Notas
Escribe Antonio Piñero
En extremo interesante para comprender el universo bíblico, e indirectamente la función de Dios en ese universo y el papel del ser humano en él, es el capítulo 5 (“Eclosión de los reinos amorreos. Cosmología sumerio-acadia, cosmología bíblica”) en la sección dedicada a la explicación de la constitución del mundo, en las pp. 104-108, del libro de Francesc Ramis Darder, “Mesopotamia y el Antiguo Testamento”, que ya he comentado anteriormente. El libro está publicado por la editorial Verbo Divino, en 2019, en la colección “El mundo de la Biblia”, y su ISBN es 978-84-9073-490-2. Señala nuestro autor que cuando los amorreos (antecesores de los cananeos/hebreos) penetraron en Mesopotamia, hacia el año 2.000 a. C., quedaron deslumbrados por la tradición sumerio-acadia. Y añado por la inmediata sucesora de estas, la babilonia (no olvidemos que Hammurabi empuñó el cetro de Babilonia desde 1792 al 1750 a. C.). Más tarde, los autores de la Biblia, al fin y al cabo de estirpe semita y de la misma familia lingüística, integraron esa cultura que se transformó en el trasfondo de muchas narraciones veterotestamentarias, como ya indicamos. El origen bíblico del cosmos, su estructura, la creación del hombre, el paraíso, el diluvio, y algunos relatos más de nuestra Biblia hebrea no son más que acomodaciones a una teología monoteísta de la concepción del universo politeísta que tenían sus antecesores sumerios-acadios-babilonios. Parafraseo la p. 104 del mencionado libro: La parte inferior del cosmos completo estaba constituida por la ‘tierra’, un disco sólido formado por montañas y valles, surcado por ríos, acotado por mares y lagos, que era el ámbito de la existencia humana. La parte superior era el ‘cielo’, que tenía una bóveda, de material duro, metálica. Ese espacio en forma de bóveda contenía una enorme masa de agua dulce (las denominadas “aguas superiores”) y tenía compuertas que los dioses abrían para dejar la benéfica lluvia caer sobre la tierra. Entre el cielo y la tierra estaba el aire. Al principio, la bóveda se pensaba como una masa indeterminada; posteriormente se imaginó que estaba dividida en tres partes, cuya superior estaba habitada por los dioses superiores. La luna y las estrellas eran concentraciones de aire y fuego. Las estrellas fijas estaban ancladas en la bóveda celeste; y el sol, la luna y los planetas entonces conocidos circulaban por unas como estrías que poseía esa bóveda y marcaban el curso de esos astros no fijos, sino móviles. Debajo de la tierra había también mucha agua, “las aguas inferiores”, que contenía además un lugar oscuro, el depósito de los humanos difuntos. Los hombres habían aparecido sobra la tierra por voluntad de los dioses. La creación del primer hombre fue realizada por ellos amalgamando arcilla previamente amasada y la sangre de un dios inferior degollado. Así, el hombre es terrestre, pero tiene algo de divino. Los animales fueron creados a partir también de arcilla, pero sin rastro alguno de sangre divina. Eran como un ejército de seres al servicio del ser humano. Y espontáneamente habían surgido de la tierra los vegetales, también para servir a los humanos. Ramis Darder describe (pp. 106-107) el cosmos de la Biblia hebrea como un producto de esta tradición sumeria-acádica-babilónica. Ese cosmos era en realidad muy pequeño. La tierra era plana, un disco sostenido por columnas, que –a su vez– se apoyaban de modo misterioso sobre un mar inferior, bajo la superficie terrestre (Sal 24,2). Naturalmente, esas columnas se cimbreaban un poco y provocaban los terremotos que siente la tierra de vez en cuando (Sal 75,4). Bajo la tierra hay un inmenso depósito de agua, que alimenta mares, fuentes y ríos. Y también existe un lugar lóbrego, el sheol, que es el depósito donde se guardan las “sombras”, o humo, que tienen figura reconocible, de los humanos que pasaron sobre la superficie de la tierra. Los extremos de esa superficie terrestre tenían montañas muy altas, que eran como las columnas que sostenían el cielo (Job 26,11). Este se concebía también como una campana o bóveda que se llamaba el “firmamento”, que a su vez sostenía las aguas superiores, desinadas a las lluvias (Gn 1,7). También esa bóveda celeste tenía compuertas (Is 24,18), de la que caía la lluvia (Mal 3,10). Y ahora cito literalmente (p. 107): “El firmamento desempeñaba una doble función. En primer lugar separaba las aguas de la superficie de la tierra (mares, lagos, ríos y fuentes) de las aguas situadas sobre ese firmamento que ocasionaban la lluvia (Gn 1,6). El susodicho firmamento sostenía también al sol, la luna y las estrellas (fijas), que no son dioses, sino que penden del firmamento para separar el día de la noche, y servir de señales para distinguir las estaciones, los años y los días. También desempeñan la tarea de alumbrar la tierra (Gn 1,15). Así el sol durante el día, y la luna por la noche, recorren la campana del firmamento. Y sobre las aguas del firmamento hay una superficie sólida que envuelve todo el cosmos (Gn 1,6). Más allá de esta segunda cubierta está la morada divina –un único dios–, el trono del Señor, inaccesible para el ser humano (Ez 1,22.26; 10,1). “La superficie terrestre veía crecer las plantas, puesto que a la orden de Dios la tierra hacía brotar hierba verde que engendra semillas, según su especie, y árboles que dan frutos (Gn 1,12). Después el Señor determinó que bulleran las aguas de seres vivientes, que los pájaros volaran sobre la tierra; y a continuación creó los grandes cetáceos; acto seguido dio origen a los animales terrestres y finalmente al hombre (Gn 1,11-27). Como puede verse fácilmente hay una semejanza estructural muy estrecha entre la cosmología de la Biblia hebrea y la antigua sumeria-acádica-babilónica. El próximo día extraeremos unas consecuencias de esta cosmología que creo fundamentales no solo para la comprensión del Antiguo Testamento, sino para hacernos una idea de cómo entendieron Jesús y Pablo de Tarso la actuación de la divinidad para rescatar al ser humano del lapso de Adán dentro de este universo tan pequeñito. Seguiremos, pues. Saludos cordiales de Antonio Piñero http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Jueves, 25 de Julio 2019
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Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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