Notas
Hoy escribe Antonio Piñero
En la postal 532 del 3 de octubre 2014 comencé una miniserie sobre el tema que indica el título de esta postal, pero no tuve ocasión de continuarlo, pues otras cuestiones perentorias se me introdujeron en la agenda de este Blog. Voy a procurar desde hoy seguir con este tema y hacerlo un poco más seguido de modo que los lectores no pierdan el hilo. Lo último que dijimos en la postal anterior fue que para diversos historiadores de la Iglesia del siglo II se inicia ya en serio un proceso de corrupción de la entidad primitiva e idealizada que se consideraba “El verdadero seguimiento de Jesús”. Y señalan como signo: 1. Corrupción en la transmisión de las Escrituras, pues se sospecha que en el siglo II se dio un proceso de edición, es decir, de corrección y normalización de los escritos que los cristianos iban considerando sagrados y propios, no estrictamente judíos, y diferentes de lo que hasta el momento era la Biblia común (lo que hoy denominamos como Antiguo Testamento). 2. Corrupción del pensamiento de Jesús. Olvido en la práctica de las máximas de Jesús sobre la pobreza absoluta de sus seguidores más conspicuos; olvido de las estrictas normas sobre el divorcio; perversión del modo de entender Jesús la vida, etc. con la consiguiente acomodación al mundo presente, etc., y 3. Corrupción del genuino pensamiento de Pablo, estrictamente judío, por otro más concorde con la mayoría pagano-cristiana que entonces primaba en la Iglesia, que con el tiempo llevará a la fundación de una religión nueva, estrictamente separada del judaísmo, que fue la religión propia de Jesús y de Pablo. Que sepamos la primera protesta en serio contra una iglesia institucionalizada se dio muy pronto, en el siglo II y es el montanismo. Era en síntesis un cristianismo regido por el Espíritu, no por la jerarquía. El montanismo toma su nombre de Montano, un cristiano de la región de Frigia, en Asia Menor. Hacia el 172 y junto con dos profetisas cristianas, de nombre Prisca y Maximila, fundó un movimiento profético dentro de la Gran Iglesia, pues afirmaba que había recibido ciertas revelaciones del Espíritu Santo dirigidas a renovar y perfeccionar a los cristianos, sobre todo teniendo en cuenta que el fin del mundo era inmediato. Esta renovación afectaba sobre todo a la vida moral, y pretendía avivar la valentía entre los fieles ante las posibles persecuciones, e impulsar una práctica muy rigurosa de vida que ayudara a prepararse para el fin. El comportamiento de los miembros de la Iglesia debía ser el adecuado a esta realidad. Dos cosas eran importantes: una valiente confesión de fe en Cristo que no se arredrara ante los paganos, incluso ante el martirio si fuera necesario, y una entrega fervorosa a la vida ascética, sobre todo al ayuno y a una limitación voluntaria de las prácticas sexuales, para que Dios apresurara el fin y encontrara a la Iglesia preparada. La práctica del ayuno estaba justificada por el ejemplo de Ana, la anciana profetisa de Jerusalén, de la que cuenta el evangelista Lucas que ayunaba de día y de noche esperando la liberación de Israel (Lc 2,37s). No puede decirse de ningún modo que incluso en los inicios del siglo III, momento en el que escribe el muy rigorista Tertuliano, por ejemplo, hubiera una corrupción monetaria, que es lo que hoy entendemos generalmente por corrupción en las instituciones públicas. El siguiente pasaje del Apologético de Tertuliano nos da idea de la atmósfera que reinaba en las iglesias en aquellos momentos. Escribe este Padre de la Iglesia hacia el año 210 para la iglesia del norte de África, pero dando a entender que era un uso universal: “Los fondos de las donaciones no se sacan de las iglesias y se gastan en banquetes, borracheras y comilonas, sino que van destinados a apoyar y enterrar a la gente pobre, a proveer las necesidades de niños y niñas que no tienen padres ni medios, y de ancianos confinados en sus casas, al igual que los que han sufrido un naufragio; y si sucede que hay alguno en las minas, o exilado en alguna isla, o encerrado en prisión por sólo la fidelidad a la causa de la iglesia de Dios, son como infantes cuidados por los de su misma fe (Apología, 39). Señalemos, sin embargo, que el obispo y sus ayudantes, los presbíteros y diáconos controlaban estos dineros. Así pues, junto con el control intelectual de los fieles, se logró de inmediato –gracias a la caja de la seguridad social-- el control monetario. Este hecho tendrá consecuencias más tarde. Signos de corrupción de las iglesias los tenemos ya muy claramente en el siglo IV, es decir, a partir de que la Iglesia adquiriera un papel relevante en el Imperio gracias a Constantino. Paso aquí por alto el detenerme en las dificultades históricas del famoso Edicto de Milán de Constantino del 312, puesto que hoy numerosos historiadores del Imperio Romano tienen muchas dudas sobre su autenticidad, ya que la noticia y el texto parcial de este edicto se conserva solo en dos escritores cristianos y solo en parte, en lo que respecta a la libertad de culto. Como esos dos historiadores --Eusebio y Lactancio-- transmutaron un Constantino pagano (sabemos que Constantino no se convirtió formalmente nunca al cristianismo y parece que nunca fue bautizado = Pepa Castillo, “Año 312. Constantino, emperador, no cristiano”. Editorial Laberinto, Madrid 2012) en otro cristiano, estas noticias sobre el Edicto son al menos sospechosas Sí parece absolutamente claro que de una u otra manera Constantino tuvo un interés enorme, político, por atraerse a los cristianos, sobre todo a los obispos y que esa religión, unida y sin fisuras lo apoyara totalmente (Constantino en esos momentos era solo emperador de la parte occidental del Imperio, y entre otras cosas esperaba de los obispos occidentales le apoyaran ante los obispos orientales, y que estos movieran la voluntad de sus fieles de modo que consiguiera el apoyo de todo el pueblo cristiano oriental para su pretensión de ser también emperador de Oriente y unificar de nuevo el Imperio dividido por Diocleciano = la tetrarquía). Con el apoyo del emperador y el asentamiento de la Iglesia como fuerza más visible y potente, en la sociedad pagana de los siglos IV y V se produjeron conversiones en masa hacia el cristianismo después de la actividad procristiana de Constantino, hubiera o no estrictamente un Edicto de Milán. Hay en este ámbito un cliché histórico, exagerado o falso que conviene examinar. Escribe Johannes Quasten en su prólogo al tomo II de su Patrología, B.A.C. 1962, obra de gran aprecio en España: “La libertad de culto concedida por Constantino dio muy pronto como resultado conversiones en masa. La Iglesia vino a ser un factor dominante en el mundo” (p. 4). Pero J. Quasten añade: “El peligro grave estaba en que no hubiera una suficiente transformación de los corazones y de las inteligencias dando pie a un relajamiento de la moral y de la vida espiritual de los cristianos”. En este sentido, Rodney Stark, autor de “La expansión del cristianismo”, Trotta, Madrid 2011, precisa: “Pretender que las conversiones en masa al cristianismo ocurrieron porque las multitudes reaccionaban espontáneamente ante los evangelizadores otorga a la seducción de la doctrina un lugar central en el proceso de conversión: la gente oye el mensaje, lo encuentra atractivo y abraza la fe. Pero las ciencias sociales modernas relegan el atractivo de la doctrina a una función muy secundaria, al mostrar que la mayoría de la gente no se liga con tanta fuerza a las doctrinas de su nueva fe hasta después de su conversión” (p. 25). Con otras palabras, la gente se convertía por motivos de beneficios sociales y no por motivos puramente religiosos. Este respecto comenta el Prof. Dr. Ramón Teja, en su artículo “El oro de Cirilo de Alejandría: compra de voluntades y sobornos en el Concilio Ecuménico de Éfeso I (431)” 327-337, publicado en la obra, G. Bravo - R. González Salinero (eds.), LA CORRUPCIÓN EN EL MUNDO ROMANO, Editorial Signifer, Madrid 2008: “Si resulta difícil y arriesgado establecer comparaciones entre países actuales sobre la valoración social de la corrupción, mucho más lo es, con el riesgo de caer en anacronismos groseros, trasladar nuestros hábitos y esquemas de valores a otras épocas históricas. Es una constatación evidente que la política en el Mundo Romano se basaba en formas de actuación que con nuestros esquemas de moral pública actual podríamos calificar sin ninguna duda como «corrupción». La venta de cargos, el nepotismo, el clientelismo, los favoritismos de todo tipo, etc., estaban profundamente arraigados en la praxis y las mentalidades colectivas de la época. “Quizá la cuestión radica en saber hasta qué punto estas prácticas eran compatibles y desembocaron o no en una «privatización» del poder del Estado Nos vamos a limitar a plantear el tema de que las formas de corrupción imperantes en el Imperio fueron aceptadas sin escrúpulos y, a veces, ampliamente superadas por los poderes eclesiásticos. Lo cual no debe extrañar. La Iglesia es una institución que surge en el Imperio Romano, se desarrolla y consolida durante el Imperio adaptándose a las mentalidades y formas de ejercicio del poder dominantes en la sociedad del momento. Hay formas de corrupción sutiles y groseras, es decir que guardan o no los límites que la sociedad estaba preparada para tolerar”. En la postal siguiente pondré un par de ejemplos de inicios del siglo IV de la mundanización de la Iglesia. Saludos cordiales de Antonio Piñero Universidad Complutense de Madrid www.antoniopinero.com
Viernes, 19 de Diciembre 2014
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Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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