CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Hoy escribe Juan Antonio Morales González



Reflexiones de un geólogo, interesado en temas bíblicos, a propósito de la lectura de los libros siguientes:

Israel Finkelstein y Neil Asher Silberman, 2003 "la Biblia desenterrada".
Editorial siglo XXI España, grupo Akal. ISBN: 978-84-323-1184-0

Jonathan Kirsch, 2002. "David. La verdadera historia del rey de Israel". Ediciones Javier Vergara. ISBN: 978-95-015-2189-4

Javier Alonso, 2002. "Salomón: entre la realidad y el mito". Editorial Oberon, Madrid. ISBN: 84-667-1405-7

Israel Finkelstein y Neil Asher Silberman, 2007. "David y Salomón: En busca de los reyes sagrados de la Biblia y de las raíces de la tradición occidental". Editorial siglo XXI España, grupo Akal. ISBN: 978-84-323-1296-0


Juan Antonio Morales es Profesor Titular del Departamento de Geología de la Universidad de Huelva. Autor de numerosos artículos de investigación y divulgación científica. Entre sus libros destacan las novelas “Más allá de las columnas de Hércules” (2013) e “Ira de Plutón” (2015). Editorial Círculo Rojo.



Desde pequeños, todos hemos aprendido que las palabras de la Biblia encerraban la verdadera historia del pueblo de Israel, que más allá de las relaciones de este pueblo con su Dios, Yahvé, el Antiguo Testamento recogía literalmente el devenir histórico de una nación que tuvo conciencia de su singularidad desde hace, al menos, cinco mil años y que supo mantener su cohesión cultural, religiosa y étnica durante todo ese tiempo. Esa cultura, con sus tradiciones asociadas, sus leyes, sus creencias y su culto fueron transmitidas no sólo a los miembros de esta nación, sino a todo occidente a través de un relato histórico de tal potencia narrativa que ha trascendido el tiempo. Desde siempre, generaciones de creyentes tuvieron la absoluta y ciega certeza de que lo relatado en este texto era históricamente veraz y correspondía, palabra por palabra, a lo ocurrido realmente a los primeros miembros del pueblo de Israel.

En otras palabras, la Biblia supone un relato continuo de unos 2600 años en el que se narra la destrucción de los cultos paganos y el nacimiento del monoteísmo. El contexto en el que se realiza esta narración es el del comportamiento más o menos piadoso los reyes que fueron sucediéndose en el transcurso de los tiempos, que son catalogados de acuerdo con la observación más o menos estricta del culto al Dios único.

Para los defensores de la literalidad del texto bíblico, en el segundo milenio antes de Cristo, un grupo de funcionarios, escribas, sacerdotes y profetas se unen para comenzar la escritura de un relato unificado a partir de la adaptación de narraciones más antiguas transmitidas oralmente en la región de Judá. A ese relato inicial se le habrían ido adosando otras historias de forma más o menos coetánea al momento en el que éstas sucedieron. También para estos mismos defensores, la Biblia supone una demostración de que los pueblos de Judá e Israel constituyeron desde el principio de los tiempos no sólo una unidad sociocultural, sino un único reino gobernado por dinastías de reyes que se sucedieron de forma continua y, lo más importante, con una única religión nacional: el culto a Yahvé.

Las primeras aproximaciones de la Ciencia a la comprobación de los textos bíblicos comenzaron a llegar a finales del siglo XIX, pero fue a principios de la segunda mitad del siglo XX cuando, tras la creación de la nueva nación de Israel en respuesta al holocausto que supuso la Segunda Guerra Mundial, los dirigentes de este nuevo país intentaron demostrar la legitimidad histórica de su pertenencia al territorio que ahora comenzaban a ocupar gracias a la política internacional. No es, entonces, de extrañar que estas primeras aproximaciones estuvieran orientadas a demostrar la veracidad literal de la Biblia en términos históricos. Desde luego, no hay nada menos científico que haber decidido la veracidad de una hipótesis antes de comenzar a comprobarla, ya que se corre el riesgo de sesgar las interpretaciones de lo observado y acabar obteniendo conclusiones completamente equivocadas. Y eso fue justo lo que ocurrió.

Pistas escondidas en el propio texto de la Biblia

Antes de acudir a los testimonios extrabíblicos es lógico que los estudiosos echaran mano de los propios textos contenidos en el libro sagrado como evidencia de una realidad social que habría quedado impregnada en los estilos literarios y el contexto histórico que puede apreciarse en el trasfondo de las historias. Al fin y al cabo, el análisis de los textos antiguos forma parte de la metodología de la historia.

Es evidente que los primeros análisis, realizados precisamente por los partidarios de una verdad bíblica literal se centraron en los detalles que daban consistencia al relato ya que en el texto aparecen fenómenos naturales reales y hechos bien contrastados, así como formas de vida que corresponden con el momento histórico que se narra. Sin embargo, en lo que se hizo mayor hincapié es en la toponimia de lugares muy bien descritos en la Biblia y en los que se han localizado yacimientos arqueológicos.

A pesar de estos testimonios iniciales, que algunos defendían como pruebas definitivas, un análisis más profundo realizado a posteriori por investigadores independientes pusieron de manifiesto numerosas incongruencias cronológicas, así como detalles narrativos y acontecimientos que eran demostrablemente falsos. Por otra parte, atendiendo a los estilos literarios han podido identificarse claramente las fuentes narrativas y éstas corresponden a momentos y lugares distintos a los considerados inicialmente.

El análisis textual demuestra que hay dos fuentes distintas que narran los acontecimientos iniciales, ya que éstos se narran desde dos perspectivas distintas, las perspectivas de Israel y Judá, lo que demuestra que inicialmente éstos fueron pueblos separados y con tradiciones diferentes. Estos pueblos habrían compartido espacios geográficos que, aunque próximos, presentaban rasgos geológicos y climáticos tan diferentes que habrían marcado su forma de pervivencia y sus tradiciones constructivas y socioculturales. Además de estas dos fuentes iniciales se identifica una tercera de aquél o aquellos que realizan el ensamblaje y una cuarta que añade al texto ya ensamblado detalles sobre los cultos religiosos. Estas cuatro fuentes constituyen el cuerpo primario de la Biblia al que más tarde se le añade los relatos del Deuteronomio y las Crónicas, ambos en momentos diferentes y escritos por manos distintas.

Los rasgos políticos y sociales que aparecen en el trasfondo de las diferentes partes del texto permiten afirmar que la compilación de los cuatro primeros libros de la Biblia se realizó en el siglo VIII a.C., mientras que el Deuteronomio se escribe y añade durante el reinado de Josías (siglo VII a.C.) y las Crónicas, así como el ensamblado final se realizan en los siglos V-IV a.C.

Ante estos hechos se establece una dura discusión en la que el discurso y los razonamientos se vuelven protagonistas y en la que cada cual esgrime sus argumentos y minimiza o deslegitima los del contrario, dejando a un lado la validez de los datos. Se ve claro, entonces que será necesario encontrar las pruebas fuera del texto bíblico, y la Arqueología se presenta como la tabla de salvación tanto de aquellos que defienden la literalidad de la Biblia, como de aquellos que ahora se empeñan en demostrar que este texto carece de validez histórica alguna.

Irrumpen los testimonios arqueológicos

Había sido ya en el siglo XIX, con el inicio de los grandes descubrimientos arqueológicos cuando había comenzado esa disciplina que hoy se llama “arqueología bíblica”. A pesar de que la arqueología todavía no había desarrollado pautas metodológicas que permitieran considerarla una verdadera ciencia, en este periodo se realizan algunos descubrimientos que comienzan a aportar las primeras referencias extra-bíblicas al pueblo de Israel. Es en esta época de descubrimientos cuando aparecen en Egipto la estela de Merneptah (que conmemora la victoria de este faraón sobre Israel en el 1270 a.C), la estela de Shoshenk I (que conmemora los éxitos de su campaña en tierras de Israel). En la misma época aparecen en Mesopotamia textos en escritura cuneiforme que hablan de algunos reyes israelitas, así como la estela de Moab (que describe una lucha entre este rey con Israel, que también es descrita en 2 Reyes) y la estela de Tell-Dan (que conmemora la victoria del rey arameo Jazael sobre los reyes de Israel en el siglo IX a.C.).
Es evidente que estos primeros descubrimientos ponían de manifiesto no sólo que el pueblo de Israel existía desde épocas arcaicas, sino que aquellos reyes descritos en las páginas bíblicas habían existido realmente al encontrarse referidos en las estelas de distintas civilizaciones. Del mismo modo, estas pruebas coincidían con los textos bíblicos en unas relaciones tortuosas de Israel con sus vecinos. Todo esto, claro está, venía a dar la razón a los que buscaban pruebas de la literalidad de la Biblia.

Sin embargo, en cuanto la arqueología se fue desarrollando como ciencia y comenzaron a irrumpir técnicas más avanzadas, llegaron los primeros testimonios que matizaban, modificaban o incluso negaban lo descrito en las páginas de la Biblia. No en vano, el desarrollo de la arqueología científica no sólo se centraba ahora en los grandes descubrimientos, sino en los detalles sobre el conocimiento de la realidad preservada: los procesos históricos, el medio físico coetáneo a los acontecimientos históricos, el urbanismo, o el estado de la agricultura, el comercio o la tecnología.

Aceptar que los relatos de la Biblia son reales, aunque no deben entenderse literalmente es un largo proceso que culmina en los años 70, tras las excavaciones de las ciudades bíblicas llevadas a cabo por William F. Albright. A partir de entonces, la llamada arqueología bíblica deja de ser una disciplina que intenta probar la literalidad del libro sagrado y comienza a intentar descubrir la realidad social del pueblo de Israel con todos sus matices: historia política, cambios económicos, estructura social, ritos y relaciones con el medio natural. Desde este momento comienza el apasionante proceso de descubrir la verdad histórica escondida no sólo en las páginas de la Biblia, sino en los ladrillos de tierra sagrada. Es el proceso tan brillantemente descrito en las páginas del libro de Finkelstein y Silberman, la Biblia Desenterrada.

Los relatos ancestrales: Una historia de patriarcas, éxodos y conquistas.

Quizá los relatos más desconectados del momento histórico que narran son los relatos sobre los patriarcas: Abrahán, Isaac y Jacob. En este punto, el relato bíblico detalla en una genealogía coherente de tres generaciones el inicio de la tradición religiosa israelita y la relación singular de su pueblo con Yahvé, así como la unicidad de los pueblos y el territorio de Judá e Israel.

En ese caso es la trama narrativa la que está llena de detalles que sitúan el relato fuera del tiempo en el que se enmarca. Si bien los hechos que se narran corresponden con el segundo milenio a.C., la narración incluye datos sobre la supremacía de algunas ciudades, las relaciones entre asentamientos, los productos comerciales o el uso generalizado de camellos como animal de carga que sitúan el momento de su redacción en el siglo VII a.C. durante el reinado de Josías.

La identificación de tres fuentes literarias distintas (una para los relatos de Abrahán e Isaac, otra para el relato de Jacob y otra que corrige, empasta y da coherencia y continuidad) hace pensar que el relato integrado está aunando en una misma genealogía personajes legendarios del sur (Abrahán e Isaac) y del norte (Jacob). Es evidente que la creación de este “paquete literario” intenta instaurar un origen común de los pueblos de Judá e Israel, respondiendo así a las aspiraciones de Josías de consolidar los derechos de Judá sobre los territorios de Israel.

Si la reconstrucción de las historias de los patriarcas resulta sugerente, no menos lo es el desentrañar el misterio del relato del Éxodo. Este hito en la historia de Israel está descrito en 4 de los 5 libros del Pentateuco y establece las bases del pacto de Dios con el pueblo de Israel. Lo cierto es que el propio texto está plagado de referencias toponímicas y cronológicas, así como de descripciones del ambiente natural y social que rodea al núcleo de la narración. Lo primero que llama la atención es que atendiendo a las identificaciones toponímicas recientes realizadas en 2004 por James K. Hoffmeier y ‎Alan R. Millard, la supuesta ruta seguida por los hebreos en su huida no responde a la que identificaba la tradición, atravesando el “Mar Rojo”. Aceptando que la bíblica ciudad de Migdol corresponde con Tell Kedua (actual Tell-al-Hayr) trabajos recientes proponen una huida a través del delta del Nilo, siguiendo una ruta costera hacia la península del Sinaí. En este contexto, un trabajo de modelización numérica realizado en 2010 por Carl Drews y Weiqing Han explica la apertura de las aguas como un fenómeno natural fácilmente repetible asociado con un viento del Este que debería soplar al menos 12 horas con una velocidad superior a los 100 kilómetros por hora.

Al margen de estas hipótesis científicas, la arqueología egipcia ha aportado numerosas referencias sobre la presencia hebrea en la tierra de los faraones. En diferentes estelas, los que ellos denominaban “hicsos” aparecen como comerciantes, prisioneros de guerra y esclavos en periodos anteriores al 3000 a.C. Muy posteriormente, los escritos de Manetón describen un Egipto dominado por los hicsos, que reinaron dos siglos y medio a partir de 1800 a.C. desde su capital situada en Ávaris, recientemente identificada con Tell-el-Daba. Los mismos escritos relatan cómo en 1570 a.C. los hicsos fueron expulsados por un faraón autóctono y huyeron para fundar Jerusalén. Este relato sería perfecto como demostración de la presencia hebrea en Egipto, de no ser porque no corresponde con la cronología narrada en la Biblia. Además, no está tan claro que el término “hicso” se refiera al pueblo de Israel, sino que, más bien se acepta una equivalencia con el término actual “cananeo”, que es aplicado posteriormente a cualquier habitante de oriente próximo, incluyendo a fenicios y filisteos.

Si se acepta la cronología bíblica, el pueblo de Israel tuvo que haber huido en tiempos de Ramsés II, es decir, en el siglo XIII a.C. De hecho, en escritos correspondientes al reinado de este mismo faraón, se ha encontrado una referencia a la expulsión de un colectivo llamado Israel. Lo que no cuadra en este caso es que el término Israel corresponde con un grupo heterogéneo de trabajadores que surgió dentro del mismo Egipto. En ningún caso, este grupo pudo haber llegado desde el exterior, ya que desde la expulsión de los hicsos, más de tres siglos antes, Egipto ejercía un férreo control de la inmigración, a través de la militarización y fortificación de sus fronteras.

Las pruebas arqueológicas demuestran que, de haber ocurrido el éxodo en la época de Ramsés, no pudo, en ningún caso haber ocurrido tal y como narra la Biblia por diferentes cuestiones: 1) No hay absolutamente ninguna prueba arqueológica de ningún tipo de asentamiento humano en la península del Sinaí durante la edad del bronce. 2) La mayor parte de las ciudades y reinos que se mencionan en el relato bíblico estaban abandonadas en ese momento histórico. 3) Aquellos asentamientos que no estaban abandonados estaban fortificados y bajo el control egipcio.

Los anteriores detalles hacen pensar que el relato del éxodo proviene de una tradición oral que hacía referencia a la expulsión de los hicsos en tiempos de Manetón. Este relato sería escrito y enriquecido con detalles del momento en el que la historia fue escrita. Las ciudades que se citan estaban en auge y bajo control cananeo justo en el siglo VII a.C., durante el reinado de Josías. Todo ello lleva a pensar a Finkelstein y Silberman que, una vez más, la narración responde a las aspiraciones territoriales y unificadoras de Josías.

El próximo viernes concluiremos

Saludos cordiales de
Juan Antonio Morales González

Viernes, 21 de Agosto 2015


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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