Reseñas
La infancia del cristianismo
Juan Antonio Martínez de la Fe , 07/05/2021
Ficha Técnica
Título: La infancia del cristianismo
Autor: Étienne Trocmé
Edita: Editorial Trotta, Madrid, 2021
Colección: Estructuras y Procesos
Traducción: Alejandro del Río Herrmann
Encuadernación: Tapa blanda con solapas
Número de páginas: 212
ISBN: 978-84-1364-000-6
Precio: 22 euros
La traducción de este libro a nuestro idioma ha sido un acierto editorial. En un momento en que en las iglesias cristianas, incluida la católica, nacen y crecen corrientes muy diversas, incluso, a veces, antagónicas, echar una vista a aquellos primeros años en que comenzó a germinar la semilla sembrada por Jesús de Nazaret, puede arrojar un rayo de luz, si no esclarecedora, sí, al menos, de esperanza en que se podrán superar las diferencias porque, en el fondo, todas ellas cuentan con un único agente impulsor: el mensaje del nazareno.
Xabier Picaza abre esta obra con una necesaria introducción. En ella, nos señala las principales aportaciones de Trocmé en este libro: a) Una confianza básica en las fuentes del Nuevo Testamento para entenderlas en su diversidad, comparadas entre sí desde el trasfondo de su tiempo; b) El autor sabe iluminar varios personajes menos conocidos y algunos hechos menos valorados; y c) Ha querido que los datos hablen por sí mismos.
Y para una mejor comprensión del libro, Picaza nos ofrece, en primer lugar, una descripción de la geografía del cristianismo primitivo, detallando espacios y trayectorias; concretamente, nos refiere nueve espacios de la geografía protocristiana que nos permiten situar las personas y argumentos básicos de la obra; y, luego, una cronología de aquellos primeros años, arrancando desde el año treinta de nuestra era y llevándonos hasta el ciento veinticinco, con detalle de los primordiales acontecimientos que jalonan esta apasionante historia.
Y ya Trocmé toma la palabra, explicándonos, en un primer capítulo, la situación del judaísmo al inicio de nuestra era. Un judaísmo que sufre el exilio a la par que recibe influencias de las culturas y tradiciones de los pueblos en los que se asienta y que da origen a un judaísmo de la diáspora con algunas diferencias con el palestino, si no mayoritario numéricamente en relación con la totalidad, sí en su provincia, que contaba con minorías tales como samaritanos o filisteos.
Hay que entender la relación entre Jesús y Juan el Bautista, que tenía su grupo de discípulos y seguidores que se mantuvieron fieles a él incluso tras su muerte. Pocas son las noticias documentales que existen sobre Juan, lo que complica la labor del investigador; los escasos documentos que se pueden consultar están teñidos ya por la fe cristiana posterior. La diferencia fundamental entre ambos está en que el Bautista predica la venida inminente del Reino, mientras que, con Jesús, esa inminencia se ha transformado en misteriosa presencia y que no hay ya que prepararse para un mañana porque el Reino de Dios debe ser aprehendido desde hoy.
Santiago, el hermano
Tras la crucifixión de Jesús, los discípulos, decepcionados, se habían reintegrado a sus labores profesionales emprendiendo una existencia ordinaria. Pero se producen fenómenos extraordinarios: las apariciones del difunto, unas cristofanías que son el origen de la fe en Jesús como Mesías y de la actividad de los discípulos para difundir esta convicción.
En esta primera época, algunos partidarios de Jesús permanecieron en las ciudades de Galilea, pero no hay nada que haga pensar que se organizaran en comunidades religiosas distintas de las sinagogas. Por su parte, la situación de los grupos establecidos en Jerusalén era otra; su organización giraba en torno a los discípulos y parientes de Jesús, sin que haya motivo para pensar, como se ha insinuado en alguna ocasión, que existiera una copia de las comunidades esenias. Constituyeron la Iglesia de Jerusalén que no estuvo exenta de discordias y diferencias de pareceres que dieron lugar a la creación de grupos disidentes.
Pedro pierde aquí autoridad; una autoridad que pasó a Santiago, hermano del Señor. A él le corresponde extraer las conclusiones del debate que se había producido sobre la evangelización de los paganos. Palabras de Trocmé: “a partir del año 44 de nuestra era, aquel que no era aún más que un personaje respetado se convirtió en el papa de la iglesia de Jersualén y, al mismo tiempo, de la iglesia universal”. Un hecho que viene confirmado por diferentes tradiciones posteriores. Así, pues, Santiago obtiene su legitimidad por su parentesco con Jesús y, con ayuda de un nuevo grupo de dirigentes (los ancianos) se hace con el poder durante un largo período en la iglesia de Jerusalén y, a través de ella, en la iglesia universal. Un Santiago que fue gran predicador del Mesías Jesús, y un judío estricto observante de conducta irreprochable.
Esta iglesia jerosolimitana conoce un período de expansión y de crecimiento de su influencia sobre todas las comunidades cristianas exteriores a la Ciudad Santa, pero sufrió un brutal final tanto por el martirio del propio Santiago como por la catástrofe que se abatió sobre la capital judía y su templo. Y, aunque después del año 70, esta iglesia regresara a la ciudad santa, la influencia que había ejercido en tiempos de Pedro y Santiago sobre todas las comunidades exteriores, no se restableció. A partir de este momento, el cristianismo abandona su régimen centralizado y pasa a un congregacionismo integral, favorable a todas las dispersiones.
Un fenómeno consecuencia de esta deriva lo encontramos en el grupo de cristianos más influidos por la cultura helenista, grupos que presentaban una fisonomía original que combinaba rasgos de la comunidad jerosolimitana y otros producto de la presión del medio ofrecido por una gran urbe cosmopolita. Este grupo no solo se contentó con actuar, sino que también reflexionó sobre su acción y se expresó en algunos documentos literarios; exhibe, además, una violencia polémica mucho mayor en relación con los dirigentes judíos que sus hermanos de la mayoría de la iglesia de Jerusalén.
Tal movimiento contestatario legó a las generaciones cristianas algunos elementos importantes. Así, por ejemplo, obligó a la iglesia de Jerusalén a salir de su concha y a interesarse por el mundo exterior; contribuyó a helenizar el cristianismo en el plano cultural, lo cual orientó su expansión hacia el imperio romano más que hacia el Oriente semita; y, con el evangelio de Marcos, ofreció un modelo literario que ejerció gran atracción en autores cristianos de generaciones posteriores.
Pablo, apóstol de los gentiles
“Pablo es a un tiempo el personaje más conocido de la primera generación cristiana y un hombre envuelto en misterio en muchos aspectos”. Su conversión parece más bien referirse a una conmoción interior que a una manifestación espectacular. Trocmé nos lleva de la mano para recorrer su biografía y nos hace caer en la cuenta de que fue reconocido como detentor de una vocación misionera para los incircuncisos, mientras que Pedro, que gozaba de igual vocación, lo era para los circuncisos. Circuncisión o no circuncisión en los nuevos cristianos constituyó un profundo y a veces doloroso debate en el seno de aquella iglesia que nacía. Se intentó una solución de compromiso, consistente en pedir a los convertidos de origen pagano que se sometieran a unas cuantas reglas inspiradas en los mandamientos tradicionales, pero ni Pablo ni sus herederos aceptaron tal compromiso.
Si bien es cierto que Pablo era reconocido como legítimo misionero entre los paganos, el hecho es que los cristianos judíos y los que no tenían esa procedencia no podían vivir en plena comunión, por lo que cada uno de estos grupos tenía que constituir su propia comunidad. De esta manera, para las más altas autoridades cristianas era más importante la pertenencia étnica de los convertidos que el propio mensaje de salvación del Señor. Una situación que llevó, irremediablemente, a la ruptura, no quedando otra alternativa a Pablo que desarrollar y consolidar su obra misionera autónoma.
Sobre estas iglesias, Pablo extendía su autoridad, no sin combates y contestación, provenientes, sobre todo, de grupos judaizantes; tales iglesias se caracterizaban por haber roto puentes con las sinagogas, pero se desconoce cómo era su organización interna. Para ellas, Pablo es un apóstol de Jesucristo, un título por el que él sentía gran apego.
Tal situación le obligó a una gran actividad, corriendo de un lado a otro esforzándose por cerrar las brechas que surgían y dedicándose a la redacción de sus cartas tanto para responder a las cuestiones que se le planteaban, como para defenderse de ataques o para preparar su acción. Así, se vio obligado a fundar doctrinalmente sus exhortaciones a la constitución de una comunidad que reuniera a todos los fieles, sin dejar de lado su convicción de que la constitución de una iglesia local era la llave de la vida cristiana.
Tiempos difíciles
“A comienzos de los años sesenta de nuestra era, la iglesia cristiana era un grupo de tamaño modesto, pero animado por una dinamismo real y bastante sólidamente organizado en torno a su centro, la ciudad de Jerusalén”. Es verdad que había disidencias, pero eran menores. Aun así, la influencia centralizadora jerosolimitana fue disminuyendo, tanto por la poca brillantez de quienes sucedieron a Santiago como por las querellas dogmáticas surgidas tras la desaparición del hermano del Señor, a lo que se une el descalabro de la guerra judía y sus consecuencias. Así las cosas, “de un sistema cuasi papal, las iglesias cristianas habían pasado sin transición a un régimen congregacionalista, fundado en las comunidades locales y en las relaciones que estas quisieran establecer espontáneamente entre ellas”.
Se da, también, en esta época un fenómeno de singular importancia: el hecho de que las autoridades imperiales comienzan a distinguir entre judíos y cristianos; el estatus de religio licita del que gozaban los judíos, dejó de proteger a los cristianos, algo que encontramos en la génesis, entre otras muchas causas, de las persecuciones, especialmente, las del año 64. Hacia el año 70, ya habían desaparecido los tres protagonistas de la primera generación: Santiago, Pedro y Pablo.
Y se desarrollan cuestiones con diferente intensidad según el grupo cristiano en el que nacen; por ejemplo, las relaciones con las personas ricas, sobre quién podía hacer uso de la palabra en las reuniones, la importancia que se da a la cristología, etc. Pese a ello, los textos de la época permiten considerar una actitud aguerrida por parte de la mayoría cristiana en su intento de ganar para el Evangelio a un buen número de miembros de las sinagogas, presentándoles el cristianismo como una forma más acabada del judaísmo.
Pero, perdida la protección del estatuto de los judíos en el Imperio Romano, ¿qué sería de este grupo de cristianos?. Pues su salvación le llegó gracias a la pequeña minoría de quienes habían sido adoctrinados por Pablo. Paradójicamente, la mayoría de las iglesias cristianas continuaba considerando a los herederos de Pablo como unos irresponsables que ponían en peligro a todos los cristianos. Pero, a finales de la década de los 80 de nuestra era, estiman las iglesias paulinas que pueden dar a las demás comunidades cristianas consejos y ejemplos prácticos para ayudarlas a organizarse, en el momento en que se prepara su expulsión de las sinagogas.
Época de madurez
En torno al año 100, rotos ya los vínculos con las sinagogas, los cristianos renuncian a polemizar contra ellas y a presentarse como los judíos más auténticos. Los de origen pagano, en número cada vez mayor, no sienten nostalgia de un pasado reciente en el que sus comunidades vivían en estrecha dependencia de las sinagogas. Por otro lado, se muestran cada vez más leales al imperio romano, obedeciendo a un sentimiento de creciente necesidad de integrarse en la civilización grecorromana, lo que hace que las autoridades no perciban ya el Evangelio como una propaganda religiosa agresiva, sino como la fe de una comunidad razonable.
Palabras de Trocmé que resumen la situación: “el cristianismo, que descubrió su identidad propia en torno al año 100 de nuestra era, busca insertarse en la sociedad en la que eligió mayoritariamente implantarse y emprende un vasto debate interno sobre la manera de conseguirlo. Por este motivo, puede ser descrito como un cristianismo emancipado respecto de su progenitor, el judaísmo, y que había entrado, antes de 150, en la edad adulta, donde había de tomar en sus manos su propio destino”.
Concluyendo
En esta obra, encontrará el lector una detallada cronología de los primeros años de un cristianismo que, como un recién nacido, es consciente de la magnitud del mensaje que sigue, pero balbucea en la manera de incorporarlo a su vida diaria en el horizonte de una labor misionera: custodiaban un Evangelio, una buena noticia, que no podían reservar egoístamente para sí, sino que tenían que esparcir por todo el mundo.
Étienne Trocmé desarrolla su libro con maestría. Primero, con un lenguaje que sabe armonizar y conjugar el necesario discurso de lectura, entreverado con la abundancia contundente de citas de documentos que sustentan su narración; en ningún momento, esta importante aportación documental, impide una lectura apasionante, bien estructurada y minuciosamente desarrollada. Luego, la ausencia de complicados términos propios de una exégesis meticulosa, facilita en no pequeña medida el éxito del proyecto expositivo concebido por el autor.
Desde luego, junto a una amena lectura, encontrará, quien se adentre en sus páginas, un sólido conocimiento de los primeros años de los grupos de seguidores de Jesús de Nazaret hasta convertirse en la realidad del cristianismo.
Índice
Introducción: Geografía y cronología. Los dos ejes del cristianismo primitivo. Por Xabier Picaza
Prólogo
1. El judaísmo al inicio de nuestra era
2. Juan el Bautista y Jesús de Nazaret
3. La primera iglesia de Jerusanlén
4. El envite “helenista”
5. Pablo: los primeros pasos
6. Pablo: la huida hacia adelante
7. Pablo, jefe de iglesia
8. Pablo, teólogo y mártir
9. La gran crisis de los años sesenta
10. La contraofensiva cristiana
11. El despertar de los herederos de Pablo
12. Hacia un cristianismo adulto
13. Consolidación y helenización
Conclusión
Bibliografía
Título: La infancia del cristianismo
Autor: Étienne Trocmé
Edita: Editorial Trotta, Madrid, 2021
Colección: Estructuras y Procesos
Traducción: Alejandro del Río Herrmann
Encuadernación: Tapa blanda con solapas
Número de páginas: 212
ISBN: 978-84-1364-000-6
Precio: 22 euros
La traducción de este libro a nuestro idioma ha sido un acierto editorial. En un momento en que en las iglesias cristianas, incluida la católica, nacen y crecen corrientes muy diversas, incluso, a veces, antagónicas, echar una vista a aquellos primeros años en que comenzó a germinar la semilla sembrada por Jesús de Nazaret, puede arrojar un rayo de luz, si no esclarecedora, sí, al menos, de esperanza en que se podrán superar las diferencias porque, en el fondo, todas ellas cuentan con un único agente impulsor: el mensaje del nazareno.
Xabier Picaza abre esta obra con una necesaria introducción. En ella, nos señala las principales aportaciones de Trocmé en este libro: a) Una confianza básica en las fuentes del Nuevo Testamento para entenderlas en su diversidad, comparadas entre sí desde el trasfondo de su tiempo; b) El autor sabe iluminar varios personajes menos conocidos y algunos hechos menos valorados; y c) Ha querido que los datos hablen por sí mismos.
Y para una mejor comprensión del libro, Picaza nos ofrece, en primer lugar, una descripción de la geografía del cristianismo primitivo, detallando espacios y trayectorias; concretamente, nos refiere nueve espacios de la geografía protocristiana que nos permiten situar las personas y argumentos básicos de la obra; y, luego, una cronología de aquellos primeros años, arrancando desde el año treinta de nuestra era y llevándonos hasta el ciento veinticinco, con detalle de los primordiales acontecimientos que jalonan esta apasionante historia.
Y ya Trocmé toma la palabra, explicándonos, en un primer capítulo, la situación del judaísmo al inicio de nuestra era. Un judaísmo que sufre el exilio a la par que recibe influencias de las culturas y tradiciones de los pueblos en los que se asienta y que da origen a un judaísmo de la diáspora con algunas diferencias con el palestino, si no mayoritario numéricamente en relación con la totalidad, sí en su provincia, que contaba con minorías tales como samaritanos o filisteos.
Hay que entender la relación entre Jesús y Juan el Bautista, que tenía su grupo de discípulos y seguidores que se mantuvieron fieles a él incluso tras su muerte. Pocas son las noticias documentales que existen sobre Juan, lo que complica la labor del investigador; los escasos documentos que se pueden consultar están teñidos ya por la fe cristiana posterior. La diferencia fundamental entre ambos está en que el Bautista predica la venida inminente del Reino, mientras que, con Jesús, esa inminencia se ha transformado en misteriosa presencia y que no hay ya que prepararse para un mañana porque el Reino de Dios debe ser aprehendido desde hoy.
Santiago, el hermano
Tras la crucifixión de Jesús, los discípulos, decepcionados, se habían reintegrado a sus labores profesionales emprendiendo una existencia ordinaria. Pero se producen fenómenos extraordinarios: las apariciones del difunto, unas cristofanías que son el origen de la fe en Jesús como Mesías y de la actividad de los discípulos para difundir esta convicción.
En esta primera época, algunos partidarios de Jesús permanecieron en las ciudades de Galilea, pero no hay nada que haga pensar que se organizaran en comunidades religiosas distintas de las sinagogas. Por su parte, la situación de los grupos establecidos en Jerusalén era otra; su organización giraba en torno a los discípulos y parientes de Jesús, sin que haya motivo para pensar, como se ha insinuado en alguna ocasión, que existiera una copia de las comunidades esenias. Constituyeron la Iglesia de Jerusalén que no estuvo exenta de discordias y diferencias de pareceres que dieron lugar a la creación de grupos disidentes.
Pedro pierde aquí autoridad; una autoridad que pasó a Santiago, hermano del Señor. A él le corresponde extraer las conclusiones del debate que se había producido sobre la evangelización de los paganos. Palabras de Trocmé: “a partir del año 44 de nuestra era, aquel que no era aún más que un personaje respetado se convirtió en el papa de la iglesia de Jersualén y, al mismo tiempo, de la iglesia universal”. Un hecho que viene confirmado por diferentes tradiciones posteriores. Así, pues, Santiago obtiene su legitimidad por su parentesco con Jesús y, con ayuda de un nuevo grupo de dirigentes (los ancianos) se hace con el poder durante un largo período en la iglesia de Jerusalén y, a través de ella, en la iglesia universal. Un Santiago que fue gran predicador del Mesías Jesús, y un judío estricto observante de conducta irreprochable.
Esta iglesia jerosolimitana conoce un período de expansión y de crecimiento de su influencia sobre todas las comunidades cristianas exteriores a la Ciudad Santa, pero sufrió un brutal final tanto por el martirio del propio Santiago como por la catástrofe que se abatió sobre la capital judía y su templo. Y, aunque después del año 70, esta iglesia regresara a la ciudad santa, la influencia que había ejercido en tiempos de Pedro y Santiago sobre todas las comunidades exteriores, no se restableció. A partir de este momento, el cristianismo abandona su régimen centralizado y pasa a un congregacionismo integral, favorable a todas las dispersiones.
Un fenómeno consecuencia de esta deriva lo encontramos en el grupo de cristianos más influidos por la cultura helenista, grupos que presentaban una fisonomía original que combinaba rasgos de la comunidad jerosolimitana y otros producto de la presión del medio ofrecido por una gran urbe cosmopolita. Este grupo no solo se contentó con actuar, sino que también reflexionó sobre su acción y se expresó en algunos documentos literarios; exhibe, además, una violencia polémica mucho mayor en relación con los dirigentes judíos que sus hermanos de la mayoría de la iglesia de Jerusalén.
Tal movimiento contestatario legó a las generaciones cristianas algunos elementos importantes. Así, por ejemplo, obligó a la iglesia de Jerusalén a salir de su concha y a interesarse por el mundo exterior; contribuyó a helenizar el cristianismo en el plano cultural, lo cual orientó su expansión hacia el imperio romano más que hacia el Oriente semita; y, con el evangelio de Marcos, ofreció un modelo literario que ejerció gran atracción en autores cristianos de generaciones posteriores.
Pablo, apóstol de los gentiles
“Pablo es a un tiempo el personaje más conocido de la primera generación cristiana y un hombre envuelto en misterio en muchos aspectos”. Su conversión parece más bien referirse a una conmoción interior que a una manifestación espectacular. Trocmé nos lleva de la mano para recorrer su biografía y nos hace caer en la cuenta de que fue reconocido como detentor de una vocación misionera para los incircuncisos, mientras que Pedro, que gozaba de igual vocación, lo era para los circuncisos. Circuncisión o no circuncisión en los nuevos cristianos constituyó un profundo y a veces doloroso debate en el seno de aquella iglesia que nacía. Se intentó una solución de compromiso, consistente en pedir a los convertidos de origen pagano que se sometieran a unas cuantas reglas inspiradas en los mandamientos tradicionales, pero ni Pablo ni sus herederos aceptaron tal compromiso.
Si bien es cierto que Pablo era reconocido como legítimo misionero entre los paganos, el hecho es que los cristianos judíos y los que no tenían esa procedencia no podían vivir en plena comunión, por lo que cada uno de estos grupos tenía que constituir su propia comunidad. De esta manera, para las más altas autoridades cristianas era más importante la pertenencia étnica de los convertidos que el propio mensaje de salvación del Señor. Una situación que llevó, irremediablemente, a la ruptura, no quedando otra alternativa a Pablo que desarrollar y consolidar su obra misionera autónoma.
Sobre estas iglesias, Pablo extendía su autoridad, no sin combates y contestación, provenientes, sobre todo, de grupos judaizantes; tales iglesias se caracterizaban por haber roto puentes con las sinagogas, pero se desconoce cómo era su organización interna. Para ellas, Pablo es un apóstol de Jesucristo, un título por el que él sentía gran apego.
Tal situación le obligó a una gran actividad, corriendo de un lado a otro esforzándose por cerrar las brechas que surgían y dedicándose a la redacción de sus cartas tanto para responder a las cuestiones que se le planteaban, como para defenderse de ataques o para preparar su acción. Así, se vio obligado a fundar doctrinalmente sus exhortaciones a la constitución de una comunidad que reuniera a todos los fieles, sin dejar de lado su convicción de que la constitución de una iglesia local era la llave de la vida cristiana.
Tiempos difíciles
“A comienzos de los años sesenta de nuestra era, la iglesia cristiana era un grupo de tamaño modesto, pero animado por una dinamismo real y bastante sólidamente organizado en torno a su centro, la ciudad de Jerusalén”. Es verdad que había disidencias, pero eran menores. Aun así, la influencia centralizadora jerosolimitana fue disminuyendo, tanto por la poca brillantez de quienes sucedieron a Santiago como por las querellas dogmáticas surgidas tras la desaparición del hermano del Señor, a lo que se une el descalabro de la guerra judía y sus consecuencias. Así las cosas, “de un sistema cuasi papal, las iglesias cristianas habían pasado sin transición a un régimen congregacionalista, fundado en las comunidades locales y en las relaciones que estas quisieran establecer espontáneamente entre ellas”.
Se da, también, en esta época un fenómeno de singular importancia: el hecho de que las autoridades imperiales comienzan a distinguir entre judíos y cristianos; el estatus de religio licita del que gozaban los judíos, dejó de proteger a los cristianos, algo que encontramos en la génesis, entre otras muchas causas, de las persecuciones, especialmente, las del año 64. Hacia el año 70, ya habían desaparecido los tres protagonistas de la primera generación: Santiago, Pedro y Pablo.
Y se desarrollan cuestiones con diferente intensidad según el grupo cristiano en el que nacen; por ejemplo, las relaciones con las personas ricas, sobre quién podía hacer uso de la palabra en las reuniones, la importancia que se da a la cristología, etc. Pese a ello, los textos de la época permiten considerar una actitud aguerrida por parte de la mayoría cristiana en su intento de ganar para el Evangelio a un buen número de miembros de las sinagogas, presentándoles el cristianismo como una forma más acabada del judaísmo.
Pero, perdida la protección del estatuto de los judíos en el Imperio Romano, ¿qué sería de este grupo de cristianos?. Pues su salvación le llegó gracias a la pequeña minoría de quienes habían sido adoctrinados por Pablo. Paradójicamente, la mayoría de las iglesias cristianas continuaba considerando a los herederos de Pablo como unos irresponsables que ponían en peligro a todos los cristianos. Pero, a finales de la década de los 80 de nuestra era, estiman las iglesias paulinas que pueden dar a las demás comunidades cristianas consejos y ejemplos prácticos para ayudarlas a organizarse, en el momento en que se prepara su expulsión de las sinagogas.
Época de madurez
En torno al año 100, rotos ya los vínculos con las sinagogas, los cristianos renuncian a polemizar contra ellas y a presentarse como los judíos más auténticos. Los de origen pagano, en número cada vez mayor, no sienten nostalgia de un pasado reciente en el que sus comunidades vivían en estrecha dependencia de las sinagogas. Por otro lado, se muestran cada vez más leales al imperio romano, obedeciendo a un sentimiento de creciente necesidad de integrarse en la civilización grecorromana, lo que hace que las autoridades no perciban ya el Evangelio como una propaganda religiosa agresiva, sino como la fe de una comunidad razonable.
Palabras de Trocmé que resumen la situación: “el cristianismo, que descubrió su identidad propia en torno al año 100 de nuestra era, busca insertarse en la sociedad en la que eligió mayoritariamente implantarse y emprende un vasto debate interno sobre la manera de conseguirlo. Por este motivo, puede ser descrito como un cristianismo emancipado respecto de su progenitor, el judaísmo, y que había entrado, antes de 150, en la edad adulta, donde había de tomar en sus manos su propio destino”.
Concluyendo
En esta obra, encontrará el lector una detallada cronología de los primeros años de un cristianismo que, como un recién nacido, es consciente de la magnitud del mensaje que sigue, pero balbucea en la manera de incorporarlo a su vida diaria en el horizonte de una labor misionera: custodiaban un Evangelio, una buena noticia, que no podían reservar egoístamente para sí, sino que tenían que esparcir por todo el mundo.
Étienne Trocmé desarrolla su libro con maestría. Primero, con un lenguaje que sabe armonizar y conjugar el necesario discurso de lectura, entreverado con la abundancia contundente de citas de documentos que sustentan su narración; en ningún momento, esta importante aportación documental, impide una lectura apasionante, bien estructurada y minuciosamente desarrollada. Luego, la ausencia de complicados términos propios de una exégesis meticulosa, facilita en no pequeña medida el éxito del proyecto expositivo concebido por el autor.
Desde luego, junto a una amena lectura, encontrará, quien se adentre en sus páginas, un sólido conocimiento de los primeros años de los grupos de seguidores de Jesús de Nazaret hasta convertirse en la realidad del cristianismo.
Índice
Introducción: Geografía y cronología. Los dos ejes del cristianismo primitivo. Por Xabier Picaza
Prólogo
1. El judaísmo al inicio de nuestra era
2. Juan el Bautista y Jesús de Nazaret
3. La primera iglesia de Jerusanlén
4. El envite “helenista”
5. Pablo: los primeros pasos
6. Pablo: la huida hacia adelante
7. Pablo, jefe de iglesia
8. Pablo, teólogo y mártir
9. La gran crisis de los años sesenta
10. La contraofensiva cristiana
11. El despertar de los herederos de Pablo
12. Hacia un cristianismo adulto
13. Consolidación y helenización
Conclusión
Bibliografía
Notas sobre el autor
Étienne Trocmé (1924-2002). Cursó estudios de letras y de teología, ampliando su formación en la Universidad de California, Los Ángeles, y en la Universidad de Basilea, donde asiste a los cursos de Karl Barth. Tras ser adjunto de investigación en el CNRS (1953-1956), ejerce la docencia en la facultad de teología protestante de la Universidad de Estrasburgo, donde será profesor de Nuevo Testamento entre 1965 y 1994. Su tesis de estado está dedicada a La formación del evangelio según Marcos (1963). Compatibilizó sus cargos académicos y en diversas instituciones con su compromiso social y religioso y su labor en favor del ecumenismo. Fue redactor jefe de la revista Christianisme social (1953-1965) y de la Revue d’histoire et de philosophie religieuses (1967-1974), más tarde también director de esta última (1979-1996). Entre sus numerosos libros, destacan Jésus de Nazareth vu par les témoins de sa vie (1971), The Passion as Liturgy (1983) y Saint Paul (2003).
Étienne Trocmé (1924-2002). Cursó estudios de letras y de teología, ampliando su formación en la Universidad de California, Los Ángeles, y en la Universidad de Basilea, donde asiste a los cursos de Karl Barth. Tras ser adjunto de investigación en el CNRS (1953-1956), ejerce la docencia en la facultad de teología protestante de la Universidad de Estrasburgo, donde será profesor de Nuevo Testamento entre 1965 y 1994. Su tesis de estado está dedicada a La formación del evangelio según Marcos (1963). Compatibilizó sus cargos académicos y en diversas instituciones con su compromiso social y religioso y su labor en favor del ecumenismo. Fue redactor jefe de la revista Christianisme social (1953-1965) y de la Revue d’histoire et de philosophie religieuses (1967-1974), más tarde también director de esta última (1979-1996). Entre sus numerosos libros, destacan Jésus de Nazareth vu par les témoins de sa vie (1971), The Passion as Liturgy (1983) y Saint Paul (2003).
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Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850