Notas
Escribe Antonio Piñero
Dijimos en la postal anterior que la antigua concepción hebrea del mundo se basa fundamentalmente en la imagen del mundo que presentamos en el gráfico adjunto a la postal. Los hebreos añadieron a la que añadían algunas precisiones, que intentaban formar un sistema más concorde con sus ideas de un Dios único. A partir de un caos originario e informe, que se corresponde con las aguas subterráneas de la imagen que presentamos (G: base del océano terrestre), Dios era quien había creado, u ordenado, el cielo, la tierra y los abismos: las tres entidades formaban el “todo”, el universo, concebido generalmente con las mismas tres partes: el cielo arriba; la tierra abajo, y por debajo de ella el mundo subterráneo, constituido en parte por esas aguas caóticas primordiales y por el reino de los muertos. Obsérvese de nuevo que –como dijimos también– según Gn 1,1-2, no queda claro del todo si la creación de cielos y tierra es a partir de la nada (no lo dice el texto estrictamente), o bien a partir de un caos originario e informe, sobre el que aleteaba el espíritu divino. Y no es opinión mía, sino de gente mucho más experta que yo en la cosmogonía cananea (los israelitas eran una rama de este pueblo), como es Gregorio del Olmo Lete. Este Dios es considerado a la postre como único absoluto, porque el texto final del Génesis está redactado en torno al siglo V a. C. Anteriormente al exilio de Babilonia es muy posible que el monoteísmo absoluto no fuera la fe del pueblo hebreo en general, sino el henoteísmo. "Yahvé no era un dios único (había otros), pero sí el más fuerte y poderoso. A él solo debía adorarse. Y los hebreos tenían la suerte que ese Dios poderoso era el suyo. Dijimos también que los israelitas modificaron el número de esferas celestes hasta siete, número que indica la perfección. El cielo, en su esfera superior, la séptima, es la morada del Dios único y de su corte celestial, ángeles superiores, arcángeles o “ángeles de la faz”, es decir, que ven directamente el rostro de Dios. Los espíritus angélicos en general sustituyen a los dioses secundarios de los acadios y babilonios de su panteón politeísta. Los astros entre el cielo y la tierra estaban gobernados por delegados de Dios, ángeles también o arcontes celestes. Unos astros eran buenos y otros perversos, según el gobierno de sus ángeles, que hacían variar sus órbitas en el caso de los malvados porque no quieren obedecer a Dios. Los que rigen las estrellas fijas, de órbitas inmutables, sin buenos. Los que gobiernan los planetas son ángeles rebeldes, por lo que los planetas no tienen una órbita perfecta, circular. La tierra se concebía unas veces como un cuadrado, y otras como una especie de rodaja redonda cuyos límites coincidían con el fin de los cielos en su parte inferior. Los hebreos seguían manteniendo que las esferas celestes estaban sustentadas por unas enormes columnas, alejadas entre sí, pensadas como montañas grandes y estilizadas; el mundo subterráneo tenía también sus columnas sustentantes proyectadas hacia abajo. Pero con el paso del tiempo, el judaísmo helenizado, a partir sobre todo del siglo III a. C. subordinó esta cosmovisión: A) A una fe monoteísta en un Dios único. Los dioses secundarios se transforman en ángeles y demonios, siendo los primeros los cortesanos del Rey único. Como gema preciosa de la creación este Dios único había plasmado el ser humano; B) A una concepción apocalíptica muy extendida en círculos de piadosos: fuera de Dios todo está sujeto a una ley divina: el tiempo inexorable es el que conforma una historia del universo y del ser humano diseñada desde siempre por la divinidad. La historia avanza en línea recta desde los orígenes (creación y el paraíso para el ser humano) hasta la consumación final con peripecias diversas. El universo era al principio bueno y perfecto, pero luego resultó tremendamente desordenado por los pecados y la mala inclinación del hombre. Finalmente Dios volverá a poner orden en su creación, y volverá a generarse un nuevo todo, un mundo futuro, similar al del principio, probablemente unos cielos nuevos, o renovados, y una tierra nueva, o renovada, en donde los seres humanos justos (israelitas o convertidos) vivirán felices por siempre jamás. Este es el mundo en el que vivía y pensaba, sin duda, Jesús de Nazaret. Y este universo semita coincide en parte con la del otro mundo al que pertenece Pablo, nacido en Tarso en Asia Menor, el helenismo, de lengua griega. Detengámonos un momento en considerar la cosmogonía griega de la época de Jesús y de Pablo, porque en algunos rasgos es parecido, pero teniendo en cuenta que para los griegos el cielo y la tierra existen desde siempre: la materia es eterna. El primero es como la mitad de una esfera, sólida. Este “cuenco” celeste cubre una tierra que es plana. La parte del espacio entre la tierra y el cielo hasta las nubes contiene aire o éter. Bajo la tierra, y hacia abajo, hay un espacio amplio, en cuyo final hunde sus raíces el Tártaro. La tierra está circundada por un río inmenso, el Océano. Es importante recalcar, insistir una y otra vez porque no suele decirse, que en esta imagen del universo se basa la estructura mental de Jesús de Nazaret y de Pablo de Tarso, obtenida fundamentalmente de la lectura de los libros sagrados: tanto Jesús como Pablo dependen de la Biblia hebrea, o de parte de la mentalidad griega del otro. Ambos personajes son pensadores apocalípticos, cuyas ideas básicas encajan perfectamente en ella. En el caso de Pablo, el hecho de que concebía el mundo según esta cosmovisión se confirma por 2 Cor 12,1-2: Vendré a las visiones y revelaciones del Señor. 2 Sé de un hombre en Cristo de hace catorce años, si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe…; ese tal fue arrebatado hasta el tercer cielo… En esta imagen del universo asumida más en concreta por Pablo, ya que de Jesús no quedan testimonios expresos, Dios, por muy alejado que se lo presente y a pesar de la distancia entre el cielo y la tierra, está relativamente cerca. En ellos parece que está ya afianzada la idea de la creación, aunque la precisión de que esta fue “desde la nada” es una determinación posterior en el tiempo. El universo así concebido es en sí muy pequeño; la divinidad es una entidad muy próxima, y se concibe además antropomórficamente. Sus rasgos básicos son como los humanos, aunque su pensamiento sea siempre muy superior. La tierra es el centro preferente de la creación divina, y hacia ella dirige siempre sus ojos el Dios único, pues en ella ha creado, a su imagen y semejanza, al ser humano. Ángeles y demonios, además de cortesanos, tienen la función de emisarios buenos, los ángeles, ya de sus contrapartidas perversas, los demonios, cuya misión es a veces poco explicable. Pero ambas clases rellenan el hueco entre el cielo y la tierra, actuando constantemente en la esfera de los hombres y salvando así la distancia entre Dios y el hombre. Pero Dios dirige, consiente o permite todo, arriba y abajo, con designios muchas veces misteriosos. Y esta concepción del universo, tan pequeña y manejable, tiene enormes consecuencias en uno de los sustentos del cristianismo paulino de hoy: la teoría de la redención (muerte en cruz del hijo de Dios) del ser humano, que como hijo del primer hombre ha estropeado el designio divino a la hora de la creación. Saludos cordiales de Antonio Piñero http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Domingo, 28 de Julio 2019
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Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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