CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Vida y ministerio de los Apóstoles Simón y Judas según los Apócrifos
Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Falsa acusación contra un diácono

Por recomendación del rey y del general Varardach, residían los apóstoles Simón y Judas en Babilonia realizando toda clase de prodigios a favor de los necesitados. Daban vista a los ciegos, oído a los sordos, curaban a los leprosos y arrojaban a los demonios de los cuerpos de los posesos. Gracias a la protección del rey, tenían todas las ventajas para predicar su doctrina y hacer numerosos discípulos. Además, ordenaban presbíteros y diáconos por las ciudades y fundaban iglesias.

Sucedió, pues, que un diácono de nombre Eufrosino, hombre casto y piadoso, fue acusado falsamente de incesto. Una vecina, hija de un sátrapa, perdió su virginidad y acusó al diácono de haberla violado. Los padres de la joven arrestaron al diácono con intención de aplicarle el consiguiente castigo. Enterados los apóstoles, se dirigieron a los padres de la muchacha que se pusieron a clamar contra el diácono acusándolo de ese crimen. Los apóstoles hicieron traer al recién nacido y al diácono objeto de la acusación. Cuando estuvieron en su presencia, preguntaron al infante en el nombre de Cristo si aquel diácono había cometido tal iniquidad. El infante respondió con un lenguaje perfecto: “Este diácono es un varón santo y casto, y nunca ha mancillado su carne” (c. 18,4). Los padres de la joven insistían para que los apóstoles preguntaran al infante quién había sido el culpable. Pero los apóstoles respondieron que ellos tenían la obligación de liberar a los inocentes, no de acusar a los culpables.

Los tigres amansados

Mientras los apóstoles ejercían su ministerio en Babilonia, sucedió que dos feroces tigres escaparon de sus jaulas y fueron devorando cuanto encontraban a su paso. Las gentes del pueblo acudieron a los apóstoles en demanda de auxilio. Los apóstoles, invocando el nombre de Jesucristo, ordenaron a los tigres que fueran con ellos a la casa donde vivían, en la que permanecieron tres días. Convocaron a la multitud a la que dirigieron una alocución explicando cómo los animales resultaban más juiciosos que los humanos. Aquellos tigres, que habían vivido siempre como salvajes, al oír el nombre de Cristo, habían adoptado una actitud de perfecta mansedumbre y se habían convertido en mansos corderos. Pero los hombres no acababan de comprender que las imágenes de oro y plata, piedra o madera, a las que dan culto, no son dioses sino ídolos vanos fabricados de materia inerte. Por el contrario, ignoran al único Dios verdadero, creador de cielo y tierra, dueño del mundo, que da la lluvia a su tiempo y hace que nazcan los frutos.
Aquellos animales ofrecían una prueba de que Jesucristo es ese Dios, ya que se convierten en mansas ovejas al escuchar su nombre de boca de los apóstoles. Demuestran con su comportamiento que los persas deben abandonar el servicio de los ídolos para dar culto solamente a Jesucristo Dios. Los tigres vivirán pacíficamente en la ciudad mientras los apóstoles marcharán por pueblos y provincias a predicar la palabra de Dios. La anunciada ausencia de los apóstoles sembró la desolación en las gentes del pueblo, que suplicaron a Simón y Judas que no se marcharan. Los apóstoles, movidos por el llanto y los ruegos de la gente, permanecieron en Persia un año y tres meses. Bautizaron durante aquel tiempo a sesenta mil hombres, sin contar a mujeres ni a niños. Entre los bautizados estaban el rey y todas las autoridades. El autor, con un cierto humor maximalista, termina el relato diciendo que, al ver los milagros que los apóstoles realizaban con su palabra, abrazaron todos los ciudadanos la fe cristiana, destruyeron los templos de los ídolos y construyeron iglesias (c. 19,4).

El relator cuenta que los apóstoles nombraron obispo de Babilonia a su discípulo Abdías, que había venido con ellos desde Judea y había conocido personalmente al Señor. La ciudad se llenó de iglesias que los apóstoles organizaron antes de salir para recorrer las doce provincias de Persia en compañía de numerosos discípulos y más de doscientos varones. La historia de sus hechos fue recogida en una larga narración por Cratón, discípulo de los mismos apóstoles, en trece volúmenes, que fueron traducidos al latín por el historiador Africano. J. A. Fabricius, en su edición del Codex Apocryphus Novi Testamenti, p. 388, notas e y g, expresa la opinión de que en el lugar de este Cratón debe ponerse Abdías. Además, en contra de la sugerencia del texto, cree Fabricius que la obra original no fue escrita ni en hebreo ni en griego, sino directamente en latín.

El presunto autor de la colección escribe de sí mismo y de su obra: “Seleccioné unos pocos de los muchos sucesos, para que el que lo desee pueda conocer cómo fue el avance de la predicación o con qué final abandonaron el mundo los apóstoles Simón y Judas” (c. 20,2).

En el curso de su ministerio, los apóstoles se volvieron a encontrar con los magos Zaroés y Arfaxat. Estos magos cometían diversos delitos por las ciudades, y aunque se consideraban y afirmaban que eran de la estirpe de los dioses, huían siempre de la presencia de Simón y Judas. Cuando estos apóstoles llegaban a una ciudad, escapaban los magos, pero los apóstoles ponían de manifiesto sus delitos y demostraban que su doctrina era un engendro de los demonios enemigos del género humano.

Los magos buscaron el apoyo de los setenta pontífices de los templos que había en la ciudad de Suanir. El autor califica a los pontífices no sólo de falsos, sino de “no pontífices”. Recibían del rey una libra de oro siempre que celebraban la fiesta del Sol, lo que hacían cuatro veces al año, en el principio de cada estación. A estos pontífices se dirigieron los magos para decirles que iban a llegar unos hebreos que eran enemigos de todos los dioses. Si lograban implantar el culto a un solo Dios, los pontífices perderían sus facultades y privilegios. Debían, por lo tanto, incitar al pueblo para que obligaran a esos hebreos a ofrecer sacrificios a los dioses. De lo contrario, quedaría claro que lo que pretendían era llevar a los pontífices “a la ruina, al despojo y a la muerte” (c. 20,4).

(Miniatura de los santos Apóstoles Simón y Judas. Siglo XV)

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro


Lunes, 29 de Octubre 2012


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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