CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero


Hoy escribe Antonio Piñero



El Nuevo Testamento es una obra muy plural en su ideología: al no ser un libro compacto, redactado por un autor único, sino una conjunción de obras muy diferentes entre sí en estilo, lenguaje, género literario y propósito, el Nuevo Testamento contiene en sí y por sí mismo una tensión entre la unidad y la diversidad.

Un observador exterior y poco respetuoso podría estar tentado de calificarlo como “cajón de sastre” en cuanto a la diversidad de sus teologías, aun dentro de un cierto marco común. En realidad, como hemos dicho, el Nuevo Testamento no es más que el reflejo de la diversidad del cristianismo primitivo, aunque dentro de una cierta unidad, a saber que su núcleo es esencialmente paulino o compatirle con el paulinismo. Por otro lado, esta diversidad se corresponde con la diversidad del judaísmo mismo del que procede el cristianismo.

La diversidad del Nuevo Testamento aparece reflejada incluso en el género y estilo de los libros que componen el Nuevo Testamento:

• Hay dentro de este corpus un libro que se pretende de historia, los Hechos de los apóstoles;

• Hay “biografías” al modo de la época, como los evangelios;

• Hay cartas apasionadas y combativas, como la Epístola a los Gálatas, y otras más teóricas como la dirigida a los Romanos;

• Hay otras cartas de muy poca doctrina teológica y mucho de exhortación como la Epístola de Santiago, u otras simplemente polémicas como la de Judas.

•Hay partes de visiones y revelaciones del más allá, como el Apocalipsis de Juan, y

• Hay finalmente otros escritos de variada textura que se presentan normalmente como circulares a diversos grupos de cristianos, y que discuten tanto nociones teológicas como problemas prácticos: Epístolas Pastorales.

Los autores –salvo un grupo de siete cartas que salieron de la misma mano, las auténticas de Pablo- todos del Nuevo Testamento son desconocidos. La tradición, sobre todo a partir del siglo II, les ha atribuido un nombre. Pero ni siquiera este nombre es probable: por ejemplo, Marcos como discípulo directo de Pedro, que comete errores increíbles de geografía palestinense; Mateo como el publicano que sigue a Jesús, pero que utiliza fuentes anteriores a él para componer su evangelio; Juan, hijo del Zebedeo como el discípulo que muere en el 41, pero que es el autor –según esta tradición- de obras escritas decenios más tarde, como el Evangelio de Juan y el Apocalipsis. Estas obras son en realidad anónimas.

Otros autores del Nuevo Testamento, también desconocidos, utilizan con todo propósito nombres falsos. Es el fenómeno denominado la pseudoepigrafía: como quizás sea sabido, pseudonimia o pseudoepigrafía significa poner a nombre de otra persona (normalmente famosa) una obra literaria escrita por otra (normalmente sin fama alguna). Este fenómeno literario era bastante común en la antigüedad y no es propio sólo del cristianismo primitivo: conocemos otros casos en la antigüedad grecolatina y egipcia (Wolganag Speyer, Die literarische Fälschungen in der Antike: “Las falsificaciones literarias en la antigüedad).

Sin ir más lejos, la misma Biblia canónica atribuye erróneamente gran parte del salterio al rey David y toda la literatura sapiencial a Salomón, aunque del primero no procedan en verdad más que algunas composiciones, y del último quizá nada porque ni siquiera se sabe si es un personaje rigurosamente histórico.

Igualmente, el Deuteronomio, posterior en varios siglos a Moisés, declara a éste como su autor. En el grupo de escritos denominado Apócrifos del Antiguo Testamento encontramos decenas de ejemplos pues todo ellos son pseudoepígrafos. En todos estos casos la más elemental crítica histórica, interna y externa, llega al resultado de que tal autoría es falsa. Muchos detalles del contenido de estas obras nos indican que estas obras no encajan con el mundo de sus pretendidos autores.

Si la costumbre de la pseudonimia estaba tan extendida en el mundo judío y antiguo en general, no es extraño que en el Nuevo Testamento, conjunto totalmente judío, como hemos dicho, encontremos el mismo fenómeno. Pero tal costumbre es verdaderamente curiosa para la mentalidad moderna. Por ello se han ensayado diversas explicaciones de ella.

La primera y más obvia sería aceptar simplemente que estos autores engañaban conscientemente a sus lectores. Esta posibilidad queda siempre abierta y últimamente autores como José Montserrat han insistido en ella. Para este autor existen en el Nuevo Testamento falsificaciones explícitas, es decir, escritos cuyo mismo texto los atribuye falsamente a un autor. Los verdaderos y desconocidos autores son, por tanto, falsarios. Ejemplos: Evangelio de Juan. Cartas de Pablo a Timoteo I y II, y a Tito. Cartas de Santiago, Pedro I y II, Judas.

En mi opinión, sin embargo, esta última hipótesis es plausible, ya que se puede hacer todo con tal de propagar una doctrina que se cree verdadera. Pero hay también otras explicaciones psicológicamente también plausibles que surgen cuando se leen los escritos en cuestión y cuando se penetra un poco en el espíritu de la gente de la época. Sobre todo existe la explicación de la asunción de la personalidad de un maestro famoso por parte del discípulo. En la antigüedad se pensaba a menudo que ambos podían formar una unidad espiritual y que el discípulo podía escribir en nombre del maestro ya fallecido. Es lo que se ha llamado una “personalidad corporativa”.

Esta teoría podría ser verosímil para los autores de obras pseudónimas dentro del Nuevo Testamento. Éstos pudieron sentirse en realidad emparentados espiritualmente con el personaje o maestro de época anterior (en nuestro caso Pablo, u otros apóstoles como Pedro, Santiago o Judas), ya que formaban con ellos casi una misma personalidad ideológica.

Al igual que Moisés había podido repartir una porción de su espíritu a los que habrían de sucederle (Nm 11,25-30), y Eliseo se contentaba con recibir la “mitad del espíritu y poder de Elías” (2 Re 2,10), o Juan, el Bautista, habría de “caminar en el espíritu y poder de Elías” (Lc 1,17), los autores de estas cartas del Nuevo Testamento se sentían realmente posesores y continuadores del mismo Espíritu que había animado e impulsado a su glorioso predecesor y maestro, Pablo, Pedro, Santiago, etc. No es de extrañar que creyeran ser intérpretes autorizados de lo que el apóstol fallecido habría escrito en circunstancias posteriores. Con otras palabras: su obra sería lo que el apóstol ya muerto habría compuesto de haber vivido esos momentos.

Los investigadores independientes parecen inclinarse por la opinión de José Montserrat y consideran esta última aclaración como una posición ingenua por parte de los estudiosos.

Seguiremos
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com
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En el otro blog de “Religiondigital”, el tema es:

“Artículo de Fernando Bermejo”

Saludos de nuevo.


Miércoles, 14 de Abril 2010


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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