CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Escribe Antonio Piñero



Transcribo hoy mi breve intervención en el Ateneo de Madrid 18-11-2015 en una mesa redonda organizada por el Aula de Psiquiatría. El título era el de esta postal.


Como no deseo expandirme en mi exposición más de lo conveniente, de los dos aspectos que tiene el título de esta mesa redonda voy a concentrarme en el primer aspecto, la Palabra, instrumento de la divinidad. La bella expresión de Martin Heidegger, “La palabra es la casa del ser”, es ciertamente muy certera, pero está necesitada de precisión, sobre todo del segundo término: el ser. Aquí me referiré a lo que el común de los mortales entiende por el ser divino que se comunica con el ser humano.

“En el principio era la Palabra”. Este es el inicio de una de las obras que más han influido en el mundo occidental, el Evangelio de Juan, 1,1. No se trata de un sublime poema inspirado por la grandeza de Jesús, sino de un midrás judeocristiano (un comentario a un texto bíblico a base de variaciones interpretativas sugeridas por ese pasaje, comentario compuesto, o aceptado, por el redactor definitivo de ese evangelio) a Génesis 1,1: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. Quiere decir el texto johánico que en verdad ya existía la Palabra de Dios antes de la creación o conformación del universo a partir de un caos primordial. No existía el mundo, pero sí la Palabra que será la ayudante de la creación.

Pero otro texto bíblico, del libro de la Sabiduría (18,14-16), afirma que la Palabra divina es también implacable destructora: “Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía y la noche se encontraba en la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente, cual implacable guerrero, saltó del cielo, desde el trono real, en medio de una tierra condenada al exterminio. Empuñando como afilada espada tu decreto irrevocable, se detuvo y sembró la muerte por doquier; y tocaba el cielo mientras pisaba la tierra”.

Esta concepción de la Palabra, que en el judaísmo helenístico (desde el 323 e.c., muerte de Alejandro Magno, hasta aproximadamente el siglo i a.e.c.) se concibe como la mano derecha de Dios la Sabiduría, la Acción, la Presencia divina en la tierra, que sustituye en el uso diario al sacrosanto nombre de Yahvé, impronunciable, solo es concebible en una cosmovisión que –cuando se compone el Evangelio de Juan– tenía ya unos dos mil quinientos años de antigüedad. la concepción del mundo acadio-asirio-babilónica que heredará la biblia hebrea.

He explicado en otro lugar (“Guía para entender a Pablo. Una interpretación del pensamiento paulino”, Trotta, Madrid 2015) que esa concepción era la siguiente: la tierra es plana, de forma circular normalmente, pero con cuatro puntos cardinales bien diferenciados, los “cuatro confines” de la tierra. El centro de esta era Akad, Asur o Babilonia respectivamente. La zona seca y elevada de la tierra está rodeada por todas partes por el océano, limitado por un muro de contención. Encima de la superficie plana, o rugosa –montañas-, y acuosa están las esferas celestes, en número de tres. En la cúspide de estas esferas se halla el trono de los dioses que formaba como una corte celestial en la que hay una divinidad dominante. En una de esas esferas, supra lunar, se hallan el sol y los planetas y, más arriba, las estrellas fijas que giran como un bloque sobre la tierra, que el hombre concibe como el centro natural de todo.


En la parte inferior de la superficie de las aguas y de la tierra plana o rugosa se halla el reino de los muertos, que cumple además la función de base o sustento de aguas y tierra. El ámbito de este reino está igualmente dividido por esferas subterráneas, más pequeñas que las celestes. En una de ellas tiene su palacio el guardián de los muertos, divinidad también, aunque inferior. En la zona exterior a todo este conjunto hay una suerte de océano de aguas finísimas, que es el aire.

La antigua concepción hebrea del mundo se basa fundamentalmente en esta imagen, a la que se añaden algunas pequeñas precisiones, que intentan formar un sistema más unitario. A partir de un caos originario e informe, que se corresponde con las aguas subterráneas, es Dios quien ha creado el cielo, la tierra y los abismos: las tres entidades forman el “todo”, el universo, concebido generalmente con las mismas tres partes: el cielo arriba; la tierra abajo, y por debajo de ella el mundo subterráneo, constituido en parte por esas aguas caóticas primordiales y por el reino de los muertos. Los israelitas acrecentaron el número de esferas celestes hasta siete, número que indica la perfección. El cielo, en su esfera superior, la séptima, es la morada del Dios único y de su corte celestial, ángeles. Estos espíritus sustituyen a los dioses secundarios de los acadios y babilonios. Los astros entre el cielo y la tierra están gobernados por delegados de Dios, ángeles también o arcontes celestes. Unos astros eran buenos y otros perversos, según el gobierno de sus ángeles que hacían variar sus órbitas. La tierra se concibe unas veces como un cuadrado, y otras como una especie de rodaja redonda cuyos límites coincidían con el fin de los cielos en su parte inferior. Según los hebreos, las esferas celestes están sustentadas por unas enormes columnas, alejadas entre sí, pensadas como montañas grandes y estilizadas; el mundo subterráneo tenía también sus columnas sustentantes proyectadas hacia abajo.

Con el paso del tiempo, el judaísmo helenizado subordinó esta cosmovisión:

a) A una fe monoteísta en un Dios único. Los dioses secundarios se transforman en ángeles y demonios, siendo los primeros los cortesanos del Rey único. Como gema preciosa de la creación este Dios único había plasmado el ser humano;

b) A una concepción apocalíptica: fuera de Dios todo está sujeto a una ley divina: el tiempo inexorable es el que conforma la historia del universo y del ser humano, historia diseñada desde siempre por la divinidad. La historia avanza en línea recta desde los orígenes (creación y el paraíso para el ser humano) hasta la consumación final con peripecias diversas. El universo era al principio bueno y perfecto, pero luego resultó tremendamente desordenado por los pecados y la mala inclinación del hombre. Finalmente Dios volverá a poner orden en su creación, y volverá a generarse un nuevo todo, un mundo futuro, similar al del principio, probablemente unos cielos nuevos, o renovados, y una tierra nueva, o renovada, en donde los seres humanos justos (israelitas o convertidos) vivirán felices por siempre jamás.

Este universo semita coincide en parte con la del otro mundo al que pertenece el cristianismo primitivo, el helenismo. Aunque para los griegos el cielo y la tierra existen desde siempre –la materia es eterna–, el primero es como la mitad de una esfera, sólida. Este “cuenco” celeste cubre una tierra que es plana. La parte del espacio entre la tierra y el cielo hasta las nubes contiene aire o éter. Bajo la tierra, y hacia abajo, hay un espacio amplio, en cuyo final hunde sus raíces el Tártaro. La tierra está circundada por un río inmenso, el Océano.

Las tres religiones abrahámicas, judaísmo, cristianismo e islam, son dependientes de esta concepción del mundo. Y de estas tres religiones trataremos brevemente, ciñéndonos al tema de su noción de la palabra divina. En las tres, esta cosmovisión acadia-babilónica tiene una noción de la divinidad que afecta a la idea nuclear de su Palabra. Es la siguiente: Dios, por muy alejado que se lo presente y a pesar de la distancia entre el cielo y la tierra, está relativamente cerca. El universo es en sí muy pequeño; la divinidad es una entidad muy próxima, y se concibe además antropomórficamente. Sus rasgos básicos son como los humanos, aunque su pensamiento sea siempre muy superior. La tierra es el centro preferente de la creación divina, y hacia ella dirige siempre sus ojos el Dios único, pues en ella ha creado, a su imagen y semejanza, al ser humano. Ángeles y demonios, además de cortesanos, tienen la función de emisarios buenos, los ángeles, ya de sus contrapartidas perversas, los demonios, cuya misión es a veces poco explicable. Pero ambas clases rellenan el hueco entre el cielo y la tierra, actuando constantemente en la esfera de los hombres y salvando así la distancia entre Dios y el hombre. Dios dirige, consiente o permite todo, arriba y abajo, aunque con designios misteriosos.

En este universo con una divinidad tan “accesible” es fácil de comprender la posibilidad de la revelación. La divinidad se comunica constantemente con los hombres por sí misma o por intermediarios, y algunos seres humanos pueden también llegar a comunicarse casi directamente con la divinidad.

La accesibilidad de Dios explica la elección de un pueblo, por medio de su Palabra/ Promesa a Abrahán, que esté dispuesto a obedecer a Dios y a llevar adelante sus designios, a pesar de los fracasos del resto de los humanos.

A. En el judaísmo, la Palabra de Dios es ante todo la acción divina (por eso en el Fausto de Goethe, el inicio del Evangelio de Juan se traduce como “En el principio era la Acción”): “Dijo y fue hecho” (Sal 33,6), y tras la acción creativa actúa también la Palabra como directora y conservadora de todo lo creado: los astros del universo [“Alzad a lo alto los ojos y ved: ¿quién ha hecho esto? El que hace salir por orden al ejército celeste, y a cada estrella por su nombre llama. Gracias a su esfuerzo y al vigor de su energía, no falta ni una”: Isaías 40,26], el abismo inferior [Isaías 44,27: “Yo digo al abismo: «¡Sécate! Yo desecaré tus ríos.»”] y la naturaleza entera.

El orden de la creación lleva a los judíos de la Biblia hebrea, antes de Tomás de Aquino, a postular no solo una divinidad creadora, sino ordenadora e inteligente: por ello en la mentalidad hebrea la Palabra se concibe también como Sabiduría, hokmáh en hebreo y sophía en la Biblia griega.

Otro un papel fundamentalísimo que desempeña la Palabra divina en el Antiguo Testamento en la revelación profética/oracular. Los Diez mandamientos son las diez Palabras de Yahvé en el Sinaí; y decenas y decenas de veces se lee la “Palabra de Dios vino / cayó sobre tal o cual profeta (sobre todo en Jeremías y Ezequiel). La Palabra arrebata la personalidad profética, enloquece de algún modo al hombre y lo transforma en un canal de lo divino. Salvo en el caso único de Moisés, con el que Dios se comunicaba “como con un amigo”, cara a cara (Éxodo 33,11), la Palabra adquiere las dimensiones del ensueño o la visión, y en otros casos se presenta como una suerte de iluminación de la mente que es la inspiración.

En el siglo I, en el que se ponen los fundamentos del cristianismo, el arameo Memrá, la Palabra sin más, sustituye a cualquier otro término hebreo, incluso en las traducciones de la Biblia y los comentarios más o menos eruditos a ella. Dios se aleja un poco más del mundo de los hombres (influencia, sin duda del espíritu del helenismo, cuya filosofía tiende hacia un dios único, menos accesible que los dioses), por lo que se piensa que fue ella, la Palabra –no la divinidad en sí misma–, la que se apareció a Abrahán (Gn 12ss) e hizo con él, y luego con Jacob, una alianza. Fue la Palabra/Memrá la que se apareció en el Sinaí; la que iba delante del pueblo en el desierto, la que le proporcionaba agua y comida, y la que se convertía en fuego para castigar a los rebeldes. Y hoy todavía en el judaísmo, la Palabra, concentrada en el libro sagrado, es el centro absoluto de la piedad judía.

B. En el primer judeocristianismo, mucho antes de que se compusiera el Evangelio de Juan, en el ámbito de Pablo de Tarso, la Palabra era el resumen del evangelio, la buena nueva que Jesús, el Mesías, había traído al mundo en los tiempos finales antes del Gran Juicio. En el epistolario auténtico de Pablo, la Palabra es el resumen de la proclamación sobre Jesús. En 1 Tesalonicenses 1,6-8, la primera obra, cronológicamente hablando del Nuevo Testamento, compuesta en al año 51, quizás menos de 20 años tras la muerte de Jesús, afirma Pablo: “6 Vosotros (los tesalonicenses) os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, recibiendo la Palabra… con alegría del Espíritu Santo, 7 de modo que os habéis convertido en modelo para todos los creyentes... 8 Pues partiendo de vosotros ha resonado la Palabra… no sólo en Macedonia y en Acaya, sino que vuestra fe en Dios ha llegado a todas partes”. Y en 2,13 da gracia a Dios porque “al recibir de nosotros en vuestros oídos la palabra de Dios, la recibisteis no como palabra de hombres, sino cual es en verdad, como palabra de Dios que permanece operante en vosotros, los creyentes”. Y un poco más tarde, quizás hacia el 54, exhorta a los Gálatas (6,6): “Que el catecúmeno haga partícipe al que lo catequiza en la Palabra en toda suerte de bienes”.

En Romanos 10 hay una bella reflexión de Pablo sobre la Palabra en la que tiende un puente entre la biblia hebrea y el “vivir en Cristo”, que es el cristianismo primitivo: “6 La justicia que viene de la fe dice así: No digas en tu corazón ¿quién subirá al cielo?, es decir: para hacer bajar a Cristo; 7 o bien: ¿Quién bajará al abismo? (Dt 30,12), es decir: para hacer subir a Cristo de entre los muertos. 8 Entonces, ¿qué dice? Cerca de ti está la Palabra: en tu boca y en tu corazón (Dt 30,14), es decir, la palabra de la fe que proclamamos. 9 Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo. 10 Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para la salvación. La fe salvadora depende de la palabra de modo que Pablo dice la “escucha de la fe” (Gálatas 3,2.5). La palabra oída y aceptada lleva a la salvación.

Y por supuesto, la Palabra, desempeña un papel cardinal en el Evangelio de Juan, al que ya hemos aludido. El Verbo o Palabra es Dios. Como afirma J. M. Casciaro, un teólogo muy profundamente católico, “Cristo en cuanto hombre es la expresión humana máxima de la Palabra divina. Su humanidad es, pues, Palabra, Acción, Revelación máxima de Dios. Otra expresión de la Palabra de Dios, procede como de su plenitud del Verbo encarnado, ya sea el evangelio, la palabra de la Biblia hebrea, la palabra de la Iglesia a través de los siglos. Todas esas palabras pueden llamarse Palabra de Dios analógicamente en cuanto participan de esa realidad misteriosa Verbo encanado@

Una de las ramas del cristianismo paulino, el triunfante, es el cristiano gnóstico, el profesado por cristianos ya en el siglo II que se sentían receptores de una revelación particular de la divinidad, por la cual eran muy superiores a los cristianos vulgares. En él desempeña una función muy interesante la Palabra, el Logos. El Dios absoluto, súper trascendente, denominado Prepadre y Gran Espíritu Invisible, permaneció larguísimos siglos en magna paz y soledad antes de que fuera creado el universo. Pero nunca estuvo solo, sino siempre acompañado por su Pensamiento / Mente (en griego Énnoia, que es femenino) que es su “consorte”. Forman así una suerte de binidad masculina / femenina. Unida en sacro y misterioso conyugio producen el Logos, la Palabra. De esa suerte tenemos una suerte de Trinidad, de Padre, Madre e Hijo.

El Logos es en principio una Palabra interna, no proferida. Pero en cuanto se hace Palabra externa, proferida hacia fuera, dará lugar, por un complicado proceso, al universo. En el mundo de los gnósticos el Logos es distinto de la Sabiduría. En efecto, cuando el Prepadre y su Énnoia, Pensamiento/Mente se proyectan hacia fuera forman la plenitud de la divinidad. Esa plenitud, técnicamente denominada en griego Pléroma, consta –en unos sistemas gnósticos– de infinidad de eones, o entidades divinas, y en otros, como en el sistema valentiniano, de solo treinta. Estos eones son divinos porque son constituidos por el Prepadre como tales, como divinos, no solo en su sustancia, sino en su conocimiento. A saber, no son entidades divinas plenas hasta que el Prepadre les comunique el conocimiento de sí mismo, por medio de su Logos/Palabra. Puede decirse que el Pleroma, formado de eones o entidades divinas, no es más que la expansión máxima del Logos/Palabra, mientras que el Prepadre con su Énnoia, quedan como apartados de todo en su ultra trascendencia. El Logos es el puente de esa Trascendencia hacia fuera.

Ahora bien, en los sistemas gnósticos, la Sabiduría divina, que es uno de los eones del Pleroma, comete el error de querer conocer al Prepadre antes de tiempo, antes de que Él haya expresado su voluntad de ser conocido. Y ese error, el lapso de la Sabiduría, hace que sea expulsada del Pleroma. Como dicen metafóricamente los valentinianos, una vez expulsada, llora y se arrepiente. De sus lágrimas brotará la materia inteligible, y de su arrepentimiento surgirá una como hijo suyo, de Sabiduría, que se llama Demiurgo. Este tomará la materia inteligible y construirá el universo ayudado por las formas que contempla indirectamente en el Prepadre. La Sabiduría arrepentida será trasladada de nuevo al Pleroma por medio de una entidad divina, un eón nuevo, que se llama Redentor, y que es en el fondo una concreción del Logos o Palabra. Así que el Logos, o Palabra, es en último término quien salva a la Sabiduría y reconstruye el Pleroma completo. En último término, pues, la Palabra fue el “constructor” del Pleroma y su “reconstructor”, porque recoge a la Sabiduría lapsa, pero arrepentida.

Difícil, pero bello.

C. En el islam, finalmente –y seré breve– la Palabra divina es la mediadora entre Dios y el mundo. Como es sabido, el islam es una religión con un núcleo de ideas muy sencillo, claro, y sin misterio alguno: Dios omnipotente, Alá (’El en hebreo; ’Elaha en arameo; ’Allah en árabe, Dios simplemente) ha creado el universo. El ser humano es lo mejor de la creación. Como criatura, debe obediencia absoluta al Creador. Y este comunica su voluntad a su criatura por la revelación, mediada por los profetas. El último, definitivo y sublime, de una cadena de profetas es Mahoma. Dios comunica su palabra/revelación por medio de un ángel, un espíritu intermedio entre Dios y la criatura humana, en concreto Gabriel.

La Palabra de Dios es inmutable y solo pudo ser dictada al profeta Mahoma, sílaba a sílaba, por ese arcángel. Por ello, su texto es la Palabra sagrada de Dios –dictada en la lengua de su elección, el árabe–, y por tanto absolutamente inmutable e infalible. La Palabra de Dios no es de hecho traducible, y aquel que se convierta al islam debe aprender el árabe para gustar plenamente de esa Palabra. La Palabra contiene todo lo que el hombre debe saber de Dios y no necesita complemento alguno. Una vez conocida esa palabra, no puede el ser humano abjurar de ella. Y si lo hace es reo de muerte. Todo insulto o menosprecio al Corán como palabra divina es también una blasfemia, castigada en principio igualmente con la muerte.

Con el islam y con el judaísmo fundamentalmente alcanza la Palabra divina un valor fijo, inmutable, sagrado. El cristianismo tiene también su propia doctrina de la Palabra inmutable en la creencia en la inspiración verbal de las Escrituras y en su infalibilidad. Pero queda reducida también a los fundamentalistas extremos. Las tres religiones abrahámicas llevan, pues a la Palabra divina, a su máxima excelencia en detrimento absoluto de la palabra humana.

En torno, pues, a la Palabra se juega gran parte de la moderna civilización de Occidente. La Ilustración acaba radicalmente con el concepto de revelación tal como lo entienden tradicionalmente las tres religiones abrahámicas, y establece la autonomía absoluta de la palabra humana frente a una pretendida Palabra divina, en la que no se cree.

Saludos cordiales de Antonio Piñero
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com

Viernes, 11 de Diciembre 2015


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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