Manuel Azaña en siete volúmenes y ha publicado Vida y tiempo de Manuel Azaña, 1880-1940. Escribe también, desde 1994, comentarios de política española en el diario El País.
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