CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Escribe Antonio Piñero

Tras el breve paréntesis de la semana pasada, continúo hoy con la reseña del libro de Gabriel Andrade. El capítulo 4 “Inicios de la vida pública de Jesús” comienza naturalmente por plantearse las cuestiones en torno al bautismo del Nazareno por Juan Bautista. Haría una precisión importante sobre el aserto del autor que: «El bautismo era un rito que se realizaba para conseguir el perdón de los pecados». Creo que en el judaísmo de la época de Jesús no era exactamente así. El perdón de los pecados se lograba por el arrepentimiento interior y por la necesaria «devolución» o «recompensa» por parte del pecador si se había producido un daño físico o moral a otra persona. Las abluciones --que de la manera como la practicaba Juan Bautista no existían hasta el momento en el judaísmo (o no tenemos constancia)-- representaban solo el signo externo de que Dios había perdonado los pecados.

Además, era teóricamente necesario realizar un sacrificio en el Templo por determinados pecados que impurificaban la tierra de Israel y el santuario mismo en el que moraba la Presencia divina. Por tanto, el sacrificio «limpiaba» --según la concepción común judía de la época-- en sí el Templo y sólo indirectamente se perdonaban los pecados con el rito sacrificial. Escribo en la «Guía para entender a Pablo»:

«Hay un consenso en la investigación acerca de que ni siquiera estamos seguros de cómo los judíos del siglo I entendían exactamente el mecanismo de la expiación en los sacrificios. La Biblia hebrea no es clara al respecto. Sí parece que existen dos principios fundamentales:

• Los sacrificios expiatorios estaban prescritos solo para las faltas inadvertidas, que son de diversa índole, más o menos graves. Pero para los pecados plenamente advertidos no hay sacrificios expiatorios. Estos se perdonan solo por el arrepentimiento interior, la restitución en su caso, y por el envío simbólico al desierto de los pecados de todo el pueblo el Gran día de la Expiación, Yom Kippur, de acuerdo con las normas de Levítico 16. Pero el chivo enviado al Demonio no muere directamente; es expulsado. Sin embargo, se puede entender que finalmente muere atacado por el Diablo.

• Los sacrificios del Templo no van destinados propiamente a expiar por los pecados en sí, sino a purificar el Templo de las máculas generadas por los pecados. Así lo indican claramente pasajes diversos de los libros Éxodo y Levítico. Lo que se purifica es el altar (Ex 29,36), los vestidos (Lv 13,47-59), la casa (Lv 14,48) y en general el tabernáculo de la Reunión, y su altar, es decir, lo que luego será el Templo (Lv 16,20).

»Sin embargo, no sabemos –no hay testimonios expresos-- si los judíos del siglo I eran plenamente conscientes de estas distinciones, de modo que llegaran a negar explícitamente el valor expiatorio de los sacrificios, es decir, solo se expía/purifica el Templo y no las faltas de los pecadores, o si debido al carácter de expiación de la sangre --Porque la vida de la carne es la sangre y yo (Yahvé) os he mandado ponerla sobre el altar para expiación de vuestras almas y la sangre expía en lugar de la vida: Lv 17,11— podrían albergar nociones mixtas, sobre todo los judíos de la diáspora en donde era una axioma incontestable que no había expiación ante los dioses por los pecados personales sin derramamiento de sangre, y en donde la muerte vicaria, por otra persona y para conseguir algo de la divinidad, era un concepto totalmente usual. El texto de 4 Macabeos, aludido en p. *, que habla de la muerte heroica de los mártires por no transgredir la ley divina, era susceptible de ser entendido de diversas maneras por un judío de la diáspora:

»El tirano (Antíoco IV Epífanes) fue castigado y nuestra patria purificada. (Los mártires) sirvieron de rescate por los pecados de nuestro pueblo. Por la sangre de aquellos justos y por su muerte propiciatoria la divina providencia salvó al antes malvado Israel... (17,21-22: Apócrifos del Antiguo Testamento, Madrid, Cristiandad, 1985, 2ª edición, III 213).

»Es posible quizás que el pensamiento común de los judíos de la diáspora en el siglo I era que la sangre derramada por los mártires expiaba por los pecados del pueblo, no exclusivamente por las máculas del santuario. Igualmente los sufrimientos del justo sufriente, y quizás su muerte en Isaías 53,10 --Quiso Yahvé quebrantarlo con padecimientos. Ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado, verá descendencia que prolongará sus días-- se entendían como expiación. Pero tampoco se explica el cómo».

Sí tiene toda la razón G. Andrade, cuando afirma que probablemente el rito practicado por Juan Bautista era una «escenificación del paso de Josué por el río Jordán para “heredar” la tierra prometida por Dios a Abrahán». Es decir, el Bautista escenificaba cómo la conversión hacia el cumplimiento pleno de la ley de Moisés era una suerte de nuevo éxodo en la que Dios conducía a su pueblo hacia la tierra prometida…, que esta vez era el Juicio Final, según Juan, y el inicio del reino de Dios.

Estoy también de acuerdo con el autor en que es más que probable que Jesús después de ser bautizado pasara unos meses (¿?) con Juan en calidad de discípulo y que se empapara del pensamiento apocalíptico-escatológico del Bautista. Cuando Jesús murió, pasados los años en los que se fue concretando el movimiento de sus seguidores a la vez que se idealizaba la figura del Maestro, resultó muy difícil explicar cómo un ser sin pecado como el Mesías había decidido recibir el bautismo «para el perdón de los pecados» (entiéndase bien de nuevo) por parte de Juan. Andrade analiza correctamente los intentos de los evangelistas, desde Marcos hasta Juan, para explicar ese teológicamente ese hecho inexplicable: Jesús o bien era pecador o fue un falsario o teatrero que recibía un bautismo que no necesitaba. Los evangelistas llegan así a difuminar este hecho bautismal y dos de ellos (Lucas y Juan) hasta omitir la descripción del bautismo (Lucas) o la mención expresa de él en el Cuarto Evangelio para convertir la figura de Juan en un anunciador de la misión mesiánica de Jesús. Pero la investigación histórica dice que no fue así, de ningún modo.

Se pregunta también Andrade «si fueron parientes Juan Bautista y Jesús». Ciertamente no menciona el Nuevo Testamento que fueran estrictamente primos, porque el Evangelio de Lucas no llega a esa precisión. Fue –si no me equivoco hacia el siglo XIII con los comentarios a la Biblia de Wycliffe, cuando se empezó a precisar que eran exactamente primos (segundos). Andrade sostiene con razón que esta tradición lucana es dudosa en extremo. «De hecho» --afirma-- «sabemos bastante bien que en la antigüedad había un gusto por presentar como parientes a personajes que tenían alguna conexión. Juan y Jesús no habrían sido la excepción. Todo tiene el aspecto de un artificio literario».

Andrade critica demás, por ingenuas otras hipótesis fideísticas modernas que intentan presentar a Jesús y a Juan como parientes reales, que habían montado una suerte de complot –se supone que de muy buena fe— para presentarse los dos como el mesías doble. A saber, Juan como el mesías sacerdotal (ya que su familia, como afirma Lucas era sacerdotal) y Jesús, como descendiente de David, como el mesías davídico. Todo este montaje no se sustenta nada más que en la idea, cierta, de que en la Regla de la Comunidad de Qumrán se afirma en verdad que los mesías de Israel serían dos: uno levítico-sacerdotal, que tendría la preeminencia y cuyo oficio sería explicar al pueblo la ley de Moisés, y otro davídico-guerrero, cuyo encargo divino sería expulsar a los ocupantes extranjeros de Israel y purificar la tierra sagrada. Pero aparte de esta base, todo lo demás es pura e ingenua fantasía.

Se pregunta nuestro autor también si Juan Bautista anunció a Jesús como mesías. Es cierto que los evangelios invierten las funciones de maestro / discípulos en precursor –Juan—y mesías, Jesús. Pero esta concepción tiene un fundamento también dudoso, porque hay material en los evangelios que nos demuestran a las claras que el Bautista no estaba convencido de que su discípulo Jesús fuera el mesías. Lucas 3,15 informa de algunas gentes consideraban al Bautista como el mesías. Y, en segundo lugar, si Juan Bautista hubiese pensado que el mesías era Jesús, «habría abandonado su movimiento y se habría hecho seguidor de Jesús»…, cosa que probablemente ni se le pasó por la cabeza.

Andrade insiste en el pasaje fundamental «que nos permite dudar seriamente de que Juan proclamara a Jesús como el mesías y de que el Bautista considerara que su propio ministerio no fue más que una preparación para le llegada de Jesús», y es Mateo 11,2-3 (más el paralelo de Lucas, pero no en Marcos) en el que se dice: «Juan, que en la cárcel había oído hablar de las obras de Cristo, envió a sus discípulos a decirle: “¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?”». Los evangelistas son a veces tan fieles en reproducir sus fuentes que nos ofrecen, aun sin sospecharlo, material de las tradiciones sobre Jesús que contradicen sus propia ideas.

Otros temas que trata Andrade en su capítulo son: «¿Fue ejecutado Juan Bautista por reprochar a Herodes Antipas su conducta sexual», «¿Fue tentado en el desierto por Satanás?» «¿Conocemos a los doce apóstoles?».

Respecto al primero está de acuerdo nuestro autor, con la mayoría de la investigación, incluso católica, en que la versión de Flavio Josefo sobre las motivaciones de Antipas, a saber que fueron realmente políticas --a saber la «capacidad de Juan para persuadir al pueblo y organizar una revuelta política», muy inoportuna para el tetrarca, pues sus fuerzas habían sido derrotadas militarmente por las huestes del rey nabateo Aretas IV, como venganza de que Antipas había repudiado a su hija que era su primera esposa para casarse con Herodías--, y que no fueron el mero capricho de una mujer o por motivos religiosos. Yo añadiría a esta percepción, sin duda correcta, que la historia evangélica de la venganza femenina y los motivos reales políticos pudieron ser convergentes. No hay, pues que desechar del todo la versión evangélica.

Sobre las tentaciones de Jesús en el desierto sostiene nuestro autor que la narración evangélica en sí es ficticia, pero que pudo tener un sustrato real, a saber, una suerte de visiones místicas que tuvo Jesús y que luego contó el sumariamente a sus seguidores. Serían las tentaciones como una suerte de «rito de paso» que impulsó a Jesús para fundar su movimiento basado en una llamada divina. Pero la respuestas de Jesús al Diablo, que coinciden con el texto griego del Deuteronomio, son realmente imposibles en boca de un predicador galileo.

Y finalmente, respecto al tercer tema, el colegio apostólico de los Doce está de acuerdo Andrade –en contra del extremo escepticismo de algunos investigadores, ya independientes ya protestantes liberales, en que «Pablo da testimonio de que había un grupo de doce seguidores de Jesús (1 Cor 15,5). Esto es señal de que la tradición de los doce apóstoles es bastante antigua y difícilmente puede ser un invento posterior». Pero luego sostiene que los Doce no representan lo que la Iglesia posterior les atribuye, ya que los Doce están muy unidos a la figura de un Jesús, «nacionalista», creyente en el destino de Israel y representan a las doce tribus de Israel que serían restauradas milagrosamente por Dios en la era mesiánica. Recordemos que después del asalto de Salmanasar al reino del Norte, Israel, y la conquista de Samaria en el 721 a.C., habían perecido nueve tribus y media del Israel antiguo. Pero la tradición construyó la idea de que no habían muerto, sino que habían huido hacia el norte, que vivían escondidas en parajes recónditos y que Dios las traería a la tierra de Israel «sobre las alas de águilas» para participar en el reino de Dios. Como toda esta idealización de la restauración de Israel era una fantasía religiosa que no llegó a cumplirse por la muerte en cruz de Jesús mesías, es muy difícil pensar que los evangelistas habrían inventado ex novo una fantasía religiosa incumplida.

En síntesis, este capítulo 4 de la obra de Gabriel Andrade está compuesto a base de una exégesis que me parece muy razonable, y con unas ideas perfectamente aceptables desde el punto de vista de la investigación.

Saludos cordiales de Antonio Piñero
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com

Viernes, 17 de Julio 2015


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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