Bitácora
ARGENTINA ENTRE DIOS, DISCÉPOLO Y EL DIABLO
José Rodríguez Elizondo
Publicado en La Segunda, el 24.9.2012
Mientras Cristina Fernández maneja el silencio, la polémica sobre su segunda reelección (la “re-re” en la jerga política argentina) se ha instalado. El momento económico y político –con cacerolazos y evocaciones de “corralito”- no la favorece para nada, pero ella no se inmuta.
Demostrando que conoce a Maquiavelo, amenaza a la oposición con la celeste dimensión de su ira. Ha dicho que, descartado Dios, ella es lo más temible en plaza. Esto confirma que su autoestima es comparable con la de Diego Maradona quien le dice “el Barbas” al Supremo Creador y hasta tiene religión propia. Pero, ojo, en ese ámbito teológico la Presidenta no está siguiendo a Diego, sino a Juan Domingo Perón. El Fundador de su fe enseñó que un verdadero líder debe “imitar a la naturaleza o a Dios”.
Para ese efecto, ella aplica la clave de la doctrina peronista, que consiste en encontrar la “tercera posición” de cualquier fenómeno. Es decir, la de Arbitro Supremo de los conflictos del universo. El mejor ejemplo lo dio su maestro en los años 40 del siglo pasado cuando, tras su admiración por (el caído) Mussolini, aspiró a ser el (triunfante) Lenin de los argentinos. Pero no un Lenin confrontacional, sino uno que se ubicara “en el justo medio de los dos imperialismos”. Digamos, un Lenin que Lenin habría expulsado por poco bolchevique.
Aquello hizo del peronismo una doctrina autoritaria con ribetes esotéricos y un tema de mofa para los intelectuales, con el demoníaco Borges a la cabeza. Así les fue a éstos. Pronto los exégetas dictaminaron que “intelectual” es una mala palabra y que, como diría Discépolo, lo único importante es manejar bien el Cambalache de las Elecciones. En éstas los intelectuales pesan lo mismo que los piqueteros y unidos son una minoría aplastante. Además, con una simple mayoría a favor, un peronista puede hacer lo que quiera, desde levantar una sociedad de mercado hablando de revolución o adherir al socialismo de Hugo Chávez, repartiendo subvenciones.
Dicho sea con todo respeto, en esa opción por la ortodoxia radica la debilidad básica de la Presidenta. Primero, porque no tiene quien le escriba textos con más contenido que consignas. Segundo, porque la induce a confundir el éxito de la coyuntura electoral con la infalibilidad de la Presidencia. Tercero, porque sus ayudantes son de palo: le temen más que a Júpiter tonante.
Así, aunque algunos la adulen hablando de kirchnerismo-cristinismo, ella supone, al parecer, que desperonizarse sería morir en el intento. Recibió el legado de Perón llave en mano y, en vez de tomarlo por las astas, para democratizarlo, lo está ejerciendo entre resignada y orgullosa: “El peronismo es lo más parecido a los argentinos”, dijo durante el gobierno de su esposo Néstor. Agregó que juntos son capaces de generar “las acciones más generosas y las más horribles”.
Por asumir su doctrina como una constante etnográfica, ella –igual que antes su marido- se ha focalizado en la agenda doméstica, con retórica de izquierdas, énfasis en el control de las provincias e instituciones, hegemonía de los leales, control de los inteligentes, ambigüedad ante la endocorrupción, estadísticas económicas poco confiables y técnicas personalizadas de conservación del poder. En ese contexto, su política interior es verticalista a ultranza y su política exterior es una mezcla de conversación secreta con los líderes “compañeros”, cortesía o indiferencia con el resto y resignación ante la hegemonía de Brasil.
Su gran problema es que esa línea es sólo de administración. No sirve para resolver crisis internas, como la que comenzó a vivir la semana pasada ni temas de envergadura estratégica, como el de las islas Malvinas. En este último caso, el pétreo statu quo comprueba que temas de ese tamaño requieren una diplomacia sofisticada, militares reconvertidos, economía solvente, intelectuales comprometidos, lealtad con los amigos estratégicos y apoyo regional disuasivo (no sólo retórico). Al fin de cuentas, el Reino Unido luce más temible que Lucifer y David Cameron no conoce a Discépolo.
Mientras Cristina Fernández maneja el silencio, la polémica sobre su segunda reelección (la “re-re” en la jerga política argentina) se ha instalado. El momento económico y político –con cacerolazos y evocaciones de “corralito”- no la favorece para nada, pero ella no se inmuta.
Demostrando que conoce a Maquiavelo, amenaza a la oposición con la celeste dimensión de su ira. Ha dicho que, descartado Dios, ella es lo más temible en plaza. Esto confirma que su autoestima es comparable con la de Diego Maradona quien le dice “el Barbas” al Supremo Creador y hasta tiene religión propia. Pero, ojo, en ese ámbito teológico la Presidenta no está siguiendo a Diego, sino a Juan Domingo Perón. El Fundador de su fe enseñó que un verdadero líder debe “imitar a la naturaleza o a Dios”.
Para ese efecto, ella aplica la clave de la doctrina peronista, que consiste en encontrar la “tercera posición” de cualquier fenómeno. Es decir, la de Arbitro Supremo de los conflictos del universo. El mejor ejemplo lo dio su maestro en los años 40 del siglo pasado cuando, tras su admiración por (el caído) Mussolini, aspiró a ser el (triunfante) Lenin de los argentinos. Pero no un Lenin confrontacional, sino uno que se ubicara “en el justo medio de los dos imperialismos”. Digamos, un Lenin que Lenin habría expulsado por poco bolchevique.
Aquello hizo del peronismo una doctrina autoritaria con ribetes esotéricos y un tema de mofa para los intelectuales, con el demoníaco Borges a la cabeza. Así les fue a éstos. Pronto los exégetas dictaminaron que “intelectual” es una mala palabra y que, como diría Discépolo, lo único importante es manejar bien el Cambalache de las Elecciones. En éstas los intelectuales pesan lo mismo que los piqueteros y unidos son una minoría aplastante. Además, con una simple mayoría a favor, un peronista puede hacer lo que quiera, desde levantar una sociedad de mercado hablando de revolución o adherir al socialismo de Hugo Chávez, repartiendo subvenciones.
Dicho sea con todo respeto, en esa opción por la ortodoxia radica la debilidad básica de la Presidenta. Primero, porque no tiene quien le escriba textos con más contenido que consignas. Segundo, porque la induce a confundir el éxito de la coyuntura electoral con la infalibilidad de la Presidencia. Tercero, porque sus ayudantes son de palo: le temen más que a Júpiter tonante.
Así, aunque algunos la adulen hablando de kirchnerismo-cristinismo, ella supone, al parecer, que desperonizarse sería morir en el intento. Recibió el legado de Perón llave en mano y, en vez de tomarlo por las astas, para democratizarlo, lo está ejerciendo entre resignada y orgullosa: “El peronismo es lo más parecido a los argentinos”, dijo durante el gobierno de su esposo Néstor. Agregó que juntos son capaces de generar “las acciones más generosas y las más horribles”.
Por asumir su doctrina como una constante etnográfica, ella –igual que antes su marido- se ha focalizado en la agenda doméstica, con retórica de izquierdas, énfasis en el control de las provincias e instituciones, hegemonía de los leales, control de los inteligentes, ambigüedad ante la endocorrupción, estadísticas económicas poco confiables y técnicas personalizadas de conservación del poder. En ese contexto, su política interior es verticalista a ultranza y su política exterior es una mezcla de conversación secreta con los líderes “compañeros”, cortesía o indiferencia con el resto y resignación ante la hegemonía de Brasil.
Su gran problema es que esa línea es sólo de administración. No sirve para resolver crisis internas, como la que comenzó a vivir la semana pasada ni temas de envergadura estratégica, como el de las islas Malvinas. En este último caso, el pétreo statu quo comprueba que temas de ese tamaño requieren una diplomacia sofisticada, militares reconvertidos, economía solvente, intelectuales comprometidos, lealtad con los amigos estratégicos y apoyo regional disuasivo (no sólo retórico). Al fin de cuentas, el Reino Unido luce más temible que Lucifer y David Cameron no conoce a Discépolo.
Editado por
José Rodríguez Elizondo
Escritor, abogado, periodista, diplomático, caricaturista y miembro del Consejo Editorial de Tendencias21, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Su obra escrita consta de 30 títulos, entre narrativa, ensayos, reportajes y memorias. Entre esos títulos están “El día que me mataron”, La pasión de Iñaki, “Historia de dos demandas: Perú y Bolivia contra Chile”, "De Charaña a La Haya” , “El mundo también existe”, "Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo ", "Crisis y renovación de las izquierdas" y "El Papa y sus hermanos judíos". Como Director del Programa de Relaciones Internacionales de su Facultad, dirige la revista Realidad y Perspectivas (RyP). Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2021), el Premio Rey de España de Periodismo (1984), Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). En 2013 fue elegido miembro de número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.
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