ESPAÑA SIGLO XX: Santos Juliá
Blog de Tendencias21 sobre la historia reciente de España




A proposito del mesianismo secularizado como remedio ante los fracasos del marxismo concebido como ciencia de la historia


La última reflexión de Enzo Traverso sobre "Marx, la historia y los historiadores.Una relación a inventar" (Pasajes, otoño de 2012, pp. 88-89) parte de la derrota del socialismo en el siglo XX entendida como derrota de las clases combatientes, de las clases oprimidas. Pero el socialismo, si por socialismo se entiende lo que sucumbió con la caída del Muro, nunca ha sufrido una derrota ni de grandes ni de pequeñas proporciones: triunfó sobre el nazismo y consolidó un Estado en dos grandes potencias: la Unión Soviética y China. En su guerra contra el imperialismo, los comunistas de Vietnam resistieron hasta el triunfo final. De manera que si la historia marxista adopta siempre, como afirma Traverso, el punto de vista de los dominados, tendría que ser el punto de vista de los derrotados por el socialismo en el poder el que debería adoptar el historiador marxista al emprender la investigación de lo ocurrido en la Unión Soviética y en China desde la instauración de sus respectivos Estados comunistas.
            El problema central para una historia marxista, entendida como historia que adopta el punto de vista de las clases dominadas, no procede de una derrota de los oprimidos, sino del hundimiento de los vencedores; no de que el comunismo o el socialismo hayan sido derrotados por el capitalismo, sino de la desaparición del Partido Comunista y de la transformación del Estado socialista de la Unión Soviética en un Estado capitalista, y de la inmediata conversión de la economía socialista en economía capitalista bajo el poder del Partido Comunista en China. El problema radica en que las revoluciones del siglo XX, emprendidas en nombre de los oprimidos, han conducido a nuevos y más perfectos, por más totales, sistemas de dominación. Ni el partido comunista de la Unión Soviética ni el partido comunista de China pueden ser tratados, una vez conquistado todo el poder, como representantes de una clase oprimida y, por tanto, la mirada hacia su pasado no puede adoptar el punto de vista de los oprimidos.
            Traer a colación en este contexto el pensamiento de Walter Benjamin no tiene mucho sentido. Benjamin se habría situado del lado de las víctimas del Gulag o de los sacrificados a la revolución cultural china, que son los que bajo la dominación de los respectivos partidos comunistas de la Unión Soviética y en la República Popular China formaron los rangos de las generaciones de vencidos, esos serían los grandes derrotados, esas serían las víctimas. Si no se identifica exactamente quiénes conquistan el poder, quiénes lo ejercen, las categorías de derrotados y oprimidos quedan como suspendidas en el aire, sin sabe exactamente de quiénes hablamos.
            Por eso suena a vacío la propuesta final de Traverso: el “mesianismo secularizado” como “excelente remedio ante los fracasos de un marxismo concebido como ciencia de la historia”. Si la enfermedad –marxismo como ciencia- era mala, el remedio –marxismo concebido como alimentación del “recuerdo de los combates perdidos, de las derrotas del pasado”, porque es ahí donde radican la “promesa de redención”- no es mejor. Oponer una concepción de la historia como rememoración de los vencidos porque el recuerdo de su derrota es portador de promesas de redención, significa sustituir el fracasado proyecto de una ciencia marxista de la historia por una especie de teología judeo-cristiana que atribuiría a los vencidos o derrotados en el pasado, precisamente porque lo fueron, un capital redentor que permanece intacto en el presente, de modo que si los recuperamos para la memoria colectiva habremos emprendido el camino de redención de nuestro tiempo.
            Pero esa historia como narrativa de redención de los pasados de derrotas, por muy secularizada que se presente (en realidad, no se presenta porque se sigue hablando de redención por la memoria, categoría central de la teología judeo-cristiana) no puede dar lugar más que a una mala teología de salvación. Tal vez sea muy consolador pensar que en los proyectos de futuro derrotados se encuentra la claves para redimir el tiempo presente, única vía para abrir un futuro. Pero ese consuelo será la prueba de que la historia ha perdido su capacidad crítica, en la que consiste precisamente la mejor herencia que podría venir de Marx; actuaría de nuevo como un opio, una adormecedera. No hay en los pasados de derrotas nada redentor; no hay en el sufrimiento o la opresión de una clase nada que permita extraer de su experiencia ninguna clave redentora para enfrentarnos a los problemas de un tiempo que ya no es el suyo. La redención es una categoría teológica, no tiene nada que ver con el conocimiento crítico del pasado, que es precisamente a lo que tendría que aspirar una historia que se reclame heredera no solo, sino también, de la mirada de Marx.  
Santos Juliá
Miércoles, 22 de Julio 2015 20:56

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Por su crítica a la historia romántica y esencialista y por su concepción de la historia como ciencia de la totalidad del pasado de las comunidades sociales, Jaume Vicens ocupa un lugar central en la renovación de la historiografía catalana y española.


Para mejor entender la insustituible posición que Jaume Vicens Vives ocupa en la historia de la historiografía española y catalana, tendríamos que situarnos en el momento de la definitiva derrota de la República, cuando un joven que ha presentado una brillante tesis doctoral –que por cierto envió con una carta al presidente de la República, Manuel Azaña- no sabe muy bien qué hacer con su vida. Es la derrota total y el presumible destino de los derrotados, a poco que hubieran manifestado su adhesión a la causa republicana, es el exilio, la cárcel o el pelotón de fusilamiento. En el prospecto repartido esta mañana dice que Vicens optó por no exiliarse y es verdad: optó por permanecer en Barcelona; pero optó también por no vivir en esa otra forma de exilio a la que como tantos otros intelectuales y profesionales pudo haberse visto condenado, el exilio que hemos llamado interior. Da la impresión de que Vicens se enfrenta a su futuro de forma muy racional, intentado reconstruir su vida en la nueva situación creada por la derrota de la República y midiendo bien los recursos de que dispone para emprender esa reconstrucción.

Él no es ni quiere ser un exiliado, primero; y él no es ni quiere ser un exiliado interior, segundo. Quiere ser o seguir siendo un historiador con algo que decir no solo en relación con la historia de Cataluña, sino también en relación con la historia de España y de las mutuas relaciones establecidas a lo largo de los siglos. Por eso, regresa a Barcelona tras un periodo de depuración en forma de destierro, con una obligada estancia en Baeza y, después de crear una editorial, entra en contacto con el grupo que en Madrid está ascendiendo rápidamente al poder académico, con un propósito, unos objetivos, entre ellos el de triunfar –como entonces se decía cada vez que uno de los suyos ganaba una cátedra: ¡ha triunfado!- en unas oposiciones a catedrático de Universidad.

Para triunfar en oposiciones en el año 47, además de una presentable trayectoria académica ante el tribunal se necesitaba contar con apoyos, que Jaume Vicens va construyendo a partir de sus colaboraciones con la revista Destino y sus relaciones con el grupo del Opus Dei liderado por Rafael Calvo Serer, que controla el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y que ha establecido ya una sólida posición en las vías de acceso a cátedras universitarias con historiadores como Florentino Pérez Embid o Vicente Palacio Atard, que forman lo que Jaume Vicens, desde Destino, bautiza como generación de 1948. Con una editorial, una revista en la que escribir y una cátedra, Vicens comienza a ser una singular figura en la España de los años cuarenta. No se encuentran muchos tipos como él, capaces de burlar al destino a que estaba probablemente condenado y construirse una base económica y una posición institucional desde las que desarrollar un programa historiográfico autónomo, independiente de las presiones y servidumbres de grupo o de adscripción sin las que en la España de entonces era imposible salir adelante.

Ese programa partía de un evidente malestar con la historia que se escribía en su tiempo. Confiesa no sentirse a gusto con la techumbre que Menéndez Pidal ha pretendido imponer sobre la historia de España, pero a la vez recuerda la ocasión memorable en que arremetió contra otra especie de techumbre: la que Rovira i Virgili construyó sobre la historia de Cataluña. En múltiples ocasiones somete a dura crítica la identificación de historia y poesía, propia del romanticismo y propone, de una parte, librar a la historia catalana de lo que llamará coacción romántica y, de otra, barrer de la selva histórica española el follaje romántico y el oscurantismo barroco. En definitiva evadirse de la especulación histórico-metafísica y de las lucubraciones sobre el ser de las naciones para volver a la historia como un saber científico acerca del pasado.

Vicens afirma que es propio de cada generación plantear problemas y revisar las respuestas que generaciones anteriores han elaborado, teniendo en cuenta el ambiente científico internacional sin el que resulta imposible respirar. Si la palabra no estuviera tan degradada por sus recientes malos usos, diría que es la actitud propia de un revisionista que, conociendo bien lo que se ha realizado hasta la fecha, pretende introducir nuevos elementos de comprensión del pasado, libres por completo de las preocupaciones de las corrientes nacionalistas reinantes: “a mí, personalment, m’afalaga que em diguim revisionista historic”, escribió en una ocasión. Y de ahí, de ese revisionismo, su concepción de la historia no como tribuna para declamaciones patrióticas, sino como ciencia de la totalidad del pasado de las comunidades sociales.

De aquel malestar y de este punto de partida se derivará un programa de trabajo, que amplia el sujeto de la historia, pasando del pueblo a los burgueses y los obreros, los terratenientes y los remensas, los técnicos y los campesinos, los grupos de presión política y social, los hombres de cada día. Empujará, además, a esa historia concebida como ciencia del pasado al encuentro de otras ciencias sociales, como son la geografía humana, la economía, la demografía, la sociología y la estadística. Es lo que en Serra d’Or llamará, en enero de 1960, la “nova historia”, un equivalente a lo que en Francia constituye el programa de trabajo de la escuela de Annales, historia económica y social, a la par que científica, una historia situada, pues, en la corriente de lo que por entonces, en plena autarquía, se hace en Europa.

La referencia europea sitúa al proyecto historiográfico de Vicens Vives en el marco en que es posible repensar la historia de Cataluña y España con el objetivo de romper las barreras de la autarquía mental y devolverla a la corriente de la que nunca tendría que haberse desviado. Vicens lo explica con meridiana claridad: saber qué hemos sido y qué somos para construir un edificio aceptable en el gran marco de la sociedad occidental. España debe entenderse a partir de Europa y la historia, en cuanto narración que el historiador elabora acerca del pasado, habrá de construirse desde esa perspectiva y con esa finalidad. La de Vicens es, como escribe a Pérez Embid en 1950, forjar una interpretación de la historia de España en la que todos nos sintamos cómodos y satisfechos. No, claro está, cualquier interpretación, sino una que se atenga a los principios que guían la investigación de su tiempo en el conjunto europeo.

De ellos, y por lo que se refiere a la historia contemporánea, Vicens insiste en la necesidad de abandonar los debates metafísicos sobre el ser de España que tanto ocupaban a sus colegas de Madrid, enzarzados por entonces en la ardua empresa de definir si España era o no un problema y qué problema era el problema de España. Vicens, de quien siempre emana un aire fresco, una energía y un optimismo vital, se sacude de encima las especulaciones sobre España como enigma histórico, como un vivir desviviéndose y propone una interpretación de la historia reciente sostenida en cuatro puntos fundamentales: primero, poner en valor el siglo XIX, el siglo del liberalismo, que la ortodoxia reinante pretendía, siguiendo las instrucciones del general Franco, borrar como siglo no español, siglo de la decadencia y muerte de España; segundo, destacar en el proceso histórico español los elementos que sirvan de comparación con otros países del Mediterráneo en lugar de tener la mirada siempre clavada en Francia, Gran Bretaña o Alemania; tercero, identificar las dimensiones estrictamente españolas de la crisis general de Europa; y, cuarto, revisar, proyectando una nueva mirada hacia el más reciente pasado, los intentos de solución de esa crisis: una República sostenida en capas débiles y minada por terratenientes, católicos y obreros, en medio de una Europa que pretende resolver sus conflictos echándose sobre España. Y, en fin, como coronando todo ese edificio y quizá como trasunto de su propia actitud en la vida, la idea del pacto como elemento sin el que resultaría imposible comprender la secular historia de la relación entre Cataluña y España, a la que algún día sería preciso volver.

Era un programa ambicioso, llamado a renovar la historia española y catalana desde su misma raíz. La temprana muerte de Jaume Vicens, cuando a este proyecto todavía le quedaba mucho camino por recorrer, fue una pérdida irreparable, porque nos quedamos privados de su impulso, su fuerza, su poderosa inteligencia, su capacidad para superar las adversidades, su sentido empresarial y emprendedor para tender puentes y derruir barreras. Fue en verdad una pérdida para Cataluña y fue también una pérdida para España.

[Intervención en la mesa redonda celebrada en homenaje a Jaume Vicens Vives (1910-1960) con motivo del primer centenario de su nacimiento y del cincuenta aniversario de su muerte]
 
Santos Juliá
Sábado, 3 de Marzo 2012 12:39

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Procedente de la tradición autoritaria de la derecha española, Manuel Fraga buscó su inspiración en Manuel Cánovas del Castillo para liderar la segunda restauración monárquica por medio de una "prudente y sabia dictadura".


“Solo hay una España verdadera y la otra es la yedra, parásito que crece sobre la encina”, escribió hace sesenta años Manuel Fraga, joven y brillante catedrático de Derecho Político, apropiándose una metáfora de Ramiro de Maeztu, muy socorrida en tiempos de la República. Esa España única y verdadera no había decaído sino que fue “derrotada por una conjuración europea capitaneada por Francia e Inglaterra y sañudamente pateada en el suelo de su vencimiento”. Derrotada, sí, y hasta pateada, pero ahí estaba ella otra vez, gran nación, en el mundo de hoy, escribirá el mismo Fraga, catedrático ahora de Teoría del Estado; una “España sin problema”, apropiándose para la ocasión de un pensamiento de Rafael Calvo Serer.

Eran los años cincuenta y Manuel Fraga se contaba entre los “cerebros más importantes” del Movimiento Nacional, protagonista de una carrera meteórica que desde la primera cátedra conquistada a la temprana edad de 26 años, lo llevó por el Instituto de Cultura Hispánica, el Ministerio de Educación Nacional, el Instituto de Estudios Políticos y la Delegación Nacional de Asociaciones hasta la titularidad del Ministerio de Información y Turismo, al que fue llamado en 1962. Para entonces se había convertido ya una “personalidad del régimen”, alguien con recursos intelectuales y políticos más que sobrados para desempeñar un papel de primera fila, quizá la mismísima presidencia del gobierno, en la definitiva institucionalización que garantizara su permanencia más allá de la vida de su fundador.

Para conservar hay que reformar, y únicamente se reforma aquello en lo que se cree, decía Fraga, cuando el régimen al que había entregado todas sus energías entró en un incierto proceso de transición hacia no se sabía donde. Él, por su parte, creía y estaba dispuesto a dar su vida para conservarlo procediendo a las inevitables reformas. Fue en ese momento cuando, desde el tradicionalista Maeztu de su juventud con la España única, y el monárquico autoritario Calvo Serer de su madurez con la España sin problema, dio un salto hacia atrás, hasta encontrarse con el conservador Cánovas del Castillo, artífice un siglo antes de la restauración de la monarquía borbónica.

La historia, y el eclipse final de sus adversarios en las luchas por el poder de los años sesenta entre la tecnocracia y el Movimiento, le habían situado en una posición privilegiada: liderar, desde la vicepresidencia segunda del primer gobierno de la Monarquía reinstaurada tras la muerte de Franco, “una sabia y prudente dictadura al servicio del establecimiento de un régimen liberal”, como atribuyó a Cánovas en una sonada conferencia. Creyente a pies juntillas en la solidez y amplitud de aquello que se llamó “franquismo sociológico” y convencido de que el régimen al que había servido era reformable desde dentro, anduvo a la búsqueda de su Sagasta – y… ¿por qué no Felipe González?- hasta que las gentes de su propio bando –consejeros nacionales del Movimiento y procuradores en Cortes- dieron un portazo a su plan de reformas y precipitaron su caída.

Presumiendo ocupar el centro, el nombramiento de Suárez al frente de un gobierno con predominio “demócrata-cristiano” y la irrupción de la izquierda lo desplazaron al lugar de donde procedía, la derecha de la derecha, en una singular alianza con el tecnócrata Laureano López Rodó, la todavía joven promesa del Movimiento Nacional, Cruz Martínez Esteruelas, y demás importantes cerebros de las variadas familias del régimen recién fenecido.
“Pero, hombre, cómo te has aliado con Fraga”, preguntó el rey a Gonzalo Fernández de la Mora, otro cerebro, “ni en Londres le han quitado el pelo de la dehesa”. Solo el colapso de Alianza Popular, nombre de lo que podía pasar por una santa alianza en defensa de la tradición, empezó a quitárselo, el pelo de la dehesa, quiero decir. Porque en las Cortes finalmente Constituyentes, y tras presentar en sociedad a Santiago Carrillo, Fraga comenzó a actuar como un demócrata después de la democracia. Participó activamente en la elaboración de la Constitución, aunque se opuso con su probada tenacidad, por “peligrosísima”, a la introducción de “nacionalidades” en el texto constitucional; y contempló sin melancolía la defección de sus antiguos aliados, que le permitió a él, en una nueva coalición con antiguos compañeros de gobierno como Osorio y Areilza, iniciar un lento desplazamiento hacia el centro.

El naufragio de UCD hizo el resto. Sin verdaderos enemigos a su derecha, Fraga procedió a fabricar el último invento de su larga vida política por ver si podía quedarse con todo el centro. Lo bautizó como “mayoría natural”, que venía a cumplir en su estrategia la función antes asignada al “franquismo sociológico”. Solo que esa mayoría, por avatares de la historia, ceguera de advenedizos y astucia de sus adversarios, se redujo de pronto a “la oposición”, con un infranqueable techo electoral situado en las alturas del 25 por ciento. No más, tampoco menos, insuficiente en todo caso para afirmarse como alternativa del poder socialista que, por su parte, lo trató con toda clase de miramientos. El Estado le cabía en la cabeza, dijo de él famosamente Felipe González, que al final resultó ser el auténtico Cánovas, dejando para Manuel Fraga el dudoso honor de eterno aspirante a Sagasta.
[Con ligeras variantes, este texto fue publicado en El País, 16 de enero de 2012]
Santos Juliá
Martes, 24 de Enero 2012 10:10

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Bitácora



¿Admite un gran monumento, construido para celebrar un determinado acontecimiento, ser "resignificado" medio siglo después para que signifique otra cosa? El grupo de expertos que ha elaborado un informe sobre el futuro del Valle de los caídos cree que sí; en mi opinión es que no.


El 25 de enero de 1942 realizó el general Franco una visita a la abadía benedictina de Montserrat. Allí, el abad mitrado, Antoni Maria Marcet, rodeado de obispos y superiores de órdenes religiosas, lo recibió como "instrumento de la Providencia", agradeciendo a sus ejércitos, victoriosos "contra la furia de sus enemigos", la devolución a los monjes de "sus templos y hogares y con ellos el ejercicio de los derechos de cristianos y españoles". Franco, entronizado en la basílica bajo palio y en loor de multitud, recordó la Cruzada y mostró su alegría por haber liberado "a España de las hordas rojas".

De nuevo bajo palio, de nuevo rodeado de cardenales, obispos y monjes, de nuevo en loor de multitud, el 1 de abril de 1959, Franco visitó otra abadía benedictina, recién construida en roca viva, bajo una cruz colosal erigida a la memoria de los caídos en la Cruzada. Allí, ante otro abad mitrado, Justo Pérez de Urgel, y su ilustre y nutrida audiencia, sentenció una vez más: "La anti-España fue vencida y derrotada".

Y ahora, tantas décadas después de tan gloriosas efemérides, una comisión de expertos propone a un gobierno en funciones, incapaz de resolver por sí mismo el futuro de aquel horror de monumento, que negocie con la Iglesia católica el traslado del cadáver del general allí enterrado, de manera que se proceda a "resignificar" todo el conjunto monumental como lugar de reconciliación y de memorias compartidas. Donde los fundadores erigieron un monumento a la gloria de los que dieron su vida por Dios y por España, los expertos, previo el obligado trabajo de resignificación, quieren fundar, "sin destruir ni cambiar nada", un Memorial a las víctimas de "los dos bandos".

¿Puede dotarse a una gigantesca cruz sobre una enorme basílica de un significado no ya distinto sino contrario a lo que en sí misma significa? ¿Cabe la "relectura" de un monumento extrayendo de él un sentido contrario al que se deriva de su texto en piedra? Los expertos dicen que sí, porque "como no son las piezas, los soportes, quienes poseen la fuerza comunicativa sino el relato que emana de su fundación, lo que procede es un discurso que desvele el significado global del proyecto". O sea, las piezas y sus soportes, la colosal cruz y la basílica, son mudas, no dicen nada; lo que importa no es lo que en sí mismas significan, sino el relato que acompañó su fundación. Cambiemos, pues, de relato, y cambiará el significado del monumento.

No será "empresa fácil", escriben, y por eso proponen abordar esa resignificación del Valle "de una manera global", con una "actuación integral" que proporcione a los visitantes la relectura completa del conjunto monumental. Para lograrlo, los expertos sugieren la construcción de un Centro de Interpretación, situado a la entrada de la basílica, de la que se habrá retirado el cadáver del general Franco. El visitante, antes de entrar en lugar sagrado, habrá de tomar una especie de ducha laica, impartida en el Centro, de la que saldrá empapado de relectura y de resignificado. Y ¿quiénes serán los que impartan esa relectura, quiénes serán los muñidores de la resignificación? De eso nada se dice, pero es curioso que encarguen la tarea de resignificación a un centro oficial que necesariamente habrá de estar bajo control del Estado.

Dejando aparte discusiones teóricas sobre los límites de la interpretación y representación del pasado -ni aunque se arrepintieran todos los nazis se podría nunca reinterpretar Auschwitz como lugar de reconciliación- una cosa es clara en esta propuesta: los estragos que han provocado las amenidades posmodernas cuando reducen la realidad, pasada o presente, a mera construcción discursiva. Pues por mucha relectura y mucha resignificación que caiga sobre sus piedras, el Valle de los Caídos nunca será un monumento a la reconciliación ni un lugar de memorias compartidas. Es el monumento erigido al triunfo de la Nación Católica por un dictador, tras una devastadora guerra civil, resignificada, ella sí, como Cruzada en el relato mítico de los obispos. Eso fue en su origen, eso era a la muerte del dictador, eso es hoy, y eso será siempre que, bajo la sombra y el peso de la cruz, se mantenga en pie la abadía y no se derrumbe la basílica.

Hay, con todo, en el informe un motivo de esperanza para el futuro: el conjunto amenaza ruina y serán necesarios millones de euros para taponar las filtraciones de agua en la basílica y rehabilitar el deterioro de los grupos escultóricos. Dejemos, pues, que la madre naturaleza siga su curso y resignifique por sí sola como campos de soledad, mustio collado, todo el conjunto monumental. Abandonemos, con o sin Franco en su tumba, aquellos parajes a las nieves del invierno y a los soles del verano hasta que surja otro poeta que cante:
"Este llano fue plaza, allí fue templo […] Mira mármoles y arcos destrozados / mira estatuas soberbias que violenta / Némesis derribó, yacer tendidas / y ya en alto silencio sepultados / sus dueños celebrados..."
Nunca lucirá más hermoso que en sus ruinas el Valle de los Caídos.

Publicado en El País, 11 de diciembre de 2011
Santos Juliá
Domingo, 18 de Diciembre 2011 15:50

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MARTA CABALLERO | Publicado el 22/09/2011
Hoy se presenta 'La mirada del historiador. Un viaje por la obra de Santos Juliá', con un homenaje a su protagonista en la Residencia de Estudiantes.


A Santos Juliá le ha sucedido una cosa inaudita. Tanto se ha afanado a lo largo de su vida en estudiar la historia de la España del siglo XX que, al final, se ha convertido en parte de ella. Su mirada, la del historiador, la del columnista, la del profesor, ha sido ahora convertida en materia de estudio, a través del viaje por su obra que han convocado José Álvarez Junco y Mercedes Cabrera, y en el que escriben colegas como José Carlos Mainer, Joaquín Estefanía, Jorge M. Reverte, Manuel Pérez Ledesma... Algo abrumado y aún sorprendido, se ha dado cuenta al leerse en La mirada del historiador (Taurus) de lo mucho que ha trabajado y de su esfuerzo constante por entender la Historia de un siglo que, comprueba, también es la de su vida.
 
Pregunta.-Usted mismo se ha convertido en materia de estudio histórico. ¿Cómo se siente?
Respuesta.-Cumplí la edad de la jubilación el año pasado y estos amigos y colegas me dijeron que lo harían, pero no conocía nada del contenido del libro ni de los autores, ha sido una sorpresa. Uno se ve con ojos diferentes a los que le ven los demás. Me sorprende positivamente lo que dicen y el tono general, sobre todo cuando se han detenido en un asunto de debate entre historiadores. El resultado en historia siempre es un debate, nadie alcanza nunca la verdad.
 
P.-Viéndose retratado, ¿Cuál ha sido su Historia como historiador?
R.-A mí lo que me ha interesado es entender el siglo XX en España. No domino ni la edad moderna ni la media y no soy historiador de origen, cursé Sociología, pero me interesó desde joven el siglo XX, especialmente el tiempo de la República como un tiempo de gran expectativa que termina en una absoluta devastación. Posteriormente amplié mis intereses hacia el franquismo y la transición. No cabe duda de que, a medida que uno va trabajando, va matizando, modificando y completando sus puntos de vista. Ahora me doy cuenta de todo lo que he trabajado, nunca había hecho un balance, y veo que esos intereses que he tenido corresponde a los problemas de nuestro tiempo. Por ejemplo, por qué la constitución de un estado democrático fue tan complicada en España o por qué no pudo consolidarse la Republica. Problemas que también son parte de mi biografía, sobre todo a partir de mediados de los años 50, con el encuentro de gentes que proceden del lado de vencedores con gentes que viene del lado de los vencidos, con el movimiento obrero y estudiantil de los sesenta...
 
P.-A lo largo de su trayectoria ha abordado, como dice, distintos puntos álgidos de la Historia del siglo pasado en España. Pero, ¿cuál es su gran tema?
R.-Como señalan mis colegas en el libro, no he me he dedicado a un único tema. Mis primeros trabajos abordaron la historia del socialismo en España, también he dedicado mucho tiempo a la historia de la ciudad de Madrid en los siglos XIX y XX; sobre ella hice mi tesis. He vuelto de manera reiterada a Manuel Azaña, hasta escribir su biografía completa, de la cuna a la tumba. Y desde finales de la década pasada a la presente otro tema ha sido el de los intelectuales en la España contemporánea, para terminar dando algunas vueltas a la relación entre historia y memoria. En fin, una parte de la gimnasia del historiador es no encerrarse en una sola cuestión. He hecho biografía, historia política, de un partido, de una ciudad, de un sector social como son los intelectuales y finalmente cuestiones de teoría de la Historia. Como recomendaba don Ramón Carande, he procurado no aburrirme, hay que mantener siempre viva la curiosidad y, añadiría yo, la pasión por el pasado.
 
P.-Peliagudo y muy mancillado el tema de la Memoria Histórica. ¿Son adecuados sus acepciones y sus usos?
R.-No es un asunto que se pueda abordar de un brochazo. Cuando hay pasados conflictivos o traumáticos que afectan a amplios sectores de la sociedad, las memorias de esos pasados son memorias conflictivas. Una de las tareas de las sociedades democráticas es enfrentarse a todo el pasado, no erigir una memoria como la Memoria, sino procurar que todas las memorias tengan espacio para manifestarse y convivir. En esa tarea los historiadores tendríamos que cumplir el trabajo propio de nuestro oficio: que todo el pasado se conozca. No el de uno, como tiende a ser la materia de la memoria, sino el de todos, porque eso es lo que permite, no que las heridas se cierren, como se dice con esas metáforas que no dan cuenta de qué realmente se trata, sino que el conocimiento de todo el pasado extienda en la sociedad un tipo de conciencia histórica que posibilita que todas las memorias puedan convivir. Otro asunto es cuando se hace un uso político del pasado en función de políticas del presente. Cuando esto ocurre, se selecciona aquello que interesa para la acción presente dejando lo demás en el olvido y esto crea una distorsión que la gente de mi generación vivió a fondo, porque el pasado se nos contó por los que tenían poder, lo que impedía que se nos contaran otros pasados. La política no puede erigir un relato en canónico o imponer una visión.
 
P.-Si no una visión, desde luego la Memoria aquí se refiere a un pasado muy concreto. ¿Se atrevería a ser optimista y pensar que esto podrá mejorar en un futuro?
R.-Sí, porque los historiadores han trabajado mucho estos años. En la medida en que no se intente hacer uso del pasado para fines políticos del presente, creo que siempre estará ahí, y no porque tengamos que convivir con él, sino porque eso es lo que define a una sociedad democrática.
 
P.-¿Es capaz de quitarse sus gafas de historiador para mirar al presente con otro cristal a la hora de escribir sus columnas?
R.-El análisis de la política y de la sociedad del pasado constituye una especie de depósito, un bagaje. No hay rupturas, la historia es más continuidad de lo que parece. Entonces a mí lo que me interesa en la escritura de columnas es plantear desde un fondo histórico las cuestiones que se plantean en el presente. Hay problemas nuevas, claro, y hay que analizarlos en sí mismos. Pero el ejercicio del análisis de la sociedad y la política como un flujo, como un río, te permite contemplar el presente con los ojos del historiador interesado por el tiempo que vive, de quien ha ido al pasado para poder analizar e intentar comprender el presente.
 
P.-Le he preguntado por su faceta de historiador y por la de columnista. Todavía hoy es profesor y aún pertenece a uno de los sectores más desgraciadamente de actualidad estos días, el de la enseñanza. ¿Se lleva las manos a la cabeza?
R.-Mirando históricamente la Educación en España, el esfuerzo y los recursos que se han empleado en la Enseñanza Pública han cambiado radicalmente la realidad social española de arriba abajo en los últimos treinta años. Creo que Julio Carabaña acierta cuando relativiza los resultados de los informes PISA y las voces catastrofistas. Pero lo que ahora ocurre es quelo que se había conseguido, invertir la relación entre la dimensión de la enseñanza pública y la privada, se está reinvirtiendo de nuevo. Cuando cursé el Bachillerato en el Instituto San Isidoro, había en Sevilla dos centros públicos de secundaria, pero estaban los maristas, los escolapios, los jesuitas, los salesianos.... El mapa escolar era resultado de un abandono total de la enseñanza pública y de su entrega a órdenes religiosas. Esa relación se fue invirtiendo hasta llegar a un 70 por ciento de pública y un 30 por ciento de privada a finales de siglo. Hoy veo en la Comunidad de Madrid que los centros de enseñanza privada (la mayoría concertados, o sea, financiados por el Estado) vuelven a superar a los de la pública. Esto no se explica si no hay una política que favorece a los centros privados en detrimento de los públicos y me parece gravísimo. Eso sí es preocupante y más preocupante aún es el desprecio a la enseñanza pública que ha mostrado la presidenta de la Comunidad de Madrid, ese tono desdeñoso hacia los profesores de la pública, muy indicativo de esta realidad de la que hablo.

[Entrevista publicada en El Cultural Digital. He introducido ligeras correcciones sintácticas y aclarado algún punto de la versión original] 
Santos Juliá
Martes, 27 de Septiembre 2011 08:37

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Discuto aquí la tesis de que lo ocurrido en el Partido Socialista Obrero Español durante la década de 1970 haya consistido en una mera renovación en la continuidad. Fue, con todas las de la ley -y como ya traté de argumentar en Los socialistas en la política española, 1879-1982, una verdadera refundación.


En varios artículos publicados en revistas académicas y en volúmenes colectivos, y cada vez que trata del PSOE en la transición, el historiador Abdón Mateos se siente obligado a recordar que lo ocurrido en aquellos años no fue una refundación, como yo habría “propugnado” en mi libro Los socialistas en la política española, 1879-1982 (Madrid, 1997), sino una renovación en la continuidad, puesta en marcha por la segunda generación del exilio. Muestra Abdón Mateos una tan sostenida y reiterada dedicación a rechazar la idea de refundación, confundiéndola invariablemente con la de ruptura, que voy a dedicar unos minutos a aclarar el significado del concepto para ver si, en efecto, cuadra o no con la experiencia del PSOE durante esos años.

El Diccionario del Español Actual, más madrugador que el de la Real Academia Española en introducir esta voz, define <refundación> de la siguiente manera: “Transformar radicalmente [una institución u organización, espc. un partido político] adaptándo[los] a las nuevas circunstancias.” Así que, primera aclaración: refundar no es romper ni refundación equivale a ruptura. Por supuesto, refundar no significa salir de un partido para crear otro; refundar significa transformar una organización para adaptarla a una nueva situación. Por tanto, segunda aclaración, la refundación entraña una continuidad del mismo partido, o sea, del partido refundado con el objetivo de hacer frente a las nuevas circunstancias. Lo cual, en el caso de la refundación del PSOE es por sí mismo evidente: se trata del mismo partido, con idénticas siglas, sin ninguna nueva adjetivación (como es sabido, lo de PSOE Renovado fue un uso de los medios de comunicación, y del Ministerio de la Gobernación, pero nunca una nueva identificación del partido). En eso consistió precisamente todo el arte de la operación y eso explica su éxito: en mantener el mismo partido a la par que se transformaba de arriba abajo, desde sus órganos dirigentes a su militancia, pasando por sus políticas y sus estatutos, una estrategia que distingue desde el primer momento al grupo de jóvenes socialistas sevillanos, nunca tentado de sacar al mercado político la oferta de una nueva marca, como fue el caso de tantos fundadores de pequeños partidos, grupos y grupúsculos durante los años de la famosa sopa de siglas.

¿Hasta dónde llegó la transformación? Se desprende del Diccionario del Español Actual que, para refundar, es preciso transformar radicalmente. Ya se sabe que los adverbios de modo admiten un más y un menos, pero todo el mundo está de acuerdo en que <radicalmente> significa a fondo. Tomemos pues el adverbio etimológicamente: desde la raíz. ¿Ocurrió esto en el PSOE o todo se redujo a una renovación en la continuidad, o sea, a un proceso de renovación iniciado por el mismo exilio que de esta manera aseguró la continuidad del partido? Tal vez aplicada al Partido Comunista de España en aquellos mismos años esa descripción sería acertada. El PCE, en efecto, renovó su dirección, con una considerable incorporación de la joven militancia del interior a los organismos dirigentes y a las candidaturas electorales (aunque las posiciones decisivas permanecieran en manos de los dirigentes del exilio, bueno era Santiago Carrillo para permitir otra cosa), a la par que renovaba su discurso político, su ideología, con la invención del “eurocomunismo” en una estrategia de pacto que le permitiera ocupar en el proceso político, a la manera italiana que le sirvió de inspiración, la posición de una socialdemocracia clásica, quiero decir, de la socialdemocracia de antes de la Gran Guerra.

Pero en el PSOE ocurrió mucho más que eso, y muy diferente. Si se considera la fase de tiempo a la que he aplicado el concepto de refundación –entre el congreso de Toulouse de 1972 y el extraordinario de Madrid de 1979, con su momento de inflexión en el congreso de Suresnes de 1974- es claro que se produjo un vuelco completo del exilio al interior de los organismos dirigentes. A diferencia de lo ocurrido con el PCE, la presencia del exilio fue testimonial, con responsabilidades de segundo rango en los órganos dirigentes y por completo marginal en la definición de las estrategias políticas del partido: nadie del exilio desempeñó un papel decisivo en la formulación de las políticas del PSOE desde 1974. Más aún, la dinámica de absorción de otros grupos y partidos socialistas de ámbito local o regional en la organización del PSOE dio lugar a partir de 1977 a una nueva estructura de carácter federal, que acabó con el barullo de grupos socialistas y permitió la incorporación por vez primera de los socialistas catalanes a un partido de ámbito estatal, un fenómeno inédito en la centenaria historia del socialismo español y de todo punto imposible si el cambio se hubiera reducido a una renovación en la continuidad. Y tan importante como eso, el número de afiliados, que apenas rozaba los dos mil en 1972 se situó siete años después en torno a 101.000, de los cuales la mitad eran, una vez celebradas las primeras elecciones municipales, cargos oficiales: nada que ver, pues, con el PSOE del exilio.

Por lo que se refiere al máximo órgano del partido, el congreso, los nuevos dirigentes establecieron un sistema de representación mayoritaria –cada Federación contaba con un solo voto que se multiplicaba por el número de sus afiliados- con objeto de garantizar un rígido control de la comisión ejecutiva federal. Afirmar, como hace Mateos, que la reestructuración del socialismo español fue impulsada desde el exilio, llamando reestructuración a la pugna abierta entre los dirigentes de algunas agrupaciones, especialmente la de París, con la central de Toulouse, no tiene sentido: Arsenio Jimeno y sus compañeros no podían ni imaginar, cuando iniciaron en 1972 su asalto a la comisión ejecutiva radicada en Toulouse, presidida desde 1945 por Rodolfo Llopis, que finalmente quedarían desplazados de la dirección y que su iniciativa fuera a desembocar en un tipo de organización como el que desde 1979 garantizó al PSOE, en España, su triunfo en cuatro elecciones generales consecutivas, las de 1982, 1986, 1989 y 1993.

Las luchas internas del exilio –a las que creo haber dado la importancia que realmente tuvieron en mi historia del PSOE- además de allanar el camino a los socialistas del interior precipitando la caída de Rodolfo Llopis, sirvieron a éstos para conseguir reconocimiento en el exterior y una legitimidad suplementaria en su estrategia de traer toda la ejecutiva a España antes de la muerte de Franco y refundar así el partido sobre nuevas bases orgánicas, ideológicas y estratégicas. En ninguna de estas dimensiones, los militantes del exilio desempeñaron un papel decisivo, como tampoco lo desempeñaron en el congreso de Suresnes ni, claro está, en el de Madrid de diciembre de 1976, por no hablar de su presencia en las candidaturas del PSOE en las elecciones de junio de 1977, sin parangón posible con la de los exiliados del Partido Comunista. El partido socialista que entró en la década de 1970 casi desaparecido del mapa político y, después de alcanzar la posición hegemónica en la izquierda española, la terminó como única alternativa posible de gobierno, no fue una mera renovación en la continuidad del PSOE del exilio; fue, con todas las de la ley, un partido refundado, o sea trasformado radicalmente en su organización, en su militancia, en su ideología y en sus políticas para hacer frente a las nuevas circunstancias.
Santos Juliá
Jueves, 1 de Septiembre 2011 10:05

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Bitácora



La guerra civil española de 1936-1939 ha recibido multitud de nombres, como también los ha recibido la violencia eliminacionista desatada desde su mismo comienzo. Se habló en su tiempo de atrocidades, matanzas, barbarie, exterminio; hoy comienza a designarse como holocausto o como gulag.


Las dificultades para expresar con un solo concepto tomado del habitual léxico político la dimensión de la violencia criminal desencadenada en España desde la rebelión militar de 17 y 18 de julio de 1936 mueve a Paul Preston a definir como holocausto lo que su colega Helen Graham había calificado como el Gulag español (The Spanish Gulag). Pero si por holocausto y por gulag se entienden dos formas de violencia eliminacionista que tienen como agentes a Estados en plenitud de poder, Estados totalitarios -el nazi, el soviético- y como víctima a un sector inerme de la población de ese Estado que no ofrece ninguna resistencia y es conducido en masa a campos de exterminio -judíos, disidentes-, entonces lo ocurrido en España no fue ni una cosa ni la otra. Aquí hubo una rebelión procedente del interior del Estado, de su burocracia armada, el ejército, apoyada de inmediato por una institución que detentaba un amplio poder social y político, la Iglesia, y por un partido menor, Falange, rápidamente convertido en una hórrida burocracia fascista. Y hubo una resistencia a la rebelión, armada por el mismo Estado y protagonizada por partidos, sindicatos, organizaciones juveniles y miembros de las fuerzas armadas y de seguridad. La rebelión militar se convirtió en contrarrevolución social y política; la resistencia pasó en unas horas a revolución social que empieza pero no acaba de derribar las instituciones del Estado, cosechando ambas en pocas semanas un gran número de víctimas, eliminadas sobre el terreno. En su tiempo, se habló de matanzas, atrocidades, furia asesina, barbaridades, depuración, limpieza, exterminio del enemigo. Ni holocausto (que en todo caso serían dos, de muy diferente origen y magnitud) ni gulag, lo que movió las dinámicas de la violencia eliminacionista en la España del 36 fue la rebelión militar a la que resistió una revolución, seguidas ambas, rebelión y revolución, de una guerra civil por la ocupación del territorio. Pero como todo esto es largo y complejo de explicar, y muy duro de entender, resulta más eficaz, o más efectista, recurrir a un solo vocablo. Holocausto, gulag: una aparente claridad que confunde más que explica lo ocurrido en España desde julio de 1936.
Publicado en Babelia, El País, 17 de julio de 2011.
Santos Juliá
Domingo, 31 de Julio 2011 10:44

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Bitácora



Tendría que sentirme muy halagado por el hecho de que cuatro distinguidos historiadores profesionales, uno procedente de más allá de la mar océana, otro de allende los Pirineos, y otros dos queridos colegas españoles, hayan creído necesario juntar sus talentos (Público, 12 de julio de 2011) para ocuparse de la relación entre memoria e historia expuesta por mi en un artículo titulado “Por la autonomía de la historia”, publicado el pasado noviembre en la revista Claves.

Muy halagado y muy agradecido, porque no es la primera vez que me dedican su precioso tiempo: Sebastiaan Faber, experto en argumentos ad hominem falsificando a conciencia la vida del hombre del que habla, fabuló hace años que mis intervenciones sobre memoria e historia se debían a que soy “a regular panelist” en programas de televisión y “a paid employee de un gran conglomerado de medios; François Godicheau, experto en juicios de intención, dictaminó que el motivo que animaba al libro, coordinado por mí, Víctimas de la guerra civil (Temas de Hoy, 1999), consistía en “trabajar por el olvido”; y de los queridos colegas Sánchez León e Izquierdo para qué hablar: se han ocupado tantas veces de mí en sus programas de radio sin tener nunca el detalle de invitarme… En fin, que llueve sobre mojado.

Si cuelgo esta nota es para felicitar a los cuatro por haber descubierto la causa última del desastre de diccionario biográfico publicado por la Real Academia de la Historia y al que yo mismo dediqué una columna en El País titulada “Una desgracia de diccionario”. Resulta que estas cosas ocurren porque “los historiadores españoles”, de los que yo soy “ejemplo representativo” y mi artículo es prueba irrebatible, no han sabido conquistar para la profesión “la cultura del prestigio y de la evaluación” que consiste en someter lo que escriben a la revisión de sus pares. Ahora, esto último es precisamente lo que yo indicaba en mi columna: que un diccionario, como ocurre hoy con todos los artículos presentados a publicación en revistas científicas, también en las de historia, necesita ser sometido a revisión externa; práctica, por cierto, común en España, aunque al parecer ni los académicos ni ninguno de mis cuatro colegas se haya enterado.

Pero hay que tener lo que en la Sevilla de mi infancia y juventud llamaban mala sombra para confundir la autonomía de la historia que yo defiendo con el blindaje contra la revisión externa defendido por el director de la Real Academia de la Historia. Autonomía de la historia tampoco quiere decir derecho exclusivo de los historiadores profesionales a escribir sobre el pasado. Sería ridículo, además de estúpido, pretenderlo: la novela, el teatro, el documental, la fotografía, el cine, las series de televisión, los museos, las exposiciones han compartido y comparten necesariamente con la historia la mirada hacia el pasado; forman, por decirlo con Jaume Vicens Vives, “la gran familia de observadores de los hechos del pasado.” Estos cuatro ciudadanos saben bien que no se trata de eso y que jamás he denunciado –es que ni se me ocurre- como intrusismo que alguien que no sea historiador escriba sobre el pasado. A lo que yo me refería con autonomía de la historia es a lo que Yosef H. Yerushalmi definió como una pasión austera por el pasado, es decir, no poner la historia al servicio de un partido, un Estado, una religión, una clase, una nación, una identidad colectiva, ni tampoco de una memoria. Nada que ver con la revisión por pares, ni con un derecho exclusivo de los historiadores sobre el pasado, sino con aquello que escribió Paul Ricoeur cuando recordaba que la autonomía del conocimiento histórico, en relación con el fenómeno mnemónico, constituye “el principal presupuesto de una epistemología coherente de la historia como disciplina científica y literaria.”

Y para terminar, un reproche, una recomendación y un ruego. El reproche: hombre, vale, los “historiadores españoles” no hemos alcanzado las cimas de nuestros colegas franceses o americanos en la “cultura del prestigio y de la evaluación”, pero entre nosotros, repito, es no ya habitual sino pura rutina someter nuestros artículos a revisión de dos evaluadores anónimos antes de ser publicados. La recomendación: si quieren que su alabanza de los “ciudadanos historiadores” frente a los “historiadores profesionales” no suene a simple impostura, lo que deben hacer de inmediato es abandonar su profesión de historiadores, renunciar a la docencia en sus instituciones de enseñanza superior, despedirse de sus departamentos en universidades y colleges, bajar a la plaza pública, montar su tienda, llevarse allí sus ordenadores y ficheros y comenzar a escribir sus historias desde la calle. Y el ruego: si en alguna nueva ocasión, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, se les ocurre ocuparse otra vez de mí, por favor, que no me llamen con esa cursilada de “ejemplo representativo”: nunca he sido ejemplo de nada y jamás se me ha ocurrido representar a nadie.
Santos Juliá
Sábado, 23 de Julio 2011 09:50

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Sin entrar en el sesgo ideológico que impregna el texto dedicado a Manuel Azaña (presidente del Gobierno desde octubre de 1931 hasta septiembre de 1933 y presidente de la República desde mayo de 1936 hasta febrero de 1939) en el Diccionario biográfico español publicado por la Real Academia de Historia, resulta llamativa la multitud de errores de hecho en los que incurre su autor, el historiador y académico Carlos Seco Serrano. Para empezar: Azaña no cursó sus “estudios iniciales” en El Escorial, sino en Alcalá; y no en un colegio de agustinos (en realidad: un Real Colegio de Estudios Superiores), sino en uno privado, no religioso. No fue “funcionario [del] negociado de últimas voluntades”, sino letrado de la Dirección General de los Registros y del Notariado, a cargo en 1926 de la jefatura de la Sección 3ª, de Registro Civil, y de la Sección 4ª, de Registros especiales, que entendían de Naturalizaciones, Cambio, adición o modificación de nombres o apellidos, Expedientes relativos a la Ley de Matrimonio civil, Registro de Actos de última voluntad, Registro de Hipotecas legales, Registro de Sociedades Anónimas, Publicaciones de la Dirección General y Memorias de los Registradores de la Propiedad.

Más aún. Manuel Azaña no se presentó a diputado en 1913 (un año, por cierto, en el que no se celebraron elecciones) y 1918, como afirma el diccionario, sino en 1918 y 1923, que no es lo mismo. Miguel de Unamuno no viajó con Azaña y con otros intelectuales en 1916 al frente de batalla francés, como cree Seco; lo hizo en septiembre de 1917 al frente italiano. La revista España nunca fue un diario sino un semanario: Semanario de la Vida Nacional, subtítulo de todos sus números, desde 1915 a 1924. Margarita Xirgu no estrenó La Corona en 1930, sino en diciembre de 1931, o sea, cuando su autor era presidente del Consejo de Ministros. Desde el ministerio de la Guerra, Azaña nunca procedió a una “importante depuración del Ejército”, sino que en más de una ocasión manifestó su contrariedad por los procedimientos abiertos a varios generales por la Comisión de Responsabilidades de las Cortes. Su célebre “ley de Retiros” disponía que los generales, jefes y oficiales que lo desearan podían solicitar su pase a la reserva, percibiendo toda su paga.

Y todavía más. La “intentona” del general Sanjurjo de agosto de 1932 no se dirigió contra “la versión jacobina del régimen”; fue una rebelión militar contra un gobierno de la República que disponía del apoyo de la mayoría parlamentaria. El partido de Azaña no resultó “engrosado con elementos procedentes de la ORGA”, sino que la ORGA en su totalidad se disolvió para fundirse con Acción Republicana y dar origen en 1934, con la incorporación de un sector del partido radical-socialista, a un nuevo partido, Izquierda Republicana. La carta firmada por Manuel Azaña, con Santiago Casares y Marcelino Domingo, para entregarla a Diego Martínez Barrio en los primeros días de noviembre de 1933 estaba bien lejos de dar “por no celebradas” las recientes elecciones. Negrín no presidió un gobierno “prácticamente dictatorial” sino que fue designado en debida forma por el presidente de la República, con el apoyo de los partidos republicanos, del socialista y del comunista. Y para terminar: mal pudo Manuel Azaña establecer una relación de “amistad” con un denominado obispo de Tarbes, que lo era en verdad de Montauban y que lo visitó durante un rato a finales de octubre de 1940, cuando había sufrido ya varios infartos cerebrales, deliraba y estaba a las puertas de la muerte.

Por si fuera poco, los errores de esta entrada alcanzan también a su viuda, Dolores de Rivas Cherif, de quien el diccionario afirma que murió “muchos años después en Buenos Aires”, una ciudad situada a miles de kilómetros de distancia de México, donde falleció en verdad doña Lola, no “muchos años después”, sino en 1993, lugar y fecha que hoy se puede documentar sin salir de casa: basta con escribir en google el nombre de la señora.

No pretendo entrar aquí en un debate en torno a si fue el resentimiento, como dice el diccionario, o el rencor y la perfidia, o la perfidia del rencoroso, como fue fama durante cuatro décadas, lo que guió la política de Azaña. No se trata de eso, sino de algo más elemental: un historiador que comete tal cantidad de errores factuales en una sola entrada no está calificado para escribir en un diccionario, del que únicamente puede y debe exigirse absoluta precisión en los hechos documentados. Y un diccionario que acoge una entrada con tantos errores como la dedicada al segundo presidente de la República española debe ser retirado de la circulación y sometido a una profunda revisión.

Y no se diga que cada entrada es responsabilidad de su autor, que hay que respetar la libertad de cátedra y de pensamiento, que la Academia no censura y otras excusas por el estilo. Este no es un diccionario cualquiera; es el diccionario de la Real Academia de la Historia, una institución pública que pretende hablar con autoridad sobre miles de españoles ilustres. El respeto debido a la institución, a los biografiados y a los profesionales solventes y documentados que han colaborado en la edición de este diccionario, es lo que está exigiendo a voces una revisión que, como es norma en el mundo académico, tiene que ser realizada por evaluadores externos a la misma institución.
Santos Juliá
Martes, 19 de Julio 2011 15:41

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Qué sabía y qué hizo la República el 18 de julio
 
 
Todo el mundo hablaba de ella, pero, al final, la rebelión militar de julio de 1936 constituyó para todos, incluso para quienes habían conspirado o trabajado por ella, un acontecimiento asombroso en su magnitud, incierto en su desarrollo. Todo el mundo la esperaba, pero nadie había previsto que la rebelión se convirtiera, por no triunfar pero también por no ser aplastada, en pórtico de una revolución y comienzo de una guerra. Que la rebelión militar no triunfara se debió, en sustancia, a la incompetencia de los conspiradores, a sus improvisaciones, divisiones y vacilaciones; pero que no fuera aplastada se debió, en primer lugar, a la incompetencia del Gobierno y a la política de esperar y ver seguida, hasta el día de su estallido, por las fuerzas que lo apoyaban.

1. La espera
El Gobierno de la República, presidido por Santiago Casares Quiroga, celebró su acostumbrada reunión el viernes, 10 de julio de 1936. El ministro de Comunicaciones y Marina Mercante, Bernardo Giner de los Ríos, entregó al presidente unas notas con abundante documentación sobre las conversaciones captadas por la policía entre los militares que conspiraban contra la República. La sublevación militar, dijo el presidente a los reunidos, puede ser inmediata, quizás mañana o pasado. Se quedaron todos perplejos ante la noticia, más aún cuando Casares les informó de las largas horas de meditación que el presidente de la República, Manuel Azaña, y él mismo habían dedicado al seguimiento de la conspiración. Azaña y Casares decidieron, ante esos informes, que solo existían dos opciones: abortar el movimiento ordenando la detención inmediata de todos los implicados o esperar que la conspiración estallase para yugularla y destrozar de una vez la amenaza constante que desde su nacimiento venía pesando sobre la República. Optaron por la segunda.
Esperar que la sublevación se produjera para yugularla fue lo que en agosto de 1932 habían decidido también Manuel Azaña, como presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, y Santiago Casares, como ministro de la Gobernación, ante los informes policiales sobre una inminente rebelión encabezada por el general Sanjurjo. Esa era su experiencia en rebeliones militares y esa fue su invariable posición desde que, a raíz del triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, corrieron rumores y circularon noticias sobre una nueva, y más amplia, conspiración militar. Mejor, esperar a que diera la cara. Ellos la conocían y habían tomado medidas preventivas que consideraron suficientes para desarticularla: algunas detenciones, varios cambios de destino, ascensos, nombramientos al frente de la Guardia Civil y de la sección de Asalto de la Policía Gubernativa; ellos dejaron que los implicados más notorios siguieran adelante con sus planes; ellos creían tener en mano los resortes de poder suficientes para sofocar la rebelión, cuya máxima dirección se atribuía otra vez a Sanjurjo, inmediatamente que se produjera.
Esta línea estratégica era compartida por los partidos del Frente Popular, ha recordado Manuel Tagüeña (comunista y destacado estratega militar durante la Guerra Civil); como lo era también por los anarquistas y sindicalistas de la FAI y la CNT, que esperaban la sublevación militar para "salir a la calle a combatirla por las armas". La reiterada negativa de Francisco Largo Caballero a incorporar al PSOE a un gobierno de coalición bajo presidencia socialista se basaba en la obcecada seguridad de que cuando los republicanos fracasaran y se vieran obligados a dimitir, todo el poder vendría a sus manos. El guion de la llegada en solitario de los socialistas al Gobierno contemplaba, como fase intermedia, un movimiento de la derecha para conquistar violentamente el poder. Y si Casares, ante las noticias que le llegaban, había optado por esperar, Largo Caballero, ante los informes de inminente rebelión respondía: si los militares "se quieren proporcionar el gusto de dar un golpe de Estado por sorpresa, que lo den". Que lo den, porque a la clase obrera unida nadie la vence.
De esta manera, republicanos, socialistas y anarcosindicalistas se mantuvieron desde principios de junio en una agotadora espera de la rebelión, los primeros repitiéndose que era necesario que el grano estallase para así extirparlo mejor; los segundos, convencidos de que la iniciativa de los militares abriría a la clase obrera las puertas del poder cabalgando sobre una huelga general; los terceros, decididos a responder en la calle con las armas. Las voces de alerta que llegaban de gentes más cautas cayeron en oídos sordos. No había más que esperar.

2. La resistencia
Una semana después, el viernes, 17 de julio, Santiago Casares informó al Consejo de Ministros de que la rebelión, tan esperada por todos, había triunfado en Melilla y que era de temer su triunfo en el resto de las plazas de África. Había terminado la espera, los rebeldes habían salido a la calle y se habían hecho rápidamente con el control de la situación, pero el Gobierno, sin saber qué hacer, se limitó a publicar en la mañana del 18 un comunicado en el que daba ya la sedición por sofocada. Por la tarde, Casares convocó a consulta en consejillo a los ministros, al presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, y a los dirigentes de las dos facciones en las que había quedado dividido y bloqueado el partido socialista, Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto. La rebelión, mientras tanto, se había extendido por la península, sin que los comunicados sobre su control ni el decreto licenciando a las tropas de las guarniciones sublevadas hubieran servido más que para confundir en unos casos y paralizar en otros a los gobernadores civiles, que trataban de contenerla por medio de las escasas fuerzas de orden público y de militares leales bajo sus órdenes.
De manera que lo que el Gobierno tenía a la vista en la tarde del sábado, día 18, excedía con mucho lo esperado; más aún, lo que ocurría en África y lo que se había extendido a la península daba la medida de la estrategia suicida seguida por el Gabinete y los partidos y sindicatos que le servían de apoyo al haber confiado todo a la acción de las fuerzas de policía y Guardia Civil o a los efectos taumatúrgicos de una huelga general. Los rebeldes, que tal vez creyeron en un primer momento que bastaría con un pronunciamiento al viejo estilo, comenzaron a matar a mansalva cuando tropezaron con los primeros obstáculos: decenas de militares fueron asesinados por sus compañeros de armas en las primeras horas de la rebelión. Y cuando se comienza matando a los compañeros de acuartelamiento o asesinando a los superiores en el mando, no hay marcha atrás: al salir de los cuarteles a la calle, se sigue matando o se muere en el empeño.
Ante la evidencia de que aquella rebelión nada tenía que ver con un pronunciamiento al estilo de Primo de Rivera o de Sanjurjo, el presidente del Gobierno no supo qué camino tomar, salvo el de la dimisión. Militantes de sindicatos, partidos, juventudes y milicias habían comenzado a echar mano a pistolas y fusiles y a salir ellos también a la calle para resistir en grupos informales a la acción subversiva de los militares. Exigían armas aunque nadie en el Ejecutivo estaba dispuesto a entregarlas. Más aún: Manuel Azaña, ante la dimisión de Santiago Casares, trató de formar un Gobierno de "unidad nacional", desde Miguel Maura por la derecha a Indalecio Prieto por la izquierda, presidido por Martínez Barrio, con suficiente autoridad para negociar con los cabecillas de la rebelión. Maura rechazó la oferta y Prieto consultó con su partido, que le volvió a negar su autorización. Martínez Barrio siguió adelante, solo para recibir de los rebeldes la respuesta de que era tarde, muy tarde, y ser acusado de traición por los leales en una multitudinaria manifestación que exigía su dimisión en la mañana del domingo 19. Dimitió pues, a las seis horas de formar su Gobierno, dejando en manos de Manuel Azaña la dramática decisión de distribuir armas a grupos ya armados o renunciar a la máxima magistratura de la República.

3. La revolución
Azaña optó esta vez por lo primero. Habló por teléfono con Lluis Companys y recibió una respuesta tranquilizadora: la rebelión está vencida en Barcelona, le dijo el presidente de la Generalitat; sólo quedaba un núcleo de resistencia en la antigua Capitanía General. Sin tiempo ni razón para abrir las reglamentarias consultas, el presidente de la República convocó al Palacio Nacional a los dirigentes de los partidos y de los sindicatos obreros con objeto de resolver la crisis de manera que todos se sintieran comprometidos en la fórmula que se adoptase. La respuesta fue desalentadora: no habrá Gobierno de unidad. De la reunión saldrá su correligionario y amigo José Giral investido como presidente de un Gabinete similar a los anteriores en su composición exclusivamente republicana. Largo Caballero, que también había acudido a la cita, rechazó por tercera vez la participación socialista y sólo prometió su apoyo a Giral bajo la condición de que procediera a repartir armas a los sindicatos.
Paradójicamente -es Manuel Tagüeña quien habla de nuevo- la sublevación militar había desencadenado la revolución que pretendía impedir, y el poder efectivo pasó a manos de los grupos armados, anarquistas, socialistas y comunistas, que engrosaron rápidamente sus filas. El Gobierno republicano se mantuvo en pie, pero la República se eclipsó, huérfana de poder. En el exterior, el nuevo Gobierno, que envió emisarios a Francia para gestionar la compra de armas, tropezó de inmediato con la farsa de la no intervención. En el interior, el poder del Estado se desvaneció ante la patrulla que, en cada localidad, controlaba la salida y entrada de forasteros o que en las calles de la ciudad detenía a los transeúntes y les exigía la documentación, cumpliendo funciones de policía, de juez y de verdugo sin control superior alguno. Era un nuevo poder, fragmentado, atomizado, cuyo alcance terminaba en las afueras de cada pueblo o en las calles de cada ciudad. Un poder que fue capaz de aplastar la sublevación allí donde pudo contar con la colaboración de miembros de las fuerzas armadas y de orden público, como había ocurrido en Barcelona, Madrid o Valencia, pero incapaz de hacer frente a los rebeldes allí donde los guardias civiles y los policías tomaron también el camino de la rebelión.
Constituiría, sin embargo, un error atribuir al reparto de armas el origen de esta revolución, sobrada de fuerza para destruir, carente de unidad, de dirección y de propósito para construir un firme poder político y militar sobre lo destruido. Ante todo, porque desde la tarde del mismo día 18, automóviles y camionetas "erizados de fusiles" habían comenzado a circular por las calles de Madrid y Barcelona. De hecho, en Cataluña, la CNT y la FAI festejaron el 18 de julio como el día de la revolución más hermosa que habían contemplado todos los tiempos. No fue el reparto de armas, fue la rebelión militar que, como escribió Vicente Rojo [jefe del Estado Mayor republicano], pulverizó en sus fundamentos jurídicos y morales la autoridad del Estado, lo que abrió ancho campo a una revolución movida en las primeras semanas por el propósito de liquidar físicamente al enemigo de clase, comprendiendo en esta denominación al Ejército, la iglesia, los terratenientes, los propietarios, las derechas o el fascismo; una revolución que soñaba edificar un mundo nuevo sobre las humeantes cenizas del antiguo.
El daño para la República fue que esa revolución, en manos de grupos armados con pistolas, fusiles y algunas ametralladoras, era por su propia naturaleza impotente para oponer una defensa eficaz del territorio allí donde los rebeldes disponían de tropas para pasar a la ofensiva. Los militares lo entendieron enseguida y buscaron en la Italia fascista y la Alemania nazi los recursos necesarios para convertir su rebelión, que no fracasaba del todo pero que tampoco acababa de triunfar, en una guerra civil. A los partidos, sindicatos y organizaciones juveniles que resistieron la rebelión les costó más tiempo, y no pocas luchas internas, convencerse de que la revolución sucumbiría si el resultado de la guerra era la derrota. Para cuando lo entendieron y se incorporaron al Gobierno con el propósito de iniciar una política de reconstrucción del Ejército y del Estado, la República, abandonada por las potencias democráticas, había perdido ya más de la mitad de su territorio.
Publicado en El País, 17 de julio de 2011
Santos Juliá
Martes, 19 de Julio 2011 09:33

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Editado por
Santos Juliá
Eduardo Martínez de la Fe
Santos Juliá es catedrático del Departamento de Historia social y del pensamiento politico en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Durante las últimas décadas ha publicado numerosos trabajos de historia política, social y cultural de España en el siglo XX: República y guerra civil, socialismo, Madrid, intelectuales, Azaña, franquismo, transición y cuestiones de historiografía han sido los principales campos de su trabajo. Premio Nacional de Historia de España 2005 por su libro Historias de las dos Españas, ha editado recientemente las Obras Completas de Manuel Azaña en siete volúmenes y ha publicado Vida y tiempo de Manuel Azaña, 1880-1940. Escribe también, desde 1994, comentarios de política española en el diario El País.



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